El desprecio Por María José Prats

antifaz-negro-con-purpurina-doradaFrida siguió a la muchacha a través de un amplio pasillo. Al fondo, desde el umbral de una amplia puerta de cristal biselado, la esperaba un hombre, vestido con un impecable traje gris.

Al verla, su rostro mostró una extrañeza que Frida advirtió con disimulo. Entraron en el despacho y la invitó a sentarse en uno de los butacones de piel, a la vez que, sin dejar de observarla, hacía lo propio detrás de la mesa del escritorio.

Se hizo un breve silencio mientras el hombre leía un informe. Se le notaba el nerviosismo propio de alguien que no sabe, o no se atreve a opinar. La joven, sentada cómodamente le observaba como otras veces que había ido a buscar trabajo: como si nada pudiera alterarla. Pero esta vez no iba a quedarse callada, sino que, aun temiendo que no estuviera haciendo lo correcto, preguntó:

—Perdone, pero… ¿Hay algún problema? no creo que mi estatura sea ningún impedimento para este trabajo. No me interprete mal, no quiero decir que ser teleoperadora no esté bien, sino que lo importante es mi voz no mi físico. ¿No es así?

Frida esperó la contestación del hombre, que la escuchaba con atención. Parecía mirarla como a un bicho raro, pero eso a ella no le importaba. Sólo esperaba su respuesta.

—Lo importante es la actitud, claro está. Discúlpeme si le he parecido grosero pero es la primera vez…

—Que tiene usted a una enana tan cerca. Normalmente nos tienen para actuar de bufones o en circos… ya sabe. Lo siento, era una broma —dijo avergonzada.

El hombre sonrió abiertamente, ante el comentario de la muchacha

—¡Menudo sentido del humor tiene usted, señorita Álvarez!

—Encuentro muy agradable provocarle simpatía.

—Bien, de acuerdo, puede empezar a trabajar mañana mismo. Antes de irse deje sus datos a mi secretaria.

A la mañana siguiente, una Frida sonriente entró en el edificio con una tarjeta con su nombre prendida en la solapa de su chaqueta azul turquesa. Estaba feliz, llevaba mucho tiempo buscando trabajo y su constancia había resultado positiva. Poco le importaban las miradas de asombro con quienes se cruzaba. Era diferente físicamente pero tan capaz como cualquiera y estaba dispuesta a demostrarlo.

Entró en el ascensor y miró el cuadro de botones, tenía que ir al piso quince pero sus dedos llegaban sólo hasta el décimo. Una mano se acercó a la suya y una voz suave le preguntó:

—¿A qué piso vas?

Miró hacia atrás y la sonrisa blanca y perfecta de un atractivo joven la recibió.

—Al quince, por favor.

Se quedó a su lado hasta llegar a su planta, no quería mirarle porque se iba a notar demasiado, pero podía percibir un fresco olor varonil. Vestía de forma elegante, por lo que alcanzaba a ver de su traje; llevaba un maletín de piel en la mano derecha por la que asomaban los puños de una blanca camisa abotonada con finos gemelos. Calzaba relucientes zapatos marrones. Pensó que con aquella voz y lo poco que acertaba a ver, tenía que ser guapo de narices.

Al llegar a su planta, las puertas del ascensor se abrieron.

—¡Adiós y muchas gracias!

—¡Hasta luego, guapa! —la despidió el hombre mientras unas risitas acompañaban la despedida.

La mañana transcurrió tranquila, y al llegar la hora de la comida Frida recogió su bolso y volvió de nuevo al ascensor. Ahora no le hizo falta ayuda, el botón de la planta baja estaba a su alcance, y se hizo un hueco entre el resto de la gente que entraba.

En la cafetería cogió el menú del día del expositor y buscó una mesa libre.

—¿Has visto a la enana, lo contenta que se ha puesto cuando el tío bueno le ha sonreído?

Frida se puso rígida al escuchar las palabras que salían de una “monada” sentada en la mesa de al lado. La odió en ese momento, no porque estuviera hablando de ella en ese tono, sino porque sabía que la estaba escuchando.

—¡Pobrecita! No debe estar acostumbrada a que le hable ningún hombre y mucho menos tan guapo —remató otra “monada” sentada en la misma mesa.

De repente una voz conocida sonaba a su espalda:

—¿Puedo sentarme?

La pregunta pilló desprevenida a Frida que sobresaltada miró a su interrogador. Era el muchacho del ascensor, y… ¡Estaba como un tren!

Asintió con un gesto, ya que las palabras se resistían a salir de su boca. De reojo vio a las dos “monadas” y se sintió satisfecha.

—Me llamo Alberto, y pareces una buena chica, cosa que por aquí hay bien poco. Me preguntaba si te gustaría venir a una fiesta de disfraces que hacemos todos los años en la empresa.

—¿Yo…? —preguntó asombrada Frida—. Pero si no me conoces de nada.

—Bueno, como te he dicho, tienes cara de ser una buena persona y seguro que te gusta divertirte, ¿o no?

—¡Sí, me encanta! Y hace tiempo que no salgo de marcha. Por cierto, me llamo Frida… Frida Álvarez. ¿Cuándo y dónde es la fiesta?

el-antifaz-4—El sábado a las seis, aquí tienes la dirección —dijo Alberto extendiéndole una tarjeta

— Te espero, Frida, ¿de acuerdo?

—¡Claro! Allí estaré.

—Bueno, pues hasta el sábado entonces.

—¡Adiós! Y gracias —dijo quedándose con la cabeza en las nubes.

Alberto, se dio media vuelta y añadió:

—¡Ah, se me olvidaba! No hace falta que lleves disfraz, tenemos uno de hace unos años y es de tu talla.

El encuentro Por Paula Alfonso

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Un hombre acaba de aparecer por la esquina y enfila la calle con paso lento. Su sombrero bastante calado apenas deja ver si es joven o viejo, rubio o moreno, lleva las manos metidas en los bolsillos y la mirada baja. Va como distraído, ausente. Por el otro lado una mujer se aproxima. Los vuelos de su abrigo siguen el movimiento de su andar rápido, seguro, me recuerda a alguien, pero no sé a quien.

La distancia que al principio les separaba empieza a ser cada vez menor.

Ella se muestra nerviosa, mira a los lados esperando o tal vez temiendo encontrar a alguien, pero es inútil porque ese alguien no aparece, la calle permanece absolutamente vacía, salvo por esa figura que de forma distraída se le acerca.

Ya están próximos. Los zapatos de la mujer resuenan con fuerza en el suelo todavía mojado, imposible que el hombre no haya notado su presencia, pero no, sus ojos continúan fijos en las baldosas de la acera.

Las figuras están ya muy cerca, van a juntarse, la mujer se detiene y duda, el hombre también se para, levanta con lentitud la cabeza y al fin la mira. De pronto un ruido corto, rápido e intenso resuena en el silencio de la noche. La mujer, como una marioneta a la que hubieran cortado sus hilos, cae haciéndose un ovillo sobre el suelo. El hombre permanece de pie, a su lado, absorto ante fijo ese cerco rojo que empieza a surgir por entré la trama del abrigo a la altura del pecho, mira a un lado, hacia otro, se da la vuelta y con grandes zancadas, a punto de echar a correr, consigue alcanzar la esquina y desaparece.

Intento ver más allá, pero la red que mi madre ha puesto en la barandilla para que los juguetes no acaben cayendo a la calle, no me deja. Cojo otra vez la pistola y ya no está fría, su cañón está caliente.

Querido colega Por Carlos Mollá

 

Turkey Vulture of over florida (Wiki Commons)

¡Vamos, hijo, es tu momento!

Mis padres me observaban con una trascendencia que no había notado nunca antes, como si lo que iba a ocurrir fuera a ser lo mejor que me iba a pasar en toda mi vida. ¿Conocerían el terror que se estaba apoderando de mí? Desde luego, yo lo estaba intentando disimular todo lo que podía, pero su media sonrisa delataba que sabían perfectamente el trago que suponía a lo que me iba a enfrentar, porque ellos ya lo habían pasado muchos años atrás. Con su mirada cómplice me transmitían una confianza absoluta de que lo iba a conseguir. Quería creerlo. Sabía que estaba completamente preparado, que era lo que tenía que hacer. No había opción.

Pasé estas últimas semanas tratando de no pensar en este momento. La percepción de que todavía faltaba mucho tiempo, me intentaba convencer de que nunca iba a ocurrir. Me engañaba con la idea de que alguna circunstancia inesperada iba a conseguir librarme de este suplicio. Pero el tiempo es inmisericorde. Esta trampita infantil nunca funciona. Todo acaba llegando. Siempre acabas enfrentándote a lo que más temes y te empeñaste en negar con todas tus fuerzas hasta niveles de una estupidez absurda.

Y aquí estoy, casi paralizado por el miedo, teniendo que cumplir una obligación atávica en mi gente. Tengo que saltar. Con un gran esfuerzo consigo dar dos pasos, más hacia arriba que hacia delante y aproximarme al borde del abismo. No mires abajo, mira hacia delante, piensa que el cielo será tu casa el resto de tu vida. Enamórate de él, me decían mis padres con toda la delicadeza que podían transmitirme.

