Entorno vacío Por Elisa Pérez

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Desde la puerta Daniel observó el entorno. Durante un segundo sujetó la entrada de dos cristales tintados en azul que abría la vista al conjunto de ruidos, luminosos y carteles que se oían desde cualquier rincón del animado lugar. Cuando entendió que había llegado al lugar deseado, cedió suavemente su mano para que la puerta se cerrara.

El sonido de las máquinas le llegaba cual música celestial. La primera vez que lo oyó se sintió contrariado. No era lugar para un joven, ahora lo sabía, pero en aquel momento sólo recordaba la cara de su padre, obsesionado y absorbido por ese mundo, por ese santuario objeto de sus oraciones.

Se oía un clic,clac majestuoso acompañado de una música estridente y pegadiza. Los colores amarillo y rojo prevalecían sobre el resto cromático en las figuras que surgían desde las pantallas en las líneas de monitores y televisores que se extendían de forma estratégica por toda la sala.

Las mesas salpicaban la sala, pobladas de personas que, vestidas de etiqueta, permanecían muy atentas a los movimientos de dados, fichas y ruedas, implorando que la fortuna les abrazara. El lujo imperaba en esa estancia que se revestía con una alfombra de dibujos damasquinados en el suelo y grandes lámparas de piedrecitas blancas en el techo.

Daniel siempre fantaseaba con una gran noche en aquel lugar. La dicha podía llegar a difuminarse en un segundo como un azucarillo en el café. Se imaginaba resolviendo los misterios del juego, descubriendo los vericuetos de la magia que allí se guardaba. Era un lugar presidido por el lujo y una vanidad, ansiada y pocas veces encontrada.

  • Perdone ¿me ha llamado usted?

Frente a Daniel una señora madura le mostraba el número que coincidía con el de la pantalla que de forma provocadora, habían instalado en el lado exterior de su mesa para que fuera bien visible desde el pasillo central.

El hombre se ajustó las gafas, apenas veía sin ellas.

  • Sí, siéntese por favor, ¿qué desea?

El repertorio se lo conocía; lo había oído miles de veces desde que trabajaba en aquella dependencia de la hacienda pública estatal. Deseaba volver a estar solo, él y sus pensamientos. Disfrutar con ellos.

  • ¿Qué has hecho este fin de semana, Daniel?

La pregunta volvió a despertarle. Movía los expedientes con destreza mientras la maldita llamada automática le salpicaba con personas que esperaban su solución a problemas que no le importaban. En la mesa de al lado, su compañera disfrutaba con el cotilleo sobre la vida de los demás.

  • Nada especial, estuve en casa de mi hermana comiendo.
  • Yo estuve en la montaña, con una amiga…

Daniel no quería dar más detalles a esa compañera, fuente inagotable de conversación y preguntas. Su secreto llevaba demasiado tiempo guardado y así quería que permaneciera.

Por fortuna, conseguía desconectar con facilidad de los discursos largos y simples de Manuela, que apenas notaba la diferencia entre ser o no escuchada.

  • ¿Juega señor?… apuesta al 23 rojo… ¡Allá va! – el croupier movía con destreza la ruleta que le obedecía al compás del hilo musical.

Daniel se veía bien con el esmoquin, refinado, elegante y serio. Ancho de espaldas como su padre. Por coquetería había sustituido las gafas por lentillas de última generación. El pelo engominado hacia atrás, parecía ocultar la calvicie avanzada y a la vez, prematura para su edad. La herencia genética de su progenitor le dejó una huella indeleble también en eso.

  • No, yo no soy el F12, es mi compañero… Daniel es para ti. -de nuevo la realidad continuaba su inexorable camino.

No estaba siendo una buena mañana. Otra vez pesadumbre y apatía. El sopor de otro lunes que seguía a un sábado y un domingo más, iguales y diferentes al mismo tiempo.

  • Nos vamos al río el siguiente fin de semana… ¿por qué no os apuntáis? – Daniel apenas oyó la propuesta antes de que Manuela soltará un grito de celebración anticipada que le obligó a atender sin ganas.
  • Yo sí me apunto, ¿quiénes iremos? ¿Irá Luis, de Recaudación? – los ojos saltaron de las órbitas de la mujer mientras emitía lo que parecía más una súplica que una duda.

Había pedido varias veces el cambio de área. No por Manuela que al fin y al cabo le ayudaba a digerir su devenir diario. Anhelaba cambios, aunque al final la rutina constituyera su edulcorante diario. Ducha caliente, desayuno, uniforme para vestir, autobús abarrotado y destino hacía un trabajo seguro, un salario fijo y horario estupendo. ¡Quién da más!

Quizás debería haber apostado más alto, pero siempre temió perder lo poco que tenía.

  • ¡Hagan juegos, señores! -el croupier le miró esperando una rápida respuesta.- Bien, señor, de nuevo al 23 rojo. Buena elección. ¡Quién da más!

Ese es su número, el que le haría ganar dinero, salir, ser alguien diferente… Cuando la ruleta comenzó a girar, sus ojos se movieron al mismo ritmo hasta el vértigo. El 17 azul, el 2 negro, el 25 negro… Sucesión inconexa y maldita de números. Las miradas desesperadas se unían a la suya en un coro de aflicción.

  • Me apunto yo también, a lo del río. en el momento que intentaba completar poco convencido esta frase, Luisa, de Sanciones, una joven de pelo rizado rubio teñido, cuerpo delgado, y uñas pintadas siempre de rojo en unas manos que le entusiasmaban por su transparencia, cual croupier, pasó por allí ajena de la atención de Daniel que la veneraba con auténtica pasión.

Se complacía recordando la destreza en las manos que se movían con rapidez cogiendo fichas, estirando con suavidad el palo sobre el tapete para recoger o confirmar apuestas. A su alrededor rostros disecados llenos de ansiedad en busca de magia.

En su zozobra, decidió cambiar de mesa: aquella no le favorecía en su suerte, ¡como si eso fuera todo!

– ¿Está sola señorita? –Daniel se dirigía a una preciosa rubia de pelo rizado que había cambiado en su imaginación la mesa de atención al público, por una desde la que asistía con coquetería al movimiento giratorio de la ruleta –¿me permite que la invite a un coñac?–; la mujer giró la cabeza satisfecha por la invitación de ese desconocido que la turbaba con una intensa mirada, bien correspondida.

  • El 25 negro, todo para la señorita del fondo. ¿Quién da más?

