A partir de ahora Por Ana Riera

 – 1 –

–A partir de ahora no quiero que me llaméis Hugo nunca más. Voy a ser Cloe. Quiero que me llaméis Cloe, ¿vale?

Hugo tenía 10 años cuando lanzó esa bomba. Era un sábado al mediodía y estaban los cuatro sentados a la mesa. Su padre había preparado su famoso arroz caldoso. Su madre había servido los platos y acababa de sentarse. Su hermana pequeña, Sara, estaba preparada con la cuchara en la mano, porque tenía mucha hambre.

Un silencio denso se instaló durante unos instantes en el comedor. Fue Sara, que acababa de cumplir 5 años, la que lo desbarató con su lengua de trapo.

–¿Ya no te gusta el nombre de Hugo? ¿Por eso te quieres llamar Cloe?

–No es eso. Lo que no me gusta es ser un niño.

–¿Quieres ser una niña como yo? –insistió con los ojos abiertos como platos.

–Sí, eso es.

–¿Y te vas a poner vestidos? Yo te puedo dejar los míos si quieres, aunque no sé si te caberán.

–¡Callaros! –interrumpió la madre de golpe—. Quiero que os calléis.

Su voz sonó fuerte y desesperada. Se hizo de nuevo el silencio, pero duró poco. Esta vez fue Hugo el que lo rompió.

–¿Por qué quieres que nos callemos?

–Porque sí.

–¿Pero por qué? –insistió.

— ¡Porque no puedes convertirte en una niña sin más! –exclamó casi gritando.

–¿Por qué no? –insistió Hugo mirándola sorprendido a los ojos.

–Pues porque hay cosas que no pueden ser y no hay más que hablar –le contestó ella apartando la mirada.

–Pues yo creo que no es así –contestó Hugo insistente.

–A ver, creo que será mejor que nos calmemos todos un poco –intervino entonces el padre.

–¿Qué nos calmemos un poco? ¿Hablas en serio? ¿Acaso no has oído lo que acaba de decir tu hijo? ¿No entiendes las implicaciones? –le increpó su mujer absolutamente fuera de sí.

–Claro que lo he oído y me parece que es algo importante. Por eso creo que debemos hablarlo con calma. No podemos obviarlo sin más.

–Sí, sí que podemos. Al menos yo sí que puedo. Y eso es precisamente lo que pienso hacer.

–Vamos Elisa, cálmate…

–No pienso calmarme. No quiero calmarme. ¿Lo entiendes?

–Pues no mucho, la verdad.

–Sabes qué, que se me ha quitado el apetito –añadió levantándose bruscamente de la mesa.

La reacción de su mujer lo cogió desprevenido, así que no atinó a decir nada. El pasillo tardó unos segundos en tragarse el eco del portazo que dio por terminada la conversación.

Hugo miró a su padre. A éste le pareció ver una profundidad en sus ojos que no había apreciado antes. Se dio cuenta de que su hijo no había dejado de mirarle. Le dedicó una sonrisa algo forzada.

–No te preocupes. Se le pasará. Tan solo necesita algo de tiempo para asimilarlo –intentó tranquilizarlo.

–Ya. Bueno, tu no lo has necesitado –dijo llevándose una cucharada de arroz a la boca.

–Supongo que no todos somos iguales.

–Supongo que no.

–¿Puedo preguntarte algo? –añadió el padre tras unos segundos.

–Claro –respondió mientras se llevaba una segunda cucharada a la boca.

–¿Desde cuándo lo sabes? Quiero decir…

–Hace ya algún tiempo. No sé, creo que en parte lo he sabido desde siempre.

–¿Estás seguro cien por cien?

–Mil por mil, papá.

–Eso está bien. Porque es algo serio. ¿Lo sabes no?

–Si. Si no fuera serio mamá no se habría enfadado.

–Se le pasará, ya verás. En cualquier caso, puedes contar conmigo, ¿vale? No voy a dejarte solo en esto.

–Gracias, papá.

–¿Se lo has contado a alguien más?

–Todavía no. Bueno, a mi amiga Laura. Pero sabe guardar secretos.

–También me lo has dicho a mí –objetó Sara.

