Reina de corazones: una historia de abuso sexual femenino

Por Horacio Otheguy Riveira

Una película danesa que se toma su tiempo para contar en algo más de dos horas una historia al margen de los cánones habituales, con un estilo peculiar en el que convive la frialdad expositiva y las pasionales imágenes de situaciones nada convencionales.

Aquí el abuso sexual corre por cuenta de una mujer cercana a los 50 años frente al hijo adolescente de su marido, divorciado. Muchacho conflictivo al que su madre está a punto de ingresar en un internado, su padre lo impide llevándolo a su casa con sus dos niñas y nueva esposa. El chico tiene una crisis integral, le va mal en los estudios y está a disgusto con cuanto vive, excepto cuando la mujer de su padre ocupa el lugar de la encantadora joven con la que se acuesta de tanto en tanto. Descubre un placer nuevo, muy intenso, junto a un cuerpo maduro que también renace por donde menos lo esperaba.

La dama se introduce en su habitación y le acaricia, aplicándose en una felación que acaba con una relación completa de gran felicidad para ambos.

Se produce un idilio en ascendente satisfacción ante una cámara que lo torna explícito en un comienzo, luego con cierta dosis de pudor que, de cualquier manera, expone con claridad la ascendente escisión de una profesional de gran éxito, socia del bufete en que trabaja, donde se especializa en menores maltratados sexual o psicológicamente. Es muy buena en lo suyo, muy eficaz y genera mucho afecto en las chicas y chicos que defiende, siempre con gran conocimiento de los aspectos legales, en buena colaboración con asistentes sociales. Solo tiene un fallo, por el cual ya el Colegio de Abogados la ha multado: es impulsiva, llega a increpar fuera de los tribunales a algunos de los acusados.

 

Una mujer influyente, capaz de tener todas sus emociones bajo control. Arriba, disfrutando con sus encantadoras hijas. Abajo, simpática compañera de su marido, también un profesional muy ocupado.

Su vehemente tendencia adquiere protagonismo cuando escucha los característicos sonidos amorosos de su hijastro con una joven de su edad en la habitación de al lado. Entonces su libido adormecida despierta y la empuja a una acción que en ningún momento duda en llevar a cabo: avanza sobre el deseado cuerpo del chico y consigue que él la desee más que a la chica habitual; en las ausencias continuas del marido se producen encuentros más y más excitantes, hasta que alguien los descubre ligeramente amartelados… Nace un peligro que no se había tenido en cuenta.

Hay que cortar.

Nadie puede enterarse.

Es ilegal.

La pulsión sexual debe acabar.

Esto tiene que volver a su cauce.

Aquí no ha pasado nada.

La profesional segura de sí misma cree que su joven amante se adaptará a la nueva situación sin rechistar, sin exigencias de ningún tipo. Todo controlado.

Se recluye en una posición de poder cuando el chaval se va de viaje con su padre y le cuenta lo que sucedió, convencido de que así forzará lo que ansía: que la mujer le pertenezca, que abandone a su padre por él. Lo hablan los tres. La docta letrada aplica sus conocimientos en la materia, sabe que el abusador debe negar la acusación caiga quien caiga; en este caso ridiculiza al acusador, dejándole como un celoso en crisis, como un neurótico que la odia.

Su cambio es radical desde una actitud de poder irreconciliable… pero esta vez puede que no le funcione; es probable que no sea suficiente para enmascarar su doble personalidad con un lado hipersexual (también con su marido) que ansía vida propia, sin reglas ni limitaciones.

Todo transcurre en un ambiente paradisíaco, pues la familia vive en un lujoso chalé rodeado de muy acogedora naturaleza.

Este argumento —con un desenlace sorprendente— se expone con exquisita elegancia para desarrollarlo con creciente tensión eminentemente visual, música leve, eficaz banda sonora donde los sonidos y las expresiones corporales de los personajes cobran un vigor altamente emocional con pocos recursos, diálogos escasos.

Intérpretes muy buenos con Trine Dyrholm, una protagonista extraordinaria, la misma que destacó en muchas producciones, como por ejemplo: En un mundo mejor, de Susanne Bier.