Por supuesto que lo único que era capaz de hacer era mirar el precipicio que me separaba del suelo. Percibía el vacío que caía con una verticalidad aterradora. Increíblemente también me atraía, como si me quisiera succionar. No conseguía coordinar mi respiración. Inspiraba y resoplaba a la vez, sin orden. Me faltaba el aire en los pulmones. El corazón se aceleró tanto que lo percibí en mi pecho por primera vez en mi vida. Parecía que no estaba muy contento y que quería escapar a toda velocidad.

Por las piernas me suben unos calambres hacia la rabadilla para subir por la columna vertebral hasta la nuca que me descontrola todavía más. Creo que voy a abandonar, creo que no voy a ser capaz. Miro a mis padres suplicándoles para que me rediman de esta tortura. Me devuelven la misma sonrisa que tienen dibujada en su boca desde que empezó este maldito momento.

¿Por qué estoy sufriendo tanto? He visto hacer esto muchas veces a otros compañeros y su naturalidad y facilidad para realizarlo me cargó de confianza estos últimos días, pero ahora no me sirve para nada. Intento convencerme una y otra vez de que si ellos han sido capaces de hacerlo no será tan duro como me imagino. Me doy cuenta de que no basta tener un cuerpo perfectamente formado para conseguirlo. Estoy empezando a temer que mi problema sea mi voluntad, provocado por una terrible debilidad de espíritu. ¿Seré uno de esos casos raros en los que una tara genética me marque para toda la vida como un pelele sin valor suficiente como para no poder hacer lo que todos realizan sin especial mérito? ¿Podría vivir con algo así el resto de mi vida?

No puedo apartar la vista del lejano suelo. Apenas se distingue nada. Sólo veo diferentes tonalidades del verde de las plantas que viven ahí abajo y el frío gris de grandes rocas. Se van descontrolando más funciones básicas que ni siquiera sabía que existían, como la deglución de la saliva y las lágrimas en los ojos. Me nublan la vista y dejo de enfocar los objetos. El paso del tiempo en el borde del abismo me está deteriorando rápidamente.

De pronto una emoción nueva y desconocida inunda mi cuerpo. Un sentimiento explosivo, ancestral, irracional y maravilloso me empuja hacia delante y me encuentro con todo mi cuerpo en el vacío. Suelto un grito imperceptible y dejo de respirar. Cierro los ojos. Instantes después los abro manteniéndolos fuera de sus órbitas. Milagrosamente aparecen funciones autómatas que manipulan mis miembros hasta conseguir volar. Segundos más tarde una vertiginosa caída, donde pensé que perdía el estómago, me encuentro flotando en el cielo prometido por mis padres. Empiezo a controlar mis tareas perdidas, como la respiración y a sustituir lentamente mi pavor por una satisfacción enorme por la tarea conseguida. A pesar de que aún sólo puedo seguir mirando para abajo, mis emociones se van tornando muy, muy agradables. El aire suena diferente que en tierra. Ahora es constante y amigo. Me refresca la cara y en los ojos me ayuda a acompañar mi lloro desconsolado por la proeza conseguida.

Consigo mirar al extremo de mi ala y veo las plumas apuntando hacia arriba, colocadas como las que tantas veces vi mover majestuosamente a mis padres. El aire, que fue tan transparente e inexistente para mí, se va convirtiendo poco a poco en un entorno amigable que me sostiene y me permite mover con una emocionante libertad. Mi primer vuelo, mi bautismo iniciático, tan traumático para un pollo como yo, con sólo unos meses en este mundo, y que me ha convertido al fin en uno de ellos, en un hermoso buitre.

Una inesperada turbulencia me plegó el ala y me movió la silla. Duró un instante, pero el susto me sacó de mi ensoñación. Miré el cielo y no vi ningún cúmulo o nube amenazante. Eché un vistazo al ala tricolor de mi parapente para confirmar que portaba espléndidamente por encima de mi cabeza. Para darme confianza moví los pies como pateando el aire delante de mí y miré el hermoso paisaje que se puede vislumbrar a mil y pico metros del suelo. Esa es la suerte que tenemos los que practicamos este deporte, que lo disfrutamos en parques naturales bellísimos.

Al oír por la radio los gritos del monitor preguntándome   adónde iba, en qué estaba pensando, busco el lugar de aterrizaje y pongo rumbo para allá, imaginando de antemano la bronca que me va a caer en tierra por desviarme tanto del rumbo establecido y rezando para que no haya perdido demasiada altura en este paseo de más que me he mandado y me dé tiempo a llegar con holgura al destino prefijado. En caso contrario procuraré no quedar colgado de alguna encina o caer en un sembrado, que no sé qué es peor. Tiro del mando izquierdo, inclino la vela y echo todo mi peso hacia el punto de giro. En ese momento un buitre, copiándome el movimiento pasa cerca de mí y me mira como quien mira a un querido colega.

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Acuérdate de Torrijos Por María José Prats

—¡No me toques las narices, Jerónimo!

Cualquiera que hubiera visto a Rosario hablándole a un espejo, habría pensado que le faltaba un tornillo. A veces ella también lo pensaba, pero sólo era una forma de no creer lo que veía. Su Jerónimo hacía dos meses que había muerto.

A la vuelta del cementerio, todos se volvieron a sus casas y ella se quedó sola con sus recuerdos, o eso pensaba.

Entró en el dormitorio para limpiar, se acercó al viejo espejo y fue entonces cuando se llevó el mayor susto de su vida. Allí estaba su Jero, con las manos en los bolsillos y el palillo entre los dientes, como siempre, igual que la primera vez que le vio en las fiestas del pueblo.

Dio un respingo y se santiguó: — “Ave María Purísima”— mientras retrocedía hacia la puerta, sin dejar de mirar al espejo.

Salió al pasillo, cerró la puerta de golpe y nerviosa se sentó en la cocina. Siguió con una larga letanía de rezos, mientras el corazón parecía salirle del pecho, al tiempo que comentaba: —¡Es imposible, no puede ser verdad!

Una vez que se hubo tranquilizado, la curiosidad se apoderó de ella, y muy despacio regresó al dormitorio, abrió la chirriante puerta y asomó la cabeza. Como desde el umbral no podía distinguir bien, hizo de tripas corazón y se acercó. ¡No había nadie! Y pensó: —Me estoy volviendo majara—. Suspiró aliviada, recogió los paños de limpieza que había dejado tirados al salir despavorida, y regresó a sus quehaceres.

Al llegar la noche, después de dejar todo en orden, se sentó en el sofá pero vencida por el cansancio decidió acostarse. Se cambió de ropa, se quitó las zapatillas y levantó los ojos hacia el espejo, y allí estaba de nuevo su marido que, con aire socarrón, la miraba sin quitarse el palillo.

–¡Jerónimo, tú estás muerto! ¿Qué es lo que quieres? ¿Que me muera yo también?

Jerónimo la miró, sonrió, y se esfumó diciendo “adiós” con la mano.

Desde ese día, cuando Rosario se iba a acostar, rara era la noche que no se le aparecía.

La mujer empezaba a acostumbrarse a la compañía de su marido muerto, pero pensaba que aquello tenía que tener una explicación y a lo mejor él quería decirle algo. Decidida pensó que tenía que averiguarlo.

Una mañana, se acercó a la iglesia y habló con el cura. Este le dijo que seguro eran imaginaciones, por lo sola que estaba y lo mucho que le echaba de menos. Le comentó que a lo mejor lo que pasaba era que Jerónimo deseaba que le hicieran alguna misa.

Y así lo hizo, no una, sino… tres misas. Pero de nada sirvieron, Jerónimo volvía cada día al espejo.

Una mañana, cuando le tenía delante, le dijo:

—¡No me toques las narices, Jerónimo, si quieres decirme algo, ya… estás tardando!

Y enfadada salió del cuarto hacia la cocina.

Aquella noche soñó con él. Sentía que se acercaba y le decía: —Rosario, cariño, acuérdate de Torrijos—. Al mismo tiempo que pícaramente le guiñaba un ojo.

De ese sueño pasó a otros: regañando a la vecina porque las gallinas se le metían en su corral; yendo a la ciudad a visitar a sus nietos o paseando por el jardín. Pero de todos el único que recordaba cuando despertaba era el de su marido.

Llamó a su hija y le contó lo qué le pasaba.

—Mamá, ¿no fue en Torrijos donde fuisteis cuando hicisteis las bodas de plata?

—¡Ay Dios! Sí, allí fue. ¡Y que bien lo pasamos, hija!

—Pues, eso es, madre, te recuerdas de lo bien que lo pasasteis y por eso sueñas con ello.

Madre e hija siguieron hablando de cosas intrascendentes, hasta que Rosario decidió que había gastado mucho tiempo al teléfono.

El pueblo de Torrijos rondó por su cabeza durante todo el día: las fiestas en la plaza, los paseos cerca del río; las corridas de vaquillas a las que Jerónimo era tan aficionado y aquella habitación del hostal donde después de veinticinco años de matrimonio volvieron a sentirse jóvenes. Sonrió, y esbozando un suspiro se dirigió a la habitación.

Abrió el armario y rebuscó en el altillo hasta que encontró un álbum de fotos con las tapas gastadas por el paso del tiempo. Se sentó en la butaca cerca de la ventana y comenzó a pasar las hojas con fotos de familia, hasta llegar a aquellas que les había hecho un hermano de su marido. Las miró con cariño mientras se limpiaba las lágrimas con el pañuelo. Se detuvo en una donde estaban juntos: ella muy sonriente y Jerónimo muy serio y apuesto, pero con la mirada guasona que le caracterizaba.

