Una noche, un tren Por Horacio Otheguy Riveira

Agazapado en un mueble de la cocina del internado, se abraza las piernas contra el pecho, apoya el mentón en las rodillas, aprieta con fuerza la navaja en la mano derecha donde se forma el puño tan temido, y aguanta con entereza el hiriente sudor que mortifica sus ojos.
Presta atención al silencio, necesita confirmar que su plan sigue en marcha, no sea cosa que escuche el paso del tren como lo ha venido haciendo desde la cama, pero ahora sin posibilidad de alcanzarlo, sin imágenes fabulosas al compás de su cuerpo inagotable. Si el tren se le adelantara tendría que regresar al punto de partida, a revolver las sábanas sin pegar ojo hasta que le despierte el guardián a grito pelado y le obligue a saltar de la cama para repetir una oración tras otra, a coro con el resto de internos, todos legañosos, moviendo los labios como si fueran máquinas. Pura basura. Pura rutina. Un lugar maldito. Un lugar seguro. Techo, peleas y comida. Mejor que andar tirado por la calle. Peor es nada. Ve a saber con lo que te encuentras por ahí. Todo el plan dislocado. Un hilo de sudor frío le recorre la espalda, muerde el labio inferior hasta hacerse sangre. Se le ocurre que, después de todo, perder el tren no sería tan malo como creía. O sí, porque se imagina regresando a oscuras al dormitorio, tropezando, cayendo por las escaleras, despertando a todo el mundo: lluvia de hostias, retorno al permanente estado de rabia.
Traga saliva con sudor y sangre, aprieta el puño con la navaja que sella la piel: más que suficiente para vencer el miedo y asegurarse de que no va a arrepentirse.
Escucha las campanadas del principal reloj de los curas, uno muy grande que trajeron del pueblo irlandés de uno de ellos, Sean Stockland. Le incomoda la sensación de tenerle enfrente con su cara de bonachón compungido, reprochándole sin aspavientos, porque entre todos los cuervos es el único que va de bueno, el que siempre aconseja bien y le castiga con pesar, a veces hasta con alguna lágrima, y todo porque quiere que crezca con educación y conocimiento de causa. Tanto se entrega que quiere sufrir a la par: «Sé que quitarte el fútbol es lo peor para ti. Pero es sistema bueno. Yo lo siento más que tú», y él le pregunta: «¿Así que sufre más que yo?» Y el otro hace una pausa para encender un cigarrillo, aspira profundo y responde de forma pausada, confiado en que el corazón de sus palabras penetre en el indomable espíritu del canalla.
— Sí, yo sentirlo más que tú, cada vez que tú pelear y hacer daño, significar fracaso grande, y cada vez que fracasar, yo más responsable, así que castigo para ti y castigo para mí. Tú a estudiar con Carcelero y yo al suelo de piedra, de rodillas, sin concierto de radio ni arroz con leche de postre.
— ¿Nada más, padrecito bueno que Dios me ha dado?
— Sí, algo más. Quedaré de rodillas el doble que de costumbre, rezando por ti.
Así fue el último desencuentro con su protector. Lo recuerda con todo detalle mientras espera su lance liberador, empapado en sudor con las rodillas pegadas al pecho, y el profundo deseo de no volverle a ver jamás.
Aquella vez le sonrió con medio carrillo y le dio la espalda para encaminarse a su destino de castigo: la sesión de estudio con el Carcelero, el peor de los guardianes, el repartidor de correctivos con manazas de antiguo albañil.
Por su parte, Sean Stockland se postró en el suelo de piedra de la antigua capilla, donde volvió a preguntarse por los caminos del rebelde y sus consecuencias probablemente trágicas. No sabe cuánto tiempo más podrá retenerle en este refugio al mando de curas irlandeses enviados a un confín español como castigo por montar trifulcas y emborracharse. Teme por el muchacho en un reformatorio camino de cárceles donde los reclusos se tornan más violentos todavía.
El último castigo por pegar a un compañero sucedió pocos días atrás, cuando Aurelio empezó a pensar en dos alternativas: matarse a golpes o lograr una salvación de las buenas. Una salvación que ha empezado hace una hora, desde que se deslizó por detrás de las camas del dormitorio, bajó descalzo las escaleras y llegó a la cocina. Ya sólo le queda esperar unos minutos y pasar ágilmente a la capilla, abrir la puerta trasera con un clip y correr sin parar hasta el otro lado del puente.
Dan las campanadas que cortan la respiración, las de la buena señal, la que le invita a desaparecer una vez que cuente hasta ciento veinticinco. Así ha de ser porque un día más aquí y la furia concentrada podría arrastrarle a un asesinato seguro. Ha seleccionado a varios, entre compañeros y celadores, a quienes le gustaría pegar hasta matarlos. Tiene cuerpo y gallardía suficientes como para sacudir a casi todos, poner de su parte a los más peligrosos y ganar cualquier embate. Pero hay algo que le frena, no sabe qué. Algo hay que le circula por la sangre hasta inflamarle y salir por su propia boca para decirle que huya, que rompa el círculo, que tome el aire puro del campo y la energía de los raíles, y entre sin miedo en la mañana de la ciudad grande. A un mes de cumplir los dieciséis, una más que monte y lo echarán a patadas.
Aurelio sabe que un día sí y otro también una ira ciega le arrebata sin motivo. Una furia que sólo merma cuando se empeña en castigar cuerpos indefensos. Alguna vez se ha quedado suspendido ante los desgraciados, conmovido por sus expresiones de dolor y de impotencia. También se regocija en los enfrentamientos donde le devuelven los golpes y le dejan tirado con alguna costilla rota, la cara hinchada, un ojo desenfocado. Sólo en el desatino completo, con manchas de sangre propia o ajena, se pregunta a cuento de qué se deja arrastrar por esa compulsión desaforada. «Déjalo ya, Vengador de la pradera», le dijo un día un celador antes de propinarle el último empujón contra la pared y partirle una ceja. Mientras se dejaba caer al suelo, ya sin fuerzas, le dio una risa tonta con afán peliculero: «Sí, el Vengador de la pradera, claro que sí»; las carcajadas le brotaron entre espasmos de dolor. Sólo calló cuando empezó a tiritar bajo el agua fría de la ducha, mientras el mismo guardián le fustigaba en las piernas con una vara; doblado por el frío y el dolor, canjeó la risa nerviosa por la silenciosa imaginación: correr a campo través para alcanzar el tren cuya marcha escucha dos veces cada día, por la mañana y por la noche.


El tren extraordinario con su locomotora fabulosa y sus asientos deslizantes que se hacen cama, de madera buena y asiento tapizado, con ventanilla que deja pasar el aire frío de mejor calidad que el del colegio saturado de cera de velas y grasa de cocina; con ventanillas que se pueden abrir para oler huertas y maizales, y ver a los coches que pasan como rayos por la carretera, sin ocasión para preguntar si alguien sabe algo del salvaje que se ha escapado de la mazmorra de los frailes extranjeros.
Lo demás es confusión, cólera, miseria de heladas y comida escasa y mala que mejora algo cuando le toca el turno de camarero de los curas: entonces sí, gloria divina agarrar con las manos lo que quede de las patatas hervidas y de los restos de carne pegada al hueso; pilla lo que puede y se lo lleva a un rincón del patio para hincarle el diente a solas, despacio, como si tuviera ante sí una bandeja entera, apartado de bromas, juegos y refriegas.
Todo empieza a quedar atrás. La fuga es inminente. Es la hora. Ha puesto suficiente aceite a la puerta corrediza del mueble para que no haga ruido y se deslice con la suavidad necesaria. Atraviesa la capilla, recorre el último pasillo, sale al patio, se agacha para pasar por debajo de las ventanas donde duermen los guardianes, atraviesa el jardín, salta la tapia.
En la mochila lleva pocas cosas, las justas, y bastante dinero obtenido a lo largo de la semana abusando de los más débiles, a los que no hace falta dar ni un bofetón para que le entreguen lo que se le ocurra; los dejó sin nada, y les dijo que si decían algo volvería y les cortaría el pescuezo. Y es que esta vez sus necesidades son muy altas, no se puede entrar en la ciudad grande con los bolsillos vacíos, y además tiene que asegurarse de que todo salga perfecto, porque si no coge el tren de las 0:30 se volverá loco y estrangulará a uno o dos de esos infelices y luego no sabrá cómo seguir adelante y tratará de hacerse matar liándose a tortas con el más fortachón para reventar en el entronque, y si no consigue morir desangrado, machacado a golpes, entonces no tendría más remedio que hundirse en el negro pozo, en esa porquería parecida al infierno de la que hablan los curas: reformatorio y después cárcel a paliza diaria para regenerar al caído.
Corre con agilidad de gran deportista que cobra renovada energía cuanto más se acerca a la estación, donde ha de ultimar detalles en el aseo. Sabe que debe aprovechar su expresión serena, la del actor consumado, peinarse con el fijador que metió en la mochila, y lavarse bien la cara, cambiarse la ropa, secarse el sudor; todo organizado para tener buena apariencia, y en caso de que le pregunten, pues decir de corrido, sin tropiezo, que viaja de noche para encontrarse con su hermano que hace la mili en la capital.
Así que se presenta muy firme al taquillero; con voz bien templada pide un pasaje en primera en el tren que va a Madrid. Le cuesta creer que se lo den sin problemas, y que al rato la máquina y los vagones cubran las vías del andén vacío. Nadie por ninguna parte para compartir la satisfacción del deber cumplido, el comienzo de una gran aventura entre el humo plateado y el ruido de tropas de liberación, como si la locomotora trajera innumerables vagones llenos de fusiles y cañones.
En esta soledad del andén con una máquina que lo invade como si fuera a llevárselo por delante, se siente más alto y más fuerte con músculos de acero y mirada penetrante, calmado ya de ganas de pelea, protegido con la certeza de que nada será igual después de este viaje al mundo verdadero, donde no recuerda haber estado pero donde dicen que nació, en la gran ciudad sin hermanos ni primos que le esperen, pero eso sí, conducido por este tren de medianoche, tantas noches imaginado desde el dormitorio; este tren que ve de cerca por primera vez, tantas noches fantaseado, deseando estar ahí, pendiente de la gran velocidad que lleva el caballo de acero atravesando el tiempo y el espacio para ocuparse de él, de Aurelio Mejía Guzmán.
Ahora que está dentro, el ferrocarril le gusta más que en sueños. Nada le desilusiona, por el contrario, es mucho mejor de lo que pensaba. No enciende la radio que robó; come con gusto la fruta que cogió de la alacena. Al fin está donde quería. Pellizcarse es poco. Ojalá el viaje sea más largo, el doble de lo normal, o no, mejor que siga de largo y no llegue nunca, o sí, que llegue pronto porque quiere recorrer el barrio ese donde dicen que nació, entre fregonas y tenderos, a pocas manzanas de la estación, donde dicen que huele a pescado y fruta en los alrededores de un cine. Dicen que dicen voces raras que le hablan entresueños, las mismas que lo visitan cada tanto y le dibujan planos, calles, que luego le arrebatan para volver a dejarle a solas consigo mismo, en el vacío de la noche, en el fétido pabellón donde se arraciman aspirantes a hombres mal crecidos.
Ignora la consecuencia de ser un indocumentado en zona extraña, tampoco sabe si con estar en libertad será suficiente para que ya no le vuelva la rabia, no sea cosa que nada menos que en Madrid deje por el camino una serie de cuellos rotos y cabezas saltimbanquis, toda la capital arrasada por su caminar de valiente infranqueable, convencido de que ni grises ni generalísimos podrán abatirle una vez que su tren llegue a buen puerto en la ciudad sin mar. Festeja su ocurrencia y ríe mientras se sueña extraviado, preguntando a cada rato con la mejor educación, porque aparenta mayoría de edad y tiene la buena cultura que le dieron los curas bien leídos y sabe representar los buenos modales si eso es lo que quieren, y por un mecanismo o por otro acabará sabiendo qué otros trenes partirán de la estación central, a qué horas, qué días, con cuánto dinero podrá ir, o si no de polizón, o hecho un ovillo entre el ganado, porque ha de andar de aquí para allá entre las máquinas que llevan a lugares tranquilos, cualquier cosa con tal de seguir viaja que te viaja, mira si no lo bien que se está aquí pasando la noche bien larga como si nunca pudiera acabarse; aquí no suenan las campanas del reloj ni habrá desayuno con leche cortada y pan duro a las seis de la mañana, qué va, pero ¿por qué?, se pregunta en otro de los sueños, repentinamente asustado bajo tormentas que no cesan, que le empapan y atosigan con lluvia, rayos y truenos, ¿por qué seré tan idiota que no pude tranquilizarme un poco y demostrarles lo majete que soy cuando quiero, lo capaz de buena letra y mejor conducta? De haberlo hecho, al poco me darían ventajas y confianza y yo sabría robar la llave maestra cuando se echaran a la siesta, y rebuscaría en los cajones para pillar los papeles que guardan de mí, y ahí sí que todas las alas serían pocas. Déjalo ya, fantasma, tranquilizarte tú, lo nunca visto, pero si todo va a salir bien, se quedarán fríos de tanta sorpresa; mira por donde, si es que vamos a fastidiar al Stockland tan ricamente para demostrarle que no tenía razón cuando decía que fuera de su protección mis buenas horas estaban contadas, que aprovechara las ocasiones que me daba, que él también era bicho raro que nadie quería, que por algo me lo decía, que no iba a encontrar ocasiones parecidas.

