La reserva Por Ana Riera

 

Marina de J.C. Morey.

 

Estaba tan ensimismada, que la llamada la sobresaltó.

–Buenos días, quería hablar con la señorita Rovira, Sonia Rovira.

–Sí, soy yo.

–La llamo del restaurante El Bullo, para confirmar una reserva que tiene para esta noche.

–¿Una reserva? Creo que se equivoca, no recuerdo haber hecho ninguna reserva.

–Es una reserva a nombre de Raúl Lozano y Sonia Rovira, para la noche del 14 de abril. Incluye un menú degustación Placer para los cinco sentidos.

–Ah. Bien.

Sonia dijo las últimas palabras de forma automática, sin siquiera ser consciente de ellas, y cortó la comunicación. La mera mención del nombre de Raúl la había sumido en un estado de shock. Se dejó caer en el sofá orejero porque le pareció que sus piernas habían perdido toda su consistencia. Le faltaba el aire.

La noche del 14 de abril. Era su aniversario. Hacía justamente dos años que habían empezado a salir. Habían coincidido en un proyecto y una vez terminado, la empresa había organizado una comida. Al salir, él se le había acercado y se había ofrecido a llevarla en la moto. Acabaron en una cala de una pequeña población costera.

–Me he ofrecido a llevarte, pero no he dicho dónde.

Pasaron toda la tarde allí, tumbados en la arena, bajo el sonido embriagador de las olas, descubriéndose el uno al otro. La luna jugaba ya a tintar las aguas de plata cuando se decidieron por fin a volver. Sonia supo desde ese mismo día que había encontrado a su alma gemela. Y lo había sido. Hasta hacía tres meses, cuando un camión se lo había llevado por delante, a él y a su moto, matándolo en el acto.

¿Qué significaba esa llamada? Madre mía, una reserva para El Bullo. Era lo último que se habría imaginado. Raúl era de buen comer y no entendía lo de los experimentos culinarios.

–Lo respeto, puedo entender la motivación de esos chefs. Pero qué quieres que te diga, lo de gastarme un pastón y salir con hambre no acabo de verlo.

Se había burlado un poco de su necesidad de anteponer la saciedad al disfrute de los sentidos. Se habían reído. Luego él le había dicho que era perfectamente capaz de disfrutar de todos sus sentidos, de los cinco, y que se lo podía demostrar cuando quisiera. Habían terminado en la cama y ella pudo constatar que sí, que era perfectamente capaz. Y ahora la sorprendía con este regalo. Se preguntó cuándo habría hecho la reserva, con lo difícil que era conseguir una mesa en ese restaurante.

Sintió que le daba vueltas la cabeza. Era demasiado perturbador. Pensó que debía llamar en seguida y anular la reserva. Aduciría cualquier excusa. Buscó en el registro de llamadas del móvil. Salía como número privado. Mierda.

Desde que había recibido la fatídica noticia, meses atrás, se había dedicado a poner coraza sobre coraza para poder resistir el dolor. Se había concentrado en sobrevivir o al menos en hacer ver que sobrevivía. Se obligaba a levantarse por la mañana y a meterse en la ducha, a ir hasta el trabajo y quedarse allí el máximo de horas para no pensar, para poder llegar a casa absolutamente exhausta y caer rendida en la cama. Ni siquiera había asistido a su entierro. Y tampoco había derramado una sola lágrima.

Encendió el ordenador, entró en Google e inició una búsqueda. Tenía que encontrar el teléfono del restaurante. Necesitaba seguir protegiéndose. Todavía no estaba lista. Lo localizó. Marcó el número con dedos temblorosos.

–Bueno días, le atiende Marcos Puértolas, encargado de El Bullo. ¿En qué puedo ayudarle?

–Hola, soy Sonia Rovira. Tengo una reserva para esta noche…

–Ah, sí, hemos hablado hace un rato. Debe disculparme, yo tampoco sabía… verá, como usted me ha colgado así, de repente, he llamado al otro teléfono de contacto que teníamos y acabo de enterarme. Lo siento muchísimo. De todos modos, quiero que sepa que el chef en persona me ha dicho que para él sería un honor tenerla esta noche en su restaurante, que por supuesto invita la casa y que él cree que debería venir porque  Raúl todavía tiene algo que decirle.

Antes de realizar la llamada, Sonia había ensayado distintas excusas y se había puesto una coraza más. Pero ante las inesperadas palabras del encargado solo alcanzó a responder que lo pensaría.

Por primera vez en tres meses, esa tarde fue la primera en marcharse de la oficina. Desde que había hablado con el encargado no había sido capaz de teclear una sola línea coherente en el ordenador. Pensó que le iría bien tomar un poco el aire, dar un paseo para intentar ordenar las ideas y sentimientos que amenazaban con desbordarla. Tenía apenas cuatro horas para tomar una decisión.

Deambuló por las calles mucho rato, hasta que empezaron a dolerle los pies. Luego cogió el metro y se fue a casa. Tras darle muchas vueltas, había llegado a la conclusión que no le quedaba más remedio que ir, que aunque le resultara terriblemente doloroso, no podía rechazar un regalo que le había preparado con tanto mimo. Así que se duchó, se puso su mejor vestido y se fue al restaurante.

La sentaron en una mesa discreta. El chef en persona salió a saludarla:

–Estamos muy felices de tenerla con nosotros esta noche. Intentaremos hacer que se sienta tan a gusto como sea posible. Quiero que sepa que el menú que vamos a ofrecerle ha sido pensado especialmente para usted a partir de algunas cosas que me contó el propio Raúl. No dude en pedirnos cualquier cosa que necesite.

A pesar de sus reservas iniciales, con cada nuevo plato que le servían, Sonia fue sintiéndose más y más cómoda. Era como si todas esas delicatessen le llegaran directamente al alma. Pero lo mejor llegó con el postre.

–Para concluir esta especial velada, el chef le ha preparado este sorbete de mojito con gelatina de menta y sorpresa.

Sonia cogió la cucharita y la hundió en el sugerente postre. Notó de inmediato que el sorbete escondía algo duro en su interior. Siguió comiendo hasta dejarlo al descubierto.

–Raúl me lo trajo para usted cuando diseñamos el menú—confirmó el chef que se había acercado de nuevo a su mesa.

Sonia miró la silla que tenía enfrente y no le costó nada imaginar la sonrisa picarona de Raúl y sus dulces ojos. Sintió que de algún modo en ese momento estaba allí. Respiró hondo, cogió el paquetito y lo abrió. Dentro había un hermoso colgante y una nota:

Espero que nunca pierdas esas ganas apasionadas de comerte el mundo, por nada ni por nadie. Te lo pido por favor.

Emocionada, intentó volver a leerla, pero le fue imposible porque las lágrimas emborronaban las letras.

Óleo de Lozano Enríquez.