Gris asfalto Por Sandra Pedraz Decker

1. Emilio

El balanceo

            Acaba de sonar el timbre que indica el final del recreo y Paula se dirige directa a clase. No quiere llegar tarde, pues a sus diez años, Paula es una niña que siempre se porta bien. Piensa que así sus padres podrán sentirse orgullosos de tener una buena hija, que sabe dar ejemplo a sus dos hermanos pequeños. Por eso ha aprendido a mantener una actitud correcta cuando está delante de ellos. Se sienta en la mesa, callada y muy quieta, escuchando, cada vez que sus padres reciben visita. “Qué niña más formal”, dicen. Y a Paula eso le hace sentirse especial, pues piensa que es la mejor manera de que a sus padres les guste pasar tiempo con ella, después de trabajar hasta tan tarde en la oficina. De esta forma, está acostumbrada a obedecer. Siempre obedece.

            Es la hora de Religión. “¡Qué camisa tan bonita!”, dice Emilio, el profesor, al tiempo que le hace cosquillas en la tripa. Paula se encoge sobre sí misma, divertida. Le hace ilusión que se haya fijado en ella, pues es uno de sus profesores favoritos. Se sienta en su pupitre, que está algo apartado, en la esquina del fondo. Hoy van a ver un vídeo. Paula se recuesta en su silla, y observa cómo Emilio apaga la luz. Luego ve cómo se acerca al pupitre de ella y se sienta sobre su mesa, de espaldas a la niña, con el cuerpo girado hacia el vídeo. A Paula le da confianza que elija ese lugar para sentarse. Emilio no es como esos profesores tan serios. Él es divertido, y se nota que le gusta tratar con niños. Es mayor, quizá como su padre, porque tiene la misma calva y el pelo canoso. Lleva unas gafas redondas y en general, desprende vitalidad. Y confianza.

            Entonces llega el primer sobresalto. Está oscuro. La única luz es la que desprende el televisor. Paula la mira, algo distraída, con las manos sobre el pupitre. De repente nota un intenso ardor en el brazo. Es la mano de Emilio. Acariciándola. Él no se ha girado, sigue manteniendo la misma postura, sentado sobre la mesa de Paula, dándole la espalda a la niña, sin mirarla. Pero ha dirigido su brazo hacia atrás, buscado su pequeña mano y a partir de ahí, ha subido hasta su hombro. La acaricia de arriba abajo, suavemente. Paula siente cada vez más calor. Mucho calor. Es incapaz de moverse. En la oscuridad, ninguno de los veintiséis niños del aula, atentos a lo que sucede en el vídeo, se está dando cuenta de nada. Paula tiene un nudo en la garganta. Los oídos le zumban. No sabe qué hacer. Ella está acostumbrada a portarse siempre bien, a estar siempre muy quieta. Y callada.

            Las caricias están a punto de pasar de su hombro a su pecho, todavía inexistente, que late con fuerza debajo de la bonita camisa que su padre le compró en uno de sus frecuentes viajes de trabajo a Nueva York, junto a cinco muñecas Barbie, que a Paula le encantan. Entonces Paula se echa hacia atrás todo lo que puede, balanceándose en la silla, de modo que queda sostenida únicamente por las dos patas traseras, con el respaldo apoyado en la pared. Ahora Emilio no llega. Tiene sus dedos extendidos, hacia el cuerpo de la niña, pero apenas puede rozarla. Paula siente que el mundo se ha reducido a esa esquina, hecha de ladrillo, en la que está acorralada; a esa mano del profesor que la caía tan bien, y que quiere alcanzarla; y al balanceo. El balanceo que mantiene con esfuerzo para poder alejarse de él.

            Quizá si Emilio se girase hacia ella, si él decidiera acercarse, Paula no hubiera sido capaz de decirle nada, de frenarle, de interrumpir el vídeo que sus compañeros observaban, embobados. Se hubiera quedado ahí, parada, dejándose hacer. Porque Paula siempre se porta bien. Y Emilio lo sabe. Por suerte, él no se gira. Sigue tanteando el pupitre con su mano. Lo recorre de derecha a izquierda, una y otra vez. Pasa su mano por las esquinas, buscando los brazos asustados que Paula mantiene pegados a su cuerpo, conteniendo la respiración. Por fin, el vídeo termina. Emilio se levanta, apaga el aparato y enciende las luces. En ningún momento se vuelve hacia ella. Paula suspira, aliviada, aunque sigue balanceándose, sin atreverse todavía a volver a la postura original de la silla, sin mirar a los ojos al que era uno de sus profesores favoritos, ni a ninguno de sus veintiséis compañeros que han presenciado, sin saberlo, los cincuenta minutos más largos e intensos de la vida de Paula.

            Años después, supo que no había sido la única. Quizá por eso le habían despedido poco después de aquel incidente y la niña se sintió aliviada, porque ya no había necesidad de contarle a nadie lo sucedido. Pues alguien había tenido el valor suficiente, el valor que Paula no tuvo, de hacerlo antes que ella.

2. Sergio

La espera

            Paula lleva toda la semana deseando que llegue el fin de semana. Por fin es sábado y antes de salir, comprueba que lleva todo lo necesario: un paquete de tabaco recién comprado, mechero, DNI, el abono de transporte, papel de liar y diez euros de hachís. Ya le queda poco del dinero que su padre le dio la semana pasada, cuando cumplió los dieciocho. Corta cuidadosamente el hachís por la mitad y esconde una parte entre la ropa de sus Barbies, que todavía conserva en un cajón. Se resiste a tirarlas, aunque ya sólo las utilice como un buen escondite. Paula sube las escaleras y sale de casa sin despedirse. Cierra la puerta despacio, con cuidado, para que nadie la oiga. Piensa que mamá estará tumbada en el sofá de arriba, como siempre, con la mirada perdida a causa de los antidepresivos. En estos últimos meses, los insultos, la humillación y el desprecio constantes de papá, han terminado por hundirla. Pero hoy es sábado, y los sábados Paula no se permite preocupaciones.

            Mientras camina, se enciende el primer porro de la noche. Se siente algo cansada, así que necesitará pillar algo más fuerte para aguantar hasta por la mañana. Esta noche ha quedado con Sergio, un chico del barrio con el que sale últimamente, y que la espera en la estación. Ahí está. Es alto y muy delgado, y siempre lleva una gorra roja desgastada, calada hasta los ojos. Nunca habla demasiado, pero eso a Paula no le importa, porque en realidad no tienen nada que decirse. Pero no está solo. “Es Erika, una amiga”, le dice. Paula la conoce, la ha visto alguna vez por ahí. No le da más importancia, pues para ella, la gente con la que sale es simplemente circunstancial. Lo único que le importa es el hecho de salir en sí. Y poder pillar algo más fuerte.