Pero de momento está aquí, fumando de la cajetilla que robó de la sotana del padre Kelly. Se arremolina junto a la ventanilla y a la sensación de placer se le arrima otra muy distinta, la de un cansancio demoledor con la visión de arrojarse del tren en marcha. Es tal la atracción que le fascina la facilidad con que abre la puerta y presencia el peligro de la velocidad, las hierbas que crecen donde los raíles, el campo oscuro, el amanecer que viene lento con luces mortecinas, una visión fantástica en la que se ve arrojado bajo las ruedas, felizmente muerto, reconvertido en millones de trozos que nadie podría reconstruir jamás.
Rompe el hechizo un golpe en el pecho que le empuja hacia dentro, le acelera los latidos, le aterroriza y maravilla: es una mano invisible que le expulsa del antojo de morir y le sienta en el suelo.
La locomotora entra en la antigua estación con aliento sobrecogedor. El humo arropa sus imponentes miembros de hierro que frenan en un lento chirrido que acaba por devolver a la realidad al emocionado pasajero: un fugitivo que confía en pasar desapercibido entre la multitud. Se levanta las solapas del abrigo y se dirige hacia la salida abrumado por la ausencia de viajeros y empleados. Ni un alma. Se le doblan las rodillas. Teme que aparezcan de repente y le caigan encima. Aspira hondo, no puede aflojar, ni modo de volver atrás. Levanta la cabeza, endereza la espalda. Camina aparentando la mayor seguridad posible, como si supiera adónde ir y conociera el barrio de memoria. Las amplias calles le infunden valor. Una serie de sombras se le arriman y le rehúyen, otras le tocan con manos ateridas, le susurran acogedoras y misteriosas melodías. Se deja llevar sin hacerse preguntas. Sólo camina. Y mira. Y siente.

Una mujer apresurada se detiene; inquieta, busca algo con la mirada y con el cuerpo, sonríe y llora de manera intermitente, va y viene por la acera. Cruza la calle entorpecida por los carros de caballos y algunos coches. En la acera de enfrente la mujer se transforma en una embarazada que empuja una carretilla cargada de carbón. Apenas lleva una pañoleta sobre los hombros por encima de un deshilachado vestido de franela. Tiene un vahído. De varios portales surgen mujeres que la cubren con una manta, la acomodan en la carbonada y la llevan a una lechería, donde da a luz bajo rumores de bienvenida. El nacimiento es recibido por los vecinos con modestos presentes; la madre llora de alegría con su niño en brazos, más aún cuando pasa el tiempo y el bebé se transforma y crece, y ella ríe y lucha por mantenerse en pie y vuelve a cargar carbón, pero tose y sangra por la boca; la risa se le borra de la cara bajo el rastro de una agonía que cesa para dejarla morir con el pequeño dormido entre sus brazos.
El crío simpático, a punto de muerte con fiebres muy fuertes, renovado por manos curanderas se torna chaval revoltoso, destructor de lunas y ladrón de carteras, atraviesa la calle y se transforma en este adolescente que avanza guiado por el murmullo de labios que no ve, y el ruido de las persianas metálicas que se abren a la vez que las ventanas, todavía sin cuerpos reconocibles, sin rostros que se asomen.
Hay un bar abierto. Le atrae un aroma envolvente, desconocido. Nadie en las mesas, pero en la barra hay un desayuno servido en antigua loza blanca, con servilleta doblada en forma de triángulo y jarra de agua. Calienta sus manos en la taza de chocolate. Mira el joven rostro de su madre, recuperada para siempre de los males que la mataron. Los húmedos ojos del muchacho observan la maternal manera de esparcir el azúcar en el plato de churros. Se deja invadir por el placer: qué gusto en la boca, cómo se quiebra la masa y se va rompiendo con exquisito sabor mientras una mirada dulce se emboba en su disfrute y le nombra paisajes desconocidos, le susurra antiguos consejos.
Cuando vuelve a la calle se enfrenta a la encerrona como si la esperara.
En una esquina el padre Stockland, y en la otra el director. Se encamina hacia el primero. A medida que avanza, surgen policías de todas partes. Deja en la acera la mochila y arroja a la calle la navaja. Sin resistencia, sumiso, se dirige hacia el cura bueno que parece otro, ha perdido el característico encorvado de su espalda, la bondad de su cara sonrojada. Ahora tiene los brazos a la espalda, los hombros altivos, la boca cerrada, la mirada fiera. Con una mano le agarra de las solapas para zarandearle, y con la otra le abofetea hasta hacerle sangrar la nariz y la boca. Después le obliga a arrodillarse a sus pies y a bajar la cabeza para recibir su bendición y su perdón atufado de ginebra. Luego lo entrega para que lo esposen y se lo lleven. No se atreve a mirarle a la cara. Si lo hiciera quedaría paralizado por la transformación: Aurelio no ha derramado una sola lágrima y todas las bofetadas las recibió con una expresión inusual de serenidad y fortaleza.
Desde que salió del bar su madre caminó a su lado y los vecinos les siguieron de cerca. Al llegar junto al cura, hombres y mujeres compartieron todos los golpes, la sangre derramada iba de uno a otro como mojadura de agua en carnaval. Y una sonrisa triunfante se expandió por la muerte de todos y la vida del muchacho.

Al otro lado del patio. Relato elaborado por tres escritoras

AL OTRO LADO DEL PATIO

Relato escrito por

Paula Alfonso, Elisa Pérez, Ana Riera

 

Cuando Carmen y Andrés entraron en la sala, lo primero que apreciaron fue la pulcritud y la elegancia que evidenciaba el local.

Antes de la zona de comedor, un hall con cristales reflejaba la imagen de la amable encargada de sala dando la bienvenida a los selectos comensales y acompañándoles hasta su mesa, tras dejar los abrigos o bufandas en un escondido guardarropas controlado por otra amable empleada. Detrás quedaba el reflejo del discreto y elegante cartel que proclamaba el sugerente nombre del local: El jardín del edén.

Manteles en color salmón, con vestiduras de los mismos tonos en los respaldos de las sillas, invitaban a sentarse y disfrutar de la velada. En las esquinas,originales plantas coronaban de color la estancia. Entre las mesas había bastante espacio, de manera que los asistentes disfrutaban de una notable intimidad y los camareros podían mover con soltura.

La pareja que acababa de entrar en ese restaurante estaba expectante e ilusionada. Poco acostumbrados al lujo o al protocolo, habían preparado con esmero la ocasión, aunque aceptaron la invitación más por obligación que por ganas. Ganas de progresar, de mejorar. Eso fue lo que les movió a aceptar la sugerencia de su vecino: celebrar juntos que llevaban viviendo tres años en el mismo edificio.

–¿Cuántas veces hemos hablado con Rubén en estos años? Diez, como mucho. Apenas sabemos a qué se dedica, siempre está en casa, nunca nos ha contado de qué vive ni sabemos si tiene familia.

–Da igual,es un tío muy majo. Además, por fin vamos a ir a un buen restaurante. Mira el whatsapp que me ha mandado: El jardín del edén… voy a buscarlo en internet. Espero que no sea un lugar de esos, un local moderno con comida de fusión o chorradas parecidas.

La programada vida de la pareja no tenía sinuosas curvas o imprevistos destacados, todo lo que supusiera novedad a Carmen la inquietaba enormemente. Andrés buscaba algo más de aventura, aunque la vida junto a Carmen le había llevado a una agradable comodidad.

El día de la cena empezó como cualquier otro, aunque ambos sabían que era especial. Dejarían la ensalada y el pescado a la plancha de los jueves para ir a cenar con un casi desconocido que les había sugerido una celebración que para Carmen no era más que una excusa para sacarles información sobre sus vidas.

–Seguro que nos va a pedir algo–afirmó  mientras tomaban el autobús rumbo al centro de la ciudad.

Desde el otro lado de la ventana del patio interior, Rubén contemplaba la vida de la pareja que tenía por vecinos. Les oía levantarse sin remolonear cuando el despertador sonaba puntualmente a las siete. Diez minutos después Carmen abría la ventana por completo. Todavía en camisón, con el pelo revuelto, bostezaba y tomaba aire en amplias bocanadas. Él estaría duchándose. Podía oírles trajinar en la cocina. Sus conversaciones eran breves, monosílabos de Andrés ante las preguntas repetitivas y rápidas de Carmen: ¿Te queda champú? ¿Oíste esta noche ladrar al perro del quinto? ¿Has cogido la fruta de media mañana? Rubén guardaba una lista de preguntas de casi dos años de escuchas voluntarias. Media hora después dejaban la casa cerrando con cuidado los tres cerrojos, que atronaban en el rellano de la escalera. Todos los días regresaban sobre las siete, menos los jueves, que lo hacían media hora antes.

