Un viaje, una emoción, unos objetos, unas costumbres (20)

Por Abel Farré

 

Atrapado en la ciudad que me vio nacer, cada una de las cosas con las que me voy encontrando me parecen banales. Cada uno de los espacios y objetos que me rodean no despiertan ninguna emoción en mi interior. Quiero volver a sentirme como un niño para volver a oler, tocar y sentir cada una de las cosas que me encuentro, quiero volver a sentir que el viaje de la vida está en cada uno de los objetos que nos rodean.

Quiero conocer cada uno de aquellos objetos característicos de cada uno de los países que visito, quiero vivir con ellos, quiero ver qué emociones me despiertan…

Vosotros desde vuestras casas podréis viajar a un mundo en donde existen diferentes costumbres pero que en el fondo llora, sufre, se alegra,… por unos mismos hechos que están presentes en nuestro día a día.

Permitiros soñar desde casa, pues si vosotros queréis, cada uno de los días de vuestra vida puede ser muy especial.

 

Título

Bolivia: Sorata, la capital del Treking en Bolivia y yo pensando en los días

Objeto

Palmera

Referencia del objeto con alguna sensación o sentimiento con el que me si sentí identificado en el momento de escribir la postal:

“Así como una palmera nos muestra SIN MIEDO sus señales de crecimiento, nosotros parecemos olvidarlos con frecuencia por estar demasiado PENDIENTES DEL TIEMPO”

Escrito

Podría ser una tarde de domingo de cualquier lugar; niños correteando con cara sucia apurando los últimos minutos de suspiros a balón gastado, madres cargando neveras vacías en camionetas que volvían a ciudad, padres escuchando esa moviola deportiva que ladraba los últimos goles de la jornada, ágora de consultorio social, médico, humano… podría ser una tarde de domingo de cualquier lugar que hubiera visto crecer mi infancia

Me imaginaba esos momentos en que, cargado de sudor arenoso, me subía al carro familiar para volver a la realidad del llamado lunes; en cambio, a día de hoy no me importan los días ni por nombre ni por número, pues cada uno de ellos será recordado por algo especial y su nombre será designado por mí mismo.

Ayer, por ejemplo, fue el día de la búsqueda de la Laguna Chilata allí en Sorata. Recordare esa fatigada subida entre sierras curtidas, montañas nevadas, ovejas rizadas, chanchos coloridos, jóvenes pastores, pizarras arrojadas, sonrisas chilotas, vacas sorprendidas… y cómo no esa neblina que nos acechaba y que nos iba escondiendo a su antojo nuestro rumbo.

Fue uno de esos días en que el cansancio de la ruta y el estupor de la altura nos hicieron echar más de una vez la vista atrás, con esa sensación de derrota, la cual por suerte se vio postergada con algún suspiro de ánimos que señalaba aquel nuevo horizonte que alcanzar.

Pero, finalmente, tras llegar allí donde aquellas dos puntas de hielo señalaban el inicio de un retorno obligado por unas horas de luz que apuraban una vuelta a oscuras, nos dimos la vuelta; los mapas se habían escurrido en esa fría mañana de… y los mismos parecían ser una perfecta excusa al fracaso de nuestra búsqueda.

Pero a la vuelta, unos pájaros a modo de cóndor sin dejar el paso por una vez, junto a unos vacunos que acariciaban con su tez ese verde pasto, nos señalaron allí donde esa laguna tomaba vida; no sé si fue un espejismo de lo que nuestra mente llevaba todo el día buscando, pero la verdad es que vimos o creímos ver aquello que buscábamos. Una vez más me daba a la idea de que uno podía ver e imaginar lo que se proponía en cada momento.

Pues tal vez ese mismo niño que linchaba ese balón en ese pasto marcado por porterías, no recordaría si era sábado o domingo sólo por el sonido de la moviola radiofónica, pues tal vez recordaría el día en que se había encontrado a las afueras del pueblo para festejar ese beso esperado con aquella joven que tal vez no veía entre semana.

