Un viaje, una emoción, unos objetos, unas costumbres (16)

Por Abel Farré

Atrapado en la ciudad que me vio nacer, cada una de las cosas con las que me voy encontrando me parecen banales. Cada uno de los espacios y objetos que me rodean no despiertan ninguna emoción en mi interior. Quiero volver a sentirme como un niño para volver a oler, tocar y sentir cada una de las cosas que me encuentro, quiero volver a sentir que el viaje de la vida está en cada uno de los objetos que nos rodean.

Quiero conocer cada uno de aquellos objetos característicos de cada uno de los países que visito, quiero vivir con ellos, quiero ver qué emociones me despiertan…

Vosotros desde vuestras casas podréis viajar a un mundo en donde existen diferentes costumbres pero que en el fondo llora, sufre, se alegra,… por unos mismos hechos que están presentes en nuestro día a día.

Permitiros soñar desde casa, pues si vosotros queréis, cada uno de los días de vuestra vida puede ser muy especial.

 

Título

Perú: Uno de aquellos días en Cuzco

Objeto

Cruz

Referencia del objeto con alguna sensación o sentimiento con el que me si sentí identificado en el momento de escribir la postal:

“Veo una cruz y no veo ni CULTURAS ni RELIGIONES, veo una cruz y veo TIERRA, AGUA, AIRE y FUEGO, veo una cruz y veo NORTE, SUR, ESTE y OESTE”

Escrito

La verdad es que pasé muchos días en Cuzco, fue una ciudad de estancia y paso entre cada uno de aquellos pueblos de dicha región. Creo que uno de los hechos característicos de la época en que estábamos era la Semana Santa y más teniendo en cuenta la importancia de la misma en Cuzco, así que mejor que hablar de uno de esos días en que según parece se diluyen las separaciones sociales y culturales, uno de esos días en que se aprecia nítidamente la fusión entre las religiones andina y cristiana.

Era el día de la bendición del Señor de los Temblores, ese cristo moreno convertido así por el humo que emanan la velas, ese cristo que según parece fue mandado hacer por Felipe V de color cobrizo y ciertas facciones para que los indios pudieran reconocer su propia imagen, ese cristo que tomaba como voto religioso la colonización.

Durante ese día se colocaban refinadas piezas de tapicería aterciopeladas con franjas de oro, telas y alfombras brillantes a lo largo de cada una de las ventanas de las casas por donde pasaba la efigie.

Una efigie que mostraba un rostro grave y triste mientras era recogida a hombros por cada una de aquellas organizaciones, centros de trabajo agrupaciones de barrio; los cuales luchaban por mantener su puesto en los contados metros estipulados.

A su paso, la intensidad emocional de las canciones en quechua llevaba hasta la transfiguración de cada uno de aquellos rostros que, cargados de fe, expresaban gozo infinito ante dicha presencia divina. Una presencia divina que se encontraba surcada por cada una de aquellas lágrimas de fe y devoción que sólo se veían alteradas por el grave retumbar de aquellos tambores que marcaban el tiempo y las paraditas que parecían ofrecer una pequeña ansia de aliento a cada uno de aquellos fieles.

Unos fieles que lanzaban a su paso n’ucchu, una flor nativa considerada sagrada en el Incanato, por representar la sangre de la Pachamama; mientras rostros jóvenes correteaban entre la multitud en la búsqueda de esas primeras tertulias de adolescencia bajo otra flor.

Finalmente, a la llegada a la gran plaza, en donde se encuentra la catedral, se procedía a la bendición; momento de gran emotividad, el cual se veía interrumpido de manera disonante por sirenas que rompían el silencio que mantenían miles de creyentes.

Una vez que la imagen ingresaba en la catedral, la multitud iniciaba el regreso a sus hogares, con la esperanza en los ojos de estar el próximo año para nuevamente gozar de su bendición…

 

Un viaje, una emoción, unos objetos, unas costumbres (15)

Por Abel Farré 

 

Atrapado en la ciudad que me vio nacer, cada una de las cosas con las que me voy encontrando me parecen banales. Cada uno de los espacios y objetos que me rodean no despiertan ninguna emoción en mi interior. Quiero volver a sentirme como un niño para volver a oler, tocar y sentir cada una de las cosas que me encuentro, quiero volver a sentir que el viaje de la vida está en cada uno de los objetos que nos rodean.