El patio era lo suficientemente estrecho para sentir caer el agua de su ducha, o para oler los guisos que Carmen preparaba para la cena, o incluso para escuchar, siempre de madrugada, los murmullos y gemidos de los encuentros íntimos de la pareja, que le excitaban y sobre los que había fantaseado más de una vez.

Les conocía bien, bastante bien se atrevería a decir, aunque había hablado en pocas ocasiones directamente con ellos. Algunos encuentros eran provocados, como el del ascensor; en otros procuraba coincidir. Hubo veces en las que encontró un tema propicio, como cuando les preguntó por las obras del portal. Era algo que sabía que apasionaba a Carmen, siempre tan controladora. En esa ocasión llamó a su puerta directamente; con una sonrisa hueca se vio escrutado desde el otro lado de la mirilla. Fue una conversación convencional que le permitió tener un primer dictamen de la pareja.

Tenía que seguir el plan establecido. Iría paso a paso. Ahora tocaba compartir un poco más de tiempo con ellos, analizarles en un ambiente que no fuera el suyo. Había llegado el momento de invitarles a cenar fuera de casa, por supuesto con una excusa, sobre todo por Carmen.Odiaba a esa mujer tosca y sutil a la vez. Por el contrario, sentía verdadera atracción por Andrés: aunque dócil frente a su mujer, le transmitía un aire entre bohemio y libre. Siempre le ofrecía una sonrisa tras un chicle que masticaba sin cesar. Más de una vez escuchó cómo ella le reprendía por haber pegado el chicle en el mantel de la mesa, cual niño que se olvida de tirarlo antes de comer.

 

Rubén había llegado mucho antes de la hora, su estado de excitación no le dejaba parar. Intencionadamente se situó en el lugar idóneo desde donde divisar sin problemas la entrada al comedor y evitar así la sorpresa. Aquel restaurante había sido una buena elección, tan elegante, tan discreto y romántico. Cada vez que se abrían los cortinones de la entrada, una especie de vértigo le atenazaba el estómago,pero era pronto, sus amigos aún tardarían.

A su lado, Laura, con su voz de vicetiple y en modo continuado, hablaba y hablaba impidiéndole pensar y dar respuesta a un sinfín de preguntas que se le acumulaban.

 

¿Y si no viene? ¿Y si Carmen le ha convencido y me dan plantón? ¿Cómo voy a actuar después cuando coincidamos en el portal o en el rellano de la escalera? ¿Me tendría que hacer el ofendido y no saludarles más? Por favor que se calle, que se calle esta mujer ya.

–Don Rubén ,no se puede imaginar la ilusión que me ha hecho que me invitara, yo     la verdad es que le estimo mucho, me parece usted una persona íntegra, formal, no de esos que se les sube el puesto a la cabeza, al contrario, sigue estando dispuesto a escucharnos a todos, nos saluda cuando llega, hace lo mismo cuando se va. Mi madre ha querido advertirme, me ha dicho que tenga cuidado, que al fin y al cabo usted era mi jefe y yo su empleada, que estas cosas nunca salen bien, al menos para las chicas, pero yo confío plenamente en usted…

Que se calle por Dios, que se calle. 

Las cortinas no paraban de abrirse para dar paso a nuevos clientes, pero todavía no eran ellos. Seguro que estarían buscando aparcamiento o dejando sus abrigos en el guardarropa. En breve aparecerían por la puerta, estaba seguro. O al menos así lo deseaba con todas sus fuerzas.

  • Pues como le decía, don Rubén, a mí siempre me cayó muy bien usted.
  • De tú Laura, de tú, no lo olvides.
  • Ah, sí, sí, don Rubén, perdón Rubén.

Permaneció por unos segundos mirándola. Se había arreglado en exceso: peinado de peluquería, carmín rojo pasión en los labios y un perfume empalagosamente dulzón emanaba de su cuerpo cada vez que se movía. No, ciertamente aquella chica no tenía nada de atractivo, difícil que alguna vez hubiera despertado interés en alguien. Fue por eso por lo que la eligió.

Le resultó durísimo acercarse a ella y pedirle aquel favor, pero aún más conseguir que la argucia que había pergeñado para convencerla sonara creíble.

–No se lo pediría si no fuera una necesidad, créame. Tiene usted que acompañarme a una cena con unos amigos. Hace menos de un año mi compañera de entonces y yo decidimos poner fin a nuestra relación y ahora ella no deja de pedirme que volvamos. Como no quiero empezar de nuevo he tenido que inventarme que tengo novia, una novia de la que estoy muy enamorado y con la que planeo casarme. Hace unos días me llamaron unos amigos que teníamos en común y ante su insistencia por verme tuve que aceptar, pero estoy convencido de que lo que pretenden es comprobar si es verdad lo de la novia para decírselo a ella. Hemos quedado el jueves a cenar. La necesito Laura, si no fuera realmente necesario no se lo pediría, ¿podría usted acompañarme y hacerse pasar esa noche por mi…?

–¿Por su novia? Pues claro que sí, encantada, será un placer para mí don Rubén, y no se preocupe, ya verá como todo sale bien, cuando se vayan le dirán a su ex que efectivamente tiene una novia encantadora, que le quiere y le hará muy feliz. Seguro que después no le quedará otra opción que aceptar que le ha perdido yle dejara en paz. Para mí será un placer, don Rubén, hacerme pasar por su futura esposa, aunque sea solo por una noche. Verá como no le defraudo.

Siguió deshaciéndose en agradecimientos hasta que llegó a la puerta.Cuando la cerró y aquel despacho recuperó su silencio, él reclinó su sillón hacia atrás y respiró descansado.

Los días siguientes fueron incómodos. La invitación a Laura para que entrara a formar parte de su vida privada, aunque solo fuera por unas horas, le había vuelto pletórica. Confiaba en su discreción, desde luego, pero difícilmente el resto de compañeros pasarían por alto su cambio en el carácter,en su atuendo, en su apariencia. Esperaba que no le hubiera despertado expectativas para después, porque se veía incapaz de aguantara aquella mujer tan desagradable más allá de la cena.

Ahí están.

Las cortinas, una vez más, se abrieron para dar paso a nuevos clientes dejándole atisbar sus caras antes de cerrarse. Estuvo a punto de levantarse de la silla y correr hacia ellos, pero se contuvo y esperó a que llegaran frente a la mesa. Incluso disimuló doblando la servilleta y se hizo el sorprendido cuando escuchó a la encargada de sala decirles:

–Esta es su mesa señores.

–Perdonadnos, había un tráfico brutal–dijo Carmen a modo de excusa– pero,habíamos quedado a las diez,¿verdad?

Estaba guapa, muy guapa, le favorecían el vestido negro muy ceñido y el pelo recogido en una especie de coleta que se le desparramaba por los hombros. Qué difícil identificar la imagen que presentaba ahora con esa otra de las mañanas, despeinada y bostezando frente a la ventana.

–Pues yo, para moverme por la ciudad utilizó Uber, sus conductores me parecen más limpios y educados, además…

Una severa mirada de Rubén la cortó en seco.

–Querida, deja que te presente. Mi novia y en breve esposa, Laura. Ellos son mis vecinos, pero sobre todo amigos, Carmen y Andrés.

–Un placer, encantada.

El camarero encargado de su mesa esperó discretamente que apuraran los saludos y presentaciones para acercarse y casi con una reverencia mostrarles la carta.

Desde el principio cada uno intentó representar bien su papel, pero fueron inevitables los cuestionamientos, los autorreproches; así entre silencios incómodos y comentarios anodinos, Carmen se llamó una y mil veces estúpida por estar allí, por haber aceptado aquella encerrona en un lujoso restaurante sin saber lo que su anfitrión realmente pretendía. Laura, por su parte, no sabía ya qué tema tocar para amenizar un poco aquella velada. Qué aburridos eran los recién llegados, con lo bien que habían estado hasta ese momento solos. Rubén también empezó a arrepentirse de su iniciativa, era un inconsciente.¿Qué esperaba? El único que parecía disfrutar de la situación era Andrés, ajeno a lo que se dijera en su mesa,observaba su entorno y disfrutaba de lo que veía: platos con diseños sofisticados, camareros que por sus cronometrados movimientos parecían robots, clientes que sonrían, bebían. Todo muy elegante.

En un momento sintió las uñas de Carmen aferrándose con fuerza a su rodilla. Sorprendido la miró y por un imperceptible gesto comprendió. El chicle, había olvidado deshacerse del chicle antes de entrar. Podía ir al baño y tirarlo allí, pero era demasiado pronto para excusarse y salir. Buscó en su entorno un lugar adecuado donde dejarlo disimuladamente.Un cenicero hubiera sido la solución, pero como estaba prohibido fumar, ya no los ponían. Pues en el florero, cuando vinieran con los platos, sin que nadie se diera cuenta, se lo sacaría de la boca y lo dejaría caer dentro de ese ridículo adorno floral que había en el centro de la mesa. Arreglado.

Las primeras copas hicieron que el ambiente poco a poco se fuera relajando, y todo comenzó a fluir de forma adecuada. A Carmen enseguida se le pasó el enfado, fue suficiente con ver los platos que había a su alrededor: langostas al cava, merluza a la sidra… Laura, aunque siguió llevando la iniciativa en los temas a tocar, de vez en cuando hacía un receso para beber de su copa y observar también lo que tenía a su alrededor, en especial los modelitos y joyas que lucían las señoras. Rubén, sin embargo, estaba cada vez más silencioso y abstraído, su deseo iba en aumento y no sabía cómo frenar. El único que no había variado era Andrés, que como alumno aventajado en un curso de mindfulness, continuaba disfrutando del aquí y ahora; solo esperaba que sirvieran los platos para sacarse el chicle de la boca y pegarlo en uno de los pétalos de aquellas flores.

De repente Andrés notó que un pie rozaba suavemente el suyo. Instintivamente lo retiró, pero el otro fue detrás en la misma dirección e incluso se puso encima apoyándose en su empeine. Miró a Carmen por si le estaba intentando mandar un nuevo mensaje, pero ésta, ajena a lo que estaba sucediendo,se secaba los labios tras agotar una tercera copa de vino. Al cabo de unos instantes aquel pie comenzó a moverse, buscó el bajo del pantalón y penetró por él avanzando hacia arriba.Era un pie descalzo, de dedos ágiles, que al trepar acariciaban y dejaban un rastro de calor tierno. Miró a Laura, que en aquellos momentos reía a carcajadas de una broma que se había gastado a sí misma. Aquel pie tenía que ser suyo, aunque estaba demasiado lejos; apenas sabía de su estatura, pero tal vez fuera de esas mujeres de piernas largas. El pie tuvo que detenerse, la estrechez del pantalón le impedía seguir avanzando y comenzó a descender con la misma suavidad con la que había subido. Acariciando con sus dedos melosos, llegó hasta el empeine y se alejó. No tiene importancia, se dijo, mientras llevaba su mano a la pierna para borrar aquella sensación de calor ajeno que todavía permanecía.

