Un haz de luz Por Elisa Pérez

 

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Este cuadro de Remedios Varo (Anglés, Gerona, España, 1908-Ciudad de México, 1963) inspiró el presente relato.

 

 

Hoy Amanda había decidido salir a jugar. Su hermano Rodrigo llevaba tiempo fuera.

Ambos jugaban solos en aquel lugar, no había niños con los que compartir fantasías o juegos. Su hermano sufría por esa situación impuesta. Ella, por el contrario, disfrutaba con la soledad; acostumbrada, compartía con ilusión la mirada a una flor, el resplandor de una estrella o el sonido de un grillo. Todo quedaba plasmado en una hoja en blanco con rasgos y dibujos que movía con destreza con un pincel. Pintar era la pasión de Amanda.

Sus padres la observaban con entusiasmo. Lejos del pueblo más cercano vivían en una casa vieja y adorable. Se habían trasladado allí cuando el abuelo falleció repentinamente. Hacía tiempo que vivía sólo, porque la abuela Maruchi se había ido antes. El padre de los niños, ensimismado en su mundo, erudito e ilustrado, apenas lloró su ausencia.

La casa, aun necesitando arreglos o ciertas reformas resultaba acogedora con sus ventanas inmensas de la primera planta, su chimenea de piedra roja en el salón o su porche trasero desde el cual se divisaba el espeso y grandioso bosque de la zona. Los niños se adaptaron bien, sobre todo Amanda que siempre se mostró como una niña fantasiosa y sensible.

  • Vente, Amanda, vamos a construir una cueva. Papá y mamá nos dejan, se lo he preguntado.

Seguro que lo había hecho y seguro también que le habían dicho que no. Pero eso no impedía seguir en su intención al niño que siempre interpretaba a su manera las instrucciones de los padres.

  • Está bien –dijo Amanda que quiso seguir a su hermano para contemplar por sí misma qué entendía por cueva. Sus ocho años le parecían demasiado simples para ella que con cuatro más se creía más adulta y experta.

 

Salieron con prisa por la parte trasera de la casa, por la ventana de visillos azules observaron a sus padres  que no levantaban la vista de la mesa de trabajo.

El cabello de Rodrigo era amarillo casi blanco, por el contrario Amanda tenía una melena anaranjada, casi zanahoria, con bucles perfectos. Ambos compartían unos ojos redondos, impregnados de una enorme curiosidad infantil que les llevaba a perseguir sus sueños con afán.

El niño parecía conocer bien el bosque, su hermana le seguía incrédula. La guiaba con impaciencia entre árboles de ramas finas y afiladas que se entrelazaban formando un compleja tela de araña por la que ambos corrían braceando con sus pequeñas extremidades. La espesura del bosque aumentaba, se encontraban en un lugar en el que Amanda nunca había estado.

  • ¿Dónde vamos Rodrigo? Como se enteren papá y mamá que nos hemos alejado tanto nos van a castigar.

El niño parecía poseído, corría sin mirar atrás, sin comprobar si su hermana le seguía. Las piernecitas regordetas y ágiles del pequeño saltaban por encima de las ramas que, vencidas por el peso habían caído sobre la tierra del camino. Amanda le miraba cada vez más extrañada. En un momento se paró, estaba cansada, necesitaba tomar aire. Contempló cómo su hermano seguía sin detenerse. Frente a la gama de colores propia del bosque, iba ganando protagonismo la ausencia de tonos que desembocaban en una oscuridad cada vez más notoria. Amanda sintió miedo. La luz se había perdido en un segundo, habían pasado a una noche cerrada.

  • Vamos, Amanda, ya hemos llegado.

A lo lejos escuchaba la voz de su hermano pero no identificaba la dirección. Miró alrededor, no le veía. Gritó para llamarle. Nadie respondió.

Parecía que un manto hubiera cubierto el bosque. Calculó qué hora sería. Habían corrido mucho, pero no tanto como para que fuera ya la hora de cenar. Aún podía sentir en el paladar el rico sabor de la mermelada de fresa en la tostada del desayuno.

Las hojas y ramas caídas se resquebrajaban bajo los pies de la niña que dio una vuelta completa sobre sí misma, buscando una explicación a la ausencia de su hermano. Tenía que encontrarle. Decidió continuar el camino por el que le había divisado la última vez.