Quiero conocer cada uno de aquellos objetos característicos de cada uno de los países que visito, quiero vivir con ellos, quiero ver qué emociones me despiertan…

Vosotros desde vuestras casas podréis viajar a un mundo en donde existen diferentes costumbres pero que en el fondo llora, sufre, se alegra,… por unos mismos hechos que están presentes en nuestro día a día.

Permitiros soñar desde casa, pues si vosotros queréis, cada uno de los días de vuestra vida puede ser muy especial.

 

 

 

Título

Perú: De Olllantaytambo a Moray, aprendiendo de todo el mundo

Objeto

Palitroque

Referencia del objeto con alguna sensación o sentimiento con el que me sentí identificado en el momento de escribir la postal:

“Como palitroques nos seguiremos levantando de los golpes que nos da la VIDA, pues cada estigma será el recuerdo de un NUEVO APRENDIZAJE, pues cada estigma nos recordará que ESTAMOS VIVOS”

Escrito

Pues la historia se repetía, no sé si fueron los aromas de ese café en Ollantaytambo o tal vez el hecho de no querer abandonar tierras peruanas; pues de nuevo cargué mi mochila y me dirigí a Ollantaytambo para así poder descubrir más de cerca aquel pequeño pueblo que escondía algo especial.

Allí conocí a la pequeña Julieta, una niña de poco más de cinco años, que sin madre alguna vivía en un pequeño pueblo agregado a Ollanta, que se llamaba Bandolista. Con su evidente curiosidad me preguntó qué hacía por aquellas tierras y yo le contesté que debido a como estaba la situación en mi país y teniendo en cuenta que tenía ganas de conocer mundo, había emprendido una aventura que consistía en viajar y trabajar hasta que algo me dijera que tenía que volver a mi tierra. A ello su respuesta fue: “Ah, muy bien, usted es como el día y la noche… yo creo que debe ser bonito viajar, pero tengo que quedarme aquí cuidando mis animales, pues son los que me dan de comer y encima el otro día se me murieron seis gallinas…”.

A tal respuesta me quedé boquiabierto, es uno de esos momentos en que te das cuenta de que el crecimiento personal depende de lo que la propia vida te depara y aquella linda niña era consciente de muchas más cosas que yo mismo a veces ni le doy importancia, incluso el paralelismo con el día y la noche lo encontré realmente increíble; sinceramente sólo por esa conversación el día se había convertido en algo especial.

Después de cenar me dirigí a un bar local y acabé tomando tragos con dos mujeres de unos 60 años que trabajaban en el mercado de Ollanta, las mismas al ver un gringo en su bar, entre español y quechua me estuvieron explicando sus vidas, las cuales se mezclaban entre fuertes tragos y lágrimas de desesperación en torno a la situación en la que vivían. Según parece el alcohol les servía como bálsamo para liberar todo aquello que llevaban dentro; curiosamente, al día siguiente me fui al mercado a su reencuentro y las mismas, con cierta vergüenza, parecían no querer mostrar mucho más que una tímida sonrisa frente a su realidad.

Me daba cuenta que en pocas horas había conocido dos generaciones de mujeres que, aparte de la edad, no les separaba muchas cosas más, pues afines a sus tradiciones, y a pesar de la dureza de la situación, eran fieles a todo aquello que la Pachamama (1) les ofrecía.

Abandoné ese lugar cuestionándome muchas cosas y me dirigí a Maras para visitar Moray, un laboratorio de climatización creado por los incas, allí en donde las viejas colcas (2) eran ocupadas por alimentos que se conservaban en un microclima creado con forma de anfiteatro. Un anfiteatro que tomaba la forma de la montaña en la cual había estado construido; el respeto de la Pachamama de nuevo venía dándose de generación en generación.