 

Reina de corazones (Dronningen), Dinamarca, 2019

Interpretada por Trine Dyrholm, Gustav Lindh, Magnus Krepper

Dirigida por otra mujer: May el-Toukhy

El accidente Por Ana Riera

UNO

Román García conducía su coche por una solitaria carretera secundaria. Era un día templado de finales de primavera. En la radio sonaba un audio motivacional.

—Puedes hacer todo aquello que te propongas. Concéntrate en tu objetivo. Repasa mentalmente las razones que te llevan a perseguirlo. Si estás convencido de tus motivaciones, te será más fácil ponerlas en práctica.

Llevaba todo el camino escuchando el audio. Lo había puesto ya tres veces de principio a fin. La cinta se terminó una vez más y el silencio inundó el pequeño habitáculo.

—Puedo hacerlo, tengo que hacerlo. Es la única forma. Al menos es la única que se me ocurre—se repitió Román en voz alta—. Al final siempre hay que rendir cuentas. Si no me hubiese enterado. Pero desde que lo sé, no puedo quitármelo de la cabeza. Es imposible. No quiere saber nada de mí. Me odia. A muerte. Es mejor aceptarlo. He sido un cabronazo y ahora me toca pagar un peaje. Sólo tengo que hay que echarle cojones. Venga chaval, que tú puedes.

Román siguió conduciendo concentrado en la carretera. Iba aferrado al volante. De tanto apretarlo, tenía los nudillos blancos. Desde que había cogido la última bifurcación no se había cruzado con ningún vehículo, pero ahora, al salir de una curva cerrada, vio un coche a lo lejos. Era rojo. Un Hundai. Inconscientemente se llevó la mano derecha al bolsillo de la camisa. Sí, ahí estaba. Lo encontrarían en seguida. Aceleró. Las manos empezaron a transpirarle sobre la piel áspera del volante. Aceleró un poco más. Al poco estaba a menos de cinco metros del otro auto. Podía distinguir claramente que sólo llevaba un ocupante. Era una mujer joven.

Román supo que había llegado el momento. Era ahora o nunca. Respiró profundamente un par de veces. Luego apretó los dientes y, acercando el cuerpo al volante, presionó al máximo el acelerador. El coche emitió un ruido estridente, parecido a un grito de guerra, y se empotró en el coche rojo. Un segundo más tarde, el Hundai estaba bocabajo, seriamente dañado. El otro vehículo estaba completamente destrozado. La colisión había sido brutal.

DOS 

–¿Qué traéis?

–Dos víctimas de un accidente de tráfico. De dos coches distintos.

–De acuerdo. Cuéntame—dijo la doctora Ramírez.

–La víctima del primer vehículo es una mujer. Blanca, de unos treinta y pico años. Presenta una fuerte contusión en el tórax y una herida abierta en la cabeza. Está inconsciente. Constantes vitales estables pero débiles. La víctima del segundo vehículo es un hombre. Blanco, de unos sesenta y pico años. Le hemos practicado una traqueotomía. Constantes vitales muy débiles.

–Está bien. Me llevo a la chica al box 2. Martínez, llévate al otro al box 4 y llama en seguida al doctor Heredia. Vamos, rápido. No hay tiempo que perder.

TRES

–Eh, Ramírez. ¿Cómo va tu paciente, la chica del accidente?

–La hemos estabilizado, aunque sigue inconsciente. Pero lo peor no es lo del accidente. Al introducir sus datos en el sistema, me ha saltado una alerta. Está esperando un trasplante de hígado. Ya estaba en las últimas antes de esto. Pero el accidente la ha dejado todavía más débil. Necesita ese trasplante ya. ¿Y el tipo que la embistió? ¿Cómo sigue?

–No creo que pase de esta noche. Está muy mal. El muy gilipollas no llevaba puesto el cinturón de seguridad. El golpe debió ser brutal. Está destrozado. Pero hay algo bueno. En el bolsillo de la camisa llevaba un carnet de donante de órganos. Acababa de hacérselo. ¿Qué te parece? Yo lo llamo justicia poética.