–¿Tú también sabes guardar un secreto? –le preguntó su padre.

–Pos claro… ¿Qué es un secreto?

–Algo que no le cuentas a nadie jamás, pase lo que pase.

–¡Ah, vale! Pues sí sabo –dijo tapándose la boca con las dos manos.

–Ya veo. ¿Oye Hu…, quiero decir Cloe, te gustaría decírselo a alguien más?

–Había pensado contárselo a mi profe. Quiero que en el cole me llamen Cloe. Al menos los de mi clase.

–Eso a lo mejor lleva algo de tiempo.

–A Laura no le costado.

–¿Ella ya te llama Cloe?

–Cuando estamos solos.

–Entiendo. ¿Te parece que le pida una tutoría a tu profe? Así se lo explicamos juntos.

–Vale, guay.

–Anda, ven –le dijo su padre ofreciéndole los brazos. Hugo se levantó y se dejó abrazar. Estaba tranquilo, pero sentirse arropado le hizo bien.

–Yo también quiero –se quejó su hermana mientras abandonaba la silla. No tardó en encontrar un hueco por el que colarse.

–Bueno –dijo el padre tras un minuto disfrutando del momento–. Terminar de comer y luego recogéis la mesa. Que hoy es sábado y os toca. Pero no quiero peleas, ¿eh?

–Claro que no, las hermanas no se pelean –dijo Sara muy sería concentrándose en su plato.

-2 –

Se sentía decepcionado con su mujer. Él también estaba confuso. La verdad es que no lo había visto venir. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de nada? Se suponía que debía haber captado algún indicio, alguna señal. En fin, qué más daba ya. El pasado ya no podía cambiarlo, lo importante ahora era lo que hiciera a partir de ese instante.

Las ideas se le agolpaban en la cabeza. Eran tantas que le costaba verlas.  Pero tenía clara una cosa, que no podía darle la espalda. Si ellos no le apoyaban, que le esperaba a su pobre hijo. Bueno a su hija. Seguro que no le había resultado fácil, nada fácil. Tomar una decisión como aquella con tan solo 10 años… Solo de pensarlo se le hacía un nudo en el estómago. Él a su edad se pasaba el día cazando lagartijas y haciendo pellas para irse a la aventura con los amigos. Sí, se sentía muy decepcionado con su mujer. ¿A qué había venido esa reacción? Pensaba que tenía una mentalidad más abierta. ¡Además, se suponía que una madre siempre debía anteponer su amor por sus hijos a cualquier otra cosa!

Tenía que hablar con ella, pero plantado delante de la puerta de su dormitorio no se decidía a entrar. No sabía cómo abordar aquella situación. ¿No sabía o no quería? De repente sentía un fuerte rechazo hacia su mujer. ¿Cómo había podido mostrarse tan insensible? ¿Por qué se había marchado dejándolo solo ante algo tan grande? ¿Era ese su concepto de pareja?

-3-

Elisa se sentía fatal. No, no se había vuelto loca. Sabía perfectamente que no había estado bien. ¡Cómo no iba a saberlo! Pero no había sido capaz de reaccionar de otro modo. Simplemente, no podía.  Sabía que había decepcionado a Hugo. Y a su marido. Pero necesitaba tiempo. No sabía cuánto. Porque las palabras de su hijo habían desatado en ella una tormenta inesperada, pero absolutamente devastadora. Las compuertas que llevaban tiempo bien apuntaladas de golpe habían saltado por los aires y los sentimientos que había conseguido encerrar durante todos esos años se habían precipitado hacia fuera de forma descontrolada, llevándosela a ella por delante.

Y allí estaba, desparramada sobre la cama, sin fuerzas siquiera para llorar. Demasiada descolocada para poder comprender las dimensiones de lo que estaba sucediendo en su interior. Entonces, de repente, una palabra aparentemente inocente se abrió paso entre la confusión que reinaba en su cabeza, ocupándolo todo.

Al principio le costó distinguirla. Era apenas una mancha borrosa, filtrándose por los recovecos como un experto contorsionista. Luego, muy lentamente, fue tomando forma. Aun así, tuvo que concentrarse para poder leerla de principio a fin y eso que solo tenía cuatro letras: LOLI.

