Con la venia, señoría Por Elisa Pérez

  • Con la venia señoría… ¿Es cierto que el día de los hechos se encontraba usted en la casa de la señora Rey?
  • Tengo una agenda de actividades muy intensa, la señora Rey no frecuentaba mis reuniones en casa, a pesar de que la había invitado varias veces, pero, bueno, a ver, espere un poco, si me deja pensar un momento…
  • Señoría, si me permite, le repito la pregunta: ¿estaba usted el día 28 de marzo en la casa de la Señora Rey?
  • El día 28 de marzo ¿de qué año?

Pese a que el interrogatorio se estaba prolongando desde hacía más de una hora, la señora Romero no daba muestras de cansancio. Entre pregunta y pregunta, se ajustaba el vestido azul marino, el mismo que eligió para la boda de la hija de su amiga Laura y la última fiesta del pueblo. Para esta cita se había cardado el pelo de forma muy prominente, lo que dejaba bien definidos los rasgos angulosos de su rostro. Esta vez no había colocado ningún adorno como en otras ocasiones. Quizás el vestido había salido del ropero de esta mujer en más homenajes, fiestas o juicios, pero aquéllos eventos eran los únicos que recordaban los habitantes de esa población. Sólo hacía cinco años que había aparecido por allí, pero todo el mundo reconocía su pelo, sus prendas confeccionadas por ella misma con inigualable y original anchura, y sobre todo sus andares. A pequeños saltitos conseguía avanzar a una velocidad impropia para su edad, recorriendo el pueblo casi dos veces al día para comprar algo, o simplemente para observar a su alrededor.

  • Señora Romero, le pregunto por el pasado día 28 de marzo. Supongo que recuerda en qué año estamos…
  • Señorita, ¿me toma usted por una de esas ancianas desmemoriadas a las que se les ha ido la cabeza?
  • Cíñase a responder la pregunta del letrado, señora. – por encima de sus gafas de pasta azul, el juez la miró de reojo. Desde la alta tarima en la que estaba sentado, imponía aún más su posición de autoridad; algo que a esa mujer no parecía impresionarle.
  • ¿Nos puede confirmar si la tarde del día 28 de marzo de este año había quedado en casa de doña Clara Rey?
  • Si era miércoles sí; jueves o martes imposible, los viernes alguna vez; y los sábados o los domingos entre recoger el cepillo, vestir los santos y limpiarle los pies al párroco, no tengo tiempo… Estaba muy sola, juntas conversábamos de miles de cuestiones. Era muy agradable, la verdad. ¡Es una pena que hayamos terminado de este modo!
  • ¿Y de qué cuestiones solían conversar? Especifíquenos un poco más, por favor.

El letrado se exponía a un nuevo discurso de esa mujer a la que había llamado como testigo principal.

  • De acuerdo, ha quedado claro de qué hablaban los miércoles. Recuerda si la señora Rey le confesó su inquietud por algo en especial el día de los hechos?
  • Mire usted, señor, si Clara no hubiera querido vivir sola, hacía tiempo que no lo estaría.
  • ¿A qué se refiere? ¿Puede explicarse, por favor?

Mientras Amalia Romero narraba con mucho detalle las charlas mantenidas, su opinión sobre la gente del pueblo y la pena que sentía por la muerte de esa mujer a la que tenía aprecio sin ser su amiga, la letrada de la defensa tomaba nota de sus respuestas. Era joven, mantenía una expresión que delataba cierta tensión. Tenía que defender al sospechoso, sin pruebas claras, salvo la acusación directa e implacable de la señora Romero que, palabras textuales, “le vi correr como alma que lleva el demonio, desde la casa de Clara hacia el bosque”. Estaba muy oscuro, esa noche no había luna y el farolillo del porche estaba fundido… pero ella era capaz de asegurarlo de forma categórica.

  • Por último, señora Romero, ¿podría señalar si esa persona es el hombre que vio salir corriendo de casa de la señora Rey la noche de los autos? – el letrado se dio la vuelta mirando al presunto culpable.
  • El día de los autos esos no sé, pero la noche que murió Clara Rey, no hay duda. Vestía una camiseta azul y un pantalón rojo, imposible de olvidar…
  • Disculpe señora Romero, ¿puede decir si es o no la persona que vio salir de la casa de su amiga Clara Rey, confirmando lo que manifestó en su declaración inicial?
  • Señor Juez debería encerrar inmediatamente a ese hombre. El pueblo está en peligro – el único mechón rebelde del pelo de la mujer perdió enseguida su deseo de salir del cardado, ante el ademán en forma de manotazo que le colocó de nuevo dentro.

El juez la miró perplejo indicándole que debía contestar a la pregunta del letrado, sin referirse a otras cuestiones u opiniones personales. Pero ella prefirió seguir provocando al letrado de la fiscalía.

  • Va a jubilarse pronto, ¿verdad? Por cierto, ¿cómo le llaman habitualmente: señor o señoría?
  • Señora, eso no es objeto de este juicio, ¿no le parece? Limítese a contestar las preguntas sin más – el juez se sorprendió de sí mismo: no debería haberle pedido confirmación a esa mujer que le desconcertaba con su manera insolente de comportarse.

El juicio se celebraba en audiencia pública. Había despertado mucho interés en el pueblo, los que podían estaban allí; los que no, lo leerían en el periódico local o lo escucharían una y mil veces de boca de cualquiera de los vecinos. Pocos sucesos como aquel reclamaron tanta atención; el último ocurrió hacía más de cinco años cuando encontraron a Antoñita desnuda en el río. Se desconoce aún si, por regocijo carnal o sólo por economía familiar, desde entonces sigue sola y sin compromiso.

No había más testigos para el abogado. A pesar de su experiencia en situaciones inusuales o extrañas, jamás antes había lidiado con una mujer tan singular. Resultaba admirable su memoria para la edad que tenía… por cierto ¿cuántos años contaba: setenta, ochenta, noventa quizás? No hizo esta pregunta en alto por cortesía. El testimonio que daba la señora Romero era irrefutable, sólido, parecía no haber nada que lo hiciera tambalearse. Pero sobre todo constituía su prueba más clara.

