La loba Por Giovanni Verga (1880)

 Giovanni Verga (Catania, Sicilia, 1840-1922). Principal representante del verismo, es también el principal renovador de la novela italiana, género al que alejó de la influencia de Manzoni. Estudió derecho en Catania. El éxito que obtuvo con la novela Los carbonarios de la montaña (1861-1862) le movió a trasladarse a Florencia (1865) y luego a Milán (1872). Durante esta época publicó novelas influidas por el naturalismo francés, que constituyen las primicias del verismo: Una pecadora (1866), Historia de una curruca (1870), Tigre real (1875), Eros (1875) y, sobre todo, el relato Nedda (1874), recogido en Primavera y otros relatos (1876).

La loba (1880) está considerada como un modelo de síntesis expresiva, con la que se desarrolla una tormenta erótica en torno a una mujer sexualmente libre en un medio rural dominado por un catolicismo  represivo arcaico. Así se enfrenta la “imprescindible” represión de los instintos con la “indomable” necesidad de alimentarlos, al margen de cualquier límite moral.

A diferencia del naturalismo francés, el verismo de Verga se orienta hacia la representación de la alienación en el medio rural. A esta orientación pertenecen sus obras maestras: La vida de los campos (1880) -que recoge Cavalleria rusticana, adaptada posteriormente a la ópera- y Los Malavoglia (1881), primera novela del ciclo Los vencidos, que debía constar de cinco novelas y del que sólo se publicó la segunda, Maese don Jesualdo (1889).

A esta época pertenecen también los Relatos rústicos (1883), Por los Caminos(1883), Vagabundeo (1887). En 1893 regresó a Catania, donde publicó los relatos de Don Candelero y Cía (1894) y Del tuyo al mío (1905). También compuso piezas teatrales, la mayoría adaptaciones de su obra narrativa.


Era alta, flaca, pero con los senos firmes y vigorosos, aunque ya no era joven; pálida, como si fuera víctima de la malaria, y sobre esa palidez dos ojos grandes y dos labios frescos y rojos, devoradores.

En el pueblo la llamaban La Loba porque nunca se saciaba de nada. Las mujeres hacían la señal de la cruz al verla pasar sola, como perra sarnosa, con el paso receloso y vagabundo de loba hambrienta. Con sus labios rojos devoraba a sus hijos y maridos en un abrir y cerrar de ojos, y los traía al trote con su sola mirada de Satanás, incluso cuando estaban ante el altar de Santa Agripina. Por fortuna, La Loba nunca iba a la iglesia en Pascua ni en Navidad, ni a oír misa ni a confesarse. El padre Angiolino de Santa María de Jesús, un verdadero siervo de Dios, perdió su alma por ella.

La pobre Maricchia, una buena muchacha, lloraba a escondidas porque, al ser hija de La Loba, ninguno querría casarse con ella, a pesar de tener un buen ajuar y su buena tierra soleada, como cualquier otra muchacha del pueblo.

Una vez, La Loba se enamoró de un hermoso joven que había sido soldado y segaba el heno con ella en las tierras del notario; pero lo que se llama enamorarse, sintiendo que las carnes le ardían bajo el fustán del corpiño, y sintiendo, al mirarlo a los ojos, la sed que se siente en las horas tórridas de junio, en medio de la llanura. Pero él seguía segando tranquilamente y, viendo los montes, le decía:

-¿Qué tiene, doña Pina?

En los campos inmensos, donde solo se oía el revoloteo de los grillos, cuando el sol caía a plomo, La Loba hacinaba, montón tras montón, gavilla sobre gavilla, sin cansarse nunca, sin erguirse un solo momento, sin acercar sus labios a la garrafa, a fin de no alejarse de Nanni, que segaba y segaba, preguntándole de vez en cuando:

-¿Qué quiere, doña Pina?

Y una noche se lo dijo, mientras los hombres dormitaban en la era, cansados de la larga jornada, y los perros aullaban en el inmenso campo negro:

-¡Te quiero a ti! A ti, que eres hermoso como el sol y dulce como la miel. ¡Te quiero a ti!

-Pues yo quiero a su hija, que es soltera -respondió Nanni, sin aguantarse la risa.

La Loba se llevó las manos a la cabeza, se rascó las sienes y, sin decir palabra, se fue. No volvió a aparecer en la era. Pero en octubre, el mes en que se extrae el aceite, volvió a ver a Nanni, porque él trabajaba cerca de su casa y el ruido de la guadaña no la dejaba dormir durante toda la noche.

-Coge el costal de aceitunas y ven conmigo -le ordenó a la hija.

Nanni empujaba las aceitunas con una pala, para que cayeran debajo de la muela, y le gritaba “¡Arre!” a la mula, para que no se detuviera.

-¿Quieres a mi hija Maricchia? -le dijo doña Pina.