El disfrute de Daniel era completo cuando se recreaba con la imagen de cada jugada, de su protagonismo en torno a una mesa; le entusiasmaba el lujo, la altivez paseando entre las mesas, la pasión de un perdedor como él, la avaricia del eterno ganador que fue la imagen de su padre durante toda su infancia, hasta que la agonía de la derrota le venció a los ojos propios y a los de su hijo. La magia del juego le rescataba del fango de la desidia.

  • Eh Daniel, me voy ya, ¿vale? Tengo médico… Nos vemos mañana. – Manuela le informaba de nuevo, a pesar de que era público que tenía hemorroides, tema del que hablaba hasta con los sujetos que acudían a aquella dependencia para cualquier asunto.

Necesitaba cerrar su puesto para ir al aseo.

  • ¡Es usted muy hermosa! -frase imposible en su vida diaria pero protagonista de sus sueños incumplidos. –la joven objeto de su halago bajó la mirada sosteniendo una sonrisa maliciosa entre sus labios encarnados. Las uñas pintadas de rojo se posaron un segundo sobre las de Daniel.

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Apenas tuvo tiempo de prepararse. Una erección precipitada casi le pilla desprevenido. La imagen de Luisa mezclada en el entorno luminoso de la sala de juegos y la preciosa mujer rubia le hicieron percibir un roce en su piel como una caricia buscada y excitante.

La noche anterior había sido rara, llena de sensaciones frías y amargas que le recorrían el cuerpo causándole dolor. Se despertó cansado. Arrepentido de dejarse llevar por la apatía sintió ganas de encender el televisor: “La intervención de los bomberos impide una catástrofe en un casino que se incendia sin que se conozcan aún las causas que lo produjeron…”

Siguió la rutina del día por momentos ufano de su valentía; por otros, asqueado de que nadie la percibiera. Antes de llegar a su destino de trabajo se regocijó con la imagen.

  • Sigan jugando caballeros, continúen con sus apuestas…! ¿Otra vez al 23 rojo? Perfecto, caballero. Buena elección. -la figura impoluta del croupier le avivaba en su decisión.

Frases hechas, repetidas, que le martilleaban la cabeza. El entusiasmo en su imaginación discutían con el hedor que suponían los recuerdos, los malditos recuerdos, nunca superados y cada vez más presentes.

            – ¿Quién da más, damas y caballeros?

  • Todo al 23 rojo.

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En la mano derecha sus dedos se cruzaban buscando la suerte; en la izquierda, un mechero regalo de su compañera Manuela, era acariciado con nerviosismo.

Antes de salir de la sala se giró echando un último vistazo a la decrepitud del arruinado, a la coquetería de los labios rojos y a la destreza de la ilusión para colarse en cualquier bolsillo. El suyo salía vacío por completo una vez más. El azar le había regalado otra noche sin suerte.

Tomó el coche antes de que unas llamas rojas comenzaran a engullir todo el edificio. Desde el arcén de la carretera Daniel contempló el resplandor que comenzaba a extenderse con rabia.

– ¡Hagan juegos señores, hagan juego!

Cumpleaños feliz Por Elisa Pérez

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Enroscado sobre sí mismo, Diego contemplaba el cielo que se divisaba a través de la luna del techo en el vehiculo que compartía. Las nubes avanzaban muy rápidas, arrastradas por el viento reinante.

Cerca de él, la chica del pelo rizado oscuro se había dormido con los cascos pegados a sus orejas. Nada más meterse en el coche, apenas dirigió una palabra de saludo al resto de pasajeros y se colocó los auriculares para evitar hablar con los demás.

Diego este año había tomado la decisión de ir, sentía la necesidad de hacerlo. Aunque hubiera rostros que no quisiera volver a ver, o presencias que no quisiera más sentir, por encima de todo no quería perderse la mayoría de edad de su hermana Luisa.

Recibió la llamada de su madre, la rutinaria y piadosa llamada de Asunción que le imploraba una vez más que volviera a casa, que al menos les visitara un poco, que lo hiciera por ella, que perdonara, que… Frases oídas, retumbando en los oídos de Diego durante los largos cinco años que hacía ya que había abandonado la casa familiar.

Al principio el remordimiento, la culpa, la pena, conseguían formar un cóctel perfecto hasta arrasarle y lograr su aniquilación como persona. Durante un tiempo retrasaba las llamadas y cuando se decidía, soltaba el auricular a punto de marcar, por miedo a que una voz severa y cruel le terminara de fusilar a seiscientos kilómetros de distancia.

Con el paso del tiempo, recompuso su mente y, sobre todo, su alma para que aquello no le golpeara tan directamente al hígado. Las llamadas se sucedían con cierta periodicidad y siempre las hacía en momentos señalados. Ahora llegaba uno de esos momentos importantes para la familia. En torno a una mesa larga se reunían al completo: tíos, abuelos, primos, algún amigo… Su hermanita cumplía dieciocho años.

El regalo lo había dejado en el maletero del coche. No era grande pero tuvo que buscar un hueco entre el equipaje de los otros cuatro pasajeros. Era la primera vez que usaba este sistema para desplazarse. La verdad es que viajaba poco, apenas se movía de su círculo habitual; y como no tenía vehículo propio, usaba el transporte público para sus escasos desplazamientos. Embelesado dentro del habitáculo metálico concluyó que resultaba agradable que le recogieran, le llevaran cómodamente sentado mirando el cielo, pensando o durmiendo, a un precio módico y asequible.

Con la imagen del cielo sobre él, empezó a notar que el sueño le vencía. No dormía bien, llevaba años sin hacerlo; apenas cuatro horas de un adormecimiento constituían el único sustento de sueño diario para Diego, que se mantenía alerta, temiendo siempre que algo le atacara. Este había sido otro proceso por cambiar, aún estaba en ello. Las pesadillas le perseguían en cuanto cerraba los ojos. Siempre era igual: corría, corría, corría para alcanzar algo que nunca llegaba a coger. Se despertaba azorado, sudoroso y cansado. Así una tras otra todas las noches de su vida. El cúmulo no se cerraba nunca, jamás conseguía alcanzar el risco desde el cual pudiera ver la claridad.

Cuando el vehículo rojo metalizado le dejó frente a la puerta de la enorme casa de sus padres, dudó durante un buen rato si debía seguir adelante o darse la vuelta. La escena de su marcha, con su madre llorando desde la puerta, unido al profundo dolor que él sentía y a la angustia de lo que encontraría en su decisión, le agarrotaban la mente ahora que debía enfrentarse de nuevo al mismo escenario.

