A partir de ahora Por Ana Riera

 – 1 –

–A partir de ahora no quiero que me llaméis Hugo nunca más. Voy a ser Cloe. Quiero que me llaméis Cloe, ¿vale?

Hugo tenía 10 años cuando lanzó esa bomba. Era un sábado al mediodía y estaban los cuatro sentados a la mesa. Su padre había preparado su famoso arroz caldoso. Su madre había servido los platos y acababa de sentarse. Su hermana pequeña, Sara, estaba preparada con la cuchara en la mano, porque tenía mucha hambre.

Un silencio denso se instaló durante unos instantes en el comedor. Fue Sara, que acababa de cumplir 5 años, la que lo desbarató con su lengua de trapo.

–¿Ya no te gusta el nombre de Hugo? ¿Por eso te quieres llamar Cloe?

–No es eso. Lo que no me gusta es ser un niño.

–¿Quieres ser una niña como yo? –insistió con los ojos abiertos como platos.

–Sí, eso es.

–¿Y te vas a poner vestidos? Yo te puedo dejar los míos si quieres, aunque no sé si te caberán.

–¡Callaros! –interrumpió la madre de golpe—. Quiero que os calléis.

Su voz sonó fuerte y desesperada. Se hizo de nuevo el silencio, pero duró poco. Esta vez fue Hugo el que lo rompió.

–¿Por qué quieres que nos callemos?

–Porque sí.

–¿Pero por qué? –insistió.

— ¡Porque no puedes convertirte en una niña sin más! –exclamó casi gritando.

–¿Por qué no? –insistió Hugo mirándola sorprendido a los ojos.

–Pues porque hay cosas que no pueden ser y no hay más que hablar –le contestó ella apartando la mirada.

–Pues yo creo que no es así –contestó Hugo insistente.

–A ver, creo que será mejor que nos calmemos todos un poco –intervino entonces el padre.

–¿Qué nos calmemos un poco? ¿Hablas en serio? ¿Acaso no has oído lo que acaba de decir tu hijo? ¿No entiendes las implicaciones? –le increpó su mujer absolutamente fuera de sí.

–Claro que lo he oído y me parece que es algo importante. Por eso creo que debemos hablarlo con calma. No podemos obviarlo sin más.

–Sí, sí que podemos. Al menos yo sí que puedo. Y eso es precisamente lo que pienso hacer.

–Vamos Elisa, cálmate…

–No pienso calmarme. No quiero calmarme. ¿Lo entiendes?

–Pues no mucho, la verdad.

–Sabes qué, que se me ha quitado el apetito –añadió levantándose bruscamente de la mesa.

La reacción de su mujer lo cogió desprevenido, así que no atinó a decir nada. El pasillo tardó unos segundos en tragarse el eco del portazo que dio por terminada la conversación.

Hugo miró a su padre. A éste le pareció ver una profundidad en sus ojos que no había apreciado antes. Se dio cuenta de que su hijo no había dejado de mirarle. Le dedicó una sonrisa algo forzada.

–No te preocupes. Se le pasará. Tan solo necesita algo de tiempo para asimilarlo –intentó tranquilizarlo.

–Ya. Bueno, tu no lo has necesitado –dijo llevándose una cucharada de arroz a la boca.

–Supongo que no todos somos iguales.

–Supongo que no.

–¿Puedo preguntarte algo? –añadió el padre tras unos segundos.

–Claro –respondió mientras se llevaba una segunda cucharada a la boca.

–¿Desde cuándo lo sabes? Quiero decir…

–Hace ya algún tiempo. No sé, creo que en parte lo he sabido desde siempre.

–¿Estás seguro cien por cien?

–Mil por mil, papá.

–Eso está bien. Porque es algo serio. ¿Lo sabes no?

–Si. Si no fuera serio mamá no se habría enfadado.

–Se le pasará, ya verás. En cualquier caso, puedes contar conmigo, ¿vale? No voy a dejarte solo en esto.

–Gracias, papá.

–¿Se lo has contado a alguien más?

–Todavía no. Bueno, a mi amiga Laura. Pero sabe guardar secretos.

–También me lo has dicho a mí –objetó Sara.

–¿Tú también sabes guardar un secreto? –le preguntó su padre.

–Pos claro… ¿Qué es un secreto?

–Algo que no le cuentas a nadie jamás, pase lo que pase.

–¡Ah, vale! Pues sí sabo –dijo tapándose la boca con las dos manos.

–Ya veo. ¿Oye Hu…, quiero decir Cloe, te gustaría decírselo a alguien más?

–Había pensado contárselo a mi profe. Quiero que en el cole me llamen Cloe. Al menos los de mi clase.

–Eso a lo mejor lleva algo de tiempo.

–A Laura no le costado.

–¿Ella ya te llama Cloe?

–Cuando estamos solos.

–Entiendo. ¿Te parece que le pida una tutoría a tu profe? Así se lo explicamos juntos.

–Vale, guay.

–Anda, ven –le dijo su padre ofreciéndole los brazos. Hugo se levantó y se dejó abrazar. Estaba tranquilo, pero sentirse arropado le hizo bien.

–Yo también quiero –se quejó su hermana mientras abandonaba la silla. No tardó en encontrar un hueco por el que colarse.

–Bueno –dijo el padre tras un minuto disfrutando del momento–. Terminar de comer y luego recogéis la mesa. Que hoy es sábado y os toca. Pero no quiero peleas, ¿eh?

–Claro que no, las hermanas no se pelean –dijo Sara muy sería concentrándose en su plato.

-2 –

Se sentía decepcionado con su mujer. Él también estaba confuso. La verdad es que no lo había visto venir. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de nada? Se suponía que debía haber captado algún indicio, alguna señal. En fin, qué más daba ya. El pasado ya no podía cambiarlo, lo importante ahora era lo que hiciera a partir de ese instante.

Las ideas se le agolpaban en la cabeza. Eran tantas que le costaba verlas.  Pero tenía clara una cosa, que no podía darle la espalda. Si ellos no le apoyaban, que le esperaba a su pobre hijo. Bueno a su hija. Seguro que no le había resultado fácil, nada fácil. Tomar una decisión como aquella con tan solo 10 años… Solo de pensarlo se le hacía un nudo en el estómago. Él a su edad se pasaba el día cazando lagartijas y haciendo pellas para irse a la aventura con los amigos. Sí, se sentía muy decepcionado con su mujer. ¿A qué había venido esa reacción? Pensaba que tenía una mentalidad más abierta. ¡Además, se suponía que una madre siempre debía anteponer su amor por sus hijos a cualquier otra cosa!

Tenía que hablar con ella, pero plantado delante de la puerta de su dormitorio no se decidía a entrar. No sabía cómo abordar aquella situación. ¿No sabía o no quería? De repente sentía un fuerte rechazo hacia su mujer. ¿Cómo había podido mostrarse tan insensible? ¿Por qué se había marchado dejándolo solo ante algo tan grande? ¿Era ese su concepto de pareja?

-3-

Elisa se sentía fatal. No, no se había vuelto loca. Sabía perfectamente que no había estado bien. ¡Cómo no iba a saberlo! Pero no había sido capaz de reaccionar de otro modo. Simplemente, no podía.  Sabía que había decepcionado a Hugo. Y a su marido. Pero necesitaba tiempo. No sabía cuánto. Porque las palabras de su hijo habían desatado en ella una tormenta inesperada, pero absolutamente devastadora. Las compuertas que llevaban tiempo bien apuntaladas de golpe habían saltado por los aires y los sentimientos que había conseguido encerrar durante todos esos años se habían precipitado hacia fuera de forma descontrolada, llevándosela a ella por delante.

Y allí estaba, desparramada sobre la cama, sin fuerzas siquiera para llorar. Demasiada descolocada para poder comprender las dimensiones de lo que estaba sucediendo en su interior. Entonces, de repente, una palabra aparentemente inocente se abrió paso entre la confusión que reinaba en su cabeza, ocupándolo todo.

Al principio le costó distinguirla. Era apenas una mancha borrosa, filtrándose por los recovecos como un experto contorsionista. Luego, muy lentamente, fue tomando forma. Aun así, tuvo que concentrarse para poder leerla de principio a fin y eso que solo tenía cuatro letras: LOLI.

En cuanto la leyó, tan clara como si alguien la estuviera proyectando en la pared con una cámara de gran precisión, se le aceleró el corazón. No podía dejar de leerla una y otra vez. Loli. Loli. Loli. Una tromba de recuerdos la inundó por completo, llenando cada esquina de su cuerpo. Hasta tal punto que sintió que iba a estallar.

¡Hacía tanto tiempo que no pensaba en ella! En algún momento el dolor había sido tan grande, la culpa tan desgarradora, que su mente infantil no había podido soportarlo. Seguramente fue entonces cuando había cogido todos los recuerdos, todos los sentimientos que de algún modo tenían que ver con Loli, y los había encerrado en un lugar recóndito. Tan apartado, tan oscuro, que fue como si hubieran desaparecido por completo. Hasta ahora.

-4-

Raúl notó cómo se iba encendiendo. La tensión acumulada en el comedor, el miedo y la sensación de desamparo se apropiaron de cada centímetro de su ser. Su mente le decía que tenía que calmarse, que en ese estado no iba a servir de nada hablar con su mujer. O peor, que si lo hacía iba a quebrarse algo que igual luego no eran capaces de recomponer. Pero la ira y la decepción eran demasiado fuertes y acabaron por imponerse. Cogió el picaporte con tanta fuerza que la puerta no tuvo más remedio que ceder.

–Elisa, tenemos que hablar –dijo antes siquiera de que todo su cuerpo estuviera dentro de la habitación.

–No quiero –respondió ella dándole la espalda.

–Pero es que yo sí quiero.

–Te digo que no quiero. No puedo –añadió en un susurro.

–¿De verdad piensas que servirá de algo esconder la cabeza bajo tierra? No sabía que fueras tan cobarde…

–Déjame.

–No pienso dejarte como has hecho tú. Porque eso es lo que has hecho, dejarme ahí, solo ante el peligro.

–Déjame, Raúl. En serio.

–Por lo menos ten la decencia de decírmelo a la cara. ¡Deja de darme la espalda!

–¡No puedo! ¡Lo entiendes! ¡No puedo! –dijo incorporándose en la cama y mirándole directamente a los ojos.

–¡¿Cómo que no puedes?! ¡¿Qué quiere decir que no puedes?!

–Pues que no puedo, todavía no. Necesito tiempo. Es todo demasiado confuso aún –dijo sin apenas fuerzas.

Raúl se dio cuenta de que su mujer estaba completamente exhausta. La mirada de desesperación y súplica que le dedicó antes de volver a tumbarse y darle de nuevo la espalda lo desarmó por completo.

-5-

Era ya noche cerrada cuando Elisa salió por fin de la habitación. Llevaba allí metida desde el mediodía. El tiempo había transcurrido lastimosamente lento y, a la vez, se había esfumado entre sus dedos como un suspiro. Tenía la cabeza embotada y el cuerpo entumecido.

Había tenido que hacer un gran esfuerzo para levantarse de la cama y otro todavía mayor para llegar hasta la puerta. Cuando por fin asomó la cabeza le pareció que la casa estaba extrañamente silenciosa. Lo agradeció. Enfiló el pasillo hacia la cocina con paso vacilante. Tenía la boca completamente seca. Necesitaba beber algo. Se sirvió un vaso de agua del grifo y se lo bebió sin apenas respirar. Llenó un segundo vaso, pero este se lo tomó en varios sorbos. Luego volvió a llenarlo por tercera vez y se dirigió de nuevo al dormitorio.

Al pasar por delante de la habitación de sus hijos, la puerta se abrió ligeramente. Elisa dio un respingo. Había dado por sentado que no había nadie en casa. Su hijo la miraba serio, la cabeza encajada entre el marco y la puerta entreabierta. Elisa se detuvo, incapaz de seguir avanzando bajo el peso de esa mirada.

 

–¿Estás enfadada conmigo?

Ella no respondió. Tan solo siguió mirándolo fijamente, como si estuviera hipnotizada.

–Si estás enfadada puedes decírmelo.

Ella continuó sin decir nada. Su mutismo no impidió que él siguiera hablándole.

–Lo he pensado y entiendo que necesites tiempo. Yo también lo necesité para contárselo a mi amiga Laura. Tardé bastante, ¿sabes? Y para decíroslo a vosotros. Así que lo entiendo. Lo único que me da miedo es que dejes de quererme.

 

Elisa se estremeció de arriba abajo al oír las palabras de su hijo. Una lágrima solitaria resbaló sin prisas por su mejilla. Al verla, él relajó las facciones y abrió un poco más la puerta. Luego, sin mediar palabra, se abrazó con fuerza a su cintura.

–No te preocupes mamá, no hay prisa –añadió luego mientras la soltaba y se metía de nuevo en su habitación.

