Una legión de hormigas ha tomado mi cuerpo por asalto y me está devorando. Debieron entrar por cualquier resquicio, despacio, sigilosas, en fila, para que no me diera cuenta, y a la voz de “ya”, todas, perfectamente sincronizadas han comenzado a clavarme sus aguijones. Siento cómo me atraviesan, me apuñalan, me taladran. En condiciones normales, y dada la intensidad del dolor, no solo me retorcería, me arrojaría contra el suelo y giraría sobre mí mismo como un poseso para aplastarlas con mi peso, incluso me las arrancaría una a una con mis uñas, aunque para ello tuviera que seccionarme la piel. Pero nada de esto es posible, he de permanecer quieto en esta estúpida postura sin que ningún signo de dolor o hartazgo altere mi expresión.
Muchas veces, a lo largo del día me hago la misma pregunta: ¿Por qué acepté? Y la respuesta que primero me surge es que estaba al límite de mis fuerzas. Soy consciente de que cualquier psicoanalista sería capaz de hallar otras justificaciones, pero tendría que coincidir conmigo en que cuando él me encontró mis pies pisaban el borde resbaladizo de un profundo abismo con muchas posibilidades de dejarme caer…
Los primeros meses que viví en Madrid fueron ilusionantes. Todas las mañanas, a las siete y media en punto, salía a la calle aseado, planchado, con los zapatos relucientes tras haberlos frotado reiteradamente con los bajos de la colcha y oliendo a colonia, barata, pero colonia. En uno de los bolsillos del abrigo llevaba las tarjetas de visita, cogidas con una goma para que no se me estropeasen y en el otro mi libreta con el plan diseñado para ese día. Era el resultado de un minucioso y pormenorizado análisis de las diferentes variables realizado la noche antes y me llevaba su tiempo, claro está. Con letras mayúsculas y tinta roja escribía el nombre de las empresas que tenía previsto visitar, a su lado, pero en verde la dirección, y finalmente esta vez en negro el medio de transporte que me iba a resultar más adecuado. Siempre fui un perfeccionista, lo sé, y en el pasado me había dado buenos resultados, pero en esta ocasión no me estaba sirviendo de nada. A medida que pasaba el tiempo aquellos itinerarios multicolores se fueron acortando, cada vez encontraba menos lugares que visitar, menos puertas a las que llamar, hasta que una mañana, al buscar en mi libreta el plan a seguir encontré solo una hoja en blanco.
Comencé por retrasar el momento de levantarme, ya que sin objetivos no tenía sentido madrugar, y cada día lo fui haciendo más tarde. Al principio sentía remordimientos, dudaba de si realmente había agotado todas las posibilidades y tiré demasiado pronto la toalla, pero continué en mi atonía y acabé pasando el día entero en la cama, con la ventana cerrada y la luz apagada por si el casero se interesaba por mí. Aquellos días solo dormía, dormía y soñaba, era mi estrategia para no pensar, no desmoronarme, no salir huyendo. Después vinieron los terribles dolores de cabeza, como si alguien desde dentro martilleara con saña mis sienes y no me quedó más opción que volver a la calle. Era un esfuerzo colosal el que tenía que hacer cada día para levantarme, vestirme, abandonar la habitación y bajar por la escalera. Mis piernas se habían vuelto perezosas y todo me daba vueltas. Al llegar al portal, el mismo que tantas veces crucé sin importarme de qué color eran sus azulejos o la suciedad que acumulaban sus rincones, ahora tenía que detenerme. Tras la puerta, sin salir aún, permanecía unos segundos mirando hacia un lado y otro de la acera preguntándome hacia dónde ir, pero a sabiendas de que la respuesta nunca llegaría, me subía el cuello del abrigo para taparme las orejas, metía las manos en sus agujereados bolsillos y comenzaba a caminar: primero un paso, después otro, otro…, ellos eran los que me indicaban el camino, y no mi libreta que acabó una noche rota en mil pedazos. Así pasé varias semanas deambulando por las calles, sin detenerme a mirar, sin pararme a pensar, arrastrando conmigo un saco de resentimiento que cada vez resultaba más pesado.