Continuaba esperando su plato cuando percibió una suave presión en la entrepierna. Era el mismo pie, los mismos dedos ágiles y melosos, los que se habían aposentado allí y buscaban, acariciaban, se movían en una dirección, en la contraria, apretaban y soltaban en puntos que eran cruciales, para finalmente recorrer con fruición su pene cada vez más erecto y expectante. Ese era el único miembro de su cuerpo que en aquellos momentos parecía tener vida; el resto estaba paralizado. Con los ojos perdidos en un punto indeterminado, notaba que finas gotas de sudor se agolpaban en su frente, el corazón le latía con fuerza y su deseo estaba llegando a niveles nunca imaginados. Afortunadamente una señal de alarma le sacó de aquel estado devolviéndolo a la realidad: su respiración, una respiración cada vez más agitada acorde con el ritmo que imponía aquel pie sobre su entrepierna, podía delatarle y por eso decidió acabar con aquella situación. Se impulsó con la silla hacia atrás, lejos de la mesa, lo que provocó el inmediato desplome del pie contra el suelo y el consiguiente vencimiento hacia delante del cuerpo de su dueño, que a punto estuvo de darse de bruces con el plato. Todos se sobresaltaron con aquel repentino movimiento, pero fue Laura la que preguntó.

–Rubén, ¿qué te ha pasado? ¿Se ha roto tu silla o qué?

Rubén no contestó. Permaneció con sus ojos fijos en Andrés, quien miró a Carmen con una extraña expresión. Luego se excusó y se marchó al baño. Tenía que digerir lo que acaba de suceder. Cruzó casi a la carrera la puerta del baño y se encerró en la única cabina que había. Un hombre al que apenas conocía había intentado masturbarle por debajo de la mesa de un restaurante de lujo. Trató de serenarse. El corazón seguía bombeando sangre a toda pastilla, notaba la camisa sudada por la zona de las axilas. ¡Dios! Jamás hubiera imaginado que algo así pudiera sucederle a él.  Respiró hondo varias veces. Logró calmarse un poco. Salió de la cabina y se refrescó la cara. Se quedó mirando su propio reflejo en el espejo.  Entonces oyó la puerta. Entró un individuo. Eso le obligó a reaccionar. Su cabeza se puso en marcha. Ya llevaba mucho rato en el baño. Debía regresar a la mesa y actuar como si no hubiera pasado nada. Sería lo mejor para todos, lo menos violento. Total, ya estaban en los postres. Un ratito más y luego podía excusarse diciendo que no se encontraba muy bien.

Cada uno se concentró en el dulce que tenía delante. Laura se había cansado de sacar temas. Había abusado del vino y sentía la cabeza embotada. Carmen estaba deseando dar por terminada la velada. Tenía que reconocer que la comida de aquel restaurante era deliciosa, pero al día siguiente tenía que madrugar, así que no veía el momento de llegar a casa y meterse en la cama. Rubén se había quedado especialmente taciturno, como si de repente hubiera perdido buena parte de su entusiasmo. Rehusaron tomar el chupito al que les invitaba la casa con la excusa de que era tarde y se despidieron frente al local de forma rápida e impersonal.

— Bueno, voy a acompañar a Laura a su casa–dijo Rubén.

— Ha sido un placer. Hasta otra.

— Lo mismo digo. Bueno, nos vemos por el edificio.

— Sí, claro. Ha estado bien.

–Sí, ha estado bien. Nos vemos.

De camino a casa, Andrés estuvo tentado de contarle a Carmen lo que había ocurrido. Sin embargo, no lo hizo. Tras darle algunas vueltas, decidió que era más inteligente dejarlo estar. Como si no hubiera ocurrido nada. Nada de nada. En cuanto llegaron a casa, Carmen se acostó de inmediato. A los cinco minutos, dormía plácidamente. Siempre había envidiado la facilidad con la que su mujer podía conciliar el sueño. Le bastaba recostar la cabeza en la almohada, hacerse un ovillo y dejar la mente en blanco. Esa noche, a pesar de que estaba cansado, parecía especialmente desvelado. Se había dado una ducha rápida y se había tomado una infusión pensando que le ayudaría a digerir la copiosa cena que se había tomado. Luego se había metido en la cama. De eso hacía ya unos cuarenta minutos, pero seguía sin conciliar el sueño. Decidió ir a por un vaso de agua. Mientras se la bebía, miró mecánicamente hacia la ventana. En casa de Rubén había luz. También estaba despierto. Le pareció adivinar su silueta tras la cortina.Recordó lo que había ocurrido en el restaurante. Se le erizó el pelo del cuerpo. Sintió que la respiración se le aceleraba. Todo aquello era nuevo para él. Estaba a gusto en su zona de confort, cierto. Pero de un tiempo a esta parte, su lado aventurero le estaba tentando. Cuando la erección se hizo patente, no se lo pensó dos veces. Cogió las llaves,cruzó apresuradamente el rellano y pulsó impaciente el timbre del vecino.

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Ilustraciones: René Magritte (Bélgica, 1898-1967)

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El beso Por Ana Riera

 

A Alfonso le sorprendió que Sonia se le acercara y le susurrara aquellas palabras al oído. Un año antes se habría puesto rojo como un tomate y habría salido corriendo. Pero desde hacía unos meses las cosas habían empezado a cambiar. Había comenzado a experimentar sensaciones completamente nuevas y a sentir anhelos desconocidos hasta entonces. Por eso cuando ella le dijo si le apetecía besarla, se quedó ahí, mirándola, mientras un caótico flujo de energía se desataba en su interior. Bastó con que le cogiera de la mano y tirara de él para que la siguiera, muerto de miedo pero con una urgencia apremiante que no dejaba espacio a la duda.

Entraron en el baño más apartado, el del pasillo de los de tercero, en el cuarto piso. Hacía un par de minutos que había sonado el timbre, así que estaba desierto.

Se quedaron uno frente al otro, mirándose a los ojos.

–¿No vas a besarme?—dijo ella al fin.

Él se inclinó y la besó en la mejilla. Intentó ser delicado.

–Yo estaba pensando en un beso de verdad—insistió ella.

Él la miró de nuevo. Tenía el cuerpo completamente electrificado. Se acercó un poco más. Giró la cabeza y la besó en los labios. Empezó tímidamente, pero ella lo recibió gozosa y en seguida metió la lengua. Él se dejó llevar. Era la primera vez que lo hacía. Jamás hubiera pensado que pudiera sentirse todo eso con un simple beso. Se empalmó. A ella, sin embargo, no pareció importarle. De hecho, pegó su cuerpo al de él todavía más, como si quisiera atravesarle. Resultaba increíblemente agradable. Alfonso se sentía como imantado, incapaz de separarse de ese polo opuesto que lo atraía con todas sus fuerzas.

Sin darse cuenta empezó a deslizar las manos por el cuerpo de la chica, primero por encima de la blusa, luego por debajo. Quería apropiarse de cada rincón, aprenderse cada una de sus curvas. Podría haber seguido durante horas, como si esa fuera su única misión en la vida y no existiera nada más, nadie más. Pero algo les interrumpió.

–¿Se puede saber qué hacéis aquí vosotros dos?

Era el profe de física.

Se separaron al instante, impelidos por un secreto resorte. Él miró al hombre que tenía enfrente sin verle, todavía perdido en la amalgama de sensaciones que lo embargaban. Pensó que no estaban haciendo nada malo, que le explicaría que le gustaba Sonia y él lo entendería, no en vano era uno de los maestros más enrollados. Pero las palabras de ella, que retumbaron en aquel pequeño habitáculo rebotando contra el espejo, dejaron en suspenso todos sus pensamientos.

–Él me ha obligado, me ha intentado forzar. Yo le he dicho que no, que no quería, pero no me ha hecho caso.

La voz sonó tan desesperada, tan angustiada, que por un instante hasta él se lo creyó. Luego, no obstante, se topó con la mirada reprobatoria del profesor y comprendió que debía hacer algo.

–No es cierto, ha sido ella, bueno, los dos…

Incluso a él le sonó a excusa barata. Así que se calló.

Acabaron los dos en el despacho del director. Álvaro aprendió lo fácil que era pasar del éxtasis a la desesperación absoluta en apenas unos minutos. La chica seguía insistiendo en su versión manipulada. Incluso dejó que un par de lágrimas resbalaran por sus mejillas. Él se sintió atrapado. Intuyó desde el principio que tenía las de perder. No se equivocaba. Le expulsaron tres días del colegio y tuvo que pedir perdón a la chica delante de sus padres.

Los rumores se extendieron como la pólvora. Álvaro dejó de ser un chico más de la ESO y se convirtió en “el chico que le hizo eso a una chica”. Los demás cuchicheaban a su paso. Algunas chicas apartaban la mirada cuando se cruzaban con él. Otras, no obstante, lo miraban fijamente con una extraña sonrisa en la boca, Álvaro no sabía muy bien qué hacer con todo aquello. Decidió quedarse con las que le miraban. Eso sí, tomando ciertas precauciones. Quedaba con ellas fuera del colegio e intentaba ser él quien llevara la voz cantante.

Sonia corrió peor suerte. La habían creído, sí. No la habían expulsado y había recibido las disculpas del chico. Pero ahora los demás la veían como una víctima, como la pobrecita que no había sabido escapar de las garras del lobo. Todo el mundo la conocía, muchos la saludaban. Sin embargo, nunca había sido menos popular. Se sentía infravalorada, ninguneada. No podía soportarlo. Y menos por culpa de ese imbécil. Si no fuera por ella, ninguna chica le haría caso.

Por eso ocurrió lo que ocurrió durante la hora de tutoría, mientras realizaban un ejercicio sobre el respeto y la empatía. Ella se estaba poniendo de los nervios, sobre todo porque la tutora le preguntó a Álvaro y este supo salir airoso de la situación. Además, vio cómo Mónica, una de las chicas que más triunfaban de la clase, le dedicaba una provocadora sonrisa. Era injusto, terriblemente injusto. Y de repente no pudo aguantarlo más. Por eso se puso de pie, en medio de la clase, y dejó que sus palabras se impusieran a todo:

–Álvaro no me forzó, me oís, es demasiado simple para hacer algo así. Fui yo, yo fui la que se lo llevó al baño y lo violó.

El silencio se adueñó del aula. Todo el mundo la miraba atónita. Todos menos Álvaro, que celebraba con una amplia sonrisa su dulce victoria.

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Ilustraciones por orden de aparición:

Óleo de Edvard Munch (Noruega, 1863-1944)

Óleo de Dante Gabriel Rossetti (Reino Unido, 1828-1882)

Escultura en ladrillo de Brad Spencer (escultor estadounidense)

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Una red en la nieve Por Elisa Pérez

La nieve había cubierto con un manto blanco toda la ciudad. Hacía casi diez años que no nevaba en esa parte del país. Resultaba emocionante, abrumador, para unos habitantes poco acostumbrados a los inconvenientes de una capa tan espesa y resbaladiza.