En cuanto la leyó, tan clara como si alguien la estuviera proyectando en la pared con una cámara de gran precisión, se le aceleró el corazón. No podía dejar de leerla una y otra vez. Loli. Loli. Loli. Una tromba de recuerdos la inundó por completo, llenando cada esquina de su cuerpo. Hasta tal punto que sintió que iba a estallar.

¡Hacía tanto tiempo que no pensaba en ella! En algún momento el dolor había sido tan grande, la culpa tan desgarradora, que su mente infantil no había podido soportarlo. Seguramente fue entonces cuando había cogido todos los recuerdos, todos los sentimientos que de algún modo tenían que ver con Loli, y los había encerrado en un lugar recóndito. Tan apartado, tan oscuro, que fue como si hubieran desaparecido por completo. Hasta ahora.

-4-

Raúl notó cómo se iba encendiendo. La tensión acumulada en el comedor, el miedo y la sensación de desamparo se apropiaron de cada centímetro de su ser. Su mente le decía que tenía que calmarse, que en ese estado no iba a servir de nada hablar con su mujer. O peor, que si lo hacía iba a quebrarse algo que igual luego no eran capaces de recomponer. Pero la ira y la decepción eran demasiado fuertes y acabaron por imponerse. Cogió el picaporte con tanta fuerza que la puerta no tuvo más remedio que ceder.

–Elisa, tenemos que hablar –dijo antes siquiera de que todo su cuerpo estuviera dentro de la habitación.

–No quiero –respondió ella dándole la espalda.

–Pero es que yo sí quiero.

–Te digo que no quiero. No puedo –añadió en un susurro.

–¿De verdad piensas que servirá de algo esconder la cabeza bajo tierra? No sabía que fueras tan cobarde…

–Déjame.

–No pienso dejarte como has hecho tú. Porque eso es lo que has hecho, dejarme ahí, solo ante el peligro.

–Déjame, Raúl. En serio.

–Por lo menos ten la decencia de decírmelo a la cara. ¡Deja de darme la espalda!

–¡No puedo! ¡Lo entiendes! ¡No puedo! –dijo incorporándose en la cama y mirándole directamente a los ojos.

–¡¿Cómo que no puedes?! ¡¿Qué quiere decir que no puedes?!

–Pues que no puedo, todavía no. Necesito tiempo. Es todo demasiado confuso aún –dijo sin apenas fuerzas.

Raúl se dio cuenta de que su mujer estaba completamente exhausta. La mirada de desesperación y súplica que le dedicó antes de volver a tumbarse y darle de nuevo la espalda lo desarmó por completo.

-5-

Era ya noche cerrada cuando Elisa salió por fin de la habitación. Llevaba allí metida desde el mediodía. El tiempo había transcurrido lastimosamente lento y, a la vez, se había esfumado entre sus dedos como un suspiro. Tenía la cabeza embotada y el cuerpo entumecido.

Había tenido que hacer un gran esfuerzo para levantarse de la cama y otro todavía mayor para llegar hasta la puerta. Cuando por fin asomó la cabeza le pareció que la casa estaba extrañamente silenciosa. Lo agradeció. Enfiló el pasillo hacia la cocina con paso vacilante. Tenía la boca completamente seca. Necesitaba beber algo. Se sirvió un vaso de agua del grifo y se lo bebió sin apenas respirar. Llenó un segundo vaso, pero este se lo tomó en varios sorbos. Luego volvió a llenarlo por tercera vez y se dirigió de nuevo al dormitorio.

Al pasar por delante de la habitación de sus hijos, la puerta se abrió ligeramente. Elisa dio un respingo. Había dado por sentado que no había nadie en casa. Su hijo la miraba serio, la cabeza encajada entre el marco y la puerta entreabierta. Elisa se detuvo, incapaz de seguir avanzando bajo el peso de esa mirada.

 

–¿Estás enfadada conmigo?

Ella no respondió. Tan solo siguió mirándolo fijamente, como si estuviera hipnotizada.

–Si estás enfadada puedes decírmelo.

Ella continuó sin decir nada. Su mutismo no impidió que él siguiera hablándole.