            En la discoteca no hay mucha gente, pero hace calor. Antes han pasado por el piso de un conocido de Sergio y han esnifado algo de cocaína, para animarse. Paula se lo está pasando bien, con él siempre es divertido. Además, nunca le hace preguntas. Después del speed y del éxtasis, Paula tiene la vista nublada, y apenas distingue los rostros de los demás. Paula fuma con ansiedad. “Ahora vengo, voy al baño”, le dice a Sergio. Éste la mira, haciendo un gesto con la cabeza, sin hablar. Paula le da un beso, cariñosa. Él le guiña un ojo.

            Una vez en el baño, para aliviar el calor que siente, se moja la cara, sin preocuparse de que el maquillaje se corra. Respira hondo para calmar la ansiedad y se enciende un cigarrillo. Cinco minutos después, al volver, no hay ni rastro de Sergio. Ni de Erika. Paula se siente aturdida. Entonces, un conocido le dirige una mirada cargada de compasión, que se le clava en el pecho. El corazón le late con fuerza, y no le hace falta preguntar nada. Mierda, cómo ha podido ser tan estúpida. Menos mal que el gramo de speed lo guardaba ella. Ahora tiene ganas de irse a casa. Poco después, encienden las luces. “¿Te vienes a un after?”, se escucha. Paula siente otra mirada de compasión sobre ella. Se siente idiota, rabiosa y sola. Muy sola. Así que coge sus cosas y sin despedirse, se dirige a la estación. Le cuesta enfocar. Se fuma un porro por el camino y al llegar, una intensa niebla cubre todo el andén.

            Cuando llega a casa, ya ha amanecido. No tiene llaves, pues su padre se las quitó hace tiempo, cuando dejó de “portarse bien”. “¿Has visto la mierda de aspecto que tienes?”, suele decir. Paula coge aire y llama al timbre. Quizá tenga suerte, y la abra su madre. Al poco tiempo, escucha los pasos. A Paula se le hacen eternos los segundos que pasan hasta que la puerta se abre. Se siente cansada, a pesar de todo. “Por favor, que sea mamá”, piensa. Así podrá escabullirse hasta su habitación y olvidarse de todo por unas horas.

            Parece que no es su día de suerte, pues es su padre quien abre la puerta. Las pupilas de Paula están tan dilatadas, que apenas se distingue una fina línea marrón a su alrededor. Siente un intenso hormigueo, que le recorre todo el cuerpo. “¿Vienes drogada?”, la pregunta. “No”, contesta ella, bajando la mirada, esperando lo que ya sabe que va a pasar. Entonces él se lamenta, ya que siempre ha sido un buen padre, que le ha pagado un colegio privado, que le ha comprado ropa, que siempre le traía un montón de Barbies cuando se iba de viaje a Nueva York… En cambio, ella es una hija de puta mentirosa, una cínica, una desagradecida, una persona tonta, muy tonta, que no es capaz de querer a nadie… Y para terminar, le cierra la puerta en las narices.

            Resignada, Paula deambula por el parque de al lado de casa. Sabe que todavía le quedan un par de horas hasta poder volver. En los columpios, hay una familia con sus hijos, pequeños, jugando. Se sienta en un banco al sol y cierra los ojos, pues el tamaño de sus pupilas hace que la luz le deslumbre. Le gustaría tumbarse y dormir un poco, pero le da vergüenza que la vean así, tirada. En ese barrio sólo hay parques con el césped muy verde y las flores muy cuidadas. Y muchos chalets adosados con un monovolumen en la entrada. Sabe que lo mejor sería independizarse de una vez. Pero también sabe que si lo hace, será el fin para ella. Sin la presión de sus padres, no tardaría mucho en dejar la universidad. Y no quiere buscar un trabajo porque le da miedo tener más dinero para drogarse… O tal vez todo no sean más que un montón de excusas. ¿Pero, cuándo empezó a ir todo tan mal?

            Lo peor es la espera hasta que puede volver. Encima casi no le quedan cigarrillos. Paula tiene que deambular cerca de la puerta de casa hasta que ve el coche de su padre salir del garaje. Entonces llama al timbre y ahora es su madre quien la deja pasar, sin decirle nada. Por fin Paula puede abrir el cajón de sus Barbies, rebuscar entre sus vestidos y hacerse un porro con parte del hachís que había guardado. Sabe que esa noche se ha comportado como una verdadera idiota, que se merece todo lo que le ha pasado. Pero lo bueno de fumar tantos porros, es que nada le importa realmente. Ni siquiera siente remordimientos cuando piensa que tal vez debería ayudar a su madre a salir del agujero. Ya se lo planteará dentro de unas horas, cuando la despierten para comer y se sienten todos juntos en la mesa: su padre, su madre, su hermano y ella. Comerán filetes de pollo empanados con arroz, como todos los domingos.

            Unos días después, es sábado de nuevo, por fin. Paula comprueba que tiene todo lo necesario y cierra la puerta de casa procurando hacer el mínimo ruido posible. Cuenta el dinero que lleva. No es mucho. Esta noche no ha quedado con nadie, pero eso no importa, sabe quiénes estarán allí. Al fondo de la discoteca, distingue una gorra roja, desgastada, calada hasta los ojos. Hoy está solo, y Paula se acerca. “Hola”, le dice. No parece muy sorprendido. “¿Pillamos algo entre los dos? A mí sola no me llega”, concluye ella. Él asiente con la cabeza, sin decir nada, y le guiña un ojo.

3. Arturo

Primera parte: El traje

            Paula se siente orgullosa de haber encontrado un trabajo. Sobre todo, porque lo ha conseguido ella sola. Tras abandonar la aburrida carrera, tres meses después de haberla empezado, algo tenía que hacer hasta poder matricularse en otra cosa que le gustara más. Sobre todo, porque así pasaría casi todo el día fuera de casa, y mientras ganara dinero, su padre la dejaría en paz durante algún tiempo.

