El Hotel de las Estrellas Por Elisa Pérez

La carretera principal ya había desaparecido un kilómetro atrás. Las luces del pueblo solo eran un recuerdo pasajero en la mente de Felipe. Apenas había tenido tiempo de interesarse por aquel olvidado lugar del que sólo supo de su existencia cuando comenzó a montar la historia que pretendía escribir.

Una frondosa hilera de árboles de hoja perenne le dio la bienvenida nada más tomar el desvío en el que con esfuerzo pudo leer a la derecha “Hotel de las Estrellas”. No era un panel blanco o coloreado fácilmente visible: en una tablilla cuadrada de madera, unas letras grandes quedaron grabadas hace tiempo habiendo perdido ya la brillantez que sin duda tuvieron. Alguien con la intención de recuperar su esplendor anterior, había dibujado de nuevo el nombre quedando un resultado grotesco y algo rudimentario.

Felipe tuvo que dar las luces del vehículo para poder seguir bien la línea del camino. Restos de una valla que en otra época estuvo salpicada de alguna estatua y de macetas con flores, circundaban el último trecho avisando que el hotel estaba cerca.

Felipe buscó la fotografía que guardaba celosamente en su cartera, para recordar el aspecto que debía tener el edificio al que pretendía llegar. De color anaranjado por las piedras de la zona con que se había construido, tras una bonita escalera, un enorme porche con cuatro columnas de la misma roca tratada, suponía la visera perfecta para una puerta mitad cristal, mitad madera que era la entrada principal. A los lados, grandes ventanales en la planta baja, las dos siguientes se destinaban a habitaciones y salones diversos. Sólo ocho estancias se habían dedicado a habitar a los huéspedes que buscaban tranquilidad y anonimato en aquel lugar. Alrededor, un enorme jardín y un bosque tupido poblado de rincones misteriosos y románticos.

Como novedad y extravagancia se decía que una piscina de agua termal ocupaba casi toda la planta superior.

El coche se detuvo porque casi choca con una enorme roca que había invadido gran parte del camino, próxima ya a la verja principal de las instalaciones del hotel. Las grandes puertas de hierro tenían claras muestras de oxidación y abandono, lo que dejó perplejo a Felipe en un primer vistazo. Entendió que sería mejor retirar la dichosa piedra antes de que sucediera un accidente con otro huésped. Su intención era pasar una semana en ese hermoso hotel que le cautivó al encontrar la fotografía entre los papeles de su tía Mariana y sobre el cual rumiaba una historia especial y cautivadora. Eso necesitaba, algo que le emocionara e inspirara, por eso había emprendido este viaje.

De nuevo dentro del vehículo tuvo que mirar dos veces antes de entender lo que estaba contemplando. Se detuvo frente a una fachada que no daba señales de pintura en décadas: la escalera tenía trozos arrancados como mordiscos, el cartel sobre el porche lucía torcido con las letras ajadas y sucias. Un manojo de dudas se apropió de Felipe. Necesitaba una historia, pero aquella había empezado muy mal. Dispuesto a entender que la puerta o la escalera no eran todo, se dispuso a descubrir el esplendor del lugar admirado en miles de publicaciones de sociedad que había localizado en la hemeroteca de su ciudad. Su tía solo fue capaz de darle el nombre: “Hotel de las Estrellas”; después, en la oscuridad de su mente perdida, cuando le preguntaba Felipe sólo emitía frases inconexas; en una ocasión lloró mientras él intentaba sacarle algo más de información.

Frente a la puerta Felipe pudo contemplar los restos que dejaban entrever una hermosura evidente, aún mantenía la elegancia de una madera bien tratada, con una vidriera superior que reflejaba el deterioro del resto del conjunto y la sorpresa de Felipe. Con cuidado, abrió la puerta al tiempo que una agradable música le daba la bienvenida. Al fondo, en el mostrador una señora alzó su cabeza.

