El regalo de Navidad Por María José Prats

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Faltaba una semana para la Navidad, y en la Asociación de mujeres cooperantes se organizó una fiesta para el asilo de ancianos.

María les sugirió que preparasen algún plato, y acudieran personalmente a atender a los ancianos. Unas dijeron que prepararían un pastel; otras se encargarían de elaborar un sabroso ponche; pero la mayoría comentó que seguramente no tendrían tiempo para asistir a la fiesta.

Cuando llegó el día señalado, tan sólo se habían presentado ocho voluntarias para ocuparse de casi doscientas personas.

Elena, la presidenta de la Asociación, se encontraba en el amplio salón del centro, colocando sobre una larga mesa cubierta por un fino mantel con motivos navideños, las cosas que iban trayendo. María preparaba el ponche y cortaba los pasteles; y el resto de señoras adornaban las paredes con guirnaldas y luces, organizaban sillas y realizaban diversas tareas para lograr la mejor fiesta posible.

María estaba malhumorada por la falta de colaboración de la mayoría de los cooperantes, pero el cálido rostro de Elena hizo que borrara su resentimiento, y le pidió que les llevara la merienda a quienes no podían levantarse de la cama.

Cogió una bandeja, la llenó de vasos de ponche y trozos de pastel, al tiempo que empezaba a sonar la música. Algunos ancianos que —con fatigados ojos— observaban en silencio los movimientos de las mujeres, comenzaron a cantar villancicos, a reír y a bailar al compás de los acordes de la alegre melodía que inundaba el salón.

Mientras tanto, ella se pasó la tarde de un lado a otro, corriendo, subiendo y bajando escaleras por todas las alas del edificio, llevando bandejas, entregando una bolsa de caramelos y un regalo a cada uno de los internos sin apenas mirarles.

Las piernas le dolían y se sentía muy cansada, deseaba acabar cuanto antes y regresar junto a los demás. Se apoyó en la pared antes de entrar en la habitación situada al fondo del pasillo. Respiró profundamente y entró. Se encontró con una viejecita que llevaba un vestido de flores, descolorido y rasgado, que con mucha educación le preguntó:

—¿Tendría la bondad de cambiarme el regalo?

Se volvió y con voz enojada le respondió:

—¿Cambiarle el regalo? ¿Por qué? ¿Es que le ha tocado algo de hombre?

—No, no… es que me tocaron unas perlas. Las perlas representan lágrimas, y yo… ya no quiero más lágrimas.

María pensó que era una superstición de lo más tonta, y le dijo que en ese momento no podía, quizás… luego, cuando terminara de atender a todos.

Se fue a llenar más bandejas y se olvidó de la mujer.

Y así llegó a la última planta, la más cercana a la buhardilla. Con la espalda empujó la puerta de una de las habitaciones, y una vez dentro se estremeció de tal manera que sus manos temblaron y la bandeja cayó al suelo con gran estrépito.

En aquel cuarto, feo y deslucido, acostada en un camastro entre sábanas grises y con un camisón raído, se encontraba una señora a la que confundió con su propia madre:

—¡No puede ser! ¡Mi madre está muerta! Y de estar viva no estaría aquí, entre pobres y enfermos sin familia que no tienen donde estar.

Los ojos le estaban haciendo una jugarreta, y pensó que sería por el cansancio. Los cerró y al abrirlos de nuevo pudo ver que la mujer demacrada no era su madre, sino alguien de cabello gris y ojos azules que se parecía mucho. Se preguntó qué le habría pasado por la cabeza para imaginar que era su madre. El pecho parecía estallarle, y notó que le faltaba el aire. Sin pronunciar palabra salió del cuarto lo más rápido que pudo. Caminó a toda prisa por el oscuro pasillo mordiéndose los labios.

Al llegar al salón, su compañera Elena observó su expresión de tristeza.

—¿Qué te pasa, María?

—Es que… acabo de ver a mi madre en un cuarto…

—Vamos a ver, mujer, eso no puede ser, lo que te pasa es que estás agotada. Siéntate, y descansa.

Varias personas se acercaron para mimarla con caricias y palabras de cariño. Pero parecía no oír a nadie. Se dirigió a un descansillo, donde casi no había luz, lejos del salón.

