Al final del camino Por Paula Alfonso

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            Imaginad, solo imaginad, cerrad los ojos y tratad de convertir mis palabras en imágenes.

            Es noche cerrada. Fácil resulta suponer que la oscuridad que se percibe a través de las ventanillas estará acompañada de esa sinfonía de sonidos que emite el campo cuando todos duermen, pero aquí dentro del coche el ruido del motor no permite que lo apreciemos.

            Avanzamos por un camino recto, estrecho, solitario, y aunque la velocidad es reducida, la presión de las llantas hace que algunas piedras salgan despedidas para acabar estrellándose contra la carrocería o perdidas entre los arbustos de la cuneta.

            Desde que dejamos la autopista para introducirnos en este sendero, una hilera de árboles de tronco robusto como soldados en formación con sus armas levantadas parecen guiarnos o tal vez custodiarnos. La conductora los conoce bien, eran estos mismos los primeros en darle la bienvenida al principio de cada verano, los que le anunciaban que ya estaba cerca de casa, de su habitación y de los cálidos abrazos de su abuela… La abuela, la dulce y entrañable abuela.

Pero no, basta.

La conductora se pasa la mano rápidamente por la cara como si quisiera despertar de un sueño que por instantes le ha vencido. No quiere, no debe recordar. Se ha propuesto no ser víctima de la nostalgia, no perderse en inútiles melancolías que solo la distanciarían del objetivo marcado, ha de seguir adelante y punto, eso es todo. Pero cuánta alegría cuando cada año recorría este mismo camino bajo la cúpula vegetal que formaban las ramas de uno y otro lado al unirse en el centro. Solía llevar la cabeza fuera de la ventanilla para respirar un aire que la limpiaba, la fortalecía y le despertaba unas intensas ganas de vivir. Este lugar era para ella el más bonito del planeta, el mejor de todos los posibles. Sin embargo, ahora qué diferente resulta todo. Entonces el viaje lo hacía a pleno día y todos ansiaban su llegada. En esta ocasión viene de noche y a escondidas, porque nadie, absolutamente nadie y eso lo ha cuidado bien, conoce en estos momentos su paradero. Y ¿qué decir de aquel sendero entonces elegante, solemne, de techo abovedado y frondoso? Se ve que las ramas deshicieron su abrazo y caen ahora desordenadas, apuntando flácidas hacia el suelo. ¿Escucháis ese sonido sibilante? Se asemeja a una víbora que agitara su cuerpo dispuesta a atacar o al grito apagado de alguien al que ya no le quedan fuerzas. ¿Podéis oírlo? Desagradable ¿verdad? Son esas hojas secas que chocan contra el techo del coche como si quisieran detenerlo, frenarlo, que no siga y ante su impotencia lo arañan con verdadera saña. Hoy todo es ya desidia, dejadez, abandono.

            La conductora continúa su marcha, atenta solo a lo que ve por el parabrisas, ni siquiera parece importarle la señal luminosa que desde el salpicadero le advierte que la gasolina ya va en la reserva. ¿Podéis verla con sus manos al volante y los ojos fijos al frente? ¿A que recuerda a uno de esos robots teledirigidos que utilizan en las pistas de pruebas? Si de momento frenara, su cabeza caería hacia delante, para después salir despedida hacia atrás en una combinación de movimientos milimétricamente calculada. Cada vez aminora más la marcha, el cuentakilómetros ya no marca los 160 de la autopista, ahora la aguja apenas supera los 40, es como si no fuera ella la que impulsa el vehículo sino algo, una fuerza que desde atrás la empujara hacia esta gruta abismal, esta garganta oscura, profunda, que parece querer tragarla.

          De repente a los lados ya no hay árboles, los dejamos atrás. Estamos acercándonos a una explanada en cuyo centro se levanta una casa de paredes semiocultas tras una frondosa hiedra que ha avanzado en absoluta libertad. La conductora se detiene, apaga el motor y sale del coche. ¿Sentís el frescor de la noche en la cara? ¿Y ese olor a tierra mojada? Puede que no muy lejos haya un pequeño riachuelo que sacia la sed de estas tierras. Incluso, si prestáis atención escucharéis el discurrir de su agua por entre los cantos rodados

            Pero a ella no parecen importarle estas sensaciones, ha cogido su bolso y con determinación avanza en dirección a la puerta. Súbitamente se detiene, son sus piernas que no le responden, tal vez las tenga entumecidas tras el largo viaje. Al cabo de unos instantes lo intenta de nuevo, despacio y con esfuerzo consigue dar un paso, después otro, así hasta alcanzar la pequeña escalinata. Ayudándose de la barandilla sube los tres peldaños que la llevan hasta la puerta. Abre su bolso, saca una llave, es grande, de las antiguas de hierro, la introduce en la cerradura y tras varios intentos consigue vencer la resistencia del cerrojo. El chirrido de los goznes es como un cuchillo que rasga la noche, queda después un silencio, denso, profundo, expectante y al rato todo vuelve a la normalidad, los grillos, las lechuzas reanudan su canto.