            Hoy Paula cumple diecinueve años, y llega tarde a trabajar. Entra a las ocho y media, así que se levanta a las seis, se ducha, se toma un Cola Cao, se echa una gruesa capa de antiojeras y se va a la oficina, vestida con el traje gris que su madre le compró para su graduación y unas deportivas. Los zapatos los lleva en la mochila. Una vez allí, tienen la primera reunión de la mañana. En ella, Arturo, su jefe, reúne a todos los empleados y les suelta una charla de motivación para que ese día, se soliciten la mayor cantidad de tarjetas de crédito posibles. Arturo tiene treinta y cinco años, o eso dice, y es de Venezuela. Es un hombre alto y delgado, con el pelo corto, moreno, y la piel oscura. Viste con un traje impecable, usa una colonia fuerte, y tiene una labia que utiliza a la perfección para transmitir todo el entusiasmo que los empleados necesitan a las ocho y media de la mañana. Sin esa dosis de entusiasmo, Arturo sabe que es muy difícil aguantar durante todo el día insistiendo a la gente para que solicite una VISA oro. Cuando Arturo termina de hablar, cada uno se dirige a sus puestos de venta.

            El de Paula está en un centro comercial en San Blas, así que coge el autobús desde la oficina y en treinta y cinco minutos, se encuentra ahí. Luego coloca su stand, se pone los zapatos, coge las solicitudes y el bolígrafo, y comienza a abordar a la gente que pasa por allí. La mayoría es gente humilde, a la que el banco no suele conceder una VISA oro. Y la verdad es que no le va mal. Cobra a comisión y se ha especializado en los hombres maduros. Para ello, echa mano de su aspecto aniñado y su voz dulce. Y normalmente, no falla. Si el hombre en cuestión va acompañado de su mujer, tiene más cuidado y procura centrar la atención en ella. Entonces ésta deja de sentirse amenazada e incluso a veces es la mujer quien convence a su marido para firmar la solicitud.

           De vez en cuando, Arturo se pasa por allí, para ver cómo va todo. En las últimas semanas, han cogido más confianza, y durante estas visitas, suelen irse a algún lugar apartado, charlar, y fumar algo de hachís, pues Arturo siempre lleva algo encima. Una de esas tardes, le contó que tiene una mujer y dos hijos en Venezuela, pero que ella está en la cárcel. Ahora le manda dinero a la abuela de los niños todos los meses. Paula no hace preguntas, no quiere que la considere una niña entrometida. Es un hombre muy simpático, y elegante, siempre vestido con traje, como su padre. A Paula le atrajo desde el principio. Le ve como a alguien serio y responsable, y le transmite confianza. Está claro que sabe lo que hace. Una semana antes, la besó. A ella no le pilló desprevenida, pero se puso muy nerviosa, y le hizo ilusión.

            Esa tarde, el día que Paula cumple diecinueve años, ha quedado en llevarla después de trabajar a un sitio que él conoce. Es un motel, cuyas habitaciones se alquilan por horas. Las paredes del vestíbulo son de color crema, algo oscurecidas por el paso del tiempo. Paula mantiene la mirada en el suelo mientras Arturo le da el dinero al recepcionista. Una vez en la habitación, un sitio decorado con tonos verdes, lo primero que hace ella es chupársela. Luego, simplemente, se deja hacer. Después de follar, se visten y salen. Paula no se ha corrido, pero durante esos últimos meses, la droga ha diluido su apetito sexual, así que no le da más importancia. Una vez en la calle, Arturo, suave, acariciándola el brazo, le dice que vaya al centro comercial de Alcobendas. “Me ha fallado un vendedor allí, tendrás que cubrirle. Como es tu cumpleaños, si consigues diez solicitudes, te doy veinte euros”, concluye.

            Esa noche, Paula llega a casa tarde y cansada. Demasiado cansada para sentir nada. Se quita la chaqueta del traje y la deja caer sobre su silla. Todavía tiene el olor de su colonia. Después del trabajo, ha pillado algo de hachís con el dinero que le ha dado Arturo. Tumbada en la cama de su habitación, en el sótano, espera hasta que escucha los pasos de su padre subir a su dormitorio. Entonces, se fuma el último porro del día y se queda profundamente dormida.

4. Edu

Alguien con quien hablar

           “¿Quieres probarla?”, dice Edu, un chico de treinta años, moreno y muy delgado, tendiéndole el frasco. “¿A qué sabe?”, contesta Paula. “Es un poco amarga”, concluye Edu. Paula duda unos segundos. Luego niega con la cabeza, y Edu se toma todo el contenido del frasco de golpe. Es un bote de plástico, de tapa roja, con una etiqueta con un código escrito. Todos los días tiene que ir a un centro social a que se lo den. Poco después de tomarla, la metadona hace que las pupilas de sus ojos, de un azul intenso, parezcan dos cabezas de alfiler.

            Edu es de Barcelona y lleva un par de semanas trabajando en la tienda de reparación de calzado que está al lado del stand de Paula. A ella le gusta hablar con él, porque le parece un buen tío, con una mirada triste, y le cuenta experiencias con la droga que ella nunca había escuchado. Suelen fumar algo de hachís juntos, después del trabajo. Edu no conoce apenas a nadie en Madrid todavía, así que le propone hacer algo ese fin de semana. Paula acepta, pues no tiene un plan mejor.

            Es sábado, y lo primero que Paula hace esa tarde es ir a pillar algo de cocaína, que Edu le ha pedido. Luego se dirige al metro, donde han quedado. Ve su figura, lánguida y con los hombros caídos, a lo lejos. Éste la saluda, y al sonreír, se cubre la boca con la mano, pues le da vergüenza enseñar los dientes. Paula no puede evitar fijarse en que se ha puesto una camisa, algo más elegante de lo que acostumbra llevar. Una vez juntos, en las escaleras de la estación, Edu prepara unas rayas y las esnifan. Después, compran unas botellas de cerveza y deciden ir a su casa, a las afueras.

            Siguen esnifando y bebiendo durante toda la noche, y Edu le habla sobre su vida en Barcelona. “Lo peor de desengancharte de la heroína, es que tienes que empezar a vivir”, le dice, mientras se fuma un cigarrillo. “Cuando consumes, tu vida se basa en despertarte, conseguir dinero para pillar, y pincharte. Así, una vez tras otra. Al dejarlo, aparecen un montón de preocupaciones más: encontrar un trabajo, comprarte una casa, formar una familia… En el fondo, se podría decir que la heroína te evita un montón de problemas”, concluye.