—¿Qué me está pasando? ¿Me estoy volviendo loca?

Tomó aire y se enjuagó las lágrimas. Elena, que la había visto alejarse, se acercó a ella, la miró, y le dijo:

—María, ya has hecho bastante por hoy. ¿Por qué no regresas a casa? Ya nos arreglamos nosotras.

—No, Elena, no me pidas que me vaya. En realidad creo que debo continuar o más bien empezar de nuevo.

Y se dispuso a seguir la ronda llenando las bandejas con las meriendas. Preguntó a su compañera si quedaba algún regalo de señora, porque tenía que cambiar uno. La muchacha le dio una cajita de raso blanco que contenía un broche en forma de corazón, y María se alejó con rapidez.

Buscó entre los ancianos a la que le había pedido cambiar el regalo; la encontró entre los demás cantando villancicos y con cara sonriente. Se acercó a ella y le entregó el pequeño paquete.

Las arrugadas manos de la anciana cogieron la caja y la abrió. Sus ojos se iluminaron y miró a María con ternura sonriendo de oreja a oreja.

—Muchas gracias, señorita, es precioso.

—Deje que se lo coloque, y… deme esas perlas que ninguna falta hacen las lágrimas en Navidad.

Pero aún le quedaba algo pendiente, quiso volver al cuarto de la planta alta. De alguna forma tenía que darle las gracias a aquella paciente, pero no sabía cómo.

Empujó la puerta y se encontró a la señora sentada en la cama, comiéndose el pastel.

—Qué bien que haya venido, quería agradecerle a usted y a las demás señoras por hacernos la fiesta. Me gustaría regalarle algo, pero no tengo nada que pueda ofrecerle. ¿Le puedo cantar una canción?elder_abuse (4 hands)

María se sentó al lado de la anciana y ésta entonó, con voz chillona, una antigua copla de drama y soledad. El resplandor de sus ojos llorosos, y la fuerza de sus manos moviéndose como si de una tonadillera se tratase, brotó con una vitalidad contagiosa invadiendo la habitación y el corazón de María.

De regreso a casa, se dirigió a la cómoda y cogió el retrato de su madre, lo mantuvo apretado contra su pecho, se tumbó en la cama y cerró los ojos.

La lluvia Por Ana Riera

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— Me encanta andar bajo la lluvia y notar cómo el agua me empapa toda. ¡Es tan agradable, tan vivificante! Siempre que llueve salgo a la calle. Y jamás me he resfriado, jamás.

La mujer que me dirigió estas palabras mientras me refugiaba bajo la marquesina del autobús —y forcejeaba para cerrar el paraguas que acababa de comprarme en una tienda de chinos— era una anciana que a duras penas alcanzaba el 1.50 de estatura. Tenía una larga melena blanca que se desparramaba por su espalda y sobre los hombros enmarcando las suaves facciones de su rostro, en el que destacaban, como dos zafiros llenos de vida, unos ojos de una profundidad inusitada. Me quedé ensimismada mirándolos y me pareció que podría sumergirme en ellos sin esfuerzo, tan rebosantes parecían, quizás por el agua de lluvia que la había impregnado durante años.

De repente me sentí ridícula manipulando el paraguas que, además, era feo, muy feo. Lo tiré en un contenedor que tenía al lado, donde al fin se cerró solo, obediente.

Miré de nuevo a la anciana que seguía fuera de la marquesina, para que el agua pudiera alcanzarla sin esfuerzo. Llevaba un ramo de margaritas en una mano y un tosco bastón de madera en la otra. Me dedicó una mirada sonriente y yo me sentí terriblemente vulgar. Para mí la lluvia no era más que un engorro. Sabía que era necesaria, que era buena, pero no quería tener nada que ver con ella. Me parecía bien que hiciera su trabajo, que cumpliera su función, pero lejos de mí, sin molestar, en silencio.

