Women Talking (2022, de Sarah Polley) Por Luigi De Angelis Soriano

Sarah Polley, directora, guionista, actriz, autora de relatos breves. Su libro de cuentos autobiográficos Run Towards the Danger: Confrontations with Body and Memory es un recorrido por las historias que han formado a la mujer y artista polifacética que conocemos hoy. Un valioso testimonio de verdades que duelen, pero también de momentos plenos de esperanza y amor. En lo que respecta a su carrera actoral, cómo olvidarla en su papel de la misteriosa sobreviviente de una terrible tragedia en The Sweet Hereafter (1997, de Atom Egoyan). Cómo pasar por alto sus creaciones de mujeres aparentemente frágiles pero con gran fortaleza en los dramas de Isabel Coixet My Life Without Me (2003) y The Secret Life of Words (2005). En su faceta de directora y guionista nos regaló Away from Her (2006), adaptación de un cuento de la exquisita Alice Munro. Drama delicado y a la vez lacerante sobre una pareja de adultos mayores enfrentando la brutal llegada del Alzheimer. Mi admiración y respeto por el trabajo de Sarah Polley ha sido continuo a lo largo del tiempo, motivo por el cual he disfrutado genuinamente la oportunidad de asistir al estreno de su última película, Women Talking (2022), y al conversatorio con la mismísima Sarah en persona después de la proyección.

Women Talking, basada en la novela homónima de Miriam Towes, inicia con la advertencia de que se trata de un ejercicio de imaginación femenina. Este detalle es importante porque Polley presenta la historia como una fábula, decisión creativa que confirmó en el conversatorio. El film se centra en un grupo de mujeres menonitas discutiendo democráticamente sus destinos. Todas han sido víctimas de abuso sexual por parte de hombres de su comunidad religiosa. Las violaciones han sido sistemáticas, con la ayuda de drogas y aprovechando la ignorancia generalizada. Los hombres les han dicho que los efectos de las violaciones han sido obra de demonios noctámbulos o producto de su febril imaginación. Cuando los agresores han sido descubiertos por dos niñas que los han observado actuar durante la noche, la comunidad es sacudida y la policía interviene. Todos los hombres adultos dejan a las mujeres solas por dos días indicando que a su regreso deben perdonar a sus violadores. Si no los perdonan deberán salir de la comunidad, lo cual significa, entre otras cosas, la condena eterna de sus almas.

Sí, el punto de partida es construido bajo una premisa poco verosímil. Es difícil creer que en una organización religiosa donde las mujeres son severamente controladas por los hombres, éstas van a tener un espacio de autodeterminación como el que les es dado. Es todavía más difícil imaginar que mujeres analfabetas que nunca han salido de los límites de su comunidad puedan verbalizar complejos argumentos en torno al problema que les ocupa y hacerlo con sofisticación en un entorno democrático. Es allí cuando, en la medida de lo posible, conviene utilizar la advertencia inicial y leer el film como un ejercicio de imaginar un encuentro de mujeres diversas tratando de arribar a condiciones que les permitan recuperar el dominio de sus cuerpos y levantar su voz. Es un ejercicio de imaginar los cimientos de un nuevo orden donde la educación surge como una herramienta para que los hombres y mujeres de las futuras generaciones puedan convivir mejor y una religión basada en el amor prevalece. Estos enunciados son propuestos principalmente por Ona (Rooney Mara), quien espera un bebé producto de la violación de la que ha sido víctima mientras dormía. Ona es más un catalizador espiritual que una mujer real. Sus beatíficas sonrisas, profundas miradas y delicadas posturas evocan a una Madonna impoluta. Su discurso está marcado por un fuerte idealismo que nace de su fe en una posibilidad que para otros personajes parece una locura.

La película también muestra personajes elaborados bajo parámetros más realistas. Los más destacados son Salome (Claire Foy) y Mariche (Jessie Buckley), quienes representan posturas opuestas en esta asamblea de mujeres. Salome señala que el perdón es imposible, que las mujeres deben abandonar la colonia y que, si deciden quedarse, ella se vengará y matará a los violadores. Mariche es escéptica con relación a la partida, siembra la duda sobre si los hombres que han sido capturados son realmente los culpables de las violaciones y medita sobre la separación radical de todo lo que conocen si deciden abandonar el que ha sido su único lugar desde siempre. En mi opinión, estos dos personajes confieren credibilidad a la situación en la que se encuentran las mujeres en la historia y revelan la complejidad que acompaña toda discusión en torno a la violencia de género. Por supuesto, contribuyen en buena medida las extraordinarias interpretaciones de Jessie Buckley y Claire Foy, quienes con su elocuente expresión corporal e intensas expresiones faciales consiguen revelar a las mujeres detrás de los postulados, al ser humano detrás de la idea. Ambas tienen momentos de rutilante grandeza, con monólogos y acercamientos de cámara que dinamizan la discusión.

El film cuenta con una hermosa cinematografía obra de Luc Montpellier, cuyos créditos incluyen Away from Her y la luminosa Cairo Time. Debido a la importancia que Sarah Polley confiere a la poesía de las imágenes en esta película, el aporte de Montpellier es medular. Los brevísimos flashbacks que muestran a las mujeres en los momentos en que despiertan y descubren las señales de abuso son presentados con tonalidades grises que evocan el horror de la situación. La opacidad en el granero donde las mujeres se reúnen para hablar contrasta con la apertura y el verdor del campo donde los niños y niñas juegan juntos, todavía en un estado de inocencia. La luz dorada que ilumina la caravana de mujeres que se forma al final del film sugiere una luz de esperanza, aun cuando lo que les depara es incierto. Horror, inocencia, esperanza son algunas palabras clave que dan forma al film tal como lo ha concebido Sarah Polley. La película tiene varios momentos abiertos a la lectura de la audiencia, ante los cuales Polley manifestó que ella apuesta por la interpretación más optimista posible. De igual manera, consciente del carácter sombrío del tema que ha decidido tratar, la directora salpica algunas gotas de humor a lo largo del metraje que refrescan al espectador y permiten observar a las mujeres como seres humanos que no se pueden reducir únicamente a su experiencia como víctimas de abuso sexual. Cada una es mucho más que sus circunstancias y el film contiene la humanidad necesaria para reconocer esa complejidad.

Con la inteligencia y sensibilidad de Sarah Polley, una historia que resuena de forma potente con la visibilidad que ha adquirido el abuso sexual como problema estructural, actuaciones memorables y una presentación del tema que facilita la discusión en diversos foros, Women Talking es un film que merece ser materia de largas y envolventes conversaciones.

 

 

 

 

A partir de ahora Por Ana Riera

 – 1 –

–A partir de ahora no quiero que me llaméis Hugo nunca más. Voy a ser Cloe. Quiero que me llaméis Cloe, ¿vale?

Hugo tenía 10 años cuando lanzó esa bomba. Era un sábado al mediodía y estaban los cuatro sentados a la mesa. Su padre había preparado su famoso arroz caldoso. Su madre había servido los platos y acababa de sentarse. Su hermana pequeña, Sara, estaba preparada con la cuchara en la mano, porque tenía mucha hambre.

Un silencio denso se instaló durante unos instantes en el comedor. Fue Sara, que acababa de cumplir 5 años, la que lo desbarató con su lengua de trapo.

–¿Ya no te gusta el nombre de Hugo? ¿Por eso te quieres llamar Cloe?

–No es eso. Lo que no me gusta es ser un niño.

–¿Quieres ser una niña como yo? –insistió con los ojos abiertos como platos.

–Sí, eso es.

–¿Y te vas a poner vestidos? Yo te puedo dejar los míos si quieres, aunque no sé si te caberán.

–¡Callaros! –interrumpió la madre de golpe—. Quiero que os calléis.

Su voz sonó fuerte y desesperada. Se hizo de nuevo el silencio, pero duró poco. Esta vez fue Hugo el que lo rompió.

–¿Por qué quieres que nos callemos?

–Porque sí.

–¿Pero por qué? –insistió.

— ¡Porque no puedes convertirte en una niña sin más! –exclamó casi gritando.

–¿Por qué no? –insistió Hugo mirándola sorprendido a los ojos.

–Pues porque hay cosas que no pueden ser y no hay más que hablar –le contestó ella apartando la mirada.

–Pues yo creo que no es así –contestó Hugo insistente.

–A ver, creo que será mejor que nos calmemos todos un poco –intervino entonces el padre.

–¿Qué nos calmemos un poco? ¿Hablas en serio? ¿Acaso no has oído lo que acaba de decir tu hijo? ¿No entiendes las implicaciones? –le increpó su mujer absolutamente fuera de sí.

–Claro que lo he oído y me parece que es algo importante. Por eso creo que debemos hablarlo con calma. No podemos obviarlo sin más.

–Sí, sí que podemos. Al menos yo sí que puedo. Y eso es precisamente lo que pienso hacer.

–Vamos Elisa, cálmate…

–No pienso calmarme. No quiero calmarme. ¿Lo entiendes?

–Pues no mucho, la verdad.

–Sabes qué, que se me ha quitado el apetito –añadió levantándose bruscamente de la mesa.

La reacción de su mujer lo cogió desprevenido, así que no atinó a decir nada. El pasillo tardó unos segundos en tragarse el eco del portazo que dio por terminada la conversación.

Hugo miró a su padre. A éste le pareció ver una profundidad en sus ojos que no había apreciado antes. Se dio cuenta de que su hijo no había dejado de mirarle. Le dedicó una sonrisa algo forzada.

–No te preocupes. Se le pasará. Tan solo necesita algo de tiempo para asimilarlo –intentó tranquilizarlo.

–Ya. Bueno, tu no lo has necesitado –dijo llevándose una cucharada de arroz a la boca.

–Supongo que no todos somos iguales.

–Supongo que no.

–¿Puedo preguntarte algo? –añadió el padre tras unos segundos.

–Claro –respondió mientras se llevaba una segunda cucharada a la boca.

–¿Desde cuándo lo sabes? Quiero decir…

–Hace ya algún tiempo. No sé, creo que en parte lo he sabido desde siempre.

–¿Estás seguro cien por cien?

–Mil por mil, papá.

–Eso está bien. Porque es algo serio. ¿Lo sabes no?

–Si. Si no fuera serio mamá no se habría enfadado.

–Se le pasará, ya verás. En cualquier caso, puedes contar conmigo, ¿vale? No voy a dejarte solo en esto.

–Gracias, papá.

–¿Se lo has contado a alguien más?

–Todavía no. Bueno, a mi amiga Laura. Pero sabe guardar secretos.

–También me lo has dicho a mí –objetó Sara.

–¿Tú también sabes guardar un secreto? –le preguntó su padre.

–Pos claro… ¿Qué es un secreto?

–Algo que no le cuentas a nadie jamás, pase lo que pase.

–¡Ah, vale! Pues sí sabo –dijo tapándose la boca con las dos manos.

–Ya veo. ¿Oye Hu…, quiero decir Cloe, te gustaría decírselo a alguien más?

–Había pensado contárselo a mi profe. Quiero que en el cole me llamen Cloe. Al menos los de mi clase.

–Eso a lo mejor lleva algo de tiempo.

–A Laura no le costado.

–¿Ella ya te llama Cloe?

–Cuando estamos solos.

–Entiendo. ¿Te parece que le pida una tutoría a tu profe? Así se lo explicamos juntos.

–Vale, guay.

–Anda, ven –le dijo su padre ofreciéndole los brazos. Hugo se levantó y se dejó abrazar. Estaba tranquilo, pero sentirse arropado le hizo bien.

–Yo también quiero –se quejó su hermana mientras abandonaba la silla. No tardó en encontrar un hueco por el que colarse.

–Bueno –dijo el padre tras un minuto disfrutando del momento–. Terminar de comer y luego recogéis la mesa. Que hoy es sábado y os toca. Pero no quiero peleas, ¿eh?

–Claro que no, las hermanas no se pelean –dijo Sara muy sería concentrándose en su plato.

-2 –

Se sentía decepcionado con su mujer. Él también estaba confuso. La verdad es que no lo había visto venir. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de nada? Se suponía que debía haber captado algún indicio, alguna señal. En fin, qué más daba ya. El pasado ya no podía cambiarlo, lo importante ahora era lo que hiciera a partir de ese instante.

Las ideas se le agolpaban en la cabeza. Eran tantas que le costaba verlas.  Pero tenía clara una cosa, que no podía darle la espalda. Si ellos no le apoyaban, que le esperaba a su pobre hijo. Bueno a su hija. Seguro que no le había resultado fácil, nada fácil. Tomar una decisión como aquella con tan solo 10 años… Solo de pensarlo se le hacía un nudo en el estómago. Él a su edad se pasaba el día cazando lagartijas y haciendo pellas para irse a la aventura con los amigos. Sí, se sentía muy decepcionado con su mujer. ¿A qué había venido esa reacción? Pensaba que tenía una mentalidad más abierta. ¡Además, se suponía que una madre siempre debía anteponer su amor por sus hijos a cualquier otra cosa!

Tenía que hablar con ella, pero plantado delante de la puerta de su dormitorio no se decidía a entrar. No sabía cómo abordar aquella situación. ¿No sabía o no quería? De repente sentía un fuerte rechazo hacia su mujer. ¿Cómo había podido mostrarse tan insensible? ¿Por qué se había marchado dejándolo solo ante algo tan grande? ¿Era ese su concepto de pareja?

-3-

Elisa se sentía fatal. No, no se había vuelto loca. Sabía perfectamente que no había estado bien. ¡Cómo no iba a saberlo! Pero no había sido capaz de reaccionar de otro modo. Simplemente, no podía.  Sabía que había decepcionado a Hugo. Y a su marido. Pero necesitaba tiempo. No sabía cuánto. Porque las palabras de su hijo habían desatado en ella una tormenta inesperada, pero absolutamente devastadora. Las compuertas que llevaban tiempo bien apuntaladas de golpe habían saltado por los aires y los sentimientos que había conseguido encerrar durante todos esos años se habían precipitado hacia fuera de forma descontrolada, llevándosela a ella por delante.