Pues ahora me preguntaba si sólo recordaba los días cuando me interesaba… pues porque recordamos u olvidamos a nuestro antojo como al son de aquella neblina. Pues tal vez ahora soy un privilegiado por no recordar los días, pues no recuerdo cuándo empecé a contar los días de la semana en mi infancia… tal vez tras un primer beso de fin de semana… sólo por esta razón los empezaría a recordar a partir de ahora.

La chica Por Ana Riera

 

 

A Pablo no le gustaba demasiado conducir. Le parecía una tarea más bien banal y tediosa. Se había acabado sacando el carnet empujado por la insistencia de su padre. O tal vez sería más correcto hablar de “chantaje”. Porque la verdad es que amenazó con retirarle la paga y dejar de costearle los estudios si no lo hacía. Al progenitor, la broma acabó costándole un dineral, ya que el chaval necesitó la friolera de cinco intentos para aprobar el teórico y once para el práctico. De hecho, en el círculo familiar quedó la broma de que se lo habían acabado regalando para poder perderlo de vista.

Tampoco le agradaban mucho los espacios pequeños y cerrados. Sentía que lo encorsetaban, que lo limitaban. Prefería con mucho los espacios abiertos, las actividades al aire libre. Desde pequeño se había distinguido por su carácter aventurero e imaginativo. Siempre estaba inventando historias o maquinando ideas de lo más peregrinas.

Y sin embargo, a pesar de lo uno y de lo otro, decidió trabajar de taxista. Cierto es que se dio la circunstancia de que un tío por parte de madre decidió jubilarse y andaba buscando alguien que le comprara la licencia del taxi. Pero a ningún miembro de su familia, ni tampoco a ninguno de sus amigos más íntimos, se le había pasado por la cabeza que fuera precisamente Pablo el que se la acabara comprando.

Estrictamente hablando, no necesitaba el trabajo. Le quedaba menos de un año para finalizar sus estudios y sus padres gozaban de una posición lo suficientemente holgada como para poder mantenerlo. No obstante, una mañana se levantó, se fue hasta el barrio donde vivía su tío, compró unos churros y subió a su piso:

–Buenos días, tío, te invito a desayunar. Anda, tía, prepáranos un chocolatito bien calentito, de esos tan ricos que tú haces.

–Vaya, ¿y se puede saber a qué debo este honor?—le preguntó su tío sin levantar la vista del periódico.

–Es que necesitaba hablar contigo de un asunto importante. Ya sabes, de hombre a hombre.

–Pues tú dirás—le invitó, mientras dejaba la lectura a un lado y se ataba la servilleta alrededor del cuello para no mancharse.

–Verás, tío. Que andaba yo pensando en dedicarme al negocio del taxi. Y como sé que tú vendes la licencia…

–¿Tú? ¿De taxista?

–Pues sí.

–¿Pero te lo has pensado bien, muchacho?

–Que sí. Que quiero empezar a ganarme la vida y me da que esto me va a gustar.

Le llevó dos tazas de chocolate y la docena entera de churros convencerle, pero al final lo logró. Cuando quería algo, podía ser muy testarudo.

 

De eso hacía ya siete meses. Hasta los más reacios habían acabado por aceptar que no se le daba mal del todo. Por su parte, Pablo estaba encantado. Como había intuido, aquel trabajo le parecía fascinante. Porque a pesar de que le obligaba a estar sentado delante de un volante durante horas y de que el habitáculo era pequeño, le ofrecía infinitas posibilidades. Cada cliente era una aventura por descubrir, cada carrera una oportunidad para conocer a alguien interesante. Cuando se levantaba por la mañana no tenía ni idea de lo que le depararía el día. ¿Se subiría al taxi algún individuo con pinta de mafioso y con un maletín de piel de lo más sospechoso? ¿O tal vez una chica joven de ojos lánguidos y piel traslúcida? ¿O quizás un ama de casa con un secreto impronunciable? La mera anticipación de todo lo que le quedaba por vivir durante la jornada laboral le hacía saltar de la cama sin hacer pereza, cuando todavía reinaba la oscuridad en las calles, y meterse en la ducha más alegre que unas castañuelas. Desayunaba bien, para poder aguantar sin sobresaltos hasta el mediodía, y luego se acercaba con paso raudo hasta el garaje donde le esperaba el taxi, su taxi. Ya sentado en el sitio del conductor, se deleitaba unos minutos aspirando el olor característico que desprendía la piel sintética de los asientos, revisaba los retrovisores, sobre todo el que le permitía espiar a los usuarios, colocaba el portamonedas en su sitio, sintonizaba su emisora de radio favorita y abría la agenda por la página que tocaba. Después, ponía en marcha el motor y salía a las calles de su ciudad en busca de clientes.