A lo lejos pudo verle. Estaba muy cerca. Siguió avanzando, pero a medida que lo hacía parecía poner mayor distancia. Por un instante podía tocarle. Avanzó pensando que por fin se reuniría con él. Estiró el brazo, pero la figura se esfumaba. Le siguió de nuevo, andando con cierto cuidado y mirando alrededor con cautela.

Sólo una vez había penetrado en el bosque y lo hizo acompañada de su padre. En escasos ratos y por poco tiempo conseguían que dejara de lado sus infatigables estudios. Entonces las ramas de los árboles no le parecieron tan amenazantes ni tan extrañas.

Una de ellas se enredó en un mechón de su cabello, sintió que quería atraparla.

  • Roberto, ¿dónde te has metido? Me estás asustando, venga, sal ya de tu cueva. – Augh!, un quejido acompañó el chasquido de una rama rasgando su mano al desenredar el díscolo mechón.

Avanzó unos metros. Dos árboles que parecían más antiguos que los demás, cruzaban sus robustas ramas como si se abrazaran, dejando una ligera apertura entre ambos que permitía el paso de un haz de luz blanquecina. Amanda no sabía si seguir hasta ese hueco o continuar buscando a su hermano por la vereda del camino. La oscuridad reinante se había transformado en un tono rojizo que se reflejaba aún más sobre los cabellos de Amanda, haciendo que éstos irradiaran con fuerza su color bermejo.

Finalmente, la atracción de la luz blanquecina la hipnotizó con más vigor. Asomó la cabeza que apenas cabía por el hueco abierto. Un hermoso y mágico espectáculo se abría frente a ella. En un recipiente que le pareció un cáliz como el que había visto la única vez que acudió con su abuela a una misa, algo brillaba dentro esparciendo un color blanco plateado con gran intensidad

Sus ojos redondos e inmensos se abrieron aún más para asomarse al cáliz. Oyó voces detrás, sintió a alguien moverse cerca. Se introdujo del todo dentro del tronco doble que ahora recogía en su seno a la niña y a ese extraño objeto. Varias voces se oían cada vez con más nitidez próximas a ella. Una resultaba familiar.

Consiguió no ser vista. El espacio no era muy grande, sólo cabían un cuerpo de su tamaño y un tronco central más pequeño, en cuya cúspide estaba el objeto similar a un cáliz religioso. Estaba lleno de agua, en el fondo el dibujo de una media luna. Le pareció lo más bonito que jamás hubieran visto sus ojos infantiles. Quería tocarlo, introdujo la mano hasta el fondo del recipiente notando cómo el agua le inundaba con una sensación de calor desconocida. No quemaba pero tampoco estaba fría. Al llegar al fondo, sintió que una suavidad la penetraba por la mano, subiendo hasta el brazo y llegando al centro de su cuerpo por entero. Se miró de arriba abajo. Esperaba algo increíble, pero sólo vio su ropa desvencijada y rota por las ramas del bosque. Se mojó la cara, quería sentir también en el rostro ese calor. La luna. Era ese mágico y extraño ser que la miraba desde arriba el que ahora la invadía hasta transportarla con una calidez sin igual.

De nuevo oyó las voces cerca, más cerca. Una era infantil. Le pareció que Roberto protestaba. No sabía quién le había encontrado. Tenía que salir de allí y regresar a su casa con él. Pero el magnetismo del cáliz encontrado era muy superior. Quería cogerlo, arrancarlo de allí y llevárselo. Sí, eso haría. Sería su secreto. Tiró con fuerza, sin éxito. Volvió a intentarlo, tampoco esta vez. Se deshizo de su idea, iba a ser imposible cogerlo. Alguien se había ocupado de dejarlo bien pegado al tronco. De pronto se acordó de su libreta y de su lápiz, y comenzó a dibujarlo con ardor sobre la primera hoja blanca. La hipnosis de la imagen quedó fielmente reflejada en el papel. Amanda se mostró satisfecha del resultado del dibujo y —aunque triste porque no podía llevárselo—, decidió volver otro día con herramientas adecuadas para arrancarlo. Mientras tanto disfrutaría de su imagen copiada.