Sin embargo, un lunes todo cambió. Llegué a la pensión cansado y hambriento, como siempre. Subí las escaleras ayudándome del pasamano y al abrir la puerta de mi habitación encontré algo en el suelo. Era un folio blanco pulcramente doblado que alguien debía haber deslizado bajo la puerta. Me agaché, sacudí las pelusas que se le habían pegado, y lo desplegué:
“Si buscas trabajo ven a verme, estoy en la habitación nº 28”
Ni siquiera me quité el abrigo, con la hoja de papel abierta entre las manos, me dejé caer sobre la cama y quedé como embelesado. Aquella línea pulcramente escrita con tinta azul tenía una grafía casi perfecta, las palabras aparecían claras, precisas, sin correcciones ni enmiendas. Todo en ella desprendía equilibrio, armonía; las ondulaciones de las eses, el retorcimiento del ocho compensaban a la perfección con la severidad que se había impuesto a los trazos de las tes o las y griega. El autor de aquella nota debía ser alguien disciplinado, firme, que difícilmente se dejaría arrastrar por las emociones y los sentimentalismos, una persona en la que resultaría fácil confiar. De pronto, como si un foco de luz hubiera irrumpido en las tinieblas de la noche, reparé por primera vez en el mensaje, lo que la línea quería decirme y el impacto fue tal que me incorporé de la cama. Releí de nuevo cada una de las palabras, entendiéndolas, sopesándolas y sí, no había duda, alguien que me conocía, que vivía tan solo dos habitaciones más allá de la mía, me ofrecía trabajo. Quise lanzarme al pasillo, buscar la puerta 28, aporrearla y, sin esperar a que abrieran, gritar: Sí, sí, busco trabajo, acepto lo que sea. Soy licenciado en Filosofía, domino el inglés y algo de francés, tengo un master, varios cursos de perfeccionamiento… así hasta acabar de recitar todas las líneas que componían mi currículo, pero me frenaron los miedos; los miedos y los prejuicios.
¿Qué podía ofrecerme alguien que compartía conmigo aquella sucia y miserable pensión? Seguramente sería un desalmado que pretendía divertirse a mi costa con esa broma de mal gusto, o tal vez un degenerado que conociendo mi desesperada situación se aprovechaba para llevarme hacia una trampa macabra. Sin embargo, había algo que no cuadraba. Ninguna de las dos imágenes conciliaba con lo único verdaderamente real que tenía de él, su nota, su pulcra y cuidada nota.
Aquella noche no pude dormir, a veces me convencía de que lo más acertado era romper el papel en mil pedazos y olvidarme del incidente, otras me decantaba por esperar y comprobar cuánto de cierto había en el mensaje. A una hora prudencial me levantaría, me asearía como cuando iba en busca de trabajo, saldría al pasillo, localizaría la puerta número 28 y llamaría. Sin atravesar el dintel, siempre sin atravesar el dintel, me presentaría: soy fulano de tal y he recibido esta nota, después aguardaría sus explicaciones, total por hacer esto ¿qué me podía pasar?
Así lo hice, a las 9 en punto de la mañana estaba tocando con mis nudillos en la puerta de mi vecino. Mientras me repetía una y mil veces que no debía traspasar el umbral de la habitación, la conversación necesariamente debería desarrollarse en el pasillo con la escalera a la vista por si tenía necesidad de huir. Finalmente la puerta se abrió y un hombre maduro, con el pelo blanco, complexión fuerte y amplia sonrisa me tendió su mano.
Pasa, por favor, me llamo Manuel Alcántara.