Así pues el círculo se cerraba en cuanto a mis cuestionamientos; el amor, el dolor, el sentir, el todo de cada una de aquellas mujeres giraba en torno a lo que la tierra les ofrecía… Julieta había perdido a su madre en la tierra, la misma tierra que le daba de comer a sus animales, la misma tierra que se cultivaba para que aquellas viejas mujeres con lágrimas en los ojos pudieran acudir cada día a las cinco de la mañana al mercado, aquella misma tierra que veía pasar el día y la noche, aquella misma tierra que era ofrecida al viajante para andar o trabajar.

Una tierra que te lo ofrecía todo, pero que también te lo quitaba a su antojo.

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(1) Pachamama (Madre Tierra): diosa totémica de los incas.

(2) Colcas: buena construcción de almacenes en Machu Picchu, pero presentes en todos los pueblos incas; se caracterizan por tener un buen sistema de ventilación, además de un sistema de drenaje óptimo.

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La maleta Por Elisa Pérez

 

 

Sobre una colcha de raso beige, Rosa María repasaba las prendas que había decidido incluir. Un par de bragas resistentes, dos sujetadores, la chaqueta de lana que le regaló su hijo (normalmente estas cosas ocurren de noche, con lo que el ambiente seguro que será fresco), dos pantalones: uno negro y otro beige que combinaría con cualquier cosa. Dobló la blusa blanca que compró para la ocasión de tal forma que las líneas no se marcaran en exceso. Los dos camisones elegidos eran uno de su madre y otro de su hermana. Así uniría recuerdos con practicidad: uno de manga larga y otro de manga corta.

Llegó la hora de elegir las medias: oscuras y fuertes. Llevaría puestos los mejores zapatos que tuviera en ese momento, pero los planos y poco resistentes los había limpiado con esmero y rociado con una buena dosis de desodorante antes de guardarlos.

Casi todo estaba listo, faltaba sólo la bolsa de aseo. Todavía tenía preparada la del viaje que hizo para visitar a su prima Luisa antes de que falleciera. Esa le serviría para lo que fuese menester, ya que tenía todo lo necesario para subsistir durante un tiempo, incluidos alicates y limas para uñas de manos y de pies.

Echó un último vistazo al equipaje previsto. Como si de una ceremonia religiosa se tratara, fue introduciendo todas las prendas y objetos por orden de colores: los oscuros abajo, los más delicados encima en su Maleta para Emergencias. Así la llamó desde que se la regaló su difunto marido hace más de treinta años: cómoda, flexible, resistente y de fácil transporte, a Rosa María le parecieron condiciones fundamentales en una maleta a la que cuidó y casi veneró a lo largo de tanto tiempo. No pensaba usarla para viajes de placer u ocio, no le gustaba visitar otros lugares y apenas tenía familia fuera de su ciudad. Pero aun así, le pareció el mejor regalo posible: le encantaba ordenar o revisar cosas; y una maleta constituía un objeto perfecto para ambas labores.

Era de color rojo con refuerzos en los lados y unas ruedas gruesas que sobresalían en exceso del armazón pero que le daban una consistencia muy firme. Tenía un código de seguridad único que Rosa María había apuntado en su libreta de códigos, así la llamaba, que usaba para todas sus contraseñas: la primera letra del nombre(R), el mes de su nacimiento (11) y las dos últimas cifras de su año de boda (72).
Si fallaba por la mínima, la maleta tendría que romperse para abrirse. Estaba hecha a prueba de todos los desafíos posibles. En la mente y el corazón de RM, como le gustaba llamarse a sí misma, ese objeto era su bien más preciado, su guardiana al más puro estilo medieval, tantos los poderes que le atribuía.

A pesar de haberla cerrado ya, decidió abrirla para repasar su contenido. Recordó cuántas veces la había usado. Cinco meses antes de la fecha prevista para que naciera su hija, la llenó de puntillas blancas y de diminutos jerséis tejidos con sus manos, utilizando una amplia gama de colores. Casi todos, menos el verde, odiaba el color verde.