–Lo he pensado y entiendo que necesites tiempo. Yo también lo necesité para contárselo a mi amiga Laura. Tardé bastante, ¿sabes? Y para decíroslo a vosotros. Así que lo entiendo. Lo único que me da miedo es que dejes de quererme.

 

Elisa se estremeció de arriba abajo al oír las palabras de su hijo. Una lágrima solitaria resbaló sin prisas por su mejilla. Al verla, él relajó las facciones y abrió un poco más la puerta. Luego, sin mediar palabra, se abrazó con fuerza a su cintura.

–No te preocupes mamá, no hay prisa –añadió luego mientras la soltaba y se metía de nuevo en su habitación.

 

Elisa se quedó un par de minutos inmóvil en medio del pasillo. De repente notó el peso en la mano derecha y se sorprendió al ver que llevaba un vaso de agua. Fue como si algo no acabara de encajar. Mientras regresaba a su dormitorio le pareció que el agujero negro que se había ido abriendo paso en su interior desde que el nombre de Loli había escapado de la prisión donde lo tenía encerrado había dejado por fin de crecer.

-6-

–¿Cuándo vas a contarme lo que te ocurre?

Las palabras de Raúl sonaron más a súplica que a pregunta. Habían pasado ya un día entero desde que la noticia había puesto patas arriba sus vidas. Un día que Elisa se había pasado deambulando por la casa como un alma en pena. Apenas si les había dirigido la palabra. Apenas si había probado bocado. Raúl empezaba a estar seriamente preocupado.

Por suerte los niños parecían no estar acusándolo en exceso. Aun así, le dedicaban alguna que otra mirada de soslayo que él esquivaba lo mejor que podía.

En realidad, no sabía qué hacer. Nunca se había sentido tan perdido. Tenía claro que debía apoyar a su hijo, pero no tenía ni idea de por dónde empezar. En el fondo sentía que él también le estaba fallando, que tampoco él estaba a la altura.

Había lanzado la pregunta al aire porque le desesperaba seguir atrapado en sus propias dudas, para ver si así algo cambiaba. Por eso la respuesta de Elisa le cogió por sorpresa.

 

–Creo que ahora. Sí, creo que estoy lista.

–Vale –atinó solo a decir mientras se sentaba.

–Era mi primer día de cole. Estábamos todos en el patio, esperando a que abrieran la puerta. Todo el mundo parecía conocer a alguien. Se reían y chillaban y correteaban de un lado a otro. Yo me sentía como si me hubiera colado en una fiesta a la que no había sido invitada. Me quedé en un rincón intentando pasar inadvertida, sin atreverme siquiera a levantar la vista. No tenía ni idea de lo que me esperaba tras esa puerta. Mi mente infantil imaginaba todo tipo de cosas terroríficas. Dos niños pasaron persiguiéndose junto a mí, tan cerca que me rozaron el vestido. Asustada levanté la cabeza. Y entonces la vi.

Estaba un poco más allá, parapetada en la misma pared que yo, concentrada en mirarse los zapatos. En seguida me di cuenta de que estaba tan asustada como yo. Recuerdo que me sorprendió que llevara el pelo tan corto. Cuando los dos niños llegaron a su altura, también ella se sobresaltó. Fue entonces cuando se cruzaron nuestras miradas.

Por un breve instante miré hacia otro lado. Fue una reacción instintiva. Pero en seguida la busqué de nuevo. Ella seguía mirándome. Justo entonces se abrió el enorme portalón y todos, grandes y pequeños, se pusieron en movimiento, atraídos por un canto de sirena que yo todavía no sabía reconocer. Sentí que me empujaban arrastrándome hacia delante. Ni siquiera la pared podía protegerme. Toda yo temblaba de pies a cabeza. Entonces una mano se materializó delante de mí. Era la suya. Me aferré a ella sin pensarlo.

De algún modo, juntas nos hicimos fuertes y conseguimos mantenernos en pie hasta que hubo pasado la marabunta humana que amenazaba con devastarnos. Ya no nos separamos en toda la mañana. Luego supe que se llamaba Loli. Fue mi primera amiga.