 

Elisa se quedó un par de minutos inmóvil en medio del pasillo. De repente notó el peso en la mano derecha y se sorprendió al ver que llevaba un vaso de agua. Fue como si algo no acabara de encajar. Mientras regresaba a su dormitorio le pareció que el agujero negro que se había ido abriendo paso en su interior desde que el nombre de Loli había escapado de la prisión donde lo tenía encerrado había dejado por fin de crecer.

-6-

–¿Cuándo vas a contarme lo que te ocurre?

Las palabras de Raúl sonaron más a súplica que a pregunta. Habían pasado ya un día entero desde que la noticia había puesto patas arriba sus vidas. Un día que Elisa se había pasado deambulando por la casa como un alma en pena. Apenas si les había dirigido la palabra. Apenas si había probado bocado. Raúl empezaba a estar seriamente preocupado.

Por suerte los niños parecían no estar acusándolo en exceso. Aun así, le dedicaban alguna que otra mirada de soslayo que él esquivaba lo mejor que podía.

En realidad, no sabía qué hacer. Nunca se había sentido tan perdido. Tenía claro que debía apoyar a su hijo, pero no tenía ni idea de por dónde empezar. En el fondo sentía que él también le estaba fallando, que tampoco él estaba a la altura.

Había lanzado la pregunta al aire porque le desesperaba seguir atrapado en sus propias dudas, para ver si así algo cambiaba. Por eso la respuesta de Elisa le cogió por sorpresa.

 

–Creo que ahora. Sí, creo que estoy lista.

–Vale –atinó solo a decir mientras se sentaba.

–Era mi primer día de cole. Estábamos todos en el patio, esperando a que abrieran la puerta. Todo el mundo parecía conocer a alguien. Se reían y chillaban y correteaban de un lado a otro. Yo me sentía como si me hubiera colado en una fiesta a la que no había sido invitada. Me quedé en un rincón intentando pasar inadvertida, sin atreverme siquiera a levantar la vista. No tenía ni idea de lo que me esperaba tras esa puerta. Mi mente infantil imaginaba todo tipo de cosas terroríficas. Dos niños pasaron persiguiéndose junto a mí, tan cerca que me rozaron el vestido. Asustada levanté la cabeza. Y entonces la vi.

Estaba un poco más allá, parapetada en la misma pared que yo, concentrada en mirarse los zapatos. En seguida me di cuenta de que estaba tan asustada como yo. Recuerdo que me sorprendió que llevara el pelo tan corto. Cuando los dos niños llegaron a su altura, también ella se sobresaltó. Fue entonces cuando se cruzaron nuestras miradas.

Por un breve instante miré hacia otro lado. Fue una reacción instintiva. Pero en seguida la busqué de nuevo. Ella seguía mirándome. Justo entonces se abrió el enorme portalón y todos, grandes y pequeños, se pusieron en movimiento, atraídos por un canto de sirena que yo todavía no sabía reconocer. Sentí que me empujaban arrastrándome hacia delante. Ni siquiera la pared podía protegerme. Toda yo temblaba de pies a cabeza. Entonces una mano se materializó delante de mí. Era la suya. Me aferré a ella sin pensarlo.

De algún modo, juntas nos hicimos fuertes y conseguimos mantenernos en pie hasta que hubo pasado la marabunta humana que amenazaba con devastarnos. Ya no nos separamos en toda la mañana. Luego supe que se llamaba Loli. Fue mi primera amiga.

Loli era más tímida que yo. No solía sentirse a gusto con la gente. Había algo en ella que era distinto, algo que hacía que no encajara. Pero conmigo conectó. Además, resultó que vivía cerca de mi casa, así que todos los días íbamos y veníamos juntas al colegio. Y muchas tardes quedábamos para jugar en el parque. Nos hicimos inseparables.

Los primeros rumores sobre nosotras surgieron a los pocos meses de empezar el curso. Yo, como suele ocurrir en estos casos, fui la última en enterarme. No supe nada hasta que me explotó de golpe en la cara.

Era una tarde de principios de marzo. Volvía a casa del colegio. Iba sola, porque Loli había pasado mala noche y se había quedado en casa descansando. Al menos eso es lo que me había dicho su madre. Oí carreras tras de mí y de repente me alcanzaron un grupo de niñas un año más mayores que yo.

–Mirar quién está aquí. Estás muy solita hoy, ¿no Elisita? –soltó la cabecilla del grupo mientras sus amigas me rodeaban. Yo la miré atónita e intenté seguir adelante, pero ella me cortó el paso.

–¿Dónde has dejado a tu novia? –insistió.

Noté que las piernas me flaqueaban. El corazón me iba a cien por hora. Tuve la sensación de que el aire no conseguía llegar a mis pulmones. ¿Mi novia? ¿A qué venía eso?

–No deberías ir con un marimacho como ella. ¡Es asqueroso! –añadió mirándome desafiante–. ¿O es que tú también eres bollera?

Yo ni siquiera tenía muy claro qué significaba esa palabra. Aun así, negué con la cabeza. Supongo que me pareció lo más oportuno.

–Pues si no quieres acabar igual, será mejor que te alejes de ella, porque eso se contagia, ¿sabes?

Todas le rieron la gracia. Pensé que no iban a dejarme en paz, pero tras zarandearme y darme algunos tirones de pelo, se marcharon corriendo. Suspiré aliviada pensando que la cosa no iba a ir más allá, que se habían metido conmigo porque se aburrían. Pero me equivocaba.

A partir de ese día, cada vez que me pillaban a solas, se repetía la escena.

–¡Yo de ti tendría cuidado porque cada día te pareces más a tu novia!

–Yo creo que se le está pegando.

–Ya te digo. ¡Se le está poniendo pinta de marimacho!

–Elisita, Elisita, cuidado con la tortillera.

–¡Elisa tiene novia, Elisa tiene novia!

Intenté no hacer caso. Intenté esquivarlas. Pero parecía que me espiaran. Siempre encontraban la manera de seguir asediándome. Al final no pude soportarlo y me rendí. Le di la espalda a Loli. La abandoné. Yo solo quería que me dejaran en paz, ser una más, pasar inadvertida. Dejé de ir con ella, dejé de hablarle, la borré de mi vida.

 

–Tranquila, Elisa. Estoy aquí –susurró Raúl acercándose a ella y rodeándola con el brazo. Seguía teniendo sentimientos encontrados, pero la sensación de rechazo hacia su mujer había desaparecido.

 

–Hubo una tarde. Fue terrible. Fui terrible. Ojalá pudiera dar marcha atrás, ojalá pudiera borrarla, pero no puedo.

–Elisa, no sé lo que pasó esa tarde, pero creo que eres muy dura contigo misma. No eras más que una niña.

–No lo hagas Raúl—murmuró ella escabulléndose de entre sus brazos–. No me justifiques. Porque no tiene justificación. No quiero que la tenga. ¿Me entiendes?

–Pero…

–No. Escucha. Loli estuvo una semana sin venir al colegio y yo me pasé todo ese tiempo esquivándola. Me llamó varias veces por teléfono y vino otras tantas a buscarme. Pero yo hacía por llegar a casa todo lo tarde que podía. Me quedaba jugando en el patio del cole con las chicas que se metían con ella que, de repente, ya me aceptaban en su grupo. Un día incluso me escondí en el armario de mi habitación cuando mi madre vino a decirme que Loli preguntaba por mí, para que pensara que había salido. Pero al lunes siguiente, al llegar a casa, estaba esperándome dentro. Mi madre la había dejado entrar, así que no pude evitar encontrarme con ella. No sé si fue por el hecho de que se colara en mi casa desbaratando mis planes de esquivarla o por el hecho de que ello me obligaba a enfrentarme a la situación. La cuestión es que noté que la rabia, una rabia que no había conocido hasta ese instante, se iba acumulando en mi interior. Con un gesto de cabeza le indiqué que me siguiera. La llevé hasta un camino poco transitado. La rabia seguía creciendo y creciendo, podía sentir su peso. Llevábamos más de diez minutos andando cuando por fin rompió el silencio.

–¿Estás enfadada conmigo? ¿He hecho algo malo?

Yo no le respondí. Estaba demasiado concentrada en comprender lo que me estaba pasando. De repente la veía como alguien que quería hacerme daño, como alguien que quería complicarme la vida, como alguien que quería hacerme sentir mal. La ira seguía amontonándose. Noté que apretaba la mandíbula.

–Es que me parece que ya no quieres ser mi amiga y no entiendo por qué, no sé qué pasa –insistió Loli.

Y entonces fui incapaz de seguir sujetando las palabras que me quemaban en la garganta, que salieron disparadas hacia ella.

–Así que no sabes lo que pasa, ¿no? Tienes el morro de decirme a la cara que no sabes lo que pasa. Claro, pobrecita. Con lo buena que eres, tan modosita. Pues pasa que me estás destrozando la vida. Porque claro, tú no puedes ser normal. No, Loli no puede, Loli siempre tiene que dar la nota. ¿Qué culpa tiene ella si es tímida, si es distinta? Pero sabes qué, que yo tampoco tengo la culpa. Porque yo sí soy normal y no tengo por qué aguantar todo esto. Yo no he hecho nada malo, ni soy un bicho raro, pero por tu culpa los demás piensan que sí. Pero eso a ti te da igual, porque solo piensas en ti. Tú, tú, tú, y solo tú. Y a mí que me den. ¡Pero se acabó! Porque yo no quiero tener problemas. Ya estoy harta, así que tendrás que buscarte a otra.

Recuerdo su mirada absolutamente desolada. Pero yo solo podía sentir mi rabia y mi frustración y mi dolor. Así que me di media vuelta y me alejé corriendo. Le…

 

Por un instante a Elisa se le trabaron las palabras.

–Le fallé, Raúl –consiguió decir al fin.

–Pero volverías a verla, y…

–No. Ella intentó hablar conmigo, lo intentó varias veces, pero no se lo permití. Le di la espalda como solo hacen las personas ruines.

-7-

Raúl no sabía qué hacer ni qué decir. La confesión de su mujer lo había dejado desconcertado. Podía entender su dolor, pero aun así no acababa de ver cómo encajaba todo aquello con su reacción ante la declaración de su hijo.

–Después de lo que me has contado, entiendo que estés así, de verdad. Sobre todo, porque llevabas mucho tiempo reprimiéndolo y tiene que resultar doloroso volver a enfrentarse a ello —le dijo tratando de sonar cariñoso–. De todos modos, hay algo que no acabo de comprender. Si te sientes mal precisamente por haberle dado la espalda a tu amiga, ¿por qué vuelves a hacerlo? ¿Por qué le das la espalda a nuestro hijo?

–¿Es que no lo ves? Da igual que yo le apoye, da igual que tú le apoyes. ¡Seguro que los padres de Loli la apoyaron! El problema son los demás. Si eres distinto, si te apartas de lo normal, siempre habrá alguien que haga lo que hice yo entonces, que le falle tan estrepitosamente como le fallé yo a Loli. Nunca podremos protegerle de todos ni de todo. ¡Es imposible!

A Raúl le costaba digerir las palabras de su mujer. No conseguía comprender su lógica.

–Entonces, según tú, ¿qué debemos hacer? –le preguntó.

–Convencerlo de que no es más que una fase pasajera, que se le pasará.

–¿Y si no se le pasa? –insistió Raúl incrédulo.

–Se le pasará, se le tiene que pasar.

–Pues yo creo que no, la verdad. No se trata de un capricho, ni de una enfermedad, ¿sabes? Además, esa no es la solución. De tu hijo pueden burlarse por cualquier cosa, yo que sé, simplemente porque lleva gafas… ¿Qué vamos a hacer si algún día tiene que llevar gafas? ¿Decirle que no se las ponga?

–Ponerle lentillas.

–¿En serio? Pues yo no creo que esa sea la solución.

–¿Y cuál es según tú la solución?

–Enseñarles a nuestros hijos a no dejarse pisotear por lo abusones y estar atentos por si nos necesitan. En serio, creo que exageras un poco. No hay para tanto. Seguro que Loli ya lo ha superado. Igual hasta le sirvió para hacerse más fuerte.

–Tú no lo entiendes, no lo entiendes.

–Pues explícamelo.

–Ella…ella…

–¿Ella qué?

Elisa suspiró hondo un par de veces. Luego miró fijamente a su marido. Todavía le llevó unos segundos conseguir hablar.

–Una noche al poco de nuestra discusión, mientras sus padres dormían, Loli se encerró en el baño y se cortó las venas.

-8-

Al oír las últimas palabras de Elisa, Raúl se estremeció de arriba abajo. No se esperaba un desenlace tan brutal. Trató de imaginar lo que debió sentir su mujer al enterarse de lo que le había ocurrido a su amiga. Le resultó imposible. Demasiado dolor, demasiada culpa. El mero hecho de pensar en ello le sumió en un estado de profunda desazón.  Un ruido procedente del otro lado de la habitación le sacó de su ensimismamiento. En la puerta, mirándolos fijamente, estaba su hijo.

