Juana se despertó a eso de las cinco de la madrugada. Y como, solía ser habitual, se quedaba media horita más en la cama intentando vencer el sopor y el cansancio del día anterior, y no se levantaba hasta que el pequeño despertador sonaba por segunda vez.
Mientras tanto su marido seguía durmiendo como un niño hasta las seis y media. Entonces le preparaba el desayuno y el almuerzo, así él no tenía otra cosa que hacer más que asearse, tomarse la rica taza de café con leche caliente con tostadas, y salir hacia el trabajo. Cuánto hubiera dado ella porque, de vez en cuando, su marido le sorprendiera preparándole el desayuno. Pero él no era de ese tipo de hombres.
Se lavó la cara y dejó de parecer una sonámbula perdida por la casa. Se tomó su cortado de la mañana y comenzó a sentirse persona. Entró en la cocina y encendió la radio, buscó su emisora favorita, la que más boleros ponía a diario, y al compás de la melodía, empezó a canturrear mientras metía la comida en los táperes: “Bésame, bésame mucho, cómo si fuera esta noche la última vez…” Aquella canción… ¡Cuántos recuerdos! El primer baile, el primer beso.
Braulio se levantó y se dirigió hacia la cocina. Apenas le dedicó un bufido cargado de apatía, y mucho menos un saludo cariñoso. Siempre se levantaba con cara de pocos amigos. No solía ser muy comunicativo, sobre todo a esas horas. Según transcurría el día se volvía más hablador, pero, siempre haciendo gala de su malhumor, en mayor o menor escala, al menos en casa. Luego… fuera era otro asunto, e incluso podía parecer encantador.
Se sentó a la mesa, untó las tostadas con mantequilla y el tazón de café. Juana bajó el volumen de la música y permaneció a su lado observándole. Cuando la canción cesó, apagó la radio y puso la televisión. Solía protestar con voz frágil, cuando el locutor comentaba la noticia de algún incidente desafortunado. Le sorprendía que algunas personas pudieran hacer daño sin el menor remordimiento. Lo comentaba con su marido para ver qué opinaba al respecto, pero era como si se lo dijera al aire, porque ni caso que le hacía.
—Bueno, me voy, adiós.
—Que tengas un buen día.
—¿Un buen día, dices?… Eso sería si me quedara en casa y no tuviera que ir a trabajar, como haces tú —respondió él, sin mirarla.
Para Braulio, él era el único que trabajaba de verdad. Ella sólo se dedicaba a ver la tele, charlar con las vecinas y poco más. Porque fregar, barrer, planchar, coser o hacer la comida… eran trabajos sin importancia, obligaciones de la mujer. No colaboraba en nada, ni recogía sus platos, ni tenía demasiado cuidado de no orinar por fuera de la taza, ni se preocupaba de colocar su abrigo en la percha.
Juana no se sentía valorada. Era una esclava de la casa. Cualquier hora era buena, cualquier tarea insuficiente y cualquier esfuerzo obligatorio. Era una cruz difícil de soportar. ¡Cómo habían cambiado las cosas! Le recordaba de novio, todo un caballero, considerado y cariñoso. Verdad era que siempre había sido algo bruto y chapado a la antigua, pero entonces eso no tenía importancia. Solían pasear los fines de semana, ir al cine, hablar sin parar de miles de cosas. Hacían el amor con frecuencia y disfrutaban el uno del otro.
Pero ahora… no era el mismo, podía pasar de hablarle groseramente por cualquier estupidez, a forzarla de la peor forma posible.
Se preguntaba cómo había pudo cambiar tanto su forma de ser. Tan insensible, tan poco delicado con la persona con la que se había casado, con la que convivía día tras día. Sólo un “gracias” o un “por favor” le bastaban, no era tan difícil. Pero parecía disfrutar con sus malos modales y hacerla sentir ridícula ante sus amigos. Ella los detestaba, eran unos borrachines despreciables que no hacían otra cosa que regalarle los oídos para conseguir otra ronda en el bar.
Tanta amargura se le quedaba atragantada, hasta que de pronto alguna tarde se sorprendía a sí misma llorando desconsoladamente.
Se recordaba como una chica guapa y divertida. Ahora era triste, apagada y asustada. Las huellas de los insultos, de las palabras despectivas, se clavaban en su alma como cuchillos candentes. Y lo peor de todo era que esas huellas se iban transformando en cicatrices.