Al fijarse observó que un trocito de papel sobresalía por debajo de la foto. Con extrañeza levantó la fotografía y encontró una hoja doblada con cuidado. La desplegó y vio que se trataba de una póliza de seguro.

La mujer no sabía qué hacer. Fijó su mirada de nuevo en la foto, guardó el álbum y cuando cerró el armario, miró hacia el espejo. Allí estaba su marido.

Con el papel en la mano se acercó y casi pegada a él, comentó:  —¡Dios del cielo, Jero! ¿Qué hago yo con esto?

De repente, los rayos del sol atravesaron la ventana iluminando la habitación. Rosario sintió un escalofrío que recorría todo su cuerpo, como si una fuerza sobrenatural hubiera atravesado las paredes del cuarto. Notó la mano de su marido atrayéndola hacia él, su olor, el calor de su cuerpo, una caricia en su rostro y un leve susurro en sus oídos: —Haz lo que debas hacer. Yo estaré contigo.

Rosario volvió en sí, la luz seguía iluminando la estancia, pero estaba sola. Se acercó y besó el frío espejo.

Una vez que se metió en la cama apagó la luz de la lamparilla y se dejó llevar por los recuerdos hacia aquellas largas charlas, cuando ella y su amado Jerónimo, cogidos de la mano, planeaban un futuro.

Cerró los ojos mientras una solitaria lágrima caía sobre la sábana.

 

El anciano Por María José Prats

Pasé por enfrente de su casa y le miré.

El anciano se encontraba a la puerta sentado en una banqueta, con los pies descalzos sobre las rotas baldosas del pavimento. Un sombrero, ya gastado, cubría su cabeza y las arrugadas manos descansaban sobre un viejo bastón de madera, cuyo mango estaba envuelto en un trapo.

Los pantalones arremangados dejaban libres sus blancas y flacas piernas. Tapaba su torso con una camisa mal abotonada y deshilachada.

Mirando hacia la nada, el viejo lloraba y en sus lágrimas expresaba tanto que no me atreví a acercarme. Cambió su mirada fijándola en mí, le sonreí y le saludé con un gesto que me devolvió alzando la mano. Pensé en acompañarle, pero… seguí mi camino, sin lograr convencerme de que hacía lo correcto, no le conocía, sólo le veía cada día al salir de casa.

Mientras me alejaba guardé esa imagen en mi recuerdo. Traté de olvidarme, camine deprisa, como escapándome. Entré en la librería y recogí el libro, que había dejado encargado.

Al llegar a casa me senté cómodamente y empecé a leer esperando que el tiempo borrara aquella presencia: —Los viejos no lloran así por nada.

Esa noche me costó dormir, y decidí que al día siguiente volvería a la casa y conversaría con él, tal como había entendido que me había pedido sólo con mirarme.

Desperté muy temprano, preparé un termo de café y unos panecillos y salí convencida de que podía cambiar aquella tristeza con una conversación.

Llamé a la puerta y una voz rasposa me indicaba que al momento sería atendida. La puerta chirrió al abrirse y me encontré con otro hombre que cojeaba.

—¿Qué desea?

—Perdone, busco al anciano que vive aquí.

—Mi padre murió ayer tarde —dijo entre lágrimas.

—¿Murió? Pero… si… le he visto ayer…

Mis piernas se aflojaron, la mente se me nubló y los ojos se me humedecieron. No podía creer lo que me estaba diciendo.

—Y ¿usted quién es?

—En realidad nadie. Verá, ayer al salir de casa he visto a su padre sentado, en el umbral de la puerta, le noté triste y me pareció que lloraba, le saludé pero no me detuve para preguntar si le sucedía algo. Volví para hablar con él, aunque veo que es demasiado tarde.

—Usted debe de ser la persona de la que escribió en su diario. Pase, por favor. Estaba recogiendo unas cosas.

Me condujo hasta una pequeña sala, al lado de la cocina, y me invitó a sentarme en un viejo sofá, cuya tela había perdido su colorido por el paso del tiempo. La estancia era lúgubre y descuidada con un penetrante olor a rancio. Sobre un aparador reposaba una planta marchita, y al lado, la foto en blanco y negro, de un joven y guapo muchacho que vestía un traje militar.

—¿El de la foto es usted?

—Sí, ya hace bastantes años —dijo, sonriendo con nostalgia—. Se la traje a mis padres cuando me nombraron teniente. Mi padre decía que llegaría lejos, pero… una bala perdida, lo impidió.

Me sirvió un café caliente y de un estante repleto de libros mal colocados y llenos de polvo, cogió una libreta y me la mostró.

—Este es su diario.

Lo abrió y leyó algo en la última hoja:

Hoy la muchacha me regaló una sonrisa plena y un amable saludo… hoy es un bello día.

No supe qué decir, aquello era difícil de asimilar, estaba sorprendida. El alma se me encogió de pensar lo importante que podrá haber sido cruzar la calle aquella mañana.

—Si me hubiera parado a hablar con él…

El hombre me despidió amablemente. Crucé la calle, y antes de entrar en mi casa, volví la cabeza y me pareció ver al anciano sonriéndome.

 

Cartas a Clara (Junio 1972) Por Gabriele Renneisen

Segunda carta desde Alemania, junio 1972.

 

¡Querida Clara!

Muchísimas gracias por las fotos que me enviaste. ¡Qué tierna estás con tu vestido ante la Puerta de Alcalá! Me acuerdo muy bien del día en que compraste este vestido con las flores grandes de color rojo sobre fondo blanco. Estuvimos en el centro para hurgar en las tiendas. Tenías dudas si te lo compraras o no. Me dijiste que te gustaría llevarlo pasando la Puerta de Alcalá para entrar en el Parque del Retiro en vez de llevarlo en Ludwigshafen. ¡Tataaa!!! Ya has presumido en el Retiro, en una barca en el estanque del parque. Qué lástima que la foto que has hecho de Custodio remando está tan movida. Ay, Clara, qué bien que no tienes que ganar tu vida sacando fotos.

 Me alegro que Custodio haya vuelto al mundo que realmente conoce, el de las artes gráficas. Espero que su trabajo en la imprenta no se dé de bruces con los rigores de la censura franquista. ¿Y tú, qué vas a hacer? ¿Te buscas trabajo?

 Es horrible lo que me cuentas de tu vecina maltratada. Sí, intentaré enviarte unas pastillas anticonceptivas para ella, pero ya sabes que será difícil porque se necesita receta médica para conseguirlas. Ojalá, como tú dices, no quede embarazada antes que pueda separarse de su marido violento. No me entra en la cabeza que su familia no le ayude ni le dé asilo.

 Mientras las mujeres de tu país luchan contra el machismo y no tienen disponible pastillas anticonceptivas, yo juego tranquilamente cada domingo al fútbol. No te puedo decir cómo me encanta. Es increíble con qué entusiasmo las mujeres se dedican al juego. A veces el equipo anda manga por hombro por falta de un entrenador, y las malas condiciones de las mujeres y sobre todo porque confunden izquierdo con derecho y al revés. ¡Pero estamos optimistas porque a pesar de todo estamos mejorando!

 Karl insiste en que todavía escondamos mi nuevo deporte ante la familia. Unos miembros de la familia pusieron verde a las futbolistas, que todas son mujeres con cojones y esto no les gusta a los tíos, y las tías dicen que no es inconveniente para una mujer enseñar su cuerpo en camiseta y pantalones cortos.

 Muchas veces estoy harta de la familia, las burlas, el cotilleo. Pero todavía no he olvidado tus palabras en tu última carta, el encuentro emocionante con tu familia y cómo describiste el encanto en ser parte de una familia. Tienes razón, hay que ser agradecido por tener una familia.

 Gracias por tus argumentos amplios respecto del tema del trabajo como acompañante. Estaba segura que me ibas a entender, aunque tú no lo harías porque no hay nada en tu vida que eches de menos. Soy consciente de que no hay nada en la vida que no albergue un riesgo. Sería un abuso de confianza si Karl lo entendiera. Pero no va a pasar, ¿cómo podría ser?

 Si Karl no sale conmigo a un sitio chulo, si salimos solamente de vez en cuando con amigos, si no tenemos dinero para ir de vacaciones … me voy a distraer por mi cuenta aparte de jugar al fútbol. Quiero divertirme, simplemente divertirme. Ganar dinero sería un capricho adicional. Podría gastar el dinero para los niños y ahorrar una parte para un coche, para vacaciones… Así la decisión está tomada.

 Antes de todo tuve una entrevista con una señora culta que tenía que examinarme si era apta para este trabajillo. Me preguntó sobre los acontecimientos del día, sobre cultura y deporte y unos cuantos conocimientos generales. Chequeó mi comportamiento en distintas situaciones para confirmar si soy capaz de ocultar mi propia opinión y detalles de mi vida. “Esto tiene que quedar completamente afuera, incluido su nombre real”. Gracias al abuelo aprobé el test. El abuelito estaba interesado en todo y me explicaba y me contaba muchísimas cosas. Gracias a ti sé un poco de español y la agencia tiene unos clientes latinoamericanos.