            Están sentados en el salón, cada uno en un sofá, y Paula se encuentra a gusto. La casa apenas está amueblada, pues Edu se acaba de mudar, y la decoración es muy escasa. Hay una estantería en una caja en el salón, esperando para ser montada. Paula fuma, ansiosa, mientras le escucha. Sabe que Edu se siente solo, y que simplemente busca a alguien con quien hablar. Unas horas después, empieza a amanecer. Paula se siente algo mareada y va al servicio. La mezcla de la cerveza, el hachís y la cocaína de toda la noche le hace vomitar. Un sudor frío le recorre el cuerpo. Se moja la cara con agua, se mira al espejo para comprobar que todo está en orden, y vuelve al salón.

            “¿Estás bien?”, pregunta Edu, cuando ella regresa. “Sí”, contesta Paula, recostándose en el sofá. “¿Has vomitado?”, dice Edu, poco después. La mira fijamente. “No”, concluye Paula. Al rato, se marcha a casa. Está contenta, ha pasado una buena noche. Una vez allí, Paula llama a la puerta. Se siente sin fuerzas. Menos mal que es su madre quien abre y puede meterse directamente en la cama. Esta vez, ni siquiera tiene ganas de fumar antes de quedarse dormida.

 

4. Dani

Suerte

            Es viernes, y Paula amanece en la cama de Arturo. Vive en un piso en el centro, con un compañero del trabajo. Es un sitio pequeño y desordenado. Paula suele pasar por allí una vez a la semana. No hablan mucho, sólo fuman y follan, y para ella es suficiente. Le gusta el tipo de relación que tienen. Además, le parece excitante que nadie más lo sepa. Paula se ducha rápidamente, se pone su traje gris y se va a la oficina. Ya desayunará por el camino. Arturo se queda en casa un rato más, pues han acordado que cada uno iría por su cuenta.

            Poco después, Paula está en el autobús, camino de San Blas, con Dani, un chico de veintiún años, con el que trabaja. Es moreno, alto y muy delgado, y lleva un aro en la oreja. Al principio, a Paula no le llamó mucho la atención, pero después de un par de semanas trabajando juntos, le cae bien. Le cuenta historias sobre su ex novia y las chicas con las que se ha acostado, y eso a Paula le divierte. Además, nunca le hace preguntas sobre su vida. Dani también conoce a Edu y ha comentado alguna vez que cree que es un “pobre fracasado”. También piensa que Arturo es un “prepotente que va de guay”. Entonces, Paula siempre defiende a Edu. Sin embargo, de Arturo no dice nada.

            Están sentados, muy juntos, en la última fila. Paula se siente bien teniéndole tan cerca y, de forma muy sutil, empieza a tocarle el muslo, mientras hablan. Entonces, Dani le acaricia la mano. Ella sube, despacio, hasta llegar a su polla, y nota cómo se ha endurecido. Siguen con las caricias durante todo el trayecto, mientras hablan de cosas sin importancia. Al llegar, montan el stand y comienzan a trabajar.

          

Horas después, deciden hacer un descanso en uno de los bancos que hay repartidos por el centro comercial. Tras un par de comentarios sin interés, se hace un silencio incómodo, y entonces, Dani sugiere ir a una zona más apartada, donde hay unos servicios. A Paula le parece buena idea. Una vez allí, empiezan a besarse, y acaban encerrándose en el baño de minusválidos. Es un sitio amplio, con mucha luz. Dani se baja los pantalones y se sienta sobre la tapa del váter, y Paula se quita la ropa y le rodea con las piernas. Todo sucede muy rápido. Él se disculpa, y Paula piensa que no volverá a follar con alguien que presume tanto de sus ex novias. Después, se visten, se arreglan delante del espejo, y salen, tratando de disimular. Luego continúan con su trabajo con normalidad. Esa tarde, no vuelven a mencionar nada de lo ocurrido.

            Por la noche, Paula tiene ganas de salir, así que llama a Sergio. Quedan en la estación, los dos solos. Él lleva su gorra roja, y ella, unos vaqueros anchos y una sudadera. Antes de meterse en la discoteca, se toman unas cervezas en el parque, y esnifan algo de cocaína. A pesar de que la temperatura es cálida, Paula se siente destemplada, y algo cansada. Pero no tiene ganas de volver a casa. Horas después, están a punto de entrar en el local, cuando aparecen dos agentes de policía. “Sacad todo lo que llevéis en los bolsillos”, les dicen. Mierda, qué oportunos. A Paula sólo le queda una pequeña cantidad de hachís, pero también tiene la coca, en una cajita de latón amarillo. El policía coge la caja y la abre. Sorprendentemente, está vacía, así que les dejan en paz.

            “Seguro que se me cayó en el parque”, dice Paula. Poco después, Sergio y ella vuelven al sitio donde estuvieron bebiendo. “Aquí está”, dice Sergio, mientras recoge algo del suelo. El envoltorio está sucio, pero lo de dentro sigue intacto. “Es nuestra noche de suerte”, contesta Paula, y le besa. Luego van a la casa de él. Está amaneciendo, y se escucha a los pájaros cantar. Una vez allí, ponen algo de música, fuman un poco de hachís y follan. Él sobre ella, con movimientos torpes. Sergio termina rápido, y ella lo agradece, pues no está realmente excitada en ningún momento. Después, se incorporan en la cama, preparan un par de rayas y, tras esnifarlas, se dejan caer de nuevo sobre el colchón. A pesar de la manta, Paula se siente destemplada de nuevo, así que se acurruca junto a Sergio. Nota su propio corazón latiendo con fuerza, y por fin, consigue dormirse.

 

6. Papá

Primera parte: La visita

            Hoy papá ha invitado a dos amigos a cenar, y están todos sentados en el salón de arriba, tomando los aperitivos que mamá ha preparado. Paula se siente cómoda, y escucha la conversación con interés, sin apenas intervenir. Papá está de buen humor, y no deja de rellenar todas las copas de whisky. Sus amigos, un pintor, al que últimamente le va muy bien, un hombre con barba, serio y de mirada inteligente; y un escritor, de carácter calmado, con el pelo blanco, charlan animadamente. Y mientras, mamá está muy pendiente de que todo salga bien.

           “¿Qué tal te va, Paula?”, pregunta Rafa, el escritor. Paula sonríe, y se pone un poco nerviosa al notar que todos la están mirando. Contesta, con voz tenue: “Muy bien, muchas gracias”. Y luego, añade: “Mamá, ¿queda más coca cola abajo?”. Entonces, papá la observa, fijamente, luego termina su copa despacio, y con un tono pausado, dice: “¿Ésta? Es una cínica y una mentirosa, no le hagáis caso”. Entonces, se produce un silencio. Paula se pone de pie, con la intención de bajar a por la bebida. “Espera, no te vayas”, le pide papá. Y luego se dirige a sus amigos: “Se ha convertido en una hija de puta. Se pasa todo el día por ahí, con cualquiera, fumando porros. Bueno, porros y todo lo que encuentra. ¿No habéis visto la cara que tiene?”. Paula está de pie, muy quieta. Siente un nudo en la garganta. Los amigos de papá evitan mirarla a la cara. Se produce un silencio largo e incómodo.

