Transacción fallida Por Carlos Mollá

Introdujo la llave en la cerradura y buscó el ajuste exacto para que el pestillo cediera y finalmente se abriera la puerta. Como esperaba, encontró la pequeña casa cerrada a cal y canto. Sólo algunas rendijas permitían el paso de la luz exterior. La oscuridad y el tiempo que hacía que nadie la había oreado y ventilado, generaban una atmósfera plomiza, difícil de respirar, con mucho olor a humedad.

Dejó la maleta en el suelo, cerró la puerta y buscó el interruptor de la luz. Se encendieron sólo unas pocas bombillas de las muchas que había enroscadas en una enorme araña colgada del techo, que hubo que reforzar cuando se instaló, hacía ya bastantes años. La poca luz amarilla que salía de la grandiosa lámpara permitió ver en la estancia, los muebles tapados con sábanas y la antigua mesa ornada de nogal con el trípode central, que tan protagonista fue antaño en la gran casa que la familia poseía en la mismísima calle de Alcalá antes de que su abuelo, por culpa de descubrir demasiadas faldas, arriesgar mucho en el juego y no atender un sólido negocio de ascensores que tenía con un socio, los llevó a la ruina. La mayoría de los muebles de la casa del pueblo, que a duras penas, pudieron mantener en El Boalo, serían testigos para siempre de su antiguo nivel de vida.

Nina no realizó ningún esfuerzo para estudiar y formarse en alguna profesión, ya que confiaba en que el pertenecer a una clase social le permitirían tener una vida fácil, sin necesidad de tener que trabajar. La quiebra familiar la llevó, sin ninguna preparación, todo hay que decirlo, y gracias a sus viejos amigos, a colocarse de secretaria en el ministerio de Fomento, cuando ya no cumpliría los 26.

Era una mujer alta, con muy bonita figura, pero de cara alargada, con huesos que no se escondían y que convertían sus facciones en gestos y expresiones algo duros. Había sido educada desde niña en la moral rígida y pacata de la posguerra, haciéndosele patente siempre la clase a la que pertenecía. El buen gusto, la decencia y la altanería la acompañaban como si fueran su segunda piel.

Buscó un lugar donde pudiera sentarse para recuperar el ánimo y algo de fuerza. Recostando la cabeza en el hermoso sillón Isabelino de color naranja, con los ribetes de madera tallados, se reconfortaba pensando que lo peor ya había pasado. Había conseguido continuar trabajando hasta el sexto mes de embarazo y que ninguno de sus compañeros lo notara. Nunca se lo había dicho a nadie, excepto a su madre. Sus órdenes la habían llevado a desarrollar el plan que la devolvería a su mundo, como si nada hubiera pasado, después de un “gran viaje”, que se iban a hacer madre e hija por el mundo, gracias a una benevolente excedencia en el ministerio.

La primera parte había salido bien. Sólo había tenido que preocuparse cada día de apretarse bien un corsé y —para que el efecto fuera completo— ayudarse con una faja especial que mantuviera la cintura en sus dimensiones originales.  A pesar de la dificultad de ocultar su natural evolución física, nadie intuyó que en su vientre se estaba gestando un ser vivo.

Ahora ya no tenía más remedio que internarse en esta casa hasta que naciera el niño, el cual ya tenía decidido entregar en adopción a una familia francesa que le iba a pagar 400.000 pesetas —¡ocho veces mi sueldo!, decía ilusionada—.

En cuanto hubo recuperado el resuello se acercó hasta el dormitorio y empezó a liberarse de los cinturones que tanto la apretaban. El último mes había sido el más duro; enfermó, se le puso muy mala cara, adquirió una palidez cadavérica y unas ojeras imposibles de esconder con el maquillaje. Tenía dolores casi insoportables que disimulaba con el argumento de que había cogido una anemia severa, pero que ya se la estaban tratando.

Por fin ya faltaba poco para terminar con aquella tortura. Podría volver a respirar, a moverse y a caminar sin tener que forzar la postura para que nadie advirtiera nada raro.