Con cierto recelo le ofrecí la mía y en su forma de estrecharla, el calor que me llegó al tomar contacto con su piel entendí que estaba frente al responsable de la nota que encontré bajo mi puerta.
- Espero que no te moleste si te tuteo, pero teniendo en cuenta nuestra diferencia de edad, me resulta más fácil.
Y se echó a un lado invitándome a pasar. Miré una vez más hacia el pasillo, vi al fondo el recodo que hacía la escalera, pero avancé hacia el frente y la puerta se cerró tras de mí.
¿Quieres tomar algo?, veré que tengo…
- No, no se preocupe, no me apetece nada -le interrumpí-. He venido por su nota. -Introduje la mano en el bolsillo para mostrársela, pero él me detuvo.
- Sí, la deslicé por debajo de su puerta ayer por la tarde. Pero, por favor, siéntate.
Sacó una silla que estaba como incrustada en el escaso hueco que dejaban los pies de la cama y la pared y me la ofreció poniéndola en medio de la habitación; él se situó de frente sobre una vieja descalzadora similar a otra que había en mi cuarto.
Esperó a que los dos estuviéramos acomodados y comenzó a hablar.
- Verás, soy escultor y vivo en Sevilla. He venido a Madrid para presentar a concurso uno de mis proyectos. La verdad es que no albergaba ninguna esperanza de ganarlo, pero contra todo pronóstico me lo han concedido. Sin duda va a ser la obra más laboriosa de cuantas he realizado hasta ahora.
Tenía una voz ronca pero a la vez elegante. Me fijé en sus facciones y no me resultaban desconocidas, tal vez nos hubiéramos cruzado en el barrio o en la escalera, pero en aquel momento no recordaba cuándo.
- Mi obra consta de un solo personaje, un personaje que para que cumpla los objetivos que me he marcado ha de ser joven, no demasiado fuerte, de cara angulosa, nariz afilada y brazos y piernas largos. En una palabra un personaje bastante parecido a ti. Si te mostrara los bocetos te maravillarías con el parecido, es como si hubiera adivinado tu existencia antes de conocerte. Por eso el otro día cuando nos cruzamos en el portal me quedé tan sorprendido.
Fue en ese momento cuando recordé. Ocurrió hace una semana, me disponía a salir del portal cuando alguien que entraba de manera precipitada chocó conmigo. Durante unos instantes nuestros cuerpos permanecieron varados, y como él no se movía me vi obligado a hacer un movimiento tal vez demasiado brusco, para zafarme y seguir mi camino. Antes de abandonar el portal le escuché muy bajo pedirme perdón, ni siquiera volví la cabeza para contestarle, pero sí tuve la sensación de que anduvo tras de mí algunos pasos, salió a la acera y desde allí estuvo observando cómo me alejaba.
- Lo que te ofrezco es que poses para mí, no tendrás que hacer nada, solo permanecer en la posición que yo te diga, eso será todo.
La verdad es que en mi amplio abanico de disponibilidades laborales, la de hacer de modelo nunca estuvo incluida, pero …
¿Cuáles serían las condiciones? Le pregunté.
- Firmaríamos un contrato en principio por tres meses. Durante ese tiempo vivirás conmigo en mi casa de Sevilla y todos los gastos los tendrás cubiertos; además recibirás 50 € por día de trabajo. Después de ese tiempo te seguiré necesitando, pero será solo para sesiones esporádicas, y su precio por supuesto ya lo concretaríamos.
- En principio no me parece mal, aunque tendré que pensarlo.
Yo fui el primer sorprendido por el tono exageradamente altivo que puse en mis palabras, pero él no pareció acusarlo. Se puso en pie, y haciéndome ver que por su parte la conversación estaba prácticamente concluida añadió:
- Me parece bien, pero no tienes mucho tiempo, parto para Sevilla mañana al mediodía y si aceptas deberás venir conmigo.
- Está bien, voy con usted.