Miré otra vez a la viejecita. Parecía tan frágil y, sin embargo, tan fuerte, tan inquebrantable… Levanté la vista al cielo. No recordaba la última vez que había observado la lluvia: las líneas en continuo movimiento cruzando el espacio un poco ladeadas, apropiándose de la escena; las pequeñas burbujas haciendo piruetas al chocar contra el suelo; el aroma inconfundible del agua fresca y limpia y nueva. ¿Cuándo había dejado de mirar la lluvia? ¿Y qué otras cosas había dejado de mirar sin darme cuenta?

lluvia-8Observé unos segundos más aquella figura que parecía un hada buena salida de un bosque mágico lleno de setas gigantes y libélulas parlantes. Esta vez su sonrisa fue grande y dulce como una rodaja de melón. Volví a levantar los ojos al cielo. Quizás debiera probarlo. ¿Por qué no? ¿Acaso tenía algo que perder? No hacía mucho frío. Di un tímido paso. Seguía debajo de la marquesina, pero tan al borde que algunas gotas traviesas me salpicaban la cara. Arrugué la nariz y adelanté un poco más el cuerpo. Sentí una agradable sensación de cosquilleo, así que me decidí por fin, abandoné por completo mi refugio y encaré la lluvia dejando que me mojara, tímidamente primero, ya sin reservas después. Extendí los brazos y dejé que se apoderara de todo mi ser. Y me sentí limpia, y relajada y feliz.

Me acordé entonces de la anciana y me di la vuelta para darle las gracias. En la parada no había nadie, de modo que me quedé un instante aturdida. Pero entonces vi que sobre el banco descansaba una hermosa margarita blanca.

 

The Realistic Joneses: cuando las vidas se cruzan Por Luigi De Angelis

 

 

BOB: I’m just sitting here.

PONY: Nobody’s ever just sitting here. That’s one thing I know.

BOB: Since you don’t need anything, I guess I’ll go in.

PONY: No, stay. I like your voice. But don’t touch me or say anything. (1)

 

Escena 6

The Realistic Joneses, de Will Eno

 

The Realistic Joneses 2

El Lyceum Theatre, ubicado en la calle 45 en Broadway, es un espacio pequeño, acogedor y bonito. Sin duda, es el ambiente ideal para disfrutar de The Realistic Joneses, una obra sobre pequeños descubrimientos en torno a grandes temas. Will Eno, su autor, ha construido, a través de diálogos hilarantes e ingeniosos, un delicado retablo costumbrista que refleja con sentido del humor el encuentro de dos parejas casadas que comparten el mismo apellido: Jones.

 El elenco está integrado por actores de un elevado nivel, todos reconocidos en diversos medios (cine, televisión y teatro) como verdaderos profesionales en su oficio. Toni Collette, Marisa Tomei, Tracy Letts y Michael C. Hall demuestran plenamente sobre las tablas que su fama no es en vano; los cuatro dan vida y brillo a las palabras de Eno, transmitiendo con humor y ternura las incertidumbres de estos cuarentones “clasemedieros”, personajes con los cuales cualquiera de nosotros podría sentirse identificado.

 The Realistic Joneses 1

Como la acción transcurre en un pueblo estadounidense indeterminado, la ambientación no requiere de mayores elementos. Se trata de una obra en la que la astucia de las palabras y el talento de los actores son los que involucran a la audiencia. Dicho esto, el escenario se presenta deliberadamente lacónico para dar paso a un libreto decididamente elocuente. Los personajes tienen vida y están dotados de realismo, mientras los actores cuentan con el carisma y el dominio escénico suficientes para generar una importante conexión con quien los observa en escena; dicho de otro modo, estamos ante  situaciones y personajes que nos resultan cercanos y vívidos. Después de todo, ¿quién no ha bebido una copa de vino o un vaso de té en el patio de su casa?, ¿quién no ha dialogado de “esto” o “aquello” con sus vecinos?

 El señorío de cuatro grandes actores

Bob (Tracy Letts) y Jennifer (Toni Colette) Jones son una pareja que, desde la primera escena, demuestra estar agotada. Bob tiene una enfermedad degenerativa y Jennifer es su único apoyo; él no presta el más mínimo interés a su propio problema de salud, mientras ella hace todo lo posible por averiguar la mayor cantidad de detalles al respecto. Sus nuevos vecinos son John (Michael C. Hall) y Pony (Marisa Tomei) Jones, una pareja más alegre y positiva; él siempre irrumpe con un humor tonto y fuera de lugar, ella es dulce y sexy en una forma cándida. Las parejas interactúan y poco a poco se va develando que entre ellas hay semejanzas que trascienden de la casualidad de su común apellido. ¡Ah, el destino y sus bromas cósmicas!