Cuando aceptó llevar el caso del asesinato de la señora Rey fue a instancia de la hija de la fallecida que le llamó por la reputación profesional que le seguía en cien kilómetros a la redonda.

La sala, extremadamente pequeña para albergar un juicio como aquel, le pareció que profería un aroma distinto a los que solía frecuentar. Olor rancio, a cerrado y húmedo. Rectangular, apenas dejaba sitio para el público que asistía como a un espectáculo de circo. Por supuesto, allí estaban el alcalde, el párroco y la boticaria. El primero por autoridad; el segundo, por fervor cristiano y la tercera por obligación: era la sobrina de la víctima.

  • No hay más preguntas, señoría – esta frase sacó del ensimismamiento al acusado que hasta entonces se mantenía en un estado de abstracción asombroso.

Era el turno de la abogada defensora.

  • Señora Romero, ¿cuánto tiempo lleva usted en el pueblo?
  • Algo más de cinco años, ¿señora o señorita? No le veo anillo ni alianza.

¡Pero qué obsesión tiene esta mujer con los tratamientos!, pensó un poco aturdida la letrada que por un momento se había saltado de línea en el guión ensayado mil veces ante el espejo de su apartamento.

La mirada del juez fue directa a los ojos de la testigo que, sin sentirse aludida, hizo un gesto de desaprobación con los labios. La abogada continuó con su interrogatorio.

  • ¿Conoce usted al acusado? ¿Ha tenido algún trato con él durante el tiempo que lleva en el pueblo?
  • Ya le he dicho a aquel señor que conozco a todo el mundo en este pueblo, pero trato, lo que se dice trato… ¡que Dios me libre de semejante compañía!
  • ¿No es cierto que ocurrió un suceso entre usted y el señor Manuel Rojas nada más llegar al pueblo?
  • ¿De qué habla joven? No recuerdo ningún suceso con ese hombre.

Al poco tiempo de comenzar a vivir allí, la señora Romero había adquirido la propiedad de una vieja casa en los límites del pueblo, junto a un huerto. Buscó a alguien que le ayudara a rehabilitarla. Manuel Rojas fue el encargado de hacerlo inicialmente. Sólo permaneció con ella tres días. Discutieron y se marchó dejando el trabajo sin terminar.

La joven letrada intentaba mantener la calma. Era su primera defensa en un juicio por asesinato. Procuraba controlar los nervios, leer alto y claro pero, como a casi todos, aquella señora podía desbaratar el montaje del caso que tanto le había costado construir. La toga se le caía hacía el lado derecho.

  • ¿Usa usted gafas señora Romero?
  • Desde hace más de treinta años. Mire, siempre llevo dos pares en el bolso… Espere – la impaciencia se apoderó por un instante de la anciana – ¡no puede ser! Ya sé, al pasar por ese dichoso marco gigante me he dejado un par allí… – con un respingo se levantó con ánimo de dirigirse al arco de seguridad donde se supone había perdido un juego de gafas.
  • Señora, siéntese inmediatamente, no puede abandonar su sitio antes de acabar el interrogatorio. – la voz del Juez sonó contundente; sus lentes se deslizaron hacia la punta de la nariz. Hacía calor en la sala. La secretaría, sentada a su lado, mostró una tenue sonrisa (“esa mujer es indomable”).

Refunfuñando notoriamente volvió a su asiento, el vestido azul marino de la señora Romero comenzaba a arrugarse en el asiento; su pelo cardado, a pesar de la cantidad tan ingente de laca que lo sujetaba, daba síntomas de desvanecimiento.

  • Señoría, pido que se muestre la prueba número 4: unas gafas de montura gris y cristal progresivo. ¿Podría reconocer en estas gafas a las suyas, señora Romero?
  • No diga paparruchas, joven, mis gafas grises han estado siempre en este bolso para ocasiones especiales. Se le parecen pero ésas no son… – la indiferencia de la letrada por sus palabras resultó palpablemente visible en la sala.
  • Pido que se recojan como nueva prueba estas gafas encontradas en un registro posterior debajo del sofá de la salita de la señora Clara Rey y que pertenecen a la testigo, según corrobora el recibo de compra en la Farmacia de la señora Dimas, aquí presente.

La boticaria se ruborizó al oír su nombre en el tribunal. La timidez o la vergüenza le impidieron mirar de frente a la mujer que le había nombrado.

El registro inicial de la casa no había aportado muchos datos; no había huellas, tan sólo el carmín de los labios de las dos mujeres en las tazas de café. Todo estaba en su sitio, no había robo aparente de ningún objeto. Aún se podía notar el perfil del cuerpo de doña Clara Rey, a quien encontraron caída junto a la entrada a la cocina sin heridas aparentes y con los ojos abiertos. El primer diagnóstico fue muerte natural, a pesar de la buena salud de la señora. El dictamen final tras la autopsia: muerte por envenenamiento.

  • ¿Por qué volvió a la casa de la señora Rey cuando ya estaba oscureciendo?
  • No sé, habría olvidado decirle algo de la fiesta de la berenjena azul; o quizás me acordé de las gafas que usted ha encontrado…
  • ¿Nos puede narrar lo que vio al acercarse a la casa?
  • Ya lo he dicho ¿verdad?, pero, bueno, si hay que repetirlo, que es algo que a ustedes se ve que les encanta, pues se repite: Al acercarme a la casa vi a Manuel que salía corriendo de la casa de Clara. Ya está. Lo podría decir en inglés, pero como no tengo ni idea, pues no lo digo.

En la sala hubo risas más o menos contenidas, pero el juez impuso orden que de inmediato se acató, y todo continuó según lo previsto.

  • Qué curioso que le acabe de llamarlo Manuel. ¿No ha dicho hace un rato que apenas le conocía y no tenía trato con él?