La operación de su marido fue otro momento en que la maleta de emergencias jugó un papel destacado. En el hospital suavizó la amargura del momento gracias a que había preparado ropa para ambos, crema hidratante, una radio pequeña para Tomás con varios paquetes de pilas y crucigramas con bolígrafos azules para los tiempos muertos durante la recuperación. Por desgracia, ni pudo hacer crucigramas ni le dejaron usar la crema hidratante sobre el cuerpo de su esposo. Del quirófano pasó a la UVI y de allí a la tumba familiar.

El único viaje que emprendió fue para despedir a su prima Luisa. No era una emergencia, es verdad, porque desde que enfermó hasta que se decidió visitarla transcurrieron casi dos años, pero quitar el polvo de su maleta o preparar sobre la cama las prendas elegidas, le ilusionó tanto que cuando regresó del viaje tomó la firme decisión de tenerla siempre cerca y sacarle brillo, día por medio, con una espuma limpiadora francesa que consiguió en un aeropuerto.

En su habitación, al lado de la puerta, junto al galán en el que aún conservaba la última camisa que su marido vistió, colocó la maleta por si una emergencia la requería. No permitió que su hija la subiera al maletero, tenía la necesidad de mirarla desde la cama, pues tenía la certeza de que brillaba suavemente en la oscuridad.

Ese día iba a ordenar los cajones de ropa interior blanca. Mientras los doblaba con esmero, escuchó en la radio una noticia que la preocupó sobremanera, advirtiéndole de que todo cuidado es poco, que no hay límites para los peligros que pueden correrse. Abrió de nuevo la maleta. No estaba tan bien equipada como imaginaba. Con impaciencia empezó una fragosa labor de selección de fotografías, cartillas bancarias, escritos o informes médicos que continuó con la decisión de formar dos carpetas: una que denominó Médicos y otra Fotografías. Al lado de la maleta, lo suficientemente cerca como para que en un segundo pudiera cogerla como si de un testigo en una carrera de relevos se tratara, guardó en una tercera carpeta lo que denominó Documentos oficiales, imprescindibles para su identificación.

Ahora sí estaba preparada. El ruido del teléfono la sobresaltó. Era su amiga Alejandra para invitarla a tomar un café tras la misa vespertina, un ritual al que jamás faltaba.

  • ¿Has oído la noticia del incendio en un edificio de esa ciudad rusa? Pobre gente, se han quedado sin nada. Vaya desgracia. ¿¡Te imaginas perderlo todo!? Yo no puedo imaginarlo…
  • Sí es una lástima todo lo que sucede en el mundo, pidamos a Dios por ellos.
  • Fue un brasero, o una vela, sí, eso dijeron… Nunca tendría una en casa, son muy peligrosas, lo arrasan todo.

Con disimulo, Alejandra miró hacía la bolsa en la que había puesto un juego de velas blancas compradas para regalar a su amiga.

  • Mujer, qué cosas tienes. A mí me gustan las velas…
  • No, no, no, son peligrosas, ya lo ves.
  • Yo no entendí que una vela fuera la causa de ese incendio, pero si tú lo dices. Anda, ven, tomemos un café.
  • No, ahí no entramos, vete tú a saber cómo lavan las tazas, recuerdas la última vez… una pelusa en el vaso. No, vamos a mi casa. Además te quiero enseñar algo.

Antes de entrar, Alejandra tuvo que descalzarse en la puerta. Era otra de las exóticas costumbres de su amiga.

  • Mira, esta es mi maleta de emergencias y aquí tengo la carpeta de todos mis documentos importantes. También he guardado tres mil euros. Rosa María bajó el volumen de su voz mientras se acercaba a su amiga, cada vez más asombrada. ¿Tu maleta de qué? ¿Cómo sabes qué puedes o no necesitar, o cuándo vas a necesitarlo? Siempre habrá tiempo de preparar algo si sucede una emergencia. ¡Qué exagerada eres! A la vez que emitía este comentario Alejandra hizo el ademán de acercarse a tocar la maleta. Rosa María reaccionó volviendo a colocarla los dos centímetros más atrás que se había desplazado con el toque de la amiga.
  • Sí, como los de esa ciudad rusa, claro, todos muertos y los que no, sin documentos, ni ropa, ni dinero… ¡qué horror!
  • Eres la mujer más previsora y cuidadosa que conozco, mira, qué te parece si hacemos juntas un viaje; al fin y al cabo tú ya tienes preparada la maleta, y yo la hago en un segundo con cuatro cosillas.