            “¿Por qué pones esa cara? ¿Eres tonta?”, le dice su padre. Paula no contesta. Mamá le dice que se calme, que la deje en paz. “Contesta, ¿eres tonta?”, prosigue él. “No”, dice Paula. No es capaz de levantar la mirada del suelo, ni de moverse. Siente que está a punto de echarse a llorar, pero se contiene con todas sus fuerzas. “¿Lo veis? Es una mentirosa”, concluye su padre, mientras se rellena la copa. Rafa tiene un gesto muy serio, y se ha cruzado de brazos. Pedro, el pintor, se revuelve en la silla, con nerviosismo. Paula se da media vuelta, baja las escaleras hasta su habitación, y cierra de un portazo. Se queda allí, tumbada en la cama, el resto de la tarde. Por la mañana, papá le pregunta por qué no subió a despedirse de sus amigos. “Estaba muy cansada”, contesta Paula, a media voz, mientras termina su vaso de leche.

7. Álex

La habitación de al lado

            La habitación de al lado de la de Paula, en el sótano, es la de su hermano Álex. Tiene dieciséis años, y todas las noches, Paula suele sentarse con él, en su cama, y se fuman un porro mientras charlan. Álex está tumbado, apoyado en un gran cojín, y expulsa el humo, con la mirada perdida, y triste. Es un chico moreno, muy delgado, con unas marcadas ojeras. “¿Ha pasado algo?”, le pregunta Paula. Álex se incorpora para alcanzar el cenicero. Luego contesta, con voz quebrada: “Estaba en casa de Toni. Habíamos quedado para jugar al rol. Me ha llamado papá en mitad de la partida”, dice Álex. Después de una breve pausa, continúa: “Me ha dicho que me había dejado la luz del sótano encendida, y que tenía que volver para apagarla. Estaba furioso”.

            Paula contempla el rostro de su hermano, ahora inexpresivo. Luego le coge el porro de las manos y le da varias caladas seguidas. “¿Y qué has hecho?”, pregunta Paula. “He cogido la bicicleta, he venido a casa, he apagado la luz, y he vuelto a casa de Toni”, susurra Álex. “Tenías que haber visto su mirada”, prosigue, “pensaba que se iba a lanzar sobre mí en cualquier momento”. Álex coge el porro que Paula ha dejado en el cenicero, y fuma. Ella le acaricia la mano. Pasan unos segundos en silencio. “Por cierto”, dice Paula, “¿Le has cogido algo hoy?” Alex cierra los ojos. “Cincuenta euros, mientras él estaba viendo la televisión”, contesta. “Mierda. Yo también le he cogido cincuenta, después de cenar”, concluye ella. “Tranquila, no se dará cuenta”, dice Álex. Se está quedando dormido, así que Paula se levanta y se marcha, sigilosa, a su cuarto.

            Una vez allí, se sienta sobre la cama y saca el hachís. Apenas le queda un porro, y lo necesita para por la mañana. Así que espera, paciente, y luego se dirige, sin hacer ruido, a la habitación de Álex. Abre la puerta con cuidado y llega hasta el armario. Sabe perfectamente qué camisa está buscando, la verde, de cuadros. En el bolsillo del pecho, está la pitillera plateada en la que Álex guarda el hachís. Antes de abrirla, le dirige una mirada rápida para comprobar que éste duerme profundamente. Con cuidado, corta un pequeño trozo, cierra la pitillera y lo coloca todo como estaba. Cierra la puerta del armario, despacio, y vuelve a su cuarto. Sólo respira tranquila cuando ha terminado de liarse el porro, y le da la primera calada, con satisfacción.

8. Arturo

Segunda parte: El despido

            Hace un par de semanas que Paula no queda con Arturo fuera del trabajo. No ha pasado nada en especial. Simplemente, él no se lo ha pedido, y ella no ha hecho nada por que ocurra. Esa tarde, después de trabajar, se dirige con Gabi a la parada del autobús. Es una chica brasileña, que lleva poco tiempo en la empresa. Sólo es un año mayor que Paula y tiene un hijo de dos años. Lleva el pelo, negro, recogido en una trenza, y tiene unos rasgos muy dulces. Durante las últimas semanas, han llegado a intimar bastante. “¿Te has enterado? Han despedido a Arturo”, le dice Gabi. Paula, apoyada sobre la marquesina, rebusca en su bolso, y saca el paquete de cigarrillos. Se enciende uno, y contesta: “¿Y eso?”. Se sorprende de no sentir más que curiosidad ante la noticia.

            Gabi baja la mirada y se queda unos segundos en silencio. “¿Qué ha pasado?”, insiste Paula. “No lo comentes con nadie”, advierte Gabi. Paula niega con la cabeza y le da una larga calada al cigarrillo. Gabi prosigue, bajando la voz: “El otro día me dijo que pasara por su casa para darme algo de material para el trabajo. No sé por qué fui… La casa estaba hecha un desastre. Estuvimos hablando un rato, y se me echó encima. Me dijo que estuviera tranquila, que era una chica muy guapa, que me iba a gustar… No me dejaba en paz, fue horrible.” “No me lo puedo creer…”, dice Paula, haciendo grandes esfuerzos por que no se note cómo su estómago se ha encogido de repente. “Por lo visto ese piso era un picadero”, añade Gabi. Paula no contesta. Se siente aliviada cuando ve llegar el autobús, y pasa todo el trayecto escuchando a Gabi hablar sobre cómo conoció al padre de su hijo, y un montón de historias más que no le interesan en absoluto.

            A la mañana siguiente, Paula se dirige a la secretaria de su oficina, y disculpándose, le dice que le ha surgido algo importante, y que le gustaría dejar el trabajo cuanto antes.

9. Papá

Segunda parte: La televisión

            Por fin. Paula acaba de cumplir los veinte, y mamá le ha dado la mejor noticia que podría recibir: papá y ella van a divorciarse. Será cuestión de días alejarse de esa casa, de esos olores, formas, recuerdos… Paula se siente muy aliviada, y se sienta en el sofá de cuero, a ver la televisión. Entonces llega papá y le pide que le deje sentarse en su sitio. Paula se levanta y se cambia de sofá. Sabe exactamente lo que pasará a continuación: papá le pedirá el mando, le dirá que lo que está viendo es una mierda, y pondrá lo que le apetezca. Paso por paso, todo esto sucede, y Paula, se dice a sí misma, eufórica, que sólo es cuestión de días.