Y allí estaba, desparramada sobre la cama, sin fuerzas siquiera para llorar. Demasiada descolocada para poder comprender las dimensiones de lo que estaba sucediendo en su interior. Entonces, de repente, una palabra aparentemente inocente se abrió paso entre la confusión que reinaba en su cabeza, ocupándolo todo.

Al principio le costó distinguirla. Era apenas una mancha borrosa, filtrándose por los recovecos como un experto contorsionista. Luego, muy lentamente, fue tomando forma. Aun así, tuvo que concentrarse para poder leerla de principio a fin y eso que solo tenía cuatro letras: LOLI.

En cuanto la leyó, tan clara como si alguien la estuviera proyectando en la pared con una cámara de gran precisión, se le aceleró el corazón. No podía dejar de leerla una y otra vez. Loli. Loli. Loli. Una tromba de recuerdos la inundó por completo, llenando cada esquina de su cuerpo. Hasta tal punto que sintió que iba a estallar.

¡Hacía tanto tiempo que no pensaba en ella! En algún momento el dolor había sido tan grande, la culpa tan desgarradora, que su mente infantil no había podido soportarlo. Seguramente fue entonces cuando había cogido todos los recuerdos, todos los sentimientos que de algún modo tenían que ver con Loli, y los había encerrado en un lugar recóndito. Tan apartado, tan oscuro, que fue como si hubieran desaparecido por completo. Hasta ahora.

-4-

Raúl notó cómo se iba encendiendo. La tensión acumulada en el comedor, el miedo y la sensación de desamparo se apropiaron de cada centímetro de su ser. Su mente le decía que tenía que calmarse, que en ese estado no iba a servir de nada hablar con su mujer. O peor, que si lo hacía iba a quebrarse algo que igual luego no eran capaces de recomponer. Pero la ira y la decepción eran demasiado fuertes y acabaron por imponerse. Cogió el picaporte con tanta fuerza que la puerta no tuvo más remedio que ceder.

–Elisa, tenemos que hablar –dijo antes siquiera de que todo su cuerpo estuviera dentro de la habitación.

–No quiero –respondió ella dándole la espalda.

–Pero es que yo sí quiero.

–Te digo que no quiero. No puedo –añadió en un susurro.

–¿De verdad piensas que servirá de algo esconder la cabeza bajo tierra? No sabía que fueras tan cobarde…

–Déjame.

–No pienso dejarte como has hecho tú. Porque eso es lo que has hecho, dejarme ahí, solo ante el peligro.

–Déjame, Raúl. En serio.

–Por lo menos ten la decencia de decírmelo a la cara. ¡Deja de darme la espalda!

–¡No puedo! ¡Lo entiendes! ¡No puedo! –dijo incorporándose en la cama y mirándole directamente a los ojos.

–¡¿Cómo que no puedes?! ¡¿Qué quiere decir que no puedes?!

–Pues que no puedo, todavía no. Necesito tiempo. Es todo demasiado confuso aún –dijo sin apenas fuerzas.

Raúl se dio cuenta de que su mujer estaba completamente exhausta. La mirada de desesperación y súplica que le dedicó antes de volver a tumbarse y darle de nuevo la espalda lo desarmó por completo.

-5-

Era ya noche cerrada cuando Elisa salió por fin de la habitación. Llevaba allí metida desde el mediodía. El tiempo había transcurrido lastimosamente lento y, a la vez, se había esfumado entre sus dedos como un suspiro. Tenía la cabeza embotada y el cuerpo entumecido.

Había tenido que hacer un gran esfuerzo para levantarse de la cama y otro todavía mayor para llegar hasta la puerta. Cuando por fin asomó la cabeza le pareció que la casa estaba extrañamente silenciosa. Lo agradeció. Enfiló el pasillo hacia la cocina con paso vacilante. Tenía la boca completamente seca. Necesitaba beber algo. Se sirvió un vaso de agua del grifo y se lo bebió sin apenas respirar. Llenó un segundo vaso, pero este se lo tomó en varios sorbos. Luego volvió a llenarlo por tercera vez y se dirigió de nuevo al dormitorio.

Al pasar por delante de la habitación de sus hijos, la puerta se abrió ligeramente. Elisa dio un respingo. Había dado por sentado que no había nadie en casa. Su hijo la miraba serio, la cabeza encajada entre el marco y la puerta entreabierta. Elisa se detuvo, incapaz de seguir avanzando bajo el peso de esa mirada.

 

–¿Estás enfadada conmigo?

Ella no respondió. Tan solo siguió mirándolo fijamente, como si estuviera hipnotizada.

–Si estás enfadada puedes decírmelo.

Ella continuó sin decir nada. Su mutismo no impidió que él siguiera hablándole.

–Lo he pensado y entiendo que necesites tiempo. Yo también lo necesité para contárselo a mi amiga Laura. Tardé bastante, ¿sabes? Y para decíroslo a vosotros. Así que lo entiendo. Lo único que me da miedo es que dejes de quererme.

 

Elisa se estremeció de arriba abajo al oír las palabras de su hijo. Una lágrima solitaria resbaló sin prisas por su mejilla. Al verla, él relajó las facciones y abrió un poco más la puerta. Luego, sin mediar palabra, se abrazó con fuerza a su cintura.

–No te preocupes mamá, no hay prisa –añadió luego mientras la soltaba y se metía de nuevo en su habitación.

 

Elisa se quedó un par de minutos inmóvil en medio del pasillo. De repente notó el peso en la mano derecha y se sorprendió al ver que llevaba un vaso de agua. Fue como si algo no acabara de encajar. Mientras regresaba a su dormitorio le pareció que el agujero negro que se había ido abriendo paso en su interior desde que el nombre de Loli había escapado de la prisión donde lo tenía encerrado había dejado por fin de crecer.

-6-

–¿Cuándo vas a contarme lo que te ocurre?

Las palabras de Raúl sonaron más a súplica que a pregunta. Habían pasado ya un día entero desde que la noticia había puesto patas arriba sus vidas. Un día que Elisa se había pasado deambulando por la casa como un alma en pena. Apenas si les había dirigido la palabra. Apenas si había probado bocado. Raúl empezaba a estar seriamente preocupado.

Por suerte los niños parecían no estar acusándolo en exceso. Aun así, le dedicaban alguna que otra mirada de soslayo que él esquivaba lo mejor que podía.

En realidad, no sabía qué hacer. Nunca se había sentido tan perdido. Tenía claro que debía apoyar a su hijo, pero no tenía ni idea de por dónde empezar. En el fondo sentía que él también le estaba fallando, que tampoco él estaba a la altura.

Había lanzado la pregunta al aire porque le desesperaba seguir atrapado en sus propias dudas, para ver si así algo cambiaba. Por eso la respuesta de Elisa le cogió por sorpresa.

 

–Creo que ahora. Sí, creo que estoy lista.

–Vale –atinó solo a decir mientras se sentaba.

–Era mi primer día de cole. Estábamos todos en el patio, esperando a que abrieran la puerta. Todo el mundo parecía conocer a alguien. Se reían y chillaban y correteaban de un lado a otro. Yo me sentía como si me hubiera colado en una fiesta a la que no había sido invitada. Me quedé en un rincón intentando pasar inadvertida, sin atreverme siquiera a levantar la vista. No tenía ni idea de lo que me esperaba tras esa puerta. Mi mente infantil imaginaba todo tipo de cosas terroríficas. Dos niños pasaron persiguiéndose junto a mí, tan cerca que me rozaron el vestido. Asustada levanté la cabeza. Y entonces la vi.

Estaba un poco más allá, parapetada en la misma pared que yo, concentrada en mirarse los zapatos. En seguida me di cuenta de que estaba tan asustada como yo. Recuerdo que me sorprendió que llevara el pelo tan corto. Cuando los dos niños llegaron a su altura, también ella se sobresaltó. Fue entonces cuando se cruzaron nuestras miradas.

Por un breve instante miré hacia otro lado. Fue una reacción instintiva. Pero en seguida la busqué de nuevo. Ella seguía mirándome. Justo entonces se abrió el enorme portalón y todos, grandes y pequeños, se pusieron en movimiento, atraídos por un canto de sirena que yo todavía no sabía reconocer. Sentí que me empujaban arrastrándome hacia delante. Ni siquiera la pared podía protegerme. Toda yo temblaba de pies a cabeza. Entonces una mano se materializó delante de mí. Era la suya. Me aferré a ella sin pensarlo.

De algún modo, juntas nos hicimos fuertes y conseguimos mantenernos en pie hasta que hubo pasado la marabunta humana que amenazaba con devastarnos. Ya no nos separamos en toda la mañana. Luego supe que se llamaba Loli. Fue mi primera amiga.

Loli era más tímida que yo. No solía sentirse a gusto con la gente. Había algo en ella que era distinto, algo que hacía que no encajara. Pero conmigo conectó. Además, resultó que vivía cerca de mi casa, así que todos los días íbamos y veníamos juntas al colegio. Y muchas tardes quedábamos para jugar en el parque. Nos hicimos inseparables.

Los primeros rumores sobre nosotras surgieron a los pocos meses de empezar el curso. Yo, como suele ocurrir en estos casos, fui la última en enterarme. No supe nada hasta que me explotó de golpe en la cara.

Era una tarde de principios de marzo. Volvía a casa del colegio. Iba sola, porque Loli había pasado mala noche y se había quedado en casa descansando. Al menos eso es lo que me había dicho su madre. Oí carreras tras de mí y de repente me alcanzaron un grupo de niñas un año más mayores que yo.

–Mirar quién está aquí. Estás muy solita hoy, ¿no Elisita? –soltó la cabecilla del grupo mientras sus amigas me rodeaban. Yo la miré atónita e intenté seguir adelante, pero ella me cortó el paso.

–¿Dónde has dejado a tu novia? –insistió.

Noté que las piernas me flaqueaban. El corazón me iba a cien por hora. Tuve la sensación de que el aire no conseguía llegar a mis pulmones. ¿Mi novia? ¿A qué venía eso?

–No deberías ir con un marimacho como ella. ¡Es asqueroso! –añadió mirándome desafiante–. ¿O es que tú también eres bollera?

Yo ni siquiera tenía muy claro qué significaba esa palabra. Aun así, negué con la cabeza. Supongo que me pareció lo más oportuno.

–Pues si no quieres acabar igual, será mejor que te alejes de ella, porque eso se contagia, ¿sabes?

Todas le rieron la gracia. Pensé que no iban a dejarme en paz, pero tras zarandearme y darme algunos tirones de pelo, se marcharon corriendo. Suspiré aliviada pensando que la cosa no iba a ir más allá, que se habían metido conmigo porque se aburrían. Pero me equivocaba.

A partir de ese día, cada vez que me pillaban a solas, se repetía la escena.

–¡Yo de ti tendría cuidado porque cada día te pareces más a tu novia!

–Yo creo que se le está pegando.

–Ya te digo. ¡Se le está poniendo pinta de marimacho!

–Elisita, Elisita, cuidado con la tortillera.

–¡Elisa tiene novia, Elisa tiene novia!

Intenté no hacer caso. Intenté esquivarlas. Pero parecía que me espiaran. Siempre encontraban la manera de seguir asediándome. Al final no pude soportarlo y me rendí. Le di la espalda a Loli. La abandoné. Yo solo quería que me dejaran en paz, ser una más, pasar inadvertida. Dejé de ir con ella, dejé de hablarle, la borré de mi vida.

 

–Tranquila, Elisa. Estoy aquí –susurró Raúl acercándose a ella y rodeándola con el brazo. Seguía teniendo sentimientos encontrados, pero la sensación de rechazo hacia su mujer había desaparecido.

 

–Hubo una tarde. Fue terrible. Fui terrible. Ojalá pudiera dar marcha atrás, ojalá pudiera borrarla, pero no puedo.

–Elisa, no sé lo que pasó esa tarde, pero creo que eres muy dura contigo misma. No eras más que una niña.

–No lo hagas Raúl—murmuró ella escabulléndose de entre sus brazos–. No me justifiques. Porque no tiene justificación. No quiero que la tenga. ¿Me entiendes?

–Pero…

–No. Escucha. Loli estuvo una semana sin venir al colegio y yo me pasé todo ese tiempo esquivándola. Me llamó varias veces por teléfono y vino otras tantas a buscarme. Pero yo hacía por llegar a casa todo lo tarde que podía. Me quedaba jugando en el patio del cole con las chicas que se metían con ella que, de repente, ya me aceptaban en su grupo. Un día incluso me escondí en el armario de mi habitación cuando mi madre vino a decirme que Loli preguntaba por mí, para que pensara que había salido. Pero al lunes siguiente, al llegar a casa, estaba esperándome dentro. Mi madre la había dejado entrar, así que no pude evitar encontrarme con ella. No sé si fue por el hecho de que se colara en mi casa desbaratando mis planes de esquivarla o por el hecho de que ello me obligaba a enfrentarme a la situación. La cuestión es que noté que la rabia, una rabia que no había conocido hasta ese instante, se iba acumulando en mi interior. Con un gesto de cabeza le indiqué que me siguiera. La llevé hasta un camino poco transitado. La rabia seguía creciendo y creciendo, podía sentir su peso. Llevábamos más de diez minutos andando cuando por fin rompió el silencio.

–¿Estás enfadada conmigo? ¿He hecho algo malo?

Yo no le respondí. Estaba demasiado concentrada en comprender lo que me estaba pasando. De repente la veía como alguien que quería hacerme daño, como alguien que quería complicarme la vida, como alguien que quería hacerme sentir mal. La ira seguía amontonándose. Noté que apretaba la mandíbula.

–Es que me parece que ya no quieres ser mi amiga y no entiendo por qué, no sé qué pasa –insistió Loli.

Y entonces fui incapaz de seguir sujetando las palabras que me quemaban en la garganta, que salieron disparadas hacia ella.