Loli era más tímida que yo. No solía sentirse a gusto con la gente. Había algo en ella que era distinto, algo que hacía que no encajara. Pero conmigo conectó. Además, resultó que vivía cerca de mi casa, así que todos los días íbamos y veníamos juntas al colegio. Y muchas tardes quedábamos para jugar en el parque. Nos hicimos inseparables.

Los primeros rumores sobre nosotras surgieron a los pocos meses de empezar el curso. Yo, como suele ocurrir en estos casos, fui la última en enterarme. No supe nada hasta que me explotó de golpe en la cara.

Era una tarde de principios de marzo. Volvía a casa del colegio. Iba sola, porque Loli había pasado mala noche y se había quedado en casa descansando. Al menos eso es lo que me había dicho su madre. Oí carreras tras de mí y de repente me alcanzaron un grupo de niñas un año más mayores que yo.

–Mirar quién está aquí. Estás muy solita hoy, ¿no Elisita? –soltó la cabecilla del grupo mientras sus amigas me rodeaban. Yo la miré atónita e intenté seguir adelante, pero ella me cortó el paso.

–¿Dónde has dejado a tu novia? –insistió.

Noté que las piernas me flaqueaban. El corazón me iba a cien por hora. Tuve la sensación de que el aire no conseguía llegar a mis pulmones. ¿Mi novia? ¿A qué venía eso?

–No deberías ir con un marimacho como ella. ¡Es asqueroso! –añadió mirándome desafiante–. ¿O es que tú también eres bollera?

Yo ni siquiera tenía muy claro qué significaba esa palabra. Aun así, negué con la cabeza. Supongo que me pareció lo más oportuno.

–Pues si no quieres acabar igual, será mejor que te alejes de ella, porque eso se contagia, ¿sabes?

Todas le rieron la gracia. Pensé que no iban a dejarme en paz, pero tras zarandearme y darme algunos tirones de pelo, se marcharon corriendo. Suspiré aliviada pensando que la cosa no iba a ir más allá, que se habían metido conmigo porque se aburrían. Pero me equivocaba.

A partir de ese día, cada vez que me pillaban a solas, se repetía la escena.

–¡Yo de ti tendría cuidado porque cada día te pareces más a tu novia!

–Yo creo que se le está pegando.

–Ya te digo. ¡Se le está poniendo pinta de marimacho!

–Elisita, Elisita, cuidado con la tortillera.

–¡Elisa tiene novia, Elisa tiene novia!

Intenté no hacer caso. Intenté esquivarlas. Pero parecía que me espiaran. Siempre encontraban la manera de seguir asediándome. Al final no pude soportarlo y me rendí. Le di la espalda a Loli. La abandoné. Yo solo quería que me dejaran en paz, ser una más, pasar inadvertida. Dejé de ir con ella, dejé de hablarle, la borré de mi vida.

 

–Tranquila, Elisa. Estoy aquí –susurró Raúl acercándose a ella y rodeándola con el brazo. Seguía teniendo sentimientos encontrados, pero la sensación de rechazo hacia su mujer había desaparecido.

 

–Hubo una tarde. Fue terrible. Fui terrible. Ojalá pudiera dar marcha atrás, ojalá pudiera borrarla, pero no puedo.

–Elisa, no sé lo que pasó esa tarde, pero creo que eres muy dura contigo misma. No eras más que una niña.

–No lo hagas Raúl—murmuró ella escabulléndose de entre sus brazos–. No me justifiques. Porque no tiene justificación. No quiero que la tenga. ¿Me entiendes?

–Pero…

–No. Escucha. Loli estuvo una semana sin venir al colegio y yo me pasé todo ese tiempo esquivándola. Me llamó varias veces por teléfono y vino otras tantas a buscarme. Pero yo hacía por llegar a casa todo lo tarde que podía. Me quedaba jugando en el patio del cole con las chicas que se metían con ella que, de repente, ya me aceptaban en su grupo. Un día incluso me escondí en el armario de mi habitación cuando mi madre vino a decirme que Loli preguntaba por mí, para que pensara que había salido. Pero al lunes siguiente, al llegar a casa, estaba esperándome dentro. Mi madre la había dejado entrar, así que no pude evitar encontrarme con ella. No sé si fue por el hecho de que se colara en mi casa desbaratando mis planes de esquivarla o por el hecho de que ello me obligaba a enfrentarme a la situación. La cuestión es que noté que la rabia, una rabia que no había conocido hasta ese instante, se iba acumulando en mi interior. Con un gesto de cabeza le indiqué que me siguiera. La llevé hasta un camino poco transitado. La rabia seguía creciendo y creciendo, podía sentir su peso. Llevábamos más de diez minutos andando cuando por fin rompió el silencio.