–Laura me ha invitado a jugar a su casa –dijo tras un breve silencio–. ¿Puedo ir, porfa?

Raúl miró instintivamente a su mujer, que hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza.

–Está bien. Vete poniendo el abrigo que ahora voy.

–Guay.

En la calle hacía frío. Al menos eso le pareció a Raúl, aunque quizá fuera que estaba destemplado. Seguía intentando digerir las palabras de su mujer, pero no le resultaba fácil. Se preguntó cuánto habría oído Hugo.

–¿Hacía mucho que estabas en la puerta?

–No mucho.

–Verás hijo…

–Si lo dices por lo que ha contado mamá de su amiga, tranquilo, yo no pienso hacer eso.

–No, si no pensaba… bueno, la verdad es que me alegra saberlo. Sólo quiero que estés bien, ¿entiendes?

–Estoy bien papá, de verdad.

–Fantástico –dijo mirándole sin terminar de creérselo.

Siguieron andando el uno al lado del otro en silencio, Raúl dándole vueltas a sus pensamientos, Hugo deseando llegar a casa de su amiga. En cuanto llamaron al timbre, Laura salió a abrirles con una sonrisa de oreja a oreja.

–Hola C..Hugo.

–Puedes llamarme Cloe, ya se lo he contado –dijo Hugo mirando a su padre de soslayo.

–¿En serio? –preguntó ella mirándolo también.

–Sí, tranquila. Ya nos lo ha contado –confirmó Raúl.

–Entonces, hola Cloe. ¿Vamos a mi habitación? ¡Tonta la última!

–¡Eh! ¡Espera! Adiós papá –se despidió mientras corría por el pasillo tratando de alcanzar a su amiga.

–Adiós, Cloe –respondió él, sintiéndose un tanto incómodo, pero feliz al verle actuar con tanta naturalidad.

-9-

Laura esperó a estar a solas en la habitación para preguntarle.

–¿Qué te han dicho tus padres?

–Mi padre se lo ha tomado bien. Mi madre no tanto. Aunque creo que es por algo que le pasó con una amiga, no por mí.

–¿Con una amiga?

–Sí, una amiga que como yo tampoco estaba a gusto en su cuerpo.

–¿Y qué ocurrió?

–Pues creo que la amiga tenía demasiado miedo y mi madre también.

–¡Qué mal no! Mi hermano dice que los mayores siempre tienen miedo. Yo no lo entiendo, la verdad.

–Ni yo.

–¿Y crees que se le pasará?

–¡Eso espero! ¿Qué hacemos?

–¿A qué quieres jugar?

–¿A disfrazarnos?

–Vale. Yo me pido de pirata.

–Pues yo de pirata bucanera.

–¿Quieres que nos maquillemos?

–¿Podemos?

–Sé dónde guarda mi madre sus pinturas –dijo Laura guiñándole un ojo–. Sígueme. Pero no hagas ruido.

Laura abrió la puerta y asomó la cabeza.

–Parece que no hay moros en la costa –susurró metiéndose ya en el papel que había escogido–. ¡Vamos a por el botín!

Se colaron en el baño, se hicieron con el estuche de maquillaje de su madre y regresaron a la habitación muertos de la risa. Siempre era así entre ellos.

-10-

Esa noche, al regresar a casa con su hijo, Raúl fue directo a la habitación. Su mujer estaba en el sillón orejero que había junto a la ventana. Se sentó pesadamente en el borde de la cama.

–Elisa, no puedes seguir así. Sé que lo que te pasó fue horrible, de verdad. Pero tienes que hablar con tu hijo. Eres su madre. No puedes darle la espalda en algo tan serio –le dijo. Las palabras sonaron a un ruego desesperado.

–¿Te crees que no lo sé? –murmuró ella—pero es que no sé qué decirle…

–Pues simplemente abrázalo, que sienta que no le rechazas.

–No es tan fácil, ¿sabes? No para mí.

Se quedaron los dos callados, Elisa mirando por la ventana, Raúl al suelo. Pasados unos minutos, él soltó un suspiro, se levantó y se marchó. Elisa creyó que volvía, porque al momento oyó como se abría de nuevo la puerta. Pero no era su marido.

 

–Hola mamá.

Al oír la voz, Elisa giró la cabeza desconcertada.

–¿Cómo estás mamá?

–Estoy –atinó a balbucear.

–¿Puedo decirte una cosa?

–Supongo…

–Lo que le pasó a tu amiga, bueno, tuvo que ser un palo.

–Sí, lo fue.

–Pero sabes, el problema no es que fuera distinta, el problema es que no era capaz de ser quien era.

–No te entiendo.

–Quiero decir que ser distinto no tiene nada de malo. El problema es que te dé miedo serlo.

–¿Miedo?

–Sí, a lo que dijera la gente, a lo que pensaras tú.

–Es que ese es precisamente el problema, la gente. Puede ser muy cruel, ¿sabes? Y yo no quiero que te hagan daño. No podría soportarlo. Otra vez no.

–Es que no me lo van a hacer mamá, porque a mí no me da miedo ser distinto.

–Eso es lo que te piensas, pero luego todo se complica.

–Yo no soy como tu amiga.

–Eso no lo sabes.

–Sí, sí que lo sé. Yo te lo he contado. Ella no lo hizo, te tuviste que enterar por otros.

–Ya, pero…

–Tú piensas que le fallaste y a lo mejor lo hiciste. Pero ella también te falló a ti, porque no te lo contó.

Elisa nunca lo había visto de ese modo. Se había echado toda la culpa a la espalda sin considerar nada más.

–Por eso quiero que me llaméis Cloe –siguió–, y por eso quiero que mis amigos me llamen Cloe. Porque no quiero esconderlo. Porque quiero que todo el mundo sepa quién soy realmente.

–N sé, la verdad.

–El hermano de mi amiga Laura tiene razón. Para que te hagan daño tienes que avergonzarte o tener miedo. Y yo ni me avergüenzo ni tengo miedo. De hecho, me siento orgulloso.

–Pero es que…

–Mamá, en serio, no tienes por qué preocuparte. Además, ahora ser distinto está de moda. Hasta voy a ser más popular en clase.

Elisa miró a su hijo. Se le veía tan tranquilo, tan confiado… Mientras lo contemplaba tuvo la sensación de que se le ensanchaban un poco los pulmones.

–Ojalá lo viera todo tan fácil como tú –dijo mirando por la ventana.

–Es que lo es, mamá. Y tú me has ayudado, ¿sabes? Porque siempre me has dejado ser quien yo quería. A lo mejor es precisamente por lo que te pasó con tu amiga. Loli se llamaba, ¿no?

Elisa pensó que a lo mejor era verdad, a lo mejor había enterrado sus recuerdos con Loli, pero no lo que había aprendido de toda esa historia. Suspiró profundamente, miró a su hijo y por primera vez desde que se había sincerado con ellos, fue capaz de mirarlo con otros ojos.

 

 

MILA relato de Ana Riera

Mila

–¿Hola bonita, estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

Las primeras veces respondía agradecida.

–¿Hola bonita, estás bien?

–Sí, gracias.

–¿Cómo te llamas, cielo?

–Mila, me llamo Mila.

Bueno, lo cierto es que al principio no entendía nada de lo que le decían. Las palabras no eran más que ruido sin sentido martilleándole la cabeza. Aunque debía reconocer que las sonrisas que se dibujaban en esas caras desconocidas la tranquilizaban, al menos momentáneamente.

Al cabo de unos días, sin embargo, empezó a comprender esa lengua extraña. Seguramente ayudó que siempre fueran las mismas preguntas.

Sí. Las primeras veces respondía agradecida. Pero transcurridos un par de meses, las preguntas empezaron a molestarle. Tal vez fuera por el hecho de ver que no ocurría nada. Al recibir una de aquellas sonrisas parecía que iba a cambiar algo, pero pasaban los días y todo seguía igual. Fuera como fuese, la sensación de esperanza se había ido desvaneciendo lentamente, como una nube que se deshilacha imperceptiblemente mientras la observas desplazarse por el cielo.

Ahora le fastidiaba abiertamente que le repitieran las mismas preguntas de siempre. ¿Es que no iban a cansarse nunca?

–¿Hola bonita, estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

Tampoco soportaba ya las sonrisas. Al principio había creído que eran sinceras, que tenía sentido aferrarse a ellas. De un tiempo a esta parte, no obstante, le parecían huecas. Incluso le dolían físicamente.

–¿Hola guapa, estás bien?

–Pues no. Lo que estoy es jodida, eso es lo que estoy.

–¿Cómo te llamas, cielo?

–Lo cierto es que no tengo nombre. Lo he perdido porque nadie me ve realmente.

Eso le habría gustado soltarles a la cara a todas esas personas que se dirigían a ella como si fuera una figura de cristal que fuera a romperse con solo mirarla, pero que luego se marchaban a seguir con sus vidas. Vidas como la que le habían arrebatado a ella hacía unos meses.

–¿Hola guapa, estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

 

Ojalá nunca hubiera oído esas preguntas. Ojalá siguiera en su casa de paredes encaladas, oyendo trajinar a su madre en la cocina, tumbada en su cama de madrugada, tapada hasta la barbilla, robando unos minutos más de sueño al día antes de levantarse. Cómo echaba de menos su casa. Ahora que estaba lejos, que la había perdido, recordaba detalles de los que nunca había sido consciente. Como que le gustaba oler el intenso aroma del café inundándolo todo en cuanto bajaba por las empinadas escaleras de buena mañana. O que los primeros rayos de sol se colaran por la ventana bañando la mesa de rincón en la que se sentaba a desayunar, como dándole los buenos días. O sentarse en el viejo sofá arropada con una manta y apoyando la cabeza en el hombro de su padre con el sonido de la radio de fondo.

Mila no podía más y esa tarde explotó. Era un día cualquiera, casi idéntico a todos los que había vivido desde su llegada a ese lugar. Cola para ir al baño y a las duchas recién levantada, cola para desayunar en la gran sala común, vuelta al pabellón prefabricado para dejar las cosas de aseo y coger la ropa sucia, y vuelta a empezar. Cola para lavar la ropa, cola para tenderla en las cuerdas, cola para el reparto de champú o de jabón o de compresas, cola para la comida… Y luego, para rematar, la tortura de las caras sonrientes.

–Hola guapa, me llamo Eva. ¿Estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

Mila no pudo evitarlo. Las palabras salieron disparadas de su boca a la velocidad de la luz. Fue como abrir un grifo con demasiada presión.

–No tengo nombre porque nadie me ve. Y estoy jodida, muy jodida. Yo tenía una casa, ¿sabe? Y una vida. Me iba bien. Mi madre chillaba mucho, pero me quería. Y mi padre siempre andaba quejándose, pero también me quería. Y yo a ellos. El instituto nuevo me gustaba, sobre todo porque iban mis dos mejores amigas. Y porque iba Roco, que me tenía loca. Y de repente todo eso, mi mundo entero, ha desaparecido. Y a nadie le importa una mierda. A nadie. O no llevaría aquí muriéndome de asco y de pena tres putos meses sin que ocurra nada, nada de nada. Así que rellene su puto informe, o lo que sea que rellenan, y luego déjeme en paz y siga con su vida, usted que puede.

Cuando terminó, Mila apenas podía respirar. Le faltaba el aire, le temblaban las manos. Sin embargo, le sostuvo la mirada. La mujer que tenía delante la observaba con los ojos muy abiertos. Pasaron varios segundos arrastrándose lastimosamente entre las dos. Por una vez, fue la otra la que acabó mirando al suelo.

Mila seguía alterada, pero poco a poco su respiración fue acompasándose. Aun así, le sorprendió oír la voz de la mujer.

–Tienes razón. Debes pensar que somos gilipollas. Lo siento –dijo sin dejar de mirar el suelo.

Mila no se esperaba estas palabras. Había pensado en marcharse, pero se quedó sentada.

–Tienes derecho a estar enfadada. Lo que te ha ocurrido es una puta mierda. Ni siquiera puedo imaginar cómo te sientes, por mucho que me esfuerce. Creí que hacía algo importante y elevado. Pero ahora mismo me siento como una verdadera estúpida.

Se hizo el silencio, pero esta vez no fue un silencio incómodo. A Mila eso la tranquilizó.

–¿Hay algo que pueda hacer? Quiero decir, ¿hay algo que puede hacer para lograr que te sientas un poquito mejor? Lo que sea, de verdad –añadió la mujer mirándola de nuevo a la cara. Por primera vez desde que había empezado esa pesadilla, por primera vez desde que se había convertido en una refugiada, a Mila le pareció que algo tenía sentido, o al menos que podía llegar a tenerlo. Las primeras lágrimas resbalaron mudas por sus mejillas. Luego llegó el sollozo desconsolado que llevaba reprimiendo desde hacía semanas. Cuando por fin empezó a remitir, mucho rato después, Eva seguía a su lado sujetándole la mano con fuerza entre las suyas.