            “¿Ya te ha contado tu madre?”, le pregunta, con la mirada fija en la televisión, en las noticias. “Sí”, contesta Paula, también sin mirarle. “¿Y qué te parece?”, dice él. “Me parece bien”, replica ella. Papá cambia de canal, sin fijarse en nada de lo que aparece en la pantalla. “Paula, dile a tu madre que no le voy a dar nada”, le dice. Paula no contesta. “¿Lo has entendido? Dile a tu madre que tenga cuidado con lo que me pide. No le voy a dar dinero”, concluye él. “Vale”, dice Paula. Esperará unos segundos más, y se irá a su cuarto. Entonces, su padre vuelve a hablar, con voz firme: “Paula, ¿tú sabes cuánto cuesta matar a una persona?”. Ahora Paula no se atreve a desviar la mirada de la televisión. Papá sí se ha girado, y la mira fijamente. “Por trescientos euros puedes matar a alguien, Paula. ¿Lo sabías? Hazme caso, y dile a tu madre que no me pida nada”, termina él. Paula no contesta. Se siente lejos, como si todo fuese un sueño. Ni siquiera tiene miedo. “¿Lo has entendido?”, pregunta su padre, girando la vista hacia el televisor. “Sí”, contesta Paula. Después se levanta, y se dirige hacia su habitación. Cuando llega a su cuarto, se tiende sobre la cama, y se alegra con toda su alma de que todo sea cuestión de días.

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Ilustraciones

Fotografías gafas y barbies, autor anónimo.

Reproducciones de obras de arte por orden de aparición:

  1. Traje. René Magritte (Bélgica, 1898-1967)

2. Morfina. Santiago Rusiñol (España, 1861-1931)

3. Encapuchados. René Magritte 

4. Abstracto. Stephen Collins

5. Joven. Modigliani (Italia, 1884-Francia, 1920)

6. Abstracto. Gerhard Richter (Alemania, 1932)

 

 

 

El mareo Por Elisa Pérez

La sensación de mareo volvió de nuevo. Las imágenes parecían distorsionarse a su alrededor, las líneas se difuminaban. Por un minuto cesó su actividad, miró a través del cristal de su despacho, se aflojó un poco la corbata. Un rato que no acababa nunca, el aire se le hacía más denso, apenas cabía en sus fosas nasales que se empequeñecían ante cada bocanada de oxígeno.

El teléfono interrumpió de forma prodigiosa la tortura que la fatiga había iniciado dentro de Ramón.

  • Sí, sí, claro, ahora mismo voy –las palabras parecían balbuceos, articulaba con dificultad.

Al otro lado del cristal, la secretaria desesperaba, ruborizada, señalando el reloj pulsera, única manera que encontró para indicarle que el tiempo corría, que se diera prisa, que le estaban esperando en la sala de reuniones.

Casi trastabilla con la silla al levantarse. Sin embargo, al erguirse su cuerpo recobró por un instante el equilibrio perdido, sintiendo que el oxígeno de nuevo recorría con fluidez sus arterias.

Tenía que llegar con dignidad, portando su conocida sonrisa de hombre confiado, seguro de sí mismo. La corbata de rombos azules y amarillos le había parecido la mejor opción. Era elegante y moderna. La reunión con nuevos inversores era muy importante para el gabinete.

Al levantarse esa mañana, lo primero que hizo fue recoger los documentos que había estado repasando la noche anterior, y que fue esparciendo por toda la habitación. Apenas había dormido, o más bien dio cabezadas de las que resurgía sobresaltado, ni despierto ni dormido, con un pánico que fue acrecentándose a lo largo de la jornada, sumando pequeñas sensaciones incómodas, angustias solapadas, sombras que parecían venir de la nada, de ninguna parte, y que por eso resultaban más inquietantes.

Una fuerte punzada en la sien derecha provocó que por un segundo dejara de pensar en lo que le estaba sucediendo. Pero esa punzada fue seguida por otra y por una tercera en las que las noticias de la radio mañanera derivaron en ondas cilíndricas que retumbaban contra su cráneo.

Un ligero sudor bañó su frente a pesar de que el agua de la ducha resbalaba por su cuerpo intentando arrastrar la inexistente suciedad de un ejecutivo brillante.

Con el café parecieron cesar las extrañas sensaciones que tenía desde que se había despertado. Había sido una mala noche. A punto de entrar en su coche, un ligero vahído le hizo cambiar de opinión. Se acomodó en un taxi que le buscó el portero de su edificio. Lo fue a buscar a la esquina. Mientras esperaba descubría una ciudad ruidosa, atormentada, llena de gente a punto de atropellarse; le hubiera gustado fumar como en su juventud: a la menor inquietud un buen cigarrillo rubio parecía despejar todas las preocupaciones. ¿Qué preocupaciones tengo yo?, se preguntó sin hallar respuesta. Le molestó el tráfico, la bruma de una mañana plomiza, cargada de nubes amenazantes de tormenta.

Al salir del coche y saludar al personal de puerta y recepción de la empresa, se notó lento, torpe, con un deseo imperioso de salir corriendo. Se dejó llevar por el fogonazo de su fiesta de cumpleaños. “No te preocupes si te sientes raro, cumplir los 45 tiene esas cosas”. Sus escasos amigos le avisaron, no sin malsana envidia, de que nada sería igual en su nueva etapa de hombre triunfador y solitario, sin las pesadas cadenas de hacerse cargo de una familia, y con la ventaja enorme de su caudalosa fortuna.
Como de costumbre, su eficaz secretaria había dejado sobre el escritorio los tres periódicos habituales, uno de España, otro de Reino Unido y un tercero de Alemania, junto a sus actividades y compromisos hasta caer la noche, perfectamente escritas con tres colores, según su importancia.

Había visto llegar al director desde su asiento, hacía tiempo que le iba aumentando su nivel de exigencia: proyectos, objetivos, cuotas, balances… un desfile de términos con los que se encontraba cada vez más comprometido y muy a gusto, pero que de pronto se sentía ajeno, como un incompetente, fuera de juego, en absoluto el ganador nato que siempre había sido. El esfuerzo recompensaba y las satisfacciones le permitían un nivel de vida altísimo, exitosos viajes de negocios y cada tanto de puro placer, vacaciones doradas en verano…

Una gota de sudor frío surgió entre la maraña de su cabello engominado, bajando por el lateral de su cara.

