Agazapado en un mueble de la cocina del internado, se abraza las piernas contra el pecho, apoya el mentón en las rodillas, aprieta con fuerza la navaja en la mano derecha donde se forma el puño tan temido, y aguanta con entereza el hiriente sudor que mortifica sus ojos.
Presta atención al silencio, necesita confirmar que su plan sigue en marcha, no sea cosa que escuche el paso del tren como lo ha venido haciendo desde la cama, pero ahora sin posibilidad de alcanzarlo, sin imágenes fabulosas al compás de su cuerpo inagotable. Si el tren se le adelantara tendría que regresar al punto de partida, a revolver las sábanas sin pegar ojo hasta que le despierte el guardián a grito pelado y le obligue a saltar de la cama para repetir una oración tras otra, a coro con el resto de internos, todos legañosos, moviendo los labios como si fueran máquinas. Pura basura. Pura rutina. Un lugar maldito. Un lugar seguro. Techo, peleas y comida. Mejor que andar tirado por la calle. Peor es nada. Ve a saber con lo que te encuentras por ahí. Todo el plan dislocado. Un hilo de sudor frío le recorre la espalda, muerde el labio inferior hasta hacerse sangre. Se le ocurre que, después de todo, perder el tren no sería tan malo como creía. O sí, porque se imagina regresando a oscuras al dormitorio, tropezando, cayendo por las escaleras, despertando a todo el mundo: lluvia de hostias, retorno al permanente estado de rabia.
Traga saliva con sudor y sangre, aprieta el puño con la navaja que sella la piel: más que suficiente para vencer el miedo y asegurarse de que no va a arrepentirse.
Escucha las campanadas del principal reloj de los curas, uno muy grande que trajeron del pueblo irlandés de uno de ellos, Sean Stockland. Le incomoda la sensación de tenerle enfrente con su cara de bonachón compungido, reprochándole sin aspavientos, porque entre todos los cuervos es el único que va de bueno, el que siempre aconseja bien y le castiga con pesar, a veces hasta con alguna lágrima, y todo porque quiere que crezca con educación y conocimiento de causa. Tanto se entrega que quiere sufrir a la par: «Sé que quitarte el fútbol es lo peor para ti. Pero es sistema bueno. Yo lo siento más que tú», y él le pregunta: «¿Así que sufre más que yo?» Y el otro hace una pausa para encender un cigarrillo, aspira profundo y responde de forma pausada, confiado en que el corazón de sus palabras penetre en el indomable espíritu del canalla.
— Sí, yo sentirlo más que tú, cada vez que tú pelear y hacer daño, significar fracaso grande, y cada vez que fracasar, yo más responsable, así que castigo para ti y castigo para mí. Tú a estudiar con Carcelero y yo al suelo de piedra, de rodillas, sin concierto de radio ni arroz con leche de postre.
— ¿Nada más, padrecito bueno que Dios me ha dado?
— Sí, algo más. Quedaré de rodillas el doble que de costumbre, rezando por ti.
Así fue el último desencuentro con su protector. Lo recuerda con todo detalle mientras espera su lance liberador, empapado en sudor con las rodillas pegadas al pecho, y el profundo deseo de no volverle a ver jamás.
Aquella vez le sonrió con medio carrillo y le dio la espalda para encaminarse a su destino de castigo: la sesión de estudio con el Carcelero, el peor de los guardianes, el repartidor de correctivos con manazas de antiguo albañil.
Por su parte, Sean Stockland se postró en el suelo de piedra de la antigua capilla, donde volvió a preguntarse por los caminos del rebelde y sus consecuencias probablemente trágicas. No sabe cuánto tiempo más podrá retenerle en este refugio al mando de curas irlandeses enviados a un confín español como castigo por montar trifulcas y emborracharse. Teme por el muchacho en un reformatorio camino de cárceles donde los reclusos se tornan más violentos todavía.
El último castigo por pegar a un compañero sucedió pocos días atrás, cuando Aurelio empezó a pensar en dos alternativas: matarse a golpes o lograr una salvación de las buenas. Una salvación que ha empezado hace una hora, desde que se deslizó por detrás de las camas del dormitorio, bajó descalzo las escaleras y llegó a la cocina. Ya sólo le queda esperar unos minutos y pasar ágilmente a la capilla, abrir la puerta trasera con un clip y correr sin parar hasta el otro lado del puente.