-¿Qué le va a dar usted a Maricchia? -le preguntó Nanni.

-Tiene lo que le dejó su padre; además, le doy mi casa. A mí me basta con un rincón en la cocina, donde pueda tenderme en un jergón.

-De ser así, ya hablaremos de eso en Navidad -le dijo Nanni.

El joven estaba muy sucio y embarrado de aceite y de aceitunas puestas a fermentar, y Maricchia no lo quería bajo ningún aspecto; pero la madre la agarró por los cabellos, frente al fogón, y, rechinando los dientes, le dijo:

-¡O te casas con él o te mato!

La Loba estaba como enferma, y la gente andaba diciendo que cuando el diablo envejece se vuelve ermitaño. Ya no andaba aquí y allá, ya no se paraba bajo el umbral de su casa, con aquellos ojos de endemoniada. Cuando lo miraba cara a cara, su yerno se echaba a reír, sacaba la imagen de la Virgen y se santiguaba. Maricchia se quedaba en casa, amamantando a sus hijos, mientras su madre se iba al campo a trabajar con los hombres, como cualquiera de ellos, aunque soplara el cierzo en enero o el siroco en agosto, cuando los mulos andan con la cabeza gacha y los hombres duermen de bruces, al abrigo de los muros. En las horas que van de la víspera a la nona, en las que ninguna mujer buena sale de paseo, La Loba era la única alma que vagaba por el campo, sobre las piedras ardientes de los senderos, entre los rastrojos requemados, en la inmensa llanura que se perdía en el bochorno, lejos, lejos, hacia el Etna caliginoso, donde el cielo se aposentaba en el horizonte.

-¡Despierta! —le dijo La Loba a Nanni, que dormía en una zanja, al lado de un matorral polvoriento, con la cabeza entre los brazos-. Despiértate; te traigo vino para que te refresques la garganta.

-¡No! ¡No hay mujer buena entre la víspera y la nona! -gemía Nanni, metiendo la cabeza entre la hierba seca de la zanja, mesándose los cabellos-. ¡Váyase, váyase! ¡No vuelva nunca a la era!

Y La Loba se marchaba, amarrándose las trenzas soberbias, mirando fijamente el sendero y el rastrojo caliente, con sus ojos negros como el carbón.

Pero La Loba regresó a la era muchas veces, y Nanni dejó de protestar. Más aún, cuando ella tardaba en llegar, en las horas que van de la víspera a la nona, él la esperaba en lo más alto del sendero blanco y desierto, con la frente bañada en sudor. Después, volvía a mesarse los cabellos y a gritarle otra vez:

-¡Váyase, váyase! ¡No vuelva más a la era!

Maricchia lloraba noche y día, y miraba a la madre con ojos quemados por el llanto y los celos, como una lobezna, cuando la veía regresar del campo, pálida y muda.

-¡Malvada! -le decía-. ¡Madre malvada!

-¡Cállate!

-¡Ladrona, ladrona!

-¡Cállate!

-¡Voy a ir a la policía! ¡Voy a ir!

-¡Pues ve!

Y fue de verdad, cargando a los hijos, sin ningún miedo y sin derramar una lágrima, como una loca, porque ahora también amaba al marido que le habían impuesto, sucio y embarrado de aceite y aceitunas puestas a fermentar.

El sargento mandó a llamar a Nanni; lo amenazó con mandarlo a la cárcel y luego a la horca. Nanni se arrancaba los cabellos y sollozaba, pero ni siquiera intentó disculparse.

-¡Es la tentación! –decía-. ¡Es la tentación del infierno!

Se arrojó a los pies del sargento, rogándole que lo mandara a la cárcel.

-¡Por caridad, señor sargento, líbreme de este infierno! ¡Ordene que me maten o que me manden a prisión! ¡No deje que vuelva a verla otra vez! ¡Nunca!

-¡No! –contestó por su parte La Loba al sargento-. Solo tengo un rincón en la cocina, para dormir. ¡Y la casa es mía! ¡Yo no me voy!

Días después, un mulo pateó a Nanni en el pecho y, pese a estar a punto de morir, el párroco no quiso llevarle los santos óleos. La Loba no salía de la casa, y cuando al fin se fue, Nanni pudo prepararse entonces para morir como buen cristiano; se confesó y comulgó, dando tantas muestras de arrepentimiento y contrición, que todos los vecinos y curiosos lloraban ante la cama del moribundo. Y más le hubiera valido morir ese mismo día, antes de que el diablo volviese a tentarlo y a clavársele en el alma y en el cuerpo cuando sanó.