****
Mientras he estado recordando parecía que las hormigas me hubiesen abandonado, pero fue solo un espejismo, permanecían a la espera de una nueva orden de ataque que ya ha debido producirse porque otra vez mi cuerpo es un coladero, siento cómo sus aguijones atraviesan mis partes blandas sin ninguna piedad. Quiero moverme, necesito moverme, pero si lo hago sé lo que me espera.
Dirijo mi vista hacia él, que ajeno a mi sufrimiento permanece absorto en su obra. Me fijo en sus piernas que, desnudas bajo la bata gris, no paran de moverse y trato de imaginar que es mi cuerpo y no el suyo el que se desplaza sobre ellas, doy dos pasos hacia delante, me detengo, los deshago caminando hacia atrás, pero este juego absurdo solo consigue aumentar mi desesperación y acabo dejándolo. Para momentos como este en que no puedo más y el dolor está a punto de vencerme, cuento con otro mucho más arriesgado pero también más eficaz. Con la mente, porque con los ojos no puedo, concentro toda mi atención en un solo punto de mi cuerpo, esta vez he elegido el pie que queda más escondido a su vista y lenta, muy lentamente, comienzo a despegar cada uno de los dedos, primero el gordo, después el pulgar… es solo un poco, lo suficiente para saber que sigo vivo, que nadie ha robado mi voluntad, que se trata solo de una anulación momentánea. Pero aunque el movimiento es prácticamente imperceptible, él lo nota, detiene su mano, fija sus severos ojos en mí, y el terror me invade por completo.
No sé cuánto hace que estoy aquí, he perdido la cuenta. El tren nos dejó en la estación cuando anochecía y mientras el taxi avanzaba por un complicado laberinto de callejuelas, recuerdo que pensé que aquella ciudad me iba a gustar. Intenté memorizar fachadas, plazoletas para visitarlas detenidamente cuando acabara mi jornada laboral.
Finalmente nos detuvimos en una calle estrecha frente a unas puertas de metal pintadas en verde que desentonaban en el entorno recargadamente barroco en el que se encontraban, no me dio tiempo a más elucubraciones, tuve que esperar porque él me esperaba ya con un paño de la puerta entreabierto.
Esa noche fue la primera después de muchas que conseguí descansar; el ajetreo del viaje, las expectativas ante el nuevo trabajo y la tranquilidad de saber que en breve volvería a disponer de un sueldo más que aceptable debieron confabularse y me llevaron a un profundo y reparador sueño.
A la mañana siguiente, después de desayunar, el escultor me trajo a este taller del que no he vuelto a salir. Me indicó que me quitara la ropa, él mismo me ayudó a subir a la tarima, por aquel entonces aún desnuda y comenzaron los entrenamientos para no moverme, para soportar el cansancio, el aburrimiento, las ganas de hablar, de imprecar, de maldecir, de jurar y, cómo no, de salir huyendo. Cada día las medidas que tomaba contra mí eran más duras e inhumanas.
Un día lo intenté, me zafé de las ataduras y desde la tarima ante sus ojos salté al suelo, pero apenas di dos pasos. Noté un pinchazo y caí derrotado al suelo. Cuando desperté estaba en una especie de camastro que él utilizaba a veces para descansar con las manos y los pies atados.
- Esta vez he sido benévolo, la próxima te arrepentirás.
Su voz sonaba fría, tenebrosa, aterradora. Puso ante mis ojos para que la viera bien una especie de pistola, pero su cargador en vez de balas tenía ampollas de vidrio con una sustancia paralizante, eso fue lo que disparó a mi pierna y me dejó tendido en el suelo. Definitivamente me habían tendido una trampa y yo había caído.