–¿Has mandado hacerle análisis para ver la compatibilidad?

–Sí, ya están en ello. En un par de horas tendremos los resultados preliminares. A ver si al menos podemos hacer feliz a alguien.

CUATRO

–¿Habéis visto a la doctora Ramírez?

–Hace un momento estaba en el Box 2, con la chica del accidente.

–Perfecto.

El doctor Heredia se dirigió veloz hacia la zona de los Boxes. En seguida localizó a su colega.

–¿Se puede saber a qué viene esa sonrisa? ¿Has encontrado a alguien que te haga el turno del fin de semana?

–No, algo mucho mejor.

–¿Mucho mejor? Dispara, anda.

–Acaban de darme los resultados de los análisis del tipo del accidente. No te lo vas a creer. El hígado del donante es compatible con el de tu chica en un 98 por ciento.

La doctora Ramírez levantó la cabeza y lo miró incrédula.

–¿Estás seguro?

–Cien por cien. He hecho repetir los análisis y lo he comprobado tres veces. ¿A que es la leche?

–¿El hombre está consciente?

–Medio, medio.

–Me vale. Prepararlo todo para el trasplante. Voy a hablar con él para confirmar que efectivamente está de acuerdo en donar sus órganos.

CINCO

Román, el paciente del Box 4, yacía en la camilla con los ojos cerrados. Respiraba con dificultad emitiendo un extraño sonido con cada exhalación.

–Buenas tardes, señor García. ¿Puede oírme?

Román hizo un leve gesto con la cabeza, pero siguió con los ojos cerrados. El tiempo apremiaba y la doctora sabía que no era momento de andarse con rodeos.

–Señor García, soy la doctora Ramírez. Hemos encontrado su carnet de donante y sólo quería confirmar que es suyo y que efectivamente es usted donante.

El paciente asintió de nuevo. Parecía tranquilo. De repente, sin abrir los ojos ni cambiar la expresión, dijo con un hilo de voz:

–Esta vida perra. El que la hace la paga. Dígale que lo siento.

La doctora llamó a la enfermera.

–Proceda con la sedación. El paciente ha empezado a tener alucinaciones. Ha empezado a recitar títulos de canciones o algo así. Ya no sabe lo que dice. Poco más podemos hacer por él.

SEIS

–Señorita Bermúdez, Clara, ¿puede oírme?

Clara trató de fijar la vista en la cara de la desconocida que le hablaba inclinada sobre ella. Se sentía completamente exhausta. Mover la cabeza le resultaba terriblemente doloroso. Sin embargo, también se sentía aligerada, como si su cuerpo fluyera tras pasar mucho tiempo atorado. Era extraño, muy extraño. Miró a la desconocida. Llevaba una bata blanca desabrochada. Sonreía. Clara notó que tenía la boca completamente seca. La doctora pareció adivinarlo.

–¿Le apetece que le humedezca un poco los labios?

Asintió. El contacto de la gasa húmeda le sentó bien. Se decidió a hablar.

–¿Dónde estoy? ¿Qué me ha ocurrido?

–Está en el hospital. Tuvo un accidente de coche.

–¿Un accidente de coche?

Clara hizo un esfuerzo por recordar. Le fue imposible. Tenía la mente aletargada.

–No me acuerdo de nada.

–Es normal. No se preocupe. ¿Nota algún dolor?

Clara se llevó la mano al costado. Notó que llevaba un vendaje. La doctora la miró y le dedicó otra sonrisa.

–Dentro de la desgracia, ha tenido suerte.

–¿Suerte?

Clara la miró suspicaz.

–No estoy diciendo que tener un accidente sea algo bueno. De hecho, el accidente la debilitó mucho. Temimos seriamente por su vida. Su hígado no habría resistido mucho más. Pero mientras estaba aquí, en el hospital, sedada, apareció un donante inesperado.

Clara la miró con cara de sorpresa y volvió a llevarse la mano al costado.