-¡Déjeme en paz! -le decía a La Loba-. ¡Por caridad, déjeme en paz! He visto a la muerte con mis propios ojos. La pobre Maricchia está desesperada. ¡Ahora todo el pueblo lo sabe! Dejar de verla es mejor para usted y para mí…

Y él hubiera querido arrancarse los ojos para no ver los de La Loba, que, cuando se clavaban en los suyos, le hacían sentir que perdía el cuerpo y el alma. Ya no sabía qué hacer para librarse del hechizo. Mandó a decir misas en sufragio de las almas del Purgatorio; fue a pedir ayuda al párroco y al sargento. En la Pascua fue a confesarse, y lamió seis palmos del atrio, delante de todos, como penitencia. Después, dado que La Loba no dejaba de incitarlo, le dijo:

-¡Óigame bien! Que no se le ocurra venir a buscarme a la era, porque, como hay un Dios en el cielo, ¡la mato!

-¡Mátame! —le dijo La Loba—. No me importa, porque sin ti no quiero vivir.

Cuando volvió a divisarla a lo lejos, en medio del sembrado verde, dejó de escardar la viña y fue por el hacha que pendía de la rama de un olmo. La Loba lo vio llegar, pálido y trastornado, con el hacha que relumbraba con la luz del sol; pero ella no se detuvo ni bajó los ojos, y fue a su encuentro, llevando entre las manos un manojo de amapolas rojas y comiéndoselo con sus ojazos negros.

—¡Ay! ¡Maldita sea su alma! —murmuró Nanni.

 

“La lupa”
Vita dei Campi, 1880

“Nadie nos oye”, de Nando López, una gran novela negra de aquí y ahora

Por Horacio Otheguy Riveira

Nadie nos oye es un título que se pega al lector, que provoca inquietud desde la primera página en que se tiene la noticia de un asesinato brutal. Un título, el de Nadie nos oye, con una carga de misterio que se va desvelando, pero cuya explicación absoluta queda a cargo del lector. En cuanto sus manos cierran el libro por última vez, sabe que releerá algún capítulo para acabar de comprender la compleja trama policiaca propia del género, pero sobre todo porque da mucho gusto volver a tomar contacto con escenas planteadas como guión de una película (Matrix se cita varias veces, por ejemplo) o de una serie con bastante acción, personajes atractivos y mucho suspense, acaso como Juego de Tronos (“… me pregunto qué hago con todo lo que no me gusta de mí y si alguna vez, en lugar de esconderme en un agujero, seré capaz de alzar la voz y, como el mismísimo Jon Snow, me ofreceré a salir voluntario en busca de la verdad más allá del Muro” [pág. 74], e incluso un breve homenaje a una de las series preferidas del autor de esta novela, al citar The Wire [pág. 49].

La agilidad de su texto no implica que pase con ligereza por temas tan importantes como la amistad, los primeros escarceos sexuales, el remordimiento de los protagonistas o secundarios personajes adolescentes. Todo tiene el buen empaque de una novela periodística muy bien documentada donde los jóvenes descubren que pueden confiar en algunos adultos con experiencias de vida conflictivas (como la de la psicóloga Emma), así como otros se definen como enemigos para siempre por su sobrecarga de prejuicios y ansiedades al borde de la psicopatía, incapaces de empatizar con los estudiantes-deportistas.

Nadie nos oye transcurre en un Instituto español con un Club deportivo en el que se juega Waterpolo femenino y masculino. En torno a un campeonato clave para evitar la fuga de patrocinadores, se produce el crimen que ha de ser investigado mientras también los jóvenes Vera y Quique se investigan a sí mismos en diferentes procesos personales. Una violación, unas caricias de dudoso consentimiento, la agresividad latente o explosiva se sostiene con una prosa de formidable lenguaje en el que confluye la claridad con la emotividad contenida, adecuadamente controlada para contar una historia cargada de emociones.

Indicada a partir de 14 años, tiene un nivel de lectura muy apetecible para adultos de cualquier edad, ya que otro de los alicientes del autor de obras también valiosas como La edad de la ira y Los nombres del fuego, radica en su cautivadora manera de llevar a los más jóvenes a empatizar con personajes de su ámbito y comprender las dificultades de los personajes adultos, y viceversa.

Bajo el sinuoso susurro del Nadie nos oye, quien haya superado “técnicamente” la adolescencia revive su propia experiencia en aquellos tiempos. Emociona el encuentro entre generaciones con demasiados puntos afectivos en común. Algo similar a lo que Nando López sugiere en su Taller de Escritura para Adultos que quieren escribir ficción para Jóvenes: la escritura de una carta del yo adulto al yo adolescente. Un lugar de encuentro donde destacamos los muchos puntos en común en la lucha cotidiana por encontrar su propia voz y defenderla lo mejor posible.