            Al entrar en la casa le inunda un fuerte olor a cerrado, pero no se detiene, avanza segura en la oscuridad, mientras con sus dedos busca en la pared el interruptor de la luz. Cuando lo acciona una pequeña bombilla tras varios amagos acaba por encenderse. Es en ese momento en que la habitación se ilumina cuando la mujer reacciona, mira detenidamente a su alrededor y en sus labios se dibuja una sonrisa, es su respuesta a los mensajes que todos aquellos enseres le envían; recuerdos, imágenes como congeladas en el tiempo, sonidos o simplemente olores. El frutero vacío, la pequeña bailarina de porcelana, el abanico de la bisabuela enmarcado en la pared, todo absolutamente todo tiene algo que decirle y ella lo escucha agradecida. Avanza despacio hasta detenerse al lado de la mecedora en la que su madre pasó los últimos años, aún mantiene el cojín de plumas que le ponían para que la enea no dañase su frágil piel, y la almohada con funda de ganchillo donde reposaba la cabeza. Con la yema de sus dedos avanza por la curvatura de la madera y a través de esa caricia percibe con total nitidez la voz serena de su madre aquella tarde cuando le habló de unos amores que pudieron ser y no fueron, de una deuda que el destino nunca le pagó a pesar de que siempre se lo reclamó. Aquel día algo cambió entre ellas y no fue por su inocente confesión, sino por algo mucho más sutil que desde lo más profundo de sus corazones selló para siempre el cordón que nunca debió romperse.

            Abandona con desgana la mecedora y camina hacia la pared que queda enfrente, en el transcurso le dan en la cara telas de araña que colgaban del techo, pero ella las aparta sin dificultad. Finalmente se detiene bajo la fotografía en blanco y negro de sus abuelos en el día de su boda. Él está de pie y mira retador hacia la cámara mientras apoya su mano en el hombro de la reciente esposa como si la sujetara, como si la obligara a permanecer sentada en la silla donde está. Ella se muestra sonriente con la misma contagiosa alegría que tuvo hasta el momento mismo de su muerte. Está preciosa.

            Su vagabundeo por la sala le lleva ahora a una especie de aparador protegido del polvo con una sábana, pero antes de llegar se detiene, ha pasado por delante de un espejo y le ha costado reconocer que la imagen que refleja sea la suya. Se trata de una mujer joven y sin embargo acabada. Sus ojos hundidos en profundas ojeras parecen no tener vida, están fríos, secos, vacíos. La nariz afilada contrasta con la flacidez de sus pálidas mejillas que caen como también ocurre con la comisura de los labios conformando todo una máscara burlesca. Expone al espejo sus brazos delgados de venas quemadas, y palpa sus clavículas perfectamente definidas bajo la blusa de seda blanca, están tan afiladas que serían incapaces de soportar cualquier peso, ni siquiera el de su escuálido y caquéxico cuerpo.

           Pero ve algo en aquella imagen que no concuerda, como un chiste malo en una triste historia; enseguida lo descubre, es esa media melena ondulada de un intenso y provocador azabache que descansa artificialmente sobre sus hombros. Como accionada por un resorte levanta su mano, coge todo un mechón y tira con rabia arrancándose así aquella odiosa peluca que nunca quiso pero como tantas otras cosas también le impusieron.

            Se mira de nuevo en el espejo y ahora sí, su imagen es una sinfonía de decadencia sin ninguna nota discordante.

            Busca con su mirada el bolso, lo abre y extrae de él una pequeña ampolla color ámbar, sin dudarlo se la mete en la boca, la muerde y espera. La vista empieza a nublársele, a tientas acude a la mecedora y se deja caer en ella, ahora tiene dificultad para respirar, echa la cabeza hacia atrás hasta sentir la almohada con funda de ganchillo, cierra los ojos y espera.