De repente Felipe se vio transportado a cincuenta años atrás. El vestuario austero de la mujer, su moño y las lentes de pasta negras le recordaron las fotos del periódico local. Lejos de demostrar extrañeza, la señora del mostrador se adelantó a él:

  • Bienvenido a nuestro hotel. Es un honor tenerle entre nosotros. Su nombre es Felipe Dueñas Morón ¿verdad? ¿Dónde está su equipaje? Lo siento, en este momento el botones ha tenido que subir a la planta superior.

Todo estaba en silencio, sólo el hilo musical con notas de jazz rompía la quietud. El hall era muy espacioso con sillones de color verde desgastado y en algunos puntos, descosidos. Los cuadros se referían a paisajes de campiñas o calles pequeñas. Una gran araña con tres círculos de piedrecitas iluminaba con tonalidad amarillenta toda la estancia. Resaltaba la gran cantidad de fotografías en blanco y negro de famosos -actrices, escritores y artistas- que con grandes sonrisas parecían darle la bienvenida.

  • Puede esperar si quiere o si prefiere subirlo usted, su habitación está en la planta primera. Es la 102, ha tenido suerte de que estuviera libre, en ella estuvo alojada Rita Hayworth… muy bien acompañada, por cierto.

 

Tras las lentes sus pequeños ojos desaparecieron con una sonrisa burlona que buscaba la complicidad del nuevo huésped.

  • Sí, claro, sólo es una maleta, la subo yo. ¿Me puede decir a qué hora es la cena?

Antes de terminar, prefirió hacer las preguntas que llevaba planeando durante el viaje.

– ¿Podría decirle al director que mañana quiero hablar con él? Soy escritor- recalcó. Y una última cosa: ¿está disponible la piscina?

A la hora convenida Felipe apareció en el comedor que, con manteles amarillentos, intentaba mantener un esplendor obsoleto. Observó cómo en las cuatro mesas montadas se veía una capa de polvo sobre platos y cubiertos que evidenciaban falta de uso. Se situó en la primera junto a la puerta de acceso, separada del hall por cortinas de terciopelo rojo. La mujer del mostrador actuaba también como anfitriona. Y dos horas antes fue la que le facilitó otro juego de toallas en la habitación.

El silencio en el edificio seguía siendo peculiar. No se oían voces, pasos o golpes. Felipe concluyó que estaba solo, él y esa mujer que hacía de camarera, encargada, ama de llaves, cocinera y sospechaba que muchas cosas más. Estaba convencido de que habían abierto el edificio ante su petición de pasar una semana en él, aunque no dejaba de preguntarse por el abandono notorio de un hotel que en otra época fue modelo de modernidad y glamour. Si su tía Mariana supiera la situación en la que se encuentra ahora, no podría soportarlo. Era un lugar muy importante para ella.

 

Estaba deseando acostarse. El día había sido especialmente extraño. La habitación mantenía el mismo tono rancio y obsoleto del resto del edificio. Por encima de la cama había varias fotos de Rita Hayworth e incluso en una de ellas se podía leer con una caligrafía irregular: “Ahora ya saben todos lo que soy”. Le impresionaba la riqueza desaliñada de un edificio así, escondido en un bosque, lejos de cualquier contacto, era como si una mano invisible hubiera cortado el hilo que le conectaba con la realidad dejándole sesenta años atrás. Felipe intentó cerrar los ojos, notando cómo raspaban las sábanas que emitían un fuerte olor a humedad. En ese momento poco le importaba, mañana hablaría con el director para contarle su proyecto.

Estaba muy oscuro cuando Felipe se despertó. Desde la cama podía ver la puerta de la habitación. Algo o alguien permanecían parados junto a ella, no sabía si estaba entrando o saliendo; siguió un suave portazo que le sobresaltó aún más. Por la rendija de la puerta pudo observar cómo una luz blanquecina con una sombra se alejaba hasta desaparecer. La penumbra volvió a invadir toda la estancia. A pesar del susto no se lo pensó, corrió hacia la puerta, no había echado la llave. El silencio era sepulcral, no se veía ni oía nada. Dos ventanales del hall principal estaban abiertos. Suspiró aliviado. El viento le había jugado una mala pasada. Desvelado por completo, decidió inspeccionar la primera planta. Con una linterna recorrió iluminando el resto de puertas, cada una identificada con un nombre y una foto (William Churchill, Gandhi, Marilyn Monroe…) Su tía nunca le habló de que aquel fuera un lugar tan importante. Es cierto que les relataba a él y a sus primas historias que vivió durante casi veinte años haciendo la limpieza en aquel hotel de lujo: flirteos, fiestas, adulterios, hasta un suicidio por amor… A él le fascinaba escucharla. Su afición por escribir en parte era consecuencia de esos relatos que nunca supo si eran inventados o realmente ciertos.