Nadie nos oye, un título que no se menciona en ningún momento, pero que recorre las intimidades, los secretos, las angustias y la esperanza de todo el libro, bien cargado de personajes muy interesantes, algunos de ellos profundamente inolvidables:

“Cada libro tiene tras de sí su propia historia. Encuentros, a veces buscados y a veces azarosos, que me permiten imaginar las vidas que recorrerán sus páginas. Y en la escritura de Nadie nos oye fue esencial que la casualidad me permitiese conocer a cinco jóvenes extraordinariamente talentosos en lo deportivo y muy lúcidos en su visión de la realidad. Gracias, Iván Alcón, Eva Arteaga, Daniel Blázquez, Lydia Fraga y Marta Ojeda, por ser, para mí, un referente de madurez, coherencia y afán de superación. Y por haberme regalado, entre batidos y risas, las ganas de escribir esta novela”. Nando López

Nadie nos oye, Editorial Santillana, Colección loqueleo. A partir de 14 años

La hermanita Por Ana Riera

A María le encantaba jugar con sus muñecas. Se pasaba horas vistiéndolas, peinándolas e imaginando mil historias. Por eso se emocionó tanto aquella tarde. Era domingo, lo recordaba porque habían ido a comer a casa de su abuela. Ya de vuelta, su padre la sentó sobre su regazo y le dijo que tenían algo importante que contarle. “Dentro de un par de meses vas a tener un hermanito.  Por eso a mamá le está creciendo la barriguita, porque el bebé está dentro”. María había abierto los ojos como platos. Su madre se sentó a su lado, en el sofá, y le acarició el pelo. “Ven, pon la mano sobre mi barriga. ¿Lo notas? ¿Notas cómo se mueve? Eso es porque tiene ganas de salir y poder jugar contigo”. María se quedó fascinada. Iba a tener un bebé de verdad. Sin duda, era el mejor regalo que podían hacerle.

Los dos meses siguientes se le hicieron larguísimos. Siempre que tenía ocasión acribillaba a preguntas a su madre. “¿Tendrá el pelo rubio como el mío? ¿Le gustará el chocolate? ¿Me dejará que le trence el pelo? ¿Sabrá jugar a la rayuela? A pesar de que sus padres respondían pacientemente todas sus preguntas, no conseguían sosegar sus ansias. ¡Tenía tantas ganas! Todas las noches, metida en la cama, imaginaba cómo sería su hermanita. Porque, aunque le habían dicho que no sabían si sería niño o niña, ella había decidido que sería una niña como ella. Como sus muñecas.

Por fin llegó el día. Su padre la despertó y le dijo que se iban al hospital, que el bebé ya estaba de camino. Ella se quedó con su abuela. Estaba tan emocionada que apenas probó bocado. “Pero bueno, bonita. Si apenas has comido nada. ¿Qué te pasa?”. “Es que estoy muy nerviosa, abuela. ¡Tengo tantas ganas de conocerla! Su abuela hizo todo lo que pudo para tenerla entretenida, pero ella tenía la cabeza en otro sitio y por mucho que se esforzara, no podía hacer otra cosa que pensar en su nueva hermanita y en todo lo que iba a hacer con ella.

Entonces sonó el teléfono. Cuando su abuela colgó el aparato, María estaba a sus pies, con ojos expectantes. Tenía el corazón desbocado y la boca seca. “Ha salido todo bien. Has tenido un hermanito. Se llamará Juan”. María miró atónita a su abuela. No comprendía lo que había sucedido. “No puede ser, seguro que no lo has entendido bien”. “¿A qué te refieres, cariño? ¿Qué es lo que ocurre?”.

“Pues que yo quería una hermanita, tenía que ser una hermanita. Yo no quiero ningún hermanito”. Tenía los ojos desencajados y le temblaba la voz de rabia. Su abuela la contempló preocupada. Intentó calmarla. “Anda tontina, viene lo que viene. Se ha hecho un poco tarde, y tanto tu madre como el pequeño tienen que descansar. Pero mañana, en cuanto desayunemos, iremos a conocerlo. Ya verás como en cuanto le veas, te gusta”. Se acercó para darle un beso, pero María se dio la vuelta, salió corriendo por el pasillo y se refugió en su dormitorio dando un portazo que ladeó uno de los cuadros que colgaban de la pared.

Al día siguiente se hizo la remolona todo lo que pudo. Tardó en salir de la cama y en vestirse, se manchó expresamente mientras desayunaba de modo que tuvo que cambiarse de ropa y no paró ni un instante quieta mientras su abuela intentaba peinarla. “Madre mía, si parece que tienes el baile de san vito. Así no hay quien deje la trenza tiesa”. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, a media mañana estaba lista para ir a conocer a su hermanito. Desesperada, se echó al suelo y empezó a repartir golpes a diestro y siniestro. La rabieta se prolongó más de media hora. Solo cesó cuando la abuela claudicó y le dijo que estaba agotada y que no tenía cuerpo para seguir batallando con ella.