Rosa María cerró con énfasis las dos cerraduras de la casa nada más despedir a la visita. Vivía sola, era viuda, debía tener cuidado.

En la cama se acomodó el camisón blanco de los jueves pensando en la conversación que había tenido. Sentía lástima por ella, también estaba sola y sin embargo parecía que todo le daba igual. Tenía que ir al baño, eran las doce y cuarto, en dos horas se levantaría otra vez y a las seis y media la tercera. Su vejiga era un reloj implacable.

Nunca encendía la luz al levantarse de noche, conocía el recorrido. Al llegar al baño pulsó el interruptor pero un chasquido seguido de un ligero calambre, hizo que el fluorescente no se encendiera dejándola completamente a oscuras en una noche de luna nueva.

El corazón comenzó a galopar dentro de su pecho. No entendía qué ocurría pero intuía que nada bueno. Repasó mentalmente: había cerrado la puerta con los dos cerrojos, había desenchufado la televisión, había comprobado las ventanas… La distancia hasta su habitación se le hacía insuperable. Debía salir de la casa, pero antes tenía que coger la maleta. Decidió avanzar, de repente se sintió torpe, pesada, tropezó con la estantería, lo que hizo que varias figuras de la vitrina se cayeran al suelo. El estruendo la alteró aún más. Y la pierna derecha le quedó dolorida.

Había perdido el sentido de la orientación, su casa era un lugar aterrador. Procuró trazar un plan, moverse con disciplina militar, la guerra parecía haber comenzado. La cocina estaba antes que su dormitorio. Aumentó el dolor de la pierna con la que había tropezado. Notaba cómo un líquido se esparcía por su tobillo. Estaba herida, malherida pensó, la sangre iba a dejarla mareada en breve, en no más de cinco minutos perdería la conciencia. El móvil lo tenía en la mesilla cargándose, ¡inconsciente!, no podía comunicarse, moriría allí sola, en un espantoso pasillo…

Al agacharse para tocar la posible herida, palpó algo a su lado. Parecía una bolsa, siguió investigando a oscuras sin saber qué hacía allí, en medio, una bolsa. Dentro había dos cilindros de cera. Su angustia iba en aumento. Lo que faltaba ahora: unas velas, con lo peligrosas que son… No sabía si correr hacia la puerta o llegar al dormitorio para morir allí, junto a la maleta. Optó por lo segundo. No quiso mirar atrás, dio un salto acurrucándose dentro de la cama y se tapó con el edredón todo lo fuerte que pudo.

Un rayo de luz mañanero la despertó. Estaba sudorosa y cansada, se colocó el camisón engurruñado alrededor de su cuerpo. Unos pequeños restos de sangre seca procedían de una pequeña herida en el pie derecho. Dos velas blancas permanecían esparcidas de forma desordenada a la entrada de la habitación.

Frente a ella la maleta roja la miraba dispuesta para cualquier emergencia.

 

 

Un viaje, una emoción, unos objetos, unas costumbres (14)

Por Horacio Otheguy Riveira

 

Atrapado en la ciudad que me vio nacer, cada una de las cosas con las que me voy encontrando me parecen banales. Cada uno de los espacios y objetos que me rodean no despiertan ninguna emoción en mi interior. Quiero volver a sentirme como un niño para volver a oler, tocar y sentir cada una de las cosas que me encuentro, quiero volver a sentir que el viaje de la vida está en cada uno de los objetos que nos rodean.

Quiero conocer cada uno de aquellos objetos característicos de cada uno de los países que visito, quiero vivir con ellos, quiero ver qué emociones me despiertan…

Vosotros desde vuestras casas podréis viajar a un mundo en donde existen diferentes costumbres pero que en el fondo llora, sufre, se alegra,… por unos mismos hechos que están presentes en nuestro día a día.

Permitiros soñar desde casa, pues si vosotros queréis, cada uno de los días de vuestra vida puede ser muy especial.