Estaba pasando una crisis personal que confiaba en combatir buscando la inspiración en aquel lugar que tan bien conocía a través de su tía.

Cuando al día siguiente se despertó, apenas se detuvo en recordar lo vivido la noche anterior. La sombra de la puerta la achacó a uno de los muchos árboles que poblaban el espeso bosque alrededor. A pesar de todo, había algo en el edificio que le extrañaba, e incluso sentía que alguien había estado en su habitación esa noche.

  • ¿Podría decirme dónde y cuándo veré al director, por favor? Veo que el teléfono de la habitación no funciona. Pensaba quedarme escribiendo y pedirle que me subieran el desayuno pero…
  • El director hoy no va a venir, está enfermo. En cuanto al teléfono hubo una tormenta hace días y las líneas se quedaron dañadas. ¿Algo más?

La sonrisa entre dientes de la mujer no le dejó muy convencido. Las miradas de ambos se mantuvieron fijas durante un minuto que pareció un siglo. Felipe finalmente decidió hace una última pregunta.

  • Perdone, ¿cuántos huéspedes están alojados en el hotel? Como no he visto a ninguno todavía…
  • Está lleno.

A punto estuvo de relatarle el incidente de la noche, pero algo le dijo que era mejor callarse. La austeridad de la mujer no le daba pie a mucha conversación, había algo en ella que comenzaba a preocuparle. Sin duda le mentía, el comedor seguía con los mismos platos y cubiertos polvorientos, no había oído entrar ni salir a nadie y estaba seguro de que no había ningún empleado más trabajando en el hotel. En conclusión, estaba solo con ella. Hubo algo más que le extrañó: le sirvió el desayuno con una especie de abrigo de cuadros inglés y un gorro de lana con ala estrecha.

Intentando cumplir el objetivo que le había llevado hasta allí, se dispuso a comenzar su novela. Tenía el escenario, los personajes de las historias de su tía, la trama comenzaba a sentirla, pero no sabía cómo empezar, últimamente le sucedía. Hacía mucho que la inspiración le había abandonado, ahora sólo vivía de las rentas de sus dos únicos libros publicados que, ante su sorpresa, funcionaron bien. Con los dedos sobre el ordenador, notaba que un montón de ideas fluían sin sentido, sin orden, esperando salir cuando él estuviera listo. A punto de comenzar, oyó un ruido de motor. Un coche; se censuró a sí mismo por haber dudado y pensado que estaba solo en aquel lugar. El vehículo no se iba, seguía con el motor encendido, se asomó para ver de quién se trataba. Al hacerlo, descubrió que era su coche el que estaba a punto de marcharse.

  • Eh, eh…. ¡es mi coche…! – gritó desde la ventana- pero ¿quién le ha dado permiso para llevárselo?

Se dirigió hacia la mesilla donde había guardado las llaves. No estaban allí. ¡Mierda, le habían robado el coche delante de sus narices! La imagen nocturna de alguien entrando en su habitación era cierta, el viento no roba llaves… pero quién, quién era el ladrón, si solo estaban él y… claro, sin duda tenía que ser ella.