Ligeramente aliviada, se puso ropa cómoda y se dispuso a acomodar la casa para poderla hacer habitable, sacando las sábanas de los muebles, limpiando, barriendo, ventilando, pero no abrió las persianas. Tendría que seguir siendo lo más invisible que pudiera. Su madre ya había acordado con María, una antigua criada de sus mejores momentos, para que la ayudara a pasar el trance final de esta absurda historia.

No había día en el que no maldijera la estupidez en la que había caído, por culpa de aquel hombre que la sedujo por primera y única vez en su vida y en cuyos brazos se dejó caer, a pesar de lo muy advertida que estaba. Pero la zalamería y la simpatía de aquel desvergonzado despertaron en ella deseos que nunca hubiera imaginado poseer. Se dejó arrastrar hasta la cama, ilusionada por la aventura más apasionante de su vida, para al final no haber sentido nada de nada, y encima lo más absurdo de todo fue haberse quedado embarazada.

– ¡Seré imbécil! – Se repetía una y otra vez.

Los días se hacían largos, pesados, iguales unos a otros. No había nada que hacer. Tanto la comida como la limpieza eran cosa de María. Nina veía día a día cómo empeoraba su salud a pesar de haberse desprendido de los corsés que tanto daño le habían hecho. Calculando que ya debía estar en el séptimo mes, empezó a tener contracciones de expulsión. Eran unos dolores profundos y localizados, muy parecidos a los que alguna vez tuvo, provocados por algún cólico posterior a una mala cena. María le explicó que seguramente el bebé querría nacer, aunque le reconocía que aún era demasiado pronto.

A pesar de su debilidad, o quizás provocado por eso, ella se puso de parto en una noche fría y desapacible. No había manta que impidiera que su calor huyera de su cuerpo como alma que lleva el diablo. Tiritaba permanente y descontroladamente, para cada veinte minutos verse convulsionada por unas contracciones terribles que la incitaban a gritar como una posesa y empujar para expulsar un cuerpo extraño que no le pertenecía.

Al cabo de unas horas asomó la cabeza gris y sucia de un feto cuya cara inexpresiva y desfigurada delataba que llevaba ya bastantes días muerto.

Ella no quiso verlo. Ni siquiera se interesó por si era niño o niña. Se sentía muy débil pero liberada. En algunas semanas, ya recuperada, volvería a su vida normal como si nada de esto hubiera ocurrido nunca. Satisfecha por la no trascendencia de su idiotez, se quedó dormida y descansó como hacía mucho tiempo que no lo hacía. La tranquilizaba saber que su madre no iba a sufrir la persecución de sus círculos y sus amistades por culpa suya. Su dignidad y su honor iban a permanecer intactos. No había culpa en ella porque nunca quiso a ese bebé, nunca lo conoció. No era suyo. Su único hijo, su verdadero hijo sería sólo de su futuro marido.

¡Qué pena las 400.000 pesetas!

Los pequeños detalles Por María José Prats

 

cortinaVientoEra tarde, apagué las luces y salí del despacho. Atravesé el pasillo hasta llegar al ascensor que llevaba al aparcamiento, situado en la planta sótano del edificio. Pulsé el mando de mi coche, y me senté al volante. El guarda de seguridad me saludó, al tiempo que hacía elevar la barrera de salida.

La calle estaba prácticamente desierta, las luces de las farolas iluminaban las aceras y los focos de algunos vehículos impactaban en el rostro de algún viandante que, con paso acelerado, entraba en la boca del metro, esperaba el autobús o apuraba la última copa del día en el bar más cercano.

Tomé la autovía y conduje tranquilamente, no tenía prisa por llegar, puse la radio y suspiré satisfecho, había sido un día perfecto. El acuerdo mercantil con la empresa alemana se cerró después de intensos días de espera, y a la hora del almuerzo había estado con Juana en su apartamento.

Al cabo de una media hora llegué a casa, aparqué y paré el motor frente a la entrada. Miré hacia el edificio de ladrillo rojo con grandes ventanales en madera blanca y un bello y cuidado jardín en la parte delantera.