–Así que no sabes lo que pasa, ¿no? Tienes el morro de decirme a la cara que no sabes lo que pasa. Claro, pobrecita. Con lo buena que eres, tan modosita. Pues pasa que me estás destrozando la vida. Porque claro, tú no puedes ser normal. No, Loli no puede, Loli siempre tiene que dar la nota. ¿Qué culpa tiene ella si es tímida, si es distinta? Pero sabes qué, que yo tampoco tengo la culpa. Porque yo sí soy normal y no tengo por qué aguantar todo esto. Yo no he hecho nada malo, ni soy un bicho raro, pero por tu culpa los demás piensan que sí. Pero eso a ti te da igual, porque solo piensas en ti. Tú, tú, tú, y solo tú. Y a mí que me den. ¡Pero se acabó! Porque yo no quiero tener problemas. Ya estoy harta, así que tendrás que buscarte a otra.

Recuerdo su mirada absolutamente desolada. Pero yo solo podía sentir mi rabia y mi frustración y mi dolor. Así que me di media vuelta y me alejé corriendo. Le…

 

Por un instante a Elisa se le trabaron las palabras.

–Le fallé, Raúl –consiguió decir al fin.

–Pero volverías a verla, y…

–No. Ella intentó hablar conmigo, lo intentó varias veces, pero no se lo permití. Le di la espalda como solo hacen las personas ruines.

-7-

Raúl no sabía qué hacer ni qué decir. La confesión de su mujer lo había dejado desconcertado. Podía entender su dolor, pero aun así no acababa de ver cómo encajaba todo aquello con su reacción ante la declaración de su hijo.

–Después de lo que me has contado, entiendo que estés así, de verdad. Sobre todo, porque llevabas mucho tiempo reprimiéndolo y tiene que resultar doloroso volver a enfrentarse a ello —le dijo tratando de sonar cariñoso–. De todos modos, hay algo que no acabo de comprender. Si te sientes mal precisamente por haberle dado la espalda a tu amiga, ¿por qué vuelves a hacerlo? ¿Por qué le das la espalda a nuestro hijo?

–¿Es que no lo ves? Da igual que yo le apoye, da igual que tú le apoyes. ¡Seguro que los padres de Loli la apoyaron! El problema son los demás. Si eres distinto, si te apartas de lo normal, siempre habrá alguien que haga lo que hice yo entonces, que le falle tan estrepitosamente como le fallé yo a Loli. Nunca podremos protegerle de todos ni de todo. ¡Es imposible!

A Raúl le costaba digerir las palabras de su mujer. No conseguía comprender su lógica.

–Entonces, según tú, ¿qué debemos hacer? –le preguntó.

–Convencerlo de que no es más que una fase pasajera, que se le pasará.

–¿Y si no se le pasa? –insistió Raúl incrédulo.

–Se le pasará, se le tiene que pasar.

–Pues yo creo que no, la verdad. No se trata de un capricho, ni de una enfermedad, ¿sabes? Además, esa no es la solución. De tu hijo pueden burlarse por cualquier cosa, yo que sé, simplemente porque lleva gafas… ¿Qué vamos a hacer si algún día tiene que llevar gafas? ¿Decirle que no se las ponga?

–Ponerle lentillas.

–¿En serio? Pues yo no creo que esa sea la solución.

–¿Y cuál es según tú la solución?

–Enseñarles a nuestros hijos a no dejarse pisotear por lo abusones y estar atentos por si nos necesitan. En serio, creo que exageras un poco. No hay para tanto. Seguro que Loli ya lo ha superado. Igual hasta le sirvió para hacerse más fuerte.

–Tú no lo entiendes, no lo entiendes.

–Pues explícamelo.

–Ella…ella…

–¿Ella qué?

Elisa suspiró hondo un par de veces. Luego miró fijamente a su marido. Todavía le llevó unos segundos conseguir hablar.

–Una noche al poco de nuestra discusión, mientras sus padres dormían, Loli se encerró en el baño y se cortó las venas.

-8-

Al oír las últimas palabras de Elisa, Raúl se estremeció de arriba abajo. No se esperaba un desenlace tan brutal. Trató de imaginar lo que debió sentir su mujer al enterarse de lo que le había ocurrido a su amiga. Le resultó imposible. Demasiado dolor, demasiada culpa. El mero hecho de pensar en ello le sumió en un estado de profunda desazón.  Un ruido procedente del otro lado de la habitación le sacó de su ensimismamiento. En la puerta, mirándolos fijamente, estaba su hijo.

–Laura me ha invitado a jugar a su casa –dijo tras un breve silencio–. ¿Puedo ir, porfa?

Raúl miró instintivamente a su mujer, que hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza.

–Está bien. Vete poniendo el abrigo que ahora voy.

–Guay.

En la calle hacía frío. Al menos eso le pareció a Raúl, aunque quizá fuera que estaba destemplado. Seguía intentando digerir las palabras de su mujer, pero no le resultaba fácil. Se preguntó cuánto habría oído Hugo.

–¿Hacía mucho que estabas en la puerta?

–No mucho.

–Verás hijo…

–Si lo dices por lo que ha contado mamá de su amiga, tranquilo, yo no pienso hacer eso.

–No, si no pensaba… bueno, la verdad es que me alegra saberlo. Sólo quiero que estés bien, ¿entiendes?

–Estoy bien papá, de verdad.

–Fantástico –dijo mirándole sin terminar de creérselo.

Siguieron andando el uno al lado del otro en silencio, Raúl dándole vueltas a sus pensamientos, Hugo deseando llegar a casa de su amiga. En cuanto llamaron al timbre, Laura salió a abrirles con una sonrisa de oreja a oreja.

–Hola C..Hugo.

–Puedes llamarme Cloe, ya se lo he contado –dijo Hugo mirando a su padre de soslayo.

–¿En serio? –preguntó ella mirándolo también.

–Sí, tranquila. Ya nos lo ha contado –confirmó Raúl.

–Entonces, hola Cloe. ¿Vamos a mi habitación? ¡Tonta la última!

–¡Eh! ¡Espera! Adiós papá –se despidió mientras corría por el pasillo tratando de alcanzar a su amiga.

–Adiós, Cloe –respondió él, sintiéndose un tanto incómodo, pero feliz al verle actuar con tanta naturalidad.

-9-

Laura esperó a estar a solas en la habitación para preguntarle.

–¿Qué te han dicho tus padres?

–Mi padre se lo ha tomado bien. Mi madre no tanto. Aunque creo que es por algo que le pasó con una amiga, no por mí.

–¿Con una amiga?

–Sí, una amiga que como yo tampoco estaba a gusto en su cuerpo.

–¿Y qué ocurrió?

–Pues creo que la amiga tenía demasiado miedo y mi madre también.

–¡Qué mal no! Mi hermano dice que los mayores siempre tienen miedo. Yo no lo entiendo, la verdad.

–Ni yo.

–¿Y crees que se le pasará?

–¡Eso espero! ¿Qué hacemos?

–¿A qué quieres jugar?

–¿A disfrazarnos?

–Vale. Yo me pido de pirata.

–Pues yo de pirata bucanera.

–¿Quieres que nos maquillemos?

–¿Podemos?

–Sé dónde guarda mi madre sus pinturas –dijo Laura guiñándole un ojo–. Sígueme. Pero no hagas ruido.

Laura abrió la puerta y asomó la cabeza.

–Parece que no hay moros en la costa –susurró metiéndose ya en el papel que había escogido–. ¡Vamos a por el botín!

Se colaron en el baño, se hicieron con el estuche de maquillaje de su madre y regresaron a la habitación muertos de la risa. Siempre era así entre ellos.

-10-

Esa noche, al regresar a casa con su hijo, Raúl fue directo a la habitación. Su mujer estaba en el sillón orejero que había junto a la ventana. Se sentó pesadamente en el borde de la cama.

–Elisa, no puedes seguir así. Sé que lo que te pasó fue horrible, de verdad. Pero tienes que hablar con tu hijo. Eres su madre. No puedes darle la espalda en algo tan serio –le dijo. Las palabras sonaron a un ruego desesperado.

–¿Te crees que no lo sé? –murmuró ella—pero es que no sé qué decirle…

–Pues simplemente abrázalo, que sienta que no le rechazas.

–No es tan fácil, ¿sabes? No para mí.

Se quedaron los dos callados, Elisa mirando por la ventana, Raúl al suelo. Pasados unos minutos, él soltó un suspiro, se levantó y se marchó. Elisa creyó que volvía, porque al momento oyó como se abría de nuevo la puerta. Pero no era su marido.

 

–Hola mamá.

Al oír la voz, Elisa giró la cabeza desconcertada.

–¿Cómo estás mamá?

–Estoy –atinó a balbucear.

–¿Puedo decirte una cosa?

–Supongo…

–Lo que le pasó a tu amiga, bueno, tuvo que ser un palo.

–Sí, lo fue.

–Pero sabes, el problema no es que fuera distinta, el problema es que no era capaz de ser quien era.

–No te entiendo.

–Quiero decir que ser distinto no tiene nada de malo. El problema es que te dé miedo serlo.

–¿Miedo?

–Sí, a lo que dijera la gente, a lo que pensaras tú.

–Es que ese es precisamente el problema, la gente. Puede ser muy cruel, ¿sabes? Y yo no quiero que te hagan daño. No podría soportarlo. Otra vez no.

–Es que no me lo van a hacer mamá, porque a mí no me da miedo ser distinto.

–Eso es lo que te piensas, pero luego todo se complica.

–Yo no soy como tu amiga.

–Eso no lo sabes.

–Sí, sí que lo sé. Yo te lo he contado. Ella no lo hizo, te tuviste que enterar por otros.

–Ya, pero…

–Tú piensas que le fallaste y a lo mejor lo hiciste. Pero ella también te falló a ti, porque no te lo contó.

Elisa nunca lo había visto de ese modo. Se había echado toda la culpa a la espalda sin considerar nada más.

–Por eso quiero que me llaméis Cloe –siguió–, y por eso quiero que mis amigos me llamen Cloe. Porque no quiero esconderlo. Porque quiero que todo el mundo sepa quién soy realmente.

–N sé, la verdad.

–El hermano de mi amiga Laura tiene razón. Para que te hagan daño tienes que avergonzarte o tener miedo. Y yo ni me avergüenzo ni tengo miedo. De hecho, me siento orgulloso.

–Pero es que…

–Mamá, en serio, no tienes por qué preocuparte. Además, ahora ser distinto está de moda. Hasta voy a ser más popular en clase.

Elisa miró a su hijo. Se le veía tan tranquilo, tan confiado… Mientras lo contemplaba tuvo la sensación de que se le ensanchaban un poco los pulmones.

–Ojalá lo viera todo tan fácil como tú –dijo mirando por la ventana.

–Es que lo es, mamá. Y tú me has ayudado, ¿sabes? Porque siempre me has dejado ser quien yo quería. A lo mejor es precisamente por lo que te pasó con tu amiga. Loli se llamaba, ¿no?

Elisa pensó que a lo mejor era verdad, a lo mejor había enterrado sus recuerdos con Loli, pero no lo que había aprendido de toda esa historia. Suspiró profundamente, miró a su hijo y por primera vez desde que se había sincerado con ellos, fue capaz de mirarlo con otros ojos.

 

 

Cita anónima Por Ana Riera

Carla estaba excitadísima. No veía el momento de que llegara la hora. Sentía un vértigo que le producía náuseas y euforia a partes iguales. Trató de serenarse un poco. Todavía quedaba una hora de reloj. Intentó concentrarse en los gráficos que llenaban la pantalla de su ordenador, pero fue inútil. Su mente hacía rato que volaba lejos. Se levantó, cogió su bolsita de las pinturas y se refugió en el baño. Se refrescó un poco la nuca y se lavó las manos. Observó la imagen que le devolvía el espejo. Hacía tiempo que los ojos no le brillaban de ese modo. Se gustó. Incluso se encontró guapa. Le pareció increíble que la mera perspectiva de lo que iba a suceder pudiera influir hasta ese punto en su aspecto. Se dedicó una sonrisa pícara. Si le quedaba algún asomo de duda, se esfumó por completo en ese preciso instante. No se iba a echar atrás. Ya no.

Todo había empezado con su amiga Nuria. Habían salido a tomar una cerveza. Carla recordaba haberse quejado de Pablo, de su carácter excesivamente previsible.

–Pues haz algo distinto.

–¿Algo distinto? ¿Cómo qué?

–Ten una aventura.

–Joder, Nuria. Tú siempre tan comedida.

Carla quería mucho a su amiga, pero a veces la desconcertaba. A menudo no sabía si le hablaba en serio o si le tomaba el pelo. Como en ese momento. Por eso se lo preguntó.

–¿Hablas en serio?

–Pues claro que hablo en serio. Nada como echar una canita al aire para oxigenar una relación.

–Cualquiera que te oiga pensará que te va mogollón eso de poner cuernos.

–No, no te confundas. Tener sexo con un absoluto desconocido al que ni siquiera le ves la cara no entra en la categoría de poner los cuernos. Al menos no para mí.

–¿Pero se puede saber de qué hablas?

–De Secret Friends.

–¿Me estás vacilando?

Por la cara que puso su amiga supo que no era así. En un primer momento no quiso saber nada. Ser infiel era ser infiel, daba igual si le veías la cara al otro o no. Pero varios días más tarde, tras tomarse un par de vinos con Nuria, le pudo la curiosidad y volvió a sacar el tema. Su amiga le aseguró que todo era de lo más discreto. Escogías un tío viendo sólo su torso desnudo y cuatro líneas que había escrito sobre sí mismo. Luego esperabas a ver si aceptaba tu invitación. Si aceptaba, el día indicado te presentabas en un discreto hotel con una máscara que te llegaba por mensajero. La máscara te cubría la mayor parte de la cara. Sólo dejaba al descubierto tu boca y tus ojos. Protegida tras el anonimato, pasabas una ardiente velada y luego regresabas a tu casa satisfecha y como si no hubiera ocurrido nada. Si lo necesitabas, incluso te proporcionaban una coartada creíble.