 

Durante las primeras semanas, se conformó con escuchar lo que le contaban e imaginar luego lo que no le contaban. No obstante, con el tiempo había empezado a hacer preguntas y anotar todo aquello que le parecía resaltable aprovechando una parada obligada en el semáforo o en cuanto el cliente se apeaba. Luego, ya en casa, repasaba sus anotaciones e incluso añadía comentarios. Pero su ansia por saber, por poder completar las historias fragmentadas que le llegaban, era cada vez mayor. De hecho, hacía tan solo unos días, había incorporado su última adquisición. Llevaba el móvil sujeto al salpicadero con un soporte. Aparentemente, era para poder usarlo como GPS o con el manos libres. Muchos taxistas lo usaban, así que no resultaba nada sospechoso. Pero Pablo, que era un fan de la tecnología, se había comprado un mando disparador por control remoto que le permitía hacer fotografías sin ser detectado. Pudiera parecer que su afición tenía algo de enfermizo, pero en realidad no pasaba de ser un pasatiempo inofensivo, ya que los usuarios eran siempre distintos y los últimos acababan borrando la estela de los anteriores, que se convertían en una mancha borrosa perdida en su memoria. Hasta que ocurrió lo de la chica.

 

Ya era la tercera vez que se montaba en su taxi en menos de dos semanas. La primera vez, Pablo se había quedado prendado de sus profundos ojos azules. Parecían tremendamente fríos un instante y al siguiente absolutamente frágiles. Eso le había tenido cautivado un buen rato. De hecho, no sintió la necesidad de entablar una conversación. Le bastaba con intentar resolver aquel desconcertante dilema. Por eso, cuando su voz cristalina, casi transparente, inundó de golpe el vehículo, le cogió desprevenido. Estaba tan ensimismado que fue incapaz de comprender las palabras. Tan solo captó el sonido:

–Perdón, estaba distraído. ¿Le importaría repetir lo que acaba de decir?

–Si no le importa me bajaré en el próximo semáforo. Me estoy ahogando, necesito sentir el aire en la cara.

Pablo paró en doble fila, antes incluso de alcanzar el semáforo.

–¿Está bien? ¿Necesita algo?

–No, estaré bien—dijo ella apeándose–. Sólo necesito un poco de aire fresco. Sé que lo entiendes.

Pablo seguía parado en doble fila mucho después de que la chica se hubiera apeado. Su última frase, ese “sé que lo entiendes”, lo había dejado completamente desconcertado. Lo curioso es que se había respondido a sí mismo, con total normalidad, que sí, que claro que lo entendía. Y de algún modo, así era. La había seguido con la mirada hasta perderla de vista. Pero la danza de su pelo rojizo y ensortijado se le había quedado grabado en la retina del ojo.  Cuando por fin arrancó de nuevo el vehículo, se dio cuenta de que no le había hecho ni una sola foto.