 

En el jardín, sentado en el extremo izquierdo de la mesa, sintió que nada había cambiado. Se sentía como un infiltrado al que introducen en un círculo para averiguar o investigar algo ajeno a él por completo.

En la mesa dispuesta bajo el viejo olmo del abuelo, se desplegaba con orden el mantel de cuadros verdes que acogía en su seno los deliciosos y suculentos manjares de la tía Elvira, cocinera de profesión y estupenda anfitriona. Las arrugas más marcadas en sus abuelos, el enojo vital y constante de su tía Maruja, la algarabía de los más jóvenes, la invisibilidad del tío Juan o la apatía de la prima Manuela, le hicieron retroceder en el tiempo cinco años atrás.

Aún podía sentir y oler la escena vivida. En la cabecera de la mesa, su padre, con dos copas de más porque de lo contrario no se habría atrevido a decirlo, le miró gritando fuerte:

 

  • ¡¡¡Maricón, eres un jodido maricón!!!

 

Nada fue igual para Diego a partir de ese momento. Con veinte años nunca hubiera imaginado una reacción así de su padre que, de forma paulatina comenzó una campaña de caza y captura contra él. Conscientemente ajena, su madre le dejó desamparado, la oía llorar a solas pero nunca la escuchó defenderle.

Absorto, no había notado que su hermana Luisa se acercaba a él, mientras comía la carne asada, y le abrazaba con dulzura por detrás. Sus manos regordetas y sus dedos cortos le tocaban la cara, a la vez que su boca pequeña le decía un “te quiero” gangoso y nasal. La respondió feliz de sentirla cerca; se sentía paradójicamente protegido con su presencia. Las piernas cortas de su hermana se alejaron hasta ponerse de nuevo bajo un árbol en el que manipulaba las piezas del juego que el hermano mayor le había regalado. Su padre se acercó a ella y de un manotazo apartó la ficha que intentaba colocar. El abrazo de ambos lo notó Diego clavarse como una flecha dentro. No sabía si la sonrisa maliciosa de su padre era otra de sus pesadillas o era real.

Se dio la vuelta para conseguir envolverse de nuevo en la conversación con su primo Tomás que le intentaba convencer de que la resina que vendía era la mejor del mercado. Tomó la copa de vino del abuelo hasta dejarla vacía por completo.

Todos intentaron disfrutar de ese día. Del regreso de Diego, de su buen aspecto; pero evitaron preguntarle sobre otras cuestiones. Entre las tazas de café vacío, las copas con restos de vino y los platos sin apenas sobras, no tenía cabida su realidad. Experimentó en muchos momentos unas ganas enormes de huir, de escapar. Deseaba los brazos de Damián, los cálidos y reparadores brazos de aquel que le acogió sin preguntas, ni juicios. ¡Su amado y querido mecenas!

En el otro extremo de la mesa, el patriarca, su padre, bebía y fumaba constantemente, intentando no cruzar una mirada con aquel hijo, aberración de su naturaleza, que había decidido acostarse con hombres, en lugar de disfrutar de los pechos voluptuosos de las mujeres, oyó una vez Diego que decía a un amigo. Experimentó una gran sorpresa y auténtica indignación cuando le vio con su maleta de piel negra, parado en la puerta, entre los brazos de su mujer, Asunción, que apenas conseguía contener el llanto. Diego sabía que para su padre representaba debilidad y ultraje. En la lejanía eran palabras que sonaban un poco mejor, pero ahora en la distancia corta de apenas tres metros resultaban aún más duras de lo que recordaba.

En la sobremesa, decidió ayudar a las mujeres a recoger la mesa y todo lo demás, ante la mirada acusadora de su padre. El primo Tomás sujetó a su padre Juan cuando iba hacer lo mismo. “Los varones tenemos otras tareas” sostuvo con ironía y sonrisa cómplice del padre de Diego. Luisa corrió para tomar la mano de su hermano que con un montón de platos, hacía verdaderos esfuerzos por evitar tirarlos al suelo.

 

– ¿Y mi tarta? Quiero soplar las velas – la sonrisa bobalicona de su hermana, le conmovió. Pensó que realmente era la única persona encantadora en aquel círculo de hipocresía y machismo. Ella y su mundo veían sólo felicidad en todo lo que la rodeaba.

 

Mientras se aproximaba a la cocina tuvo tiempo de escuchar cómo sus tías interrogaban a su madre sobre si tardaría mucho en llegar el padre Enrique: “… se le nota raro, desde luego” (decía convencida la tía Maruja); en cuanto el padre Enrique hable con él se le irán todas esas ideas de la cabeza” corroboraba otra; “yo conozco un médico que ha curado a chicos como él” proseguía la tía Elvira; “debes obligarle a que se confiese…”

Al otro lado de la pared, mientras Luisa seguía a Diego para darle otro abrazo, éste depositaba los platos en el suelo del pasillo con el cuidado suficiente como para que nadie le oyera subir hacía la planta superior.

– Diego, Diego, baja. Vamos a soplar las velas…

 

 

El vehículo rojo metalizado emitió un bocinazo que resonó con estruendo dentro del silencio de la tarde. El resto de asientos aparecían vacíos. La chica del pelo rizado no estaba.

  • No sabía si ibas a regresar, como me dijiste que me llamarías para confirmarlo.descarga
  • Sí, regreso un poco antes, tengo cosas que hacer….- aún le quedaba una semana de vacaciones.
  • Me alegra saber que no voy a viajar solo, no me apetecía nada… ¿Qué tal te ha ido?
  • He estado en el cumpleaños de mi hermana…
  • Qué bien, tío. En mi casa no celebramos nunca los cumpleaños.
  • En mi casa tampoco.

 

 

 

 

 

El escultor Por Paula Alfonso

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Una legión de hormigas ha tomado mi cuerpo por asalto y me está devorando. Debieron entrar por cualquier resquicio, despacio, sigilosas, en fila, para que no me diera cuenta, y a la voz de “ya”, todas, perfectamente sincronizadas han comenzado a clavarme sus aguijones. Siento cómo me atraviesan, me apuñalan, me taladran. En condiciones normales, y dada la intensidad del dolor, no solo me retorcería, me arrojaría contra el suelo y giraría sobre mí mismo como un poseso para aplastarlas con mi peso, incluso me las arrancaría una a una con mis uñas, aunque para ello tuviera que seccionarme la piel. Pero nada de esto es posible, he de permanecer quieto en esta estúpida postura sin que ningún signo de dolor o hartazgo altere mi expresión.