Carla le había asegurado a su amiga que ella no estaba hecha para esa clase de cosas. Que no sabría disimular, que se le notaría al volver a casa, que la culpa la volvería loca. El lunes siguiente, no obstante, tras un fin de semana anodino y monótono, llegó al trabajo media hora antes, encendió el ordenador y entró en la página de Secret Friends.

Una semana más tarde, ahí estaba, hecha un manojo de nervios, deseando que llegara la hora. Escoger a su amante ocasional le había resultado más fácil de lo que imaginaba. Fue por la frase de presentación: “soy un buen chico, pero a veces siento la llamada de la selva y no puedo resistirme”. Se había identificado de inmediato. Por suerte, él había aceptado su invitación.

Instintivamente miró una vez más el reloj. Ya faltaba menos. Cogió el lápiz de ojos y se los perfiló de nuevo. Luego se repaso los labios con su carmín favorito. Pensó en echarse unas gotas de perfume, pero cambió de idea. Si iba a ser sexo salvaje, mejor oler a hembra. Se echó un último vistazo en el espejo y salió del baño.

Cuando por fin se montó en el coche media hora más tarde, le temblaban las manos. ¡Resultaba tan excitante! Quedar así, con un desconocido que se oculta tras una máscara, protegida a su vez por el anonimato, y lanzarse directamente a sus brazos, sin preámbulos, sin intercambiar una sola palabra. Sexo puro y duro. Hacía mucho tiempo que no se sentía así. Era revitalizante.

Llegó al hotel a la hora exacta. Ya solo quedaba seguir las instrucciones que había recibido. Debía entrar directamente al garaje y ocupar la plaza 34. En cuanto paró el motor, unas persianas metálicas empezaron a descender desde el techo a ambos lados y por la parte trasera. Medio minuto más tarde, el coche se encontraba encerrado en un pequeño habitáculo. Por un momento, Carla se agobió. Pero fue solo un instante, ya que en seguida vio que delante de ella había una puerta. Al momento se encendió un cartel luminoso que había justo encima. Carla leyó. “No olvide coger su máscara. Colóquesela antes de cruzar la puerta”. Estaba todo milimétricamente pensado.

Más tranquila, cogió la máscara y se la colocó. Comprobó cómo le quedaba en el espejo retrovisor. Era una máscara preciosa y la verdad es que le quedaba muy sensual. Su nivel de excitación se disparó. Bajó del coche, cruzó la puerta con paso decidido y cogió el ascensor que tenía enfrente. Sin necesidad de apretar ningún botón, éste se puso en marcha y la llevó directamente a su habitación. La 434.

Llamó con la señal acordada. Al momento oyó unos pasos y se abrió la puerta. Allí estaba su amante, con su máscara cubriéndole la cara y el deseo saliéndole por todos los poros de la piel. Se acercó a ella taladrándola con la mirada. A Carla se le aceleró todavía más el corazón. Tras observarla unos segundos, la arrastró dentro con mimo. En seguida posó un dedo sobre sus labios, se lo metió en la boca. Sin prisas lo deslizó por su cuerpo. Luego todo se precipitó. Hicieron el amor como posesos y luego repitieron, todavía sedientos de deseo. Dos horas más tarde, Carla salía de nuevo del ascensor y entraba en su coche, agotada pero feliz.

Esa mañana le había dicho a su marido que volvería más tarde. Le habían puesto una reunión de equipo a las seis y esas reuniones siempre acababan alargándose más de lo previsto. Tenía coartada. Además, se sentía extrañamente tranquila. Pensó que se debería al efecto sedante del sexo. O a que, al no poder poner cara a su amante, todo parecía más inofensivo, casi irreal. Como si se hubiera tratado de un sueño, una mera fantasía erótica muy realista, pero completamente inofensiva. Su amiga Nuria tenía razón. Ya en el barrio, encontró aparcamiento a la primera. Iba a bajarse del coche, cuando vio la máscara tirada sobre el asiento del copiloto. Tenía que esconderla en algún lugar seguro. Se le ocurrió el sitio perfecto. La metió en el bolso, lejos de miradas indiscretas, y se apeó.

Media manzana más adelante, reconoció el coche de Pablo. Al pasar, posó la mano sobre el motor. Todavía estaba caliente. Igual había aprovechado para quedarse hasta más tarde en la oficina. O se había ido a tomar una copa con algún colega. Mejor. Así su aventura pasaría más desapercibida.

Entró en casa decidida, pero al ver a Pablo un latigazo de culpabilidad amenazó con traicionarla. Mientras se saludaban con un beso, consiguió dominarlo. Intercambiaron tres o cuatro frases banales.

–Voy a cambiarme, que vengo molida. En seguida estoy contigo y preparamos algo para cenar. Podemos hacer unos huevos revueltos. ¿Te apetecen?

–Sí, perfecto. Pero tranquila. Haz lo que tengas que hacer. No hay prisa.

Carla le dedicó una sonrisa y se metió en el dormitorio. De repente, la máscara le quemaba dentro del bolso, así que fue directa al vestidor. Había decidido esconderla en la caja de cartón donde guardaba su vestido de novia. Estaba en la estantería más alta. Era el sitio perfecto.

Cogió la escalera de detrás de la puerta, bajó la caja y la dejó en el suelo. Después sacó la máscara del bolso, la envolvió con un trozo de papel de seda para que no se estropeara y retiró la tapa de la caja. Al levantar un poco el vestido para meterla debajo topó con algo duro. También estaba envuelto con un trozo de papel de seda. Lo retiró con cuidado. Era otra máscara: la que había usado para ocultarse su amante de esa noche.

Un día cualquiera Por Elisa Pérez

No era tan tarde, pero Rosa estaba inquieta.

La oscuridad había derrotado de nuevo a la luz de un día cualquiera. No había sido distinto a otros, ni siquiera había tenido la intención de serlo al amanecer.

Cuando se puso en pie a primera hora de la mañana, con el pie derecho primero para no romper la tradición, Rosa ya experimentó el primer disgusto. Le seguía molestando la espalda. Un punzante y doloroso calambre le recorría la parte derecha al respirar.

Se recompuso, olvidó los estiramientos que el optimismo esporádico le obligaba a hacer diariamente, y se incorporó arrastrando los pies.

Tampoco la zapatilla estaba en el sitio esperado. Odiaba andar descalza. Seguro que Teo había revuelto todo en alguno de sus paseos nocturnos. O, incluso, Ramón en su despertar ruidoso del que iba dejando rastro fruto de una somnolencia tal, que o le hacía tropezar con la mesilla que llevaba en el mismo sitio más de veinte años; o pulsaba con descuido el interruptor de la luz iluminando la habitación. Siempre era el mismo ritual. Ya no se levantaba con él para darle un beso de despedida. La primera vez que dejó de acompañarle hasta la puerta muy temprano, sin mediar palabra, ni romper el silencio de una noche en retirada o de una mañana incipiente, Rosa le sintió respirar hondo y cerrar la puerta con más fuerza de la habitual. Ella permaneció acurrucada en su almohada. Quizá esperaba otra reacción de su marido. No sabía aún por qué había tomado esa decisión: quizá se había disipado ya el entusiasmo inicial; o el reconocimiento de su sacrificio por fin se imponía frente a la tiranía del otro. Esperó una respuesta suya que nunca llegó, simplemente pareció aceptar la decisión de su mujer y se olvidó de ese primer beso diario.

Habían transcurrido más de cinco años desde esa decisión, pero hoy la recordó con un escalofrío. Antes de salir, Ramón había cruzado el pasillo hasta la habitación, le sintió en el cerco de la puerta, notó su olor a colonia barata y aftershive. Transcurrieron unos segundos que aceleraron su corazón, pero sin mediar palabra, le oyó darse la vuelta y cerrar con fuerza la puerta de la casa. Rosa se sobresaltó, no sabía la razón de esa vuelta atrás, nunca lo hacía, dejaba todo listo en la entrada.

Óleo de Francesca Escobar Raya, 2009.

Ella habitualmente no dormía más tras la marcha de su marido. Desde hacía poco había descubierto un momento propio y auténtico sólo para ella. Escuchó una charla sobre sexualidad en la mujer y en un atrevimiento desconocido, se compró un consolador. Apenas recordaba ya la última vez que había sentido placer con su marido, no recordaba tampoco si alguna vez lo había experimentado. Ahora era distinto. Había conseguido alcanzar un placer intenso con su cuerpo del que desconocía casi todo, al que tenía miedo y al que subyugaba con la represión de miles de prejuicios. Había consiguiendo vencer todo eso, con un aparato que apenas le costó 50 euros. Seguro que una terapia me hubiera costado mucho más, se decía a menudo con una sonrisa.

Tras ese momento único, la bruma y la soledad volvieron a ocupar el resto del día.

En la cocina había un gran desorden. La lengua rasposa de Teo la recibió. No tenía ganas de carantoñas, le tocaba recoger lo que otro había hecho. Decidió acometerlo después. Y, como tantas otras veces, pensó que cuando volviera le reprocharía su descuido y desconsideración.

Los disgustos se sucedían: no había café, Ramón no había hecho café. “me basta con un descafeinado” repetía últimamente o “ya desayunaré en el bar junto al trabajo”. Claro, así evitaba tener que preparar un espumoso y confortable café para él y, además, para su mujer. Rosa se moría por una taza oscura y rebosante de líquido negro. Lo necesitaba, pero, con un absurdo rencor, decidió no hacérselo. Luego hablaría con Ramón.

Teo demandaba su desayuno también. Desde el principio le encantó la idea de tener un perro. Siempre le gustaron los animales. Cuando Raúl lo pidió, no hubo más motivos. Se fueron a la primera asociación y adoptaron un cachorro. Todos adoraban a ese can. Era suave, dulce, le hacía compañía en las interminables jornadas que pasaba sola. Desde hacía poco también había comenzado también a dar señales de que el tiempo le pasaba por encima. Le costaba moverse o correr. Sin duda echaba de menos a Raúl; como yo pensó al recordarlo. Un nudo se atravesó en su garganta haciéndole difícil tragar saliva. ¿Se habrá levantado ya? Por un minuto se emocionó imaginando que también él estaría pensando en ella.

Pese a haber transcurrido casi dos años de ausencia, cada jornada tenía que hacer el mismo ritual. Los primeros meses sintió alivio de que Raúl no estuviera, era un alivio corrompido por el cansancio y la desesperación. Después se tiñó de consuelo: él había aceptado esa decisión, esperanzado en sentirse mejor. Últimamente Rosa buscaba un sentido a todo lo ocurrido. La búsqueda de lo mejor para él se desvanecía al notar la distancia. ¿sería más feliz ahora? Desde luego ella no lo era.

A través de la puerta de la cocina contempló el montón de cajas del comedor. Respiró dolorida. Al menos habría cinco mil artículos dentro de ellas. Las abriría, clasificaría, contaría, montaría y cerraría por orden de modelos. Así era la cadena. En diez días todo aquello debía estar listo para recoger. La rutina, su rutina, se cernía a esas cinco acciones; luego tres días en espera del siguiente encargo, para empezar de nuevo la cadena y así, sucesiva y eternamente. Rosa miró la silla donde acomodarse para comenzar su trabajo. Estaba raída, se le antojó descolorida y usada. Ya no era cómoda para ella. La adquirió para la habitación de Raúl, sin embargo, nunca la usó porque no le gustaba el color, el respaldo, la forma del asiento… miles de excusas para concluir que no la quería, al igual que tantas otras cosas que le compró buscando un acercamiento que nunca llegaba. El seguía ensimismado en su nube de colores negros. Mientras la silla continuó arrinconada en el comedor hasta que ella comenzó a usarla para su trabajo diario de montaje de puntillas de raso.

Dudó si ducharse o no. Daba igual, nadie la iba a oler, ni tocar, ni mirar. En una ojeada rápida en el espejo del pasillo, concluyó que tendría que cortarse el pelo. Ya tendría tiempo de pensar en eso, resumió con resignación. Esperaba la llamada, a las 9 en punto cada martes. Hoy era martes y quedaban diez minutos para en punto.

La dichosa espalda la estaba matando, el simple movimiento de ponerse el chándal y las zapatillas intensificó el dolor. Emitió un alarido.

Aún no había mirado por la ventana hoy, ¿para qué? Se preguntó, estaría la misma calle, las mismas personas deambulando, nada distinto. ¡Todo un espectáculo la verdad!, se rio entre dientes.

Amedeo Modigliani, 1918-1919.

Estaba retrasando el comienzo de su jornada diaria pero la llamada debía entrar. Esperaba que no se le hubiera olvidado. No podrían visitarle hasta Navidad con lo que necesitaba oír su voz. Pero el temor del anterior martes la recordó que podría ocurrir de nuevo. ¡Qué desesperación! Solo reclamaba quince minutos de su tiempo para que le contara cómo iba el tratamiento, los ejercicios, los talleres… necesitaba saber que todo aquello tenía un objetivo: que no había sido en vano tanto tiempo alejados, buscando ayuda en el refuerzo de su autoestima y las bondades que, sin duda, tenía su hijo.

Comenzó a impacientarse. Se situó enfrente del teléfono en la silla. Quizá si se pusiera a trabajar. No, no quería sin antes escuchar la voz de su hijo al otro lado. Ya habían pasado más de diez minutos de las nueve. ¡Maldito seas, Raúl! No me hagas esto otra vez, por favor. Los sentimientos de culpa la persiguieron durante mucho tiempo tras tomar la decisión de internarle en un centro especializado. Habían sido tres veces, no podría soportar una cuarta. Y tampoco tenía certeza de que su hijo pudiera soportarlo.