Una semana más tarde, mientras subía por la ancha avenida que recorría buena parte del centro, vio su mano extendida rogándole que parara. Reconoció su pelo y sus ojos de inmediato. Era la primera vez desde que trabajaba de taxista que repetía cliente. La chica se sentó, indicó la dirección a la que se dirigía con voz monótona y se puso a mirar por la ventanilla. Mientras la observaba por el retrovisor le pareció ver a alguien que lo llamaba desde la acera. No entendía a esa gente que intentaban detener los taxis cuando llevaban pasaje. Pablo echó otro vistazo al retrovisor. Tuvo la sensación de que no lo miraba para torturarle. Pasó revista a todo lo que había acontecido en su anterior encuentro, por si hubiera cometido alguna falta, alguna afrenta. Pero le pareció que se había comportado correctamente en todo momento. La postura de la chica le impedía observar aquellos ojos tan expresivos y enigmáticos. Durante un rato tuvo que conformarse con sus rizos. Los rayos de sol le arrancaban destellos de fuego. El semáforo se puso en ámbar obligándole a parar. Fue entonces cuando la chica movió la cabeza y le mostró su cara. Era el momento perfecto para hacerle una foto. Pablo cogió disimuladamente el mando a distancia con la mano derecha mientras con la izquierda se ocupaba del volante. Disparó dos veces. Al igual que la vez anterior, la pasajera fue incapaz de esperar hasta llegar a su destino.

–Si no le importa me bajaré en el próximo semáforo. Me estoy ahogando, necesito sentir el aire en la cara.

Pablo se revolvió incómodo en el asiento del conductor.

–Espero no haber hecho algo que la haya molestado….

–No, tranquilo—añadió alargándole un billete–. Sólo necesito un poco de aire fresco. Sé que lo entiendes.

 

A Pablo le costó seguir trabajando el resto de la mañana. Estaba deseando llegar a casa para poder disfrutar con tranquilidad de las fotografías que le había hecho. Habría podido echarles un vistazo allí mismo, en el taxi. Pero prefirió posponer el placer a la soledad de su habitación. Las descargaría en el ordenador para poder disfrutar de los detalles. Cuando por fin dieron las dos, se fue directo a casa y se encerró en su cuarto pretextando que no tenía hambre, que estaba cansado.

–Como quieras, hijo, pues ya merendarás.

Celoso de ese momento tan íntimo, echó las cortinas y se sentó frente a la mesa. El ordenador tardó una eternidad en encenderse. Cada día iba más lento. También le llevó más tiempo del que deseaba descargar las fotos de la jornada. Por fin un icono de la pantalla le indicó que la tarea estaba finalizada. Empezó a pasar las fotos apretando el ratón con dedos temblorosos. Una, dos, tres… la chica no aparecía por ningún lado. No era posible. Le había hecho dos fotos. Estaba completamente seguro. Volvió a comprobar todas las imágenes, de la primera a la última. Nada. No aparecía en ninguna.

Tras la decepción de las fotografías, tan solo podía pensar en volver a encontrársela con la mano extendida. La tecnología le había gastado una mala pasada. Con la emoción, habría pensado que apretaba el mando, pero no lo había hecho. O simplemente, había fallado el mecanismo. La cuestión era que no podía quitarse sus ojos y su cabellera de la cabeza. Mientras conducía por las calles de la ciudad no hacía otra cosa que buscarla, en cada esquina, en cada cruce, tras cada señal de tráfico. Los días se deslizaban con monotonía, como si fueran en blanco y negro, deslumbrados por el brillo y la intensidad de su pelo y su mirada. El resto de pasajeros habían dejado de interesarle. Hacía mucho que no anotaba nada nuevo en la agenda. Y entonces, una tarde lluviosa, la vio.