Mila la miró y supo que esta vez iba a ser distinto. Porque Eva sí la estaba viendo de verdad y eso le permitía ser de nuevo una persona de carne y hueso. En su cara se dibujó una tímida sonrisa.

 

 

 

 

 

La pelota Por Ana Riera

No. No le había molestado que la llamara “señora”. Ya sabía que no tenía 20 años. Además, no era más que una fórmula, como otras tantas. No, no había sido por eso.

A pesar de haber cumplido ya los 50, Mónica se sentía a gusto con su aspecto general. Aún tenía un cuerpo atlético. Y todavía reconocía sus rasgos en la imagen que le devolvía el espejo, incluso recién salida de la ducha, sin maquillaje ni cremas milagrosas.

Claro que había cosas que la desconcertaban, negarlo sería una estupidez. Como cuando compraba un billete por internet y la pantalla le pedía que introdujera la fecha de nacimiento. El día y el mes no suponían un problema. Pero al llegar al año, le sorprendía lo mucho que tenía que descender por la pestaña que se desplegaba. ¿De verdad habían pasado todos esos años? Primero los que empezaban por 20, como 2022, 2021, 2020. Y luego, mucho más abajo, los que empezaban por 19.

Mónica tenía que reconocer que imaginar los miles y miles de personas que habían nacido después que ella le producía una intensa sensación de vértigo. Como si se asomara a un precipicio del que no alcanzara a ver el fondo.

Pero hoy no había sido nada de eso lo que la había sumido en un estado de profunda nostalgia. Comprendía perfectamente que para el niño que asomaba la cabeza entre los barrotes de la valla para pedirle el balón que había ido a parar a la calle, ella fuera una señora con todas las letras.

El problema es que esa escena le había hecho recordar de golpe otra muy parecida, solo que con los papeles intercambiados. Ella era la niña, la que asomaba la cabeza entre los barrotes, con el pelo revuelto y las gotas de sudor escapando por debajo de su flequillo rebelde.

“¿Por favor señor, podría pasarme esa pelota?”

Su voz le sonó extraña en el recuerdo. El hombre estaba medio de espaldas. Mónica no podía verle la cara. Hasta que se giró y vio que se trataba de su profesor de gimnasia. Se alegró de que fuera él, porque era muy simpático, pero recordaba que le había parecido muy mayor. Y eso a pesar de que no tendría más de 40 años.

Fue eso, la sensación que volvió a experimentar de repente al rememorar aquel momento de su pasado, lo que le produjo el desasosiego que ya no la había abandonado en todo el día, como si se le hubiera pegado a la piel para, poco a poco, irse filtrando por sus poros.

Quizá fue por eso. O tal vez eso no fuera más que el detonante, la gota que colmó un vaso que venía llenándose en silencio desde hacía mucho tiempo. Pero en cuanto oyó las llaves girando en el pomo de la puerta, Mónica sintió como una oleada de ira le subía dese lo más profundo de las entrañas, abriéndose paso como un tsunami, hasta que le salió por la boca en forma de reproches. Se los lanzó de inmediato a la cara y no paró hasta quedarse completamente vacía.

Ni la cara de desconcierto de él, ni los años compartidos, ni al rato los ojos de súplica que la miraban desde el otro lado del salón, sirvieron para aplacarla. Curiosamente, en cuanto lo hubo soltado todo, sintió una paz que, por fin, desterró toda la nostalgia de su cuerpo.

La candidata Por Elisa Pérez

Óleo de Christina Lappa (“Mujeres”)

Al fondo del pasillo se abría una puerta en cuyo centro superior resplandecía una placa que Roberta apenas podía divisar desde su posición en la sala contigua. La oscuridad del pasillo contrastaba con la luminosidad de luz cálida de fluorescente que reinaba en la sala de espera.

Estaba muy nerviosa, apenas acertaba a sujetar la pierna izquierda que, de forma espontánea, comenzaba un baile particular y acompasado. No parecía que hubiera motivos aparentes para tanta alarma, al fin y al cabo era sólo una entrevista más, otra desde que llegó a este país, reflexionó buscando un alivio que no llegaba. Repasó mentalmente las veces que había tenido que pasar por estas evaluaciones. Se ajustó la chaqueta haciendo desaparecer las arrugas que se formaban por la estrechez de la prenda. Tenía un uniforme de americana de rayas, blusa blanca y falta roja y azul para estas ocasiones que le había dado una amiga suya cuando decidió regresar a su país cansada de los vaivenes insalvables que la vida le había puesto.

Nada más pisar Roberta el aeropuerto de esta ciudad extraña, un revoloteo de emociones se ocupó de que la ilusión y la esperanza mantuvieran controlados al cansancio y al sueño de un vuelo de más de doce horas. Había decidido iniciar una nueva vida lejos de su país, y fraguarse un futuro que allí no tenía.

Llevaba un diario con la lista de trabajos desempeñados desde que llegó, hacía ya más de dos años: limpieza de escaleras, amasar pan en una panificadora, cuidado de una señora mayor que la golpeaba… aceptaba cualquier cosa mientras su título de Psicología se terminaba de homologar en la Universidad. Habían sido dos largos años llenos de angustia, desesperanza, y por momentos carencias mínimas.

El repiqueteo de unos tacones que imaginó de aguja, resonaba fuerte por el pasillo. Una mujer se aproximaba con un montón de papeles en la mano, lo que impacientó aún más a Roberta. Comenzaban de nuevo esos pinchazos odiosos en el pecho que le impedían respirar con fluidez. La ansiedad, le dijo su amiga en el aeropuerto, controla esa ansiedad Roberta y no olvides resistirte, amiga. La vio marcharse, sabía que sería la última vez que la vería, desde ese momento se abría una distancia de miles de kilómetros para ambas.

  • ¿Francisca Almagro López? –la voz asociada a los tacones de aguja gritaba este nombre sin dueña aparente.
  • Repito, ¿Francisca Almagro López? – A Roberta le pareció absurda la repetición. Ninguna de las otras dos personas había respondido y suponía que tampoco lo harían ahora.

La mujer de tacones de aguja hizo una mueca de desagrado con la boca, contrariada con la falta de respuesta. Tomó los papeles de nuevo.

  • ¿Natalia Ramos Azul? – Su voz sonó menos enérgica que antes. Esperó unos segundos, emitiendo un pequeño gruñido que podría interpretarse de furia o de cansancio.
  • ¿Alguna de ustedes es Natalia Ramos Azul o Francisca Almagro López?

Tampoco esta vez hubo respuesta entres las presentes. Sonaba irónico para Roberta que dos personas hubieran rechazado participar en la selección de un puesto de trabajo que sonaba bastante bien: Incorporación inmediata a una consultora de recursos humanos, sin experiencia previa, sueldo aceptable y jornada partida. Para ella eso sonaba a música celestial. Además de que en menos de un mes al fin tendría su título. Llevaba una fotocopia en el bolso, que pensaba mostrar en la entrevista.

La impaciencia de que continuara con la lista de nombres la atenazaba. Realmente necesitaba ese trabajo, ahora más que nunca. En unos meses tendría más responsabilidades y debía estar preparada. Un nudo seco y fuerte le ahogaba la garganta. No podía llorar ahora, no podía hacerlo en ese lugar. Había descubierto que era fuerte, más de lo que se hubiera imaginado cuando abandonó su aldea sobre un cerro blanco que la vio nacer. De nuevo se ajustó la chaqueta esperando con ansiedad el momento de levantarse. Esperaba no marearse, los últimos días había vomitado bastante al despertarse.

La mujer de los tacones se había retirado entre la oscuridad del pasillo. Roberta echó un vistazo a su alrededor. Una joven rubia se mantenía alerta con las piernas cruzadas. Es guapa pensó Roberta escrutándola con la mirada, sintiendo que esa rival iba a ser inexpugnable para ella. Se sintió derrotada por un minuto. De pronto se repuso, maldiciendo sus pensamientos, qué haces Roberta, ella es guapa, pero tú eres trabajadora, luchadora, con título universitario. Esa era su voz interior que siempre la recuperaba en las caídas.

De nuevo los pasos firmes por el pasillo. La segunda candidata se mantenía absorta con un móvil entre las manos que apenas soltaba si no era para escuchar unos nombres que no eran suyos, volviendo inmediatamente después a su intensa tarea con el aparato negro entre las manos.

  • Bueno, vamos a hacerlo de otra forma, díganme sus nombres y acabaremos antes.

Roberta sintió que debía adelantarse a las otras dos: Roberta Changuera Valderrama. Se levantó y se acercó a la señora de los tacones que con la palma de la mano la instó a que no se aproximara a ella.

  • Y ustedes son…?

Bien. Llegados aquí les confirmo que el Director de Recursos Humanos no ha podido venir por un tema personal. La entrevista la tendrán con el Jefe de Compras de la empresa. Las llamo en un minuto.

El reloj situado encima de la cabeza de la joven rubia mostraba ya un retraso apreciable sobre la hora prevista de la cita. Roberta tenía hora con su médico de familia. Le iba a confirmar la noticia que ella sospechaba desde hacía dos semanas: un embarazo no deseado. De nuevo el nudo en la garganta, otra vez los pinchazos en pecho y abdomen. Se sintió sola, más sola que nunca, con dos extrañas y una tercera que apenas la miraban. Ahora tenía que luchar más que nunca por lo que tenía dentro porque había decidido tenerlo, sola, sin un padre que la acompañara y una familia a miles de kilómetros.

No había desayunado. La falda comenzaba a arrugarse con la espera. Su tripa se inflaba por las mañanas aumentando su perímetro una talla al menos. Se sentía comprimida, quiso desabrocharla para respirar. Por un momento se preguntó qué hacía allí: si conseguía hacer la entrevista y que la escogieran, en unos meses su embarazo sería tan evidente que pronto estaría fuera de esa empresa. De nuevo su voz interior la mandó pegarse a la silla, erguir la espalda y soportar los cientos de pinchazos del abdomen por hambre y rabia.

Unas voces al fondo del pasillo la sacaron de sus pesares. Eran dos personas que dialogaban afablemente. Risas alborozadas resonaron por el pasillo hasta llegar como un eco fiel hasta la sala de espera. Roberta miró hacia la del móvil; seguía absorta en algo de la pantalla sin moverse ni reaccionar; la rubia había cerrado los ojos y descruzado las piernas.

  • Lo siento señoritas, vamos a tener que anular las entrevistas. Ha surgido algo imprevisto para el Director de compras que tampoco podrá atenderlas. Les llamaremos para otro día.

La voz femenina sintió alivió cuando terminó la última frase. Sin dar más explicaciones se dio la vuelta. Roberta miró su espalda alejarse por el pasillo hasta desaparecer completamente.

  • ¡Pero esto no puede ser, llevamos esperando más de una hora y ahora nos dicen esto!

Su enfado era evidente e intentaba hacerlo partícipe con sus compañeras de espera. La del móvil la miró un instante indiferente.

  • Yo me tengo que marchar, tengo otra cosa.
  • Pensándolo bien no era tan buena oferta.

La rubia se había incorporado de su asiento con actitud recta, y se dirigía al suelo mientras tomaba el bolso de la silla contigua.

  • Pero nos han dicho que nos volverían a llamar. ¡Ustedes lo oyeron! Nos deben esta entrevista y nuestro tiempo.
  • Bueno, sí, pero para entonces yo ya habré encontrado otra cosa en un sitio mejor. ¿Alguna bajáis en ascensor?

La del móvil había preferido adelantarse y comenzaba a descender por la escalera.

Óleo de Amadeo Modigliani.

De pie en medio de una sala ya vacía Roberta extendió los brazos a lo largo de su cuerpo buscando un alivio que no encontraba. Estaba enfadada, triste, dolorida. Tenía que hacer algo. Miró al fondo, hacía la puerta. No lo pensó dos veces, con paso firme se dirigió hacia ella sin percibir obstáculos, sin esperar límites. En ella se podía leer “Director de Recursos Humanos”. Llamó una vez, dos, a la tercera abrió directamente. Sobre un sillón de cuero negro un hombre de mediana edad levantó la vista sorprendido. La mujer con finos tacones delante de él, rompía sus papeles blancos y los echaba en la papelera

  • Antes de que mande a echarme, creo que debe escucharme. Soy Roberta Changuera Valderrama, llevo más de una hora esperando en una sala fría a que me hagan una entrevista de trabajo en la que había puesto parte de mi futuro. Sin explicaciones, sin disculpas, nos echan por temas personales… ¿Quiere que le explique mis temas personales?

El nudo de la garganta ya no podía aguantar más y explotó derramándose sin control.

El hombre no dijo nada, la miró entre asustado y perplejo.