Las luces de la planta baja estaban encendidas y vi la silueta de mi esposa moviéndose de un lado a otro en la cocina. Me quedé quieto, pensativo, con las manos apoyadas en el volante. Cogí el maletín y el abrigo, cerré el coche y atravesé, lentamente, el sendero hasta la puerta.

Mientras mi esposa servía la cena, la tomé de la mano y le dije:

—Tengo algo importante que decirte.

Ella se sentó y me miró, pero no dijo nada y comimos en silencio. Observé su rostro y vi tristeza y dolor en sus ojos. Me pregunté el porqué de su silencio, esperaba que deseara saber algo de lo que tenía que decirle, pero se mantuvo callada.

Hacía tiempo que nuestra relación no era como al principio. Llevábamos 10 años casados y de unos meses acá éramos como extraños. Nuestras largas conversaciones y nuestros bellos momentos ya no existían.

Al terminar de cenar, fui al salón, me serví una copa de coñac y me senté en el sofá. Ella vino hacia mí y fue entonces cuando habló:

—¿Qué es lo que quieres decirme?

—Quiero el divorcio —contesté.

Fijó de nuevo su mirada en mí, no parecía disgustada por mis palabras, sólo añadió:

—¿Por qué?

Estaba llorando y no tuve valor de decirle nada. Hubo un silencio que pareció eterno, al no obtener respuesta se dio media vuelta y subió al dormitorio. Esa noche me pareció la más larga de mi vida.

Sucedió que había perdido mi corazón a causa de otra mujer. Ya no amaba a mi esposa. En aquel momento me sentí culpable y cobarde, pero la situación se había vuelto insostenible.

Me senté frente al escritorio, saqué unos folios y comencé a escribir un acuerdo de divorcio en el que ella se quedaba con la casa, el coche y el 30% de unas acciones.

Al día siguiente se lo entregué y empezó a gritar y a llorar aún más, como deseando desahogar lo que la noche anterior había callado. Entonces la idea del divorcio era aún más clara para mí.

Cuando esa noche regresé a casa, la encontré escribiendo. No cené, y me fui a dormir, estaba muy cansado y había pasado la tarde con Juana. Cuando desperté la encontré sentada en la sala con un papel en la mano. Me la entregó, al tiempo que me decía.

—Toma, estas son mis condiciones.

Me pedía que durante un mes viviéramos como si nada hubiera pasado, llevando una vida normal. La razón era sencilla, nuestro hijo estaba en época de exámenes y ella no quería molestarlo con nuestro matrimonio maltrecho.

Yo estuve de acuerdo, pero tenía otra petición: quería que recordara cuando, recién casados, la tomé en mis brazos y la llevé al cuarto el día de nuestra noche de bodas. Y me pidió que durante ese mes todos los días la cogiera del mismo modo y la llevara desde el cuarto a la puerta de salida de la casa.

Yo pensé que se estaba volviendo loca, pero para evitar una discusión, acepté.

Le conté a Juana lo que mi esposa me había pedido, y ella riendo en voz alta me dijo que era una cosa absurda y que no importaba el truco que usara, terminaría aceptando el divorcio.

Mi esposa y yo no teníamos contacto físico desde hacía mucho tiempo, y cuando aquella mañana la cogí en brazos hasta la puerta, los dos nos sentimos mal.

Nuestro hijo caminaba detrás sonriendo y aplaudiendo al vernos.

—¡Qué bien! Papá cogiendo a mami en brazos…

Caminé los metros que distaban hasta la puerta y ella, cerrando los ojos, me dijo en voz baja:

—No le digas a nuestro hijo nada del divorcio, por favor.

Asentí con la cabeza. Ella entró en casa y yo conduje el coche rumbo a mi trabajo.

Pasados unos días, los dos estábamos más relajados, ella apoyó su cabeza en mi pecho y pude sentir la fragancia de su blusa. Me di cuenta que hacía tiempo que no la miraba detenidamente. No era tan joven, tenía algunas arrugas y las canas asomaban en su pelo. Era notable el desgaste de nuestro matrimonio. Me pregunté: —¿Qué fue lo que no hice bien?