La atracción del objeto la obsesionó tanto que esperaba ansiosa el momento de reencontrarse con él. Desde luego esta vez iría sola, sin su hermano que desde el día de la huida no había vuelto a adentrarse en el bosque, no sabía si castigado por sus padres o por el miedo que le atenazó.

Ella estaba decidida. Esa misma tarde regresaría.

Al pasar por la puerta de la biblioteca observó a su padre, sigilosamente se detuvo porque algo detrás de él, la sorprendió. Había una fotografía enmarcada en un cuadro y una fecha: noviembre 1948. Nunca antes se había fijado en ella. La verdad es que nunca se había interesado por los artilugios y papeles que sucumbían a raudales sobre la mesa de estudio de su padre. Bajo tonos ocres y verdosos se veía una figura de mujer que sostenía un objeto igual o similar al encontrado entre los troncos del bosque. El rostro de la mujer escondía una cierta melancolía, con ojos pequeños y discretos.

4Quiso entrar y preguntar, pero seguro que no le haría caso. Escondida comparó su dibujo con el del cuadro. Los objetos se parecían mucho. La mujer lo sostenía entre sus manos, abstraída, sin importarle otra cosa alrededor. El bosque de su documento había sido sustituido por un espacio abovedado, con cristales a ambos lados, a través de los cuales penetraba una luz roja y fulminante.

Corrió y corrió todo lo que pudo, preguntándose quién sería esa mujer y porque sostenía en sus manos el mágico y maravilloso cáliz.

Antes de lo imaginado se topó con la hendidura entre los troncos. Le pareció más pequeña, más inaccesible. Aun así se introdujo por ella rasgándose la pierna en la que comenzó a correr un hilito de sangre.

Silencio, oscuridad, vacío. El olor a humedad comenzó a invadirla hasta producirle náuseas. Respiró hondo, se limpió la sangre de la herida y volvió a su empeño, con los latidos del corazón cada vez más alocados. El camino se le hizo más largo. Dejó atrás la cúspide sin el cáliz. Notó que pisaba algo húmedo. Quiso tocarlo pero decidió que era mejor no agacharse.

De pronto frente a ella un destello blanco le marcó la dirección a seguir. Había andado lo bastante como para no saber dónde se encontraba. Dudó continuar o darse la vuelta. Pero su curiosidad era poderosa. La dominaba por encima del miedo. Los pies percibían ya el frío helado del misterioso líquido. Al fondo una rendija de claridad sobre su cabeza en el techo de piedra dejaba entrever luz y ruidos parecidos a voces. Avanzó hasta ella, tocó buscando una salida. Las rocas se callaron por un segundo, notando algo a sus pies.

  • ¿Qué haces así? Sus padres miraban sorprendidos del estado de su hija, normalmente impoluta, que ahora tras empujar con fuerza la tabla de la trampilla para salir detrás de la librería, ni su ropa ni su pierna ofrecían el mejor aspecto.
  • Quién es esa mujer, papá? – preguntó Amanda.
  • Tu abuela Maruchi, ya te lo he dicho. Tu abuelo decía que te pareces mucho a ella, por cierto.- la desgana natural de su padre no consiguió ocultar esta vez un pequeño rasgo de tristeza. Jamás hablaba de la mujer que supuestamente era su madre.
  • ¿Qué sostiene sobre la mano? ¿Se llama cáliz, papá?

Nuevamente notó pesadumbre en el rostro de su padre que, por una vez, le pareció más cercano. Pensó que le conocía poco, que apenas sabía de él.

  • ¡Mira esto! – extendió sobre la mesa su dibujo que realizó unos días antes.
  • Dámelo. Pero ¿cómo has hecho esto?

Otro sentimiento nuevo para la niña: el enfado, la rabia trazada en el rostro de su padre. Jamás antes le había hablado así; en verdad, casi nunca la hablaba.

  • ¿De dónde has sacado esta idea?

Por un instante pensó contarle lo del bosque, su hallazgo, su paseo, el camino secreto hasta la casa….

  • Sólo lo vi en un cuento, y lo copié. Voy a cambiarme, estoy mojada.