El desarrollo del interrogatorio estaba yendo mejor de lo esperado. La fuerza de la señora Romero no había conseguido desarmar aún a la joven letrada. Ella confiaba en su defendido. No sólo por obligación, había algo de compasión por aquel hombre, solitario y triste.

El acusado era un tipo prácticamente invisible para el resto. De edad avanzada, vivía alejado de sus vecinos. Nunca faltaba a misa los domingos, jamás frecuentaba los bares, se mostraba huraño y distante. Enlazaba y desenlazaba con nerviosismo sus manos, mientras oía la narración de aquella mujer de la que pendía el resto de su vida. En su primera declaración no habló mucho, tampoco explicó dónde estuvo el 28 de marzo; monosílabos y frases cortas en voz baja no daban mucha credibilidad a su testimonio. La letrada confiaba en que en el juicio su actitud tomara otro camino.

  • Era media tarde. Casi no se veía porque el cielo estaba muy oscuro. Ya le dije a Clara que iba a llover (lo que ocurrió, por cierto). – la confianza de la señora Romero no daba tregua. Al hablar primero miraba a la letrada; a continuación torcía su cabeza para dirigirse al juez, del que esperaba siempre un asentimiento y, por último, se dirigía al acusado que, sentado a su espalda, tuvo que sentir su mirada inquisitiva en varios momentos.
  • ¿Qué me había preguntado, señorita? Ahora que sólo le digo una cosa: la señora Rey está muerta porque alguien la mató y ese alguien es este señor – el dedo acusador fue contundente.

El juicio paralelo del caso se iba agrandando con el paso de los minutos. ¿Quién si no podría haber hecho algo así? Hasta un leve movimiento de cabeza del acusado que se veía frente al paredón de ejecución sin remedio de salvación, denotaba una rendición sin excusas.

  • ¿Sabe la edad que tiene el señor Rojas?
  • Pues más joven que yo, seguro… – con la mano derecha se retocaba el cardado del pelo, introduciendo sus dedos entre el cabello. Las uñas inmensas se enredaban con algún rizo más duro, pero con destreza solucionaba los obstáculos.
  • En su DNI figura como fecha de nacimiento: 22-11-1944… ¿Considera usted que una persona de más de setenta años puede correr “como alma que se lleva el diablo”? Y leo textualmente lo que mencionó usted en su primera declaración.
  • Yo diría que no está cojo ni enfermo… bueno, un poco sí observando lo mal que se viste – exclamó bajando el tono de voz, aunque de repente cambió de tono y de registro – ¿alguien me puede traer una botella de agua o mejor un café? ¡Debo tener el azúcar por los suelos! – con un pequeño respingo se puso de pie para recolocarse la falda. Su agilidad era asombrosa.
  • Según ha manifestado antes, Clara Rey no acudía a las reuniones en su casa. Aclárenos por favor, sobre qué versan dichas reuniones – la letrada intentaba librarse del dominio que esa mujer imponía en la sala y en ella misma. Su testimonio había condenado a su defendido antes de tiempo. Notaba cómo el sudor invadía su cabeza.
  • Le invito a que venga a una de ellas: planteamos temas del pueblo, viajes, propuestas para…
  • Perfecto – le interrumpió –, y ahora dígame ¿quién y por qué decide las personas que pueden acudir a las mismas?

Resultó muy sorprendente que una mujer, mayor y forastera, incitara a las señoras a participar en esos encuentros. Se ocupó de llamar personalmente a las puertas de aquellas que quería invitar. Hizo una selección inicial en las que no estaban las más influyentes del pueblo.

  • ¿Cobra algo por que asistan a esas reuniones tan “interesantes y reconfortantes”, como usted misma acaba de definirlas?

Por un momento la boticaria y la mujer del médico – también ataviada con sus mejores galas para la ocasión, teniendo en cuenta que su marido había levantado junto con el juez el cadáver de Clara Rey – se movieron en el asiento dando muestras de cierta intranquilidad. La primera sacó un abanico azul y comenzó a hacer grandes aspavientos con él.

  • Yo no lo diría así, señorita… ¿cuál es su nombre? – ya no se sabía si su actitud era atrevimiento o imprudencia –. La participación y la contribución son voluntarias, a cambio reciben mucho. – la respuesta sembró un mar de dudas mayor sobre la defensa, y por extensión, en todos los presentes.

Tres semanas antes de comenzar el juicio, mientras preparaba la defensa, algo llamó la atención de la joven abogada. Al investigar sobre la vida de Manuel Rojas, había varias mujeres entre sus antepasados con el apellido Romero. La última desapareció hacía más de treinta años. Intentó seguir su pista, sin éxito. Siguiendo la tónica mostrada cuando la policía le detuvo, Manuel Rojas se mostró esquivo con su abogada; apenas levantaba la voz, casi no aclaraba sus preguntas. Así  hasta el momento en que mencionó a sus antepasadas Romero.

  • Apenas tengo recuerdos. Era la familia de mi madre que murió cuando yo era un niño, dejándome a su cargo – fue todo lo que dijo, pero algo se había roto en su interior.

  • Señora Romero, ¿por qué vino a vivir a este pueblo si ya tiene usted una cierta edad para cambiar de residencia, si me permite decirle?

El grito de ¡Protesto! del abogado de la acusación resonó con fuerza en la sala. El Juez que daba señales de impaciencia en el interrogatorio de la abogada, estimó la protesta aludiendo que no veía a cuento la relación que esa cuestión pudiera tener en el esclarecimiento de los hechos.

Entre el público presente resultó un alivio que el juez cortara la cada vez más incisiva postura de esa abogada que parecía querer llevar contra las cuerdas con sus preguntas a la adorable señora Romero. Ésta en poco tiempo había ganado una posición notable entre los tranquilos y confiados habitantes de ese pueblo.

Por las ventanas superiores se veían las montañas con los picos nevados al fondo. El acusado miró al frente; por primera vez clavó sus ojos en los de la testigo. Entre las preguntas de la abogada empezaba a colarse la luz que penetraba por los cristales.

Había llegado el momento.

  • ¿Ha tenido o tiene algún vínculo familiar, presente o pasado, en este pueblo?