Los ojos traviesos de los niños se desviaban de su despertar habitual contemplando el blanco que cubría todo a su alrededor. Hoy sería un día muy especial que pensaban afrontar abrasándose las manos con el frío de la nieve o montando una gran guerra de bolas en el colegio.

I

Cuando Daniel se desperezó tras el abrazo diario de su madre, enseguida comprobó que la luminosidad a través de la ventana era distinta a otras jornadas. Fuera había ocurrido algo extraordinario. En sus ocho años de existencia jamás había visto nevar en su calle, sobre su jardín, encima de su tejado. Donde él vivía casi siempre hacía lo que los mayores llamaban “buen tiempo”, aunque eso enfureciera al abuelo Esteban que aprovechaba para quejarse por la escasez de lluvias, vaticinando la hecatombe que asolaría el mundo si seguían así. En el fondo Daniel sabía que cuando gritaba esas frases cargadas de furia, en realidad se estaba quejando por ser tan viejo. Sentía lástima por él.

Daniel bajó de dos en dos las escaleras. Sus hermanas se le habían adelantado; apenas desayunó, lo que le provocó una reprimenda de su madre y por añadidura de su abuelo: hay que tomar un desayuno fuerte, si no cómo vas a aguantar todo el día… Desde luego, en mis tiempos…Daniel apenas le escuchó el resto de la frase, ya había oído cientos de veces lo que iba a decir.

Corrió a por el abrigo, no localizaba los guantes, pidió ayuda, agobiado, porque su amigo Jaime estaba ya en el punto previsto para la ruta dispuesto a lanzarle una frondosa bola. Una vez más su madre le sacó del apuro. En segundos podría tomarse la revancha antes de subir al bus escolar.

  • ¡Qué mal día…! Y encima tengo guardia en el hotel. Me toca turno de noche, chicos. Recordad que el abuelo estará esperándoos.

En cualquier otro día, los tres hermanos se hubieran quejado lastimosamente ante su madre. No les gustaba cenar solos con el abuelo. Aprovechaba para reprenderles. Se ponía demasiado serio: en la mesa no te muevas, cómete todo lo del plato, no hay televisión.

Sin embargo, hoy no tenían tiempo de protestar, lo más importante era montarse en el bus, correr entre la capa blanca dispuestos a disfrutarla. Con dos rosetones rojos en las mejillas y el pelo mojado con los primeros bolazos recibidos, Daniel se sentó al final del autobús. Al colocar la cartera sobre sus rodillas, sintió que algo frío le traspasaba los pantalones: la bola de nieve que había cogido comenzaba a descongelarse.

II

Los primeros rayos rojizos de la tarde comenzaban a reflejarse por el horizonte. Era un atardecer mágico: blanco sobre rojo, azul sobre rosa, gris sobre marrón… Una gama de colores que podía divisarse en todo el entorno. Almudena miraba a través del visillo de su habitación. No había podido salir a tocar la nieve, era demasiado peligroso para ella, cualquier corriente de aire podría quebrar su frágil salud. La desilusión formaba parte de su existencia. Con ojos enmarcados por oscuras aureolas, se acercó un poco más a la ventana. Por la rendija sintió una agradable brisa helada, que se unía al sonido que llegaba procedente del movimiento en la planta baja. La nieve había cubierto por completo el camino, no había cesado de nevar en todo momento con pequeños y delicados copos, hasta llegar a hacer imposible comunicarse con la ciudad por carretera. Era una época de gran afluencia de personas en el hotel, a los que trataban de calmar y consolar con atenciones de todo tipo, ante el inesperado contratiempo.

Almudena permanecía absorta frente a la magnitud de la nieve. Aterciopelada y esponjosa en muchos tramos que no habían sido pisados aún, una máquina quitanieves encontrada en el sótano la había retirado de forma irregular acumulándola en un lateral del camino principal. Sobre los rellanos de ventanas o cornisas de las techumbres se habían ido formando preciosas repisas de algodón blanco. El director del hotel se quejó de la falta de previsión, maldijo a las autoridades por la ausencia de información y, por último, recriminó al universo por tener que permanecer allí sin saber qué hacer con sus huéspedes. Odiaba ese lugar heredado, que constituía la única fuente de ingresos para él y su hija.

  • ¡Almudena, no te asomes por la ventana no vaya a ser que te caigas! – lo de siempre, apenas la dejaban moverse, así vivía ella, se sentía prisionera de su propia angustia. Estaba enferma y sólo tenía doce años.
  • ¡He dicho que no te asomes, si te ve tu padre, me mata!

Almudena se sentía afortunada de contar con la ayuda de Mercedes. Sin embargo, no conseguía intimar con ella, ni sacarle alguna frase sobre su vida o sus hijos más allá de esas cuatro paredes. Se sentía desolada porque no compartía con ella las risas, los juegos, los momentos que sin duda vivirían juntos. La devoraba la envidia por esa mujer, por su familia; no soportaba imaginárselos juntos, sanos, sonrientes, libres. Era injusto que tuviera todo y ella nada. En contadas ocasiones le había relatado alguna trastada de Daniel o un gesto de las niñas que, más o menos, tenían su misma edad, anécdotas que incrementaron el ansia de Almudena. Me gustaría conocerlas, comentó en una ocasión. Su padre se lo prohibió tajantemente. Mercedes era lo más parecido a una madre que Almudena había conocido. En su interior disfrutaba sintiéndose un estorbo para esa mujer, un escollo que le impedía disfrutar de sus hijos, lo que le agradaba especialmente.

Una ligera sonrisa de la niña se reflejó en la ventana, detrás Mercedes se afanaba en colocar el ropaje de la cama y el sofá. Hoy era un buen día, no sólo por la novedad de la nevada sino también porque nadie podría salir del hotel en unas cuantas horas. En cierto modo todos se iban a sentir igual de prisioneros en ese lugar de lo que ella estaba la mayor parte de su día a día.

III

  • Abuelo ¿no ha llamado mi madre? Tengo que contarle que he podido con cuatro chicos de la clase a la vez.

Daniel estaba empapado, intentaba quitarse la ropa sobre la que se había rebozado todo el día sobre la nieve. Llegó con una zapatilla despegada y el pantalón más pesado de lo normal. Había sido el mejor día de su corta vida, pero no tardaron sus hermanas en revolotear para hacerle enfadar.

  • Dejadme, dejadme… Abuelo, mis hermanas me están quitando mis cosas.

Un grito retumbó por toda la casa, llegando hasta el anciano que había salido un momento a limpiar la acera. Alterado por el escándalo tuvo que separar a los tres hermanos que animados por la emoción del día querían que la algarabía continuara por toda la casa con carreras y peleas.

  • ¡Tu madre no ha llamado, ni llamará! He oído que está cortada la carretera principal hasta el hotel por la dichosa y estúpida nevada.

El niño sintió dos golpes muy fuertes: uno por el convencimiento de que su madre no llamará y otro por el comentario del abuelo: tampoco le gusta que nevara, jolín no hay quien lo entienda…

  • Podemos quedarnos un rato más para ver si llama, tengo que contárselo, abuelo.

La disciplina era fundamental para ese hombre de pobladas cejas que caían sobre sus ojos de forma irregular confiriéndole una mirada tenebrosa. Cuando estaba su hija le reprochaba la falta de autoridad con los niños. Él se sentía responsable por tener que enmendar lo que ella no hacía. Cómo le recordaba a su mujer, que se fue demasiado pronto. Cada vez la añoraba más y por momentos la odiaba por haberle dejado a merced del tiempo. Ahora su vida se ceñía a cuidar de su hija y sus nietos como únicos consuelos.

  • Daniel ¿qué estás haciendo? ¡Ahora mismo vete a dormir! Apaga la luz ya.

Daniel no podía entender cómo no les había llamado, lo hacía siempre que tenía que quedarse en el hotel de noche. Detestaba ese lugar, le robaba a su madre con demasiada frecuencia… y encima estaba cuidando a otra niña. Resopló entre enfadado y triste, sintiendo una enorme rabia por saber que en estos momentos estaría arropando o, quizá, abrazando a otra niña. Entre las emociones vividas y la amargura del momento, Daniel no podía dormir. Intentaba no moverse mucho, su abuelo tenía un oído demasiado fino y si notaba que aún estaba despierto, le obligaría a dormir con él… ¡con lo que roncaba! Daniel apretó los ojos con fuerza intentando que el sueño llegara por arte de magia con ese gesto. Imposible.

Con sigilo abrió las sábanas incorporándose despacio. Sin ponerse las zapatillas se dirigió al pasillo a través del cual se reflejaba la luz del piso inferior. Su abuelo estaría escuchando la radio porque le llegaba un leve murmullo de voces. Si se esmeraba conseguiría llegar al teléfono. Se sabía el número del hotel de memoria.

  • Hola, quiero hablar con Mercedes por favor, sí, sí, soy Daniel. No puedo hablar más alto – dijo casi en un susurro.

IV

A varios kilómetros de distancia, una llamada había interrumpido la aparente calma que se había conseguido implantar en el hotel una vez que los huéspedes fueron alojados en espera de que mejorara el tiempo. Desde la recepción apenas se podía entender lo que alguien pedía al otro lado del teléfono, finalmente la recepcionista reconoció la voz de un niño, preguntando por Almudena. Transmitió la llamada a la habitación donde descansaba la hija de director.

Con un SÍ perezoso, alguien contestó.

  • ¿Cómo? ¿Mercedes? No está aquí, se marchó hace un rato, no tengo ni idea adonde fue, y deje ya de preguntar, estaba descansando.

Justo cuando colgaba el auricular, una voz por detrás le reclamaba. Era hora de su baño diario. Mercedes le habría puesto las sales que tanto le gustaban.

  • Vamos relájate…, por cierto me ha parecido escuchar el teléfono… ¿quién llamaba?
  • Ah sí, era de Recepción para saber si me subían una manta – con gran delicadeza Mercedes tomó a la niña por debajo de sus brazos desnudos para introducirla en la bañera.
  • Horror, el agua está demasiado fría y además no huele lo suficiente a mis sales favoritas. ¡No estás en lo que tienes que estar, Mercedes!

Para la mujer no significaba mucho más que otra de las absurdas pataletas de aquella niña, malcriada y sola, por la que sobre todo sentía pena. Cuidaba de ella desde que se mudaron para regentar el hotel hacía casi seis años, aunque no se lo ponía fácil. Sabía que la madre desapareció hacía mucho tiempo dejándola con su padre; pero eso no le daba derecho a tratarla mal.

  • Puedes dejar de mirar al horizonte de una vez y acercarme ya la toalla, con esta agua vas a conseguir que me hiele del todo. Seguro que a tus hijos les tratas mucho mejor.