La doctora le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

–Le hemos hecho el trasplante y todo ha salido bien.

Clara no sabía qué decir. ¡Había imaginado tantas veces que sonaba el teléfono para avisarle de que había un donante! La angustia, el miedo, las dudas. Pasar por la preparación, pensar que no sabes si vas a despertar de la anestesia… Y resultaba que se lo había ahorrado todo. Se le hizo un nudo en la garganta. Dos lágrimas le rodaron silenciosas por las mejillas.

–¿Le apetece que la deje un rato sola?

Clara hizo que sí con la cabeza.

–De acuerdo. Si necesita algo, sólo tiene que tocar el timbre. Pasaré a verla más tarde.

–¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo Clara antes de que la doctora alcanzara la puerta.

–Sí, claro.

–¿Quién ha sido mi ángel de la guarda? ¿De quién era el órgano?

–No podemos decirlo. Ya sabe, es información confidencial.

–Tiene razón. Lo sé. Es sólo que resulta todo tan raro…

La doctora le dedicó una última mirada y abandonó la habitación.

SIETE

Mil ideas bullían en la cabeza de Clara. Sentía a la vez ganas de llorar y reír. Acababa de tener un accidente, estaba en el hospital, le dolía hasta el alma. Pero tenía un hígado nuevo. Se habían terminado las noches en vela, el mirar el teléfono, el comprobar si había alguna llamada perdida una y otra vez. Oyó voces fuera de la habitación. Parecían de gente del hospital. No tenía ganas de ver a nadie. Y menos a unas enfermeras que no conocía de nada. Decidió hacerse la dormida.

–Mírala que mona, aquí, dormidita. Cuánto me alegro que esté bien.

–Pues sí. Tuvo mala suerte topándose con el bestia ese.

–Ya, nunca se sabe con quién te vas a cruzar. Pero al menos el tipo ha hecho una buena acción antes de irse al otro barrio. Ahora ella tiene un hígado nuevo. Ya lo decía mi madre. ¡No hay mal que por bien no venga! Anda, vamos a dejarla descansar.

–Sí. Mejor volvemos más tarde.

Qué ironía, pensó Clara. Según las palabras de la enfermera, el mismo hombre que la había embestido, la había salvado.

OCHO

–¡Qué bien encontrarte despierta! ¿Cómo te encuentras, guapa?

–Estoy bien. ¿Podría humedecerme un poco los labios? Los noto muy resecos.

–Claro que sí, bonita. Ahora mismo.

La enfermera se acercó y le pasó una gasa húmeda por los labios mientras le dedicaba una sonrisa. Eso animó a Clara a hacerle la pregunta que venía quemándole desde hacía un rato.

–¿Puedo hacerle una pregunta?

–Por supuesto. Dime.

–Me atropelló un hombre, ¿verdad?

–Más bien un bestia, diría yo. Pero sí, era de sexo masculino.

–¿Y cómo se llamaba?

–Ramón García, como el presentador de televisión. Ramón García Hernández, para más señas. Pero ya no tienes que preocuparte por él. Puedes estar bien tranquila.

–¿Ramón García Hernández? —repitió Clara con un tono de voz apenas audible.

A Clara se le cambió el semblante de golpe.

–¿Qué te ocurre, preciosa? ¿Te encuentras mal? ¿Te duele algo?

Clara atinó a decir que no con la cabeza. Luego dejó de oírla.

¿Era una broma? ¿De entre todos los seres humanos del planeta, tenía que ser precisamente él? Sintió un profundo rechazo hacia el órgano que acaban de trasplantarle. Toda la felicidad y el bienestar que había experimentado hacía un rato se esfumó en un segundo. Le quemaba el costado, sintió náuseas, la cabeza le daba vueltas. ¡Ojalá pudiera extirpárselo! ¡Era horrible! ¿Qué iba a hacer ahora que sabía que el hígado que le había salvado la vida pertenecía al padre que la había abandonado, al hombre que más odiaba en este mundo? Como única respuesta dejó escapar un grito desgarrador que retumbó varias veces contra las paredes de la habitación.