Un geranio blanco. Dos rojos. Desde la calle apenas se distinguen por su tamaño, pero mi posición privilegiada los puede ver sin hacer mucho esfuerzo. Al amanecer, cada día, en invierno y en verano, con luz o con escasa claridad, el ritual de esa mujer de cierta edad me atrae hasta el punto de que acelero mi despertar y mi ducha para contemplarlo a la misma hora.
La calle es estrecha, mi ventana está frente a la suya en dos edificios que, por cercanía, cada vecino puede conocer la vida de los demás con demasiada indiscreción.
Es un barrio muy tranquilo, insistió el estúpido comercial que con esa frase consiguió convencer sin demasiado esfuerzo a mi marido. Él no soportaba el ruido del centro, ni las noches de verano con gente que anhelaba el frescor imposible en terrazas y bares. Mis quejas y razones apenas soportaron el malestar de mi marido que al final se impuso en la familia haciendo que todos nos trasladáramos a las afueras, alejados del ruido y también de lo que para mí representaba la vida.
La regadera no debía pesar mucho, lo suficiente para cubrir con el agua justa cada uno de los geranios que esa mujer regaba todos los días a la misma hora. Con imposible parsimonia subía la persiana, movía los visillos de encaje blanco y abría la ventana. Más de diez minutos contemplando sus plantas. Yo, desde mi sitio, con el albornoz tras una ducha reconfortante, la miraba escondida. Me sentía una intrusa descarada cotilleando a una mujer posiblemente anciana. Era una escena que me suscitaba un interés incomprensible.
- ¿Pero qué haces mamá? —más de una vez mi hija había descubierto mi secreto. Cosa que me molestaba enormemente. Sentía invadida mi intimidad.
Al otro lado la sombra, hiciera frio o calor, mantenía su rutina que siempre concluía cuando la ventana más cercana a la suya encendía sus luces. En ese instante la sombra desaparecía oscureciendo su imagen como si no hubiera existido. Con alivio para mí, cada día volvía a surgir tras su ventana con geranios.
En un alarde de locura o de aburrimiento, quise saber quién había detrás de esa sombra. En la distancia me parecía mayor, anciana, con pelo blanco y piel muy transparente. Mi imaginación la veía como un ángel. Me producía dulzura mirarla cada mañana en ese momento en que el día avanza hasta vencer a la oscuridad.
- Este barrio es un horror, no me gusta nada —protesté buscando un consuelo que no tenía. Fue inútil, la mudanza concluyó a principios de un verano.
Sin trabajo, con mi hija adolescente escapando cada vez más de mis manos, y mi marido absorbido en sus problemas que nada tenían que ver con los míos, aterrizar en un lugar tan apagado y triste me sumió en una profunda amargura.
Una llamada de teléfono, una oportunidad de trabajo, una cita para comenzar fueron un detonante que hicieron cambiar mi rutina al principio. En contra de la voluntad de mi marido y movida por la mía propia, me rebelé ante la idea de quedarme en ese espacio sin hacer nada esperando a que mi hija y él regresaran cuando anocheciera. Mientras, yo tenía asignado como único destino mirar por la ventana. Me daba miedo la soledad, me aturdía el silencio.
Era jueves cuando comencé a fijarme en la sombra al otro lado. Al principio no subía ni la persiana porque lo que había al otro lado me parecía tedioso. Pero ese día tenía una entrevista de trabajo, necesitaba el aire fresco de la mañana. Estaba nerviosa. Esa primera vez me pareció sentir que me miraba, hice un ademán para esconderme aunque mi posición era imposible para ella. Incluso podía notar unos ojos verdes posados en mí, escrutando mi curiosidad.
Sin quererlo se convirtió en un anhelo, en una ilusión que se hacía cada vez más próxima. Era un revulsivo para levantarme, más que el trabajo conseguido, aburrido y mal pagado. Y desde luego mucho más que el interés que pudieran despertarme los asuntos laborales de mi marido. Los únicos que existían en su mundo, que se alejaba cada vez más de mi órbita vital.
Averigüé por el conserje del edificio colindante que en esa vivienda habitaba una pareja con dos niños. Ninguna persona mayor. De día los geranios empequeñecían, se ocultaban ante varias macetas más que los devoraban. En ciertos momentos, me asomaba de nuevo por la ventana. Pero nunca conseguía verla. Insistí con el conserje.
No quería rebelar mi indiscreción que rozaba un cotilleo absurdo. Aunque me sentía estúpida no dejé de preguntarle en cuanto lo veía. Las últimas veces noté su mirada incrédula y algo temerosa.
- ¿Pero qué haces levantada a estas horas en sábado?, ven a la cama —mi marido me reclamaba a su lado.
- Espera, ahora vuelvo —Con sigilo intentaba desde el salón localizar al otro lado de la calle esa figura que se había vuelto indispensable para mí. Sin ella cada día se hacía asombrosamente triste. Cada visión suya se me convertía en una victoria dentro de mí, una obligación que iba tejiendo en mi interior una atadura de la que no era consciente.
El verano y el invierno se sucedieron sintiendo dentro que la costumbre de mirar al otro lado se convertía en exigencia. Sus preciosos geranios. El frescor mañanero. Cuando la luz de la ventana más cercana se encendía, me enfurecía hasta el extremo de que un día lancé una expresión de rabia seguida de un insulto. Al darme la vuelta mi marido me contemplaba desde la puerta de la habitación. No hubo explicación posible para él.
- Una abeja, casi entra una abeja.
En el fragor de la inquietud más absoluta, una gran curiosidad me llevó a cruzar la calle, buscar el portero automático correspondiente, y pulsarlo hasta que me contestaron.
- ¿Sí?
- Eh, hola, buenas tardes… preguntaba por su madre, o perdone, no sé… bueno es que tengo un mensaje para ella, es una mujer mayor que…
- Se ha debido de confundir, lo siento, pregunte al conserje. Aquí no vive esa mujer.
¡No era necesario contestar así! Me sentí al igual que un tirano siente que han incumplido sus órdenes: esa extraña escondía algo, estaba segura, una mano generosa regaba geranios en una ventana de su casa. Mi debate interior no encontraba racionalidad donde no la había. Era tan fácil como dejarme subir, conocerla, hablar con ella. Se había convertido en mi amiga, en una persona cercana que me transmitía tranquilidad cada día al despertarme.
Estaba perturbada a la vez que indignada. Una mujer de blanco se acercó a mí para preguntarme si estaba bien. Me cogió por un hombro y me preguntó si quería que me acompaña a alguna parte.
No soportaba un minuto más en ese barrio, ni uno más… hablaría con mi marido. Había que mudarse de nuevo. El invierno ha vuelto, debo esconderme de nuevo para que no me vean, tengo que mirar al otro lado de la calle. No puedo. Unos barrotes absurdos me impiden ver, están demasiado altos.
- Tienes visita, Marisa.
¡Qué ilusión! Seguro que es su amiga de los geranios. Imaginé que me echaba de menos. La ilusión de pensar que ella sí me había localizado, se esfumó enseguida.
- Cómo estás cariño? – necesitas algo? Te hemos traído dos camisones más y tu libreta de dibujos. También te compré lápices nuevos de colores.
- Hola mamá… papá tiene algo que decirte.
- Nos mudamos de casa. Cuando te recuperes verás qué casa más bonita en el campo he encontrado…
Una lágrima de dolor se deslizaba por mi mejilla. Ni siquiera él sabía que odiaba el campo, las flores… bueno, todas no, los geranios de mi abuela Luisa me encantaban.