Le bastó escuchar las últimas palabras para que Mercedes sintiera una punzada en su pecho. Seguro que el día había sido estupendo para ellos, entre la nieve, jugueteando, sudorosos… Ya estarían casi en la cama, añoraba estar a su lado, con las dulces niñas, con Daniel, frágil y espabilado a la vez.

            – Seguro que a ellos les procuras un agua calentita y que huela muy bien. A ver, Mercedes, ¿me estás oyendo?

            – Vamos, te sacaré… cógeme del cuello, vamos…

            – ¿Por qué no me hablas de tu familia? Nunca lo haces, quiero que me hables de tus hijos, vamos, cuéntame qué comen, a qué juegan, ¿tienen muchos amigos?, ¿quién les cuida?

Mercedes se había hecho una promesa: la confianza con esa niña debía tener un límite que no pensaba traspasar. Su vida en el hotel no debía mezclarse con la de su familia. Se esforzaba por no sucumbir a los intentos de Almudena por sonsacarle información.

Al otro lado de la ventana, la nieve sobresalía entre la oscuridad que se había apoderado del paisaje dando un aspecto fantasmagórico. Por encima una luna menguante emitía finos rayos plateados sobre capas de blanco y marrón que comenzaban a mezclarse en el pavimento del jardín. A lo lejos un número de luces blanquecinas de la ciudad se iban apagando paulatinamente.

En la cama, Mercedes extendía la crema hidratante en todo el cuerpo maltrecho de Almudena. Sus rizos habían desaparecido con la humedad del agua, los peinó con cuidado. Por último, roció con un disparo de colonia fresca alrededor. Estaba lista para cenar.

  • No quiero cenar, no tengo hambre.

El malhumor de Almudena iba en aumento, no obtenía la respuesta que quería, su sirvienta no le hacía caso, apenas la miraba repitiendo de forma autómata cada uno de los movimientos sobre su cuerpo, sobre su ropaje.

  • ¡Para ya!, te estoy haciendo unas preguntas y quiero que me contestes.

Mercedes estaba cansada. No se enfadaba fácilmente y menos en el trabajo. Pero hoy entre la nevada, el turno de noche y la actitud de la niña más exigente de lo normal, comenzaba a alterarse.

  • Almudena vale ya, no estoy obligada a contarte nada. Por favor, vamos a cenar, tu padre te espera abajo.
  • Vamos a ver cuál es tu obligación cuando le cuente lo que haces conmigo.

No podía creer lo que había escuchado de boca de esa mocosa, caprichosa y estúpida. Clavó sus ojos sobre los de ella, intentando controlar la ira que hubiera querido demostrar y se dio media vuelta hacia el baño.

V

Daniel había conseguido llegar de nuevo a la cama. Su madre no estaba en el hotel, pero si no estaba allí, ¿dónde estaba entonces? Eso le alteró más aún. Seguro que se encontraba en la carretera, sola, con el coche estropeado, ese viejo coche azul, la imaginó entre la nieve como la heroína del cuento que leyó el sábado: un pueblo entero tuvo que salir a buscarla mientras permanecía perdida en medio de la montaña nevada. Le había encantado ese cuento y más cómo lo contaba su madre. Ya está, tomó una determinación: saldría a buscarla. Él la encontraría.

Unas huellas infantiles en la nieve hicieron presagiar al abuelo que algo no iba bien. Sintió una brisa helada penetrando bajo la puerta, se había quedado dormido sobre la mesa de la cocina escuchando la radio. Era muy tarde. La luna menguante daba un resplandor extraño por la ventana. Se levantó al observar que la puerta principal no estaba cerrada del todo. Enseguida supo que alguien había salido por allí. Corriendo y resoplando, se dirigió a la planta superior. Allí estaba la prueba: Daniel no dormía en su cama, el abrigo y su perrito de peluche tampoco estaban. La desesperación invadió al anciano. Tenía que localizar a su hija, eso la destrozaría, pero tenía que llamarla. El teléfono permanecía descolgado, comenzaba a entender. Se maldijo, quiso pegarse por su torpeza. Daniel era demasiado listo para él. Sin mirar atrás, salió corriendo en busca del niño. La noche permanecía con un silencio aterrador. Sobre la colina pudo divisar unos pequeños destellos de luz procedentes del hotel.

El teléfono de recepción interrumpió el silencio absoluto que reinaba. Todo el mundo dormía. La recepcionista escuchó del otro lado, sus gestos no dejaban lugar a dudas. Algo fuera de lo normal estaba ocurriendo más allá del hotel.

  • Sí, claro, le paso inmediatamente – la urgencia por localizar a Mercedes la hizo precipitarse, se golpeó al salir de su habitáculo rumbo a la habitación 205 donde estaría su compañera, junto a la hija del director.

Los primeros golpes en la puerta fueron demasiados débiles para que la oyeran. Al tercero, una voz desde dentro contestó entre susurros. Era Mercedes.

  • ¿Dónde vas Mercedes? ¡No me puedes dejar sola de noche y lo sabes! ¿Qué ocurre ahora?
  • Se queda contigo Manuela yo tengo que irme urgentemente.
  • Pero no puedes dejarme, no puedes, estoy sola y debes cuidarme. Es tu obligación.
  • Claro que puedo, algo grave ha ocurrido con mi familia – confesó a punto de estallar en un sollozo.

El alboroto en el hotel se extendió con rapidez, el dueño se levantó por el escándalo, incrédulo tras un día con demasiados contratiempos. Parecía que una posible e inoportuna desgracia había ocurrido con el hijo de Mercedes. Mientras ésta lloraba desconsolada, con el abrigo en la mano, esperando un taxi, Almudena se acariciaba su cabellera rizada, malhumorada por la confusión creada en medio de la noche.

Las noticias llegaban entrecortadas, sin sentido para Mercedes: su padre la alertó de que Daniel había desaparecido. El impacto de la noticia casi la hizo desmayarse. No podía ser posible, su niño estaba perdido en medio de una noche plateada. ¿Dónde estaría? Se introdujo en el taxi impaciente, sin saber qué hacer ni qué esperar. Antes de marcharse dirigió una última mirada a la niña que la observaba desde la ventana del piso superior junto a su padre. De nuevo unos ligeros copos empezaron a caer dispuestos a participar en la agonía que se abría para Mercedes.

Las primeras luces del amanecer se instalaron en la casa familiar con un silencio poco habitual. La nieve había construido una red que, unida a la temperatura nocturna, creaba una capa de hielo imposible de romper. El abuelo daba golpes con fuerza y rabia sobre los escalones sin conseguir los resultados esperados. Sus ojos se mantenían humedecidos y cansados, hacía horas que no sabían nada del niño. Por su culpa, con su maldita furia, había logrado que el pequeño se fuera. No sólo eso, estaba su hija. Derrotada, maltrecha, rota por el dolor. Nunca había querido escucharle, a partir de ahora, lo haría menos aún. En lugar de ayudarla, le había fallado. Temblaba de miedo, le retumbaban las sienes. Odiaba la maldita nieve, fundiendo todo de blanco, haciendo que la tierra bajo ella formara un abismo invisible. Recordaba la risa de los niños el día anterior, si pudiera se cambiaría ahora mismo por Daniel allá donde estuviera. El eco de un timbrazo de teléfono en la sala le sobresaltó.

  • Papá, papá… le han visto, le han visto…

Los gritos de Mercedes retumbaron en la casa. El anciano corrió dentro, casi se cae en su loca carrera por resarcir la culpa. Por fin había noticias. Imploró por que fueran buenas.

  • Sí, claro, ahora mismo voy para allá. – Papá quédate con las niñas, y por favor, ten cuidado, me tengo que marchar a la comisaría. Luego te llamo.

La mirada de reproche y odio de su hija le pareció que perforaba su corazón sin excusas. Pero Daniel había aparecido, estaba en algún sitio, vivo… o eso deseaba al menos.

Transcurrieron dos horas de espera frente al teléfono, aguardando una llamada que no se producía. Su hija estaba siendo muy cruel con él. No le llamaba. Se sentía preso de una enorme pesadumbre. Por fin el auricular tembló sobre la mesa.

  • No, ella no está aquí. ¿Quién es? Del Hotel? Sí, le diré que han llamado, ¿cómo se llama usted? Espere que apunte. Sí, tengo que colgar, sí, sí, adiós. – con un golpe en la mesa dejó el teléfono apresuradamente. Al fondo se oía una voz infantil.

Abuelo y nieto se fundieron en un abrazo.

  • No me aprietes tanto, abuelo, me haces daño. ¿Sabes una cosa? estoy muy cansado, le he contado a mamá cómo pude con cuatro chicos en el colegio, y el bolazo que le di a Jaime. Ah, y encontré una cueva misteriosa, ¿sabes? Pero no tenía miedo, bueno solo un poco…
  • ¿Por qué te fuiste? Si querías algo, ¿por qué no me lo pediste a mí? – era una pregunta trampa, cargada de la culpa que no conseguía sofocar compensada en parte por la alegría de recuperar al niño.
  • Quería contárselo a mamá y ella no estaba. Tengo sueño. – los ojos de Daniel hacían verdaderos esfuerzos por permanecer abiertos. Al fin quedó rendido por las emociones vividas y la impaciencia de contar su aventura, real o imaginada.
  • Mercedes, te han llamado del hotel, me han dicho que les llamaras, querían decirte algo urgente.
  • Mañana llamaré. – antes de terminar de decir esto, sonó de nuevo el teléfono. Mercedes lo tomó con gesto de agotamiento.

Por la sinuosa carretera camino del hotel Mercedes conducía entre impaciente y rabiosa. Justamente hoy tenía que ir al hotel porque algo ocurría que requería su presencia. Había sido una noche reconfortante a la vez que llena de sobresaltos. Sobre la cama no había soltado la mano de Daniel, temerosa de que volviera a marcharse. Ante las preguntas que le hicieron siempre contestaba lo mismo, a ella, a la policía, al abuelo: “encontré una cueva y me quedé dormido”. Ni rastro de daños físicos, apenas había recuerdos, nada traumático. Era como si Daniel hubiera entrado en un sueño, hubiera buceado dentro de él en medio de una noche oscura con un suelo blanco y quebradizo, hasta perder la conciencia. Su recorrido había sido de apenas trescientos metros en dirección a la montaña.

Las puertas del hotel seguían cerradas. No había movimientos sólo huellas de unas pocas rodaduras de coches. Las luces de la planta baja estaban todas encendidas, a través de las ventanas podía divisar el vaivén acompasado de las criadas y camareros, como autómatas a punto de empezar a servir el desayuno en apenas veinte minutos. Desde el interior del coche echó un vistazo a la fachada: la acumulación de nieve se había despejado en la entrada señorial, dejando libre el acceso. El níveo aspecto confería al edificio una preciosa estampa sobre la que destacaban los abetos, pinos y nogales, salpicados de blanco en sus ramas grandiosas. Era una bonita pintura. Inconscientemente miró hacia la ventana de la primera planta. La cortina estaba descorrida. Le pareció ver que estaba abierta. Era extraño.