–¿Estás enfadada conmigo? ¿He hecho algo malo?

Yo no le respondí. Estaba demasiado concentrada en comprender lo que me estaba pasando. De repente la veía como alguien que quería hacerme daño, como alguien que quería complicarme la vida, como alguien que quería hacerme sentir mal. La ira seguía amontonándose. Noté que apretaba la mandíbula.

–Es que me parece que ya no quieres ser mi amiga y no entiendo por qué, no sé qué pasa –insistió Loli.

Y entonces fui incapaz de seguir sujetando las palabras que me quemaban en la garganta, que salieron disparadas hacia ella.

–Así que no sabes lo que pasa, ¿no? Tienes el morro de decirme a la cara que no sabes lo que pasa. Claro, pobrecita. Con lo buena que eres, tan modosita. Pues pasa que me estás destrozando la vida. Porque claro, tú no puedes ser normal. No, Loli no puede, Loli siempre tiene que dar la nota. ¿Qué culpa tiene ella si es tímida, si es distinta? Pero sabes qué, que yo tampoco tengo la culpa. Porque yo sí soy normal y no tengo por qué aguantar todo esto. Yo no he hecho nada malo, ni soy un bicho raro, pero por tu culpa los demás piensan que sí. Pero eso a ti te da igual, porque solo piensas en ti. Tú, tú, tú, y solo tú. Y a mí que me den. ¡Pero se acabó! Porque yo no quiero tener problemas. Ya estoy harta, así que tendrás que buscarte a otra.

Recuerdo su mirada absolutamente desolada. Pero yo solo podía sentir mi rabia y mi frustración y mi dolor. Así que me di media vuelta y me alejé corriendo. Le…

 

Por un instante a Elisa se le trabaron las palabras.

–Le fallé, Raúl –consiguió decir al fin.

–Pero volverías a verla, y…

–No. Ella intentó hablar conmigo, lo intentó varias veces, pero no se lo permití. Le di la espalda como solo hacen las personas ruines.

-7-

Raúl no sabía qué hacer ni qué decir. La confesión de su mujer lo había dejado desconcertado. Podía entender su dolor, pero aun así no acababa de ver cómo encajaba todo aquello con su reacción ante la declaración de su hijo.

–Después de lo que me has contado, entiendo que estés así, de verdad. Sobre todo, porque llevabas mucho tiempo reprimiéndolo y tiene que resultar doloroso volver a enfrentarse a ello —le dijo tratando de sonar cariñoso–. De todos modos, hay algo que no acabo de comprender. Si te sientes mal precisamente por haberle dado la espalda a tu amiga, ¿por qué vuelves a hacerlo? ¿Por qué le das la espalda a nuestro hijo?

–¿Es que no lo ves? Da igual que yo le apoye, da igual que tú le apoyes. ¡Seguro que los padres de Loli la apoyaron! El problema son los demás. Si eres distinto, si te apartas de lo normal, siempre habrá alguien que haga lo que hice yo entonces, que le falle tan estrepitosamente como le fallé yo a Loli. Nunca podremos protegerle de todos ni de todo. ¡Es imposible!

A Raúl le costaba digerir las palabras de su mujer. No conseguía comprender su lógica.

–Entonces, según tú, ¿qué debemos hacer? –le preguntó.

–Convencerlo de que no es más que una fase pasajera, que se le pasará.

–¿Y si no se le pasa? –insistió Raúl incrédulo.

–Se le pasará, se le tiene que pasar.

–Pues yo creo que no, la verdad. No se trata de un capricho, ni de una enfermedad, ¿sabes? Además, esa no es la solución. De tu hijo pueden burlarse por cualquier cosa, yo que sé, simplemente porque lleva gafas… ¿Qué vamos a hacer si algún día tiene que llevar gafas? ¿Decirle que no se las ponga?