Soporté, aguanté, imposible imaginar lo que es capaz de resistir el cuerpo humano cuando se ve sometido por la fuerza, pero lo peor estaba por llegar. Un día le vi afanándose en la fabricación de una masa, continuamente probaba su resistencia, su untuosidad y rectificaba echándole más líquido o mayor porción de polvos, según su criterio. Cuando quedó a su gusto vino hacia mí y comenzó a aplicármela sobre la cara. Primero sentí escozor, después calor y finalmente me ahogaba. Me había tapado los agujeros de la nariz y la boca y no podía respirar. Afortunadamente, con un afilado bisturí hizo unos cortes no sólo para dejar pasar el aire por mis orificios sino a la altura de los ojos, y volví a ver. En aquel momento no sabía cuáles serían sus intenciones pero supuse que una vez quedaran fijadas en la masa mis facciones la retiraría, pero no lo hizo, aún me mantiene con ella. Ya no como, él es quien me alimenta a base de líquidos suministrándomelos con una paja, pero los dientes por falta de uso han comenzado a crecer y se me clavan en la boca, en la de verdad no la que aparece esculpida en la máscara.
Ya cada vez son menos las aportaciones que hace en mi obra; tengo la impresión de que para él está terminada. Desconozco cuál será mi futuro ni cuánto más podré soportar esta tortura. Me cansé de intuir cuándo era de día y cuándo de noche a través de los cristales opacos que cierran las pequeñas ventanas. Prefiero cerrar los ojos y dormir; aunque él no lo sabe he aprendido a incluso de pie, apoyado sobre el palo vertical que tengo a mi espalda; este es mi logro, mi pequeña gran victoria.
Hace tiempo que de la calle llega un alboroto inusual, son voces, conversaciones, frases sueltas que entran desde el otro lado de las puertas.
- Un año más nos vemos aquí.
- Sí, y espero que queden muchos todavía.
Parecen nerviosos, expectantes. A lo lejos empiezo a percibir un sonido de tambores, su ritmo es acompasado y repetitivo y su volumen va a más, está claro que se acercan. Cuando parecían estar a la altura de estas puertas enmudecen, la gente también guarda ahora silencio, un silencio que enseguida queda roto por lo que en principio es solo rumor y que después se define como unos pasos que se arrastran lentamente sobre el asfalto. Son muchos y caminan en orden, todos con la misma cadencia. Se han detenido y de repente tres golpes secos, contundentes, hacen vibrar las hojas de la puerta. Alarmado dirijo mi vista al escultor pero no parece sorprendido, abandona su cincel sobre la mesa, se limpia las manos en la vieja toalla, pasa por delante de mí, sin siquiera mirarme se dirige a las puertas y las abre de par en par. El aire frío de la noche eriza mi piel desnuda. El ángulo que tengo de visión no incluye la puerta, por tanto desconozco qué es lo que pasa, noto un silencio y después un seco “adelante” de boca del escultor que autoriza a que 20, 30, 40 hombres vestidos completamente de negro y con la cabeza cubierta por un alto y puntiagudo capirote entren en la sala. Vienen hacia mí, pero lo hacen de forma ordenada, en fila de dos, rodean la tarima donde estoy enclavado, levantan la cabeza para mirarme y es entonces cuando percibo en sus ojos, visibles como los míos por diminutas aberturas hechas en la tela, admiración, veneración, reconocimiento. Todos se santiguan y entonan una oración, después bajan la cabeza, apoyan sus manos sobre los varales en los que el escultor quiso que descansara el andamiaje que me soporta, y perfectamente sincronizados los cogen, los levantan para dejarlos descansar sobre sus hombros, después -como respuesta a la orden que da uno de ellos- comienzan a caminar hacia la calle. La gente al verme se arrodilla, reza, algunos lloran, otros gritan.
¡Viva el Cristo de la buena muerte! – ¡Viva!
Avanzamos en la fría noche con paso corto y muy lento acompañados por el tañido fúnebre de los tambores que han reanudado su sonar. Detrás las puertas verdes han vuelto a cerrarse. Quién será el siguiente que ocupe mi puesto.