De nuevo un Protesto del abogado defensor interrumpió la posible contestación.

  • Letrada, no continúe con esa línea en sus preguntas o me veré forzado a suspender su interrogatorio. Es el último aviso que le hago, señorita Larra. – pocos dejaron pasar la sonrisa de satisfacción que iluminó la cara de la señora Romero. El juez también estaba de su parte, mirando a un lado y a otro, cuando los rayos de luz comenzaron a atravesar sus lentes hasta deslumbrarle.

Lo que había comenzado como un juicio más o menos claro con pocas pruebas y menos testigos, se estaba convirtiendo en un proceso de resultado incierto y más largo de lo deseado para el abogado de la familia Rey y para el juez. El primero escuchaba con desidia las preguntas de su colega a la que daba un mérito relativo por querer defender a un desahuciado… la remuneración sería escasa.

Por su lado, el juez se mantenía impaciente con el cariz que la declaración estaba tomando. Se imaginó contando a su mujer durante la cena la jornada vivida y, con un poco de suerte, concluida. Era viernes, un estupendo lomo asado acompañado de col blanca le hizo rugir las tripas. Se relamió imaginariamente al pensar en el trozo de tarta con que finalizaría el día.

  • Está bien, presento al tribunal el certificado del registro civil como prueba nº 7 , que pido se admita e incorpore a los autos, por el que se confirma que el señor Rojas tiene algún vínculo familiar con la señora Romero, en la figura de doña Consuelo Romero Luengo.

No se sabe si por el matiz exótico de la prueba o la demora del proceso, esta vez el juez no admitió la protesta del abogado de la familia Rey.

Un murmullo comenzó a envolver la sala hasta el punto de convertirla en un habitáculo opresivo en el que las paredes se iban cerrando poco a poco.

  • No sé de dónde puede haber obtenido esa información, en cualquier caso están todos muertos… y ahora lo que nos ocupa es la pobre señora Rey. – la frialdad de las palabras que Amalia Romero pronunció destacaron como el zumbido de una mosca.
  • ¿Pero la señora Rey no era hija única? – la anciana señora Ruiz acercó la oreja con el sonotone hacía Amalia Romero: esperaba mucho de la respuesta. Todo lo demás podía esperar.
  • ¿No quieren una almendra? Al fin y al cabo, no veo que acabemos antes de comer – nadie a su alrededor aceptó el ofrecimiento de Amalia Romero.

El volumen de las pruebas entre testimonios y documentos había crecido considerablemente después de tres horas de juicio. Las anotaciones de la secretaria judicial eran repasadas por el juez en su despacho en espera de que concluyera el receso acordado, que daría paso a las conclusiones finales de ambas partes.

La grandilocuencia del abogado de la familia Rey dejó muestras palpables de su fama. Elogió la fortaleza de la asesinada, se movió con soltura en los detalles menos importantes de la declaración de los testigos y apuntaló las palabras de la señora Romero. Sin duda no le favorecían las últimas pruebas presentadas y admitidas por la abogada del acusado. No quería gastar más tiempo de su exitosa vida en un caso del que estaba claro que obtendría una suculenta suma de dinero.

  • El asesinato requiere premeditación, alevosía y una gran frialdad en su ejecución. En este caso se dan todas estas características, por lo que pedimos la máxima condena para el acusado don Manuel Rojas que, sin lugar a dudas señoría, fue el verdugo despiadado que una vez que verificó que doña Clara Rey se encontraba sola, sin mediar motivo ni razón, la mató a sangre fría.

La joven letrada esperaba su turno, alerta, prestando atención a la retahíla de frases hechas y repetidas por su colega. Le observaba con el pelo recogido en una coleta alta que le confería un aire aún más infantil a su rostro. Por debajo de la mesa su pierna izquierda, cruzada, se movía en un vaivén incesante. A su derecha, en un banco de madera el acusado permanecía sumido en una oscura zozobra. Apenas movía las manos entre las esposas que reflejaban de forma distorsionada su imagen de condenado.

  • El señor Rojas no asesinó a la señora Rey, ni la mató en un arranque de furia, ni con premeditación y alevosía. Ni homicidio ni asesinato. Pero sí sabe quién lo hizo, señoría. – la serenidad en el rostro de la abogada contrastaba con el revuelo de la sala que se parecía más a una plaza en vísperas de un pregón que a un juzgado.

Pronto un murmullo cruel se expandió por la sala al igual que un humo mortal tras un gran incendio va acabando con cada una de las criaturas que moran en el lugar siniestrado. Alguna que otra voz subía su volumen, protestando por el atrevimiento de aquella joven. “Todo estaba claro”, ¡qué ocurrencia más absurda!

La primera vez que la señorita Larra afirmó la inocencia de Manuel Rojas, éste levantó la vista que había mantenido fija sobre las esposas, implorando con los ojos que se desmadejara la hebra de la verdad hasta el final.

  • Nadie ha mencionado a la señora Rey, salvo para referirse a ella como la persona asesinada, pero esta señora tenía una vida desconocida para la mayoría de los presentes, ¿verdad Lucía Rey?

La hija de la difunta mostró evidentes señales de sorpresa. “¿No quedamos en que eso no saldría a la luz” – leyó el juez en sus labios, mientras se lo decía a su abogado.

  • Si me permite yo les puedo contar algo al respecto – desde el segundo banco de la sala, la señora Romero cobraba de nuevo protagonismo. ¡No había tenido suficiente! Antes de avanzar hizo un gesto de subirse las medias desde los tobillos a su lado una amiga le sostenía el bolso.
  • Siéntese señora. ¡Silencio, silencio he dicho! – En más de veinte años de ejercicio era la primera vez que asistía a un motín como aquel. Miró de reojo a la letrada haciéndole una señal de brevedad y bastante enojo.

Aún resonaban en la sala las últimas palabras emitidas por la abogada que habían generado gran expectación y un mar de dudas en el juez que emitió la frase “Visto para sentencia” con menos seguridad que nunca.