 Toni Collette, en la piel de Jennifer, confiere esa sensación de credibilidad a la que ya nos tiene acostumbrados. Como una mujer que ha dejado a un lado su propia vida para preocuparse por la de otro, Collette personifica de forma eficiente el cansancio y la desazón, así como los destellos de esperanza en los que la obra permite avizorar, aunque sea a ratos, a una Jennifer más vulnerable y tierna. Tracy Letts, dando vida a Bob, se consolida como un verdadero señor de las tablas. Con talento, modula la abrasividad y amargura de su personaje, volviéndolo cómico sin ser caricaturesco. El trabajo de Letts es real y su Bob es inmensamente humano gracias a su sutileza y a su dominio de la escena.

 Marisa Tomei, una intérprete que usualmente se apropia de sus personajes (cómo imaginar a Mona Lisa Vito o a Cassidy sin Tomei), vuelve a hacer de las suyas como Pony Jones. Es difícil pensar en otra actriz capaz de ser Pony, una mujer cándida y segura, dulce y sensual, todo al mismo tiempo. Tomei recita sus líneas con energía y frescura, su Pony es una presencia vital y divertida. Por su parte, Michael C. Hall es también excelente como John. Su papel es básicamente el de un hombre que utiliza su particular sentido del humor como mecanismo de defensa y como medio para tratar de comprender su realidad. Hall muestra una incomparable habilidad para jugar con el sentido del humor de su personaje, provocando que sus revelaciones sean incluso más conmovedoras.

 Modestia es la palabra clave en The Realistic Joneses. Aquí no hay el tipo de ruidoso y colorido espectáculo generalmente asociado a las luces de los grandes carteles de Times Square. Lo que sí hay en esta obra es compasión, humanidad y personajes tan reales como uno. Para quien aprecia esta variedad de teatro, el resultado no será en absoluto decepcionante, pues el libreto y los actores están a tono con la inteligencia y energía de la producción, la misma que se mantiene entretenida e interesante de principio a fin. En lo personal, la escena final, articulada con apabullante sencillez, me parece un toque de genialidad que cierra la función de manera redonda.

Un toque de atención

 Finalmente, acompaño mi apreciación de esta obra con una anécdota. Así, sucede que con el deseo de obtener un autógrafo de tan destacado elenco, esperé en la entrada principal del Lyceum, soportando un frío más o menos intenso que me obligaba a cerrar las manos y me hacía temblar. Luego de un buen rato quedamos solamente dos personas, un neoyorquino cuarentón amante del teatro y yo.

20420679.jpg-r_640_600-b_1_D6D6D6-f_jpg-q_x-xxyxx “Hola, ¿también los estás esperando?”, preguntó él en inglés. Yo respondí: “Claro, es Marisa Tomei, ¡por Dios!”. Él me miró con simpatía y me dijo: “Yo estoy esperando a Michael C. Hall…”. El hombre se detuvo, de repente tomó conciencia de que estaba siendo extremadamente amable con un completo extraño, pero al parecer le inspiré ese deseo, así que continuó: “… estoy esperando a Michael C. Hall porque quiero decirle cuán motivador ha sido para mí. Cuando él ganó el Globo de Oro [por la serie de televisión, Dexter] yo estaba muriendo de cáncer en un hospital y al verlo por la televisión recuperé el deseo de vencer a la enfermedad y ahora me ves aquí, estoy vivo”. Yo me quedé hecho piedra, pues se notaba que el hombre estaba realmente abriendo su corazón, ahí, en plena calle, ante mí, un tanto incómodo y sorprendido por lo que estaba sucediendo.

 El Lyceum Theatre tiene una puerta de salida especial para los actores, así que las estrellas ya se habían ido y yo me quedé con las ganas de mis autógrafos. Sin embargo, esa noche un extraño me contó su historia con enorme generosidad y eso es algo que vale mucho más. Su “… ahora me ves aquí, estoy vivo” se ha quedado en mi memoria como una frase especial y mi encuentro con esta persona que quizás no voy a volver a ver jamás es, sin duda alguna, de aquellas cosas que pasan sólo en el teatro… en vidas que se cruzan tal cual como en The Realistic Joneses.