María pensó que había conseguido que su abuela le hiciera caso y se pusiera de su parte. Pero lo cierto fue que la dejó con la vecina de enfrente y se marchó al hospital. Antes de cerrar la puerta, le dijo “Yo sí quiero conocer a ese muchachito. Seguro que es precioso. Tú te lo pierdes”.

Sentada en el sofá de la casa de enfrente, con los brazos alrededor de las rodillas encogidas, se sintió terriblemente desgraciada. El bebé acababa de llegar y ya todos le daban la espalda. Pero María era una niña lista. Se dio cuenta en seguida de que enfurruñándose y poniéndose en contra de él no hacía sino empeorar las cosas. Si quería ganar, si quería recuperar lo que era suyo, tenía que actuar de otro modo. Por eso se pasó el resto del tiempo, mientras esperaba que regresara su abuela, pensando cómo iba a comportarse.

Tras darle muchas vueltas, decidió que sería una niña encantadora, que se mostraría cariñosa y solícita con el pequeño. Aunque solo cuando hubiera algún adulto delante. Cuando por fin sonó el timbre, respiró hondo y puso a prueba su plan. “Abuela”, exclamó mientras se abalanzaba sobre ella con los brazos extendidos y una sonrisa de oreja a oreja. “Por fin has vuelto. ¡Qué bien!”. “Vaya, me alegro de que ya no estés enfadada, porque cuando te enfadas te pones muy fea”. Por un breve instante, a María se le torció el gesto, pero se recompuso de inmediato. “¿Cómo está el hermanito? ¿Es guapo? ¿Se parece a mí?”. “Pero bueno, ¡cuántas preguntas! Anda, deja que me quite los zapatos, que me están destrozando los pies, y te preparo unas tortitas con chocolate. Y mientras meriendas, te cuento todo lo que quieras saber”.

Al día siguiente por la tarde, aparecieron sus padres. Su madre llevaba algo en los brazos. Parecía un fardo. Se sentó en el sofá con delicadeza y le dijo que se acercara. “Ven a conocer a tu hermanito, preciosa”. María se acercó sin prisas. Su madre apartó un poco la mantita que envolvía al pequeño. Una carita sonrosada asomó por entre la ropa. Tenía muy poquito pelo, apenas una pelusilla, y unos ojos grandes muy abiertos. No tardó en volver a cerrarlos y empezó a hacer unos movimientos muy extraños con la boca, como si quisiera chupar un caramelo invisible. No le pareció muy espabilado. “Será más fácil de lo que esperaba”, pensó para sí.

Al levantar la mirada, vio la expresión expectante de todos los adultos. Supo intuitivamente que debía decir algo bonito, para que se quedaran tranquilos y la dejaran en paz. “Es muy pequeñito, parece una de mis muñecas. Hola Juan. Yo soy María, tu hermana mayor.”

Desde ese día, cuando estaba con algún mayor se dedicaba a hacerle carantoñas y a lanzarle besitos por el aire luciendo la mejor de sus sonrisas. Pero cuando se quedaba a solas, se dedicaba a maquinar todo tipo de pequeñas torturas. Por la noche se obligaba a permanecer despierta leyendo cuentos. Se refugiaba bajo las sábanas con su linterna morada y se hacía la dormida cuando sus padres entreabrían la puerta para comprobar que todo estaba en orden. Luego, cuando por fin la casa se quedaba en completo silencio, llegaba su momento de gloria. Se deslizaba silenciosa fuera de la cama, se colaba en el dormitorio del bebé y ponía en práctica las cosas que había imaginado. Le quitaba el chupete y lo tiraba al suelo, como si se hubiera colado por entre los barrotes. O lo destapaba para que cogiera frío. Su preferida, no obstante, consistía en pellizcarle los brazos y escabullirse antes de que alguien apareciera para ver por qué lloraba desconsolado. Le encantaba esperar tras la puerta hasta que oía a sus padres apresurarse hacia la habitación del pequeño para consolarlo y volver luego arrastrando los pies para desplomarse sobre la cama, rendidos y sin comprender del todo lo que ocurría.

Esa noche estaba más enojada que nunca. Juan llevaba un par de días malito y a ella no le habían hecho ni caso. Tumbada en su cama, mientras esperaba que sus padres se acostaran, recordó algo que había visto en una película. Era una película para mayores, pero sus padres habían olvidado apagar el televisor. Entró a hurtadillas y se acercó a la cuna. Dormía plácidamente. No le extrañó. Seguro que se sentía muy orgulloso. Solo tenía que llorar para conseguir todo lo que quería. Cogió el cojín que descansaba sobre el sillón que usaba su madre para darle de mamar. Se parecía al de la película. Se asomó por encima de los barrotes y se inclinó hacia delante. Estaba a punto de alcanzar su boca, cuando Juan abrió los ojos de par en par. Ella se detuvo, indecisa. Entonces él, sin previo aviso, se puso a reír moviendo entusiasmado las manos y los pies.

