La angustia que me llegó desde el otro lado de la línea era tan desgarradora, tan inmensa, que a pesar de que no me unía a ella un lazo muy profundo, le prometí que me acercaría al tanatorio, que estaría a su lado en ese difícil trance.
“Se ha muerto. Gaby ha muerto en mis brazos, sin más. Estaba ahí, mirándome, y un segundo después se había ido.”
Hacía dos meses, el destino había querido que me asignaran la mesa contigua a la suya en la amplia sala que compartíamos con el resto de teleoperadoras.
–Hola, soy Mónica. Bienvenida al inframundo de la telefonía. Si necesitas algo, dímelo bajito, o se enterará hasta el apuntador—me dijo sonriendo.
Desde entonces, intercambiando retazos inconexos de conversación entre llamada y llamada. A veces salíamos a tomar un café a media mañana o compartíamos un cigarrillo en la pequeña terraza que había junto a los baños. Eso era todo.
Por eso me sorprendió su llamada y por eso no tenía ni idea de quién era Gaby. Mientras hablábamos por teléfono no paraba de llorar, así que me limité a dejar que se desahogara. Pero luego, mientras repasaba mentalmente los datos de los que disponía, me di cuenta de que, en realidad, apenas la conocía. Sabía que vivía cerca del trabajo en un bajo con un pequeño patio trasero, que era de un pueblo de Cuenca, aunque hacía mucho que no paraba por allí, y que cumplía los años el mismo día que yo. Fin de la historia.
Miré la dirección que había garabateado en un trozo de papel, entre sollozo y sollozo. No tenía ni idea de que por esa zona hubiera un tanatorio. Pensé que era lo malo de las grandes ciudades, que faltaba sitio incluso para los muertos. Debía ser un tanatorio de nueva construcción.
No creía demasiado en el luto. Sin embargo, dado que no tenía claro el grado de parentesco que tenía Mónica con el finado, ni lo tradicional que pudiera ser su familia, opté por ponerme un pantalón negro y un jersey de cuello vuelto morado. Gaby había muerto en sus brazos, de modo que tenía que tratarse de un ser querido, aunque yo no supiera quién era. En realidad, ni siquiera estaba segura de si se trataba de un hombre o de una mujer.
Introduje los datos en el GPS y seguí las órdenes de la voz monótona que emergía del salpicadero. Las nubes plomizas se habían apoderado del cielo y el viento agitaba sin piedad los árboles que bordeaban las calles. Todavía no había terminado de maniobrar para aparcar cuando vislumbré a Mónica que avanzaba despacio detrás del coche fúnebre. Me apresuré para poder estar junto a ella cuando sacaran la caja del vehículo. Estaba a tan solo dos pasos cuando el conductor se apeó y se dirigió hacia la parte trasera. Los cristales eran transparentes, de modo que podía verse el féretro. Era una pequeña caja blanca.
¡Dios mío, se trataba de un niño! El llanto desgarrado de Mónica retumbó en mis oídos y el corazón me dio un vuelco. De repente creí verlo claro. Había muerto en sus brazos, así que tenía que ser su hijo, su pequeño. ¡Eso era horrible! Comprendí de golpe su dolor, aunque fui incapaz de abarcarlo. Cómo era posible que Mónica estuviera allí, completamente sola, ante una prueba tan dura como aquella. Sentí un leve mareo y que me fallaban las piernas. Pero la indignación fue más fuerte. Noté que me subía por la garganta y se abría paso hacia el exterior, inundándome de arriba abajo.
–¡Pero bueno, esto es increíble! ¿Dónde está tu familia, dónde están los abuelos? ¿Es que nos hemos vuelto todos locos? ¿Es que ya no queda sentido común? ¿Se puede ser más insensible?
–¿Los abuelos? No, es que, verás, a mi familia nunca le han gustado los perros. Por eso ni siquiera se lo he dicho. No lo comprenderían.
Han pasado tres días enteros con sus noches correspondientes y lo cierto es que sigo preguntándome qué le hizo pensar que yo sí lo entendería. He pedido que me cambien de mesa.