El nuevo tanatorio Por Ana Riera

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La angustia que me llegó desde el otro lado de la línea era tan desgarradora, tan inmensa, que a pesar de que no me unía a ella un lazo muy profundo, le prometí que me acercaría al tanatorio, que estaría a su lado en ese difícil trance.

“Se ha muerto. Gaby ha muerto en mis brazos, sin más. Estaba ahí, mirándome, y un segundo después se había ido.”

Hacía dos meses, el destino había querido que me asignaran la mesa contigua a la suya en la amplia sala que compartíamos con el resto de teleoperadoras.

–Hola, soy Mónica. Bienvenida al inframundo de la telefonía. Si necesitas algo, dímelo bajito, o se enterará hasta el apuntador—me dijo sonriendo.

Desde entonces, intercambiando retazos inconexos de conversación entre llamada y llamada. A veces salíamos a tomar un café a media mañana o compartíamos un cigarrillo en la pequeña terraza que había junto a los baños. Eso era todo.

Por eso me sorprendió su llamada y por eso no tenía ni idea de quién era Gaby. Mientras hablábamos por teléfono no paraba de llorar, así que me limité a dejar que se desahogara. Pero luego, mientras repasaba mentalmente los datos de los que disponía, me di cuenta de que, en realidad, apenas la conocía. Sabía que vivía cerca del trabajo en un bajo con un pequeño patio trasero, que era de un pueblo de Cuenca, aunque hacía mucho que no paraba por allí, y que cumplía los años el mismo día que yo. Fin de la historia.

Miré la dirección que había garabateado en un trozo de papel, entre sollozo y sollozo. No tenía ni idea de que por esa zona hubiera un tanatorio. Pensé que era lo malo de las grandes ciudades, que faltaba sitio incluso para los muertos. Debía ser un tanatorio de nueva construcción.

No creía demasiado en el luto. Sin embargo, dado que no tenía claro el grado de parentesco que tenía Mónica con el finado, ni lo tradicional que pudiera ser su familia, opté por ponerme un pantalón negro y un jersey de cuello vuelto morado. Gaby había muerto en sus brazos, de modo que tenía que tratarse de un ser querido, aunque yo no supiera quién era. En realidad, ni siquiera estaba segura de si se trataba de un hombre o de una mujer.

Introduje los datos en el GPS y seguí las órdenes de la voz monótona que emergía del salpicadero. Las nubes plomizas se habían apoderado del cielo y el viento agitaba sin piedad los árboles que bordeaban las calles. Todavía no había terminado de maniobrar para aparcar cuando vislumbré a Mónica que avanzaba despacio detrás del coche fúnebre. Me apresuré para poder estar junto a ella cuando sacaran la caja del vehículo. Estaba a tan solo dos pasos cuando el conductor se apeó y se dirigió hacia la parte trasera. Los cristales eran transparentes, de modo que podía verse el féretro. Era una pequeña caja blanca.

¡Dios mío, se trataba de un niño! El llanto desgarrado de Mónica retumbó en mis oídos y el corazón me dio un vuelco. De repente creí verlo claro. Había muerto en sus brazos, así que tenía que ser su hijo, su pequeño. ¡Eso era horrible! Comprendí de golpe su dolor, aunque fui incapaz de abarcarlo. Cómo era posible que Mónica estuviera allí, completamente sola, ante una prueba tan dura como aquella. Sentí un leve mareo y que me fallaban las piernas. Pero la indignación fue más fuerte. Noté que me subía por la garganta y se abría paso hacia el exterior, inundándome de arriba abajo.

–¡Pero bueno, esto es increíble! ¿Dónde está tu familia, dónde están los abuelos? ¿Es que nos hemos vuelto todos locos? ¿Es que ya no queda sentido común? ¿Se puede ser más insensible?

–¿Los abuelos? No, es que, verás, a mi familia nunca le han gustado los perros. Por eso ni siquiera se lo he dicho. No lo comprenderían.