  • Pero qué hace usted aquí, les dije que se fueran que ya les llamaríamos… – La voz agria de la señora de tacones, se esparció por todo el despacho.
  • Espera, Maite, déjala que termine y luego hablamos. – El hombre se levantó y rebuscó algo entre los papeles de la papelera.

Silueta de mujer, óleo de Viviana Gabieiro.

No habían transcurrido más de media hora cuando en el hall principal del edificio, Roberta salía del ascensor izquierdo, enjuagando unas lágrimas ya secas. Su cara mostraba serenidad, su falda infinidad de arrugas y su voz interior no dejaba de recordarle que ella era fuerte y lo había conseguido. Miró el reloj, la cita del médico se había pasado ya. Bueno, el resultado lo conocía, volvería a pedir cita, esta vez por la tarde cuando el horario del nuevo trabajo le permitiera acudir.

Lo primero que le habían encomendado es llamar al resto de candidatas para decirles que el puesto estaba ocupado ya. Tenía que llamar a todas, a las dos que no habían acudido a la cita y a las que estuvieron con ella y decidieron marcharse porque tenían otras ofertas o planes mejores. A lo lejos pudo ver cómo la del móvil estaba sentada en un banco próximo. Casi mejor se acercaría a ella y se lo diría personalmente. Su voz interior le repetía que no había hecho bien en contar toda la verdad sobre su vida. Esta vez no estoy de acuerdo, protestó. ¡He hecho lo que debía hacer, y no me ha salido tan mal!

Montada en el autobús de regreso, repasó una y otra vez la escena vivida. Dos paradas más allá, una mujer se montó en la parada. La reconoció enseguida. Era la guapa rubia que con tanta prepotencia había desechado volver a esa oferta. Al pasar junto a ella la reconoció.

  • He conseguido el trabajo, ¿sabes? Y no es tan malo como creías.

En la muralla de San Juan Por Luis López Nieves

Una de las ventajas de escribir literatura es la posibilidad de moldear a la realidad –nuestro pasado, presente y futuro, y las emociones, preocupaciones, obsesiones y curiosidades que estos nos generan- en material de creación y, a través de un cuento, novela o poema, tomar un pequeño pedazo de la vida humana y cuestionarlo, reinventarlo o dotarlo de un nuevo sentido. Esto es lo que hace en sus cuentos el escritor puertorriqueño Luis López Nieves.

 


EN LA MURALLA DE SAN JUAN

al maestro Pedro Juan Soto

Hay un olor a sangre
rondando nuestros pasos

–Nelson del Castillo

La mañana del 10 de mayo de 1898 unos tres mil ciudadanos contemplaban en silencio, desde la muralla norte de la ciudad de San Juan, a los seis buques de guerra norteamericanos que acababan de llegar en formación de ataque. Más arriba, en la ciudadela de El Morro, el gobernador de Puerto Rico y sus ayudantes militares, hechos los preparativos de la defensa, también esperaban en silencio. Tanto los civiles como los militares apoyaban los codos sobre las murallas centenarias. Nadie se movía, nadie hablaba. Todos observaban, desde lo alto de la espesa muralla, a los seis acorazados inmensos. Con algo de asombro, y mucho de terror, se preguntaban si se trataría de una mera bravuconada de la Armada Norteamericana o del preludio de un ataque verdadero.

En las cubiertas de los buques los marineros norteamericanos apenas se movían. La mayoría ocupaba sus puestos de combate al lado de los cañones. Otros estaban sentados en las bordas de sus naves sin hacer nada: contemplaban las murallas de la exótica ciudad como turistas silenciosos, balanceando las piernas sobre el agua verde.

En ese juego de ajedrez paralítico transcurrieron unas dos horas. La ciudad inmóvil, meditabunda; los buques de la flota enemiga meciéndose despacio sobre las olas del océano Atlántico.

De pronto, el aire y la tierra temblaron: se escuchó un estrépito tan violento, tan inesperado, que la mayor parte de los espectadores sanjuaneros, excepto los militares, dieron un paso atrás y se taparon los oídos con las manos. Las bocas de seis grandes cañones, uno en cada buque, arrojaron repentinas lenguas de fuego y nubecillas de pólvora. En seguida se escuchó un silbido siniestro, agudo, horrífico, que se acercaba a la ciudad a velocidad incomprensible. Y por último, todo en cuestión de dos segundos, se escucharon los recios impactos de los proyectiles.

El comienzo del ataque había sido simbólico: cada buque, a pesar de sus decenas de cañones, había hecho un solo disparo. Dos de estos fallaron. Volaron por encima de las cabezas de los ciudadanos y se perdieron detrás de la ciudad, en la distancia; es posible que cayeran en la bahía. Dos grandes balas de cañón golpearon las murallas de la ciudad y rebotaron como si fueran de goma. La quinta bala se incrustó en la pared norte de la antigua Iglesia de San José, donde descansan los restos de Juan Ponce de León, conquistador de Puerto Rico. Y la última gran bala de hierro, la sexta, golpeó en el pecho a la hermosa Verónica Toledo, nacida y criada en San Juan, a quien destrozó frente a las miradas incrédulas de sus cinco hermanas y tres hermanos.

Si Verónica Toledo no hubiera muerto ese día, se habría casado el próximo domingo, 15 de mayo de 1898, a las cuatro de la tarde, en la Catedral de San Juan. Luego se hubiera ido de luna de miel quizás a París, destino predilecto de los criollos de la época, o tal vez a la romántica ciudad de Venecia, que siempre ha sido destino de enamorados. Meses después habría regresado a San Juan y le hubiera contado a su familia sobre el Arco del Triunfo, el Bosque de Bolonia y los anchos bulevares parisinos; o hubiera descrito, casi sin aliento, sus paseos en góndola bajo la luna y las estrellas venecianas.

Dos, cinco o diez años después de su regreso de la luna de miel, Verónica Toledo habría tenido el primero de sus muchos hijos. Uno de estos –el primogénito o el cuarto o el séptimo– se hubiera llamado Jacobo Sanz, como su padre, y es verosímil que se habría hecho médico, igual que este. Y el doctor Jacobo Sanz Toledo, hijo de Verónica, varias décadas después se hubiera casado también, probablemente en la misma Catedral de San Juan, pero a causa de las guerras europeas hubiera pasado la luna de miel en la Ciudad de México, escuchando la vigorizante música de los mariachis, o tal vez bailando tangos eróticos en el mismísimo Buenos Aires. Y al regreso de la luna de miel la nuera de Verónica habría tenido también sus hijos, y una de las niñas –la primogénita o la tercera o la séptima– se habría llamado Verónica, como la abuela, y es evidente que se habría negado a estudiar medicina, como su padre, porque hubiera insistido en vivir su propia vida sin que ninguno de sus familiares se entrometiera ni le diera órdenes impertinentes.

Por eso es muy posible que hubiera estudiado Derecho o Periodismo. Se habría hecho defensora de los pobres y de los perseguidos políticos y de las mujeres maltratadas, y como resultado natural de su crianza, de su época y de su grande inteligencia, es obvio que, a pesar de las protestas airadas de toda la familia, Verónica la Nieta habría salido independentista. Habría pertenecido a algún partido político antinorteamericano y participado en marchas y en protestas, y es posible que hasta le hubiera dado por tomar las armas para expulsar a los norteamericanos de la colonia de Puerto Rico. Mujer apasionada, se habría entregado a la lucha por la patria –una especie de autoinmolación conspicua– y toda la familia le hubiera advertido, muchas veces, que estaba echando a perder su vida. Algunos de ellos, tal vez hasta su abuelo el doctor Juan Sanz, le habría retirado la palabra a su nieta la subversiva, y uno que otro de sus hermanos asustadizos también le hubiera empezado a negar el saludo. En las reuniones familiares la única que hubiera recibido con auténtico júbilo a Verónica la Nieta hubiera sido Verónica la Abuela. Le habría dado fuertísimos abrazos y muchos besos con los ojos llorosos de alegría, y ambas se hubieran querido mucho y se habrían contado sus secretos, y habrían tenido esa conexión peculiar que nace cuando el amor se salta a los padres para caer directamente en los nietos. Verónica la Abuela le habría dicho a su nieta, mientras hablaban en privado en la cocina, que no le hiciera caso al resto de la familia porque ya aprenderían a aceptarla como era. “Pase lo que pase, digan lo que te digan, siempre me tendrás a mí, corazón mío”, le habría dicho.

A pesar de la firmeza de su carácter y del grande amor de su abuela, es muy probable que Verónica la Nieta llegara a tal nivel de exasperación con la situación política del país que optara por tomar una acción concreta. Es posible que se le hubiera metido en la cabeza, junto a un grupo de cinco compañeros –Carlos, Arnaldo, Santiago, Antonia y Fefel–, organizar algún tipo de ataque simbólico contra un edificio federal o una base militar del gobierno norteamericano, o quizás contra las torres de comunicaciones del Cerro Maravilla, para que el mundo supiera que la mansedumbre puertorriqueña no era unánime. Y a causa de algún espía o agente encubierto (o por cualquier otro motivo: un error en la planificación, digamos, o una llanta vacía) es muy posible que a Verónica la Nieta las fuerzas del gobierno la capturaran, y al verla bella y desafiante la hubieran torturado y asesinado a modo de escarmiento para revolucionarios del presente y del futuro, y luego la propia familia de Verónica la Nieta habría reaccionado con indignados “Se lo dijimos, le dijimos a esa loca que no se metiera en política”.

Esa es la reacción de todos menos de Verónica la Abuela, a quien se le calienta el rostro al ver en la televisión el cadáver de su nieta querendona; siente un sofoco feroz, se agarra el pecho como si se le quemara por dentro, pega el grito más agudo de su vida y cae al suelo arrasada por un robusto ataque cardiaco. Varios días está al borde de la muerte en la unidad de cuidados intensivos, y padece grandes tormentos mentales cada vez que abre los ojos y ve, en el techo y en las paredes de la habitación, imágenes sangrientas de su nieta sometida al suplicio, el cuerpo violado y magullado de su querida nieta a los pies de los torturadores. Pero gracias a los cuidados de sus hijos y nietos, casi todos médicos, Verónica la Abuela se recupera del golpe en pocos meses, aunque luego todos dicen, a sus espaldas y en voz baja, que no ha quedado igual, que desde la muerte de su nieta –de esa niña egoísta y desconsiderada– la abuela Verónica ha envejecido, ya no se tiñe el pelo, no sonríe como antes, está hecha una anciana.

Todo esto pudo haber ocurrido, pero el 10 de mayo de 1898 el  sexto proyectil de la Guerra Hispano-Norteamericana, aunque simbólico, mató a Verónica la Abuela en dos segundos y ya no hay forma de saber qué habría sido de sus hijos ni de sus nietos, porque nunca los tuvo. Pero sí se sabe lo que ocurrió con sus cinco hermanas y sus tres hermanos, que estaban junto a ella en la Muralla de San Juan cuando la grande bala de cañón la convirtió en montones de pedazos, y vieron con estupor la muerte instantánea de esa dulce hermana que tanto amaban y que sin querer los bañó con su sangre y los golpeó con los pedazos de su carne. Largas son las historias de lo que han sufrido las hermanas y los hermanos desde ese triste día, y largas son las crónicas de los hijos de estos hermanos, que hubieran sido primos de Verónica la Nieta, algunos de los cuales hasta han seguido los pasos de esa prima que nunca tuvieron, pero estas historias no son parte de este simple cuento, en que solo se ha contado lo que nunca habrá de ocurrir.

Gris asfalto Por Sandra Pedraz Decker

1. Emilio

El balanceo

            Acaba de sonar el timbre que indica el final del recreo y Paula se dirige directa a clase. No quiere llegar tarde, pues a sus diez años, Paula es una niña que siempre se porta bien. Piensa que así sus padres podrán sentirse orgullosos de tener una buena hija, que sabe dar ejemplo a sus dos hermanos pequeños. Por eso ha aprendido a mantener una actitud correcta cuando está delante de ellos. Se sienta en la mesa, callada y muy quieta, escuchando, cada vez que sus padres reciben visita. “Qué niña más formal”, dicen. Y a Paula eso le hace sentirse especial, pues piensa que es la mejor manera de que a sus padres les guste pasar tiempo con ella, después de trabajar hasta tan tarde en la oficina. De esta forma, está acostumbrada a obedecer. Siempre obedece.

            Es la hora de Religión. “¡Qué camisa tan bonita!”, dice Emilio, el profesor, al tiempo que le hace cosquillas en la tripa. Paula se encoge sobre sí misma, divertida. Le hace ilusión que se haya fijado en ella, pues es uno de sus profesores favoritos. Se sienta en su pupitre, que está algo apartado, en la esquina del fondo. Hoy van a ver un vídeo. Paula se recuesta en su silla, y observa cómo Emilio apaga la luz. Luego ve cómo se acerca al pupitre de ella y se sienta sobre su mesa, de espaldas a la niña, con el cuerpo girado hacia el vídeo. A Paula le da confianza que elija ese lugar para sentarse. Emilio no es como esos profesores tan serios. Él es divertido, y se nota que le gusta tratar con niños. Es mayor, quizá como su padre, porque tiene la misma calva y el pelo canoso. Lleva unas gafas redondas y en general, desprende vitalidad. Y confianza.