Un día, no más regresar del trabajo, le dijo que, por mediación de un amigo, le había conseguido un trabajo de mañana como limpiadora en un centro comercial:
—Te conviene ocuparte de algo útil y así sabrás lo que cuesta ganar el dinero que luego despilfarras tan alegremente.
Juana no supo reaccionar, no lo necesitaban, ni tampoco ella lo deseaba, pero él le obligó a aceptarlo. La discusión se zanjó con coléricos desplantes. Juana se resignó, y aceptó.
Al cabo de una semana se encontraba entre mesas, sillas, cubos y fregonas limpiando las oficinas del centro comercial, con cara desencajada y la sola compañía de las notas musicales que salían de un pequeño transistor que llevaba en el bolsillo. De repente, como si entrara en un pasado lejano, le asaltó la voz de Armando Manzanero: “Somos novios… pues los dos sentimos mutuo amor profundo, y con eso ya ganamos lo más grande de este mundo…” Pensó que se volvía loca, sonriendo de felicidad, bailaba con la fregona mientras las lágrimas corrían por su cara. Se encerró en el aseo hasta que terminó la canción.
Según pasaban los días el agotamiento de la jornada en el trabajo, unido a los quehaceres de la casa, Juana notaba que la relación con su marido parecía estar… más tranquila, pues las palabras y los gestos desagradables debido al carácter inestable de Braulio, eran de forma anecdótica. De vez en cuando surgía alguna situación que generaba un poco de tensión, pero después mostraba atisbo de arrepentimiento, unido a algún tipo de justificación para encubrir su forma de actuar.
Desgraciadamente esos desafortunados momentos puntuales, se fueron repitiendo con mayor frecuencia. Y lo mismo empezó a ocurrir con los desprecios y las expresiones irrespetuosas, volviendo a convertirse de nuevo en algo normal. Y lo que más le fastidiaba a Juana era que, una vez pasado el vendaval de la tormenta emocional, su marido se empeñaba en tratar de hacerle ver que era la culpable de haber provocado la situación.
En medio de una comida, Braulio reaccionó golpeando el plato de judías contra la mesa, amenazándola si volvía a servirle la comida tan caliente. Otro día, la vio conversando con un antiguo amigo al que no veía desde hacía algún tiempo. Por la noche le advirtió que si alguna vez se le ocurría serle infiel le daría una paliza de la que no se recuperaría jamás.
En ambas ocasiones, una vez pasado el furor inicial, hablaba con ella haciéndose la víctima. Entonces le preguntaba por qué se portaba así con él y le hacía perder el control.
Cuando los amigos venían a casa a ver los partidos, o a jugar a las cartas, entonces más se ensañaba. Y ella callaba y aguantaba, estaba acostumbrada a todo, se sentía insensible ante los desaires, ante los desprecios machistas, comentarios humillantes y gestos despectivos. Sentía que no sabía hacer nada bien, que no era suficientemente buena para él ni para ella misma. Que era torpe y poca cosa.
Para colmo, cuando iba a casa de sus suegros, el padre de Braulio siempre acababa sacando el tema de los niños y le preguntaba, mirándola bruscamente: —¿Cuándo piensas quedarte embarazada? Juana torcía el gesto y no sabía que decir.
Desde el principio el hombre no la miró con buenos ojos, no aprobaba esa relación, decía que Braulio necesitaba una mujer de más valía. Y ella, para romper la tensión del momento, ayudaba a su suegra a recoger la mesa, fregaba y colocaba la cocina e incluso le dejaba todo ordenado, dado que la anciana apenas se podía mover. Mientras les oía hablar de forma desdeñosa, desde el salón donde se quedaban tomando unas copas:
—No sé en qué estás pensando, hijo. ¿Es qué no sabéis hacer un niño? Mira que te lo dije antes de casarte: “A las mujeres, cómo a los caballos, hay que enseñarles quién manda y manejar las espuelas para que te obedezcan y se hagan mansas”. Creo que la tratas demasiado bien. Como no la pongas en su sitio… ya verás.
Y resultó que, en una de esas ocasiones familiares, Juana, no aguantó más y le contestó con vehemencia. En ese momento la mano de Braulio cruzó su cara con fuerza. Y el viejo comentó en tono jocoso: —Eso, un poco de jarabe de palo no viene mal, se lo tiene merecido. ¡Mujeres…todas son iguales!