Otro día la tomé de nuevo en brazos y sentí que la confianza estaba regresando  entre ambos y pensé: —¡Esta es la mujer que me dio 10 años de su vida, de su juventud!

En los días sucesivos seguía creciendo nuestro entendimiento, y yo no le quería decir nada a Juana.

Cada vez me resultaba más fácil cogerla, y el mes iba corriendo. Noté que me estaba acostumbrando, y que tal vez por eso se me hacía menos pesada la carga de su cuerpo.

Una mañana ella estaba frente al espejo, mirando qué ponerse, se había probado varios vestidos pero ninguno le servía. Quejándose comentó:

—La ropa me está quedando grande, nada me sirve.

Y entonces me di cuenta que esa debía de ser la razón por la que no sentía peso al tomarla en brazos. La noté triste y amargada. Le toqué el cabello y nuestro hijo me recordó que tenía que cogerla hasta la puerta, como hacía todos los días.

Para él, ver a sus padres, día tras día, de aquella manera, se había convertido en una parte esencial de su vida. Mi esposa lo abrazó contra su pecho, y yo volví la cara pensativo. Sentí un gran temor que hizo cambiar mi pensamiento sobre el divorcio.

Recordé los momentos felices del día de nuestra boda entrando en la casa. Ella acarició mi cuello suavemente, y yo la sentía liviana y tan delgada que me dio tristeza.

Hoy la dejé en la puerta, me miró fijamente, con ternura, y yo no quería moverme de allí. Mi hijo iba para el colegio y lamenté tener que volver a la oficina.

Estacioné el coche y subí al despacho, Juana estaba esperándome. No dudé un momento en decirle lo que había decidido.

—Discúlpame, lo siento, no quiero divorciarme de mi esposa.

Me preguntó si tenía fiebre.

—Mi esposa y yo nos amamos. Sólo era que la rutina de cada día había dañado nuestra relación, llegando al aburrimiento. No hemos sabido valorar los pequeños detalles de nuestro matrimonio, pero desde que empecé a tomarla en brazos todos los días, me he dado cuenta que debo hacerlo por el resto de nuestras vidas. Lo siento, perdóname.

Juana empezó a llorar, me abofeteó y salió del despacho dando un portazo.

No esperé al ascensor, bajé las escaleras, subí al coche, llegué a la floristería más cercana y compré un ramo de rosas. La joven dependienta me preguntó:

—¿Desea escribir algo en la tarjeta?

—Sí, pero mi letra es horrorosa, si usted es tan amable de escribirla por mí.

—Sí, claro, dígame.

—“Te cogeré en brazos todos los días, hasta que la muerte decida separarnos”.

Llegué a casa con las flores, ella no estaba en la cocina, la llamé pero nadie contestaba, subí corriendo las escaleras llamándola en voz alta, y entré en la habitación. Estaba en la cama, dormida a una hora demasiado temprana y en una penumbra también poco común. Dejé las flores en el sillón y abrí las cortinas emocionado ante la sorpresa que iba a darle. Pero no reaccionó a ninguna de mis caricias ni de mis palabras, ni volvió a despertar jamás.

 

 

 

 

 

Kill Bill Vol. 1 y Vol. 2 (2003, 2004) Por Luigi De Angelis

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Pastiche cinéfilo, reinvención de venganza bíblica y gloriosa película B, los dos volúmenes de Kill Bill pueden ser definidos como una obra indisciplinada y a la vez minuciosa; simple, no obstante rica en detalles; aparentemente superficial, pero a la vez vehemente denuncia de una sociedad implacable en la que “perro come perro”.

En suma, es el trabajo de Quentin Tarantino, un “niño terrible” que hace lo que le place.  Con la fotografía inventiva y dinámica de Robert Richardson y una dirección de arte que evoca mundos disímiles, tales como los áridos paisajes del spaghetti western, la excéntrica opulencia del microcosmos yakuza y la antiséptica sofisticación de los melodramas de 1950, el film es una bolsa de caramelos y confeti que me recuerda la emoción de mis primeros encuentros con los clásicos escondidos de la videotienda y la pureza del culto al séptimo arte; sin pretensiones, sin mayor reflexión, puro instinto.