  • Ya sé lo que te ha ocurrido, pero yo esta noche me he sentido muy mal, he tenido fiebre incluso, no debiste marcharte. Al fin y al cabo tu hijo tenía a su abuelo, yo no.

La voz dura y solemne de Almudena dejó más helada a Mercedes de lo que ya estaba. La miró sintiendo lástima de ella, estaba empobrecida por dentro. Nadie debía ser abandonado jamás. Como pudo recuperó las pocas fuerzas que le quedaban:

  • Me habéis llamado porque me querías comunicar algo urgente. Aquí estoy, ¿qué sucede? Me tengo que marchar pronto. Por cierto, voy a cerrar la ventana, qué hace abierta, la brisa helada no te favorece.
  • Te parece poco que haya tenido fiebre toda la noche. Tienes que quedarte conmigo. Ahora y esta noche también, por cierto, no aguanto a esa mema que se ha quedado en tu lugar. He pedido a papá que la despida – el rostro de Almudena parecía recorrido por un halo de soberbia e ira difícil de entender.

Se debatía consigo misma, buscando decir algo que frenara la crueldad de esa niña, una crueldad sin sentido, ella no había hecho nada para que se pusiera así. La miró como quien examina un monstruo al que da miedo acercarse por su imprevisible reacción. La observó una, dos, tres veces sin contestarle, notando cómo el cuerpo maltrecho de Almudena temblaba de rabia. Quisiera haberle dado una bofetada, haberle dicho que no tenía derecho a disponer de ella, ni de nadie, que su vida no iba a mejorar por ser más cruel. Sin embargo, se calló, no dijo nada. Tomó el abrigo y se dispuso a salir de la habitación.

Mientras recorría el pasillo hasta la planta baja pudo seguir oyendo con claridad los gritos procedentes de la habitación 205. Al pasar junto al comedor percibió la incredulidad de los huéspedes que desayunaban, por las voces de la primera planta. Un nombre: MERCEDES, MERCEDES. Un reclamo: VUELVE, VUELVE, se repetía sin cesar. Los gritos se transformaron en lamentos para desaparecer entre sollozos.

Entre el silencio repuesto, el murmullo del servicio y de los huéspedes comenzó a elevarse poco a poco. Mercedes permanecía parada frente a la puerta dispuesta a abandonar definitivamente el hotel. Seguro que encontraría trabajo en otro sitio. Allí se sentía agobiada por un ser que tanto la necesitaba y ella no sabía si le correspondía suplir todas las carencias de esa niña. Estaba su familia. Se puso el abrigo dispuesta a marcharse para siempre de aquel lugar.

Aquella mañana los restos de nieve apenas se podían percibir en pequeños reductos sobre las ramas más altas de los árboles o en escasos rincones de las calles. Se vislumbraba un hermoso día luminoso. Daniel se despertó confiando en que de nuevo el manto blanco habría cubierto todo a su alrededor. No era así, pero estaba contento. Su madre había dejado el trabajo en el hotel con lo que pasaba más tiempo con ellos. El abuelo había dejado de arrugar el entrecejo con tanta frecuencia. Y él había avanzado mucho con la lectura, ahora los cuentos se los leía él a su madre…

La noche anterior Mercedes les había hablado de una excursión que realizarían el sábado.

  • ¿Una excursión? ¿Dónde? – gritaron los tres niños entusiasmados.
  • Al hotel, os va a gustar, es un lugar muy bonito.
  • ¿Al hotel? Pero allí qué haremos, mamá… – el entusiasmo inicial se tornaba en cierta decepción para Daniel.
  • Quizás encontréis algo muy importante y divertido que hacer. Os acordáis de la niña que os comenté ayer, vive allí como una princesa, es su palacio y está deseando que algún niño quiera compartir con ella juegos, cuentos o historias, ¿qué os parece?

Daniel había soñado esa noche con el palacio, con la princesa a la que defendería frente a dragones o malvados. Sería su guerrero favorito, mamá les había dicho que no andaba bien… da igual, en su historia la transportaba volando o dirigía sus piernas con una espada mágica. Al fin y al cabo, era una niña y él un guerrero soñador.

Rojo sobre blanco, negro sobre azul, verde sobre rojo. La nieve se había resquebrajado por completo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Don Narciso Por Paula Alfonso

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Con qué cuidado tuve que ir andando para que el moño no se me deshiciera. Había pasado más de veinte minutos frente al espejo cardándome, envolviendo después el pelo en esa especie de caracola sobre la coronilla, como la que lucía Lulú en Rebelión en las Aulas y, por último, coloqué en el centro una horquilla con forma de flor. Cuando acabé me miré en el espejo, primero de frente, luego de perfil, ahora sonriendo, después seria hasta que admití que estaba bien, realmente bien. Lo peor fue el maldito uniforme. Como antes había sido de mi hermana, que me saca cinco años y no nos parecemos en nada, a pesar de los arreglos de mi madre, me sobraba por todas partes, además estaba como descolorido. ¡Qué diferente del de Paloma Ortiz, tan nuevecito, con sus cuadros verdes tan verdes y los negros tan negros, ese sí que era un verdadero Príncipe de Gales, no el mío, al mío debían haberle llamado Criado de Carabanchel porque casi no tenía colores, todo él empezaba a ser de un gris indeterminado y aburrido. ¿Y la chaqueta? ¿Qué hacer con esa chaqueta llena de bolas y dada de sí como una goma elástica? Afortunadamente, Conchita Pineda —que como yo, heredó el uniforme de su hermana— me dijo lo que hacía ella, remeter los bajos por el cinturón, es cierto que quedaba algo ablusonada, pero al menos no se veía lo largona y fea que me estaba.

Finalmente el conjunto no resultó mal, a ver qué decían mis amigas.

Como siempre, en la puerta ya estaban esperándome Carmen Arche y Marisa Galindo, ellas también se habían esmerado ese día en arreglarse. Carmen llevaba su melena metida hacia dentro, pero nos confesó que no había pegado ojo en toda la noche, los rulos acabaron clavándosele por todas partes. Marisa, sin embargo, se había hecho dos trenzas adornadas con una cinta blanca. Desde que vimos una película en la que la esposa india de un explorador americano salía así peinada, decidió que ella también tenía rasgos Cherokee y siempre que quería destacar se arreglaba del mismo modo.

– Qué guapas estáis – les dije -. Tú también lo estás – respondieron casi a la vez

– Bueno, en realidad no me he hecho más que este moño y muy deprisa.

– Ya, ya se nota, respondió Marisa con cierto retintín.

– Pero si te sacaras hacia la cara unos cuantos pelos a modo de flequillo verías como…

– Ni se te ocurra tocarme, le atajé justo cuando su mano iba camino de poner en práctica lo que había empezado siendo una sugerencia.

– Llevo encima el bote entero de laca de mi madre y no se despegaría ni con berbiquí.

– Venga, ¿entramos ya? – Dije dando el tema por zanjado.

– Sí, vamos, dijo Carmen.

Los pasillos del colegio a esas horas se volvían intransitables, todas tratábamos de apurar allí los últimos momentos en libertad antes de someternos a la rigidez de la clase. Aquel día, al cruzarnos con algunas de nuestras compañeras me di cuenta de que no éramos nosotras tres las únicas que nos habíamos arreglado especialmente, incluso la fea de Rocío Gómez se había puesto tanto colorete que recordaba a esas muñecas Peponas que dan en las ferias cuando llevas el boleto premiado.

En el aula continuamos hablando nerviosas y alborotadas, pero sin separar un instante los ojos de la puerta. De pronto el picaporte giró, y remarcado por el alto quicio de la madera, apareció ÉL, don Narciso, con su traje negro de todos los días, su camisa blanca y su corbata gris. Nuestras conversaciones quedaron de inmediato interrumpidas para deleitarnos una vez más con aquella visión. La agilidad que mostraba cuando levantaba su pierna derecha para subir a la tarima, la elegancia de sus pasos al  avanzar hacia su mesa, el cuidado con que arrastraba su silla, el modo tan sutil de sacudir con su mano el asiento, y finalmente la forma que tenía de sentarse- Qué guapo está esta mañana, pensé para mí.

– Y qué bien le sienta esa forma de peinarse con la raya al lado dejando caer el flequillo sobre su frente.

Me parecía una mezcla entre James Dean y Gary Cooper.

– Buenos días señoritas- saludó mientras comenzaba a sacar de su cartera los cuadernos y libros que utilizaría ese día en clase.

– Buenos días don Narciso, respondimos todas a la vez casi en un suspiro.

SOLOiO-hombres-con-estilo-vistiendo-corbata-James-Dean-copiaCuando todo lo tuvo dispuesto, levantó la vista y se percató de que aunque el silencio era sepulcral, algunas permanecían de pie en el lugar donde les había sorprendido su llegada, pero eso sí, con los ojos fijos en él.

Algo azarado carraspeó, volvió a bajar la vista y ordenó:

– Ocupen sus asientos, por favor.

Las aceleradas carreras de mis compañeras y el ruido que hicieron sus pupitres sirvieron para distender algo el ambiente.

Afortunadamente yo nada más entrar fui derecha a mi sitio, donde por otra parte tenía una magnífica vista de la puerta. Estaba en la segunda fila en el lado de la pared y junto a mí se sentaba Marisa. Era un lugar casi, casi privilegiado, inclinándome hacia un lado podía dominar sin dificultad todo el encerado, y si las circunstancias aconsejaban esconderse porque el profesor estuviera buscando una víctima propiciatoria que saliese a la pizarra, disponía de la solidez y rotundidad de la espalda de Isabel Monje, oculta tras ella me ahorré muchos, qué digo muchos, muchísimos disgustos aquel curso.

– Bien, ayer nos quedamos en la segunda declinación. Pertenecen a ella todos los nombres masculinos que terminen en -us o en–er.  Ejemplo Dominus- Domini.

– Qué voz más maravillosa tenía don Narciso, fuerte, tensa, varonil, hacía cosquillas cuando entraba en los oídos, pero calaba hasta la médula.

– Veamos cómo se declina.

Echó hacia atrás el sillón, se puso en pie, y ágil como una gacela se dirigió a la pizarra, tomó con sus finos dedos la tiza y comenzó a escribir.

Nominativo – Dominus

Vocativo – Domine

Acusativo dominum

Qué cuerpo, madre mía, qué cuerpo y esas piernas tan largas… ¿serán de las que tienen muchos pelos? A mí me gustan los hombres con las piernas delgadas y muy peludas, me parecen más varoniles. Qué bien le debe sentar el bañador, seguro que usa esos modernos que son cortitos y pegados como el que llevaba Alain Delon en A pleno sol. Al levantar su brazo para continuar escribiendo las aberturas traseras de su chaqueta dejaban ver un culo plano, qué digo plano, lo justo, ni mucho ni poco, fantástico.

Genitivo Domini.