Su risa era peor que su llanto, más ofensiva. Le retumbaba en los oídos, no podía soportarlo. Cogió con fuerza el cojín y se lo puso sobre la boca con firmeza, para acallarlo. El ruido cesó casi de inmediato. Sus movimientos descontrolados se prolongaron un poco más. Cuando todo terminó, María dejó escapar un profundo suspiro, devolvió el cojín a su sitio, le echó un último vistazo a Juan y se marchó. El resto de la noche durmió de un tirón.

Por la mañana temprano, asistió encantada al zafarrancho que se organizó en su casa. Parapetada bajo las sábanas, aguzó sus cinco sentidos para no perderse detalle. Supo por la intensidad de los gritos y los sollozos que había vencido. Por fin volvía a ser la única reina de su casa.

 

 

El arlequín Por Paula Alfonso

Hay canciones que son como caricias, te permiten subir en las notas de su melodía y con los ojos cerrados cabalgar hasta límites nunca imaginados; otras, sin embargo, necesitan ser escuchadas con la máxima atención porque cada frase, cada párrafo guarda el mensaje que podría dar solución algunas de esas preguntas para las que no encuentras respuesta

 

El timbre de la puerta me interrumpió, presioné la tecla de guardar y me dispuse a salir del cuarto, pero antes levanté el brazo del viejo tocadiscos y la melodía dejó de sonar. De nuevo el timbre

¿Quién es?

Daniela, soy yo, Patri, tu compañera de carrera, Patricia Juárez.

Me llevó unos segundos recuperar la imagen risueña y divertida de Patri; Patri, claro que sí. Abrí la puerta y nos fundimos en un caluroso abrazo.

Qué sorpresa, y cuánta alegría me da volver a verte. No has cambiado apenas nada, pero pasa, pasa, por favor.

Lejos de aceptar mi invitación, y todavía sonriente, me hizo un gesto para que mirara hacia abajo; cogida de su mano había una niña; una niña preciosa.

¡Pero!, ¿no me digas?, qué bonita es, ¿cuántos años tiene?

Díselo tú – animó a la niña.

Cinco – respondió la pequeña turbada por la timidez.

No podía dejar de mirarla, el gorro que cubría su cabeza enmarcaba una cara redonda en la que deslumbraban unos ojos azules tan intensos y brillantes que en la semipenumbra de la escalera parecían auténticos faros. Venía embutida en un abrigo azul marino con botones dorados que a todas luces le quedaba escaso y que seguramente le estaría resultando incómodo, unos leotardos blancos y zapatos de charol negro.

¿Cómo te llamas?, le pregunté agachándome hasta su altura.

Susana, respondió con un movimiento coqueto de cabeza.

Pues venga, Susana, vamos a entrar.

 

Las conduje hasta el salón y llevé sus abrigos a mi cuarto. Según los depositaba en la cama, al sentir entre mis dedos la delicada suavidad de la bufanda de la niña no pude evitar la tentación de enterrar mi cara en ella y respirar su aroma; durante segundos pude verme de nuevo cogida de la mano de mi madre paseando por ese Madrid del que hoy queda ya muy poco.

Cuando volví al salón, Patri atusaba la suave melena de la pequeña, alborotada tras quedar liberada del gorro, mientras le advertía en voz baja: Pórtate bien, sé obediente y no manches ni estropees nada.

No te preocupes, tu hija tiene cara de buena y se va a comportar como una señorita, ¿verdad que sí?

No, verás, en realidad no es mi hija sino mi sobrina, tenemos una historia un poco triste… -tomó a la niña por la cintura, la atrajo hacia ella para tenerla más protegida entre sus brazos y me contó.

Mi hermana, la mamá de Susana, nos dejó hace un año, se fue al cielo, ¿verdad cariño? Al principio lo pasamos mal, lloramos mucho, pero nos hemos unido y ya no estamos solas, Susana me hace compañía a mí y yo se la hago a ella, ¿a que es así, cielo mío?

La niña con su mirada perdida entre los enseres que había en la habitación no respondió; serían tantas las veces que habría oído aquella historia que ya no le despertaba el más mínimo interés, pensé.

¿A que sí cielo mío? – insistió su tía.

La pequeña se limitó a hacer un leve asentimiento de cabeza.

Entendí que por el bien de todas era momento de cambiar de conversación.

¿Qué queréis tomar?

Para mí, si tienes, una cerveza, gracias, y para Susana un vaso de leche, ¿verdad cariño?

Otro movimiento de cabeza, como respuesta.