Juana se levantó, y se dirigió a la cocina abochornada llorando de rabia e impotencia. El corazón parecía salirle del pecho. Su suegra, una mujer sumisa y callada, intentó consolarla:
—Hija, tienes que ser paciente, los hombres son así. No le des más importancia e intenta olvidarlo. Tienes que ser valiente y decir que sí a todo, luego haces lo que te dé la gana, sin que se dé cuenta. Te lo dice esta vieja inútil, a la que el tiempo le arrebató las ganas de seguir viviendo.
Pasó el tiempo y Juana empezó a sentir que una fuerza penetrante le oprimía el pecho. Pensó que sería el estrés del trabajo, de la casa. Los nervios continuos se le metían en la boca del estómago, y hasta una punzada le oprimía el corazón. Últimamente no tenía gusto para nada, ni siquiera para arreglarse. Y Braulio parecía disfrutar con ello, haciendo comentarios hirientes sobre su aspecto.
Por eso cuando vio que el nuevo chico del supermercado, tan simpático, y bien parecido, le dedicaba palabras amables siempre que atendía, quedó gratamente sorprendida y desconcertada. No podía creer que aún existieran hombres así. Un hormigueo cálido y gratificante como una caricia, recorría su cuerpo cada vez que le veía. Y aquel casual encuentro se convirtió en fortuitas y agradables casualidades.
El muchacho nunca le insinuó nada fuera de lugar, y era eso precisamente, lo que más le admiraba.
Después de algunos encuentros y cafés, a los que la invitaba cuando salía a algún recado, Juana llegó a pensar que había cierta química entre ambos, algo que no confiesan las palabras, pero que existe. Se encontraban en la calle, en el correo o en alguna tienda… él siempre aparecía por donde menos se lo esperaba. Se sentía halagada pero también le daba un miedo atroz de que alguien les pudiera ver. Hablaban de cosas intrascendentes, del tiempo, de cómo estaban las cosas, de alguna película, de música…
Ella parecía flotar en una nube, era como si el aire fuera más limpio, el cielo más azul y el sol más luminoso.
Pero todo fue muy efímero y bonito mientras duró, porque un día apareció Braulio como un espectro terrorífico, y los encontró hablando distendidamente. Juana no supo cómo reaccionar., una mueca de temor dibujaba su pálido rostro. El estómago se le encogió y las piernas le temblaban. Braulio no reaccionó de forma agresiva, en contra de lo que ella esperaba. Le pidió le presentara al extraño con un cierto toque de sutileza en él. Se hizo un silencio incómodo, una mirada hostil hacia ella. El muchacho veía dibujarse en el ambiente una marcada tensión. Fue una despedida amable.
—¿Qué? ¿De cháchara con el tipo ese de los cojones?
—No, nos vimos por casualidad. Es el nuevo empleado del supermercado. Un chico muy atento con los vecinos, nada más.
—¿Acaso me tomas por tonto o qué?
—Braulio, me estás haciendo daño en el brazo… suéltame.
—¿Daño? Tú no sabes qué es el daño. Daño es el que me haces tú cuando te portas como una vulgar fulana. Dime, ¿quién era ese tío en realidad? ¡Vamos, no me mientas! ¿Qué hacías con él?
—Pero, Braulio, ya te he dicho que…
Juana no pudo terminar la frase. Una bofetada rápida le torció la cara, estando a punto de caer.
—Te juro que no hacía nada malo, sólo hablábamos…
—Llevo un rato observándote. Sabía que te veías con un tío a mis espaldas. Te comportas como una cualquiera de las muchas que hay por el barrio. ¿Acaso no me porto bien contigo? ¿No te doy lo que necesitas? ¿No tienes todo lo que quieres, para que me lo pagues así?
Mientras, la gente que pasaba observaba la escena, pero nadie hacía nada, sólo eran meros espectadores. Braulio la abofeteó de nuevo y esta vez… la hizo caer de rodillas. La cogió del brazo y la levantó obligándola a caminar empujándola.
—Vamos para casa, camina…
Entre lágrimas ve como la gente sigue observando como si de un espectáculo se tratara. Nadie dice nada. Alguien hace muestras de acercarse, pero… no, se retira y sigue observando. Ella camina. Según se acercan a la casa siente un terror inmenso ante la indefensión y el aislamiento entre aquellas malditas paredes que hacía tiempo dejaron de ser su hogar, y teme lo que ahora pueda pasar.