Muchas veces, a lo largo del día me hago la misma pregunta: ¿Por qué acepté? Y la respuesta que primero me surge es que estaba al límite de mis fuerzas. Soy consciente de que cualquier psicoanalista sería capaz de hallar otras justificaciones, pero tendría que coincidir conmigo en que cuando él me encontró mis pies pisaban el borde resbaladizo de un profundo abismo con muchas posibilidades de dejarme caer…

 

Los primeros meses que viví en Madrid fueron ilusionantes. Todas las mañanas, a las siete y media en punto, salía a la calle aseado, planchado, con los zapatos relucientes tras haberlos frotado reiteradamente con los bajos de la colcha y oliendo a colonia, barata, pero colonia. En uno de los bolsillos del abrigo llevaba las tarjetas de visita, cogidas con una goma para que no se me estropeasen y en el otro mi libreta con el plan diseñado para ese día. Era el resultado de un minucioso y pormenorizado análisis de las diferentes variables realizado la noche antes y me llevaba su tiempo, claro está. Con letras mayúsculas y tinta roja escribía el nombre de las empresas que tenía previsto visitar, a su lado, pero en verde la dirección, y finalmente esta vez en negro el medio de transporte que me iba a resultar más adecuado. Siempre fui un perfeccionista, lo sé, y en el pasado me había dado buenos resultados, pero en esta ocasión no me estaba sirviendo de nada. A medida que pasaba el tiempo aquellos itinerarios multicolores se fueron acortando, cada vez encontraba menos lugares que visitar, menos puertas a las que llamar, hasta que una mañana, al buscar en mi libreta el plan a seguir encontré solo una hoja en blanco.

Comencé por retrasar el momento de levantarme, ya que sin objetivos no tenía sentido madrugar, y cada día lo fui haciendo más tarde. Al principio sentía remordimientos, dudaba de si realmente había agotado todas las posibilidades y tiré demasiado pronto la toalla, pero continué en mi atonía y acabé pasando el día entero en la cama, con la ventana cerrada y la luz apagada por si el casero se interesaba por mí. Aquellos días solo dormía, dormía y soñaba, era mi estrategia para no pensar, no desmoronarme, no salir huyendo. Después vinieron los terribles dolores de cabeza, como si alguien desde dentro martilleara con saña mis sienes y no me quedó más opción que volver a la calle. Era un esfuerzo colosal el que tenía que hacer cada día para levantarme, vestirme, abandonar la habitación y bajar por la escalera. Mis piernas se habían vuelto perezosas y todo me daba vueltas. Al llegar al portal, el mismo que tantas veces crucé sin importarme de qué color eran sus azulejos o la suciedad que acumulaban sus rincones, ahora tenía que detenerme. Tras la puerta, sin salir aún, permanecía unos segundos mirando hacia un lado y otro de la acera preguntándome hacia dónde ir, pero a sabiendas de que la respuesta nunca llegaría, me subía el cuello del abrigo para taparme las orejas, metía las manos en sus agujereados bolsillos y comenzaba a caminar: primero un paso, después otro, otro…, ellos eran los que me indicaban el camino, y no mi libreta que acabó una noche rota en mil pedazos. Así pasé varias semanas deambulando por las calles, sin detenerme a mirar, sin pararme a pensar, arrastrando conmigo un saco de resentimiento que cada vez resultaba más pesado.

            Sin embargo, un lunes todo cambió. Llegué a la pensión cansado y hambriento, como siempre. Subí las escaleras ayudándome del pasamano y al abrir la puerta de mi habitación encontré algo en el suelo. Era un folio blanco pulcramente doblado que alguien debía haber deslizado bajo la puerta. Me agaché, sacudí las pelusas que se le habían pegado, y lo desplegué:

            “Si buscas trabajo ven a verme, estoy en la habitación nº 28”

            Ni siquiera me quité el abrigo, con la hoja de papel abierta entre las manos, me dejé caer sobre la cama y quedé como embelesado. Aquella línea pulcramente escrita con tinta azul tenía una grafía casi perfecta, las palabras aparecían claras, precisas, sin correcciones ni enmiendas. Todo en ella desprendía equilibrio, armonía; las ondulaciones de las eses, el retorcimiento del ocho compensaban a la perfección con la severidad que se había impuesto a los trazos de las tes o las y griega. El autor de aquella nota debía ser alguien disciplinado, firme, que difícilmente se dejaría arrastrar por las emociones y los sentimentalismos, una persona en la que resultaría fácil confiar. De pronto, como si un foco de luz hubiera irrumpido en las tinieblas de la noche, reparé por primera vez en el mensaje, lo que la línea quería decirme y el impacto fue tal que me incorporé de la cama. Releí de nuevo cada una de las palabras, entendiéndolas, sopesándolas y sí, no había duda, alguien que me conocía, que vivía tan solo dos habitaciones más allá de la mía, me ofrecía trabajo. Quise lanzarme al pasillo, buscar la puerta 28, aporrearla y, sin esperar a que abrieran, gritar: Sí, sí, busco trabajo, acepto lo que sea. Soy licenciado en Filosofía, domino el inglés y algo de francés, tengo un master, varios cursos de perfeccionamiento… así hasta acabar de recitar todas las líneas que componían mi currículo, pero me frenaron los miedos; los miedos y los prejuicios.

¿Qué podía ofrecerme alguien que compartía conmigo aquella sucia y miserable pensión? Seguramente sería un desalmado que pretendía divertirse a mi costa con esa broma de mal gusto, o tal vez un degenerado que conociendo mi desesperada situación se aprovechaba para llevarme hacia una trampa macabra. Sin embargo, había algo que no cuadraba. Ninguna de las dos imágenes conciliaba con lo único verdaderamente real que tenía de él, su nota, su pulcra y cuidada nota.

Aquella noche no pude dormir, a veces me convencía de que lo más acertado era romper el papel en mil pedazos y olvidarme del incidente, otras me decantaba por esperar y comprobar cuánto de cierto había en el mensaje. A una hora prudencial me levantaría, me asearía como cuando iba en busca de trabajo, saldría al pasillo, localizaría la puerta número 28 y llamaría. Sin atravesar el dintel, siempre sin atravesar el dintel, me presentaría: soy fulano de tal y he recibido esta nota, después aguardaría sus explicaciones, total por hacer esto ¿qué me podía pasar?