La desesperanza iba en aumento. Decidió abrir alguna caja. Allí estaban las malditas puntillas, en sus paquetes de cien, finas y delicadas. “debes tratarlas con mucho esmero” le dijo la encargada cuando la contrató. A Rosa le pareció el trabajo perfecto: estaría en casa, cerca de su hijo, atendiendo su hogar, organizando su tiempo y con pocos gastos… Después llegaron los inconvenientes: las cajas eran voluminosas y pesadas, ocupaban gran parte del comedor, el olor a plástico se hacía insoportable, sus manos estaban agrietadas con cortes y rasguños, el salario era muy bajo…. Intentó dejarlo cuando Raúl fue internado, le vendría bien buscar algo fuera de casa, le recomendó el psicólogo… Si, pero ¿hacia dónde dirigirse? Estaba perdida, continuaba su rutina en espera de algo nuevo que nunca llegaba.

Y el teléfono sin sonar… No podía contactarle ella porque las terapias necesitaban su tiempo, les decían desde el Centro. El primer mes fue desolador: no había opciones de comunicarse con Raúl. Estaba aislado, medicado, el riesgo de autodestrucción era muy alto. Después los intervalos de buenos y malas rachas se sucedieron sin razón o con toda ella. Rosa se preguntaba miles de veces ¿cómo habían llegado a eso? ¿qué habían hecho mal? ¿qué parte de culpa era suya? Pero eso ha pasado ya, él ahora está mejor, mucho mejor, cuando vino en verano se le veía con ilusión, más delgado, con barba como su padre. …Y el teléfono no suena, mierda, ya son las 9.20.

El dolor de espalda se agudizaba, apenas se podía mover por la rigidez. Se tumbó en la cama, experimentó cierto alivio. Con sus manos tapó la cara, enrojecida por las lágrimas. ¡Maldito seas! ¿No me vas a llamar?

Un rayo de luz la despertó, el frío la hizo estremecerse, se había quedado dormida. La almohada estaba mojada, había llorado hasta desfallecer con el teléfono entre las manos. No tenía llamadas perdidas de Raúl, pero tampoco Ramón habían contactado con ella. En un esfuerzo sobrehumano podía entender a Raúl, se encontraría en alguna terapia o ejercicio importante, pero a Ramón… no le comprendía; en todo esto estaba como ausente, como si se sintiera exento de tener que hacer algo, de responder con estímulos. Ella le había dejado de necesitar, eso es lo cierto, ya no más.

Le pareció que debía seguir con su vida y se acercó de nuevo a su trabajo. Las cajas, las dichosas cajas necesitaban una respuesta. Y si en alguna de ellas encontrara alguna sorpresa. ¿desde cuándo no había nada nuevo a su alrededor? Ya eran las 12; tenía que saber qué había pasado esta vez para no recibir la llamada prevista.

Tomó el teléfono para llamar al Centro de Manejo de la Conducta; a cientos de kilómetros una mujer le respondió.

La comida había sido rápida y nerviosa. Tenía el estómago encogido, aún no se lo podía creer. Dudó si contactar con Ramón, pero no lo hizo. Él ya lo sabía, conocía que Raúl se iba a ir dos semanas a una residencia a la Sierra alejada aún más de ellos. Es mayor de edad, contestó el terapeuta. Sí, les entiendo, pero debe saber que las decisiones las debe tomar él, Raúl es adulto. Le mandaré un mensaje para que contacte con ustedes y les cuente cómo se encuentra. Le va a venir muy bien esta salida.

Era cierto, Raúl tenía ya 20 años. Entre disgustos, riesgos y hospitales han pasado más de ocho años confiando en su recuperación y en su bienestar, sin lograrlo. Quizá es ella la culpable de que no encuentre la calma. Este pensamiento la martiriza como un martillo desde hace un tiempo.

Absorta en estos pensamientos, sonó el móvil. Lo había arrojado sobre la cama deshecha. Corrió a tiempo de comprobar que era su marido.

  • Claro que no, ya sabes lo que significan para mí sus llamadas, ¿por qué no me habías dicho nada?

Para Rosa la estupidez de su marido no tiene límites, no sólo le había ocultado la salida a la sierra de Raúl, sino que acababa de confesarle que el contacto único con el Centro será él, a partir de ahora, a prescripción de los terapeutas. ¡Sólo durante un tiempo, eso sí… se atreve a especificar el muy cretino!

Georgina Gray, 2006.

La noche iba anunciando su llegada, con una brisa fresca. Rosa sentía frío, pero no se atrevía a moverse de la incómoda silla esperando algo que nunca llegaba. Los platos de la comida se mezclaban con los del desayuno en la cocina; la cama aún revuelta, no ofrecía descanso alguno. Las puntillas permanecían esparcidas entre las cajas y la mesa de trabajo. Había sido otro día cualquiera más. Las dudas y las preguntas sin respuesta seguían agolpándose en su cabeza. Los árboles del exterior se movían con violencia al compás de la agitación que Rosa mantenía en su cabeza. Estaba desesperada y triste. Ya no podía aguantar más. Con calma se levantó de la desvencijada silla y se dirigió a la ventana. Un torrente de aire le dio la bienvenida, bajó la vista perdida en la distancia de la acera.

De pronto sonó el timbre.

  • ¿Raúl? – a través de la mirilla divisó a un joven con barba y pelo oscuro.

No escuchaba la charla del chico que intentaba convencer a Rosa de las bonanzas de un cambio de compañía eléctrica sentado en el sofá, con aspecto afable y bien parecido le hablaba entre números y coeficientes reductores.

  • ¿Te apetece cenar conmigo? Puedo preparar algo muy rápido. ¿Cómo me has dicho que te llamas?

Sin tiempo a contestar, se dirigió a la cocina dejando al desconocido turbado por la hospitalidad tan extraña de esa mujer.

  • Debo irme no se preocupe
  • Siéntate, Raúl, no estoy preocupada, siéntate ahí, enseguida traigo algo para picar.
  • Disculpe, me llamo Andrés, no Raúl.. no me extraña con tantos datos que le he contado, mi nombre es lo de menos…
  • No sé cuándo regresará mi marido, hemos discutido ¿sabes? Bueno da igual, preparo algo para los dos. Te voy hacer una tortilla, Raúl.

El día continuaba en su agonía. Al final no iba a ser otro día cualquiera para Rosa.

 

 

 

 

Nuevos vecinos Por Elisa Pérez

Óleo de Héctor Daffara.

 

La nueva pareja de vecinos se iba a presentar dispuesta a pasárselo bien en su recién estrenado barrio.

Ajenos a las inevitables miradas y comentarios que suscitarían en los demás, habían aceptado la invitación de Esther. Como no tenían ningún compromiso para ese día, a Andrés le pareció que sería una forma estupenda de conocer el entorno en el que habían caído. Centrado en su trabajo, le divertía alternar de vez en cuando y conocer gente nueva.

Por su parte, María emitió una mueca de aceptación mientras él le lamía el cuello con avidez. No necesitaba convencerla, irían a esa barbacoa. Seguro que se divertía mucho también.

Se colocó una cinta de colores entre el pelo color zanahoria, que le caía en una suave cascada rizada sobre los hombros despejados. Finalizaba el verano pero le gustaba sugerir, mostrar, tenía unos preciosos brazos y una espalda muy sensual, según Andrés, y nunca escatimaba en mostrarlos.

Lucas vivía con Esther, anfitriona sin igual, conversadora incansable que alargaba su trabajo como secretaria internacional con demasiada frecuencia. Esta vez era una barbacoa, la semana anterior una cena temática… Mientras encendía el carbón, Lucas la contempló moverse incansable, saludando efusivamente a los primeros invitados: los nuevos vecinos. Sus manos de dedos largos, huesudos, dejaron de afanarse con el carbón ante la llegada de esos dos desconocidos.

  • ¡Qué bien que hayáis podido venir! Conoceréis a la mayor parte de los vecinos… es un barrio estupendo… pero qué bonito pelo tienes, precioso… Acomodaos por ahí…

María no respondía al bombardeo de halagos, propuestas y preguntas de su efusiva vecina. Esperaría su oportunidad. Quizás la encontrara pronto. Dirigió su vista hacia la barbacoa. El anfitrión estaba dejando su tarea hostigado efusivamente por su mujer: ¡Ven a saludar a los nuevos vecinos!

Lucas besó en las mejillas a María. Se ruborizó como un adolescente. Casi percibió su calor facial al tiempo que su intenso perfume. El olor le turbó, un intercambio fugaz de miradas le paralizó.

– Soy auxiliar de vuelo… —esta frase le inquietó aún más—.

– Qué coincidencia —exclamó entusiasmada María—, mi marido viaja mucho, seguro que habéis coincidido en algún vuelo… y ahora somos vecinos, ¡genial!

La palabra coincidencia no era la apropiada quiso protestar Lucas. Le incomodaba la facilidad de Esther para contar su vida y establecer lazos de familiaridad con cualquiera. Además esa mujer, su vecina desde hacía pocas semanas, le provocaba cierta inquietud.

  • Somos muchos en la empresa, es difícil coincidir —justo lo que él hubiera querido decir, si se hubiera atrevido, lo verbalizaba María con una firmeza que espantaba cualquier réplica.
  • Hago solo viajes transoceánicos cada seis semanas. El resto del tiempo no viajo —una sonrisa entre burlona y convincente pretendía dejar el tema de su trabajo de lado—.
  • Ah, claro, entonces puede ser que en alguno de sus viajes a China hayáis coincidido. No te acuerdas de ella, ¿verdad Lucas? Es tan despistado, tremendamente… si no fuera por mí… Ahí llegan Berta y Juan… Venid chicos que os presento.

La había reconocido. No le gustaba volar pero lo tenía que hacer con frecuencia por trabajo. Los vaivenes del avión se acentuaron cada vez más. El pánico le sacó de un sueño entrecortado. Con calma, ella se acercaba a cada pasajero para tranquilizarles. Llegó hasta él rozándole con su falda azul y dejando un halo de perfume igual de intenso que el que planeaba en el ambiente de su jardín en ese momento, para ofrecerle un vaso de agua que Lucas no rechazó. El líquido incoloro recorrió su garganta como un torrente fresco, que cerraba el brote de nerviosismo que comenzaba a sentir. Los recuerdos siguieron invadiendo su memoria en medio de la algarabía vecinal. Se colocó frente a ella con la mano extendida con un refresco. Comprobó que su rostro transmitía la misma seguridad de hacía tres años. La transición que le daba el descanso entre besos y saludos de bienvenida, la dedicó a observar los inconfundibles ojos verdes de su vecina.

María apenas le miró al recoger el refresco que le ofrecía. Permanecía atenta al monólogo de Andrés. El jardín comenzaba a llenarse de gente, todos deseosos de conocer a los nuevos. A su lado Esther ejercía una fuerte y dura protección intentando no dejarles solos en ningún momento, reclamando el protagonismo de haber sido la primera en presentarlos en sociedad.

  • Tienes un marido encantador —le susurró al oído—, Lucas es más callado, ya ves, se encarga de la barbacoa sólo por no tener que hablar con gente…, aunque vete tú a saber, quizás las mate callando… —una sonora carcajada retumbó demasiado cerca del oído de María que la miró con una sonrisa burlona—.

Mientras daba vueltas a las hamburguesas y las chascas tomaban el tono rojizo más idóneo, a Lucas le invadían recuerdos que creía olvidados. La llegada a destino fue tan bien acogida por los pasajeros que todos aplaudieron al pisar tierra. Había sido un vuelo terrible, las atenciones de María consiguieron calmar el miedo general. Después una breve despedida en la puerta del avión, siguió a un encuentro fortuito en la cafetería del aeropuerto, a falsos saludos y a algunas risas que llevaron a lo imprevisible, a lo inesperado. Jamás antes había engañado a Esther, en ninguna de sus ausencias había tenido contacto con otras mujeres. Fue la primera vez y, ahora recordaba, también la última. Al tiempo que daba vuelta a la ristra de chorizos a punto de quemarse, revivió la sorpresa y la contrariedad que experimentó al despertarse a la mañana siguiente, en la cama del hotel cercano al aeropuerto. Tan sólo el rastro de su perfume permanecía con él sobre una almohada testigo de una noche desenfrenada y vibrante. Durante semanas revivió esas horas en su cabeza notando que la excitación le invadía sin control, recorriendo las líneas del cuerpo de María.

Las mujeres se arremolinaban alrededor de Andrés que en modo líder, conseguía embelesarlas con historias que María apenas escuchaba. Prefería juguetear con su copa o anudarse la cinta del pelo. Le observaba sopesando si le hacían caso por su derroche de humor o solo por ser la novedad. No era muy atractivo pero le gustó a María cuando le conoció en un vuelo a Japón. Su fingida comicidad y sus manos huesudas y largas, que movía con desenfreno al hablar, la atrajeron especialmente.

El olor a carne asada había invadido el barrio, las luces comenzaban a encenderse de forma acompasada como si de una orquesta se tratara. El humo se evaporaba entre las hojas de los numerosos árboles que adornaban el jardín de Lucas y Esther. Él no podía concentrarse como en otras ocasiones; el sudor le empapaba la camisa. Corrió dentro de la casa. Debía cambiarse. Olería a chasca, a humo, a culpa. Las dudas iniciales se esfumaron pronto. La miró al pasar junto al grupo donde Esther sonreía mientras escuchaba. La certeza absoluta de que era ella alteró aún más a Lucas. El pelo un poco más largo quizás; le parecía más esbelta imbuida en unos ajustados pantalones naranja, todo eso no hacía más que reconocerla en aquella mujer con la que tuvo la mejor aventura amorosa de su vida.

  • Cariño ¿estás bien?, esta noche te has superado con la carne… ¡exquisita!… qué majos nuestros vecinos, ¿verdad? Y ella tiene mucho estilo… su marido es tan divertido.

Lucas reconoció esa sensación de desamparo que le entraba cada vez que oía a su mujer desentrañar la vida de otros. Los diseccionaba, penetraba con un bisturí hasta sus entrañas. El terror de que descubriera su secreto se extendía por todo su cuerpo, cual mancha de aceite.