Sólo veinte minutos antes la señorita Larra, sacando fuerzas de donde no tenía y buscando apoyos que no existían, había concluido pidiendo la absolución de su defendido por falta de pruebas contundentes, y destacando la aparición de otras que apuntaban hacia otro culpable.

  • La oscuridad es un buen aliado, y el tiempo también. Eso debió pensar la señorita Dimas cuando descubrió que la estrafalaria señora que llegaba al pueblo era nada más y nada menos que Amalia Romero. Señoría, esta afirmación no es banal, ni especulativa, fue la respuesta que le dio la señora Rey cuando le confesó que conocía muy bien a esa mujer, y qué no convenía alguien así en el pueblo. La tenía por mujer cabal y aliada de sus locuras, no en vano acompañaba cada dos semanas al hospital psiquiátrico de la ciudad a la señorita Dimas aquí presente.

El rubor inicial de la boticaria se había convertido en una furia contenida que inyectaba sus ojos de rabia. Su secreto en bocas de aquella picapleitos descarada. A partir de ahora nadie la miraría igual.

  • Yo no he matado a la señora Rey. Ella era mi amiga, mi…
  • Siéntese por favor – letrada, entenderá usted que está provocando un giro de los hechos con revelaciones nuevas para este tribunal. Si desea presentar alguna acusación en firme deberá esperar a que este juicio concluya, pero no le permito más sorpresas.
  • Señoría, si me permite terminar, estoy cerca del final de mis conclusiones – no fue muy difícil convencer al juez, deseoso de rápido final.
  • Le ruego concreción, señorita Larra.

La señora Romero se mostraba inquieta desde su asiento, se volvió hacia el hombre sentado a su lado, ladeando la cara ante cada una de las afirmaciones de aquella joven. Su peinado peligraba y perdía la prestancia del comienzo de la mañana. Con descaro comenzó a repartir almendras entre los cercanos. Un policía tuvo que confiscarle el paquetito.

Mientras, la abogada seguía con su alegato. Mirando a los ojos de los presentes se detuvo en los de su defendido para emitir su conclusión final: doña Clara Rey había sido asesinada ingiriendo una sustancia que alguien le facilitó.

Un ligero llanto desde el fondo, espesó aún más el ambiente. Amalia Romero se levantó para abrazar a Lucía Rey que, tras la frase escuchada de la letrada, no pudo reprimir las lágrimas.

  • ¡Vea usted lo que ha conseguido! La pobre niña pierde a su padre hace poco, ahora a su madre en circunstancias extrañas y encima usted la condena aún más con su noticia. – el enfado retumbó por cada rincón de la sala. Amalia Romero, con uno de sus saltos característicos se adelantó hasta situarse a la altura del acusado y su abogada.
  • Lo siento, señoría, pero no he acabado aún. Acabo de decir que la señora Rey fue asesinada. Esto nos lo podrá corroborar usted, ¿verdad señora Romero? Por eso volvió de nuevo a casa de Clara Rey, a comprobar que no había ingerido por error la sustancia que vio en alguna parte de la sala en casa de la difunta? Casi la sorprende leyendo la etiqueta, por eso se le cayeron las gafas.

El ánimo de protestar de la señora Romero fue disipado por la rápida verborrea legal de la Joven abogada.

  • El señor Rojas estaba en la casa con Clara Rey. Usted lo sabía cuando acudió allí alarmada por lo que la señorita Dimas le había confesado. Pero no la mató, no podía. Desde la juventud y antes de que su madre Consuelo Romero, sí la misma Consuelo Romero que cuidó a Manuel Rojas desde la muerte de sus padres, lo enviara lejos del pueblo para evitar un casamiento dañino para todos, según dijo entonces. Se amaban, y por eso la señora Rey quedó abatida con su marcha. Nunca lo olvidó a pesar de casarse con otra persona.

La hija de la difunta tomó su cabeza entre las manos en un gesto de contenida desesperación.

  • Usted sabía lo que su madre sintió siempre por Manuel Rojas, ¿verdad? Cómo olvidar que alguien es tu padre, cuando has vivido pensando que era otro. Y usted también lo sabía, señora Romero. De hecho fue usted quien se lo dijo a Lucía Rey.

El rostro de la señora Romero encajaba bien las acusaciones. Después de todo aún sentía la protección de todos.

  • Regresó al pueblo cuando supo que la señora Rey se iba a quedar viuda. Nunca había estado aquí pero lo sabía todo de ellos, su madre le contó la historia, el paisaje, todo lo relativo a este lugar y usted se lo aprendió bien…. Sólo tenía que terminar lo que había empezado hacía muchos años.

Un ligero escalofrío recorrió el cuerpo de Amalia Romero a pesar de su apariencia de tranquilidad.

  • ¿No dijo usted cuándo preparábamos la fiesta del carnero que nunca había visto un paisaje como éste? – la señora Ruiz desde su banco, apoyaba bien el sonetone para escuchar lo que se decía. Ahora miraba con cierta sorpresa a su vecina e idolatrada señora Romero.

Ajustándose la toga, la letrada continuaba en su alegato firme sin atender las pausas que el momento exigía. Tomaba aire, respiraba profundo sintiendo que debía gastar el poco tiempo que el juez, entre sorprendido y cansado, le estaba concediendo.

  • El diligente señor Rey fallecería en breve. Por fin el camino parecía despejado, ¿verdad Manuel? Usted la quiso siempre, la amó en soledad. Por encima de cualquier otra cosa… Desde que regresó, vivió observándola, protegiéndola… pero no fue suficiente para evitar que la mataran.

Los murmullos entre el público crecían a medida que las noticias salpicaban el proceso. Aún no se sabía quién la había asesinado. Las dudas sembraban cada vez con más fuerza el ambiente.