 Mientras tanto tuve mi primer encargo. En la agencia me enseñaron a maquillarme para distintas ocasiones. Esa tarde me apliqué para el estilo “natural” un montón de cremas y polvos y luego no se había notado nada, excepto que la cara parecía de otra persona. Te lo juro, Clara, fue increíble, me miraba en el espejo y casi no me reconocía. La mujer que me contemplaba parecía de otra vida, de otro planeta.

 Con el anticipo me compré un vestidito negro de fiesta. Los zapatos con tacones altos de terciopelo negro son de película. A juego las medias de seda. Nunca he tocado algo tan suave, excepto un conejillo de indias. Las uñas las tenía pintadas con laca del color “rojo sangre”.

 Hilde insistía en que me compre también ropa interior de seda, aunque en mi caso nadie se entera de lo que llevo debajo. Tenía razón, así me sentía completamente perfecta. Hilde compró más o menos las mismas piezas, pero en vez de negro optó por el rojo.

 El chofer pasaba a buscarme por un sitio escondido para que nadie me viese. El chofer se llama Johan y es un señor digno y mayor. Cuando la limusina se detuvo en la entrada del hotel supe que se iniciaba una nueva etapa de mi vida.

 Se me acercó un señor poco simpático. La camisa y la corbata estaban manchadas. Su cabello negro estaba revuelto, como de un loco, unas mechas grasientas le caían en la cara. Con una mirada inquieta evitando mis ojos me estrechó la mano para saludarme y se presentó como Anton.

 Esperaba un cliente más guapo o por lo menos famoso, pero no una ruina humana quebrada en un traje arrugado. Sí, quebrada porque para esta ocasión tuvo que vender su coche

 Fuimos al bar del hotel y subimos con el ascensor sin hablar. Así podía contemplar furtivamente su cara, con su perilla y gafas con una montura negra. Poco a poco me relajé. Solo me molestaba la peste de alcohol que desprendía. Un botones nos abrió la puerta del bar menos iluminado. Del bar que se encuentra en la decimoséptima planta hay una vista magnífica sobre Ludwigshafen aun por la noche con todas las luces de la ciudad.

 Vaya, Clara, no sabes tú bien qué lujo: enormes floreros con flores frescas, lámparas de cristal y mis zapatos se hundieron en la alfombra roja por la que caminamos hasta la barra. ¡Qué suave está la piel de los sillones! Nunca voy a tener algo similar. En negro aparecen muy elegantes.

 Ahora te cuento del cliente, un hombre distraído y muy nervioso. Es divorciado, lo que le costó la casa familiar y después la casita en la montaña, los niños ya no quieren hablar con él porque le echan la culpa de que su madre se entusiasmara con el entrenador del gimnasio por ser infeliz a su lado. Y para colmo de males le echaron de la empresa…

 Mi tarea fue acompañarle a una reunión de alumnos antiguos, para que todos crean que es un hombre feliz. Había visto difícil cumplir mi trabajo porque tenía que ayudarle a lucir triunfante y estaba en unas condiciones de lo más tristes.

 Así que pedí un café fuerte y le conseguí una corbata y una camisa limpia y bonita. Se quejó porque no quería gastar más dinero, pero tenía que mejorar su aspecto a todo o nada, ¿estás de acuerdo, Clara? Nadie sale de casa con ropa sucia, y menos si quiere aparentar que las cosas le van bien.

 Mientras él se cambiaba, observé a los otros clientes del bar. ¿Qué destinos, qué planes tiene esta gente? ¿De dónde vienen, que hacen en Ludwigshafen? ¿Estas parejas son parejas reales?

 Limpio, peinado y oliendo a perfume en vez de alcohol echamos a andar rumbo al restaurante. En el taxi me contaba de Marion. Marion es su amor juvenil. Es una abogada muy triunfante. Inalcanzable, dijo. Oído cocina, pensaba yo.

 Llegábamos con retraso a la reunión de amigos antiguos y fuimos saludados con mucho jaleo. La sala estaba ya llena de humo y con ruido de voces y carcajadas.

 Primero me presentó a sus amigos. ¡Qué personas ilustres! Primero Wolfgang, cirujano altamente dotado, su pasión es el golf, segundo Fernando, que con el bachillerato aprobado daba a Alemania la espalda por su tío en Buenos Aires porque no quería cooperar con los nazis.

 Ludwig interrumpió una discusión sobre la guerra. —Chicos, nada de la guerra hoy. Hoy vamos a divertirnos. —Ludwig se doctoró en antropología, y era un trotamundos, tiene carné de piloto, patentes de varios barcos… Ludwig parece más joven que el resto, tal vez por su ropa menos formal, deportiva. ¡Clarita, tienes que ver su sonrisa pícara!

 La mayoría eran hombres; claro, en los años 40, cuando aprobaron el bachillerato, muy pocas mujeres tenían la posibilidad de recibir una educación académica. Todos con un currículo fascinante. Pocos han traído a sus esposas. Hombres honorables que se comportaban como una horda de niños sin supervisión. Se reían de cualquier bagatela, saqueaban anécdotas antiguas para burlarse mutuamente.

 Entre los compañeros antiguos solo había dos mujeres, Eva, una científica de biología, y Marion, la abogada. No parecía que se divirtiera, más bien todo lo contrario: no estaba a gusto, era evidente que no se integraba en este grupo. Es seria, altanera, misteriosa; sin duda, Marion es algo especial.

 Dieter, que vive ahora en Singapore, se acordaba del profesor de historia que siempre llevaba su termo con “café” pero todos sabían que no llevaba café sino aguardiente. Un día Ludwig, aprovechando que llamaron al profe afuera, sustituyó el contenido del termo con agua. Se ríen mucho recordando la cara del profe cuando tomó un trago.

 Otro narraba el episodio de una nueva y muy joven profesora que se quedó en el edificio durante la hora de descanso. El profesor de historia la echó afuera creyendo que era una alumna. Gerd añade que Anton estaba enamorado de ella, como todos, pero solo Anton se atrevió a invitarle a una limonada que, por supuesto, ella rechazó.

 Para cenar nos sentamos a una mesa grande que llevaba un mantel de damasco de seda. La mesa estaba puesta con todo lujo. Las vajillas eran de porcelana fina y los cubiertos de plata, los vasos de cristal de bohemia.

 Había olvidado el uso de tantos vasos y cubiertos para cada persona. Me causó gracia que la mesa era mucho más bonita e impactante que la comida con caracoles y mariscos que daban asco.

 Había cientos de anécdotas de los buenos viejos tiempos y había mucho para reír, así que tú también te hubieras divertido…

 Inmediatamente después de la cena, uno se levantaba y estaba bailando unos pasos y circulaba la cadena pero sin ningún ritmo y con poca gracia. Todos se rieron, a esta hora y con todo el alcohol que habían bebido ya cualquier cosa les hacía gracia.

 Los demás los siguieron y bailaban en parejas o solos. Alguien lograba cambiar los discos y elegía música bailable. ¿Quieres imaginarte unos tíos bailando el “Hustle (La movida)” o “El Twist”?

 Ludwig, sentado cerca de mí me vigilaba todo el tiempo y me preguntó si aceptaba un baile. Mejor dicho preguntó a Anton su permiso. Me llamaba “meine Schöne”. ¿Recuerdas a aquel desconocido que te daba piropos en la calle cerca de nuestra casa, y también te llamaba “meine Schöne”? Te había gustado mucho esta expresión pero no podías pronunciarlo correctamente en alemán. Extraordinario piropo decirle a una chica: “mi hermosa”.

 Ludwig tenía un olor típico de hombre, de una mezcla de colonia y tabaco. Me apretaba, bailaba muchas vueltas hasta que me liberé y me retiré al baño.

 Mientras estaba aplicando la barra de labios entraba Marion, que arreglaba su cabello y escondía unas mechas que se habían liberado del moño. Empezó una conversación muy ofensiva en plan de que yo era la “nueva” de Anton, que no sabe por qué participa en cada encuentro porque los compañeros cada vez tienen barrigas más grandes, menos pelo y dicen más tonterías, que no se divierte con las mismas anécdotas desde hace décadas.

 Hablaba mal de las esposas, las amas de casa, que son aburridas sus conversaciones y cómo se visten. Fíjate, Clara, ¿nuestras conversaciones aburridas? Nunca en mi vida me había aburrido charlar contigo.

 Cuando me preguntó si trabajaba, pensé en que el mundo de las acompañantes estaba lleno de escollos. ¿Qué decir en qué trabajaría?

 Entonces dirigí el tema a Anton. Le comenté que habla todo el tiempo de ella, que estuvo enamorado de ella y todavía lo está. No quería creerlo y me preguntó por qué nunca le había dado ninguna señal.

 Le respondí que eso sucedía porque es muy exigente. Que nunca se sintió preparado para una mujer como ella. Siempre pensaba que necesitaba más dinero, más casas, más coches, más músculos, más… de todo y que no puede manifestarse ahora porque está fatal, que si le interesaba tendría que dar ella el primer paso.

 Primero negaba que estuviera interesada en Anton pero poco a poco admitía que esperaba que el hombre diera el primer paso. Y yo me di cuenta que podía convencerla de tomar la iniciativa porque es una mujer muy lista y que no hay nada para perder, solo a ganar.