El secreto quedó guardado con Amanda durante días. Su padre la seguía con la mirada, la observaba más 4que antes. La niña se preguntaba el motivo de que se hubiera enfadado tanto con ella, con su dibujo. De paso, comenzó a pensar en su abuela y en por qué sabían tan poco de ella. Sospechaba que para él ese cáliz no le resultaba ajeno, ni indiferente.

  • Amanda, vente al bosque conmigo. —Rodrigo había superado ya el miedo de la aventura anterior, sustituyéndolo por un nerviosismo infantil que le inyectaba los ojos de brillo— He descubierto algo…..

Esta vez hicieron el camino juntos con la mano del niño sellada a la de su hermana. Llegaron al cruce de caminos. Amanda quiso detenerse frente a los troncos enlazados. Pero el niño tiró de ella para continuar. Su secreto se mantenía oculto, pensó aliviada.

El camino se espesó, la vegetación se hizo más agreste y tupida. El dedito regordete y tembloroso del niño le señaló algo. Una vieja y ruinosa casa apareció al fondo escondida tras un legendario roble de hojas fuertes y desmedidas. Un hermoso jardín servía de frontal delantero, decorando las ventanas que se veían iluminadas por débiles velas blancas. El espectáculo le pareció inaudito y maravilloso.

Cuando los dos niños se encontraron en la biblioteca por la entrada secreta que Amanda mostró a su hermano cada vez más entusiasmado con el misterio que habían descubierto, la emoción le impedía mantener la calma. Había sido una tarde larga. Ninguno de los dos habían encontrado lo que buscaban: Amanda su cáliz, Roberto a la bruja que imaginaba habitaba la vieja casa. Su descubrimiento fue más allá. Una señora muy mayor, la más vieja que jamás hubieran visto en su corta vida, moraba ese extraño lugar. Envuelta en una hermosa manta hecha con hilo negro y dorado que parecía pegada a la larga camisola blanca que completaba su indumentaria, los había acogido sin preguntar más. Unas lentes redondas escondían dos ojos grandes y curiosos, inmersos en su propio mundo.

El aire en el interior de la casa irradiaba paz, destellaba calor al mismo tiempo que una armonía desigual recorría los estantes, los muebles y el sofá de toda la estancia.

Hablaron con ella del bosque, quisieron hacerlo de la luna, del cáliz encontrado.

  • No te preocupes, pequeña, conozco ese hermoso objeto. Es más, yo lo dejé ahí. Lo llevo cada luna nueva.
  • ¿Para qué? Fue lo único que Amanda fue capaz de decir.
  • Tendrás que descubrirlo tú sola –Roberto asistía a esta conversación, pasmado, sin comprender nada.
  • ¿Conoces nuestra casa? –preguntó con la boca llena de bizcocho.- Puedes venir a cenar con nosotros, ¿verdad Amanda?

La idea de que sus padres conocieran a esa mujer tan adorable, no le pareció igual de buena que a su hermano. Había algo en ella que le daba un aire de plenitud y magia, nunca antes conocida, muy alejada de la mente científica de sus padres.

  • ¿Te importa que te haga un dibujo?

En el bolsillo de la chaqueta de Amanda dos hojas blancas con dibujos garabateados permanecieron bien amarrados en su mano, hasta que comprobó que todas las luces de la casa se habían apagado por completo. Bajó al estudio. Su empeño, su curiosidad, el deseo oculto de conocer algo más del misterio recién abierto, la guiaban. Ahí estaban la figura del cuadro y el boceto que había hecho de la anciana. Una más joven, la otra con el rostro plegado por el paso del tiempo. Ambas la misma persona.

  • ¿Qué estás buscando Amanda? – la voz detrás de ella le dejó petrificada, apenas pudo arrugar entre sus dedos, las dos hojas que mantenía cogidas.
  • Papá, ¿por qué nunca hablas de la abuela Maruchi? Ayer la hemos conocido.

El rostro de su padre no demostró el más mínimo gesto de sorpresa o de furia. Se mantuvo impasible, mirando a los ojos a aquella niña fisgona que se había atrevido a preguntar.

  • La abuela Maruchi ha muerto hace tiempo.
  • Entonces ¿quién es aquella mujer que vive en los límites del bosque, que es igual a la del cuadro? – la rabia de la niña iba en aumento. No debía haberle contado su secreto. Estaba a punto de llorar.
  • Vamos a la cama, es muy tarde y estás muy cansada.
  • ¡No, no pienso ir a la cama! Mira mis dibujos, mira la herida de mi pierna, mira detrás de la librería, ¡papá…!