  • Tiene que terminar, letrada – estas palabras sacaron del torrente de ideas que envolvían a la señorita Larra desde hacía un rato. Parecía sumergida en un sueño que necesitaba expulsar de sí misma.
  • El final está cerca, señoría, si me permite un minuto más. La señora Romero podría sacarnos de dudas fácilmente si quisiera. Pero no quiere, era su oportunidad. Quería disuadir a Manuel Rojas de que se olvidara de la señora Rey y yo me pregunto, le pregunto, ¿por qué? ¿Por qué le molestaba tanto esa relación que pudo ser y no fue?
  • Joven, es usted muy atrevida, más de lo que podría esperarse de una recién licenciada, sin apenas experiencia y poco agraciada, además. – la señora Romero miró a su alrededor; la concurrencia empezaba a dar síntomas de debilidad.
  • ¿Por eso quiso que defendiera a Manuel Rojas? Por mi falta de “experiencia”, por mi escaso bagaje profesional? Eso no es más que una manipulación más de las muchas que intenta hacer con la gente.
  • Como última prueba aporto este recorte de periódico de hace algo más diez años en los que se puede ver la noticia de la trágica muerte en circunstancias extrañas de una farmacéutica en Oropesa, a doscientos kilómetros de aquí. Los detalles del cadáver encontrado se asemejan mucho al que nos ocupa. No se averiguó nunca la identidad de su asesino o asesina. – los ojos de la letrada se clavaron en la cara de la señorita Dimas, al mismo tiempo que se colocaba la toga hacía el lado izquierdo. – señoría, presento una acusación directa contra la señorita Flor Dimas por el asesinato de doña Clara Rey, ocurrido el 28 de marzo del presente año, y también, cuando termine de reunir las pruebas que me faltan, por el asesinato de su madre en Oropesa hace diez años.

Las exclamaciones, los aullidos, las voces y los gritos se mezclaron al unísono provocando un coro nada desdeñable. El juez intentaba poner fin a esa revolución, su estómago profería ruidos que en nada desentonaban con el ambiente y sus ojos se clavaban con fiereza en los de la señorita Larra que por fin había nombrado al culpable.

En este punto el juez ordenó el final de tan disparatado juicio. Su visto para sentencia sonó frágil, desconocemos si por las sorpresas vividas o sólo por el hambre acumulada.

Semanas después, durante la cena, su esposa interrogaba al juez sobre el resultado del juicio, sin entender aún por qué alguien sin motivos puede cometer un terrible asesinato, y sin embargo, otra persona que sí cuenta con ellos, permanece impasible sufriendo.

  • ¿De quién hablas querida?
  • ¡De quién voy hablar!, de la Amalia Romero, por supuesto.
  • ¿Me quieres decir que ella sí tenía motivos para asesinar a Clara Rey? ¿Y no la señorita Dimas?
  • No, me interpretas mal: Dimas no tenía ningún motivo aparente, salvo lo que dijo esa letrada de que Clara Rey había delatado su, digamos, locura transitoria a todo el pueblo… ¡pobrecilla, en el psiquiátrico debería haber estado desde que ocurrió lo de su madre! Pero Amalia… El odio a su “hermano” impuesto, Manuel Rojas, que ocupó y preocupó mucho a su madre toda la vida, se hubiera esfumado si le asesina ¿no crees querido? Y además está lo del dinero, menudo truhán ese Rojas.

No lejos de allí, la abogada Larra recogía los últimos bártulos del caso que había cerrado y se preparaba para el siguiente. Su carrera acababa de comenzar; con la suculenta suma de dinero que Manuel Rojas le había dado por defenderle podría instalarse dónde quisiera. Bajó la escalera del hotel donde se había alojado durante todo el proceso, intentando no mirar atrás.

Al final de la calle, la casa de Amalia Romero permanecía iluminada. Hoy no habría reunión de señoras a pesar de ser martes. Había decidido abandonar el pueblo nada más saber el resultado de la sentencia absolutoria de Manuel Rojas. Su destino: desconocido.

Como dos gotas de agua Por Ana Riera

 

El día que nacieron Rosa y Lina, era una fría y desapacible mañana de diciembre, todos los que acudieron a verlas estuvieron de acuerdo en que eran como dos gotas de agua: la misma alborotada mata de pelo, los mismos ojos rasgados color gris metálico, idénticos mofletes sonrosados. Así pues, no es de extrañar que la mayoría de los comentarios de aquella feliz jornada giraran en torno precisamente a ese hecho:

Pero si son clavaditas, no hay quien las distinga, vais a tener que marcarlas de algún modo.

Incluso el médico que había atendido el parto pareció sorprenderse de lo mucho que se parecían y sintió la necesidad de justificarlo, como si fuera responsabilidad suya:

Como gemelas que son se han criado en la misma bolsa amniótica. Pero es que además, en este caso, han compartido incluso la placenta. Son lo que se llama gemelas monoamnióticas, vamos, que son genéticamente idénticas.

Su orgullosa madre pensó que dijeran lo que dijeran los demás, ella no tardaría en diferenciarlas. Estaba segura de que con el pasar de los días, y a medida que fuera conociéndolas, descubriría algún pequeño detalle que la ayudaría. El tono exacto del cabello, el labio ligeramente más fino o más grueso, la forma de cogerse al pecho… Pero el tiempo pasó y las dos niñas continuaron siendo completamente iguales, imposibles de diferenciar. Hasta el punto de que su suegra, una señora de carácter afable y práctico, se presentó un día para ver a sus nietas con un surtido de lacitos: la mitad rosados, para la nieta que se llamaba justamente Rosa, y la otra mitad blancos, para Lina:

Úsalos. De lo contrario acabarás haciéndote un lío y darás de mamar dos veces a la misma, y la otra se morirá de hambre.

La progenitora, no obstante, no tardó en prescindir de los lazos. Lo cierto era que no le hacían ninguna falta. Y no porque hubiera logrado captar algún matiz característico en su físico, sino por los rasgos que determinaban el carácter de cada una de las niñas. Rosa era tranquila y dócil. Si se despertaba y no podía atenderla, se quedaba tranquilamente en la cuna, sin quejarse, aguardando su turno. Lina, sin embargo, era mucho más inquieta y empezaba a lloriquear en cuanto abría los ojos, o incluso antes.