Así lo hice, a las 9 en punto de la mañana estaba tocando con mis nudillos en la puerta28 de mi vecino. Mientras me repetía una y mil veces que no debía traspasar el umbral de la habitación, la conversación necesariamente debería desarrollarse en el pasillo con la escalera a la vista por si tenía necesidad de huir. Finalmente la puerta se abrió y un hombre maduro, con el pelo blanco, complexión fuerte y amplia sonrisa me tendió su mano.

Pasa, por favor, me llamo Manuel Alcántara.

Con cierto recelo le ofrecí la mía y en su forma de estrecharla, el calor que me llegó al tomar contacto con su piel entendí que estaba frente al responsable de la nota que encontré bajo mi puerta.

  • Espero que no te moleste si te tuteo, pero teniendo en cuenta nuestra diferencia de edad, me resulta más fácil.

Y se echó a un lado invitándome a pasar. Miré una vez más hacia el pasillo, vi al fondo el recodo que hacía la escalera, pero avancé hacia el frente y la puerta se cerró tras de mí.

¿Quieres tomar algo?, veré que tengo…

  • No, no se preocupe, no me apetece nada -le interrumpí-. He venido por su nota. -Introduje la mano en el bolsillo para mostrársela, pero él me detuvo.
  • Sí, la deslicé por debajo de su puerta ayer por la tarde. Pero, por favor, siéntate.

Sacó una silla que estaba como incrustada en el escaso hueco que dejaban los pies de la cama y la pared y me la ofreció poniéndola en medio de la habitación; él se situó de frente sobre una vieja descalzadora similar a otra que había en mi cuarto.

Esperó a que los dos estuviéramos acomodados y comenzó a hablar.

  • Verás, soy escultor y vivo en Sevilla. He venido a Madrid para presentar a concurso uno de mis proyectos. La verdad es que no albergaba ninguna esperanza de ganarlo, pero contra todo pronóstico me lo han concedido. Sin duda va a ser la obra más laboriosa de cuantas he realizado hasta ahora.

Tenía una voz ronca pero a la vez elegante. Me fijé en sus facciones y no me resultaban desconocidas, tal vez nos hubiéramos cruzado en el barrio o en la escalera, pero en aquel momento no recordaba cuándo.

 

  • Mi obra consta de un solo personaje, un personaje que para que cumpla los objetivos que me he marcado ha de ser joven, no demasiado fuerte, de cara angulosa, nariz afilada y brazos y piernas largos. En una palabra un personaje bastante parecido a ti. Si te mostrara los bocetos te maravillarías con el parecido, es como si hubiera adivinado tu existencia antes de conocerte. Por eso el otro día cuando nos cruzamos en el portal me quedé tan sorprendido.

Fue en ese momento cuando recordé. Ocurrió hace una semana, me disponía a salir del portal cuando alguien que entraba de manera precipitada chocó conmigo. Durante unos instantes nuestros cuerpos permanecieron varados, y como él no se movía me vi obligado a hacer un movimiento tal vez demasiado brusco, para zafarme y seguir mi camino. Antes de abandonar el portal le escuché muy bajo pedirme perdón, ni siquiera volví la cabeza para contestarle, pero sí tuve la sensación de que anduvo tras de mí algunos pasos, salió a la acera y desde allí estuvo observando cómo me alejaba.

  • Lo que te ofrezco es que poses para mí, no tendrás que hacer nada, solo permanecer en la posición que yo te diga, eso será todo.

imagesLa verdad es que en mi amplio abanico de disponibilidades laborales, la de hacer de modelo nunca estuvo incluida, pero …

¿Cuáles serían las condiciones? Le pregunté.

  • Firmaríamos un contrato en principio por tres meses. Durante ese tiempo vivirás conmigo en mi casa de Sevilla y todos los gastos los tendrás cubiertos; además recibirás 50 € por día de trabajo. Después de ese tiempo te seguiré necesitando, pero será solo para sesiones esporádicas, y su precio por supuesto ya lo concretaríamos.
  • En principio no me parece mal, aunque tendré que pensarlo.

Yo fui el primer sorprendido por el tono exageradamente altivo que puse en mis palabras, pero él no pareció acusarlo. Se puso en pie, y haciéndome ver que por su parte la conversación estaba prácticamente concluida añadió:

  • Me parece bien, pero no tienes mucho tiempo, parto para Sevilla mañana al mediodía y si aceptas deberás venir conmigo.
  • Está bien, voy con usted.

****

Mientras he estado recordando parecía que las hormigas me hubiesen abandonado, pero fue solo un espejismo, permanecían a la espera de una nueva orden de ataque que ya ha debido producirse porque otra vez mi cuerpo es un coladero, siento cómo sus aguijones atraviesan mis partes blandas sin ninguna piedad. Quiero moverme, necesito moverme, pero si lo hago sé lo que me espera.

Dirijo mi vista hacia él, que ajeno a mi sufrimiento permanece absorto en su obra. Me fijo en sus piernas que, desnudas bajo la bata gris, no paran de moverse y trato de imaginar que es mi cuerpo y no el suyo el que se desplaza sobre ellas, doy dos pasos hacia delante, me detengo, los deshago caminando hacia atrás, pero este juego absurdo solo consigue aumentar mi desesperación y acabo dejándolo. Para momentos como este en que no puedo más y el dolor está a punto de vencerme, cuento con otro mucho más arriesgado pero también más eficaz. Con la mente, porque con los ojos no puedo, concentro toda mi atención en un solo punto de mi cuerpo, esta vez he elegido el pie que queda más escondido a su vista y lenta, muy lentamente, comienzo a despegar cada uno de los dedos, primero el gordo, después el pulgar… es solo un poco, lo suficiente para saber que sigo vivo, que nadie ha robado mi voluntad, que se trata solo de una anulación momentánea. Pero aunque el movimiento es prácticamente imperceptible, él lo nota, detiene su mano, fija sus severos ojos en mí, y el terror me invade por completo.

No sé cuánto hace que estoy aquí, he perdido la cuenta. El tren nos dejó en la estación cuando anochecía y mientras el taxi avanzaba por un complicado laberinto de callejuelas, recuerdo que pensé que aquella ciudad me iba a gustar. Intenté memorizar fachadas, plazoletas para visitarlas detenidamente cuando acabara mi jornada laboral.