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Han pasado tres días enteros con sus noches correspondientes y lo cierto es que sigo preguntándome qué le hizo pensar que yo sí lo entendería. He pedido que me cambien de mesa.

El asiento vacío Por María José Prats

 

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 Habíamos terminado las clases y para celebrar el final de curso, decidimos reunirnos todos los compañeros en un restaurante.

La felicidad nos inundaba, comimos, hablamos, reímos, ya hasta en algún momento asomó un poco de tristeza, pues sabíamos que algunos seguirían caminos distintos en sus vidas. Habíamos compartido muchos años entre libros de texto, con el deseo de conseguir nuestros máximos deseos.

Nos hicimos varias fotos, compartiendo el deseo de que ninguno quedara al margen como olvidado, y al final de la velada decidimos hacer una de todo el grupo.

Acercamos las sillas y le pedimos al camarero que nos hiciera la foto, al tiempo que todos vociferábamos: “PA-TA-TA”. Era el recuerdo de una noche y un tiempo inolvidables.

El problema surgió unos días después, cuando decidimos juntarnos para ver las fotografías. Nos reímos de poses y gestos divertidos. Y llegamos a la última, a la del grupo completo. Estábamos todos alineados, sentaditos, con cara de niños buenos. Y fue entonces cuando me sorprendí al ver que yo no estaba. El asiento que ocupaba estaba vacío. ¿Cómo podía ser? Me acordaba perfectamente, no me había levantado de la silla, entonces… ¿Por qué no estaba?

—Seguramente habías ido al baño —dijeron mis amigos entre risas.

—No, os aseguro que estaba allí—les repliqué. Pero ellos no le dieron importancia.

Según pasaban los días, me obsesionaba más lo sucedido con la foto. Recordaba
perfectamente estar sentada entre Juan y Jaime. Nos sentamos juntos a propósito, pues hacía años que éramos inseparables. ¿Por qué ellos no recordaban haber estado a mi lado?

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Poco a poco empezaron a pasar cosas extrañas. Cuando me reunía con mis amigos, estos no respondían a mi saludo al verme, y no reparaban en mí hasta pasado un buen rato. A la hora de la comida, mi madre no ponía mi plato en la mesa, luego se disculpaba por su despiste. Las puertas de los supermercados y almacenes no se abrían a mi paso, tenía que esperar a que entrara otra persona.

Hace un momento me he despertado, intento calzarme las deportivas pero no me encuentro los pies, simplemente no hay nada de los tobillos para abajo.

Aterrado corro a la cocina a pedir ayuda a mi madre, está fregando los platos y ni se ha inmutado mientras le explico lo sucedido. Me ignora, como si yo no existiera, como si no oyera mis ruegos.

He vuelto a mi habitación, pero ya no tengo cama donde tumbarme. Desesperado llamo a mi amigo Juan por teléfono:

—¿Diga?

—Juan, tienes que ayudarme, no sé qué me está pasando.

—¿Quién eres?

—Venga, tío, no bromees ahora. Esto es serio, estoy desapareciendo o eso parece.

—¿Nos conocemos?

—Soy yo, tú mejor amigo.

—Tío, ¡tú estás loco!

—¿No te suena el nombre de Darío Torres?

—La verdad es que sí, pero ahora no sé de qué — y cuelga el teléfono.

Y me he quedado con el auricular en la mano, muy asustado y confuso.

Miro mis piernas con la esperanza de ver de nuevo los pies, pero descubro horrorizado que también han desaparecido. Grito pidiendo auxilio, pero nadie acude.

Me dirijo al escritorio y escribo sobre un papel lo que me está ocurriendo, pero temo que también la nota desaparezca como yo.

Cojo el móvil para hacer la última llamada, y ya no está, Intento gritar y no puedo. Noto que el fin está cerca. Mis ojos quieren mirar pero no ven. Dejo de sentir y la nada me devora.

No queda recuerdo del joven, sólo una foto de un grupo de amigos que nunca supieron decir por qué había un asiento vacío.

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