 

Asistí a este espectáculo el 8 de mayo de 2014.

(1)

BOB: Estoy sólo aquí sentado.

 

PONY: Nadie está “sólo aquí sentado”, eso sí que lo sé.

 

BOB: Bueno, como no necesitas nada, creo que me voy.

 

PONY: No, quédate. Me gusta tu voz, pero no me toques ni digas nada.

 

 

Una decisión sencilla Por Elisa Pérez

 

 

Mírala, otra vez afanosa, con sus tareas, con su rutina. Eso es lo que le sobra, rutina. Se mueve sin cesar, no para, ya casas-voladoras-laurent-chehereestá, hasta la ropa, ¿qué hago? Pero qué cansado estoy, tomaré una cerveza.

Juan miraba por la ventana de la cocina hacia el jardín en el que Marisa, su mujer, se afanaba en tender la ropa como cada día en las cuerdas que ella misma se ocupó de colocar en ese lugar apropiado para que el sol la secara durante toda la tarde.

¡Cómo ha envejecido! Anda, claro, como yo, pero podía haberse cuidado un poco más, no quiso seguir en la fábrica, los niños, decía. Lo hizo por mí, ¿se lo pedí yo? No recuerdo, seguro que no, o sí, quizás, como mi padre: las mujeres en casa, repetía, el pobre. Sube, baja, sube, baja. Tengo que hablar con ella, tal vez mañana.

Marisa concluía su tarea sin mirar hacia atrás, donde su marido la observaba. Estaba acostumbrada, para él sólo había una cosa al terminar el trabajo: descansar. Ella no le reprochaba, no era quién para hacerlo. Extendió las sábanas desde el extremo último, con la satisfacción de que se secarían más pronto. Luego plancharlas, doblarlas, guardarlas en el armario de la ropa, adornado con manteles blanquísimos de puntillas elaboradas en sus escasos ratos libres.

Hoy sí que estoy agotado. Hablaré con el encargado, no me gusta esa cadena en la que me ha puesto, joder, llevo veinte años en la fábrica, de algo tendrá que servir, digo yo. Otra sábana, y otra más, pero cuántas veces lava esta mujer la ropa. Vaya una ocupación que se ha buscado, luego está cansada, muy cansada, total, limpiar siempre es lo mismo, limpiar no tiene mucho misterio, se queja de vicio.

Marisa miró alrededor, una vez hubo terminada la tarea. No disponía de mucho tiempo antes de proseguir con las camas, la comida, la limpieza de la planta superior que hoy tocaba, y después recoger a los niños. Pero su satisfacción inmediata estaba cumplida: la ropa se extendía por el jardín con el olor a limpio que impregnaba todo el espacio y el brillo de los rayos del sol traspasando las prendas. Se agachó para coger el barreño ahora totalmente vacío, de paso arrancó cuatro hierbas que habían crecido de forma irregular en medio del césped. Se detuvo para echar un vistazo a las plantas que frondosas y agradecidas se habían ido desperezando con el avance de la primavera.

Me voy al sofá, tengo que hablar con ella, pero ahora no, no me apetece, estoy muerto. Claro que no están los niños, estamos solos, no he dormido bien hoy, tengo que hablar con ella. No quiero más café, no me apetece, cada día lo hace peor, hoy me hubiera gustado desayunar algo diferente. Esa bata es espantosa, antes era muy sexy con su pelo largo, joder, qué buena estaba cuando la conocí, qué caderas, cómo me ponía mirarla.

La bata de color beige con flores en azul subió las escaleras hasta alcanzar la cocina. El gesto de Marisa mostró su desagrado. Varios platos y tazas estaban esparcidos por la encimera y se mezclaban con restos de comidas, junto con pequeños charcos de leche y algún grano de café. El cajón superior estaba totalmente abierto con un paño de cocina mojado encima. Juan había regresado demasiado tarde como para esperarle, le había dejado la cena en una bandeja que ahora figuraba sobre el otro lado de la mesa, vacía, con los utensilios que la ocuparon antes, esparcidos caprichosamente, unos vacíos y otros con restos de comida. Ninguna queja, ningún reproche. Unas manos fuertes la sujetaron de repente por la cintura, una de ellas empezó a recorrer su pecho hasta introducirse por la bata beige. Penetró por el sujetador y empezó a manosearla enérgicamente buscando un placer que no surgió.