Uma Thurman, en el papel protagónico, despliega una agonía femenina comparable a la de Barbara Stanwyck en Stella Dallas, combinada con la dureza de ángel vengador de Charles Bronson.  Thurman es admirable al incorporar su notable destreza física en las escenas de lucha, la intensidad de su mirada en los acercamientos de cámara, genuinas pinceladas de humor en momentos inesperados y, sobre todo, las resonantes y distintivas notas de su voz aterciopelada y ligeramente ronca. Su forma de decir las palabras del guión es poética, aun cuando estas palabras son: “Adivina perra, soy mejor que Annie Oakley y te tengo en la mira”.

Dumbo (1941) Por Luigi De Angelis

 

Dumbo

A los seis años esta película me marcó. Es el ejemplo perfecto de la experiencia que vives justo a la edad en que tenías que vivirla. Sin exagerar, creo que Dumbo me ayudó mucho a entender la vida y el mundo. Todavía recuerdo las lágrimas y las sonrisas, los colores del circo en el que se desarrolla la historia, el feroz amor maternal y la poderosa metáfora del pequeño elefante con grandes orejas.

Esta es una de las películas más cortas y simples de Walt Disney. Sin embargo, hay mucha emoción y madurez en la brevedad de su metraje. Dumbo es un personaje de conmovedora ternura, la representación de un ser inocente que, debido a sus grandes orejas, es rechazado y ridiculizado por todos en el circo. Su madre es su única protección y consuelo ante la crueldad del mundo, pero con el tiempo descubrirá que lo primordial es aceptarse como uno es y que al miedo se lo enfrenta solo.

Se trata de una cinta austera debido a su apretado presupuesto, pero los maestros de la animación maximizan el potencial de los mínimos recursos. El pequeño elefante no dice una sola frase durante toda la película, pero sus expresiones son tan auténticas que las palabras sobran, y la escena de los elefantes rosados es un ejemplo de originalidad. Estamos ante un entretenimiento familiar del que ya se hace poco, narrativa de excelencia y cine de los más altos estándares. No recuerdo haber llorado y haberme emocionado tanto al ver una película. Dumbo volando alegre y victorioso en la secuencia final es una de las imágenes más hermosas e inspiradoras con las que el cine me ha bendecido.

La institutriz (1997) Por Luigi De Angelis

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A partir de que mi madre vio a Minnie Driver en Un marido ideal, una de mis sagradas tareas, como hijo, consistía en encontrar los mejores títulos de esta actriz británica cada vez que visitaba la videotienda; así, llegué a conocer a una intérprete carismática y expresiva. De todos los hallazgos, el mejor fue el intimista y poco conocido drama de época La institutriz, de Sandra Goldbacher.

En su opera prima, Goldbacher exhibe una notable destreza para evocar la belleza de los lugares abiertos y la intimidad de los ambientes cerrados. La cineasta hace un inteligente uso del espacio para contar una historia costumbrista, al estilo de Jane Austen, con los matices oscuros de una novela de Charlotte Brönte. Pero más allá de las referencias literarias de rigor, la mayor fortaleza del film radica en la protagonista, me refiero tanto al personaje de ficción como a la actriz que la interpreta.

Rosina, una mujer judía y sin dinero, tiene pocas posibilidades de prosperar debido a su género, condición social y etnia. Adopta el nombre de Mary y la identidad de una “gentil” para poder trabajar como institutriz en un hogar de alcurnia. Su inteligencia la llevará a descubrir su talento, mientras su sensualidad a encontrar la pasión. Con transparencia y emoción, Minnie Driver se transforma en una mujer encantadora, nunca víctima de las circunstancias, siempre con recursos para enfrentar la dureza de la vida. Magnética y astuta, también inocente y romántica, Driver nos regala el retrato de una heroína victoriosa cuya arma más poderosa es el ímpetu de su propio espíritu.