Finalmente nos detuvimos en una calle estrecha frente a unas puertas de metal pintadas en verde que desentonaban en el entorno recargadamente barroco en el que se encontraban, no me dio tiempo a más elucubraciones, tuve que esperar porque él me esperaba ya con un paño de la puerta entreabierto.

Esa noche fue la primera después de muchas que conseguí descansar; el ajetreo del viaje, las expectativas ante el nuevo trabajo y la tranquilidad de saber que en breve volvería a disponer de un sueldo más que aceptable debieron confabularse y me llevaron a un profundo y reparador sueño.

A la mañana siguiente, después de desayunar, el escultor me trajo a este taller del que no he vuelto a salir. Me indicó que me quitara la ropa, él mismo me ayudó a subir a la tarima, por aquel entonces aún desnuda y comenzaron los entrenamientos para no moverme, para soportar el cansancio, el aburrimiento, las ganas de hablar, de imprecar, de maldecir, de jurar y, cómo no, de salir huyendo. Cada día las medidas que tomaba contra mí eran más duras e inhumanas.

Un día lo intenté, me zafé de las ataduras y desde la tarima ante sus ojos salté al suelo, pero apenas di dos pasos. Noté un pinchazo y caí derrotado al suelo. Cuando desperté estaba en una especie de camastro que él utilizaba a veces para descansar con las manos y los pies atados.

  • Esta vez he sido benévolo, la próxima te arrepentirás.

Su voz sonaba fría, tenebrosa, aterradora. Puso ante mis ojos para que la viera bien una especie de pistola, pero su cargador en vez de balas tenía ampollas de vidrio con una sustancia paralizante, eso fue lo que disparó a mi pierna y me dejó tendido en el suelo. Definitivamente me habían tendido una trampa y yo había caído.

Soporté, aguanté, imposible imaginar lo que es capaz de resistir el cuerpo humano cuando se ve sometido por la fuerza, pero lo peor estaba por llegar. Un día le vi afanándose en la fabricación de una masa, continuamente probaba su resistencia, su untuosidad y rectificaba echándole más líquido o mayor porción de polvos, según su criterio. Cuando quedó a su gusto vino hacia mí y comenzó a aplicármela sobre la cara. Primero sentí escozor, después calor y finalmente me ahogaba. Me había tapado los agujeros de la nariz y la boca y no podía respirar. Afortunadamente, con un afilado bisturí hizo unos cortes no sólo para dejar pasar el aire por mis orificios sino a la altura de los ojos, y volví a ver. En aquel momento no sabía cuáles serían sus intenciones pero supuse que una vez quedaran fijadas en la masa mis facciones la retiraría, pero no lo hizo, aún me mantiene con ella. Ya no como, él es quien me alimenta a base de líquidos suministrándomelos con una paja, pero los dientes por falta de uso han comenzado a crecer y se me clavan en la boca, en la de verdad no la que aparece esculpida en la máscara.

Ya cada vez son menos las aportaciones que hace en mi obra; tengo la impresión de que para él está terminada. Desconozco cuál será mi futuro ni cuánto más podré soportar esta tortura. Me cansé de intuir cuándo era de día y cuándo de noche a través de los cristales opacos que cierran las pequeñas ventanas. Prefiero cerrar los ojos y dormir; aunque él no lo sabe he aprendido a incluso de pie, apoyado sobre el palo vertical que tengo a mi espalda; este es mi logro, mi pequeña gran victoria.

18394-hombre de las estrellas

Hace tiempo que de la calle llega un alboroto inusual, son voces, conversaciones, frases sueltas que entran desde el otro lado de las puertas.

  • Un año más nos vemos aquí.
  • Sí, y espero que queden muchos todavía.

Parecen nerviosos, expectantes. A lo lejos empiezo a percibir un sonido de tambores, su ritmo es acompasado y repetitivo y su volumen va a más, está claro que se acercan. Cuando parecían estar a la altura de estas puertas enmudecen, la gente también guarda ahora silencio, un silencio que enseguida queda roto por lo que en principio es solo rumor y que después se define como unos pasos que se arrastran lentamente sobre el asfalto. Son muchos y caminan en orden, todos con la misma cadencia. Se han detenido y de repente tres golpes secos, contundentes, hacen vibrar las hojas de la puerta. Alarmado dirijo mi vista al escultor pero no parece sorprendido, abandona su cincel sobre la mesa, se limpia las manos en la vieja toalla, pasa por delante de mí, sin siquiera mirarme se dirige a las puertas y las abre de par en par. El aire frío de la noche eriza mi piel desnuda. El ángulo que tengo de visión no incluye la puerta, por tanto desconozco qué es lo que pasa, noto un silencio y después un seco “adelante” de boca del escultor que autoriza a que 20, 30, 40 hombres vestidos completamente de negro y con la cabeza cubierta por un alto y puntiagudo capirote entren en la sala. Vienen hacia mí, pero lo hacen de forma ordenada, en fila de dos, rodean la tarima donde estoy enclavado, levantan la cabeza para mirarme y es entonces cuando percibo en sus ojos, visibles como los míos por diminutas aberturas hechas en la tela, admiración, veneración, reconocimiento. Todos se santiguan y entonan una oración, después bajan la cabeza, apoyan sus manos sobre los varales en los que el escultor quiso que descansara el andamiaje que me soporta, y perfectamente sincronizados los cogen, los levantan para dejarlos descansar sobre sus hombros, después -como respuesta a la orden que da uno de ellos- comienzan a caminar hacia la calle. La gente al verme se arrodilla, reza, algunos lloran, otros gritan.

¡Viva el Cristo de la buena muerte! – ¡Viva!

Avanzamos en la fría noche con paso corto y muy lento acompañados por el tañido fúnebre de los tambores que han reanudado su sonar. Detrás las puertas verdes han vuelto a cerrarse. Quién será el siguiente que ocupe mi puesto.

Oscuro traqueteo Por Elisa Pérez

 

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El traqueteo del tren taladraba los oídos de Gema. Las imágenes se sucedían con tanta velocidad que ninguno de sus sentidos conseguía retenerlas más de una décima de segundo.

En el coche cama, Antonio se había situado sobre la litera más alta dispuesto a dormir. Para él era muy fácil. Se acurrucaba en cualquier sitio, conseguía la postura y empezaba a roncar. Asombrosa facilidad que sorprendía a su mujer. Ella, por el contrario, cada noche tenía que seguir un protocolo que casi nunca lograba. Y en estos momentos menos aún.