El convite continuó bullicioso, permitiendo que el frescor de la noche se aproximara con sigilo.

  • Qué maravilla de encuentro, gracias por invitarnos —la voz aguda de María se expandió por los oídos de Lucas— me estoy divirtiendo mucho… Y además te he estado observando mientras te afanabas en preparar la barbacoa y…

Lucas en ese momento quiso interrumpirla para gritar: ¡sí, soy yo, el de hace dos años! Pero no abrió la boca, por el contrario continuó expectante.

  • … y me preguntaba de dónde has sacado esa habilidad con el asado… lo sazonas, lo volteas, lo mimas… parece que lo estuvieras acariciando, te voy a nombrar el mejor chef de barbacoas del mundo.

¿En serio? ¿Así le veía: el mejor chef de barbacoa…? No le había reconocido, después de todo… solo por el asado, solo le hablaba por eso.

  • Y tengo que reconocer además —María proseguía su alegato presuntamente ajena a la desilusión creada en Lucas— que no suelo comer carne al menos en barbacoas… Oye, te noto muy acalorado, ¿te traigo una bebida?
  • ¿Eh?, no, ahora no, he bebido ya unas cuantas copas… gracias —la miró desde una distancia que hacía difícil no olerla. Por encima del aroma a asado su perfume se imponía—.

Por un minuto sostuvieron las miradas. Al otro lado del jardín se produjo una risa generalizada cuando alguien cayó a la piscina.

  • Perdona, ahora vuelvo… —Luis corría a auxiliar a su mujer que disfrutaba de un baño nocturno mientras invitaba a que otros hicieran lo mismo. Según ella era una forma fantástica de terminar una noche de fiesta, a pesar de que había jurado que esta vez no lo promovería.

La noche había conseguido situarse entre los invitados, entregada a su eterno devenir. Andrés había acabado su repertorio de temas, se mantenía con cara de cansado, riendo bobalicón. A él no le gustaba nadar y menos exponer su desnudez. María se acercó. Le dijo algo al oído, mientras él le besaba el cuello suavemente. Ambos se levantaron. Parecían conocer el camino, a pesar de ser la primera vez que estaban en esa casa. Lucas les contempló mientras repartía toallas entre aquellos que quisieron seguir el ejemplo de su mujer. Ambos entraron en la casa, cogidos de la cintura. Lucas no podía evitar mirarlos; observar el caminar erguido y armonioso de María le excitó.

  • Voy a por más toallas —con esa excusa corrió a la casa, necesitaba seguirlos. Ni en la cocina, ni en el salón, quizás en la biblioteca… Ni rastro de ellos.

Un pequeño grito ahogado le atrajo hacia la planta superior. El grito se hizo más evidente. Una de las puertas permanecía ligeramente abierta. Lucas no pudo evitarlo, acercó primero el ojo derecho para mirar; luego apoyó el oído para sentir los gemidos, los susurros entrecortados de placer de la pareja. Fue un minuto que pareció un segundo lo que le bastó para atreverse a abrir un poco más la puerta, le importó poco que pudieran verlo, tenía que confirmar que eran ellos.

Desde una posición más clara consiguió ver la escena imaginaria que llevaba toda la tarde reviviendo con María. Un ahogado gemido de Andrés puso punto y final a la escena. Lucas aprovechó que los dos yacían desnudos sobre la cama para bajar corriendo hacia fuera. Necesitaba tomar aire. De fondo, las risas desde la piscina ahogaban los latidos desbocados de su corazón.

  • Queremos proponer un brindis —María intentaba acaparar la atención de los invitados— por nuestros anfitriones, los mejores y más encantadores vecinos que jamás he encontrado! —todos siguieron a la mujer que poco a poco había conseguido atraer la atención de los presentes— y especialmente quiero celebrar que esta noche he probado la mejor barbacoa del mundo. Lucas, eres el mejor chef de barbacoas! —la sonrisa burlona de María se tornaba en rabia dentro de Lucas al escucharla una vez más con esa cantinela ridícula.
  • Gracias de nuevo por invitarnos —a la salida de la fiesta ya concluida, María se dirigía a Lucas con los zapatos en la mano, el rímel aún en sus pestañas y los pantalones desabrochados por la cantidad de carne que había tomado, según confesaba. En una noche había pasado de ser la nueva a convertirse en la reina: adorable, irónica, sensual… había encandilado a todos oscureciendo las aparentes virtudes del bueno de Andrés.

Mientras, a Lucas le costaba reponerse de lo vivido. Se debatía entre lo visto y lo sucedido hacía dos años.

  • ¡Me encantó conoceros! —Esther se deshacía en elogios y cumplidos.

El último abrazo entre ambas mujeres desató el desconcierto en Lucas: María le comentaba algo a Esther en voz baja que hacía abrir los ojos de ésta de forma exagerada. ¿Qué le habrá dicho?

Un beso soplado en el aire fue la última imagen de la vecina para Lucas, que de reojo la observó marcharse entre el resto de invitados destacando con su andar altanero, sobresaliendo con su melena naranja, riendo del brazo de Andrés que se arrastraba parsimoniosamente.

 

Lucas no podía dormir, se dedicó a recoger los restos de la fiesta, mientras Esther caía sobre la cama víctima de su excesiva dedicación a los demás:

  • ¿Sabes que me ha confesado María? Qué Andrés no es su marido. Me ha dicho que es su última conquista… resulta un poco descarada, ¿no crees? ¡Qué pena, con lo majo que es él!

[Mujer mirando por la ventana, Carolina Torres]

Antes de que terminara de ponerse el pijama, Esther roncaba plácidamente. En su bolsillo Lucas guardaba un papel que había encontrado entre las copas del brindis. Dudó si abrirlo. Lo desplegó sin reconocer la letra, la intuición fue suficiente: “… Mira por la ventana superior del lado derecho… me desnudaré lentamente para ti. Andrés se habrá dormido; por cierto, ya sabrás que no es mi marido, ¿verdad?”

Desconcertado aún más, y sudoroso por el esfuerzo de entender, cerró y guardó el sobre. Saldría a tomar un poco de aire.

Desde una silla del jardín que aún permanecía en pie giró sus ojos hacia la derecha… el pequeño reflejo de una lámpara encendida destacaba en la oscuridad de la noche.

Lucas cerró y guardó el sobre, dispuesto a hablar con su mujer sobre lo agradables y simpáticos que han resultado los nuevos vecinos.

La noche americana de Truffaut Por Horacio Otheguy Riveira

 

Se llamaba François Truffaut y empezó siendo un niño que se escapaba de todas partes para ir al cine, donde el mundo le hablaba al oído con voces más verdaderas, susurros femeninos y piernas de seda: aventuras de quien sería el hombre que amaba a las mujeres y les rendía permanente homenaje, también dolorosos desplantes, también simpáticas situaciones de flaqueza masculina, también besos robados, también celos compulsivos, también sabiduría propia y ajena que le permitió dejar por un rato su propio universo y acercarse al de Ray Bradbury y descubrir que bajo la potencia del Fahrenheit 451 los libros arden mejor y entre sus llamas es capaz de surgir con fuerza el amor de la preciosa inglesa Julie Christie y el apuesto alemán Oskar Werner para fugarse de la quema y memorizar las mejores historias de la literatura.

Muy joven aún, Truffaut publicó la primera gran entrevista a Alfred Hitchcock (El cine según Hitchcock), hasta entonces despreciado por la crítica que no consideraba artísticos ciertos géneros por “comerciales” (léase terror, intriga, policiaco). Pero ahí estaba el estudioso del cine para ir a todo tren con la ansiedad que le caracterizó siempre, saltando de un tema a otro, de un amor a otro amor en lo personal, pero también en su búsqueda de razones y miradas, de armas con las que luchar en una existencia que quizás, en su interior, preveía corta. De hecho, en 1984 lo expulsó para siempre de los estudios de cine un derrame cerebral con sólo 52 años, y un montón de películas tan valiosas a sus espaldas que Steven Spielberg le invitó a participar como actor en su primer juego de ciencia-ficción Encuentros en la tercera fase.

Para entonces François había dirigido obras ya consideradas magistrales. En algunas fue también protagonista, con escasos matices sobre su habitual expresión anhelante y sorprendida, en otras fue actor secundario o extra que pasaba por ahí. Un entusiasta exigente que tenía prisa por descubrir mundos y compartirlos con la mayor cantidad de gente posible.

Entre sus títulos más notables sobre los que podría escribir largo y tendido: Los cuatrocientos golpes, Disparen sobre el pianista, Historia de Adele H, Jules et Jim, La piel suave, La piel dura, La novia vestía de negro, Domicilio conyugal, El pequeño salvaje, La mujer de al lado… y La noche americana, la película de 1973 que recibió un Oscar, lo que le permitió iniciar una nueva fase a toda su producción con mayor distribución internacional.

Una película en la que él mismo interpreta al director inseguro, cambiante, feliz como un niño, angustiado como un adolescente, trabajador incansable como un adulto que sabe lo que quiere, y nuevamente un niño fascinado por los personajes y los actores que tiene que poner en marcha un realizador de cine.

Un hombre de cine que ha de saber jugar con las torpezas de los actores veteranos que tiemblan ante el paso del tiempo, la sensualidad de las jóvenes actrices, los devaneos de todos con todas y la esperanza que cada uno tiene de que La noche americana (ese artilugio por el que se recrea una noche para ser filmada a plena luz del día) pueda expandirse con encanto en su propia vida, entre las sábanas de sus propios sueños.

Una película emocionante y divertida que es muchas cosas más, que funciona como una piñata que al romperse despliega un sinfín de golosinas para los amantes del cine: una reflexión apasionada que para hacerse posible tuvo que lograr un equilibrio matemático (con una inspiradísima banda sonora de Georges Delerue): equilibrio prodigioso entre la comedia y el drama, entre el humor ligero y la inseguridad de sus personajes (también espectadores), acerca del oficio de hacer películas, del arte de contar historias, de la dificultad por hacerlas verosímiles, de buscar la comprensión y la emoción de la gente.

Alejado siempre de todo afán discursivo y aleccionador, alejado siempre de la menor pedantería, François Truffaut —con su gran conocimiento del cine en las venas—, nos regala un eterno presente con el que nos homenajea a todos sin distinción, y una vez más, esgrimiendo una obsesión que ya estaba en su primera película y que aquí reaparece con una secuencia memorable y onírica que tal vez sea la que mejor resume la película: el director de la película dentro de la película duerme sueños agitados, cada jornada es un hándicap para sacar adelante el film dentro de los implacables límites que impone el productor. En su ajetreado dormir se reencuentra con el pasado en blanco negro, cuando de niño robaba por las noches los carteles de un cine donde se proyectaba Ciudadano Kane.

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El monstruo redondo Por Alberto Moravia

Alberto Moravia (1907-1990) es uno de los narradores italianos más importantes del siglo XX. Es autor de libros memorables como los Cuentos romanos y las novelas La romana, La campesina y El conformista. Para esta semana he seleccionado un cuento breve, El monstruo redondo, que trata sobre los antojadizos vaivenes del amor (o quizás del deseo).


Leí a Platón hace ya veinte años, cuando era estudiante de medicina y estaba a punto de terminar la carrera. De esa lectura recuerdo especialmente la fábula del andrógino, según la cual, en los orígenes de la humanidad, hubo un monstruo redondo, con dos cabezas, cuatro brazos, cuatro piernas, dos traseros y dos sexos. Zeus, preocupado por la vitalidad del monstruo, decidió debilitarlo y lo partió en dos mitades, de la misma manera —como dice Platón— que se parte un huevo duro con una cerda cortante. Desde entonces estas dos mitades, una de sexo femenino y la otra de sexo masculino, van por el mundo, anhelantes, buscando a la otra mitad de sexo diferente que las complete y les permita restablecer al monstruo redondo de los orígenes. ¿Por qué se me ha quedado esta fábula en la memoria? Porque, por lo menos en lo que a mí toca, no se trata de una fábula, sino de una verdad. No obstante mi profesión, mi cultura, mi inteligencia de mi mitad masculina. Esta búsqueda continua y desesperada me hace cometer verdaderas locuras, como ahora, por ejemplo, que trepo por las escaleras de un caserón popular, en busca de un cierto Mario, un joven camarero que trabaja en un balneario, en brazos del cual me he sentido completa hace apenas diez días, mientras vacacionaba en un hotel del Circeo.

Naturalmente, el elevador está descompuesto; y así, cuando llego al sexto piso después de haber subido doce tramos de escaleras, tengo que descansar, por lo menos un minuto, frente a la puerta de su apartamento recuperando el aire. Sobre la placa de latón está escrito, en caracteres cursivos, “Eldamoda”, tal vez para dar una impresión de elegancia. Elda es el nombre de la madre de Mario, y esa placa presuntuosa e ingenua contrasta con la modestia de la puerta de madera mal pintada de gris, con el rellano estrecho y bañado por un sol cruel, con la escalera angosta y sucia, como todo el edificio. Ya recobré el aliento. Extiendo la mano y toco el timbre.

La puerta se abre inmediatamente, como queriendo denotar la pequeñez del apartamento. Bajo el umbral aparece una mujer con mandil negro, de sastre, una cinta métrica de caucho sobre el hombro y muchas hebras de hilo blanco en el pecho; es sin duda la madre de Mario. Es una mujer todavía guapa, pero derrotada y ceñuda. La maternidad, el trabajo y la mala comida la han deformado. Debe tener más o menos mi edad, tal vez algunos años menos, pero yo parezco ciertamente más joven, dado que me tiño el cabello, y el de ella tiene ya muchas canas.

Me mira con desconfianza, pregunta qué deseo. Le respondo con una mentira que tiene, sin embargo, un fondo de verdad:

—Soy la doctora de su hijo. Me habló por teléfono ayer en la noche y me dijo que no se sentía bien, que deseaba que lo viera. Y aquí estoy.

