El beso Por Ana Riera

 

A Alfonso le sorprendió que Sonia se le acercara y le susurrara aquellas palabras al oído. Un año antes se habría puesto rojo como un tomate y habría salido corriendo. Pero desde hacía unos meses las cosas habían empezado a cambiar. Había comenzado a experimentar sensaciones completamente nuevas y a sentir anhelos desconocidos hasta entonces. Por eso cuando ella le dijo si le apetecía besarla, se quedó ahí, mirándola, mientras un caótico flujo de energía se desataba en su interior. Bastó con que le cogiera de la mano y tirara de él para que la siguiera, muerto de miedo pero con una urgencia apremiante que no dejaba espacio a la duda.

Entraron en el baño más apartado, el del pasillo de los de tercero, en el cuarto piso. Hacía un par de minutos que había sonado el timbre, así que estaba desierto.

Se quedaron uno frente al otro, mirándose a los ojos.

–¿No vas a besarme?—dijo ella al fin.

Él se inclinó y la besó en la mejilla. Intentó ser delicado.

–Yo estaba pensando en un beso de verdad—insistió ella.

Él la miró de nuevo. Tenía el cuerpo completamente electrificado. Se acercó un poco más. Giró la cabeza y la besó en los labios. Empezó tímidamente, pero ella lo recibió gozosa y en seguida metió la lengua. Él se dejó llevar. Era la primera vez que lo hacía. Jamás hubiera pensado que pudiera sentirse todo eso con un simple beso. Se empalmó. A ella, sin embargo, no pareció importarle. De hecho, pegó su cuerpo al de él todavía más, como si quisiera atravesarle. Resultaba increíblemente agradable. Alfonso se sentía como imantado, incapaz de separarse de ese polo opuesto que lo atraía con todas sus fuerzas.

Sin darse cuenta empezó a deslizar las manos por el cuerpo de la chica, primero por encima de la blusa, luego por debajo. Quería apropiarse de cada rincón, aprenderse cada una de sus curvas. Podría haber seguido durante horas, como si esa fuera su única misión en la vida y no existiera nada más, nadie más. Pero algo les interrumpió.

–¿Se puede saber qué hacéis aquí vosotros dos?

Era el profe de física.

Se separaron al instante, impelidos por un secreto resorte. Él miró al hombre que tenía enfrente sin verle, todavía perdido en la amalgama de sensaciones que lo embargaban. Pensó que no estaban haciendo nada malo, que le explicaría que le gustaba Sonia y él lo entendería, no en vano era uno de los maestros más enrollados. Pero las palabras de ella, que retumbaron en aquel pequeño habitáculo rebotando contra el espejo, dejaron en suspenso todos sus pensamientos.

–Él me ha obligado, me ha intentado forzar. Yo le he dicho que no, que no quería, pero no me ha hecho caso.

La voz sonó tan desesperada, tan angustiada, que por un instante hasta él se lo creyó. Luego, no obstante, se topó con la mirada reprobatoria del profesor y comprendió que debía hacer algo.

–No es cierto, ha sido ella, bueno, los dos…

Incluso a él le sonó a excusa barata. Así que se calló.

Acabaron los dos en el despacho del director. Álvaro aprendió lo fácil que era pasar del éxtasis a la desesperación absoluta en apenas unos minutos. La chica seguía insistiendo en su versión manipulada. Incluso dejó que un par de lágrimas resbalaran por sus mejillas. Él se sintió atrapado. Intuyó desde el principio que tenía las de perder. No se equivocaba. Le expulsaron tres días del colegio y tuvo que pedir perdón a la chica delante de sus padres.

Los rumores se extendieron como la pólvora. Álvaro dejó de ser un chico más de la ESO y se convirtió en “el chico que le hizo eso a una chica”. Los demás cuchicheaban a su paso. Algunas chicas apartaban la mirada cuando se cruzaban con él. Otras, no obstante, lo miraban fijamente con una extraña sonrisa en la boca, Álvaro no sabía muy bien qué hacer con todo aquello. Decidió quedarse con las que le miraban. Eso sí, tomando ciertas precauciones. Quedaba con ellas fuera del colegio e intentaba ser él quien llevara la voz cantante.

Sonia corrió peor suerte. La habían creído, sí. No la habían expulsado y había recibido las disculpas del chico. Pero ahora los demás la veían como una víctima, como la pobrecita que no había sabido escapar de las garras del lobo. Todo el mundo la conocía, muchos la saludaban. Sin embargo, nunca había sido menos popular. Se sentía infravalorada, ninguneada. No podía soportarlo. Y menos por culpa de ese imbécil. Si no fuera por ella, ninguna chica le haría caso.

Por eso ocurrió lo que ocurrió durante la hora de tutoría, mientras realizaban un ejercicio sobre el respeto y la empatía. Ella se estaba poniendo de los nervios, sobre todo porque la tutora le preguntó a Álvaro y este supo salir airoso de la situación. Además, vio cómo Mónica, una de las chicas que más triunfaban de la clase, le dedicaba una provocadora sonrisa. Era injusto, terriblemente injusto. Y de repente no pudo aguantarlo más. Por eso se puso de pie, en medio de la clase, y dejó que sus palabras se impusieran a todo:

–Álvaro no me forzó, me oís, es demasiado simple para hacer algo así. Fui yo, yo fui la que se lo llevó al baño y lo violó.

El silencio se adueñó del aula. Todo el mundo la miraba atónita. Todos menos Álvaro, que celebraba con una amplia sonrisa su dulce victoria.

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Ilustraciones por orden de aparición:

Óleo de Edvard Munch (Noruega, 1863-1944)

Óleo de Dante Gabriel Rossetti (Reino Unido, 1828-1882)

Escultura en ladrillo de Brad Spencer (escultor estadounidense)

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