  • Señor Martos, le están esperando desde hace más de quince minutos. El director comienza a impacientarse.

A Luisa le enternecía este nuevo hombre, por lo común altivo, arrogante, ahora dubitativo, como asustado, ajustándose la chaqueta de rayas, intentando recomponer su figura por lo general perfecta y hoy extrañamente vacilante.

Una punzada más fuerte le hizo fruncir el ceño. Una corriente eléctrica se extendió como un torrente por su cabeza, alcanzando la columna vertebral. Tuvo que sentarse de nuevo. Las manos apretadas con fuerza a ambos lados de la cabeza ya era un gesto inútil que le tornaba patético.

  • ¡Ay, señor, creo que voy a llamar al médico de la empresa!

Un leve movimiento de negación con la cabeza del otro lado de la mesa no tranquilizó a Luisa. Ahora, tan vencido, se hacía más urgente su antiguo deseo de tocarle, de acariciar esas suaves y cuidadas manos. Como siempre, se contuvo. Le miró muy preocupada. Apenas reconocía al hombre entero que le transmitía sin cesar mensajes, pedidos de documentos, solicitud de gestiones administrativas, siempre frío, distante, aunque rara vez se dejaba llevar por algún que otro grito.

En muchas ocasiones había sufrido el despotismo de ese jefe que se comportaba con ella de forma implacable. Aun así le gustaba trabajar a su lado, demasiado cerca a veces. Le encantaba su olor, su aliento mientras la daba indicaciones o le mostraba un escrito. Le veía como un hombre muy sensual al que solo ella transmitía ternura por su soledad consentida. Esta soledad era lo que más le atraía, todas las mujeres de su vida no fueron más que murmuraciones en un comportamiento de perfecta discreción.

Unos ligeros golpes en el cristal del despacho sonaron rompiendo la atmósfera angustiosa que se había creado. Ramón Martos respiraba con dificultad, daba la impresión que podía desmayarse en cualquier momento. Luisa se volvió, alarmada. Se pegó a él como a punto de tocarlo, agarrarle, quizás abrazarlo.

  • Vamos, ya estoy mejor, déjame pasar – un ligero golpe en el brazo hizo que ante el paso firme de Ramón, la mujer se ladeara. Sintió que ese día el perfume de costumbre no dejaba rastro.

Mientras avanzaba por el pasillo, la puerta de la sala de reuniones se iba alejando cada vez más. Los latidos dolorosos se incrementaban en su cabeza. Detrás de él la joven inseparable le miraba, quería y debía protegerlo. Le notaba inestable más allá de lo evidente, en un mundo interior del que lo ignoraba todo. Su paso seguro, su caminar firme estaba flaqueando.

Desde el fondo, el director había salido al pasillo. Los movimientos de sus manos eran nerviosos ademanes que denotaban preocupación, enfado incluso. Llevaban más de veinte minutos de retraso en la reunión. Los inversores fueron muy puntuales. Ellos no, Ramón no. Por primera vez en su vida.

Un golpe. Un cristal roto. Una pausa en el caminar de la secretaria. Las manos del director se quedaron quietas, inmóviles. Ramón yacía en el suelo. Una nube blanca se fue apoderando velozmente de su mente hasta hacerle perder el conocimiento. Inmóvil sobre la tarima del larguísimo pasillo testigo del desvanecimiento del Jefe de operaciones internacionales. Los inversores decidieron dejar la reunión para otro día. Las luces rojas intermitentes se acercaban al edificio. La admirable secretaria había llamado a emergencias, angustiada, llorando, culpabilizándose por no haberlo hecho antes. Su jefe yacía en el suelo, respiraba aún, por favor dense prisa, es urgente. El director despidió a los inversores con signos de contrariedad. Desde el suelo Ramón ya no sentía los fuertes latidos en su sien derecha. Desde un lugar impreciso escuchaba con eco los lamentos y las preguntas sin respuesta de su secretaria. Quiso decirle algo antes de que todo se oscureciera definitivamente a su alrededor.

Frío en la noche Por Paula Alfonso

 

 

—No te vayas todavía, quédate un poco más.

Me lo dijo cuando ya estaba ante la puerta. Cerré los ojos y un torbellino de imágenes salpicadas de palabras, de frases, fluyó por mi mente. Era el resumen sin elaborar y caótico de las dos horas que acababa de vivir dentro de aquella habitación. Durante esos instantes, de espaldas a quien me pedía aún más, dudé, claro que dudé, pero finalmente agarré con fuerza el pomo, lo giré, di un paso al frente y salí dando un portazo. Lo siguiente que recuerdo es el rechinar de unas llantas sobre el asfalto, las salpicaduras de un coche que frenaba casi rozándome y un conductor airado que desde su ventanilla me lanzaba improperios.

Tal vez fue ese episodio el que me hizo tener conciencia de mi realidad, porque cuando alcancé la acera, como si de un mal sueño despertara, tuve que admitir que no sabía dónde estaba. Era noche cerrada, llovía y hacía frío, un frío que sentía de manera intensa en los hombros y la espalda debido a que la ropa la tenía ya completamente empapada. Recuerdo que los escasos transeúntes que se cruzaron conmigo me parecieron fantasmas negros, que, cobijados bajo sus paraguas, avanzaban de prisa para llegar cuanto antes a sus destinos y les envidié, les envidié porque tenían un lugar adonde ir, una puerta a la que llamar y puede que hasta unos brazos abiertos esperándoles tras ella, yo no, ya no, lo había perdido todo aquella misma tarde.

Notaba las piernas muy pesadas, me costaba impedir que dejaran de moverse, pero tenía que seguir caminando; sin dirección, sin rumbo, a ciegas, pero caminando porque de ese modo sabía que me alejaba.

Con el despertar de mi cuerpo vino también el de los recuerdos.

—Este será nuestro último encuentro -me dijo- después de hoy no volveremos a vernos. Lo siento mucho, pero me obligan a que lo nuestro termine.

La mera evocación de aquellas palabras me provocó de inmediato una náusea que trepando desde mi estómago llegó hasta la garganta e hizo que me detuviera al pie de un árbol para vomitar.

Me explicó que la noticia de nuestra historia estaba corriendo como la pólvora de despacho en despacho, de oficina en oficina.