            Entonces llega el primer sobresalto. Está oscuro. La única luz es la que desprende el televisor. Paula la mira, algo distraída, con las manos sobre el pupitre. De repente nota un intenso ardor en el brazo. Es la mano de Emilio. Acariciándola. Él no se ha girado, sigue manteniendo la misma postura, sentado sobre la mesa de Paula, dándole la espalda a la niña, sin mirarla. Pero ha dirigido su brazo hacia atrás, buscado su pequeña mano y a partir de ahí, ha subido hasta su hombro. La acaricia de arriba abajo, suavemente. Paula siente cada vez más calor. Mucho calor. Es incapaz de moverse. En la oscuridad, ninguno de los veintiséis niños del aula, atentos a lo que sucede en el vídeo, se está dando cuenta de nada. Paula tiene un nudo en la garganta. Los oídos le zumban. No sabe qué hacer. Ella está acostumbrada a portarse siempre bien, a estar siempre muy quieta. Y callada.

            Las caricias están a punto de pasar de su hombro a su pecho, todavía inexistente, que late con fuerza debajo de la bonita camisa que su padre le compró en uno de sus frecuentes viajes de trabajo a Nueva York, junto a cinco muñecas Barbie, que a Paula le encantan. Entonces Paula se echa hacia atrás todo lo que puede, balanceándose en la silla, de modo que queda sostenida únicamente por las dos patas traseras, con el respaldo apoyado en la pared. Ahora Emilio no llega. Tiene sus dedos extendidos, hacia el cuerpo de la niña, pero apenas puede rozarla. Paula siente que el mundo se ha reducido a esa esquina, hecha de ladrillo, en la que está acorralada; a esa mano del profesor que la caía tan bien, y que quiere alcanzarla; y al balanceo. El balanceo que mantiene con esfuerzo para poder alejarse de él.

            Quizá si Emilio se girase hacia ella, si él decidiera acercarse, Paula no hubiera sido capaz de decirle nada, de frenarle, de interrumpir el vídeo que sus compañeros observaban, embobados. Se hubiera quedado ahí, parada, dejándose hacer. Porque Paula siempre se porta bien. Y Emilio lo sabe. Por suerte, él no se gira. Sigue tanteando el pupitre con su mano. Lo recorre de derecha a izquierda, una y otra vez. Pasa su mano por las esquinas, buscando los brazos asustados que Paula mantiene pegados a su cuerpo, conteniendo la respiración. Por fin, el vídeo termina. Emilio se levanta, apaga el aparato y enciende las luces. En ningún momento se vuelve hacia ella. Paula suspira, aliviada, aunque sigue balanceándose, sin atreverse todavía a volver a la postura original de la silla, sin mirar a los ojos al que era uno de sus profesores favoritos, ni a ninguno de sus veintiséis compañeros que han presenciado, sin saberlo, los cincuenta minutos más largos e intensos de la vida de Paula.

            Años después, supo que no había sido la única. Quizá por eso le habían despedido poco después de aquel incidente y la niña se sintió aliviada, porque ya no había necesidad de contarle a nadie lo sucedido. Pues alguien había tenido el valor suficiente, el valor que Paula no tuvo, de hacerlo antes que ella.

2. Sergio

La espera

            Paula lleva toda la semana deseando que llegue el fin de semana. Por fin es sábado y antes de salir, comprueba que lleva todo lo necesario: un paquete de tabaco recién comprado, mechero, DNI, el abono de transporte, papel de liar y diez euros de hachís. Ya le queda poco del dinero que su padre le dio la semana pasada, cuando cumplió los dieciocho. Corta cuidadosamente el hachís por la mitad y esconde una parte entre la ropa de sus Barbies, que todavía conserva en un cajón. Se resiste a tirarlas, aunque ya sólo las utilice como un buen escondite. Paula sube las escaleras y sale de casa sin despedirse. Cierra la puerta despacio, con cuidado, para que nadie la oiga. Piensa que mamá estará tumbada en el sofá de arriba, como siempre, con la mirada perdida a causa de los antidepresivos. En estos últimos meses, los insultos, la humillación y el desprecio constantes de papá, han terminado por hundirla. Pero hoy es sábado, y los sábados Paula no se permite preocupaciones.

            Mientras camina, se enciende el primer porro de la noche. Se siente algo cansada, así que necesitará pillar algo más fuerte para aguantar hasta por la mañana. Esta noche ha quedado con Sergio, un chico del barrio con el que sale últimamente, y que la espera en la estación. Ahí está. Es alto y muy delgado, y siempre lleva una gorra roja desgastada, calada hasta los ojos. Nunca habla demasiado, pero eso a Paula no le importa, porque en realidad no tienen nada que decirse. Pero no está solo. “Es Erika, una amiga”, le dice. Paula la conoce, la ha visto alguna vez por ahí. No le da más importancia, pues para ella, la gente con la que sale es simplemente circunstancial. Lo único que le importa es el hecho de salir en sí. Y poder pillar algo más fuerte.

            En la discoteca no hay mucha gente, pero hace calor. Antes han pasado por el piso de un conocido de Sergio y han esnifado algo de cocaína, para animarse. Paula se lo está pasando bien, con él siempre es divertido. Además, nunca le hace preguntas. Después del speed y del éxtasis, Paula tiene la vista nublada, y apenas distingue los rostros de los demás. Paula fuma con ansiedad. “Ahora vengo, voy al baño”, le dice a Sergio. Éste la mira, haciendo un gesto con la cabeza, sin hablar. Paula le da un beso, cariñosa. Él le guiña un ojo.

            Una vez en el baño, para aliviar el calor que siente, se moja la cara, sin preocuparse de que el maquillaje se corra. Respira hondo para calmar la ansiedad y se enciende un cigarrillo. Cinco minutos después, al volver, no hay ni rastro de Sergio. Ni de Erika. Paula se siente aturdida. Entonces, un conocido le dirige una mirada cargada de compasión, que se le clava en el pecho. El corazón le late con fuerza, y no le hace falta preguntar nada. Mierda, cómo ha podido ser tan estúpida. Menos mal que el gramo de speed lo guardaba ella. Ahora tiene ganas de irse a casa. Poco después, encienden las luces. “¿Te vienes a un after?”, se escucha. Paula siente otra mirada de compasión sobre ella. Se siente idiota, rabiosa y sola. Muy sola. Así que coge sus cosas y sin despedirse, se dirige a la estación. Le cuesta enfocar. Se fuma un porro por el camino y al llegar, una intensa niebla cubre todo el andén.

            Cuando llega a casa, ya ha amanecido. No tiene llaves, pues su padre se las quitó hace tiempo, cuando dejó de “portarse bien”. “¿Has visto la mierda de aspecto que tienes?”, suele decir. Paula coge aire y llama al timbre. Quizá tenga suerte, y la abra su madre. Al poco tiempo, escucha los pasos. A Paula se le hacen eternos los segundos que pasan hasta que la puerta se abre. Se siente cansada, a pesar de todo. “Por favor, que sea mamá”, piensa. Así podrá escabullirse hasta su habitación y olvidarse de todo por unas horas.

            Parece que no es su día de suerte, pues es su padre quien abre la puerta. Las pupilas de Paula están tan dilatadas, que apenas se distingue una fina línea marrón a su alrededor. Siente un intenso hormigueo, que le recorre todo el cuerpo. “¿Vienes drogada?”, la pregunta. “No”, contesta ella, bajando la mirada, esperando lo que ya sabe que va a pasar. Entonces él se lamenta, ya que siempre ha sido un buen padre, que le ha pagado un colegio privado, que le ha comprado ropa, que siempre le traía un montón de Barbies cuando se iba de viaje a Nueva York… En cambio, ella es una hija de puta mentirosa, una cínica, una desagradecida, una persona tonta, muy tonta, que no es capaz de querer a nadie… Y para terminar, le cierra la puerta en las narices.

            Resignada, Paula deambula por el parque de al lado de casa. Sabe que todavía le quedan un par de horas hasta poder volver. En los columpios, hay una familia con sus hijos, pequeños, jugando. Se sienta en un banco al sol y cierra los ojos, pues el tamaño de sus pupilas hace que la luz le deslumbre. Le gustaría tumbarse y dormir un poco, pero le da vergüenza que la vean así, tirada. En ese barrio sólo hay parques con el césped muy verde y las flores muy cuidadas. Y muchos chalets adosados con un monovolumen en la entrada. Sabe que lo mejor sería independizarse de una vez. Pero también sabe que si lo hace, será el fin para ella. Sin la presión de sus padres, no tardaría mucho en dejar la universidad. Y no quiere buscar un trabajo porque le da miedo tener más dinero para drogarse… O tal vez todo no sean más que un montón de excusas. ¿Pero, cuándo empezó a ir todo tan mal?

            Lo peor es la espera hasta que puede volver. Encima casi no le quedan cigarrillos. Paula tiene que deambular cerca de la puerta de casa hasta que ve el coche de su padre salir del garaje. Entonces llama al timbre y ahora es su madre quien la deja pasar, sin decirle nada. Por fin Paula puede abrir el cajón de sus Barbies, rebuscar entre sus vestidos y hacerse un porro con parte del hachís que había guardado. Sabe que esa noche se ha comportado como una verdadera idiota, que se merece todo lo que le ha pasado. Pero lo bueno de fumar tantos porros, es que nada le importa realmente. Ni siquiera siente remordimientos cuando piensa que tal vez debería ayudar a su madre a salir del agujero. Ya se lo planteará dentro de unas horas, cuando la despierten para comer y se sienten todos juntos en la mesa: su padre, su madre, su hermano y ella. Comerán filetes de pollo empanados con arroz, como todos los domingos.

            Unos días después, es sábado de nuevo, por fin. Paula comprueba que tiene todo lo necesario y cierra la puerta de casa procurando hacer el mínimo ruido posible. Cuenta el dinero que lleva. No es mucho. Esta noche no ha quedado con nadie, pero eso no importa, sabe quiénes estarán allí. Al fondo de la discoteca, distingue una gorra roja, desgastada, calada hasta los ojos. Hoy está solo, y Paula se acerca. “Hola”, le dice. No parece muy sorprendido. “¿Pillamos algo entre los dos? A mí sola no me llega”, concluye ella. Él asiente con la cabeza, sin decir nada, y le guiña un ojo.

3. Arturo

Primera parte: El traje

            Paula se siente orgullosa de haber encontrado un trabajo. Sobre todo, porque lo ha conseguido ella sola. Tras abandonar la aburrida carrera, tres meses después de haberla empezado, algo tenía que hacer hasta poder matricularse en otra cosa que le gustara más. Sobre todo, porque así pasaría casi todo el día fuera de casa, y mientras ganara dinero, su padre la dejaría en paz durante algún tiempo.

            Hoy Paula cumple diecinueve años, y llega tarde a trabajar. Entra a las ocho y media, así que se levanta a las seis, se ducha, se toma un Cola Cao, se echa una gruesa capa de antiojeras y se va a la oficina, vestida con el traje gris que su madre le compró para su graduación y unas deportivas. Los zapatos los lleva en la mochila. Una vez allí, tienen la primera reunión de la mañana. En ella, Arturo, su jefe, reúne a todos los empleados y les suelta una charla de motivación para que ese día, se soliciten la mayor cantidad de tarjetas de crédito posibles. Arturo tiene treinta y cinco años, o eso dice, y es de Venezuela. Es un hombre alto y delgado, con el pelo corto, moreno, y la piel oscura. Viste con un traje impecable, usa una colonia fuerte, y tiene una labia que utiliza a la perfección para transmitir todo el entusiasmo que los empleados necesitan a las ocho y media de la mañana. Sin esa dosis de entusiasmo, Arturo sabe que es muy difícil aguantar durante todo el día insistiendo a la gente para que solicite una VISA oro. Cuando Arturo termina de hablar, cada uno se dirige a sus puestos de venta.

            El de Paula está en un centro comercial en San Blas, así que coge el autobús desde la oficina y en treinta y cinco minutos, se encuentra ahí. Luego coloca su stand, se pone los zapatos, coge las solicitudes y el bolígrafo, y comienza a abordar a la gente que pasa por allí. La mayoría es gente humilde, a la que el banco no suele conceder una VISA oro. Y la verdad es que no le va mal. Cobra a comisión y se ha especializado en los hombres maduros. Para ello, echa mano de su aspecto aniñado y su voz dulce. Y normalmente, no falla. Si el hombre en cuestión va acompañado de su mujer, tiene más cuidado y procura centrar la atención en ella. Entonces ésta deja de sentirse amenazada e incluso a veces es la mujer quien convence a su marido para firmar la solicitud.