¿Por qué digo que es una mentira que tiene algo de verdad? Porque así comenzó nuestro amor: en un sofocante cuarto de servicio del hotel donde vacacionaba, con Mario tendido en un catre revuelto, víctima de un cólico. Yo estaba sentada al borde del catre, sosteniéndole la mano; él se retorcía lo menos posible. Mientras tanto, sus ojos angustiados no dejaban de buscar los míos.

La madre no se asombra de mi presencia ni del pretexto; parece que se ha acostumbrado a este tipo de cosas. Me dice con voz resignada:

—Voy a ver si está.

Me da la espalda sin invitarme a pasar, y desaparece tras una tela que, a guisa de cortina, separa la entrada del apartamento. Al quedarme sola no sé si entrar o no. Pero entro, corro un poco la tela y miro. Hay un pequeño corredor, con una puerta vidriera al fondo, sin duda el baño. Y otras tres puertas. Calculo: una da a la cocina; la segunda, al cuarto de trabajo; la tercera, al cuarto de Mario. ¿Dónde duerme la madre? Probablemente en el cuarto de trabajo, en un sofá-cama. Entre estas reflexiones, digamos topográficas, paro la oreja.

La puerta que, según yo, da al cuarto de Mario, está entreabierta y puedo percibir la voz de él, disputando en voz baja con la madre. La madre sale de repente, y yo no tengo tiempo de echarme para atrás. Me dice con su triste tono materno:

—Lo siento, pero no está.

La miro directamente a los ojos, pero ella resiste mi mirada. Exclamo furibunda:

—¡Usted miente! Su hijo está aquí, acabo de oír su voz.

Y diciendo esto quiero lanzarme hacia la puerta de la recámara de Mario. Pero al mismo tiempo Mario sale del cuarto y lo tengo de frente.

Tiene el cabello negro y brillante, totalmente alborotado; viste solo un calzoncillo y una playera. Parece que acaba de levantarse de la cama. Noto que tiene una toalla doblada bajo la axila. Pienso en que no lo recordaba tan pequeño, tan bien proporcionado y tan velludo. Sin embargo experimento una sensación que me empuja hacia adelante, un impulso urgente y bochornoso que, de no dominarme, me haría correr hacia él, abrazarlo, estrechar mi cuerpo contra el suyo: ni más ni menos como la mitad platónica que, tras una larga búsqueda, ha encontrado al fin la otra mitad. Abro la boca y pronuncio:

—Mario…

Pero me quedo donde estoy, paralizada, pensando que Mario, por un motivo que ignoro, ya no quiere saber nada de mí; que, por lo tanto, he cometido un error al venir a buscarlo en su casa con el estúpido pretexto de una visita médica. Y así es. Mario me mira, ceñudo, un momento y, claro, de esa boca tan amada no se hace esperar la invectiva humillante y brutal, la palabra tradicional del hombre joven contra la amante madura. Y a esto hay que sumar las diferencias de clase y de cultura que, en mi platónica imaginación, yo había considerado como elementos destinados a integrarse recíprocamente. Y para colmo no faltaba el habla romana, tan adecuada para liquidar en un dos por tres la más tenaz de las relaciones amorosas con frases de fondo dialectal, como: “¿Pero se puede saber qué quieres?” “¿Pero quién te conoce?” “¿Pero ya te viste en el espejo?” “¡Nada más mira lo que esta vieja pretende!”, y así por el estilo.

Estas frases me afectan y me persiguen mientras quiero poner los pies en polvorosa, como una gallina que huye, velozmente y esponjada, bajo los escobazos de un ama de casa enfurecida. La madre, de pie junto a la puerta, ve a Mario, luego a mí, indecisa, pero serena. Podría decir que le inspiro una experta simpatía. La dejo atrás y llego al rellano, pero no lo suficientemente aprisa para no ver, último vejamen, cómo entra Mario al baño azotando la puerta vidriera.

Óleo de Leonid Afrémov (URSS, 1955-México, 2019).

Después de ese escándalo, me suceden cosas insólitas. Todas las mañanas, a eso de las cinco, me despierto sobresaltada y me pongo a pensar en Mario; mejor dicho, no pienso en él como cuando se dice: “Siempre pienso en ti”, lo que en el fondo indica no pensar y abandonarse al sentimiento; pero repito imaginariamente la escena humillante de cuando salí de su casa. Veo aparecer a Mario, que me mira de pies a cabeza, que me insulta y luego va a encerrarse en el baño, azotando la puerta. A este punto, pensarán que me volteo hacia otro lado y me vuelvo a dormir. Si piensan así, quiere decir que no conocen la diferencia que hay entre recordar y revivir. Recordar significa extraer de la memoria a una persona, un acontecimiento; contemplarlos como se contempla una vieja cadenilla que estaba guardada en un cajón, y volver a guardarlos ahí, en el cajón de la memoria, sin pensar más en eso. En cambio, revivir significa experimentar una y mil veces las sensaciones que esa persona y ese acontecimiento despertaron en nosotros mientras los vivíamos. De hecho, se recuerda solamente una vez; pero se revive una infinidad de veces. Pero a nadie se le ocurre revivir las sensaciones desagradables. Se reviven solamente las sensaciones placenteras; las otras, siempre trata uno de olvidarlas. Entonces, ¿cómo se explica que yo, todas las mañanas, vuelva una y otra vez por medio de la memoria a la escena de la casa de Mario, deteniéndome sobre todo en los detalles más crueles y humillantes? ¿Por qué me detengo, obtusa y fascinada, a saborear de nuevo ese agudo dolor, como si se tratara de una perturbadora delicia? Me pongo a pensar en eso largamente y llego a la conclusión de que, durante esas evocaciones matutinas y mediante una misteriosa alquimia sicológica, el dolor se transforma en placer. No faltará quien diga: masoquismo. Es posible. ¿Pero cómo conciliar entonces el masoquismo con el anhelo de reencontrar la otra mitad para formar de nuevo al mítico monstruo redondo de que habla Platón? ¿Es acaso completa una persona dividida en dos partes, una de las cuales humilla, ultraja y degrada a la otra?

Sí, por lo visto. Después de un par de meses, mi dolor voluptuoso al fin comienza a ser algo insípido, débil. La escena en casa de Mario es una cosa pálida, borrosa, como una película vieja estropeada por el tiempo y el uso. Desgraciadamente, ya me acostumbré a ese lúgubre deleite; todas las mañanas tengo la necesidad de experimentar el sufrimiento de aquellos pocos y atroces minutos. Así que he tomado una decisión quizá increíble, pero más o menos lógica, si se considera mi situación actual: me presentaré nuevamente en la casa de Mario, con el mismo e indecente pretexto de la visita médica, haré que me corran de nuevo de la misma manera humillante. Quizás Mario me jale de los cabellos, me arroje al suelo y me empuje a patadas hasta el rellano de la escalera. Y volveré a mi casa con una buena provisión de vejámenes, como un drogadicto que se surte de su estupefaciente predilecto para poder seguir adelante durante un largo periodo de tiempo.

No lo dudo ya y ejecuto mi proyecto. Me presento muy temprano en el caserón popular, subo a pie los seis pisos (el elevador sigue descompuesto), toco el timbre, la madre viene a abrir la puerta y suelto la mentira de la visita médica. Espero que la madre me rechace, aunque con su tristeza mezclada con simpatía; espero que Mario salga y me insulte. Pero nada de eso. La madre me invita a pasar, triste como siempre:

—Vaya directamente. Está acostado. Es en la última puerta, a la derecha —y se va.

Más muerta que viva, me encamino y toco a la puerta. Me dice que entre. Este es su cuarto, pequeño y tapizado de ilustraciones de artistas y jugadores de balompié, recortadas de las revistas. Mario yace tendido en posición supina, vestido solamente con un calzoncillo y una playera, como la otra vez, con las manos enlazadas bajo la nuca. No se levanta, no se mueve; se limita a decirme con un tono rudo y gentil al mismo tiempo:

—¿Pero se puede saber por qué no te dejas ver? ¿Solo porque me porté un poco brusco esa mañana? De veras que eres extraña.

De repente todo aquel deseo de arrojarme sobre él, de abrazarlo, de estrechar mi cuerpo contra el suyo, se me pasó como por encanto. Y sucedió algo automático, mecánico. Me siento al borde de la cama, le tomo el pulso y cuento las palpitaciones. Él protesta, primero titubeando, luego con decisión, pero no le hago caso. Con frialdad profesional rechazo sus intentonas de abrazo, me levanto, abro mi recetario, garabateo una receta y se la doy. Y sin darle tiempo para que se recupere de su asombro, salgo del cuarto, del apartamento, y bajo por las escaleras.

Mientras subo al coche para iniciar mi cotidiano rol de visitas, casi siento las ganas de reír. Efectivamente, ahora recuerdo que el monstruo redondo de Platón, según parece, caminaba cómicamente con sus cuatro brazos y sus cuatro piernas, formando una especie de rueda, tal y como lo hacen los acróbatas y ciertas divinidades de la India. ¡Exactamente igual! ¿Qué otra cosa puede hacer un ser tan extraño cuya unidad consiste en la desunión, su fuerza en la debilidad y sus alegrías en el dolor?

 

“Il mostro rotondo”, Boh, 1976

BIBLIOTECA DIGITAL CIUDAD SEVA

Hermosas manos Por Horacio Otheguy Riveira

Camina por el mullido césped y observa el movimiento rítmico del agua en la piscina. Gaspar Viamonte está en la gloria. Sus invitadas salieron del vestuario con los ceñidos bañadores que él mismo encargó. Ya les pagó su alto precio y seguramente al despedirlas les dará otro tanto, agradecido. Su manera de nadar le brinda promesas de nalgas y pechos que no tardarán en estar a su alcance. De momento brasean a un ritmo lento, tal y como lo solicitó y, a medida que lo hacen, el agua genera un oleaje con mucha espuma que se convierte en chorros verticales de rojo sangre que le provocan arcadas. Retrocede, se tambalea. Cuando vuelve a mirar, no hay nada alarmante, ha surgido el esperado vapor de donde brotan las dos como sirenas: una rubia, otra morena, desnudándose hasta quedar a su entera disposición.

Se acercan lentamente, le quitan el albornoz con delicadeza, besan su cuello, una le acaricia la espalda, otra el pecho. Comienza su excitación, el flamante equipo de luces juega con formas geométricas, los azulejos se transforman en espejos donde el trío se refleja hasta que le atenaza un dolor agudo en la cintura y se abraza a ellas con una intensidad sorprendente; esconde su cabeza entre sus hombros, y abandona todo requerimiento. Ellas temen que se les muera de un infarto, dudan de lo que será capaz, tan distinto al que conocieron. Se ha convertido en un tipo anodino, un don nadie compungido que les ruega casi sin voz que se marchen. Corren sin mirar atrás, temiendo un acoso aún invisible.

Prematuramente envejecido, llega cojeando a una de las duchas, confía en superar el malestar: dolor corporal y una tristeza infinita; temblor en las manos y una desconocida debilidad en las piernas. Abre el grifo, sale barro líquido, hasta que de la alcachofa brota agua hirviendo. Está paralizado en un ambiente de calor insoportable. El suelo se torna blando, se abre y cae por un hueco infinito. Se hace un ovillo, todo dado por perdido con la sensación de que es apenas un niño sin defensa posible. No le ha dado tiempo a llamar a su servicio de seguridad, oscuridad y gritos lejanos que aumentan su pánico.

De pronto el horror retrocede. Encuentra sosiego en las caricias de su madre. Vuelve aquel tiempo en que le despertaba al regresar de fiestas con vestidos muy escotados, y paseaba sus labios carnosos por su cara, acompañándose de dulces caricias con hermosas manos de largas uñas que nunca le habían lastimado, hasta ahora que le hacen sangre y arrancan sus ojos. Sin ellos lo que ve le espanta: un camposanto sin tumbas, con mujeres desnudas en horcas de colores cuidadosamente colocadas como en escaparates. Ya nada queda del galante millonario, primero es puro despojo y herrumbre, lujuria descompuesta, luego niño eterno: Madre ha vuelto a buscarle como prometió cuando la lloraba en su lecho de muerte.

[Versión libre de algunos capítulos de la novela del mismo autor, “Un hilo de sangre”]

Camino de la felicidad Por Elisa Pérez

 

Óleo de Georgia O´Keeffe.

 

 La auxiliar cogió con cuidado el envase de la dentadura postiza que permanecía encima de la mesa, junto al vaso de agua medio vacío que Andrea cada noche pedía que le llevaran. Adquirió ese hábito desde que alguien le comentó que lo primero que debía hacer al levantarse era beber agua. No sabía qué le podía depurar de su envejecido cuerpo, tampoco conocía qué aliviaría de sus maltrechos huesos, pero ella seguía el consejo, más por costumbre que por convicción.

 La cama relucía intacta con el esbozo rosa doblado, sujetando las sábanas blancas marcadas con las letras serigrafiadas de la residencia. Nunca tomaba la manta que permanecía junto a ella sin usar, desde el primer día que decidió entrar por voluntad propia en ese lugar.

En la mesilla de noche, cerca del cabecero de barrotes oscuros, uno de los cajones permanecía abierto; casi vacío. Las gafas, el libro de turno, los pañuelos bordados con la letra A, habían desaparecido. Todo menos una cosa. Un objeto alargado con punta redondeada, y empuñadura de color rosa en el que un botón activaba supuestamente un mecanismo interior, constituía el único artilugio de ése y de los otros dos cajones.

  • Nada, se ha ido… No me lo puedo explicar… ¡¿cómo es posible que suceda algo así en esta residencia?! — La que así hablaba mientras se llevaba las manos a la cabeza, era la Directora. Una mujer recia, aparentemente dulce que escondía tras unas gafas de pasta negras, una mirada inquisitiva y, en muchas ocasiones, escalofriante.
  • ¿Y esto qué es? Parece una linterna —había cogido el utensilio del cajón y lo miraba realmente sorprendida— sí, eso es, una linterna, como necesitaba levantarse tanto de noche…

— ¡Es un consolador!