Dan las campanadas que cortan la respiración, las de la buena señal, la que le invita a desaparecer una vez que cuente hasta ciento veinticinco. Así ha de ser porque un día más aquí y la furia concentrada podría arrastrarle a un asesinato seguro. Ha seleccionado a varios, entre compañeros y celadores, a quienes le gustaría pegar hasta matarlos. Tiene cuerpo y gallardía suficientes como para sacudir a casi todos, poner de su parte a los más peligrosos y ganar cualquier embate. Pero hay algo que le frena, no sabe qué. Algo hay que le circula por la sangre hasta inflamarle y salir por su propia boca para decirle que huya, que rompa el círculo, que tome el aire puro del campo y la energía de los raíles, y entre sin miedo en la mañana de la ciudad grande. A un mes de cumplir los dieciséis, una más que monte y lo echarán a patadas.
Aurelio sabe que un día sí y otro también una ira ciega le arrebata sin motivo. Una furia que sólo merma cuando se empeña en castigar cuerpos indefensos. Alguna vez se ha quedado suspendido ante los desgraciados, conmovido por sus expresiones de dolor y de impotencia. También se regocija en los enfrentamientos donde le devuelven los golpes y le dejan tirado con alguna costilla rota, la cara hinchada, un ojo desenfocado. Sólo en el desatino completo, con manchas de sangre propia o ajena, se pregunta a cuento de qué se deja arrastrar por esa compulsión desaforada. «Déjalo ya, Vengador de la pradera», le dijo un día un celador antes de propinarle el último empujón contra la pared y partirle una ceja. Mientras se dejaba caer al suelo, ya sin fuerzas, le dio una risa tonta con afán peliculero: «Sí, el Vengador de la pradera, claro que sí»; las carcajadas le brotaron entre espasmos de dolor. Sólo calló cuando empezó a tiritar bajo el agua fría de la ducha, mientras el mismo guardián le fustigaba en las piernas con una vara; doblado por el frío y el dolor, canjeó la risa nerviosa por la silenciosa imaginación: correr a campo través para alcanzar el tren cuya marcha escucha dos veces cada día, por la mañana y por la noche.
El tren extraordinario con su locomotora fabulosa y sus asientos deslizantes que se hacen cama, de madera buena y asiento tapizado, con ventanilla que deja pasar el aire frío de mejor calidad que el del colegio saturado de cera de velas y grasa de cocina; con ventanillas que se pueden abrir para oler huertas y maizales, y ver a los coches que pasan como rayos por la carretera, sin ocasión para preguntar si alguien sabe algo del salvaje que se ha escapado de la mazmorra de los frailes extranjeros.
Lo demás es confusión, cólera, miseria de heladas y comida escasa y mala que mejora algo cuando le toca el turno de camarero de los curas: entonces sí, gloria divina agarrar con las manos lo que quede de las patatas hervidas y de los restos de carne pegada al hueso; pilla lo que puede y se lo lleva a un rincón del patio para hincarle el diente a solas, despacio, como si tuviera ante sí una bandeja entera, apartado de bromas, juegos y refriegas.
Todo empieza a quedar atrás. La fuga es inminente. Es la hora. Ha puesto suficiente aceite a la puerta corrediza del mueble para que no haga ruido y se deslice con la suavidad necesaria. Atraviesa la capilla, recorre el último pasillo, sale al patio, se agacha para pasar por debajo de las ventanas donde duermen los guardianes, atraviesa el jardín, salta la tapia.
En la mochila lleva pocas cosas, las justas, y bastante dinero obtenido a lo largo de la semana abusando de los más débiles, a los que no hace falta dar ni un bofetón para que le entreguen lo que se le ocurra; los dejó sin nada, y les dijo que si decían algo volvería y les cortaría el pescuezo. Y es que esta vez sus necesidades son muy altas, no se puede entrar en la ciudad grande con los bolsillos vacíos, y además tiene que asegurarse de que todo salga perfecto, porque si no coge el tren de las 0:30 se volverá loco y estrangulará a uno o dos de esos infelices y luego no sabrá cómo seguir adelante y tratará de hacerse matar liándose a tortas con el más fortachón para reventar en el entronque, y si no consigue morir desangrado, machacado a golpes, entonces no tendría más remedio que hundirse en el negro pozo, en esa porquería parecida al infierno de la que hablan los curas: reformatorio y después cárcel a paliza diaria para regenerar al caído.
Corre con agilidad de gran deportista que cobra renovada energía cuanto más se acerca a la estación, donde ha de ultimar detalles en el aseo. Sabe que debe aprovechar su expresión serena, la del actor consumado, peinarse con el fijador que metió en la mochila, y lavarse bien la cara, cambiarse la ropa, secarse el sudor; todo organizado para tener buena apariencia, y en caso de que le pregunten, pues decir de corrido, sin tropiezo, que viaja de noche para encontrarse con su hermano que hace la mili en la capital.
Así que se presenta muy firme al taquillero; con voz bien templada pide un pasaje en primera en el tren que va a Madrid. Le cuesta creer que se lo den sin problemas, y que al rato la máquina y los vagones cubran las vías del andén vacío. Nadie por ninguna parte para compartir la satisfacción del deber cumplido, el comienzo de una gran aventura entre el humo plateado y el ruido de tropas de liberación, como si la locomotora trajera innumerables vagones llenos de fusiles y cañones.