—No sé cómo, pero se han enterado -me dijo visiblemente consternado-, ahora todos saben que mantengo una relación y mi esposa amenaza con hacerla pública. Afortunadamente, aún desconocen tu identidad, pero no creo que tarden en descubrirla, por eso y, sintiéndolo mucho, es mejor que nos digamos adiós. Desde que elegí este camino, mi vida dejó de pertenecerme, ya lo sabes.

Pero la mía sí le pertenecía, se la entregué por completo el día que le conocí, lo dejé todo, absolutamente todo por él, mi familia, mis amigos, mi gente, nadie entendía que después de tanto esfuerzo, cuando estaba al borde de la meta, lo echara todo a rodar y desapareciera, pero decidí seguirle y sabía lo que me esperaba: viajar de un lado a otro de forma casi clandestina, aguardar horas y horas en habitaciones de hotel a que finalmente llegara, vigilar que nadie descubriera mi presencia y me relacionara en otros escenarios donde también él estuviera. Pero lo hice. Y hubiera seguido así hasta el final de mis días porque un minuto juntos, sólo un minuto, lo compensaba todo. Además, me aseguró muchas veces que él también dejaría su mundo, su cargo, su familia, que estaba cansado de tanto esfuerzo, de tanta abnegación y que nos marcharíamos a un lugar donde nadie nos conociera para empezar de cero. Todavía recuerdo como si fuera hoy la primera vez que recibí la promesa de esta vida maravillosa, acabábamos de hacer el amor y mi cabeza descansaba relajadamente sobre su pecho, mientras acariciaba los rizos de mi pelo, hablaba y su voz, aquellas palabras, me llegaban acompasadas por los latidos de su corazón; las creí, claro que las creí.

Pero el tiempo pasaba y ese cambio no acababa de llegar.

—Tienes que tener paciencia -me decía-, piensa en el cargo que ocupo, la responsabilidad que tengo y toda la gente que depende de mí.

Eran sus argumentos cuando le reprochaba su actitud.

—Lo haré, te aseguro que dimitiré y nos marcharemos juntos, tan solo te pido que tengas paciencia.

Y la tuve, pero de nada me sirvió, porque me arrojó de su lado sin ninguna consideración. Mi cabeza se movía aquella noche en un torbellino donde los recuerdos dulces, maravillosos, de un pasado feliz se cruzaban con la evidencia de mi nueva realidad, mi nueva y cruel realidad. ¿Y qué hago ahora? ¿Adónde puedo ir? Fueron las preguntas que no dejé de repetirme.

Hubo momentos en que hasta llegué a culparme por mi comportamiento, por haber reaccionado de una forma demasiado impulsiva, por permitir que saliera mi orgullo, cuando entre él y yo nunca hubo espacio para tal sentimiento. Debería haber sido más paciente, me recriminé, más paciente. El único consuelo que aminoraba mi dolor era fantasear, soñar que a lo mejor ocurría lo de tantas otras veces, un tiempo sin vernos y de pronto su llamada en mi teléfono pidiéndome que estuviera en un determinado lugar a una determinada hora. Pero no, aquella noche algo dentro de mí me alertaba de que nuestro adiós iba a ser definitivo, y no puedo explicar por qué, pero lo supe, tal vez el movimiento nervioso de sus manos, la expresión realmente asustada de su rostro…

Seguí caminando en la oscuridad de la noche y mi andar se hacía cada vez más errático, miré al frente y lo que percibí fue una calle que se alargaba y se alargaba simulando no tener fin. A escasos metros vi una parada de autobús, con dificultad llegué hasta ella y me dejé caer en el banco mojado que había bajo su marquesina. Con la débil luz de la farola miré mis dedos temblorosos, los olí, aún guardaban esencias de su cuerpo. De pronto sonó mi móvil, miré la pantalla y vi su nombre, el corazón comenzó a latirme muy deprisa.

—¿Dónde estás?

Era su voz, al fin su voz, en breve habrá pasado todo.

—Pues la verdad es que no lo sé, comencé a andar sin rumbo y he acabado en una parada de autobús para cobijarme de la lluvia.

Me asombraba la agilidad de mis palabras, el tono de mi voz, me estaba devolviendo la vida, la ilusión, la esperanza.

—Ya, pero dime el nombre de la calle y a qué altura.

Con el teléfono aún pegado a mi oreja, corrí hasta la esquina más próxima y leí con claridad el nombre de la calle.

—Estoy en la calle Cruz del Sur, a la altura del portal número 15, en la parada del autobús 32.

—Está bien, no te muevas de ahí.

Me quedé unos segundos esperando por si quería decirme algo más, pero al otro lado ya no se oía nada. Te quiero, musité mientras lentamente colgaba también mi móvil. No importaba, pensé, el hecho es que va a venir a buscarme, me abrazará, me pedirá perdón y me repetirá, como tantas otras veces, que me quiere, que desea mi cuerpo y acabaremos haciendo el amor de la manera más rabiosamente apasionada que nunca.

Volví al amparo de la marquesina, mis piernas eran de nuevo ágiles y allí, a resguardo del agua que no dejaba de caer, me atusé el pelo, sacudí mis ropas y saqué del bolsillo un pañuelo de papel para quitar restos de barro que se habían adherido a mis zapatos.

No tuve que esperar demasiado, enseguida aparecieron los faros de un coche que aminoraba su velocidad según se acercaba, impaciente me levanté y fui hasta el bordillo. Me resultó extraño que fuera en el coche oficial, blindado y con los cristales tintados, en el que venía a recogerme, aun así, cuando el auto estuvo a mi altura, me abalancé hacia la manivela para entrar, pero antes de llegar a rozarla, el cristal de la ventanilla comenzó a descender para dar paso a una mano enguantada que empuñaba un revólver. Lo demás ya lo conocen ustedes.

Estas han sido las palabras en exclusiva que nos ha dado Daniel Rivas a su salida del hospital tras haber superado milagrosamente los tres disparos que a punto estuvieron de costarle la vida. Y no lo ha hecho personalmente, sino en una cinta grabada enviada a los responsables de este programa.

Como saben, se vincula a este joven con el presidente en una relación sentimental que pudo tener comienzo hace dos años. Siguiendo nuestro protocolo, hemos querido conocer la otra versión, el otro lado de la noticia, pero en los círculos próximos a la presidencia existe un mutismo absoluto, prefieren no hablar. Por lo tanto, esto es lo que hasta el momento podemos ofrecerles de este escabroso asunto, seguiremos investigando.

Pilar Viejo desde el canal TODO NOTICIAS les desea buenas noches y espera tenerlos aquí en su próximo programa.