Le costó verla porque andaba parapetada bajo un enorme paraguas color turquesa. De hecho, fue su tonalidad, tan poco acorde con el día gris que se cernía sobre la ciudad, lo que atrajo su atención en un primer momento. Luego vio la frágil mano extendida, como pidiendo ayuda. Supo que era ella por el vuelco que le dio el corazón. Paró a su altura. Cerró el paraguas y se introdujo como si fuera una pequeña angula colándose entre las rocas. El habitáculo se impregnó de olor a tierra mojada.  Arrancó en seguida. A pocos metros un hombre le puso mala cara cuando no se detuvo. No le hizo caso. Ya tenía una ocupante.  La única que quería tener. Le preguntó adónde iba, aunque sabía por experiencia que no llegarían a su destino. Cogió el mando con fuerza. Tenía que conseguir una foto como fuera. Lo necesitaba. Debía captar su esencia para poderla mirar a cualquier hora, sin esperar a que el destino hiciera coincidir sus caminos. Disparó una, dos, tres, cuatro, cinco veces. Solo cuando hubo hecho el quinto disparo se relajó un poco. El sudor que impregnaba sus manos hacía brillar el mando. Esta vez estaba seguro de que había disparado correctamente. Había aprovechado un semáforo para poder concentrarse bien en lo que hacía, sin distracciones. Ya tenía lo que tanto ansiaba. Por eso no le importó oír sus previsibles palabras:

–Si no le importa me bajaré en el próximo semáforo. Me estoy ahogando, necesito sentir el aire en la cara.

Pablo asintió con la cabeza.

–Como le vaya bien.

–Muchas gracias. Sólo necesito un poco de aire fresco. Sé que lo entiendes.

–Por supuesto.

Detuvo el vehículo en el primer semáforo. Luego se giró ligeramente y le sonrió. La chica lo miró desconcertada y bajó del taxi. Esta vez Pablo no se quedó a mirar cómo se perdía entre la multitud. Estaba demasiado impaciente por llegar a casa. Ni siquiera esperó a que terminara su turno.  Por suerte su madre no estaba. Mucho mejor. No quería interferencias ni interrupciones. Se encerró en su dormitorio, encendió el portátil, dio la orden para descargar las fotografías. Sería rápido, porque solo la había fotografiado a ella. El ordenador, no obstante,  parecía no querer colaborar. Pasados unos segundos apareció un mensaje en la pantalla negra: “Este archivo no contiene ninguna foto. Sé que lo entiendes”.

Un viaje, una emoción, unos objetos, unas costumbres (19)

Por Abel Farré

Atrapado en la ciudad que me vio nacer, cada una de las cosas con las que me voy encontrando me parecen banales. Cada uno de los espacios y objetos que me rodean no despiertan ninguna emoción en mi interior. Quiero volver a sentirme como un niño para volver a oler, tocar y sentir cada una de las cosas que me encuentro, quiero volver a sentir que el viaje de la vida está en cada uno de los objetos que nos rodean.

Quiero conocer cada uno de aquellos objetos característicos de cada uno de los países que visito, quiero vivir con ellos, quiero ver qué emociones me despiertan…

Vosotros desde vuestras casas podréis viajar a un mundo en donde existen diferentes costumbres pero que en el fondo llora, sufre, se alegra,… por unos mismos hechos que están presentes en nuestro día a día.

Permitiros soñar desde casa, pues si vosotros queréis, cada uno de los días de vuestra vida puede ser muy especial.

 

 

Título

Bolivia: Relax en Coroico

Objeto

Altavoz Tiwanaku

Referencia del objeto con alguna sensación o sentimiento con el que me si sentí identificado en el momento de escribir la postal:

“A veces necesitamos hacer oídos sordos a quien nos vocea, a veces necesitamos DARNOS UN RESPIRO para CONOCERNOS A NOSOTROS MISMOS y así APRENDER A ESCUCHAR”

Escrito

Pues llega un momento en que a pesar de que parece que uno está de vacaciones, necesita tomarse unos días de respiro para descansar y permanecer fijo en un sitio sin la necesidad de estar descubriendo nuevos horizontes. Así que después de visitar los restos arqueológicos de Tiwanaku, allí donde según parece empezó toda la historia de lo que estaba viviendo estos últimos meses, me dirigí a Coroico.