–Ponerle lentillas.

–¿En serio? Pues yo no creo que esa sea la solución.

–¿Y cuál es según tú la solución?

–Enseñarles a nuestros hijos a no dejarse pisotear por lo abusones y estar atentos por si nos necesitan. En serio, creo que exageras un poco. No hay para tanto. Seguro que Loli ya lo ha superado. Igual hasta le sirvió para hacerse más fuerte.

–Tú no lo entiendes, no lo entiendes.

–Pues explícamelo.

–Ella…ella…

–¿Ella qué?

Elisa suspiró hondo un par de veces. Luego miró fijamente a su marido. Todavía le llevó unos segundos conseguir hablar.

–Una noche al poco de nuestra discusión, mientras sus padres dormían, Loli se encerró en el baño y se cortó las venas.

-8-

Al oír las últimas palabras de Elisa, Raúl se estremeció de arriba abajo. No se esperaba un desenlace tan brutal. Trató de imaginar lo que debió sentir su mujer al enterarse de lo que le había ocurrido a su amiga. Le resultó imposible. Demasiado dolor, demasiada culpa. El mero hecho de pensar en ello le sumió en un estado de profunda desazón.  Un ruido procedente del otro lado de la habitación le sacó de su ensimismamiento. En la puerta, mirándolos fijamente, estaba su hijo.

–Laura me ha invitado a jugar a su casa –dijo tras un breve silencio–. ¿Puedo ir, porfa?

Raúl miró instintivamente a su mujer, que hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza.

–Está bien. Vete poniendo el abrigo que ahora voy.

–Guay.

En la calle hacía frío. Al menos eso le pareció a Raúl, aunque quizá fuera que estaba destemplado. Seguía intentando digerir las palabras de su mujer, pero no le resultaba fácil. Se preguntó cuánto habría oído Hugo.

–¿Hacía mucho que estabas en la puerta?

–No mucho.

–Verás hijo…

–Si lo dices por lo que ha contado mamá de su amiga, tranquilo, yo no pienso hacer eso.

–No, si no pensaba… bueno, la verdad es que me alegra saberlo. Sólo quiero que estés bien, ¿entiendes?

–Estoy bien papá, de verdad.

–Fantástico –dijo mirándole sin terminar de creérselo.

Siguieron andando el uno al lado del otro en silencio, Raúl dándole vueltas a sus pensamientos, Hugo deseando llegar a casa de su amiga. En cuanto llamaron al timbre, Laura salió a abrirles con una sonrisa de oreja a oreja.

–Hola C..Hugo.

–Puedes llamarme Cloe, ya se lo he contado –dijo Hugo mirando a su padre de soslayo.

–¿En serio? –preguntó ella mirándolo también.

–Sí, tranquila. Ya nos lo ha contado –confirmó Raúl.

–Entonces, hola Cloe. ¿Vamos a mi habitación? ¡Tonta la última!

–¡Eh! ¡Espera! Adiós papá –se despidió mientras corría por el pasillo tratando de alcanzar a su amiga.

–Adiós, Cloe –respondió él, sintiéndose un tanto incómodo, pero feliz al verle actuar con tanta naturalidad.

-9-

Laura esperó a estar a solas en la habitación para preguntarle.

–¿Qué te han dicho tus padres?

–Mi padre se lo ha tomado bien. Mi madre no tanto. Aunque creo que es por algo que le pasó con una amiga, no por mí.

–¿Con una amiga?

–Sí, una amiga que como yo tampoco estaba a gusto en su cuerpo.

–¿Y qué ocurrió?

–Pues creo que la amiga tenía demasiado miedo y mi madre también.

–¡Qué mal no! Mi hermano dice que los mayores siempre tienen miedo. Yo no lo entiendo, la verdad.

–Ni yo.

–¿Y crees que se le pasará?

–¡Eso espero! ¿Qué hacemos?

–¿A qué quieres jugar?

–¿A disfrazarnos?

–Vale. Yo me pido de pirata.

–Pues yo de pirata bucanera.

–¿Quieres que nos maquillemos?

–¿Podemos?