 Fuera del baño me esperaba Ludwig, ¿sabes, el trotamundos? Mientras Marion regresó a la sala me invitó a una copa en la barra.

 Me interrogó sin rodeos de mi relación con Anton. Hablábamos de sus libros y de sus viajes. Clara, tengo que confesarte que le dejé besarme. Me pareció que el mundo se había parado y te aseguro que mi corazón latía muy fuerte. Me costó un enorme esfuerzo rescatarme de esa tentación. Disimulando que regresaría a la sala busqué una posibilidad para desaparecer inadvertida.

 Al salir pude ver a Anton sentado muy cerca de Marion. Misión cumplida. En la calle me esperaba el chofer. Llegué a casa mientras amanecía.

 ¡Qué personajes conocí esa noche! Cuántas cosas ya han vivido, qué fuertes sus caracteres, sobre todo Ludwig, el trotamundos. No es tan guapo como Karl, que es flaco y con el pelo rubio tiene todavía un aspecto de niño. Un niño de 32 años. Su rostro con piel suave y bronceada lleva siempre una sonrisa. Son risitas deslumbrantes. Karl es una persona feliz. Nada debe destruir su idilio.

 Suerte, Clara, ojalá que os llegue vuestro primer televisor a tiempo antes de la Eurocopa, que empieza en unos días.

 Así te dejo,

con un abrazo fuerte

Irma, desde Ludwigshafen

Mi mala educación Por Carlos Mollá

 

 Lo primero que hice cuando se abrieron las puertas del metro fue buscar ansiosamente un asiento libre. Miré en la fila de enfrente y estaban todos ocupados. Giré la cabeza para encontrar algún hueco en los de mi derecha y por suerte había uno libre. Me apresuré a ocuparlo lo más rápido que pude sin dar muestras de mi desesperación, al fin y al cabo era un caballero y me sentaba sólo porque había un sitio libre, ya que los hombres de mi categoría y mi educación siempre debemos ir de pie.

Respiré profundo, cerré los ojos y estiré las piernas, disfrutando el momento. Aflojé la corbata que me torturaba desde la mañana e intenté relajarme todo lo posible.

Al rato, noté que el convoy volvió a detenerse para evacuar e incorporar pasajeros. A mí ya todo me daba igual, había sido un día terrible en el trabajo. Tuve que ir a la oficina más temprano que de costumbre para ajustar el nuevo contrato con los nuevos clientes japoneses, después me pasaron la noticia de que tenía que despedir a dos de los míos, que los eligiera yo, y para colmo cuando estaba a punto de irme a casa me pidieron los informes de ventas del último mes. ¡No podía más!

Ya con el tren en marcha, el vagón se llenó de gente y entreabrí un ojo para percatarme de la nueva situación. ¡Horror! Tenía a una anciana justo delante de mí. Todo mi ser se preparó para saltar como un resorte y dejar el asiento a la señora, pero mi cuerpo no obedeció, se mantuvo despatarrado en la misma postura que tenía desde hacía varios minutos. Unos calores hicieron aparición y la vergüenza se apoderó de toda mi cara.

Volví a intentar levantarme pero me resultó imposible. Miré a mi alrededor para comprobar que la gente me miraba enjuiciando mi mala conducta, y ante tal bochorno pudiera levantarme como el señor que siempre he sido. Pero, ¡qué va! Nadie me hacía ningún caso. ¿Era posible que ninguna persona de bien me reprochara mi mala educación? Desde luego el mundo iba directo hacia el desastre.

Lo único que fui capaz de hacer fue recoger las piernas y pegar la rabadilla al respaldo del asiento, manteniendo, eso sí, la cabeza hacia abajo, pensando que si no veía a la señora, no era tan patente su presencia.

De vez en cuando conseguía echar un vistazo a la cara de la anciana y no notaba el disgusto en su semblante. Parecía cómoda y apaciblemente plantada en su sitio, con los pies bien anclados para que los vaivenes del tren no la hicieran tambalearse. Esta sensación aminoró algo la culpa.

Se sucedían las estaciones y mi vergüenza era casi incontrolable. Tenía que pensar en algo para no desmoronarme en cualquier momento. En un ataque de inspiración decidí hacerme el cojo cuando tuviera que apearme y así justificar ante el público mi supuesta mala acción. Todos me perdonarían sin pestañear en el momento que notaran mi evidente cojera. Cierto alivio calmó mi angustia y esperé algo más tranquilo la llegada de mi parada.

Ni por un momento dudé en levantarme inmediatamente después de que el metro abandonara la estación anterior a la mía. Ver cómo se sentaba la anciana iba a ser un auténtico bálsamo para mi culpa, pero la sorpresa fue ver cómo la señora se colocó justo detrás de mí para apearse conmigo.

Me quedé horrorizado, pero reaccioné con calma. No te preocupes, Antonio, tú sigue caminando con la cojera hasta que dejes atrás a la anciana.

Al abrirse las puertas abandoné despacio el vagón por culpa de la herida de metralla que tuve durante la guerra. Apoyando una mano sobre el muslo y arrastrando un poco el empeine me encaminé, con un andar cansino, hacia la salida de la calle Génova. De vez en cuando miraba de reojo hacia atrás para medir cómo la distancia de la señora se iba incrementando. ¡Nada más lejos de la realidad! La mujer caminaba a una velocidad increíble. No se separaba un metro de mí, y lo que era peor, eligió la misma salida que yo. Nos habíamos quedado solos en el camino hacia la salida y parecíamos patéticos, los dos juntitos en la vacía escalera mecánica.

Con la esperanza de que se dirigiera hacia otra calle salimos del metro casi a la vez. Tomé Génova hacia Colón y ¡horror!, ella me seguía los pasos. Sólo pedí al cielo no encontrarme a nadie conocido del barrio para no tener que explicarle qué coño hacía cojeando como un lisiado.

Llevaba ya más de cien metros haciendo el idiota con la señora pegada a mi espalda, cuando me acerco al cruce con una calle lateral y sin pensármelo dos veces, inicio una veloz carrera para desaparecer lo antes posible de esa pesadilla. Corrí sin mirar atrás hasta que llegué a mi casa y pude esconderme dentro del portal.

No quiero imaginarme la cara de la anciana cuando vio que el amable señor y compañero de viaje se puso a correr como un loco, habiéndose pasado todo el trayecto cojeando como un paralítico.

¡Vaya juventud!

 

 

 

Coquetería fingida Por Elisa Pérez

La coquetería de esa chica no pasaba desapercibida. Con su melena rizada y sus ojos vivos, miraba con desdén por la ventana del autobús. Era tarde, demasiado tarde para que una mujer viajara sola al extrarradio.

Ese autobús hacía su recorrido de forma repetida muchas veces al día. Sólo a las seis y cuarenta y cinco de la mañana, en la parada de la calle Remedios subían unos ocho pasajeros a sus respectivos destinos. Entre ellos, la joven de melena rizada y, mirándola de reojo, disimuladamente, David, un joven mecánico, aprendiz de todo, en un taller de coches de una famosa marca que, desde su casa hasta la parada del bus recorría diariamente un largo camino. No era una situación buscada, tampoco apetecida, pero sí necesaria.

Los ojos verdes del joven tocaban con la mirada los de aquella joven rubia. Era preciosa, se decía cada minuto de cada día desde que la vio por primera vez.

En sus escasos veinte años veía a las jóvenes pasar delante de él sin poder controlar los deseos innatos y las miradas tentadoras que saltaban si la mujer que veía era hermosa o apetecible.

Cada día se sentaba en el mismo asiento, al fin y al cabo podía escoger, estaba en la primera parada. En el asiento junto a la ventanilla de la última fila depositaba su cuerpo con la desgana propia de la hora Tan joven y ya empezaba a notar la monotonía y la rutina en su vida.

Ese asiento le permitía contemplar la entrada de la mujer, la elección del asiento y el diseño aprendido de memoria de su espalda perfecta

La primera vez que la vio con el vestido de flores, muy corto, que insinuaba el final de su entrepierna, la convulsión interior le hizo vivir el trayecto del autobús con gran inquietud. Deseo, enamoramiento, juventud, todo se mezclaba en David. Una erupción interior le empujaba a no dejar de mirarla, a no desviar sus ojos verdes de la melena rizada de la joven, de sus hombros bien formados.

Era un vestido ceñido que dejaba poco espacio a la imaginación. Para David significaba el colmo de la perfección, la Venus personificada.

No retrocedía en su ansiedad hasta que la joven bajaba del autobús. Era curioso, cuando la veía descender en su parada, un halo de soledad inicial dejaba paso a una serena calma. El día completo transcurría para él esperando con emoción que llegara el siguiente. Significaba volver a verla, volver a olerla. Porque su olor era otro de los rasgos que le atraían de Celia. Incluso antes de verla, percibía su olor. Un aroma fresco, mezcla de flores de vainilla y azucena, dejaba un rastro imborrable, un rastro  que sólo había que seguir para encontrarla. Ahora cada día, en el punto del encuentro habitual, esperaba a que llegara, mintiendo con un libro entre las manos, que simulaba leer para que nadie notara su impaciencia y, al sentir su fragancia, levantaba la vista. No podía ser nadie más que ella.