 

Título

Perú: Alrededores de Cuzco, Valle Sagrado y algo más

Objeto

Bandera de Cuzco

Referencia del objeto con alguna sensación o sentimiento con el que me si sentí identificado en el momento de escribir la postal:

“Pues allí arriba en donde alzas la vista y ves los colores de la ESPERANZA y la PAZ, es donde te planteas que tal vez no es necesario preguntarse un porqué para todo; pues la vida viene marcada por el MATIZ DE SUS COLORES”

Escrito

Por el camino a Machu Picchu me despertaron la curiosidad cada una de aquellas pequeñas poblaciones que me iba encontrando, así que a mi llegada a Cuzco dejé en custodia parte de mi equipaje a aquellas nuevas amistades con las que había compartido algo más que ese encanto de chocolate llamado “Sublime” y me instalé en Pisac.

Desde Pisac me acercaría a Calca, donde emprendería caminatas hasta los baños de Machacancha y Lares, los cuales se verían suavizadas por el rascar de mis uñas en aquellos choclos acompañados de bocanadas de queso fresco.

Me quedaría encantado con ese florido cementerio de Urubamba, que amarrado entre esos bellos Apus de color verde representaban la antítesis del ya lejano árido cementerio de Nueva Esperanza de Lima.

Entre pequeñas calles adoquinadas, llegaría allí en donde se cruzaban el Inca Rail y el Camino Inca, era la llamada Ollantaytambo, en donde recordaría haber tomado un buen expreso a espaldas de esos restos arqueológicos, donde el verde se veía oscurecido tras una ligera cortina de niebla.

Pero cada tarde antes de anochecer, era inevitable cruzar aquel pequeño puente de madera que separaba Pisac de la lúcida Taray. Allí tras el paso de la pequeña Plaza de Armas me acercaba a la tienda de abarrotes en donde una pequeña magdalena con hilo de chocolate era tomada a forma de recompensa diaria.

Taray sintetizaba cada una de aquellas poblaciones que había visitado durante esos días. Era uno de esos sitios en donde se mezclaban; calles arenosas junto al tapiado asfalto, vestigios tradicionales junto a trajes uniformados del último anuncio de moda, la fuerza humana junto a artefactos motorizados de carga… A todos ellos les unía una misma cosa: una sonrisa como expresión natural y unos buenos días a ofrecer.

Pero lo que realmente recordaría de esos días, sería aquella fría madrugada en Pisac, cuando salí en busca de ese especial amanecer, allí donde las montañas escondían un nuevo tesoro inca. De nuevo el fuerte sonido del río, los pájaros y la niebla me acompañaban como si de un deja vu de los días anteriores se tratara, pero esta vez las linternas parecían estar lejos de querer partir.

Una vez llegué allí arriba, pasé horas y horas frente a esa belleza; mientras iba viendo cómo la abrumadora niebla iba bailando al son de esas montañas, al momento que iba enseñando y escondiendo a su antojo lo que la naturaleza nos ofrecía.

Recordé que ya hacía cuatro meses que había abandonado mi tierra, mi gente, había partido un otoño y de nuevo me encontraba en otoño; ese momento en que las hojas se vuelven amarillas y acaban echando por la borda su existencia. Pero hay que pensar que siempre queda aquella amarilla flor que nos marca la esperanza, pues todo puede ser horrible o terriblemente bello, siempre depende del cristal con que se mire.

Porque siempre quedarán gestos amables, porque siempre hay algo de qué hablar, porque siempre quedará más que ternura, porque nunca hay besos a la fuerza, porque frente a frente nunca bajaremos la mirada, porque tal vez regresaré en otoño y espero seguir viendo flores amarillas frente a mí, porque de nuevo me siento más fuerte que nunca aquí arriba… porque no es necesario preguntarse un porqué para todo…

Un viaje, una emoción, unos objetos, unas costumbres (13)

Por Abel Farré

 

Atrapado en la ciudad que me vio nacer, cada una de las cosas con las que me voy encontrando me parecen banales. Cada uno de los espacios y objetos que me rodean no despiertan ninguna emoción en mi interior. Quiero volver a sentirme como un niño para volver a oler, tocar y sentir cada una de las cosas que me encuentro, quiero volver a sentir que el viaje de la vida está en cada uno de los objetos que nos rodean.