–Sé dónde guarda mi madre sus pinturas –dijo Laura guiñándole un ojo–. Sígueme. Pero no hagas ruido.

Laura abrió la puerta y asomó la cabeza.

–Parece que no hay moros en la costa –susurró metiéndose ya en el papel que había escogido–. ¡Vamos a por el botín!

Se colaron en el baño, se hicieron con el estuche de maquillaje de su madre y regresaron a la habitación muertos de la risa. Siempre era así entre ellos.

-10-

Esa noche, al regresar a casa con su hijo, Raúl fue directo a la habitación. Su mujer estaba en el sillón orejero que había junto a la ventana. Se sentó pesadamente en el borde de la cama.

–Elisa, no puedes seguir así. Sé que lo que te pasó fue horrible, de verdad. Pero tienes que hablar con tu hijo. Eres su madre. No puedes darle la espalda en algo tan serio –le dijo. Las palabras sonaron a un ruego desesperado.

–¿Te crees que no lo sé? –murmuró ella—pero es que no sé qué decirle…

–Pues simplemente abrázalo, que sienta que no le rechazas.

–No es tan fácil, ¿sabes? No para mí.

Se quedaron los dos callados, Elisa mirando por la ventana, Raúl al suelo. Pasados unos minutos, él soltó un suspiro, se levantó y se marchó. Elisa creyó que volvía, porque al momento oyó como se abría de nuevo la puerta. Pero no era su marido.

 

–Hola mamá.

Al oír la voz, Elisa giró la cabeza desconcertada.

–¿Cómo estás mamá?

–Estoy –atinó a balbucear.

–¿Puedo decirte una cosa?

–Supongo…

–Lo que le pasó a tu amiga, bueno, tuvo que ser un palo.

–Sí, lo fue.

–Pero sabes, el problema no es que fuera distinta, el problema es que no era capaz de ser quien era.

–No te entiendo.

–Quiero decir que ser distinto no tiene nada de malo. El problema es que te dé miedo serlo.

–¿Miedo?

–Sí, a lo que dijera la gente, a lo que pensaras tú.

–Es que ese es precisamente el problema, la gente. Puede ser muy cruel, ¿sabes? Y yo no quiero que te hagan daño. No podría soportarlo. Otra vez no.

–Es que no me lo van a hacer mamá, porque a mí no me da miedo ser distinto.

–Eso es lo que te piensas, pero luego todo se complica.

–Yo no soy como tu amiga.

–Eso no lo sabes.

–Sí, sí que lo sé. Yo te lo he contado. Ella no lo hizo, te tuviste que enterar por otros.

–Ya, pero…

–Tú piensas que le fallaste y a lo mejor lo hiciste. Pero ella también te falló a ti, porque no te lo contó.

Elisa nunca lo había visto de ese modo. Se había echado toda la culpa a la espalda sin considerar nada más.

–Por eso quiero que me llaméis Cloe –siguió–, y por eso quiero que mis amigos me llamen Cloe. Porque no quiero esconderlo. Porque quiero que todo el mundo sepa quién soy realmente.

–N sé, la verdad.

–El hermano de mi amiga Laura tiene razón. Para que te hagan daño tienes que avergonzarte o tener miedo. Y yo ni me avergüenzo ni tengo miedo. De hecho, me siento orgulloso.

–Pero es que…

–Mamá, en serio, no tienes por qué preocuparte. Además, ahora ser distinto está de moda. Hasta voy a ser más popular en clase.

Elisa miró a su hijo. Se le veía tan tranquilo, tan confiado… Mientras lo contemplaba tuvo la sensación de que se le ensanchaban un poco los pulmones.

–Ojalá lo viera todo tan fácil como tú –dijo mirando por la ventana.

–Es que lo es, mamá. Y tú me has ayudado, ¿sabes? Porque siempre me has dejado ser quien yo quería. A lo mejor es precisamente por lo que te pasó con tu amiga. Loli se llamaba, ¿no?

Elisa pensó que a lo mejor era verdad, a lo mejor había enterrado sus recuerdos con Loli, pero no lo que había aprendido de toda esa historia. Suspiró profundamente, miró a su hijo y por primera vez desde que se había sincerado con ellos, fue capaz de mirarlo con otros ojos.