Diríase que el ritual diario del autobús no transcurría de la misma forma para Celia. Su trabajo en un laboratorio la obligaba a salir muy pronto cada día. Se aseaba como siempre dando un último toque de colonia fresca de vainilla alrededor de su cuerpo y cabello; ordenaba su habitación y caminaba hasta la parada de autobús con tiempo para coger el de las seis y cuarenta y ocho. Hacía pocos meses que le habían ofrecido ese trabajo que no dudó en aceptar. Le hacía falta el dinero, ya no era tan joven y debía salir de esa casa cuanto antes. No dudó un instante, a pesar de que las condiciones no eran muy favorables. Estaba lejos, tenía un horario muy extenso y el sueldo era muy ajustado. Pero no le importaba todo aquello si al fin podría ser independiente.

Desde el principio observó con desgana que se repetían las personas en la parada: una pareja de ancianos demasiado mayores para viajar a esas horas hacia no sabía donde; una mujer de origen sudamericano; un chico de ojos verdes; dos jóvenes estudiantes con carpetas azules en sus brazos y un par de hombres en edad de trabajar. La sucesión de figuras era siempre la misma. Algún intruso, transformado en viajero ocasional, irrumpía en ese grupo perfectamente alineado.

No era ajena a las miradas del joven de ojos verdes. Normal, pensaba ella, soy la única mujer del grupo y él está en edad de mirar a cualquiera. No tenía ninguna intención de dedicar más de cinco segundos a las miradas del chico; pero sí todo el tiempo posible en provocarle con sus armas femeninas. Era divertido, aún no estaban lejos los tiempos en que despertaba provocación, en que jugaba con su cuerpo hasta enloquecer a algunos de los muchos chicos que la deseaban bajo el encanto de la juventud. Le gustaba ese juego que comenzaría a usar el día menos pensado. Para la ocasión se pondría aquel vestido de flores tan provocativo.

Aquella noche había sido inquieta para David. No pudo conciliar el sueño durante largo rato. Se despertaba con estremecimientos de frío que al momento tornaban en oleadas de calor. No eran pesadillas pero en su mente la imagen de la joven de melena rubia, se diluía con otras figuras irreales, sin color, y desconocidas para él. Por eso cuando sonó el despertador aquella mañana su cuerpo no le respondía. La frente le ardía, la boca estaba reseca y un ligero temblor le recorría la espalda.

Sin tener en cuenta el cansancio inicial, trataba de recordar el sueño que le había mantenido tan ajetreado. Sombras borrosas, luces intermitentes era todo lo que podía retener. Alguien le había contado en una ocasión que recordar los sueños a la mañana siguiente era una señal de que se iban a cumplir. Sin embargo, no creía para nada en esos comentarios. Jamás se le dio bien estudiar filosofía o lo que fuera que estudiara los sueños y sus significados, se dijo limpiando la frente del sudor frío que la cubría.

Se metió en la ducha, llegaba tarde a su cita imaginaria. La noche anterior se había entretenido en preparar con más esmero del habitual la ropa que iba a ponerse: los pantalones vaqueros viejos dieron paso a unos nuevos que había comprado en la tienda junto al trabajo; la camiseta blanca cedió su sitio a una azul y las zapatillas deportivas se habían roto con lo que se calzó otras que usaría desde hoy. La imagen no estaba mal se decía al otro lado de sí mismo cuando el espejo le devolvía el resultado.

Había trazado un plan antes de dormir. Cuando su nariz notara el aroma embriagador cedería el paso a los ancianos, o a los estudiantes, o a quien estuviera detrás… hasta llegar a su lado. Después le cedería el paso para que subiera delante, incluso le diría alguna palabra… “Buenas, qué tal?” O algo similar. La fiebre aumentaba por momentos, no desayunó, no podría. Salió con sigilo, el resto de la casa dormía ajena a la vida de David.

Cuando notó la brisa fresca de la mañana recordó que no llevaba nada encima de la camiseta nueva. Aceleró el paso, no sabía si era tarde pero debía llegar antes que ella.

La parada permanecía solitaria como cada día. Observó con desdén que una sombra se acercaba desde el otro lado de la calle. Seguía expectante. De una cosa estaba convencido, se había enamorado. No recordaba estar así desde los doce años. Casi nunca salía con chicas, casi nunca salía con nadie. Su vida se centraba en el trabajo diario de lunes a sábados, y los domingos, en dormir hasta mediodía.

Mientras pensaba sobre ello, la sombra se había aproximado tanto que podía olerla. No era olor conocido. Da igual, los estudiantes no se suelen duchar por la mañana; parecía uno de los llamados intrusos. No estaba prestando atención cuando alguien le dijo:

–         ¿Sabes si aquí se toma el autobús que va a El Corredor?

En ese momento alzó la cabeza y se fijó en un desconocido con ojos grandes y vidriosos que le estaban preguntando.

–         Creo que tiene una parada cerca. Llegará en poco tiempo, puedes preguntar al conductor.

Lo había tuteado, sin conocerlo, era joven también. Le pareció un poco fatigado, diríase que había corrido… David dejó de prestarle atención.

Solo había transcurrido un minuto desde que llegó a la parada pero ya echaba de menos a algún compañero. Otros días repudiaba tener que compartir con ellos ese momento. Hubiera dado su vida por que no hubiera nadie más allí que ella. Sin embargo hoy, ninguno de los habituales aparecía. Pasó a sentir cierta desconfianza del extraño que, además, se había situado justo delante de él, de frente, mirándole con descaro, esperando que le diera alguna explicación más sobre el destino del autobús que esperaban.

– Ya, pero yo necesito saber ahora si va a El Corredor. ¿Es que no lo sabes seguro? ¿No eres de por aquí?

Su cazadora de cuero estaba gastada, sucia, unas motas blancas se deslizaban caprichosas por la pechera hasta llegar a un manchurrón de forma irregular al principio del bolsillo derecho. Este detalle fue lo primero que llamó la atención de David que ahora no tuvo más remedio que detenerse en aquel extraño.

–         Soy del barrio y tomo siempre el bus pero no me he fijado en las paradas posteriores a la mía. Yo me bajo en El Espinar.

La respuesta pareció no gustarle porque insistió una y otra vez. Incluso notó cómo una de sus manos, áspera y dura, se posaba sobre su brazo derecho. Estaba claro que necesitaba tomar el bus. Desconocía la razón, tampoco le importaba. Sólo quería que todo fuera como cualquier otro día. Que su plan se pudiera llevar a cabo ahora que se había decidido.

El olor agrio del aliento del hombre se mezclaba con el sudor que desprendía de su ropa. Sintió un gran alivio cuando vio que por fin no estaría solo, que alguien más se acercaba. Seguro que los ancianos… solían llegar justo tras él.

Tampoco el autobús era puntual. Intentó mirar el reloj pero el extraño se acercó hacia él de nuevo con más violencia, tomando la mano de David para ver la hora.

–         Mierda, tengo que irme. Y el autobús sin venir.

David se sintió aliviado cuando los ancianos se acercaron. A continuación empezaron a llegar las personas habituales. Se tranquilizaba cada vez que alguno más entraba en escena. Sin embargo, enseguida se abría paso la impaciencia porque Celia llegaría en breve. Siempre era la última.

Mientras, el nuevo pasajero revoloteaba preguntando a los demás si aquel autobús le llevaría a El Corredor. Alguien le contestó afirmativamente aunque la respuesta no le satisfizo, siguió nervioso. Era un hombre de mediana edad, moreno, muy delgado, con mirada amenazante.

Sin que apenas se dieran cuenta, el extraño había cruzado la calle donde se amontonaban unos edificios industriales en una especie de descampado pequeño, al lado de otros con viviendas. Se paró esperando no se sabía qué o a quién. Intentaba atisbar algo, diríase que intentaba empujar al autobús para que llegara con más rapidez. Miró varias veces en la dirección esperada, volvió a la parada y se sentó en el borde de la acera con la cabeza entre sus manos.

Las luces del autobús comenzaron a vislumbrarse entre la oscuridad del amanecer. Y Celia sin llegar.

Siguiendo su plan, David dejó subir primero a los pasajeros habituales, hasta el último que no era la mujer deseada precisamente, sino el tipo de la cazadora de cuero. Dudó si subir o no, si quedarse a esperar u olvidarse para siempre de ella, preguntándose si no estaría enferma, o a lo peor la habían echado del trabajo. En una ocasión oyó que comentaba al conductor que su trabajo era temporal. ¡Dios!, qué voz más hermosa tiene! Pensó ese día. ¡Las palabras salían por su boca de forma tan melodiosa y envolvente!

Se sentó en el lugar de costumbre con gran desazón, mientras miraba incansablemente por la ventanilla. El extraño, por fin, iba a obtener la respuesta a su pregunta. Así le dejaría en paz. Ahora su cabeza no podía pensar más que en la razón que había llevado a que su Venus, no hubiera acudido a la cita diaria.

Cada pasajero se situó de forma ritual en el lugar de siempre, todos menos él que se quedó de pie en el centro, mirando ansioso por las ventanillas mientras el autobús iniciaba su marcha.

Apenas comenzado el trayecto establecido, David sentía que se ahogaba por la desilusión producida. No contaba con este desenlace; inocente se había imaginado un final feliz, casi se veía de la mano con ella, contándole sus sueños

–         Oye chico, perdona lo de antes. No sabía dónde estaba, a lo mejor te he asustado. ¿Tienes edad para fumar?