Quiero conocer cada uno de aquellos objetos característicos de cada uno de los países que visito, quiero vivir con ellos, quiero ver qué emociones me despiertan…

Vosotros desde vuestras casas podréis viajar a un mundo en donde existen diferentes costumbres pero que en el fondo llora, sufre, se alegra,… por unos mismos hechos que están presentes en nuestro día a día.

Permitiros soñar desde casa, pues si vosotros queréis, cada uno de los días de vuestra vida puede ser muy especial.

 

 

Título

Perú: No existe Machu Picchu sin Huaina Picchu

Objeto

Apacheta

Referencia del objeto con alguna sensación o sentimiento con el que me si sentí identificado en el momento de escribir la postal:

“Así como las apachetas aparecen SOLITARIAS y AISLADAS; a veces necesitamos sentir lo mismo para poder pedir FUERZA para continuar el CAMINO DE LA VIDA”

Escrito

Cada una de aquellas linternas adormecidas se veían guiadas por el fuerte ruido del río que nos llevaba a un puente cubierto por una verde niebla, el cual nos alejaba por unos momentos de cada una de nuestras propias siluetas.

Tras llegar al llamado Santuario Histórico de Machu Picchu, dejé a la izquierda un grupo de llamas que reposaban en silencio a modo de centinelas del pasado; quedaban aún muchas viejas piedras por pisar, antes de llegar allí en donde la esperanza se vestía de verde tomando rocas por huesos.

Y como si de aviso se tratara, aquellos hilos de sangre empezaron a deslizarse por mis labios anunciando el momento allí donde la altura hacía estragos, allí donde se elevaba Huaina Picchu.

Ahora sentado en piedra mojada, las gotas de lluvia se mezclaban con mi sudor incesante, producto de aquella humedad selvática que nos abrazaba. Buscando ese momento especial, huía de cualquier abrazo, al momento que esos hilos sangrientos se volvían transparentes al tener que recorrer ahora cada una de mis mejillas. Eran esas lágrimas que mostraban emociones de mente en blanco, unas lágrimas que por suerte nunca vieron llorar.

Entonces el sudor y el agua empezaron a calar entre mis huesos, al momento que los escalofríos empezaron a subir por dentro de mí sin poder ser paliados por la combustión impulsiva de cigarros sin sentido. Pero por orgullo me sentía allí en una soledad que no tenía ganas de compartir con nadie, pues hay días que por mucho que llueva no te mojas, pues hay días y momentos que sólo son para ti.

Incluso allí arriba, las parejas se despedían en búsqueda de ese particular ritual individualizado que habían soñado la noche anterior a escondidas del otro; un ritual tal vez abstracto que les ayudaría por unos momentos a pensar en que la superstición podría dar luz a su futuro incierto.

Un futuro inevitable de pensamiento incluso para el carpe diem creado bajo emblema ya esperanzador; así que huyendo de ojos azules a los que estúpidamente negaba la conversación mi cabeza seguía vomitando palabras que se iban destiñendo sobre esa hoja en blanco, con lo que muchas cosas se acabarían olvidando por el camino. Tal vez mis palabras eran huérfanas de sentido para reflejar lo vivido, pero mi sensación de libertad era tal vez igual que la de aquel pájaro que reposaba frente a mí, que sin necesidad de hoja en blanco se mostraba tal como era.

Pero el tiempo se acababa, así como las ansias de sentir, Machu Picchu ya no existía para mí desde allí arriba y a su encuentro me tropecé con un laberinto de construcciones que tomaban diferentes nombres y en donde la gente transitaba bajo cámara en mano en la búsqueda de la mejor postura en que mostrarse.

Al final leía lo escrito y me encontraba con muchas frases dinamitadas sin sentido, pero no me tomaba la necesidad de modificarlas, pues era realmente lo que había sentido, tal vez mi ignorancia sobre la sociedad inca me había negado la posibilidad de historiar lo vivido, pues me había tomado la necesidad de pensar en mi propia historia.

Ahora quería a todo el mundo, más que nunca.