Cuando volví de la cocina con la bandeja, Patri ojeaba sin mucho interés una revista mientras que la niña se había desplazado hasta el rincón donde tengo la vitrina y observaba atentamente lo que había en su interior, en especial una de sus figuras, el arlequín.

Dejé las cosas en la mesa y sigilosamente me puse detrás de ella.

¿Te gusta? Es muy muy viejecito, fue un regalo que le hizo mi padre a mi madre durante el viaje de novios cuando pasaron por Venecia.

¿Puedo jugar con él?

No, cielo mío, te lo enseño y después lo volvemos a guardar, ¿de acuerdo?

De acuerdo.

Pero, bueno, Susana, me has prometido que te portarías bien, no le hagas caso, que es muy delicado ese muñeco.

No te preocupes Patri, es normal.

 

Me desplacé hasta la puerta del mueble lo abrí y, sintiendo en mi espalda la mirada atenta de Susana, tomé la figura y con mucho cuidado se la mostré. La niña quedó unos segundos mirándola.

¿Me dejas tocarle?

Bueno, pero con suavidad, ya sabes que es extremadamente delicado.

Acercó su dedo índice a la cara del arlequín y como si dibujara trazó en ella una línea imaginaria, desde la frente hasta la barbilla, pasando por la afilada nariz y los suaves surcos de los labios. Eso es, sin contravenir mis restricciones, pensé. Después buscó la blanca mano de porcelana oculta bajo la manga del traje, la tomó y en tono de despedida dijo: Adiós arlequín, hasta pronto.

Ahora vamos a guardarlo otra vez, ¿te parece?

Asintió con la cabeza.

Metí de nuevo la figura en la vitrina, pero en lugar de ponerlo en su basar la subí al de más arriba, al que quedaba más alejado del suelo.

Ya sé, te voy a traer unos lápices de colores y unos folios para que pintes lo que quieras.

 

Sobre la alfombra coloqué una bandeja y en ella todo lo que pensé que podía entretenerla; cuando me aseguré que iniciaba sus garabatos fui a sentarme en el sofá con mi amiga.

Me contó que su hermana se quedó embarazada mientras estaba en África como cooperante de una ONG, la familia le pidió que volviera a España, que no diera a luz en aquellas condiciones, pero se negó y, sin embargo, todo fue bien, la niña nació y creció sin problemas, hasta que una tarde recibieron la noticia del trágico accidente, una bala perdida la alcanzó de lleno, matándola en el acto. Mi amiga tuvo que desplazarse, y tras cumplir los requisitos del sepelio, regresó a España con la pequeña y desde entonces tramitaba su adopción.

Este hecho, me dijo, convertirme en madre de una forma tan inesperada, coincide con uno de los peores momentos de mi vida. Estaba en el paro y su principal motivación para venir a verme era pedirme ayuda, que le buscara algo en la editorial donde yo trabajaba. Tomándola de las manos y profundamente emocionada por lo que me había contado, le aseguré que hablaría con amigos, no solo de mi empresa, sino de otras y en breve todo se resolvería. Más relajadas ya, nuestra conversación derivó hacia el pasado, a nuestros tiempos de estudiantes, nuestras juergas nocturnas, a nuestros ligues…

¿Otra cerveza?

Venga, vale.

 

Me marché hacia la cocina, y al pasar al lado de la niña tuve que detenerme. Echada boca abajo, inmersa en su mundo de fantasía trataba de colorear una figura de grandes trazos, movía sus piernas adelante y atrás a la vez que inclinaba la cabeza hacia un lado y otro buscando la mejor perspectiva de lo que estaba haciendo; qué felicidad, cuánta inocencia. Me agaché, le revolví un poco el pelo y sonriendo continué hacia la cocina, improvisé unos cuantos canapés, los puse en la bandeja con las cervezas y volví con ella para reanudar la conversación con mi amiga. Pero cuando entré en el salón a punto estuve de tirarlo todo. Mi amiga no estaba y su encantadora sobrina había abierto la vitrina, acercado una silla hasta sus basares y sobre ella, de puntillas, estiraba cuanto podía su cuerpo para alcanzar el arlequín. Me adelanté y sólo por décimas de segundo conseguí tomarlo yo primero.

¡Te dije que con esto no se juega!, ¿me oyes? ¡Te lo dije, y odio que no se me obedezca!

La tomé por la cintura y con un fuerte impulso la bajé de nuevo al suelo, – eres una niña estúpida y desobediente. Con el arlequín en la mano volví a cerrar el mueble y en ese momento escuché la puerta del cuarto de baño y a mi amiga acercándose por el pasillo.

Tienes una casa preciosa.

Sí, la verdad es que sí. ¿Me disculpas?, voy un momento a mi habitación.