 

Viaje de ida Por Carlos Mollá

 

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Tomé la decisión de ir caminando impulsado por la sensación de que al tardar más en llegar a mi destino, habría más posibilidades de que algo pasara y lo que en principio parecía inevitable, al final no se consumara nunca.

Cada paso, cada zancada, era un movimiento contra mi propia naturaleza. El casi automático movimiento que el andar necesita, exigía esta vez un esfuerzo agotador para vencer la resistencia de una voluntad incapaz de asumir una realidad inimaginable sólo un tiempo atrás. Esta dificultad en el movimiento, acompañada de una expresión corporal de absoluta derrota, me daban la imagen de un ser acabado.

Me levanté forzando la situación para darle un aire de cotidianeidad a la mañana, realizando los gestos habituales que me han acompañado desde hace muchos años, cumpliendo con mis hábitos clásicos de desayuno, retrete y ducha, pero mi empaque se derrumbó demasiado fácilmente al ir a abrir la puerta para marcharme.

Durante el paseo, los pensamientos, las imágenes y los recuerdos se sucedían desordenadamente pasando de unos temas a otros. Nada se concretaba en una línea argumental debido a la aparición obsesiva de cómo manipular el pasado para poder rectificarlo y así eludir lo que en estos momentos parecía inevitable.

Siempre, cuando caminaba por las calles, iba buscando las miradas de la gente para encontrar algún tipo de empatía con ellos o para descubrir qué carácter se escondía detrás de esos ojos. Pero en esta ocasión, las personas no tenían identidad, me parecía que sus ojos estaban escondidos detrás de inexpresivas caretas que ocultaban cualquier manifestación de humanidad. Estaba solo en medio de toda esa multitud.

La sensación de sentirme completamente diferente de todos los demás esta vez me torturaba, por llevarme a una soledad que nunca habría elegido por voluntad propia.

Debía hacer un día espléndido porque la gente mostraba con alegría la piel de sus brazos, abrían sus camisas y dejaban que el sol iluminara sus caras, pero yo tenía frío, un frío intenso provocado por el miedo, que profundizaba hasta llegar a las entrañas y me encorvaba la espalda. Ni el poderoso sol, ni mis manos abrazando los brazos podían mitigar los escalofríos del miedo y la vergüenza.

A pesar de mis dudas, mis pasos me llevaron a mi destino. Alcancé la explanada del aparcamiento y me dispuse a cruzarla. Me escandalizaba la naturalidad con la que se comportaba la gente que por allí circulaba. ¿Nadie se percataba de mi tragedia? ¿Sólo yo me encontraba en esta situación tan lamentable? ¿Serían todos trabajadores de aquel lugar y rechazaban el compromiso afectivo con la gente como yo?

Subí cuatro peldaños que me dejaron sin resuello y pasé a un hall clásico de una dependencia administrativa. Un joven de uniforme me indicó, después de escuchar mi pregunta, la puerta a la que debía dirigirme. Era una puerta más grande de lo habitual y era controlada por dos agentes con el mismo uniforme que el que me atendió tan amablemente.

Al acercarme, me solicitaron la documentación que esperaban. Uno de ellos la recogió y la leyó con detenimiento. Al terminar, se la pasó a su compañero y con un movimiento de una de sus manos me invitó a pasar mientras se giraba para abrir la pesada puerta, a la vez que el compañero me instó a que lo acompañara. Pasé detrás de él a un salón pequeño donde me pidieron que esperara un momento.

De pie, sólo y desvalido en medio de esa habitación poco iluminada, apenas percibí el ruido de los goznes de la puerta que acababa de cruzar, su gemido mecánico mientras se iba cerrando. Ese tenue llanto terminó con un seco y profundo portazo, que resonó en mi cabeza con una crueldad inhumana y retumbó en el interior de mi pecho, provocando que el corazón se descontrolara y que un vacío en el estómago me produjera un vahído que hizo que se me aflojaran las piernas.

Cuando pude recuperarme un poco, tomé conciencia plenamente de que los próximos años de mi vida los iba a pasar en esta cárcel.