No le había notado sentarse a su lado. El hombre de la cazadora de cuero se había sentado junto a David. Esto era lo último que necesitaba ahora.

–         Está prohibido hacerlo en el autobús. – Fue lo único que se le ocurrió decirle. Hubiera querido empujarle fuera de su círculo vital que ahora había invadido de un olor repugnante.

–         No te preocupes, nunca pasa nada. Somos pocos y la mayoría están dormidos a estas horas. Este autobús me llevará a El Corredor y debo estar preparado. Estoy nervioso, así se me pasará un poco.

David no deseaba conversar con aquel tipo, no quería escuchar nada más. Pero, como tantas veces antes, no sabía decir que no y no sabía cuándo decir sí. El otro siguió hablando. No se callaba aunque no obtuviera respuesta alguna del chico que seguía absorto en sus pensamientos, tristes pensamientos.

El asiento de Celia permanecía vacío.

–        Es verdad, esto está muy lejos, es la primera vez que vengo pero cuando mi novia me dijo que debía tomar el autobús no pensé que estuviera tan alejado.- … siguió hablando el hombre.

¿Pero qué sabía David de la mujer, acaso estaría casada con hijos, cuantos años tendría? Ninguna de estas preguntas se había hecho hasta ahora.

–         Mira, esta es mi novia, le dijo el hombre mostrando la foto de una mujer rubia de pelo rizado, que mostraba una hermosa sonrisa mientras su pareja le daba un beso en la mejilla.

David no tuvo más remedio que mirar; entonces sintió el impacto de la verdad sobre su cabeza, una punzada recorrió su estómago de arriba abajo. Aquel tipo extraño y maloliente era el novio de su amada. Pero ¿cómo era posible?

–         Ahora no sé dónde está, hace más de dos semanas que no la veo. Por eso he ido a buscarla, pero no estaba. Se enfadó conmigo y me dejó pero estoy seguro de que si la encuentro, volverá. ¡Menuda zorra está hecha!

Dentro de la sorpresa inicial, algo le decía a David que aquello tenía solución: no estaban juntos ahora, ella le había dejado, aquel tipo no podía gustarle a la dulce y perfecta Celia. Aún no estaba todo perdido.

La parada de David estaba cerca. Había sido un comienzo de día muy convulso e inusual; su fiebre matutina sufría caídas y subidas en función de los acontecimientos vividos. La confusión inicial había dejado paso a cierto alivio que ya buscaría cómo resolver.

No deseó despedirse del extraño que tan valiosa información le había dado, pero tenía que hacerlo. En un estado semiinconsciente sintió que un mareo instantáneo le recorría la mente.

No era tarde cuando terminó en el trabajo ese día. Deseaba volver a casa para descansar, meter la cabeza debajo de la almohada y olvidarse de todo. Mientras se cambiaba el mono grasiento, oía dar gritos a alguien fuera. No le preocupaba. Algún cliente insatisfecho. Ahora no tenía tiempo de eso, No sabía cómo había conseguido terminar su jornada laboral, lo que ocurriera a partir de ese momento, no era asunto suyo.

Caminó hacía el autobús pero, con parsimonia, retrocedió hasta la cafetería Orlando frecuentada siempre por muchos parroquianos y que iba a pisar por primera vez. Hoy rompería la norma, al fin y al cabo los demás lo hacían constantemente. No le gustaba el ruido, tampoco la multitud pero eso le daba igual en ese momento decidió hacer algo diferente. Tras el cristal de la cafetería vio pasar su autobús varias veces, en su ida y vuelta constante. La noche se acercaba con una cerveza en la mano para invitarle a compartir la velada.

Ese autobús debía regresarle con la mujer de rubia melena rizada. Se situó en la parada de costumbre, mareado, casi tambaleante. Había entendido el mensaje: no tenía que huir; cuando la viera de nuevo retomaría su plan. Pero si no lo hacía, seguiría con su vida de siempre. Y allí estaba.

 

Con su melena rizada y sus ojos vivos, miraba con desdén por la ventana del autobús. Era tarde, demasiado tarde para que una mujer viajara sola en el autobús que la devolvía al extrarradio.

–         ¡Vaya, ahí está el chico de ojos verdes! Menuda pinta que trae. – Pensó Celia con una media sonrisa cuando vio que David subía al autobús con evidentes copas de más.

El vestido de flores, el aroma de la mañana había dejado paso a un olor a amoniaco característico… De forma instantánea se subió un poco el vestido hasta que los muslos bien formados se mostraron esplendorosos. Se incorporó en el asiento mirando de reojo hacía el pasillo central y se humedeció los labios.

No tardó en notar la mirada apremiante de David que todavía era capaz de reconocerla. La sorpresa inicial dio lugar a la turbación. Decidió sentarse junto a ella y tragar saliva para recopilar fuerzas.

–         Esta mañana no has tomado el autobús de todos los días. – ¡Qué bien olía aun a estas horas!, pensó.

–         No sabía que contabilizaras mi vida. – dijo con descaro ante el rubor del chico. – Pero es cierto, no he pasado la noche en casa.

–         Alguien que te buscaba sí tomó el autobús por ti – se atrevió a decir el chico algo contrariado por la contestación de la mujer que comenzaba a jugar con él.

–         Supongo que el par de ancianos… o los de cada día, rió con ganas.

–         No te rías. Era un hombre, no, era tu novio.

–         Mi novio, pero si yo no tengo novio, ¿de dónde sacas eso?

–         Él me lo dijo. Incluso me enseñó una foto tuya. – la conversación infantil comenzaba a gustar cada vez más a la mujer y a molestar al joven.

–         Lo siento… eh, ¿cómo te llamas? … ah, David, lo siento pero, repito yo no tengo novio. Si lo tuviera ¿crees que volvería sola a mi casa?, ¿que estaría cada día pendiente de esta mierda de autobús? ¿Que vendría oliendo a amoniaco?

–         ¿A amoniaco? A mí me gusta tu olor.

En un alarde inusitado de valentía, David siguió hablando con ella. No era su forma habitual de ser. Quizás las cervezas le habían ayudado. Pero ¿y ella? le estaba hablando mirándole directamente a los ojos, sin rubor.

La conclusión era fácil en su mente: ella no tenía novio, el hombre de la cazadora negra no había existido, y ahora volvía al lado de la mujer más maravillosa del mundo conversando como si tal cosa. No quería saber nada más, con eso se conformaba.

Cual efímera nube de verano, el mareo se había esfumado de David y conseguía articular frases completas y con sentido. El trayecto se le hizo más corto que de costumbre. La insinuación y la provocación de Celia le gustaban, le estaban produciendo sensaciones nuevas.

A la mañana siguiente no fue necesario caminar hasta la parada del autobús, David volaba ansioso porque su plan estaba en marcha. Esperó, saludó a los demás, volvió la mirada ante cualquier ruido y escuchó por primera vez los últimos grillos del amanecer. Antes que el autobús hiciera su presencia, unas sombras comenzaron a dibujarse por el horizonte. Ahí estaba, el vestido de flores ajustado venía hacía él, envuelto en el aroma embriagador de la vainilla. De pronto se detuvo, hizo un pequeño gesto hacia atrás y se paró para esperar que una silueta delgada llegara a su altura. La cazadora negra ya no tenía el manchurrón blanco sobre el bolsillo blanco. Los dos saludaron a David antes de subir al autobús. El juego había terminado; ahora no sabía si subir, si esperar o directamente volverse hacía atrás.

El asiento habitual le esperaba y le acogió con la hospitalidad habitual. Desde allí pudo ver cómo unos hombros perfectos se cubrían por dos brazos raquíticos y malolientes que iban a terminar por aniquilar el aroma de ese momento. Un beso fue lo último que David pudo ver antes de que el bus reiniciara su marcha.

 

El señor Cea Por Carlos Mollá

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Había sonado ya el timbre que señalaba el final de clase y el pasillo se había llenado de chicos que escapaban desaforados de esa prisión que los mantenía sentados durante una larguísima hora, mientras yo, que cinco años antes había sido uno de esos chillones enanos, permanecía esperando a que el Señor Cea diera por concluida su hora lectiva.

Procuraba visitarlo al menos una vez por año y había sido capaz de cumplirlo desde que dejé de ser alumno suyo. Ansioso por escuchar la explosión de júbilo que produce en los chicos oír al profesor dar por terminada la clase, recordaba las vivencias y sentimientos grabados en mi cabeza cuando lo tuve de maestro.

-¡Señor Mollá, salga a la pizarra!- La voz, seria e inflexible se oyó en toda la clase. Alta y clara, como para no tener excusas de no haber entendido la orden. Automáticamente 40 cabezas se giraron hacia mí mostrando una sonrisa perversa de quien espera fiesta y castigo. La alegría de mis compañeros fue inmediata, sabían que el aburrimiento causado por el momento del estudio se iba a tornar en risas y feria por la inevitable tortura a la que iba a ser sometido en breves momentos.

¡Jolín!, me ha vuelto a pillar. ¡Y mira que hice lo posible por cuchichear bajito, bajito! Levanté la mirada hacia el profesor con cara de extrañeza. -¡Pero si yo no he hecho nada!- Le increpé como si estuviera a punto de cometer una gran injusticia.