A pesar de tener personalidades tan dispares, no tardó en quedar claro que las dos niñas se llevaban estupendamente bien. En realidad, se complementaban. Lina se encargaba de maquinar y proponer, y Rosa la seguía encandilada sin cuestionar jamás sus locas ideas. Si se metían en algún lío, era Rosa la que daba la cara y conseguía calmar las aguas mientras Lina hacía como si no fuera con ella.

Cuando empezaron a ir a la escuela, cumplidos ya los seis, se dieron cuenta de las muchas ventajas que tenía el hecho de poder cambiarse la una por la otra. Así Lina, a la que se le daban muy bien los deportes en general y la gimnasia en particular, se hacía pasar por su hermana cuando tenían examen de educación física, mientras que Rosa, que era un portento con las matemáticas y la lengua, hacía lo propio cuando les tocaba examinarse de esas materias. Cierto es que tenían que hacer un esfuerzo: Lina por mostrarse especialmente tranquila y Rosa para estar especialmente sociable y dicharachera, pero la verdad es que jamás nadie llegó ni siquiera a sospechar que se suplantaban la una a la otra.

Por eso, años más tarde, a Lina le pareció algo de lo más natural mandar a su hermana a la fiesta que organizaba el chico que le gustaba. Esa mañana al despertar se había sentido indispuesta. El cuerpo le pesaba como si hubiese duplicado su peso y sentía un frío viscoso pegado a la piel. Cuando por fin logró abandonar la cama y arrastrarse hasta el baño, descubrió con pavor que todo su cuerpo estaba cubierto de unos horribles granos rojizos. El médico de la familia confirmó que se trataba de varicela y que debía guardar cama. No podía creer que le pasara eso justo ese día, con lo ilusionada que estaba con la fiesta y las ganas que tenía de ver a Roberto. Por eso le pidió a su gemela que ocupara su lugar y que intentara pasar todo el rato que pudiera con el chico. Rosa se resistió. No le gustaban especialmente las fiestas y le daba un corte horrible hablar con los chicos, pero el disgusto de su hermana era tan grande, y le daba tanta pena verla toda recubierta de pústulas, que finalmente accedió. Lina, encantada, escogió el vestido y los zapatos que debía ponerse, le sugirió el peinado e incluso la ayudó a maquillarse.

Era una agradable tarde de primavera. El aire, que olía a azahar y a nuevo, invitaba a dejarse ir. Cuando Rosa llegó, ya había un nutrido grupo de chicos y chicas disperso por el jardín. Pero ella apenas los vio. Porque desde el preciso instante en que puso el pie en el césped que cubría el suelo al otro lado de la verja, mientras Roberto la recibía con un cariñoso beso, quedó atrapada en el aroma de su colonia varonil y en sus ojos de mirada intensa y en sus palabras cristalinas: Me alegro mucho de que hayas decidido venir. Estás muy guapa. Pareces una actriz. Y ya no tuvo ojos para nadie más.

 

Esa noche regresó a casa con el corazón desbocado y un dulce sabor en los labios. Nunca se había sentido así, ni siquiera se había atrevido a pensar que pudiera llegar a sentirse de un modo parecido. Tenía ganas de gritar, y de dar vueltas y más vueltas a la luz de la luna. Pero al oír la voz de su hermana llamándola desde el dormitorio se le encogió de repente el estómago.

Tienes que contármelo todo, no puedes olvidarte de nada de lo que se supone que he hecho con él. De nada, ¿me oyes? ¡Espero que me hayas dejado bien! ¿Hemos hablado mucho? ¿Hemos bailado? ¿Se ha despedido de mí con un beso?

¡Se había olvidado por completo que no era ella la que había estado en la fiesta, si no Lina! A pesar de que sintió que algo se le rompía por dentro, a pesar de que intuía que no podría olvidarse de Roberto porque lo llevaba pegado a la piel y hasta a los huesos, se sentó en el borde de la cama y le contó con pelos y señales todo lo que había acontecido. Solo se guardó para ella las palabras de amor que Roberto le había susurrado al oído con su melosa voz masculina.

A partir de ese día, la relación entre ambas fue enfriándose poco a poco. Aparentemente todo seguía igual. Pasaban menos tiempo juntas, pero tanto sus padres como los amigos lo achacaban en un primer momento al noviazgo de Lina con Roberto, y luego a los múltiples preparativos de la boda, que se precipitó cuando al muchacho le ofrecieron un trabajo al otro lado del charco recién terminada la carrera. Ser la dama de honor de la flamante novia fue algo tan terriblemente doloroso para Rosa que sin duda no habría sobrevivido de no haber empezado a fraguar lo que ella misma dio en llamar “su plan secreto”. Si no hubiera sido por ese plan, no habría soportado ver a su hermana haciéndole carantoñas al hombre de su vida, ni ir a las pruebas del vestido que debería haber sido para ella, ni ponerse ese ridículo traje rosa chicle el día del fatal enlace. Pero tenía su plan y el consuelo de saber que en cuanto terminara la celebración su querida hermana desaparecería de su vista y se iría a vivir muy lejos.

 

Habían transcurrido siete meses desde la última vez que había visto a Roberto, de la mañana que había partido hacia su nueva vida lejos de ella. Por suerte tenía una foto suya escondida entre las páginas de su libro favorito. Se había apropiado de ella con disimulo el día que apareció el fotógrafo con todo el reportaje nupcial. La miraba siempre que se sentía desfallecer, o cuando dudaba del plan que debía devolverle la felicidad. En las últimas semanas, eso ocurría cada vez con más frecuencia. Quizás por eso ese domingo, mientras holgazaneaba bajo las sábanas con la foto pegada al pecho, se dijo que había llegado el momento de dar el paso, que ya estaba preparada.