 Intentó darse la vuelta en el espacio de un metro por uno setenta que formaba el habitáculo en el que debía pasar la noche. Una, dos, tres vueltas inútiles; decidió salir del compartimento y dar un paseo. La oscuridad se había apoderado de los campos, de los parajes por los que el tren avanzaba con decisión. En el cielo una luna resplandeciente apenas dejaba ver la presencia de estrellas. En otro momento hubiera estado encantada ante ese paisaje, de ese viaje, de tener la oportunidad de volver a su tierra. Ahora la situación era distinta. Ajena, extraña, diferente…

 —Gema, Gema, ¿estás bien?

—Sí, no chilles, la gente duerme. No te preocupes, estoy bien.

 Desde lo sucedido, Antonio la seguía a todas partes, estaba pendiente de cualquier movimiento o ausencia que hiciera su esposa, a la que estaba unido con verdadera devoción.

 La mujer apoyó la cara en la ventana intentando buscar al otro lado algo que le transmitiera calma. En cierto modo, el traqueteo la relajaba, le daba una monotonía confortable. Aquella que había perdido tres meses atrás. Su rostro se reflejaba en el cristal, los ojos se dibujaban cansados, surcados por una gran mancha oscura que había surgido para quedarse con ella desde hacía poco tiempo. La chispeante sonrisa de Gema, famosa en su familia, sus compañeros y sus alumnos se había borrado casi por completo. Podía ver sus ojos, su imagen. Ojalá hubiera sido ciega, ojalá no hubiera estado en el momento justo en el lugar inadecuado, se repetía como si al hacerlo ahuyentara la realidad de su lado.

 —Duerme un poco, Gema…

No podía, no quería, sólo esperaba que todo pasara pronto, que la noche se disolviera cuanto antes en la mañana.

Miró a su alrededor, podía divisar al fondo los puntos luminosos de las supuestas casas con gente que aprovecharía el silencio de la noche para dormir, descansar, gemir o, tal vez, llorar, como ella desde hacía tres meses, a solas, oculta tras el ronquido grave de Antonio. Sintió envidia.

Echó un vistazo hacia el fondo. En el pasillo estrecho apenas se notaba movimiento. Ahora resultaba fácil pensar que el exceso de confianza había sido el inductor, ¡como si eso se pudiera saber! Mil veces se lo había reprochado durante las últimas semanas. Divisó una línea de montañas oscuras, un paisaje recurrente, contemplado mil veces cuando regresaba de la ciudad a su pueblo en vacaciones o con las tragedias familiares. Pero nunca le había parecido tan seco, tan brusco… como ahora.

El tiempo corría en su contra. Nunca tuvo prisa por conseguir las cosas. La enseñanza fue su vocación; educar en un buen colegio como profesora, su mayor logro. Nada presagiaba un futuro alejado de todo eso.

El frío de la noche atravesaba el cristal y llegaba a las manos de Gema que sujetaba la ventanilla deseando abrirla, y escapar cual preso condenado a muerte. Sentía que las estrellas la guiaban en el traqueteo constante del tren, mientras rememoraba una vez más todo aquello. “Aprende a racionalizar los recuerdos”, le decía la psicóloga; pero la perseguían sin tregua.

Le pareció oír de nuevo aquel ruido procedente de la sala de profesores, en el momento en que regresaba a su aula para coger el libro olvidado. La sensación de que podría haber alguien más, no la inquietó. No sintió miedo. Un miedo que la habría salvado de la angustia vivida. ¡Justificación sin sentido tres meses después! Con firmeza salió de su aula sin hablar. Se encaminó hacia el rayo de luz tenue, con paso firme esperando que alguno de sus compañeros estuviera terminando algo de última hora. Una voz conocida hizo que se detuviera en el pasillo. El profesor de filosofía hablaba con alguien. Otra voz masculina más grave emitía una serie de reproches y frases con indignación y furia. El resto de la escena la tuvo que describir una y mil veces en su declaración a la policía. Y cada vez que se escuchaba le parecía más irreal.

Fue todo muy rápido, demasiado. Un golpe seco siguió a otro más. Después silencio. Notó que un gemido agónico se iba apagando. No se atrevió a entrar, se sintió paralizada. Con ímpetu comprimido se escondió mientras al otro lado de la ventana del pasillo se desarrollaba la escena. Se asomó lentamente. Unas pisadas fuertes se movían en la sala contigua a escasos centímetros de ella, buscando algo. El terror iba apoderándose de su cuerpo a la vez que sentía el peligro pulverizando todo el ambiente.

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En la noche, asomada a la ventanilla, le parecía divisar la sombra de alguien vagando por el campo. Se estremeció. Así era su estado ahora, culpa unida a terror; dolor seguido de reproche.

Entonces sólo vio a un hombre que salía de la sala con unos papeles en las manos. Lo reconoció enseguida. Su rostro frío, sus ojos claros, su cuerpo abrupto, no inducían a error. Podía ver el lunar en el lado derecho de su cara y sus enormes manos manchadas de tinta negra.

Regresó al camarote donde Antonio había logrado conciliar el sueño. Le contempló por un segundo, pidiéndole perdón con la mirada, por esa huida, por esa tormenta en sus vidas que les obligaba a cambiar completamente su futuro.

Gema y su absurdo sentido del deber. La atrapaba cuando pensaba que debería haber hecho algo por salvar a su compañero y la aplastaba ahora cuando la exigía seguir en ese farragoso camino judicial que la calificaba de testigo principal de un crimen.

El movimiento del tren en una curva la hizo tambalearse. Se apoyó sobre el cerco de la puerta corredera del compartimento que permanecía abierta. Detrás notó unos pasos sigilosos y confiados. La ronda de un policía  aparentemente tranquilo. “Él conoce bien su trabajo”, les había dicho el Inspector y el Fiscal. Ya no le sorprendía su presencia; no percibirla era su mayor temor.

De pronto, un grito mudo surgió de la garganta de Gema sin tener tiempo a reprimirlo; había sido demasiada la contención. Pensó que iba a morir como su compañero. Cerró los ojos y esperó. Un segundo que le pareció un año, fueron suficientes para confirmar que estaba sola. El silencio era absoluto. Agarrotada, le costó enderezarse. Entró en la sala de profesores. Jamás antes había visto un cuerpo destrozado de esa forma. En ese instante sintió por segunda vez en poco tiempo que había llegado su final.

tren-nocturno-budapest-munich_86395Las imágenes se sucedían deprisa, inconexas. Las pesadillas se apoderaban de ella desde hacía tres meses. El cuerpo ensangrentado se mezclaba con el del asesino, arrestado tras su declaración; y en el fondo, el de ella, roto para siempre por el miedo y el deber.