En esta soledad del andén con una máquina que lo invade como si fuera a llevárselo por delante, se siente más alto y más fuerte con músculos de acero y mirada penetrante, calmado ya de ganas de pelea, protegido con la certeza de que nada será igual después de este viaje al mundo verdadero, donde no recuerda haber estado pero donde dicen que nació, en la gran ciudad sin hermanos ni primos que le esperen, pero eso sí, conducido por este tren de medianoche, tantas noches imaginado desde el dormitorio; este tren que ve de cerca por primera vez, tantas noches fantaseado, deseando estar ahí, pendiente de la gran velocidad que lleva el caballo de acero atravesando el tiempo y el espacio para ocuparse de él, de Aurelio Mejía Guzmán.
Ahora que está dentro, el ferrocarril le gusta más que en sueños. Nada le desilusiona, por el contrario, es mucho mejor de lo que pensaba. No enciende la radio que robó; come con gusto la fruta que cogió de la alacena. Al fin está donde quería. Pellizcarse es poco. Ojalá el viaje sea más largo, el doble de lo normal, o no, mejor que siga de largo y no llegue nunca, o sí, que llegue pronto porque quiere recorrer el barrio ese donde dicen que nació, entre fregonas y tenderos, a pocas manzanas de la estación, donde dicen que huele a pescado y fruta en los alrededores de un cine. Dicen que dicen voces raras que le hablan entresueños, las mismas que lo visitan cada tanto y le dibujan planos, calles, que luego le arrebatan para volver a dejarle a solas consigo mismo, en el vacío de la noche, en el fétido pabellón donde se arraciman aspirantes a hombres mal crecidos.
Ignora la consecuencia de ser un indocumentado en zona extraña, tampoco sabe si con estar en libertad será suficiente para que ya no le vuelva la rabia, no sea cosa que nada menos que en Madrid deje por el camino una serie de cuellos rotos y cabezas saltimbanquis, toda la capital arrasada por su caminar de valiente infranqueable, convencido de que ni grises ni generalísimos podrán abatirle una vez que su tren llegue a buen puerto en la ciudad sin mar. Festeja su ocurrencia y ríe mientras se sueña extraviado, preguntando a cada rato con la mejor educación, porque aparenta mayoría de edad y tiene la buena cultura que le dieron los curas bien leídos y sabe representar los buenos modales si eso es lo que quieren, y por un mecanismo o por otro acabará sabiendo qué otros trenes partirán de la estación central, a qué horas, qué días, con cuánto dinero podrá ir, o si no de polizón, o hecho un ovillo entre el ganado, porque ha de andar de aquí para allá entre las máquinas que llevan a lugares tranquilos, cualquier cosa con tal de seguir viaja que te viaja, mira si no lo bien que se está aquí pasando la noche bien larga como si nunca pudiera acabarse; aquí no suenan las campanas del reloj ni habrá desayuno con leche cortada y pan duro a las seis de la mañana, qué va, pero ¿por qué?, se pregunta en otro de los sueños, repentinamente asustado bajo tormentas que no cesan, que le empapan y atosigan con lluvia, rayos y truenos, ¿por qué seré tan idiota que no pude tranquilizarme un poco y demostrarles lo majete que soy cuando quiero, lo capaz de buena letra y mejor conducta? De haberlo hecho, al poco me darían ventajas y confianza y yo sabría robar la llave maestra cuando se echaran a la siesta, y rebuscaría en los cajones para pillar los papeles que guardan de mí, y ahí sí que todas las alas serían pocas. Déjalo ya, fantasma, tranquilizarte tú, lo nunca visto, pero si todo va a salir bien, se quedarán fríos de tanta sorpresa; mira por donde, si es que vamos a fastidiar al Stockland tan ricamente para demostrarle que no tenía razón cuando decía que fuera de su protección mis buenas horas estaban contadas, que aprovechara las ocasiones que me daba, que él también era bicho raro que nadie quería, que por algo me lo decía, que no iba a encontrar ocasiones parecidas.
Pero de momento está aquí, fumando de la cajetilla que robó de la sotana del padre Kelly. Se arremolina junto a la ventanilla y a la sensación de placer se le arrima otra muy distinta, la de un cansancio demoledor con la visión de arrojarse del tren en marcha. Es tal la atracción que le fascina la facilidad con que abre la puerta y presencia el peligro de la velocidad, las hierbas que crecen donde los raíles, el campo oscuro, el amanecer que viene lento con luces mortecinas, una visión fantástica en la que se ve arrojado bajo las ruedas, felizmente muerto, reconvertido en millones de trozos que nadie podría reconstruir jamás.
