Sobre una colcha de raso beige, Rosa María repasaba las prendas que había decidido incluir. Un par de bragas resistentes, dos sujetadores, la chaqueta de lana que le regaló su hijo (normalmente estas cosas ocurren de noche, con lo que el ambiente seguro que será fresco), dos pantalones: uno negro y otro beige que combinaría con cualquier cosa. Dobló la blusa blanca que compró para la ocasión de tal forma que las líneas no se marcaran en exceso. Los dos camisones elegidos eran uno de su madre y otro de su hermana. Así uniría recuerdos con practicidad: uno de manga larga y otro de manga corta.
Llegó la hora de elegir las medias: oscuras y fuertes. Llevaría puestos los mejores zapatos que tuviera en ese momento, pero los planos y poco resistentes los había limpiado con esmero y rociado con una buena dosis de desodorante antes de guardarlos.
Casi todo estaba listo, faltaba sólo la bolsa de aseo. Todavía tenía preparada la del viaje que hizo para visitar a su prima Luisa antes de que falleciera. Esa le serviría para lo que fuese menester, ya que tenía todo lo necesario para subsistir durante un tiempo, incluidos alicates y limas para uñas de manos y de pies.
Echó un último vistazo al equipaje previsto. Como si de una ceremonia religiosa se tratara, fue introduciendo todas las prendas y objetos por orden de colores: los oscuros abajo, los más delicados encima en su Maleta para Emergencias. Así la llamó desde que se la regaló su difunto marido hace más de treinta años: cómoda, flexible, resistente y de fácil transporte, a Rosa María le parecieron condiciones fundamentales en una maleta a la que cuidó y casi veneró a lo largo de tanto tiempo. No pensaba usarla para viajes de placer u ocio, no le gustaba visitar otros lugares y apenas tenía familia fuera de su ciudad. Pero aun así, le pareció el mejor regalo posible: le encantaba ordenar o revisar cosas; y una maleta constituía un objeto perfecto para ambas labores.
Era de color rojo con refuerzos en los lados y unas ruedas gruesas que sobresalían en exceso del armazón pero que le daban una consistencia muy firme. Tenía un código de seguridad único que Rosa María había apuntado en su libreta de códigos, así la llamaba, que usaba para todas sus contraseñas: la primera letra del nombre(R), el mes de su nacimiento (11) y las dos últimas cifras de su año de boda (72).
Si fallaba por la mínima, la maleta tendría que romperse para abrirse. Estaba hecha a prueba de todos los desafíos posibles. En la mente y el corazón de RM, como le gustaba llamarse a sí misma, ese objeto era su bien más preciado, su guardiana al más puro estilo medieval, tantos los poderes que le atribuía.
A pesar de haberla cerrado ya, decidió abrirla para repasar su contenido. Recordó cuántas veces la había usado. Cinco meses antes de la fecha prevista para que naciera su hija, la llenó de puntillas blancas y de diminutos jerséis tejidos con sus manos, utilizando una amplia gama de colores. Casi todos, menos el verde, odiaba el color verde.
La operación de su marido fue otro momento en que la maleta de emergencias jugó un papel destacado. En el hospital suavizó la amargura del momento gracias a que había preparado ropa para ambos, crema hidratante, una radio pequeña para Tomás con varios paquetes de pilas y crucigramas con bolígrafos azules para los tiempos muertos durante la recuperación. Por desgracia, ni pudo hacer crucigramas ni le dejaron usar la crema hidratante sobre el cuerpo de su esposo. Del quirófano pasó a la UVI y de allí a la tumba familiar.
El único viaje que emprendió fue para despedir a su prima Luisa. No era una emergencia, es verdad, porque desde que enfermó hasta que se decidió visitarla transcurrieron casi dos años, pero quitar el polvo de su maleta o preparar sobre la cama las prendas elegidas, le ilusionó tanto que cuando regresó del viaje tomó la firme decisión de tenerla siempre cerca y sacarle brillo, día por medio, con una espuma limpiadora francesa que consiguió en un aeropuerto.
En su habitación, al lado de la puerta, junto al galán en el que aún conservaba la última camisa que su marido vistió, colocó la maleta por si una emergencia la requería. No permitió que su hija la subiera al maletero, tenía la necesidad de mirarla desde la cama, pues tenía la certeza de que brillaba suavemente en la oscuridad.
Ese día iba a ordenar los cajones de ropa interior blanca. Mientras los doblaba con esmero, escuchó en la radio una noticia que la preocupó sobremanera, advirtiéndole de que todo cuidado es poco, que no hay límites para los peligros que pueden correrse. Abrió de nuevo la maleta. No estaba tan bien equipada como imaginaba. Con impaciencia empezó una fragosa labor de selección de fotografías, cartillas bancarias, escritos o informes médicos que continuó con la decisión de formar dos carpetas: una que denominó Médicos y otra Fotografías. Al lado de la maleta, lo suficientemente cerca como para que en un segundo pudiera cogerla como si de un testigo en una carrera de relevos se tratara, guardó en una tercera carpeta lo que denominó Documentos oficiales, imprescindibles para su identificación.