El tren continuaba su vaivén ajeno a la zozobra de la mujer, vibrante sobre sus raíles de metal, deseoso de llegar al final del viaje. El final del suyo no estaba claro, quizás tras la ventanilla de ese vagón alguien dictaminaría que todo había sido un sueño, un negro y nefasto sueño.

 El traqueteo del tren seguía taladrando los oídos de Gema.

La chica de la roca Por Ana Riera

 

 full-playa-negra-surfLas olas rompían con un estrépito cristalino sobre la arena blanca casi desierta. Se trataba de una playa que quedaba algo apartada del bullicio, porque a  Diego le gustaba aventurarse por los rincones más escondidos. Quería conocer a los verdaderos lugareños de aquel lugar tan hermoso y, sobre todo, a las lugareñas. Quizás por eso se fijó casi de inmediato en la esbelta chica de piel tostada y cabellos rojizos que contemplaba el mar sentada sobre una roca.

—¿Qué hace una chica tan guapa como tú tan solita en un sitio como éste?

—¿Cómo dices?

—¿Qué qué hace una chica tan guapa como tú tan solita en un sitio como éste?

—Vaya, pues había oído bien. No puedo creer que todavía quede alguien tan original. ¿Quieres rematarlo con un “estudias o trabajas”?

—Puede que suene a cliché, pero es que realmente me sorprende verte sola aquí, destacando sobre este fondo paradisíaco.

La chica, que hasta ese instante había permanecido con los ojos cerrados, los abrió y  giró ligeramente el cuerpo para poder contemplarlo.

—Así que según tú el mero hecho de parecerte “guapa” justifica tu actitud.

—Pues sí.

—No tengo palabras.

—¿Acaso no te parece bien que me sienta atraído por ti?

La chica entrecerró un poco los ojos, como si sopesara sus palabras. Luego volvió a su posición anterior y añadió:

—A lo mejor te estás equivocando. ¿No te han dicho nunca que las cosas casi nunca son lo que parecen?

—Bueno, lo cierto es que me encanta que me sorprendan.

—¿Estás seguro?

—Por supuesto. Dime, ¿tan poca cosa te parezco que ya te has cansado de mirarme?

—Me pareces una presa demasiado fácil.

—¿Una presa demasiado fácil?

—Eso he dicho. Pero no te lo tomes como algo personal, machote.

Diego sonrió y no pudo evitar fijar la mirada en su pronunciado escote.

—Me gusta cómo suena esa palabra en tus labios.

—Estás un poco enfermo, ¿sabes?

—Quizás, pero eso no hace que disminuya ni un ápice mi interés por ti.

Aprovechando que la chica había vuelto a cerrar los ojos para que el sol bañara su cara, Diego se entretuvo contemplándola. De su falda minúscula surgían unas piernas increíblemente esbeltas y sus sandalias de dedo dejaban al descubierto unos pies perfectos.

—Y dime, ¿a qué te dedicas?

—No lo adivinarías ni en un millón de años.

—Ponme a prueba.

—¿Por qué?

—Porque has conseguido despertar mi curiosidad.

Una leve sonrisa se dibujó en la cara de la chica, que sin embrago permaneció en silencio.

—Si me lo dices te invito a una copa.

—No estoy tan desesperada.

—No vas a amedrentarme ¿Te importa si me siento?

—La playa no es de mi propiedad.

Diego se sentó junto a ella en la roca, lo suficientemente cerca como para poder aspirar su perfume cuando el aire soplara en su dirección.

—Sería perfecto que fueras guía turística. Así podrías enseñarme la isla.

—Pero no es así. ¡No sabes cuánto lo siento!

—Lo sé.

La chica ladeó ligeramente la cabeza y abrió una vez más los ojos.

—¿No eres consciente de que estás jugando con fuego, verdad?

—Me pareces muy sensual, con ese pelo tan rojo, y esos labios tan voluptuosos. Pero tanto como con fuego…

—Está bien, lo has conseguido. Premio para el caballero.

—¡Fantástico! Me llamo Diego. ¿Y tú?

—Prefiero guardar el anonimato. Resulta más… excitante.

—Al menos me darás alguna pista sobre a qué te dedicas. Yo creo que me lo he ganado.

—Deberías haber escuchado a tu madre cuando te dijo que no debías hablar con desconocidos.

—Pues dime a qué te dedicas y dejaremos de ser extraños.

La chica cogió un coletero que llevaba alrededor de la muñeca y se cogió el pelo con una cola de caballo que hizo resaltar todavía más sus pómulos prominentes.

—Verás, soy distribuidora de pastelitos.

—¿Distribuidora de pastelitos?

—Ya te he dicho que no lo adivinarías ni en un millón de años. Son unos pastelitos que quitan literalmente el sentido.

—Se me hace la boca agua. ¿No tendrás por casualidad alguno de esos pastelitos a mano?

—Siempre llevo una caja encima. Nunca sabe una cuando puede necesitarlos.

—Que chica tan previsora. Me encanta. ¿Y podría dar un mordisquito a uno de esos pastelitos?

—Claro. Me debo a mis clientes

La chica rebuscó sin prisas dentro de su capazo y sacó una hermosa caja con un lazo dorado. La apoyó sobre su regazo y tiró de la cinta suavemente. Luego levantó la tapa sin dejar de mirar a Diego con sus enormes ojos felinos.

—Vaya, parecen tan apetitosos como tú.

—Has dado en el clavo. Somos tal para cual.

La chica extendió la mano para acercarle la caja. Él escogió el que estaba justo en el centro y le dio un suave y lento mordisco.

—Bueno, ahora que ya hemos intimado y me has dado de comer supongo que me dirás cómo te llamas.

—Sería una pérdida de tiempo.82d

—¿Por qué?

—Por el maleficio.

—¿Qué maleficio?

—El que hará que cuando despiertes no recuerdes nada de todo esto. Ni que me has conocido, ni qué haces subido a esta roca ni qué has hecho con todo tu dinero y tus tarjetas de crédito. Te avisé. Te dije que las cosas casi nunca son lo que parecen y que estabas jugando con fuego. Y el que avisa no es traidor, es avisador. Ha sido un placer conocerte.