Los movimientos bruscos y la voz alta de la niña alteraban el silencio de la noche. Unas lágrimas inundaron sus grandes ojos furiosos. Necesitaba la verdad de la boca de su padre. Pero sobre todo necesitaba que él la abrazara por una vez.

En el sofá, sobre las piernas de su padre, Amanda se había quedado dormida. Al otro lado un álbum de fotos extraído de un cajón cerrado con llave, ofrecía imágenes de una familia feliz: un hombre alto, un niño inquieto y una mujer de pelo oscuro componían una escena idílica. Bajo ellos una frase establecida y formal: “Con todo nuestro amor, permanecerás en el recuerdo. Tu esposo y tu hijo. Abril, 1943”.

Más fotografías, más imágenes desfilaron ante los ojos de la niña, hasta llegar a una que, oculta en un sobre, mostraba las facciones dulces y atractivas de otra mujer de pelo rojizo y ojos grandes con algo escrito detrás: “Cuando hagas la elección, te estaré esperando tras el viejo roble. Si vas por el túnel, notaré tus pasos; si andas por el bosque sentiré tus latidos, en el cáliz de tu aliento, beberé y en la noche de media luna te esperaré. Te amo”.

Hoy Amanda no ha podido salir a jugar, encerrada en su habitación. Su hermano Roberto corretea como siempre ajeno a la escena de la noche anterior.

Remedios Varo en su taller mexicano. María de los Remedios Alicia Rodriga Varo y Uranga​, conocida como Remedios Varo, fue una pintora surrealista, escritora y artista gráfica española, exiliada política en México y naturalizada mexicana posteriormente. Nació en Anglés, Gerona, España, en 1908 y falleció en 1963 en Ciudad de México.

El libro Por Ana Riera

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Este cuadro de Remedios Varo (Anglés, Gerona, España, 1908-Ciudad de México, 1963) inspiró el presente relato.

 

 

Íñigo no se dio cuenta de que se adentraba en el bosque hasta que se detuvo para recuperar el aliento. Había visto a los dos chicos en cuanto dobló la esquina. Le estaban esperando, sabían que pasaría por allí. El del pelo rizado tenía la espalda apoyada en la pared y le dedicó una sonrisa maliciosa. El moreno soltó una carcajada que retumbó por toda la calle. Nada más verles, Íñigo dio media vuelta y empezó a correr; corrió como si le persiguiera el mismo diablo. Sabía muy bien lo que le esperaba si se dejaba coger, así que dejó que sus piernas le guiaran lo más lejos posible. Y le llevaron hasta el bosque.

Íñigo se quedó muy quieto escuchando. Parecía que había conseguido darles esquinazo. O a lo mejor el bosque les había amedrentado. Decidió que en cualquier caso era una buena idea quedarse un poco más ahí, al cobijo de los árboles, por si las moscas. Dada la situación prefería estar en un bosque que la gente del pueblo decía que estaba encantado que arriesgarse a salir y tropezarse con aquellos dos. Comprobó que el libro que les había robado aquella misma mañana seguía en la mochila. No solía hacer cosas así, pero no había podido remediarlo. Fue como si una fuerza incontrolable le obligara a hacerlo, como si el libro le llamara desde sus páginas: “Íñigo, Íñigo, Íñigo”.

Buscó un roble con el tronco grande y se recostó contra él. Tenía que averiguar qué extraño misterio se ocultaba entre sus páginas. Lo sacó lentamente de la mochila. No recordaba que fuera tan ligero. Se sentía arropado por el viento, que jugueteaba entre las hojas, y por el olor a tierra que se colaba en sus fosas nasales. Empezó a leerlo sin prisas. Enseguida quedó atrapado. De hecho estaba tan ensimismado que cuando por fin lo vio no supo decir si acababa de aparecer o llevaba ya un rato allí.