Ahora sí estaba preparada. El ruido del teléfono la sobresaltó. Era su amiga Alejandra para invitarla a tomar un café tras la misa vespertina, un ritual al que jamás faltaba.
- ¿Has oído la noticia del incendio en un edificio de esa ciudad rusa? Pobre gente, se han quedado sin nada. Vaya desgracia. ¿¡Te imaginas perderlo todo!? Yo no puedo imaginarlo…
- Sí es una lástima todo lo que sucede en el mundo, pidamos a Dios por ellos.
- Fue un brasero, o una vela, sí, eso dijeron… Nunca tendría una en casa, son muy peligrosas, lo arrasan todo.
Con disimulo, Alejandra miró hacía la bolsa en la que había puesto un juego de velas blancas compradas para regalar a su amiga.
- Mujer, qué cosas tienes. A mí me gustan las velas…
- No, no, no, son peligrosas, ya lo ves.
- Yo no entendí que una vela fuera la causa de ese incendio, pero si tú lo dices. Anda, ven, tomemos un café.
- No, ahí no entramos, vete tú a saber cómo lavan las tazas, recuerdas la última vez… una pelusa en el vaso. No, vamos a mi casa. Además te quiero enseñar algo.
Antes de entrar, Alejandra tuvo que descalzarse en la puerta. Era otra de las exóticas costumbres de su amiga.
- Mira, esta es mi maleta de emergencias y aquí tengo la carpeta de todos mis documentos importantes. También he guardado tres mil euros. Rosa María bajó el volumen de su voz mientras se acercaba a su amiga, cada vez más asombrada. ¿Tu maleta de qué? ¿Cómo sabes qué puedes o no necesitar, o cuándo vas a necesitarlo? Siempre habrá tiempo de preparar algo si sucede una emergencia. ¡Qué exagerada eres! A la vez que emitía este comentario Alejandra hizo el ademán de acercarse a tocar la maleta. Rosa María reaccionó volviendo a colocarla los dos centímetros más atrás que se había desplazado con el toque de la amiga.
- Sí, como los de esa ciudad rusa, claro, todos muertos y los que no, sin documentos, ni ropa, ni dinero… ¡qué horror!
- Eres la mujer más previsora y cuidadosa que conozco, mira, qué te parece si hacemos juntas un viaje; al fin y al cabo tú ya tienes preparada la maleta, y yo la hago en un segundo con cuatro cosillas.
Rosa María cerró con énfasis las dos cerraduras de la casa nada más despedir a la visita. Vivía sola, era viuda, debía tener cuidado.
En la cama se acomodó el camisón blanco de los jueves pensando en la conversación que había tenido. Sentía lástima por ella, también estaba sola y sin embargo parecía que todo le daba igual. Tenía que ir al baño, eran las doce y cuarto, en dos horas se levantaría otra vez y a las seis y media la tercera. Su vejiga era un reloj implacable.
Nunca encendía la luz al levantarse de noche, conocía el recorrido. Al llegar al baño pulsó el interruptor pero un chasquido seguido de un ligero calambre, hizo que el fluorescente no se encendiera dejándola completamente a oscuras en una noche de luna nueva.
El corazón comenzó a galopar dentro de su pecho. No entendía qué ocurría pero intuía que nada bueno. Repasó mentalmente: había cerrado la puerta con los dos cerrojos, había desenchufado la televisión, había comprobado las ventanas… La distancia hasta su habitación se le hacía insuperable. Debía salir de la casa, pero antes tenía que coger la maleta. Decidió avanzar, de repente se sintió torpe, pesada, tropezó con la estantería, lo que hizo que varias figuras de la vitrina se cayeran al suelo. El estruendo la alteró aún más. Y la pierna derecha le quedó dolorida.
Había perdido el sentido de la orientación, su casa era un lugar aterrador. Procuró trazar un plan, moverse con disciplina militar, la guerra parecía haber comenzado. La cocina estaba antes que su dormitorio. Aumentó el dolor de la pierna con la que había tropezado. Notaba cómo un líquido se esparcía por su tobillo. Estaba herida, malherida pensó, la sangre iba a dejarla mareada en breve, en no más de cinco minutos perdería la conciencia. El móvil lo tenía en la mesilla cargándose, ¡inconsciente!, no podía comunicarse, moriría allí sola, en un espantoso pasillo…
Al agacharse para tocar la posible herida, palpó algo a su lado. Parecía una bolsa, siguió investigando a oscuras sin saber qué hacía allí, en medio, una bolsa. Dentro había dos cilindros de cera. Su angustia iba en aumento. Lo que faltaba ahora: unas velas, con lo peligrosas que son… No sabía si correr hacia la puerta o llegar al dormitorio para morir allí, junto a la maleta. Optó por lo segundo. No quiso mirar atrás, dio un salto acurrucándose dentro de la cama y se tapó con el edredón todo lo fuerte que pudo.
Un rayo de luz mañanero la despertó. Estaba sudorosa y cansada, se colocó el camisón engurruñado alrededor de su cuerpo. Unos pequeños restos de sangre seca procedían de una pequeña herida en el pie derecho. Dos velas blancas permanecían esparcidas de forma desordenada a la entrada de la habitación.
Frente a ella la maleta roja la miraba dispuesta para cualquier emergencia.