Ocultando el muñeco para que mi amiga no supiera lo que había ocurrido, me dirigí a mi cuarto y busqué allí el mejor escondite. Me subí en la descalzadora, y lo introduje en la parte superior del armario, entre una torre de viejas mantas apiladas.

Sí, ya sé, soy una histérica –me recriminaba a mí misma, mientras cerraba de nuevo las puertas y devolvía la descalzadora a su sitio– pero nunca me gustaron los niños, tal vez por eso mi reloj biológico, nunca se decidió a funcionar.

Debí llegar al salón todavía alterada porque en los ojos de mi amiga noté cierta curiosidad, pero preferí dar el hecho por zanjado.

Hablamos mucho, y la verdad es que en el resto de la tarde la niña se portó de maravilla; cuando se cansó de pintar empezó a moverse por la sala, pero muy modosita, pidiendo permiso para todo, para ir al cuarto de baño, para asomarse por la ventana, para tomar un vaso de agua en la cocina, fue un cielo, tanto que me hizo poner en duda el comportamiento que había tenido con ella, tal vez me excedí cuando la sorprendí a punto de coger el arlequín, a lo mejor fui demasiado dura, pero por lo cariñosa y zalamera que estuvo todo el tiempo conmigo no parecía guardarme rencor y lo agradecí.

Antes de que se marcharan aseguré de nuevo a mi amiga que movería todos los hilos hasta conseguirle un trabajo, no debía preocuparse tarde o temprano lo tendría. Fui a por los abrigos y yo misma abotoné el de la niña, le puse el gorrito anudándolo bajo su barbilla y envolví su cuello con la suave bufanda.

Adiós, preciosa, ¿me das un besito? Aproveché la cercanía de nuestros rostros para susurrarle al oído: ¿Amigas? La niña me miró, se sonrió, pero no contestó.

Seguimos en contacto.

Claro que sí, Chao.

Cerré la puerta, ordené el salón, y al apilar las hojas coloreadas por la niña para llevarlas al contenedor, me sorprendió uno de sus dibujos, era una especie de muñeco, que a juzgar por los fuertes trazos en color rojo intenso que lo tachaban, no debió resultar muy de su gusto. Fui al cuarto de baño, me lavé los dientes y por último me dirigí a mi habitación, estaba realmente cansada.

Al entrar sentí un mal presagio y enseguida vino a mi memoria la figura del arlequín, puede que todavía me durase el susto, aun así tenía que asegurarme. Tomé la descalzadora, abrí la puerta del armario, introduje mis manos entre las mantas y sí, afortunadamente allí estaba, mis dedos tocaron la fina porcelana de sus piernas y la delicada seda de su traje, con alivio bajé al suelo y me prometí que a la mañana siguiente lo devolvería a su sitio.

Eché hacia atrás la colcha, tomé el libro de la mesilla, encendí la lamparita y al levantar el almohadón para apoyarlo contra el cabecero un intenso escalofrío me recorrió la espalda.

Sobre la sábana, abierta en dos mitades, se encontraba la cabeza del arlequín. Una línea de color rojo intenso, hecha con una de las pinturas que había dejado a la niña, recorría los bordes de la fractura, parecía sangre, iba desde la frente hasta la barbilla y pasaba por la afilada nariz y los suaves surcos de los labios. Para hacer la escena todavía más macabra —como si el propio muñeco lo hubiera pedido para no ser testigo de su tragedia—, sobre los ojos uno de sus brazos brutalmente arrancado. Tomé aquellos restos, los reuní en mis manos y lloré, lloré de pena, de rabia, pero también de impotencia. Me subí de nuevo al armario, busqué entre las mantas y me topé otra vez con la porcelana que en esos momentos me pareció especialmente fría, tiré y saqué una pierna, sola, desvencijada, ridícula, después la otra y finalmente el brazo que faltaba.

La imagen sobre mi cama de aquel cuerpo desmembrado que yo inútilmente intenté reconstruir perdurará en mi mente toda la vida. ¿Cómo lo hizo? ¿Cuándo? Y sobre todo ¿por qué?

No podía permanecer más tiempo en aquella habitación, sentía frío un frío fantasmagórico, avancé hacia la puerta, apagué la luz y me dirigí a mi despacho, encendí la pequeña lámpara e instintivamente, como hago siempre, bajé el brazo del tocadiscos, el plato comenzó a girar y la canción se reanudó donde había quedado interrumpida. Las suaves notas de su melodía alcanzaron rápidamente todos los rincones, mi corazón se fue serenando, me senté en el sillón y cerré los ojos, estaba allí en mi despacho donde nada malo podría sucederme.

El disco seguía y ahora era la voz de una mujer la que cantaba:

La maldad no anuncia ni previene su presencia

La maldad se cuela en tu casa, en tu mundo, en tu alma

Y solo la notarás cuando empieces a sufrir sus consecuencias

La maldad no anuncia ni previene su presencia