LAURENT-CHEHERE-flying-houses-10Otra vez no, zorra, eres mi mujer, llevamos mucho sin hacerlo, esta vez va a ser que sí, no voy a aguantar más tu estupidez, vamos, dale, estoy a tope, no puedo parar, vamos, vamos, vamos…

Marisa se abrochó la bata beige y se subió las bragas, sin decir nada. Silenciosa, dejó a Juan en el sofá, medio dormido. Ella prosiguió sus tareas, su rutina, todo en su sitio. Con pulcritud ordenó las habitaciones, preparó la comida, resignada a los ronquidos intermitentes de su marido desde la sala. Nunca le dijo nada, ahora menos. Había llegado a un punto de inflexión con él por el cual ejercía sus deberes como esposa: le limpiaba, le hacía la comida, le ordenaba su ropa, le adecentaba los cojines del sofá que machacaba horas tras horas en la misma postura, tras el trabajo, y le soportaba su gemido final cuando eyaculaba en los escasos momentos de intimidad que tenían. Pero había algo que cada vez soportaba menos de él: su olor. Rancio, pegajoso como una babosa de la que no había forma de huir, adherido a su piel y a todos los objetos de la casa, la perseguía inexorablemente. Lejos quedaba ese olor a fresco que la cautivó en el momento de conocerle.

¡Vaya, cómo huele!, seguro que me está haciendo uno de esos guisos que le enseñó mi madre, pero qué buena mano tenía. Me apetece una cerveza antes, uf, qué fría está. Esta mujer no ha aprendido aún a regular este aparato, estúpida y torpe. Voy a ver qué hace ahí arriba, seguro que uno de esos manteles bordados, pero si apenas sabía leer la muy tonta cuando la conocí, y ahora quiere parecer que es capaz de aprender… Me ducharé.

Marisa se había quitado la bata beige. Lucía un vestido rojo de cuello bajo y manga caída con unas sandalias de tacón bajo. Tenía que salir un momento a la tienda. No hizo caso a la presencia de su marido mirándola desde la escalera, había notado su asqueroso olor que se acercaba con el pijama a rastra, el pelo canoso y enmarañado y un bote de cerveza en la mano. Pasó junto a ella, salpicándola con su rastro pero sin decirle nada.

Al despedirse de él desde la puerta del baño, nadie respondió al otro lado, solo el agua cayendo a borbotones emitió su sonido natural.

Qué coñazo de vida, tengo que hablar con Marisa, no puedo seguir así. Mírala, no la soporto más. ¿Dónde está mi champú? Marisa, Mariiiiiisa, ¿y mi champú? Pero ¿dónde se ha metido esta mujer? Me cago en la puta, voy a tener que salir, no me oye, no, si encima está sorda, lo que me faltaba, gorda, torpe y sorda. De hoy no pasa.

En la mesa con mantel de cuadros blancos y verdes, ambos se disponían a comer en silencio. Seguían solos; los niños comían en el colegio. Marisa se afanaba en que cada cosa estuviera en su sitio, tranquila, metida en sus pensamientos que Juan no era capaz ni de ver, ni de intuir.

Mientras tanto, él se mantenía sentado frente al televisor esperando con el uniforme del trabajo a que aquella mujer que le servía, se sentara para decirle nervioso:

– He aceptado un traslado a Villagarcía. Me han ofrecido en la fábrica un puesto allí de encargado. Así es que prepara todo que nos mudamos. En septiembre tenemos que estar instalados.

No hubo comentarios. Marisa sólo tenía que asentir, como hacía siempre. Nada parecía alterar la tranquilidad de esa mujer que continuó comiendo sin apenas inmutarse por noticia semejante.