Rompe el hechizo un golpe en el pecho que le empuja hacia dentro, le acelera los latidos, le aterroriza y maravilla: es una mano invisible que le expulsa del antojo de morir y le sienta en el suelo.
La locomotora entra en la antigua estación con aliento sobrecogedor. El humo arropa sus imponentes miembros de hierro que frenan en un lento chirrido que acaba por devolver a la realidad al emocionado pasajero: un fugitivo que confía en pasar desapercibido entre la multitud. Se levanta las solapas del abrigo y se dirige hacia la salida abrumado por la ausencia de viajeros y empleados. Ni un alma. Se le doblan las rodillas. Teme que aparezcan de repente y le caigan encima. Aspira hondo, no puede aflojar, ni modo de volver atrás. Levanta la cabeza, endereza la espalda. Camina aparentando la mayor seguridad posible, como si supiera adónde ir y conociera el barrio de memoria. Las amplias calles le infunden valor. Una serie de sombras se le arriman y le rehúyen, otras le tocan con manos ateridas, le susurran acogedoras y misteriosas melodías. Se deja llevar sin hacerse preguntas. Sólo camina. Y mira. Y siente.
Una mujer apresurada se detiene; inquieta, busca algo con la mirada y con el cuerpo, sonríe y llora de manera intermitente, va y viene por la acera. Cruza la calle entorpecida por los carros de caballos y algunos coches. En la acera de enfrente la mujer se transforma en una embarazada que empuja una carretilla cargada de carbón. Apenas lleva una pañoleta sobre los hombros por encima de un deshilachado vestido de franela. Tiene un vahído. De varios portales surgen mujeres que la cubren con una manta, la acomodan en la carbonada y la llevan a una lechería, donde da a luz bajo rumores de bienvenida. El nacimiento es recibido por los vecinos con modestos presentes; la madre llora de alegría con su niño en brazos, más aún cuando pasa el tiempo y el bebé se transforma y crece, y ella ríe y lucha por mantenerse en pie y vuelve a cargar carbón, pero tose y sangra por la boca; la risa se le borra de la cara bajo el rastro de una agonía que cesa para dejarla morir con el pequeño dormido entre sus brazos.
El crío simpático, a punto de muerte con fiebres muy fuertes, renovado por manos curanderas se torna chaval revoltoso, destructor de lunas y ladrón de carteras, atraviesa la calle y se transforma en este adolescente que avanza guiado por el murmullo de labios que no ve, y el ruido de las persianas metálicas que se abren a la vez que las ventanas, todavía sin cuerpos reconocibles, sin rostros que se asomen.
Hay un bar abierto. Le atrae un aroma envolvente, desconocido. Nadie en las mesas, pero en la barra hay un desayuno servido en antigua loza blanca, con servilleta doblada en forma de triángulo y jarra de agua. Calienta sus manos en la taza de chocolate. Mira el joven rostro de su madre, recuperada para siempre de los males que la mataron. Los húmedos ojos del muchacho observan la maternal manera de esparcir el azúcar en el plato de churros. Se deja invadir por el placer: qué gusto en la boca, cómo se quiebra la masa y se va rompiendo con exquisito sabor mientras una mirada dulce se emboba en su disfrute y le nombra paisajes desconocidos, le susurra antiguos consejos.
Cuando vuelve a la calle se enfrenta a la encerrona como si la esperara.
En una esquina el padre Stockland, y en la otra el director. Se encamina hacia el primero. A medida que avanza, surgen policías de todas partes. Deja en la acera la mochila y arroja a la calle la navaja. Sin resistencia, sumiso, se dirige hacia el cura bueno que parece otro, ha perdido el característico encorvado de su espalda, la bondad de su cara sonrojada. Ahora tiene los brazos a la espalda, los hombros altivos, la boca cerrada, la mirada fiera. Con una mano le agarra de las solapas para zarandearle, y con la otra le abofetea hasta hacerle sangrar la nariz y la boca. Después le obliga a arrodillarse a sus pies y a bajar la cabeza para recibir su bendición y su perdón atufado de ginebra. Luego lo entrega para que lo esposen y se lo lleven. No se atreve a mirarle a la cara. Si lo hiciera quedaría paralizado por la transformación: Aurelio no ha derramado una sola lágrima y todas las bofetadas las recibió con una expresión inusual de serenidad y fortaleza.
Desde que salió del bar su madre caminó a su lado y los vecinos les siguieron de cerca. Al llegar junto al cura, hombres y mujeres compartieron todos los golpes, la sangre derramada iba de uno a otro como mojadura de agua en carnaval. Y una sonrisa triunfante se expandió por la muerte de todos y la vida del muchacho.