Y fíjense que el Dativo y el Ablativo es lo mismo – Domino. Al decir esto, se volvió hacia nosotras con la tiza en la mano y se nos quedó mirando. Al cabo de unos instantes preguntó:

¿Lo han entendido? No hubo respuesta

¿Necesitan alguna explicación?, ¿quieren exponerme alguna duda o pasamos a declinar el plural?

Silencio absoluto. Estábamos tan embelesadas mirándole que éramos incapaces de articular palabra.

Bien, pues pasemos al plural.

De nuevo se giró hacia la pizarra y con su preciosa letra, ligeramente girada a la derecha, pero muy bonita completó la declinación.

Después pasó a la traducción.

–  Lo primero que deben buscar es el verbo y concordando con él encontrarán al sujeto.

Muchas como yo llevábamos ya un buen rato desconectadas de lo que decía, ¿A quién podía  interesar el modo de traducir una frase en latín cuando mirándolo a él podíamos tocar el cielo con la mano, recorrer mundos maravillosos y disfrutar de nuestra fantasía?

Aquel día recuerdo que me imaginé caminando con don Narciso por el Retiro. Ya había anochecido e descargaíbamos cogidos de la mano. Me decía que no podía pensar en nadie que no fuera yo, que le gustaba desde el primer momento que se cruzó conmigo, que las otras chicas, ya no solo las de mi clase, sino las del colegio entero le importaban un pimiento, que sólo me quería a mí y deseaba con toda su alma casarse conmigo y formar una familia con hijos y todo. Que la diferencia de edad no sería un problema, porque estaba dispuesto a hablar con mis padres para convencerles de que sus intenciones eran serias. De pronto, junto a un robusto árbol nos detuvimos y tomándome por los hombros comenzó a acercarse, buscaba mis labios y yo se los di. El beso fue auténticamente de película, de los de tornillo, con lengua y todo.

-Ya saben, al traducir, siempre que puedan, procuren mantener el orden del texto. Si aun así les parece que el resultado no tiene sentido, recurran a la estructura sintáctica clásica; que como saben es: Sujeto + Verbo + complemento directo + complemento indirecto y circunstancial.

Su voz seguía incansable, pero yo no le oía, no podía, me estaba besando.

– Vamos a practicar con un ejemplo, tomen sus bolígrafos y escriban.

Vi que mis compañeras comenzaban a escribir, pero yo no estaba dispuesta a abandonar mi sueño cuando estaba en lo mejor. Busqué entre todas las hojas que tenía en la mesa una que no estuviera escrita y simulé estar haciendo lo mismo que ellas, pero en realidad seguía fantaseando. Cogí un bolígrafo rojo y me dediqué a trazar un gran corazón, dibujé después una flecha que lo traspasaba en diagonal de parte a parte y para darle aún mayor realismo coloqué dos gotas sangrantes escapándose de la herida. Para terminar en el extremo superior dibujé una N. y en el inferior una P.

Como mis compañeras seguían escribiendo me dediqué a perfeccionar el dibujo, con aquel bolígrafo rojo bermellón reforcé sus bordes, repasándolos una y otra vez y la punta de la flecha y la línea vertical de la P…

De pronto un codazo de Marisa me hizo hacer un rayajo, la miré de muy malas pulgas y fue cuando lo escuché.

Señorita Alfonso. ¿No me escucha? Le estoy pidiendo que me enseñe la traducción que les mandé traer para hoy.

¿Quién? ¿Yo? Me disculpé muy turbada.

La traducción, es verdad, menos mal que la hice anoche antes de acostarme.

Sí, sí, un momento don Narciso que enseguida se la entrego.

Busqué entre el revoltijo de hojas que tenía encima de la mesa y no aparecía, sin embargo estaba segura de que en el último momento la metí en la cartera, pero ¿dónde estaba entonces?

Podía sentir los ojos de toda la clase fijos en mí y también, cómo no, los suyos, los de don Narciso.

– Le aseguro que la hice, pero ahora no sé donde puede estar.

Me disculpé mientras revolvía todo el pupitre.

– No se ponga nerviosa señorita Alfonso y búsquela, si usted dice que la hizo la tendrá ¿no es así?

– Sí, sí, claro.

De repente me fijé en la hoja del corazón sangrante, y una sospecha me llenó de terror, la tomé, le di la vuelta… allí estaba la maldita traducción, llena de tachaduras, pero al fin y al cabo hecha, como yo había dicho.

– Verá, don Narciso yo…

Mis ojos debían estarle implorando toda su compasión, pero si lo notó, se mostró impertérrito.

– Es esa ¿no? Pues si ya la ha encontrado tráigamela y la corregimos con sus compañeras.

En ese momento deseé que el suelo se abriera y me tragase o al menos que sonara el timbre anunciando el final de la clase, pero nada, ni una cosa ni otra. Además Marisa y Adela ya se habían puesto de pie para dejarme pasar, no me quedaba otra, tenía que afrontar la situación. Tomé la hoja de papel, puse el lado del corazón pegado a mi falda para que no se viera y de manera vacilante, con paso muy lento, esperando un milagro que finalmente no se produjo, dejé atrás mi pupitre, avancé por el pasillo e igual que María Antonieta cuando se vio a los pies de la guillotina, quedé yo ante la mesa de don Narciso con los ojos clavados en el suelo y en un nivel bochornosamente más bajo por el tema de la tarima. Tenía ya su mano extendida para tomar el papel que mantenía pegado a mi falda, y como no reaccioné me insistió:

– Venga, vamos, entrégueme su traducción.

Comencé a elevar aquella hoja despacio, muy lentamente, como si pesara veinte toneladas. Cuando entendí que había entrado ya en su radio de acción y en cualquier momento podía arrebatármela, la sujeté fuerte con las dos manos por los extremos. Él tomó el lado que le quedaba más próximo y la atrajo hacia sí, pero la hoja no se movió, resistí bien aquel primer envite. De nuevo otro tirón, esta vez algo más fuerte, mis dedos fueron garfios sobre el papel y tampoco se movió. Me miró, le miré, tiró, y llena de angustia noté como la hoja volaba de mis manos para ir a las suyas. Lo único que conseguí retener fueron las dos esquinas redondeadas de la cuartilla, el resto lo perdí para siempre.

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No me moví, de nuevo la idea del milagro cruzó por mi cabeza, pero no, los dioses definitivamente me habían abandonado. El entrometido profesor tomó la redacción, la examinó, tachó algunas cosas, hizo un círculo sobre otras y cuando comenzaba a pensar que me devolvería la hoja y podría irme tranquila a mi sitio, algo pareció llamarle la atención. Acercó el papel a su cara, lo levantó, lo orientó hacia la ventana, miró al trasluz, y zas, le dio la vuelta. Mi ardoroso y sangrante corazón quedó al descubierto. Maldito latín, dije para mis adentros.

El plato de sopa Por Ana Riera

 

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La anciana avanzaba sin prisas por la amplia avenida. Soplaba una agradable brisa, pero estaba cansada. Nada más cruzar el paso de peatones, cuando por fin alcanzó la otra orilla, vio un restaurante autoservicio. La enorme pizarra de la puerta, donde venía detallado el económico precio de los platos, la invitó a detenerse. Desde que se había quedado sola, cocinar se había convertido en un verdadero martirio. Le recordaba su soledad y le quitaba el apetito. Quizás por eso decidió que podía permitirse un pequeño capricho, aunque su pensión no fuera precisamente para lanzar cohetes. Justo entonces una joven abandonó el acogedor local y al verla allí, quieta, le sujetó educadamente la puerta. Ese gesto acabó de convencerla.

Dentro había un montón de mesas distribuidas geométricamente, todas del mismo tamaño y vestidas con un alegre mantel a cuadros blancos y amarillos. La larga vitrina con todos los platos disponibles se encontraba al fondo del restaurante. La anciana se dirigió hacia allí sin ninguna prisa. Si algo le sobraba era tiempo. En seguida la alcanzó una sinfonía de aromas reconfortantes. Era temprano, de modo que todavía no había demasiado público. Recorrió la vitrina de punta a punta, para ver qué la tentaba. Fue una enorme cazuela de barro que cobijaba una sopa humeante. Desprendía un olor magnífico que la transportó a los pucheros de su madre, allá en el pueblo, cociendo lentamente sobre la lumbre. Cogió un plato hondo del montón y se sirvió una cantidad generosa. Se hizo con una cuchara y un par de servilletas y poco a poco recorrió el tramo que la separaba de la caja. Luego escogió una mesa y colgó el bolso en el respaldo de la silla.

Justo cuando iba a sentarse se dio cuenta de que no había cogido pan, y ella jamás había sabido comerse un buen plato de sopa sin mojar en ella un chusco y sentir luego cómo se le deshacía en la boca. Dejó escapar un suspiro y se dirigió de nuevo hacia la barra. Notó los pies doloridos y el cuerpo pesado. Por suerte el pan estaba cerca de la caja, así que sus cansadas piernas no tuvieron que andar demasiado. Aun así, le llevó su tiempo. Con su flamante trozo de pan en la mano derecha regresó hacia la zona de mesas, donde descubrió estupefacta que un chico de color se había sentado en su mesa, justo delante de la sopa, y parecía dispuesto a zampársela. La anciana dudó un instante, pero la juventud y la fortaleza del muchacho la amedrentaron. Finalmente optó por sentarse a su lado y ver cuál era su reacción.

El chico la miró y le dedicó una tímida sonrisa. Luego, ante la sorpresa de la mujer, cogió la cuchara y se llevó a la boca una enorme cucharada de sopa. La anciana pensó en decirle algo, pero el aparente aplomo del joven la desarmó. Además, en el fondo le gustaba la compañía. Por eso cogió el chusco de pan, lo mojó en el líquido humeante mientras miraba fijamente al muchacho y luego le dio un mordisco. El chico la miró de soslayo, volvió a sonreírle, esta vez más abiertamente, y siguió comiendo sopa. Y así siguieron, uno junto al otro, él comiendo cucharada tras cucharada, ella mojando el pan una y otra vez, hasta que dieron buena cuenta del plato.

imagesUna vez hubieron terminado, el muchacho se limpió la boca con una servilleta de papel, se levantó, se despidió de la mujer con un leve gesto de cabeza y salió del restaurante a paso ligero. La anciana se lo quedó mirando mientras traspasaba la puerta y salía al exterior sin saber muy bien qué pensar. Luego se levantó también dispuesta a regresar a su casa. Fue entonces cuando se percató de que su bolso había desaparecido.

La anciana se puso blanca como el papel y acto seguido roja de rabia. No podía creer lo que le estaba sucediendo. ¡Cómo podía ser tan inocente a pesar de los años que acumulaba en sus espaldas! Empezó a hacer aspavientos y a gritar desconsolada. ¡Al ladrón, al ladrón, que alguien atrape al sinvergüenza del negro, que me ha robado!

Fue justo entonces, mientras miraba a un lado y a otro sin saber muy bien qué hacer, cuando descubrió que su bolso colgaba tranquilamente de un respaldo, dos sillas más allá. Sobre la mesa descansaba una sopa intacta ya fría junto a unos cubiertos sin usar.