           De vez en cuando, Arturo se pasa por allí, para ver cómo va todo. En las últimas semanas, han cogido más confianza, y durante estas visitas, suelen irse a algún lugar apartado, charlar, y fumar algo de hachís, pues Arturo siempre lleva algo encima. Una de esas tardes, le contó que tiene una mujer y dos hijos en Venezuela, pero que ella está en la cárcel. Ahora le manda dinero a la abuela de los niños todos los meses. Paula no hace preguntas, no quiere que la considere una niña entrometida. Es un hombre muy simpático, y elegante, siempre vestido con traje, como su padre. A Paula le atrajo desde el principio. Le ve como a alguien serio y responsable, y le transmite confianza. Está claro que sabe lo que hace. Una semana antes, la besó. A ella no le pilló desprevenida, pero se puso muy nerviosa, y le hizo ilusión.

            Esa tarde, el día que Paula cumple diecinueve años, ha quedado en llevarla después de trabajar a un sitio que él conoce. Es un motel, cuyas habitaciones se alquilan por horas. Las paredes del vestíbulo son de color crema, algo oscurecidas por el paso del tiempo. Paula mantiene la mirada en el suelo mientras Arturo le da el dinero al recepcionista. Una vez en la habitación, un sitio decorado con tonos verdes, lo primero que hace ella es chupársela. Luego, simplemente, se deja hacer. Después de follar, se visten y salen. Paula no se ha corrido, pero durante esos últimos meses, la droga ha diluido su apetito sexual, así que no le da más importancia. Una vez en la calle, Arturo, suave, acariciándola el brazo, le dice que vaya al centro comercial de Alcobendas. “Me ha fallado un vendedor allí, tendrás que cubrirle. Como es tu cumpleaños, si consigues diez solicitudes, te doy veinte euros”, concluye.

            Esa noche, Paula llega a casa tarde y cansada. Demasiado cansada para sentir nada. Se quita la chaqueta del traje y la deja caer sobre su silla. Todavía tiene el olor de su colonia. Después del trabajo, ha pillado algo de hachís con el dinero que le ha dado Arturo. Tumbada en la cama de su habitación, en el sótano, espera hasta que escucha los pasos de su padre subir a su dormitorio. Entonces, se fuma el último porro del día y se queda profundamente dormida.

4. Edu

Alguien con quien hablar

           “¿Quieres probarla?”, dice Edu, un chico de treinta años, moreno y muy delgado, tendiéndole el frasco. “¿A qué sabe?”, contesta Paula. “Es un poco amarga”, concluye Edu. Paula duda unos segundos. Luego niega con la cabeza, y Edu se toma todo el contenido del frasco de golpe. Es un bote de plástico, de tapa roja, con una etiqueta con un código escrito. Todos los días tiene que ir a un centro social a que se lo den. Poco después de tomarla, la metadona hace que las pupilas de sus ojos, de un azul intenso, parezcan dos cabezas de alfiler.

            Edu es de Barcelona y lleva un par de semanas trabajando en la tienda de reparación de calzado que está al lado del stand de Paula. A ella le gusta hablar con él, porque le parece un buen tío, con una mirada triste, y le cuenta experiencias con la droga que ella nunca había escuchado. Suelen fumar algo de hachís juntos, después del trabajo. Edu no conoce apenas a nadie en Madrid todavía, así que le propone hacer algo ese fin de semana. Paula acepta, pues no tiene un plan mejor.

            Es sábado, y lo primero que Paula hace esa tarde es ir a pillar algo de cocaína, que Edu le ha pedido. Luego se dirige al metro, donde han quedado. Ve su figura, lánguida y con los hombros caídos, a lo lejos. Éste la saluda, y al sonreír, se cubre la boca con la mano, pues le da vergüenza enseñar los dientes. Paula no puede evitar fijarse en que se ha puesto una camisa, algo más elegante de lo que acostumbra llevar. Una vez juntos, en las escaleras de la estación, Edu prepara unas rayas y las esnifan. Después, compran unas botellas de cerveza y deciden ir a su casa, a las afueras.

            Siguen esnifando y bebiendo durante toda la noche, y Edu le habla sobre su vida en Barcelona. “Lo peor de desengancharte de la heroína, es que tienes que empezar a vivir”, le dice, mientras se fuma un cigarrillo. “Cuando consumes, tu vida se basa en despertarte, conseguir dinero para pillar, y pincharte. Así, una vez tras otra. Al dejarlo, aparecen un montón de preocupaciones más: encontrar un trabajo, comprarte una casa, formar una familia… En el fondo, se podría decir que la heroína te evita un montón de problemas”, concluye.

            Están sentados en el salón, cada uno en un sofá, y Paula se encuentra a gusto. La casa apenas está amueblada, pues Edu se acaba de mudar, y la decoración es muy escasa. Hay una estantería en una caja en el salón, esperando para ser montada. Paula fuma, ansiosa, mientras le escucha. Sabe que Edu se siente solo, y que simplemente busca a alguien con quien hablar. Unas horas después, empieza a amanecer. Paula se siente algo mareada y va al servicio. La mezcla de la cerveza, el hachís y la cocaína de toda la noche le hace vomitar. Un sudor frío le recorre el cuerpo. Se moja la cara con agua, se mira al espejo para comprobar que todo está en orden, y vuelve al salón.

            “¿Estás bien?”, pregunta Edu, cuando ella regresa. “Sí”, contesta Paula, recostándose en el sofá. “¿Has vomitado?”, dice Edu, poco después. La mira fijamente. “No”, concluye Paula. Al rato, se marcha a casa. Está contenta, ha pasado una buena noche. Una vez allí, Paula llama a la puerta. Se siente sin fuerzas. Menos mal que es su madre quien abre y puede meterse directamente en la cama. Esta vez, ni siquiera tiene ganas de fumar antes de quedarse dormida.

 

4. Dani

Suerte

            Es viernes, y Paula amanece en la cama de Arturo. Vive en un piso en el centro, con un compañero del trabajo. Es un sitio pequeño y desordenado. Paula suele pasar por allí una vez a la semana. No hablan mucho, sólo fuman y follan, y para ella es suficiente. Le gusta el tipo de relación que tienen. Además, le parece excitante que nadie más lo sepa. Paula se ducha rápidamente, se pone su traje gris y se va a la oficina. Ya desayunará por el camino. Arturo se queda en casa un rato más, pues han acordado que cada uno iría por su cuenta.

            Poco después, Paula está en el autobús, camino de San Blas, con Dani, un chico de veintiún años, con el que trabaja. Es moreno, alto y muy delgado, y lleva un aro en la oreja. Al principio, a Paula no le llamó mucho la atención, pero después de un par de semanas trabajando juntos, le cae bien. Le cuenta historias sobre su ex novia y las chicas con las que se ha acostado, y eso a Paula le divierte. Además, nunca le hace preguntas sobre su vida. Dani también conoce a Edu y ha comentado alguna vez que cree que es un “pobre fracasado”. También piensa que Arturo es un “prepotente que va de guay”. Entonces, Paula siempre defiende a Edu. Sin embargo, de Arturo no dice nada.

            Están sentados, muy juntos, en la última fila. Paula se siente bien teniéndole tan cerca y, de forma muy sutil, empieza a tocarle el muslo, mientras hablan. Entonces, Dani le acaricia la mano. Ella sube, despacio, hasta llegar a su polla, y nota cómo se ha endurecido. Siguen con las caricias durante todo el trayecto, mientras hablan de cosas sin importancia. Al llegar, montan el stand y comienzan a trabajar.

          

Horas después, deciden hacer un descanso en uno de los bancos que hay repartidos por el centro comercial. Tras un par de comentarios sin interés, se hace un silencio incómodo, y entonces, Dani sugiere ir a una zona más apartada, donde hay unos servicios. A Paula le parece buena idea. Una vez allí, empiezan a besarse, y acaban encerrándose en el baño de minusválidos. Es un sitio amplio, con mucha luz. Dani se baja los pantalones y se sienta sobre la tapa del váter, y Paula se quita la ropa y le rodea con las piernas. Todo sucede muy rápido. Él se disculpa, y Paula piensa que no volverá a follar con alguien que presume tanto de sus ex novias. Después, se visten, se arreglan delante del espejo, y salen, tratando de disimular. Luego continúan con su trabajo con normalidad. Esa tarde, no vuelven a mencionar nada de lo ocurrido.

            Por la noche, Paula tiene ganas de salir, así que llama a Sergio. Quedan en la estación, los dos solos. Él lleva su gorra roja, y ella, unos vaqueros anchos y una sudadera. Antes de meterse en la discoteca, se toman unas cervezas en el parque, y esnifan algo de cocaína. A pesar de que la temperatura es cálida, Paula se siente destemplada, y algo cansada. Pero no tiene ganas de volver a casa. Horas después, están a punto de entrar en el local, cuando aparecen dos agentes de policía. “Sacad todo lo que llevéis en los bolsillos”, les dicen. Mierda, qué oportunos. A Paula sólo le queda una pequeña cantidad de hachís, pero también tiene la coca, en una cajita de latón amarillo. El policía coge la caja y la abre. Sorprendentemente, está vacía, así que les dejan en paz.

            “Seguro que se me cayó en el parque”, dice Paula. Poco después, Sergio y ella vuelven al sitio donde estuvieron bebiendo. “Aquí está”, dice Sergio, mientras recoge algo del suelo. El envoltorio está sucio, pero lo de dentro sigue intacto. “Es nuestra noche de suerte”, contesta Paula, y le besa. Luego van a la casa de él. Está amaneciendo, y se escucha a los pájaros cantar. Una vez allí, ponen algo de música, fuman un poco de hachís y follan. Él sobre ella, con movimientos torpes. Sergio termina rápido, y ella lo agradece, pues no está realmente excitada en ningún momento. Después, se incorporan en la cama, preparan un par de rayas y, tras esnifarlas, se dejan caer de nuevo sobre el colchón. A pesar de la manta, Paula se siente destemplada de nuevo, así que se acurruca junto a Sergio. Nota su propio corazón latiendo con fuerza, y por fin, consigue dormirse.

 

6. Papá

Primera parte: La visita

            Hoy papá ha invitado a dos amigos a cenar, y están todos sentados en el salón de arriba, tomando los aperitivos que mamá ha preparado. Paula se siente cómoda, y escucha la conversación con interés, sin apenas intervenir. Papá está de buen humor, y no deja de rellenar todas las copas de whisky. Sus amigos, un pintor, al que últimamente le va muy bien, un hombre con barba, serio y de mirada inteligente; y un escritor, de carácter calmado, con el pelo blanco, charlan animadamente. Y mientras, mamá está muy pendiente de que todo salga bien.

           “¿Qué tal te va, Paula?”, pregunta Rafa, el escritor. Paula sonríe, y se pone un poco nerviosa al notar que todos la están mirando. Contesta, con voz tenue: “Muy bien, muchas gracias”. Y luego, añade: “Mamá, ¿queda más coca cola abajo?”. Entonces, papá la observa, fijamente, luego termina su copa despacio, y con un tono pausado, dice: “¿Ésta? Es una cínica y una mentirosa, no le hagáis caso”. Entonces, se produce un silencio. Paula se pone de pie, con la intención de bajar a por la bebida. “Espera, no te vayas”, le pide papá. Y luego se dirige a sus amigos: “Se ha convertido en una hija de puta. Se pasa todo el día por ahí, con cualquiera, fumando porros. Bueno, porros y todo lo que encuentra. ¿No habéis visto la cara que tiene?”. Paula está de pie, muy quieta. Siente un nudo en la garganta. Los amigos de papá evitan mirarla a la cara. Se produce un silencio largo e incómodo.

            “¿Por qué pones esa cara? ¿Eres tonta?”, le dice su padre. Paula no contesta. Mamá le dice que se calme, que la deje en paz. “Contesta, ¿eres tonta?”, prosigue él. “No”, dice Paula. No es capaz de levantar la mirada del suelo, ni de moverse. Siente que está a punto de echarse a llorar, pero se contiene con todas sus fuerzas. “¿Lo veis? Es una mentirosa”, concluye su padre, mientras se rellena la copa. Rafa tiene un gesto muy serio, y se ha cruzado de brazos. Pedro, el pintor, se revuelve en la silla, con nerviosismo. Paula se da media vuelta, baja las escaleras hasta su habitación, y cierra de un portazo. Se queda allí, tumbada en la cama, el resto de la tarde. Por la mañana, papá le pregunta por qué no subió a despedirse de sus amigos. “Estaba muy cansada”, contesta Paula, a media voz, mientras termina su vaso de leche.