Braulio se recuesta en el sofá y le dice:
—Tráeme una cerveza que tengo sed… y ponte hielo ahí… ¡Tienes una cara!
Transcurrieron varias semanas de monótono sufrimiento hasta que una pequeña chispa provocó un gran incendio
Todo ocurrió el día de la fiesta de Nochebuena. Juana había trabajado hasta las tres de la tarde y después había tenido que recoger la casa, para más tarde ir donde sus suegros a prepararlo todo para la cena familiar.
Esa noche, serían unas veinte personas, entre familiares de uno y otro.
Juana se encargó de prepararlo todo: arregló la mesa, preparó la carne, los entremeses, las bandejas de polvorones y demás dulces navideños. Todo el mundo comía y bebía tranquilamente. Pero ella estaba muy agotada, ni siquiera tenía apetito. Estaba pendiente de que a nadie le faltara de nada. Notaba la hipocresía que flotaba en el ambiente, observaba a los demás que reían y gritaban contando estupideces, como si fueran una familia unida, o bailando al son de la música.
Braulio se dirigió a ella con su habitual rol de mando para que recogiera su plato y le sirviera un vaso de licor. Juana le oyó como si de una voz lejana se tratara. Se sentía aturdida por el bullicio, en su cabeza merodeaba la idea de lo amable que era con el resto de las mujeres, y lo insoportable que era con ella. De nuevo Braulio trató de sacarla del trance, agarrándola por el antebrazo, pero ella sintió una repulsión atroz, y se soltó con un gesto brusco.
—¿Qué pasa, mujer? Vamos, llévate esto de una vez, y sírveme una copa de licor, de ese que tú sabes.
—¡Déjame en paz! —Dijo ella, con voz ahogada.
Se hizo el silencio en la sala. Todos parecían haberse puesto de acuerdo para ver el espectáculo que iba a ocurrir. Las miradas se clavaron en ella. Y los ojos de su suegro se hundieron de forma contrariada en su hijo. La tensión se podía cortar con un cuchillo.
—¡Sí, déjame en paz! ¡Ya estoy harta de todo! ¡De ti y de todo esto! ¡Sólo soy tu esclava! ¡Vamos… recoge esto, ponme la comida, dame la cerveza, lávame los pantalones…! ¡Estoy harta de ser la que obedece y calla, la que no vale para nada! ¿Me oyes? Me voy, sí, me voy, no quiero saber nada de ti…
—¿Adónde crees que puedes ir? ¿Qué quieres, dejarme en ridículo ante mi familia, eh, zorra? Le dijo al tiempo que la zarandeaba violentamente. —Tú no vas a ningún sitio. Así que recoge mi plato ahora mismo y cállate, estúpida.
Entonces Juana se amedrentó, se sentía vencida en aquella dolorosa situación. Lo que al principio había sido un subidón de rabia e indignación contenida, segundos después se transformaron en miedo y desaliento. Bajó la cabeza y rompió a llorar, viendo los rostros impasibles de los demás, en especial la cara de satisfacción de su suegro, y se sintió una mierda. Tal vez la locura, o la angustia guardada en su corazón, le habían hecho reaccionar de aquella forma. Pero no se sentía con fuerzas para seguir doblegada otra vez, así que insistió:
—¡Recoge tu plato y sírvete tu licor! Desde luego yo no lo voy a hacer, ni siquiera quiero ser tu mujer. Voy a…
No le dio tiempo a más. Su marido le había lanzado una certera bofetada que la había lanzado hacia atrás, cayendo en el suelo. Sintió un intenso dolor en la nuca, apenas podía distinguir nada, tenía los ojos nublados, y el cuerpo casi paralizado, horrorizada, quiso incorporarse pero… no pudo.
Todo ocurrió muy rápido a partir de entonces. Juana no sintió nada, tan solo una especie de desmayo que hizo que la realidad se fuese difuminando en cientos de fulgores abstractos que se apagaron tan súbitamente como aparecieron. Se hizo el vacío, se hizo la nada, la oscuridad…
Y en medio del silencio, llegaron hasta su mente dormida las notas de una de sus canciones preferidas de juventud: “Si tú me dices ven, lo dejo todo… Si tú me dices ven, será todo para ti… Mis momentos más ocultos también te los daré…”