Íñigo no se sorprendió. En su aldea todo el mundo sabía qué era un fuego fatuo. Su abuelo le había hablado de ellos miles de veces mientras pasaban las frías tardes de invierno junto a la lumbre. Eran unas luces que surgían de repente cerca del pantano oscuro, o en medio del bosque. Solían ser muy brillantes y podían adquirir distintas tonalidades. El fuego refulgía entre las raíces de un viejo roble. Mientras lo observaba embelesado, las llamas empezaron a moverse. Eso tampoco le asustó. Sabía que podían oscilar aunque no soplara ni la más mínima brisa, porque se trataba de espíritus traviesos y muy inquietos, que estaban ahora aquí, ahora allí, desapareciendo para luego volver a aparecer. Lo que ya no le pareció tan normal fue lo que vino a continuación.

Primero fueron las raíces de los árboles, que emergieron de la tierra y empezaron a reptar hasta formar una especie de red que cubría todo el suelo. Luego la página diecisiete del libro, que se desprendió sin esfuerzo y salió volando, como si se tratara de un pájaro o, mejor aún, de uno de esos aviones de papel que tanto le gustaba hacer en el colegio.

Se incorporó, en parte porque las raíces se le clavaban en las nalgas, y en las piernas, causándole una gran incomodidad. Pero sobre todo porque estaba fascinado. En el árbol que tenía justo enfrente había aparecido un reloj que en vez de marcar las 12 horas habituales tenía 14. Sonaron las 14 campanadas, que en realidad eran silbidos parecidos a los que emiten las urracas de plumas azuladas al amanecer. Y con cada silbido aparecía un nuevo reloj, más pequeño, en alguno de los troncos. Cuando se hizo de nuevo el silencio empezaron a encenderse luces que delataron que los árboles estaban huecos por dentro y eran una especie de viviendas en las que, sin embargo, no parecía habitar nadie.

Íñigo tenía los ojos como platos. El libro se había convertido en un ejército de pájaros que le mostraban el camino a seguir. Por un instante dudó si dar marcha atrás, si olvidarse de todo. Pero fue un instante tan breve que enseguida desapareció en algún rincón de su cerebro. Avanzó siguiendo los pájaros y los fuegos fatuos que correteaban a su lado haciendo cabriolas, cada vez más adentro. Y entonces, en un pequeño claro, se abrió una trampilla en el suelo. De su interior salió una luz cegadora; era muy cálida, envolvente.

Se acercó al borde y se asomó ligeramente, pero no pudo distinguir nada. Se arrodilló junto al agujero y hundió en aquella energía lumínica la mano derecha. Notó una fuerza que tiraba de él, con suavidad pero con firmeza. Supo de inmediato que no sería capaz de ofrecer resistencia. Por eso respiró hondo un par de veces y acto seguido, sin hacer el más mínimo aspaviento, se dejó arrastrar y engullir por ella. Simplemente desapareció.

Hugo y Darío, los dos muchachos que le habían estado persiguiendo, se habían detenido en seco al llegar a la linde del bosque. No es que fueran unos cobardes, pero sabían que estaba encantado y que era una locura adentrarse en él. Estaban convencidos de que el cuatro ojos daría media vuelta en seguida, en cuanto se diera cuenta de que había traspasado el límite. Y no tendría más remedio que devolverles aquel precioso libro que habían encontrado en la cueva de los murciélagos, junto al estanque oscuro. Pero el tiempo pasó arrastrándose muy lentamente y cuando hubieron transcurrido un par de horas se cansaron de esperar, o se asustaron más de lo que estaban dispuestos a reconocer, y decidieron largarse de allí. Después de todo no era más que un libro viejo. ¿Para qué narices lo necesitaban?

Dejándome llevar Por Paula Alfonso

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Este cuadro de Remedios Varo (Anglés, Gerona, España, 1908-Ciudad de México, 1963) inspiró el presente relato.

 

También la autora se sintió transportada a otra dimensión con la banda sonora de una película:

 

Me llevas y no sé con quién voy.

Desconozco si te he visto antes, si nuestros ojos, aunque distraídos, se cruzaron en algún momento de nuestras vidas, si incluso nuestros labios llegaron a besarse. ¿Acaso he sido yo la que te he buscado?, dime, ¿es que te deseo?

Aprietas mi mano con fuerza luchando contra el viento y que no sea él quien me arrastre, es una cruel pelea en la que yo nada puedo hacer, sabes que soy como una hoja de otoño, indecisa, liviana, casi muerta, si me sueltas volaré y jamás nos encontraremos, entonces me quedaré con la duda ¿Quién eres? ¿Cómo has llegado hasta mí?