Salió corriendo de la habitación, bajando de dos en dos las escaleras, sofocado; pero llegó tarde. La verja de entrada estaba cerrada con un doble candado. Era demasiado alta. La zarandeó al mismo tiempo que gritaba, que golpeaba con fuerza, desesperado. El humo blanco de su coche aún se podía divisar desde su posición. Volvió sobre sus pasos, llamando a gritos a la mujer, desconocía su nombre, sus voces sonaban con eco en todo el espacio, siendo testigos de una soledad cada vez más mayor. Sintió que un polvo ligero caía sobre su cabeza, miró hacia arriba, la lámpara del hall estaba desajustada de un lado, no la había visto antes, se retiró asustado, sólo faltaba que le cayera encima. Tenía que pensar con frialdad, proponerse algo para salir, tenía que huir de allí, ¿cómo?, una mujer le había robado su coche, el único medio para volver al exterior, desconocía aquella zona; si intentaba huir a pie se perdería. Dio varias vueltas alrededor buscando un teléfono, algo que le permitiera conectarse. Nada, aquello se había quedado en el siglo pasado y él estaba atrapado allí. Se acordó del ordenador, quizás conseguiría conexión wifi cercana… Se sentía cada vez más estúpido, había dejado el móvil en casa, a cientos de kilómetros, no lo necesitaré, pensó preparando ese absurdo viaje… Quiso llorar, patalear, gruñir. No hizo nada de eso, se dejó caer en uno de los viejos sillones, desesperado, sudando y respirando agitadamente sin encontrar una explicación a lo vivido. Por un segundo quiso justificar la situación: quizás haya ido a comprar y regrese pronto. La tranquilidad duró sólo el instante que tardó en acercarse al mostrador de recepción donde pudo leer un mensaje escrito de forma irregular que le dejó aterrado: AHORA TE TOCA A TI CUIDAR DEL HOTEL.

No podía creerlo. Gritó hasta desgañitarse. Paró entre sudores y temblores que le recorrían el cuerpo. Nadie le oiría, ni ahora ni nunca.

Los días y las noches transcurrían para Felipe sumido en una absoluta desesperanza, sin entender la razón de haber caído en esa red disparatada. Allí estaba encerrado; buscó huecos, puertas escondidas por las que escapar, escrutó de arriba abajo el edificio. En las plantas segunda y tercera sólo había habitaciones con puertas con gruesos candados, en cada una de ellas un nombre famoso con su foto. La piscina se había convertido en un lodo de hojas y suciedad que desprendía un fuerte olor a putrefacto. Al principio no quería ni comer, después localizó una despensa con todo tipo de alimentos. Hizo de la cocina su lugar de peregrinaje más habitual. De la desesperanza pasó a la desidia, y de ahí al consuelo. Tenía que escribir su historia, la tenía ya, las ideas se habían asentado fuertemente en su cabeza, por fin fluían con rapidez. Pasó mañanas y tardes sumido en un delirio absoluto de complicidad con su novela.

No sabe cuánto tiempo pasó, tampoco qué fue lo que le llevó a tomar la última determinación. Había puesto FIN en la última página. Estaba satisfecho por haberla concluido. Nadie le había buscado, al menos que él supiera. En su locura transitoria y solitaria dudaba incluso si existiría el hotel para otros o era un sueño del que se despertaría en breve. Los días se sucedían inexorables, había llegado el momento de acabar con todo.

Con gran parsimonia y ceremonia bajó a la cocina, donde tomó todos los trapos que encontró, y la última bombona de butano que aún quedaba. Los situó estratégicamente. Antes de que fuera demasiado tarde, recogió su ordenador, su novela y la foto de Rita Hayworth que había sido su única compañía durante este tiempo.

Mientras se alejaba hasta la verja, vio cómo el Hotel de las Estrellas iba tomando un tono rojizo por dentro que poco a poco se extendió, destruyendo los miles de recuerdos de otra época que aún albergaba. Si por fin conseguía que alguien le ayudara, contaría a su tía la verdadera historia del hotel. Pasó de ser una posada de paz, a una cárcel de sueños.

Meses después, en el escaparate de una vieja librería del centro de la ciudad se exponían varios ejemplares del último libro de un tal Felipe Dueñas titulado: El Hotel de las Estrellas. En la portada la ilustración mostraba una verja de esplendor deteriorado con un hermoso edificio en llamas detrás.