A la vuelta me pararé, el otro día estuvo genial… ¡Vaya luces rojas de neón que han puesto! A ver si la pelirroja está libre… Ahora a trabajar, maldita sea, menos mal que Marisa no ha dicho nada, si no ha abierto la boca, mejor, no tiene nada que decir, ya está tomada la decisión, uf qué alivio, ¡y que yo estuviera nervioso por contárselo!… Hablaré con el jefe para que me vaya preparando los papeles…

Por el momento no pensaba trasladarse a otro sitio con él. Marisa había recibido la noticia de Juan y de forma inmediata había tomado su decisión. Ni ella ni sus hijos se marcharían ahora. Si quería que se fuera él y si quería volver que lo hiciera; pero dejarlo todo aquí para vivir en una casa prefabricada sin jardín, no lo iba a consentir. Pensó formas de contarle su decisión, en pocas palabras, cuando estuviera sobrio, después de la siesta, o quizás un domingo que no trabajara. Ya pensaría cómo hacerlo. Ahora le preocupaba más terminar la colcha que le había encargado su hermana

Cómo se ha atrevido, la mosquita muerta, mírala, y dice que no, pero bueno, qué se ha creído, si digo que nos vamos, nos vamos, cualquier día se va a enterar de quién soy yo…, y los niños, no voy a volverme atrás, estoy harto, las condiciones, me dice, pero qué sabrá ella de condiciones, ya me las dirán cuando me entreguen los papeles definitivos, por escrito, los hombres hacemos las cosas así, con la mano, ella, una mujer diciendo lo que hay que hacer, no la soporto. Un nuevo contrato. Llevo en la fábrica veinte años, veinte años sacando adelante esta familia…

Juan se estremecía de furor en el sofá mientras Marisa miraba de nuevo el membrete del sobre recibido en el correo de la mañana. Lo conocía bien de sus años de trabajo allí. Su marido ni la abrió, a pesar de estar en la mesa de la cocina. Como siempre, ella sí lo hizo, ella sí intuyó que aquello no era lo esperado por el hombre. En veinte días tenía que presentarse en las oficinas de la fábrica para recoger unos documentos.

Se despertó en cuanto notó el olor agrio a alcohol en el pasillo. Era muy tarde, de madrugada. Escuchó sus pisadas recorrer el pequeño espacio hasta la puerta y pararse. Marisa no se dio la vuelta y mantuvo los ojos cerrados, no tenía miedo. El pingajo de hombre que venía hacia ella se sostenía de pie con dificultad. En un momento cayó sobre la cama golpeando la pierna de la mujer que ni así sintió temor alguno.

Cuando sea de día volveré a la fábrica, volveré a mi puesto, no pueden prescindir de mí, veinte años, veinte de trabajo, no llores Juan, son unos hijos de puta, ya verán, tengo que dormir, le diré a Marisa que llame, mujer, despierta, tengo hambre….

Los ronquidos impedían oír el ruido del motor del viejo coche rojo, que aún funcionaba bien. Con él Marisa había aprendido hasta obtener la licencia, en los innumerables ratos sin Juan. Repleto de lo imprescindible y vacío de lo sustituible, el coche avanzó por el camino de piedra, con la mujer y sus hijos, en busca de un jardín que cuidar.

 

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En tierras altas (2011) Por Luigi De Angelis

 

 Higher Ground

Es imposible permanecer indiferente cuando una película prácticamente te acaricia la nuca y te susurra al oído. Para mí, es el caso de En tierras altas, un drama de ritmo lento y revelaciones pequeñas que aborda con gracia la experiencia de pertenecer activamente a una comunidad religiosa fundamentalista y el punto crucial en el que uno siente que se pierde como individuo en ese conglomerado.

 Yo pertenecí a una comunidad religiosa y por ello, además de sentirme conmovido por motivos personales, percibo que en general se trata de un delicado, inteligente y minucioso ejercicio de observación de una situación trascendente en la vida de todo ser humano: el cuestionamiento de su propia existencia en términos de fe.

 La realizadora y protagonista del film es la siempre interesante Vera Farmiga. En su debut como directora ha logrado desplegar la misma astucia, visión y gracia que caracterizan a sus interpretaciones. Farmiga es la clase de actriz que generalmente eleva y confiere interés hasta a los papeles más rutinarios. De la misma forma, detrás de las cámaras, ha logrado crear escenas especiales y genuinas que en conjunto forman una película que proyecta vida y se expresa con una voz clara sobre temas inciertos.