Tras el paso de lindos valles cubiertos por neblina y rocosas montañas tapiadas de verde, llegué a ese pequeño pueblo desde donde se podía divisar la famosa carretera de la muerte; pero sin querer ni siquiera verme atraído por nada y tras mediar unas cuantas palabras con los transeúntes que se interesaban por mi procedencia, me dirigí hacia las montañas. Allí me esperaban bellas cabañas escondidas entre bosques selváticos que se permitían el descanso entre hamacas que yacían estratégicamente en cada uno de aquellos miradores; frente a mí pasaron esquinitas de chocolate, sabrosos cítricos de la zona, plátanos fritos y algún que otro baño en la swiming pool con Paceña en mano.

Asimismo las lluvias características de la zona en la que nos encontrábamos se aliaron conmigo y me permitieron burlar posibles escapadas, gracias a las cuales pude descubrir el arte del yoga junto a rostros familiares con los que me había tropezado en La Paz y con los que posiblemente, producto del esquivo, nunca me volvería a ver.

Pero finalmente, después de unos días de descanso no pude reprimir las ansias de conocer más de cerca Nor Yungas, pues días atrás, tras el paso por el Museo de la Coca, había leído sobre dicha provincia y una  de las cosas que me atrajo más fue la existencia de la comunidad afroboliviana. Así pues, curiosamente en tiempos de colonización los españoles, al ver que los esclavos que habían mandado a las minas de Potosí tenían graves problemas para soportar la altura, fueron enviados a dicha zona para cultivar coca o para servir a patrones. Sí, curiosamente, esa hoja de coca que en sus principios fue satanizada por el catolicismo y luego santificada por los propietarios de las minas y haciendas; pues la misma les permitía explotar horas y horas a esa pobre gente que subsistía sin alimento alguno y que tan sólo se veía acompañada del olor de esa húmeda hoja de coca que yacía a sus pies.

Con el paso del tiempo se dieron cuenta que la divinización de la hostia se veía ensombrecida por la Damacoca, pues esta era el nexo divino; en aquellas tierras era el mediador con Dios y con los demás. Tal y como decía la leyenda, cuando uno tenía dolor en el corazón, hambre en su carne y oscuridad en su mente, deberían llevárselas a su boca, pues con ello obtendrían amor para su dolor, alimento para su cuerpo y luz para su mente. Esa coca que solo se volvería en contra cuando fuese tomada por el hombre blanco colonizador, el mismo que ahora en el siglo XXI compra toneladas de la misma para dar sabor a esa bebida de color oscuro que en navidad aparece tras un oso blanco.

Pero sin querer capitalizar el discurso os diré que un buen día cambié la swiming pool por las cascadas naturales, allí donde un agua congelada acabaría relajando mis pensamientos, al mismo momento que quebrantaría mis huesos de dolor, los cuales acabaría calentando tras subir esa escalinata de raíces que me harían llegar hasta el cerro Uchumani. Allí arriba ya no me cuestionaría nada más, pues era momento de seguir disfrutando del viaje…

 

Un viaje, una emoción, unos objetos, unas costumbres (18)

Por Abel Farré

Atrapado en la ciudad que me vio nacer, cada una de las cosas con las que me voy encontrando me parecen banales. Cada uno de los espacios y objetos que me rodean no despiertan ninguna emoción en mi interior. Quiero volver a sentirme como un niño para volver a oler, tocar y sentir cada una de las cosas que me encuentro, quiero volver a sentir que el viaje de la vida está en cada uno de los objetos que nos rodean.

Quiero conocer cada uno de aquellos objetos característicos de cada uno de los países que visito, quiero vivir con ellos, quiero ver qué emociones me despiertan…

Vosotros desde vuestras casas podréis viajar a un mundo en donde existen diferentes costumbres pero que en el fondo llora, sufre, se alegra,… por unos mismos hechos que están presentes en nuestro día a día.

Permitiros soñar desde casa, pues si vosotros queréis, cada uno de los días de vuestra vida puede ser muy especial.