Cuando les dijo a sus padres que le apetecería ir a visitar a Lina aprovechando que iba a ser su cumpleaños, para darle una sorpresa, a los dos les pareció una idea estupenda. Su padre se encargó de comprar el billete de avión y su madre le prometió que guardaría el secreto, que aunque le costara se mordería la lengua para que fuera de verdad una sorpresa. Aunque su vuelo salía temprano, sus padres insistieron en acompañarla. Rosa aceptó paciente, reservándose unas ganas inmensas de quedarse sola para concentrarse en su objetivo. Sintió un gran alivio cuando por fin llegaron a la puerta de control que solo podía cruzar ella y los dejó atrás, envueltos en una nube de adioses y recomendaciones.

Sentada en su asiento, junto a la minúscula ventanilla que le mostraba un mundo irreal entre nubes de algodón, repasó metódicamente su plan, una, dos, cien veces. Esperaría a que Roberto saliera para ir a trabajar y luego llamaría a la puerta, le pediría un café y aprovecharía el primer descuido para poner el veneno en la taza. Después la convencería para salir a dar una vuelta y le pediría que le enseñara el bonito bosque que había cerca, ese del que tanto alardeaba en sus cartas. Cuando el veneno hiciera efecto estarían las dos solas, lejos de miradas indiscretas. Luego solo tendría que ocultar el cuerpo y hacer desaparecer la maleta.

Le costó unos segundos comprender lo que le decía la agradable azafata:

Aquí le traigo la cena. ¿Desea beber algo?

Declinó el ofrecimiento. Estaba demasiado nerviosa para comer. Miró por la ventanilla. El sol se despedía tintando el cielo de fuego y en seguida la oscuridad se comió todas las nubes.

La cara de sorpresa de Lina hizo que se sintiera poderosa; su largo y apretado abrazo la incomodó. Se había imaginado que le tocaría recorrer toda la casa, habitación por habitación, escuchando las explicaciones de su hermana. Sin embargo, la llevó directamente a la amplia y luminosa cocina y la obligó a sentarse en la mesa de madera que había junto al gran ventanal que daba al jardín.

Acabo de preparar café. Seguro que aún no has desayunado. Ay, Rosa. Estoy tan contenta. Gracias, de verdad. Muchas gracias. Es el mejor regalo que podías hacerme.

Aprovechó mientras su hermana trajinaba en la despensa, donde había ido en busca de leche y unos bollos, para echarle el veneno en la taza. Lina no paraba de hablar, pero Rosa no era capaz de captar más que retazos de la conversación, fragmentos inconexos que no tenían ningún sentido para su cerebro. Sólo veía la cucharilla dando vueltas y más vueltas, la mano llevándose la taza a la boca, el líquido negro desapareciendo. En cuanto vació la taza le dijo que necesitaba estirar un poco las piernas después de tantas horas sentada en el avión, que le apetecía ver el bosque de las fotos. Mientras enfilaban el camino de tierra, su hermana se colgó de su brazo y la apretó contra su cuerpo:

No esperaba que vinieras, quiero decir, era lo que deseaba, pero no estaba segura de que fueras a hacerlo, y menos tan pronto.

Fueron las últimas palabras que salieron de su boca. Lina se detuvo en seco llevándose las manos a la tripa, la miró un instante asustada, dobló el cuerpo en un gesto forzado hacia delante, dio unos pasos indecisos y se desplomó. Rosa permaneció completamente inmóvil junto al cuerpo inerte un buen rato. Luego, de repente, se estremeció de arriba abajo. Fue como si despertara de un largo y pesado sueño. Se sentó sobre una roca cercana, sacó una cajetilla de tabaco que había comprado especialmente para la ocasión, y se fumó un cigarrillo sin prisas, disfrutando de cada calada, dejándose acariciar por los agrestes sonidos del bosque. Lo había hecho, por fin tendría lo que se merecía. Se quitó la ropa y se puso la de su hermana, y a ella la vistió con la suya. Después arrastró el cuerpo hasta una cueva que había visto allí cerca y tapó la entrada con piedras, troncos y hojarasca.

 

Al meter la llave en la cerradura de la que desde ese instante iba a ser su casa, la emoción se apoderó de todo su ser. ¡Había soñado tantas veces ese momento! Lo primero que hizo fue deshacerse de su maleta. Luego, ya más tranquila, se paseó despacio por todas y cada una de las habitaciones, curioseó en los cajones y armarios, se tumbó en la cama que iba a compartir con Roberto. Se sentía pletórica. Decidió preparar una deliciosa cena romántica para celebrarlo. Cuando lo tuvo todo listo se dio una ducha y se puso un hermoso vestido rojo que había llamado su atención. Se acicaló con esmero. Tenía que estar perfecta. Estaba poniendo unas velas en la mesa cuando llamaron a la puerta. Era el cartero:

Se ve que con las prisas se le olvidó poner el sello en la carta y la han devuelto al remitente. Tendrá que volver a enviarla. Espero que no fuera urgente. Buenas tardes, señorita.

Había pasado la primera prueba. El cartero se había ido convencido de que ella era la señora de la casa. Perfecto. Miró distraídamente la carta. Se sorprendió al ver que iba justamente dirigida a ella. Por un momento pensó en destruirla. Ahora era Lina, nunca podría volver a ser Rosa. Pero le pudo la curiosidad. Así que se sentó en la mesa de la cocina, en la misma silla que había ocupado esa mañana al llegar, y la abrió:

“Hola Rosa, ¿cómo estás?

Me ha costado mucho escribir esta misiva, y si te parece una locura lo entenderé y haremos ver que nunca ha existido. Le he dado muchas vueltas, muchas, pero no se me ocurre otra solución. Me he dado cuenta de que no amo a Roberto, de que nunca seré feliz a su lado. Me equivoqué. Pero no sé si podría soportar el disgusto que le daría a él y a papá y a mamá. Sé que a ti siempre te ha gustado. Por eso me atrevo a pedirte si estarías dispuesta a intercambiarte conmigo, a convertirte en Lina y dejar que yo fuera Rosa y recuperara así mi libertad. Soy consciente de que no tengo derecho a pedirte algo así, pero si tú quisieras… En fin, lo dejo en tus manos. Aceptaré lo que decidas, sea lo que sea.

Tu hermana que te quiere infinito,

Lina”.