Introdujo la llave en la cerradura y buscó el ajuste exacto para que el pestillo cediera y finalmente se abriera la puerta. Como esperaba, encontró la pequeña casa cerrada a cal y canto. Sólo algunas rendijas permitían el paso de la luz exterior. La oscuridad y el tiempo que hacía que nadie la había oreado y ventilado, generaban una atmósfera plomiza, difícil de respirar, con mucho olor a humedad.
Dejó la maleta en el suelo, cerró la puerta y buscó el interruptor de la luz. Se encendieron sólo unas pocas bombillas de las muchas que había enroscadas en una enorme araña colgada del techo, que hubo que reforzar cuando se instaló, hacía ya bastantes años. La poca luz amarilla que salía de la grandiosa lámpara permitió ver en la estancia, los muebles tapados con sábanas y la antigua mesa ornada de nogal con el trípode central, que tan protagonista fue antaño en la gran casa que la familia poseía en la mismísima calle de Alcalá antes de que su abuelo, por culpa de descubrir demasiadas faldas, arriesgar mucho en el juego y no atender un sólido negocio de ascensores que tenía con un socio, los llevó a la ruina. La mayoría de los muebles de la casa del pueblo, que a duras penas, pudieron mantener en El Boalo, serían testigos para siempre de su antiguo nivel de vida.
Nina no realizó ningún esfuerzo para estudiar y formarse en alguna profesión, ya que confiaba en que el pertenecer a una clase social le permitirían tener una vida fácil, sin necesidad de tener que trabajar. La quiebra familiar la llevó, sin ninguna preparación, todo hay que decirlo, y gracias a sus viejos amigos, a colocarse de secretaria en el ministerio de Fomento, cuando ya no cumpliría los 26.
Era una mujer alta, con muy bonita figura, pero de cara alargada, con huesos que no se escondían y que convertían sus facciones en gestos y expresiones algo duros. Había sido educada desde niña en la moral rígida y pacata de la posguerra, haciéndosele patente siempre la clase a la que pertenecía. El buen gusto, la decencia y la altanería la acompañaban como si fueran su segunda piel.
Buscó un lugar donde pudiera sentarse para recuperar el ánimo y algo de fuerza. Recostando la cabeza en el hermoso sillón Isabelino de color naranja, con los ribetes de madera tallados, se reconfortaba pensando que lo peor ya había pasado. Había conseguido continuar trabajando hasta el sexto mes de embarazo y que ninguno de sus compañeros lo notara. Nunca se lo había dicho a nadie, excepto a su madre. Sus órdenes la habían llevado a desarrollar el plan que la devolvería a su mundo, como si nada hubiera pasado, después de un “gran viaje”, que se iban a hacer madre e hija por el mundo, gracias a una benevolente excedencia en el ministerio.
La primera parte había salido bien. Sólo había tenido que preocuparse cada día de apretarse bien un corsé y —para que el efecto fuera completo— ayudarse con una faja especial que mantuviera la cintura en sus dimensiones originales. A pesar de la dificultad de ocultar su natural evolución física, nadie intuyó que en su vientre se estaba gestando un ser vivo.
Ahora ya no tenía más remedio que internarse en esta casa hasta que naciera el niño, el cual ya tenía decidido entregar en adopción a una familia francesa que le iba a pagar 400.000 pesetas —¡ocho veces mi sueldo!, decía ilusionada—.
En cuanto hubo recuperado el resuello se acercó hasta el dormitorio y empezó a liberarse de los cinturones que tanto la apretaban. El último mes había sido el más duro; enfermó, se le puso muy mala cara, adquirió una palidez cadavérica y unas ojeras imposibles de esconder con el maquillaje. Tenía dolores casi insoportables que disimulaba con el argumento de que había cogido una anemia severa, pero que ya se la estaban tratando.
Por fin ya faltaba poco para terminar con aquella tortura. Podría volver a respirar, a moverse y a caminar sin tener que forzar la postura para que nadie advirtiera nada raro.
Ligeramente aliviada, se puso ropa cómoda y se dispuso a acomodar la casa para poderla hacer habitable, sacando las sábanas de los muebles, limpiando, barriendo, ventilando, pero no abrió las persianas. Tendría que seguir siendo lo más invisible que pudiera. Su madre ya había acordado con María, una antigua criada de sus mejores momentos, para que la ayudara a pasar el trance final de esta absurda historia.
No había día en el que no maldijera la estupidez en la que había caído, por culpa de aquel hombre que la sedujo por primera y única vez en su vida y en cuyos brazos se dejó caer, a pesar de lo muy advertida que estaba. Pero la zalamería y la simpatía de aquel desvergonzado despertaron en ella deseos que nunca hubiera imaginado poseer. Se dejó arrastrar hasta la cama, ilusionada por la aventura más apasionante de su vida, para al final no haber sentido nada de nada, y encima lo más absurdo de todo fue haberse quedado embarazada.
– ¡Seré imbécil! – Se repetía una y otra vez.
Los días se hacían largos, pesados, iguales unos a otros. No había nada que hacer. Tanto la comida como la limpieza eran cosa de María. Nina veía día a día cómo empeoraba su salud a pesar de haberse desprendido de los corsés que tanto daño le habían hecho. Calculando que ya debía estar en el séptimo mes, empezó a tener contracciones de expulsión. Eran unos dolores profundos y localizados, muy parecidos a los que alguna vez tuvo, provocados por algún cólico posterior a una mala cena. María le explicó que seguramente el bebé querría nacer, aunque le reconocía que aún era demasiado pronto.
A pesar de su debilidad, o quizás provocado por eso, ella se puso de parto en una noche fría y desapacible. No había manta que impidiera que su calor huyera de su cuerpo como alma que lleva el diablo. Tiritaba permanente y descontroladamente, para cada veinte minutos verse convulsionada por unas contracciones terribles que la incitaban a gritar como una posesa y empujar para expulsar un cuerpo extraño que no le pertenecía.
Al cabo de unas horas asomó la cabeza gris y sucia de un feto cuya cara inexpresiva y desfigurada delataba que llevaba ya bastantes días muerto.
Ella no quiso verlo. Ni siquiera se interesó por si era niño o niña. Se sentía muy débil pero liberada. En algunas semanas, ya recuperada, volvería a su vida normal como si nada de esto hubiera ocurrido nunca. Satisfecha por la no trascendencia de su idiotez, se quedó dormida y descansó como hacía mucho tiempo que no lo hacía. La tranquilizaba saber que su madre no iba a sufrir la persecución de sus círculos y sus amistades por culpa suya. Su dignidad y su honor iban a permanecer intactos. No había culpa en ella porque nunca quiso a ese bebé, nunca lo conoció. No era suyo. Su único hijo, su verdadero hijo sería sólo de su futuro marido.
¡Qué pena las 400.000 pesetas!