 

Título

Bolivia: La Paz y el Hormigón Armado

Objeto

Wiphala

Referencia del objeto con alguna sensación o sentimiento con el que me si sentí identificado en el momento de escribir la postal:

“Porque las vendas de los ojos se tiñan con los colores de la DIVERSIDAD; porque podemos estar unidos con la expresión diversa de las IDENTIDADES de los diferentes PUEBLOS”

Escrito

Creo que podría estar horas y horas hablando de la Paz, desde mi llegada allí por el Alto me vi deslumbrado por ese valle poblado de viviendas en donde se respiraba un aire de bondad mezclado con la combustión y el claxon que llegaba más allá de la medianoche.

Creo que podría hablar de mi querida Plaza Murillo, de la calle de las Brujas, de la Catedral de San Francisco, de los partidos de fútbol en Lalkacota, de esos miradores donde descansar la mente, de esas paradas por falta de oxígeno… pero creo que sinceramente lo que recordaré siempre, aunque aún no salga en las guías estipuladas por el capitalismo, será ese tour con el Hormigón Armado.

Por cosas de la vida, en uno de mis paseos me tropecé con la Fundación Arte y Culturas Bolivianas en donde me dieron la posibilidad de participar en un video para promocionar los tours turísticos que llevaban a cabo un grupo de lustrabotas de La Paz. Sí, esos lustrabotas que aún tenían que mantenerse con la cara tapada con esa tela espesa que sólo les dejaba ver unos ojos cargados de humanidad que parecían ser un recelo de cara a aquellos que los miraban desde arriba con ojos llenos de codicia. Sí, tenían que mantenerse ocultos en su profesión, para evitar el desprecio y el aislamiento de aquellos mismos que se sentaban diariamente frente a ellos para desempolvar y figurar una limpieza entera de ser. Sí, curiosamente aquel que usaba su servicio para aparentar un ser digno, le daba la espalda al mismo cuando se mostraba como tal.

Con ellos recorrí cada uno de aquellos sitios que, a pesar de formar parte de La Paz, parecían no servir como carta de presentación según otras agencias de turismo. Gracias a ellos conocí cada uno de los mercados; el de los helados, el de las flores, el de Uruguay, el de los sombreros… Con ellos conocí el mercado de la vida, ¡el mercado de la realidad! Todo ello a través de palabras sinceras y llenas de transparencia que salían de aquellos que sabían más que nadie sobre la vida en la calle.

Espero que con el paso del tiempo, las palabras de cada uno de ellos puedan salir nítidamente sin que las mismas no se vean amortiguadas por esa capa oscura creada por la sociedad, pues bajo cada uno de esos rostros existe la humanidad de alguien que palpita, siente y vive al igual que nosotros.

Doy las gracias a mi guía Vladimir por compartir su cultura, por sus ganas de conocer, por esas primeras palabras en Aymara, por hacerme volver a pensar sobre la realidad de los Derechos Humanos, por ser un luchador sin miedo a nada. Un luchador que tiene que ocultar su rostro no por esconder su realidad, sino por la ignorancia de aquel que también bajo una venda en los ojos no ve la realidad.

Saquémonos de una vez las vendas y los trapos unos a otros y mirémonos a los ojos, pues la realidad pasa por delante nuestro de igual manera para todos. Todos nacemos, morimos, reímos, lloramos,… y no hace falta que nos escondamos de nada.

*Doy las gracias a la Fundación, a la Universidad Católica y a Indira por ayudarme a recuperar las fotos.

 

Un viaje, una emoción, unos objetos, unas costumbres (17)

Por Abel Farré

Atrapado en la ciudad que me vio nacer, cada una de las cosas con las que me voy encontrando me parecen banales. Cada uno de los espacios y objetos que me rodean no despiertan ninguna emoción en mi interior. Quiero volver a sentirme como un niño para volver a oler, tocar y sentir cada una de las cosas que me encuentro, quiero volver a sentir que el viaje de la vida está en cada uno de los objetos que nos rodean.

Quiero conocer cada uno de aquellos objetos característicos de cada uno de los países que visito, quiero vivir con ellos, quiero ver qué emociones me despiertan…

Vosotros desde vuestras casas podréis viajar a un mundo en donde existen diferentes costumbres pero que en el fondo llora, sufre, se alegra,… por unos mismos hechos que están presentes en nuestro día a día.