Fue más rápida la reacción de la Directora en soltar el utensilio fatalmente nombrado por la auxiliar, que el nombre completo del mismo.

  • Pero, por Dios, para qué quiere una anciana de casi ochenta años un aparato como ese  —Sólo le faltó añadir: “si yo con treinta menos no sé ni lo que es”, pero se contuvo.

Alguien abrió la puerta a su espalda, antes de que pudieran reaccionar, sin que el sonido chirriante habitual de las bisagras sobresaliera por encima de la conversación de ambas.

 — Don Pablo tampoco está en la residencia- gritó

— ¿Qué don Pablo…? ¿Te refieres a Pablo Camacho, a Pablo García, a Pablo Redondo…?

— A ninguno de los tres, hablo de don Pablo el celador de la noche.

— Bueno, son las once y media, quizás esté por llegar, le habrá surgido algo y se retrasa… —la sorpresa en la cara de la directora no denotaba su desconcierto mayúsculo por las noticias que se iban sucediendo en aquella fría noche de invierno. Primero la desaparición de una anciana, y luego la ausencia de su puesto de trabajo del celador más antiguo de la residencia. ¿Qué más iba a perturbar el arroz con leche que le esperaba en el frigorífico de su casa?

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  • Amparo, usted sabe como yo que don Pablo es muy celoso con su trabajo y extremadamente puntual. —La enfermera siempre mantenía una actitud de escepticismo frente a la capacidad e inteligencia de la directora.

Esta continuó mascullando palabras en silencio mientras abandonaba la habitación, sin saber qué hacer, ni qué camino tomar con los acontecimientos que se iban sucediendo. Algo así jamás tendría que ocurrir en esa residencia, al menos mientras ella estuviera al frente.

  • Vaya con la anciana, un consolador. Menuda mujer ha tenido que ser en su juventud.
  • Era, bueno, es una persona encantadora. Donde quiera que esté espero que lo haya elegido por su voluntad.
  • Pero ¡qué pavisosa eres, hija! Esa ha huido con el celador de este inmundo lugar, como si lo viera. Y… vaya, vaya, por cierto ¿cómo se acciona?… voy a probar un día de estos que mi marido ná de na.
  • Eres más bruta. Deja en paz el objeto que no es tuyo. Además, creo que lo usó antes de anoche, la oí cómo gemía al hacer la última ronda…

La cara de asco de la enfermera contrastaba con los ojos picarones de la auxiliar que por una vez quería hacer callar a la mujer que, con descaro y poca consideración, se creía el ama de todo aquello, tratando con desprecio a personas y a cosas.

  • No digas memeces. Aquí tiene su única familia. ¿Dónde van a huir? Eso sólo sucede en las películas. —La auxiliar infundía cierta pasión en su trabajo en la residencia que pretendía contagiar, sin éxito, a los demás.

El edificio, que acogía a una treintena de ancianos, se ubicaba alejado de cualquier población en medio de un valle al que sólo se podía acceder por una carretera cuyo firme había visto el asfalto hacía más de veinte años. Una cocina, una despensa y un baño anexo, formaban la planta sótano. La escalera funcional sobresalía en el centro del gran recibidor desde el cual se accedía a las siguientes plantas, al jardín o a los espacios de tratamiento de los ancianos. Poco espacio, demasiados residentes, muy poco personal. En la planta superior el despacho de la directora.

cama deshecha

 Dos días antes, durante la comida, la señora Andrea se había mostrado más hambrienta de lo habitual. Era una mujer menuda con el pelo blanco y fuerte. Sus ojos verdosos la delataban enseguida. Si estaba alegre, chispeaban; si sentía tristeza, se le cerraba el párpado derecho; con dolor, una sombra la protegía de molestias y preguntas. De habitual era charlatana y divertida.

  • A comer —había repetido infantilmente, con gran entusiasmo, mientras se dirigía al comedor.

Su indumentaria llamaba la atención: colores alegres, zapatos sorprendentes y gorro: le encantaban de todos los tipos y formas. Tenía una verdadera colección. Ese día llevaba uno de alas anchas y color azul.

 Desde la ventana superior, la directora se fijó en ella para recriminarla con la mirada. Atrevimiento, provocación, casi una ofensa para ella que dirigía esa residencia con resignación, impregnada de un conflicto interior entre su aburrida vida y una envidia contenida.

 Ese mismo día también detectaron que faltaban medicamentos. Pocos y mal administrados, los residentes sufrían la carencia de antibióticos o pastillas que les eran repartidas de forma contada y exigua. Los ancianos más graves eran rápidamente trasladados al hospital con un cuadro clínico exagerado por el médico, a la par, marido de la directora.

 En la habitación de doña Andrea, la auxiliar y la enfermera hicieron un rastreo en el que localizaron restos de comida y dos cajas vacías de paracetamol en el interior del armario. Los gorros y sombreros seguían allí.

  • Premeditado, se ha marchado con lo puesto, para no tener peso ¡qué granuja!.- en un arrebato de justicia, la enfermera calificaba con sorna la presunta huida de la anciana.
  • A mí lo que me sorprende es el sigilo con el que ha planeado todo. ¿Dónde estará la pobre? —La auxiliar sufría sinceramente con la situación. –Jamás hubiera sospechado nada, continuó.
  • ¿Dice usted que no se lo hubiera imaginado jamás de Andrea? De Andrea, de Josefina, de Teresa y de todas las que malvivimos en este antro. Ojalá yo hubiera tenido las fuerzas necesarias de huir como ella, y si es acompañada de un hombre, mejor. —Entre las sábanas blancas una voz gangosa emitía este dictamen directamente desde el corazón.

Doña Berta, la compañera de habitación, se había despertado de su letargo. El somnífero suministrado para dormir había terminado su efecto. Quizás el ruido en la habitación, o tal vez la pastilla sin tomar bajo la almohada, la habían desvelado antes de tiempo.

 Ese invierno estaba resultando especialmente riguroso y difícil para la residencia que en poco tiempo había tenido tres bajas de residentes y dos de trabajadores. Los primeros no se sustituían con facilidad, en los alrededores los ancianos escaseaban; y en cuanto a los segundos, sólo los más desesperados o, por el contrario, los más espabilados aceptaban las condiciones. Los ingresos habían disminuido y la calefacción, también. A los más mayores les cubrían de batas y mantas, y los que podían moverse les hacían participar en las actividades que la enfermera impartía según un planning perfectamente orquestado desde Dirección.

  • Chusssss, silencio que quiero dormir, puñetas.
  • Perdone doña Berta, enseguida nos vamos —gritó para que la oyera con el sonotone.— Pero hay que encontrar a Andrea, susurró.
  • Si la ves, dile que no vuelva más por aquí. Ah! y dame su consolador quizás pueda hacerme cosquillas en los pies con él.

Hacía más de cuatro horas que la directora, la enfermera y la auxiliar habían descubierto que Andrea y, en su caso, Pablo, el celador, no estaban en la residencia. Sentían cada vez más frío.

  • Habrá que llamar a los familiares de doña Andrea.
  • Bueno, bueno, mañana, que hoy es tarde. No te agobies, chica —la tosca enfermera miraba el expediente de Andrea Comillas Vázquez.
  • ¿Tenía diagnosticado demencia senil esta señora, Sara?
  • Y yo qué sé. Estoy leyendo el expediente que, por cierto, redacté en el momento de su ingreso pero, la verdad, cada día escribo peor, no me entiendo ni yo.

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La cara de perplejidad de Ana, la auxiliar, iba en aumento. La directora, por el contrario, había decidido que, a falta de arroz con leche, era el momento de servirse un café.

— También tendríamos que poner en conocimiento de la policía esta desaparición.

  • ¿Pero tú no sabes que hasta que no transcurren 24 horas no hay que alarmarse? Tú lo estás, ¿Sara? No ¿verdad?; yo tampoco, pues tú ídem.

Además déjate de policías que no sé si hemos pasado el último examen de sanidad. Dame tus guantes de lana que tengo los dedos helados.

 La auxiliar decidió no seguir más en esa absurda reunión. Salió del despacho con la excusa de que iba a hacer la revisión por las plantas, para bajar a la cocina. Necesitaba estar sola.

 Sentada frente a la ventana, con el codo apoyado en la mesa, se dio cuenta que la despensa estaba abierta. Por la puerta de madera carcomida se escapaba un hilo de luz.

  • Ana, Ana, ¿dónde estás? —Las voces de la enfermera Sara se escuchaban por todo el hall central—.  Ha llamado Pablo, el celador, ha aparecido. ¿pero dónde te has metido, chica?

Los gritos alarmaron al resto de los empleados y a algún residente que no había obedecido la orden de tomarse el preceptivo somnífero.

 En medio del desconcierto creado, sonó la puerta principal. La directora que descendía por la escalera dispuesta a marcharse por fin a su casa, se detuvo.

  • Abre, abre ya… ¡vaya noche! ¿Quién será a estas horas?

En la puerta sin el abrigo puesto y con guantes de lana, Ana, la auxiliar, intentaba decir algo a los espectadores incrédulos.

 Fermín, el cocinero, se unió al grupo, dispuesto a gozar del espectáculo: desde que entró no tenía más ojos que para la auxiliar, a pesar de que su mujer le atosigaba constantemente.

  • Está bien, dejadla que hable. ¿De dónde vienes? Por cierto, está prohibido salir del centro sin mi permiso a estas horas (y a cualquiera, la verdad). Anota: ausencia injustificada día…
  • Salí por la puerta trasera junto a la despensa, estaba abierta. Escuché algo y salí a mirar.
  • Y ¿qué has visto? ¿Un fantasma? –Las risas de la enfermera resonaron en todo el recinto a la vez que se introducían como un injerto de rabia en la auxiliar.
  • Pues sí, quizás fuera un fantasma; a lo mejor, un vagabundo, pero había alguien en el camino. Quise acercarme y…

El rostro de la directora se debatía entre el miedo y el recelo. Sus labios no conseguían articular ninguna palabra.

  • Pero ¿qué dices? Sería algún animal… Vamos a ver —La enfermera tomó del brazo al cocinero que aún se estaba recomponiendo la ropa y le arrastró hacia la puerta–. Sal tú y mira.
  • No, no es un animal. Es una persona y se movía. Tenemos que saber qué es.
  • Pues si se mueve, mejor voy a la cocina a por un cuchillo no vaya a ser que sea peligroso. —Momento que aprovechó Fermín para desaparecer.

 El aire gélido que salía por la boca de las dos mujeres sintonizaba con el ambiente. Casi a rastras la directora acompañaba a la auxiliar, ataviadas de abrigo y guantes. Más por obligación que por interés salió con Ana que estaba dispuesta a averiguar y a socorrer a aquello que había divisado en el camino.

— Se mueve. Tiene piernas, brazos, está vivo. ¿Qué será?

 En el suelo yacía una prenda oscura, semejante a un abrigo, que la pálida luz de la noche apenas dejaba ver. Debajo algo se movía esforzándose por zafarse de la prenda y salir.

  • Doña Andrea, ¿es usted?
  • No seas estúpida, deja de llamarla y acércate.

Era demasiado grande para ser una rata y demasiado pequeño para un cuerpo humano.

Óleo de Susana Lischinsky

 A poca distancia, en la segunda planta del edificio, por el pasillo oscuro alguien se movía con sigilo evitando ser vista. Mientras se ajustaba la bata de flores verdosas, corría con esfuerzo para llegar a su habitación antes de que la descubrieran. Una gran sonrisa recorría su rostro. Había sido una buena velada. El viejo Rolando era encantador y muy seductor. La había engatusado con sus modales. Visitar su habitación de noche estaba prohibido pero a Andrea esa norma no le impedía buscar algún momento de felicidad en aquel inmundo lugar. Iba a gozar mientras pudiera. Otra noche más, volvía a su habitación antes de que se dieran cuenta de su ausencia, para escuchar los ronquidos de la protestona Berta.

No quiso conocer la razón del ruido que llegaba desde el hall de la planta baja: no le interesaba, al fin y al cabo, nada tenía que ver con ella.

Raquel, Raquel (1968) Por Luigi De Angelis

Rachel Rachel

Con un presupuesto nada ostentoso, dirigida de forma sensible y pulcra por Paul Newman y protagonizada por su esposa, la siempre exquisita Joanne Woodward, Raquel, Raquel me parece un buen ejemplo de la clase de obra que nace de la constancia y la pasión por contar historias. En efecto, es una película que siempre logra involucrarme con la visión personal de su creador.

Intimista y humano, el drama que propone Newman es el estudio de un personaje definido por su contexto y su pasado. Raquel es una mujer de 35 años, soltera, maestra de escuela, introvertida y sexualmente reprimida. Su vida transcurre de manera sosegada en un pequeño pueblo en medio de flashbacks que muestran una niñez de represión emocional y fantasías intermitentes que denotan su ansiedad por experimentar el roce de su piel con la de un hombre y gozar del placer carnal.

Como generalmente ocurre en cintas cuyo interés radica en el análisis del personaje central, el aspecto interpretativo es crucial. En este sentido, Joanne Woodward cumple con una actuación deliberadamente lacónica y a la vez vívida, revelando las mejores aptitudes e instintos de una actriz capaz de imbuirse en su papel. Woodward hechiza con una interpretación que transmite ansiedad, temor, esperanza, soledad y reivindicación a través de miradas elocuentes y un dominio absoluto de la expresión corporal. De igual forma cabe destacar a Estelle Parsons en el papel secundario de Calla, la mejor amiga de Raquel, un sorprendente retrato progresista y simpático de una mujer lesbiana, algo poco común.

Rachel Rachel 3

Para su primera película como director Paul Newman consiguió montar una obra brillante. Raquel, Raquel es una cinta inteligente y madura que lentamente se erige como una rareza dentro del cine americano por su manera sensible y desprejuiciada de analizar la sexualidad femenina a partir del cúmulo de experiencias de una mujer común.