 El señor Cea se mantuvo inflexible, lo que provocó que mi actitud cambiara por completo a la de sumisión y petición de piedad. -¡Pero si sólo le he preguntado por el examen de esta tarde!-

Pero tampoco hubo perdón. Me levanté, dejé el pupitre con una doble sensación. Por un lado me divertía ser el protagonista de la juerga que se iba a montar a mi costa, y por el otro me atenazaba el miedo por el dolor real que iba a sufrir. Me dirigí hacia la mesa del profesor para colocarme a su izquierda, dejando la pizarra a mi espalda y enfrentándome a los cafres que se regocijaban pensando en lo que iba a pasar. Alguno sentía una emoción especial al tener alguna posibilidad de ser los ejecutores de la sentencia. Este premio recaía en aquel que hubiera sacado una buena nota con algún ejercicio o en examen reciente, y además se encontrara sentado en uno de los colores de excelencia de la clase.

Los pupitres eran individuales y se colocaban en cuatro hileras frente a la pizarra. A cada hilera se le asignaba un color. La que recorría por completo el ventanal que ocupaba todo el frontal, dando al jardín de la clase, era el amarillo. Este color, el más claro de los cuatro —y que se encontraba justo delante de la mesa del Señor Cea—, era ocupado por los chicos que mejores notas llevaban a lo largo del curso: los empollones. La hilera siguiente era la verde, donde se sentaban aquellos que no iban mal, pero no llegaban al nivel de las notas de los pupitres amarillos. Los chicos con algunos problemas en sus estudios ocupaban la hilera azul, y para terminar estaban los que tenían verdaderas dificultades para seguir el ritmo de los demás, que ocupaban la fila de color rojo. De esta fila, uno o dos solían repetir curso.

Los puestos de cada uno de nosotros cambiaban prácticamente todos los días, dependiendo de los éxitos o fracasos en los cotidianos ejercicios, y en las notas que se sacaban regularmente en los múltiples exámenes que realizábamos, así como de nuestra buena o mala conducta.

Yo sabía que además de la paliza que me iba a llevar tendría que recoger mis cosas del pupitre y retrasarme una o dos mesas más. Gesto que, por supuesto, iría acompañado del cachondeo general.

Allí estaba, de pie junto a la mesa, mostrando las partes de mi cuerpo que iban a ser castigadas. Los pantalones cortos permitían enseñar la carne rosada que alguno de esos animales iba a poner como un tomate a base de gomazos.

El señor Cea miró el cuaderno con el que hacía el seguimiento de todos nosotros y pronunció el nombre de uno de mis mejores amigos. – ¡Señor Tijeras! El canalla pegó un salto de su silla y salió corriendo a toda velocidad con su goma hacia mí.

Al principio de curso el profesor nos indicó la necesidad de que fabricáramos nuestras propias herramientas con gomas del pelo, para realizar estos deberes tan perversos. En la confección de las mismas se intuía el carácter sádico de cada uno, pues algunos construían verdaderas máquinas de tortura. Con gomas de un ancho y una potencia increíbles, con colores negros y amarillos que las hacían parecer venenosas y que cuando apuntaban hacia tus muslos te temblaban las piernas.

Rara vez era el señor Cea quién te infringía el castigo. Cuando esto sucedía, lo hacía con una regla que también era muy dolorosa, pues no golpeaba los muslos sino los labios o las palmas de las manos. Teníamos que aguantar con la mano extendida y quieta el momento del reglazo. El castigo se hacía muy divertido porque el alumno, como era normal, retiraba la mano al más mínimo amago del profesor. Entonces venía la consabida regañina. ¡Deja la mano quieta, que va a ser peor! Así, hasta que lo conseguía. Entonces el alumno exageraba y teatralizaba el dolor del impacto y todos pasábamos un buen rato.

Ese año escolar correspondía al último curso del colegio. Teníamos 9 para 10 años y al terminar pasaríamos al instituto.

Teníamos la primera reválida de las tres que íbamos a sufrir. La segunda sería en 4º y la última en 6º, con 15 para 16 años. Fue el último curso en el que yo pertenecí a la élite de los buenos estudiantes. Saqué matrícula de honor en el examen de acceso al instituto y mis padres me premiaron con una preciosa bicicleta azul. A partir del siguiente año inicié un lento y progresivo empeoramiento en mis calificaciones escolares para terminar saliendo del colegio y tener que hacer el COU, seis años después, en una academia privada, con una asignatura pendiente del año anterior, la física. ¡Es que la profesora era muy, muy guapa!

Cada año que pasaba, al ir creciendo y ser más alto, me fui dando cuenta con más detalle de la prominente calva que siempre tuvo. Era un hombre que vestía cada día con un traje negro, limpio y pulcro, camisa blanca, corbata, y portaba un bigote clásico de la época. Sólo le quedaba pelo por los laterales de la cabeza y años más tarde me di cuenta de que era más bajito de lo que me pareció cuando estuve todo un año con él.

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Hoy estaría procesado por maltrato infantil. Su método es hoy totalmente inaceptable, pero tenía la habilidad de provocar en nosotros una divertida competitividad con los colores de los asientos y de mantener la disciplina en clase de una manera divertida y en la que participábamos todos.

Laura Por María José Prats

Cuando se abrieron las puertas del colegio, numerosas jóvenes alborotadas salieron a la calle de forma descontrolada.

Entre ellas estaba Laura, una chica alegre y aparentemente tranquila, no solía inquietarse ante el sonido de la campana que daba paso al término de las jornadas escolares, pero últimamente estaba impaciente y nerviosa por llegar a casa, había comenzado a leer una novela donde el mago más poderoso del mundo la tenía enganchada.

Recogió sus libros apresuradamente y junto a sus amigas salió con dirección a la parada del autobús. Pasó el bono por el lector de código de barras junto al conductor y se situó cerca de la puerta de salida.

Cuando llegó al portal de su casa no esperó al ascensor y subió las escaleras a toda prisa hasta su piso. Llamó con insistencia al timbre y cuando la abuela abrió la puerta, encontró a su nieta jadeante como un perro asmático.

—¡Hola abuela! —dijo, dejando caer los libros sobre la mesa del recibidor, ante el asombro de la mujer.

Se dirigió a su habitación, se quitó los zapatos, cogió la novela, y tumbada en la cama se puso a leer.

La puerta se abrió y entró la abuela refunfuñando.

—Pero… ¿Te crees que estas son formas de entrar en casa? ¿Es esta la educación que os enseñan en el colegio?

—Perdona, abuela, es que…

—Ni qué, ni nada. ¡Cuando lleguen tus padres se lo voy a decir! Pero… ¿qué te has creído? Y deja ya de leer tanto, últimamente no haces otra cosa, te vas a quedar ciega —le dijo cerrándole el libro de un manotazo— y vete a buscar el pan, que vamos a comer.

Laura se levantó enfadada, estaba harta de la abuela, no la dejaba en paz siempre detrás de ella regañándola y con la misma canción: —¡Te vas a quedar ciega… te vas a quedar ciega! ¡Se podía haber ido a vivir con el tío Javi! — se decía, camino de la panadería.

Por la noche, cuando llegaron sus padres, su madre entró en el cuarto y se sentó en el borde de la cama.

—Laura, cariño, no te enfades con la abuela, ella te quiere mucho, lo que pasa es que no sabe cómo decirlo.

—Pues es muy fácil, mami, se dice TE- QUI- E-RO, y ya está.

—Ya, cielo, dale tiempo, es mayor, venga, ¿lo harás por mí?

—Vale…  mami —contestó Laura, deseando que la dejara para seguir con su libro.

Cuando la puerta de la habitación se cerró, la muchacha se enfrascó de nuevo entre las aventuras del mago y sus amigos. Y se quedó dormida con el libro sobre su regazo.

A las 7,30 sonó el despertador, Laura abrió los ojos y no vio nada, todo estaba oscuro. Acercó su mano a la lamparilla de la mesita de noche y la encendió… todo seguía oscuro. Se levantó tanteando hacia la puerta.

—¡MAMAAAAAAAAAAAAAA!

El grito desesperado resonó en la casa, sus padres acudieron asustados a la habitación seguidos de la abuela. Laura lloraba desconsoladamente, no había forma de calmarla  ni de conseguir saber qué le estaba pasando, llevaba sus manos a los ojos y abrazada a su madre decía: — ¡¡Mis ojos!!

Rápidamente salieron para el hospital.

Una hora más tarde, la abuela angustiada esperaba noticias dando paseos de un lado a otro de la sala. Al oír que la puerta se abría, acudió hacia la entrada y vio a Laura apoyada en su padre con una venda en los ojos.

—¡Hijo! Pero… ¿Qué ha pasado?

—Tranquilícese, madre, no ha sido nada más que un susto, todo está controlado. Ha sufrido una subida de tensión en los ojos. Ahora tiene que estar en reposo durante una semana, después le harán una revisión, pero tranquila, no hay peligro.

La abuela siguió a su hijo a la habitación donde dejó a Laura en la cama.

—Cariño, tienes que descansar, ya has oído al médico.

Cuando Laura se quedó a solas, tanteó encima de la mesilla hasta encontrar el libro. Lo apoyó sobre ella, lo abrió por la marca que solía dejar, y suspiró.

La abuela se acercó y susurrando le dijo:

—Tranquila, mi vida, yo seré tus ojos.

La anciana cogió el libro de las manos de su nieta y comenzó a leer.