Podría decirte que soy feliz a tu lado, que soñé muchas veces con este momento, que al fin te encontré, que mi vida anterior desaparece como el humo para quedar sólo el presente contigo, pero te mentiría porque me llevas y no sé con quién voy.

Me he sentido otras veces como ahora, conducida, guiada, pero en todas fui yo la que elegí el timón al que asirme, creía haber encontrado lo que buscaba, estaba convencida de que esa vez sería la definitiva, pero me equivoqué, erré todas las veces. De mi mano cuelga mi equipaje, son los restos de aquellas tempestades, de aquellos naufragios que me empeñé en retener para no olvidar, para tener presente que las ilusiones son solo entelequias, que las promesas no se cumplen y los amores son falsos.

Me había propuesto no buscar más, caminaría sola hasta mi orilla, confiando únicamente en mí, en mi fuerza, en mi destino y evitarme sufrimientos dolorosos, lágrimas inútiles y cuando creía haberlo conseguido llegas tú: cruel, despiadado, tomas mi mano y me arrastras contigo sin que yo sepa con quien voy.

Avanzamos sobre un mar convulso que ruge violento y lucha, lucha por separarnos, nos rodea con sus olas amenazantes del color del fuego, que primero se encrespan ante nosotros para hacer exhibición de su fuerza y después, después nos golpean con furia. Me zarandeo, casi caigo, pero sujetas mi mano con tal firmeza que ni siquiera siento su humedad.

Frente a nosotros se levanta un frente de rocas negras, afiladas, punzantes que como fieros soldados se preparan para recibirnos. El mar se muestra por momentos más embravecido, su bramido es ensordecedor, las olas son ahora una espuma que como bilis rabiosa se agita y convulsiona anticipándose al momento de engullirnos.

Cada vez estamos más cerca de ese arrecife afilado, nos aguarda, lo noto impaciente. El viento ha cambiado y ahora nos empuja a los dos en la misma dirección, ya no lucha por rescatarme, no me protege de ti, se desentiende, ha unido mi destino al tuyo y nos empuja, nos arrastra hacia esa escollera de dientes punzantes. Puedo imaginar cómo quedará mi piel rasgada por las aristas y de qué modo mi sangre tornará roja esta espuma amarilla que nos rodea, el crujir de mis huesos ante la contundencia del golpe y mi pelo enredándose entre la maleza. No hay tiempo para más, aprietas mi mano con mayor fuerza y las rocas negras se abalanzan para recibirnos.

El cielo está limpio, tranquilo, de vez en cuando un grupo de gaviotas lo surca con su alegre vuelo dejan detrás caprichosas estelas. Estoy echada en la arena y mi cuerpo desnudo agradece el calor de los rayos de sol que recibo desde el horizonte. Al incorporarme me saluda un mar sereno que se extiende hasta el infinito, oigo el suave roce de las olas al bañar las piedras de la orilla y luego abandonarlas. Es tan hermoso este paraje que me gustaría permanecer aquí toda la eternidad, vivir solo con las percepciones de mis sentidos, ver, oír, oler, tocar y nada más, como si dentro, debajo de mi piel no tuviera nada. Comienzo a caminar por la orilla y dejó que el agua juegue con mis pies.

De pronto un dolor muy intenso atenaza una de mis manos, trato de moverla, pero está paralizada y semiabierta como si hubiera perdido algo que sujetaba con fuerza. Entonces recibo el recuerdo del tacto de otra mano, la fuerza de otros dedos, la proximidad de alguien que quería retenerme y ya no está, y me doy cuenta de que lo necesito, no puedo continuar sin él. Desesperada corro hacia un lado y hacia otro buscando aquel cielo negro tenebroso amenazante que nos cubría, el mar agitado donde lo encontré, pero este paraje con su armonía y su extraña paz me tiene atrapada y no me permite salir. El dolor me sube ya hasta el hombro, es como si algo tirara con fuerza, una fuerza que viene de las profundidades de este mar aparentemente tan sereno, algo que está debajo de él me reclama, y no dudo en acudir. Espérame porque ya sé quién eres y hacia dónde me llevas.