7. Álex

La habitación de al lado

            La habitación de al lado de la de Paula, en el sótano, es la de su hermano Álex. Tiene dieciséis años, y todas las noches, Paula suele sentarse con él, en su cama, y se fuman un porro mientras charlan. Álex está tumbado, apoyado en un gran cojín, y expulsa el humo, con la mirada perdida, y triste. Es un chico moreno, muy delgado, con unas marcadas ojeras. “¿Ha pasado algo?”, le pregunta Paula. Álex se incorpora para alcanzar el cenicero. Luego contesta, con voz quebrada: “Estaba en casa de Toni. Habíamos quedado para jugar al rol. Me ha llamado papá en mitad de la partida”, dice Álex. Después de una breve pausa, continúa: “Me ha dicho que me había dejado la luz del sótano encendida, y que tenía que volver para apagarla. Estaba furioso”.

            Paula contempla el rostro de su hermano, ahora inexpresivo. Luego le coge el porro de las manos y le da varias caladas seguidas. “¿Y qué has hecho?”, pregunta Paula. “He cogido la bicicleta, he venido a casa, he apagado la luz, y he vuelto a casa de Toni”, susurra Álex. “Tenías que haber visto su mirada”, prosigue, “pensaba que se iba a lanzar sobre mí en cualquier momento”. Álex coge el porro que Paula ha dejado en el cenicero, y fuma. Ella le acaricia la mano. Pasan unos segundos en silencio. “Por cierto”, dice Paula, “¿Le has cogido algo hoy?” Alex cierra los ojos. “Cincuenta euros, mientras él estaba viendo la televisión”, contesta. “Mierda. Yo también le he cogido cincuenta, después de cenar”, concluye ella. “Tranquila, no se dará cuenta”, dice Álex. Se está quedando dormido, así que Paula se levanta y se marcha, sigilosa, a su cuarto.

            Una vez allí, se sienta sobre la cama y saca el hachís. Apenas le queda un porro, y lo necesita para por la mañana. Así que espera, paciente, y luego se dirige, sin hacer ruido, a la habitación de Álex. Abre la puerta con cuidado y llega hasta el armario. Sabe perfectamente qué camisa está buscando, la verde, de cuadros. En el bolsillo del pecho, está la pitillera plateada en la que Álex guarda el hachís. Antes de abrirla, le dirige una mirada rápida para comprobar que éste duerme profundamente. Con cuidado, corta un pequeño trozo, cierra la pitillera y lo coloca todo como estaba. Cierra la puerta del armario, despacio, y vuelve a su cuarto. Sólo respira tranquila cuando ha terminado de liarse el porro, y le da la primera calada, con satisfacción.

8. Arturo

Segunda parte: El despido

            Hace un par de semanas que Paula no queda con Arturo fuera del trabajo. No ha pasado nada en especial. Simplemente, él no se lo ha pedido, y ella no ha hecho nada por que ocurra. Esa tarde, después de trabajar, se dirige con Gabi a la parada del autobús. Es una chica brasileña, que lleva poco tiempo en la empresa. Sólo es un año mayor que Paula y tiene un hijo de dos años. Lleva el pelo, negro, recogido en una trenza, y tiene unos rasgos muy dulces. Durante las últimas semanas, han llegado a intimar bastante. “¿Te has enterado? Han despedido a Arturo”, le dice Gabi. Paula, apoyada sobre la marquesina, rebusca en su bolso, y saca el paquete de cigarrillos. Se enciende uno, y contesta: “¿Y eso?”. Se sorprende de no sentir más que curiosidad ante la noticia.

            Gabi baja la mirada y se queda unos segundos en silencio. “¿Qué ha pasado?”, insiste Paula. “No lo comentes con nadie”, advierte Gabi. Paula niega con la cabeza y le da una larga calada al cigarrillo. Gabi prosigue, bajando la voz: “El otro día me dijo que pasara por su casa para darme algo de material para el trabajo. No sé por qué fui… La casa estaba hecha un desastre. Estuvimos hablando un rato, y se me echó encima. Me dijo que estuviera tranquila, que era una chica muy guapa, que me iba a gustar… No me dejaba en paz, fue horrible.” “No me lo puedo creer…”, dice Paula, haciendo grandes esfuerzos por que no se note cómo su estómago se ha encogido de repente. “Por lo visto ese piso era un picadero”, añade Gabi. Paula no contesta. Se siente aliviada cuando ve llegar el autobús, y pasa todo el trayecto escuchando a Gabi hablar sobre cómo conoció al padre de su hijo, y un montón de historias más que no le interesan en absoluto.

            A la mañana siguiente, Paula se dirige a la secretaria de su oficina, y disculpándose, le dice que le ha surgido algo importante, y que le gustaría dejar el trabajo cuanto antes.

9. Papá

Segunda parte: La televisión

            Por fin. Paula acaba de cumplir los veinte, y mamá le ha dado la mejor noticia que podría recibir: papá y ella van a divorciarse. Será cuestión de días alejarse de esa casa, de esos olores, formas, recuerdos… Paula se siente muy aliviada, y se sienta en el sofá de cuero, a ver la televisión. Entonces llega papá y le pide que le deje sentarse en su sitio. Paula se levanta y se cambia de sofá. Sabe exactamente lo que pasará a continuación: papá le pedirá el mando, le dirá que lo que está viendo es una mierda, y pondrá lo que le apetezca. Paso por paso, todo esto sucede, y Paula, se dice a sí misma, eufórica, que sólo es cuestión de días.

            “¿Ya te ha contado tu madre?”, le pregunta, con la mirada fija en la televisión, en las noticias. “Sí”, contesta Paula, también sin mirarle. “¿Y qué te parece?”, dice él. “Me parece bien”, replica ella. Papá cambia de canal, sin fijarse en nada de lo que aparece en la pantalla. “Paula, dile a tu madre que no le voy a dar nada”, le dice. Paula no contesta. “¿Lo has entendido? Dile a tu madre que tenga cuidado con lo que me pide. No le voy a dar dinero”, concluye él. “Vale”, dice Paula. Esperará unos segundos más, y se irá a su cuarto. Entonces, su padre vuelve a hablar, con voz firme: “Paula, ¿tú sabes cuánto cuesta matar a una persona?”. Ahora Paula no se atreve a desviar la mirada de la televisión. Papá sí se ha girado, y la mira fijamente. “Por trescientos euros puedes matar a alguien, Paula. ¿Lo sabías? Hazme caso, y dile a tu madre que no me pida nada”, termina él. Paula no contesta. Se siente lejos, como si todo fuese un sueño. Ni siquiera tiene miedo. “¿Lo has entendido?”, pregunta su padre, girando la vista hacia el televisor. “Sí”, contesta Paula. Después se levanta, y se dirige hacia su habitación. Cuando llega a su cuarto, se tiende sobre la cama, y se alegra con toda su alma de que todo sea cuestión de días.

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Ilustraciones

Fotografías gafas y barbies, autor anónimo.

Reproducciones de obras de arte por orden de aparición:

  1. Traje. René Magritte (Bélgica, 1898-1967)

2. Morfina. Santiago Rusiñol (España, 1861-1931)

3. Encapuchados. René Magritte 

4. Abstracto. Stephen Collins

5. Joven. Modigliani (Italia, 1884-Francia, 1920)

6. Abstracto. Gerhard Richter (Alemania, 1932)

 

 

 

El beso Por Ana Riera

 

A Alfonso le sorprendió que Sonia se le acercara y le susurrara aquellas palabras al oído. Un año antes se habría puesto rojo como un tomate y habría salido corriendo. Pero desde hacía unos meses las cosas habían empezado a cambiar. Había comenzado a experimentar sensaciones completamente nuevas y a sentir anhelos desconocidos hasta entonces. Por eso cuando ella le dijo si le apetecía besarla, se quedó ahí, mirándola, mientras un caótico flujo de energía se desataba en su interior. Bastó con que le cogiera de la mano y tirara de él para que la siguiera, muerto de miedo pero con una urgencia apremiante que no dejaba espacio a la duda.

Entraron en el baño más apartado, el del pasillo de los de tercero, en el cuarto piso. Hacía un par de minutos que había sonado el timbre, así que estaba desierto.

Se quedaron uno frente al otro, mirándose a los ojos.

–¿No vas a besarme?—dijo ella al fin.

Él se inclinó y la besó en la mejilla. Intentó ser delicado.

–Yo estaba pensando en un beso de verdad—insistió ella.

Él la miró de nuevo. Tenía el cuerpo completamente electrificado. Se acercó un poco más. Giró la cabeza y la besó en los labios. Empezó tímidamente, pero ella lo recibió gozosa y en seguida metió la lengua. Él se dejó llevar. Era la primera vez que lo hacía. Jamás hubiera pensado que pudiera sentirse todo eso con un simple beso. Se empalmó. A ella, sin embargo, no pareció importarle. De hecho, pegó su cuerpo al de él todavía más, como si quisiera atravesarle. Resultaba increíblemente agradable. Alfonso se sentía como imantado, incapaz de separarse de ese polo opuesto que lo atraía con todas sus fuerzas.

Sin darse cuenta empezó a deslizar las manos por el cuerpo de la chica, primero por encima de la blusa, luego por debajo. Quería apropiarse de cada rincón, aprenderse cada una de sus curvas. Podría haber seguido durante horas, como si esa fuera su única misión en la vida y no existiera nada más, nadie más. Pero algo les interrumpió.

–¿Se puede saber qué hacéis aquí vosotros dos?

Era el profe de física.

Se separaron al instante, impelidos por un secreto resorte. Él miró al hombre que tenía enfrente sin verle, todavía perdido en la amalgama de sensaciones que lo embargaban. Pensó que no estaban haciendo nada malo, que le explicaría que le gustaba Sonia y él lo entendería, no en vano era uno de los maestros más enrollados. Pero las palabras de ella, que retumbaron en aquel pequeño habitáculo rebotando contra el espejo, dejaron en suspenso todos sus pensamientos.

–Él me ha obligado, me ha intentado forzar. Yo le he dicho que no, que no quería, pero no me ha hecho caso.

La voz sonó tan desesperada, tan angustiada, que por un instante hasta él se lo creyó. Luego, no obstante, se topó con la mirada reprobatoria del profesor y comprendió que debía hacer algo.

–No es cierto, ha sido ella, bueno, los dos…

Incluso a él le sonó a excusa barata. Así que se calló.

Acabaron los dos en el despacho del director. Álvaro aprendió lo fácil que era pasar del éxtasis a la desesperación absoluta en apenas unos minutos. La chica seguía insistiendo en su versión manipulada. Incluso dejó que un par de lágrimas resbalaran por sus mejillas. Él se sintió atrapado. Intuyó desde el principio que tenía las de perder. No se equivocaba. Le expulsaron tres días del colegio y tuvo que pedir perdón a la chica delante de sus padres.

Los rumores se extendieron como la pólvora. Álvaro dejó de ser un chico más de la ESO y se convirtió en “el chico que le hizo eso a una chica”. Los demás cuchicheaban a su paso. Algunas chicas apartaban la mirada cuando se cruzaban con él. Otras, no obstante, lo miraban fijamente con una extraña sonrisa en la boca, Álvaro no sabía muy bien qué hacer con todo aquello. Decidió quedarse con las que le miraban. Eso sí, tomando ciertas precauciones. Quedaba con ellas fuera del colegio e intentaba ser él quien llevara la voz cantante.

Sonia corrió peor suerte. La habían creído, sí. No la habían expulsado y había recibido las disculpas del chico. Pero ahora los demás la veían como una víctima, como la pobrecita que no había sabido escapar de las garras del lobo. Todo el mundo la conocía, muchos la saludaban. Sin embargo, nunca había sido menos popular. Se sentía infravalorada, ninguneada. No podía soportarlo. Y menos por culpa de ese imbécil. Si no fuera por ella, ninguna chica le haría caso.

Por eso ocurrió lo que ocurrió durante la hora de tutoría, mientras realizaban un ejercicio sobre el respeto y la empatía. Ella se estaba poniendo de los nervios, sobre todo porque la tutora le preguntó a Álvaro y este supo salir airoso de la situación. Además, vio cómo Mónica, una de las chicas que más triunfaban de la clase, le dedicaba una provocadora sonrisa. Era injusto, terriblemente injusto. Y de repente no pudo aguantarlo más. Por eso se puso de pie, en medio de la clase, y dejó que sus palabras se impusieran a todo:

–Álvaro no me forzó, me oís, es demasiado simple para hacer algo así. Fui yo, yo fui la que se lo llevó al baño y lo violó.

El silencio se adueñó del aula. Todo el mundo la miraba atónita. Todos menos Álvaro, que celebraba con una amplia sonrisa su dulce victoria.

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Ilustraciones por orden de aparición:

Óleo de Edvard Munch (Noruega, 1863-1944)

Óleo de Dante Gabriel Rossetti (Reino Unido, 1828-1882)

Escultura en ladrillo de Brad Spencer (escultor estadounidense)

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