 En el papel central de una mujer consciente de que su comunidad religiosa limita sus aspiraciones individuales, Vera Farmiga brinda una interpretación de gran complejidad y riqueza. Los secundarios están a tono con sus capacidades extraordinarias, en especial Joshua Leonard y Dagmara Dominczyk, en los roles de su esposo y de su mejor amiga, respectivamente. Sin embargo, no hay duda de que es gracias a Farmiga que podemos apreciar la gama de emociones de un personaje que sucumbe y luego florece esplendorosamente ante nuestros ojos. Su discurso cerca del final de la película es un ejemplo de una actriz abriendo su corazón a través de su personaje, un trabajo de belleza incalculable en una cinta resonante y hecha con amor.

Lo importante Por María José Prats

 

… lo importante… cuando tú lo necesites …

 

Desde muy pequeña, Sofía destacaba por ser una niña lista, sacaba muy buenas notas y sus profesores le pronosticaban un buen futuro por sus conocimientos.

Su madre solía hacerle preguntas sobre sus gustos, inquietudes y todo aquello que le pudiera llamar la atención. Y Sofía contestaba siempre de tal forma que dejaba a la mujer pensativa por su capacidad de respuesta.

Un día decidió hacerle una pregunta con el convencimiento de que le iba a ser muy difícil contestar.

¿Que cuál era la pregunta? Pues quería que le dijera qué parte del cuerpo era la más importante.

Sofía pensaba que el sonido era lo más importante para todas las personas, así que fue una de las primeras respuestas que le dio a su madre:

— Los oídos, mamá.

Y la madre contestó:

—No, hija, muchas personas son sordas pero de alguna forma se arreglan para salir adelante. Pero no importa, tú sigue pensando que en cualquier momento te volveré a preguntar.

Pasaron unos días y otra vez apareció la pregunta. Ya para entonces, Sofía, que empezaba a dejar de ser tan niña, creía haber encontrado la respuesta adecuada:

— Los ojos, son los ojos, mamá.

Pero nuevamente la madre desaprobó la respuesta.

—No, tampoco, porque mucha gente es ciega pero pueden hacer muchas cosas sin ver.

La joven continuó pensando cuál sería la respuesta acertada, pues estaba segura de que no tardaría en volver a ser interrogada. Y llegó el día en que creyó haber acertado a la pregunta:

— El corazón, los pulmones, el hígado, el cerebro…

Pero para su sorpresa obtuvo la misma respuesta de la madre:

—No, cariño, pero estás siendo muy inteligente y creo que pronto la acertarás.

Y entonces falleció el abuelo, el padre de su padre. La familia estaba muy apenada, todos lloraban, incluso su padre, un hombre que no solía demostrar sus sentimientos ante nadie y menos llorando. Sofía se apoyaba en su madre y acariciaba a su padre.

Cuando terminó la ceremonia del entierro, llegó el momento del adiós definitivo al abuelo, fue un momento muy triste para todos. La madre se acercó a Sofía y entonces le recordó la pregunta:

—¿No sabes aún cuál es la parte más importante del cuerpo?

Sofía se inquietó mucho, pues había pasado tiempo desde la última vez que le había recordado la famosa pregunta, llegando incluso a pensar que se trataba de una especie de juego o broma, y que no tenía ninguna importancia.

Pero una vez más su madre la miró, y sin dejar de llorar, le dijo:

—Sofía, es importante lo que te pregunto, cada vez que lo hice tus respuestas eran incorrectas, y siempre te lo dije, pero hoy necesitas saberlo.

La madre se apoyó en su hija y comentó:

—Hija, la parte más importante del cuerpo es el hombro.

Sofía se quedó perpleja, ¿cómo podía ser el hombro?, se quedó pensando; no entendía lo que quería decirle su madre.

— ¿Por qué, mamá? ¿Acaso porque sostiene mi cabeza?

— No, cariño, porque sostiene la cabeza de un ser amado cuando llora, o de un amigo cuando lo necesita; como estás haciendo ahora tú con tu padre y conmigo. Sólo espero que siempre tengas un hombro donde apoyarte cuando tú también lo necesites.