Permitiros soñar desde casa, pues si vosotros queréis, cada uno de los días de vuestra vida puede ser muy especial.

 

 

Título

Perú: Viviendo unos días con la familia

Objeto

Timpu

Referencia del objeto con alguna sensación o sentimiento con el que me si sentí identificado en el momento de escribir la postal:

“Los novios tomaban Timpu simbolizando su UNIÓN; habrán ALEGRÍAS y DESGRACIAS pero la FAMILIA siempre será símbolo de unión, al menos por palabra” – SOL y LUNA –

Escrito

… no quiero sufrir como mis padres, necesito trabajar y estudiar, aunque ello me suponga dormir pocas horas; a veces me voy a dormir a las dos de la mañana y me levanto de nuevo a las seis para ayudar a mi madre con mis cinco hermanos, pero es lo que tengo que hacer, no me toca otra si no quiero verme llorando a las puertas del comedor sin saber qué poder dar de comer a mis hijos…

Tras oír estas palabras me quedé sin aliento, al momento que veía cómo mis ojos se cristalizaban sin la ayuda de aquella cebolla que acompañaba esa sopa de quinua servida bajo plato de barro que, junto a unas pocas papas y queso de vaca frito, me nutrían en aquella cálida casa de adobe.

Había llegado a ese Lago Sagrado en donde los Aymaras y los Quechuas se encontraban para venerar al Sol y a la Luna, me encontraba en la Isla de Amantani, acompañado de Emiliana, Vanesa, Fátima, Braulio y la pequeña Ruth, los cuales me recibían con los brazos abiertos y con sonrisas sin compromiso en su hogar.

Un hogar en donde la palabra tomaba de nuevo el sentido principal de la vida, un hogar en donde cada uno de ellos era escuchado, un hogar en donde la privacidad personal en torno al sentido de la familia parecía no entender de barreras. Allí se encontraban todos ellos mostrándose tal como eran mientras aquel cuy correteaba entre nuestras piernas esperando el sitio donde dormir esa noche, para ser cómplice de aquel que daría respuesta a cada uno de nuestros males.

Con ellos conocí el templo del sol en donde la sangre de la Llama sería derramada un 21 de Junio y el templo de la Luna, donde desgranamos con nuestras garras aquella muña que servía de aliento a la falta de oxígeno producto de la altura; una muña que hacíamos volar por el aire como símbolo de donación a esa tierra, al momento que nuestros rostros se veían cubiertos por un aire frío que nos hacía despertar algo más que nuestras fosas nasales, pues la libertad no era tomada como una utopía.

Al cabo de un rato, y como si de una respuesta se tratara, veíamos cómo el cielo se volvía gris mediante unas nubes que parecían tomar vida, y fue allí donde agujas de agua se empezaron a clavar en nuestros rostros. Nosotros corríamos en medio de esa oscuridad que nos acechaba que tan sólo se veía iluminada por relámpagos que acababan depositando su fuerza en esas aguas, tal vez para dar luz a ese pueblo perdido de Tiahuanaco que hoy dormía en el fondo del Titicaca.

Tras llegar a la casa, esa madre con manos y rostro quemado por el sol seguiría arropando los discursos de sus hijos, al momento que cargaba a sus espaldas el pequeño de los mismos; parecía tener la necesidad de mantenerse a su lado, pues alguna enfermedad tal vez estuviera a punto de florecer en su interior. Como amor de madre, sentía la necesidad de estar en todo momento a su lado y para ello guardaba la placenta de cada uno de ellos entre hojas de muña, pues el día de su muerte las mismas serían enterradas con ella… ya que toda madre, sin desear la muerte, esperaba morir abrazada a sus hijos…

Y ese virgen vientre seguiría levantándose a las seis de la mañana sin ojos cristalinos para poder ofrecer un plato de barro con comida a sus hermanos, pues uno da lo que recibe… Gracias por haberme dado tanto… sólo me cabe decir que no hay madre sin padre…