No dormía. Permanecía con los ojos abiertos mirando el techo donde proyectaba la película más gozosa de su vida de la que no recordaba nada, pero imaginaba con una sonrisa. Noche larga que disfrutaba sin alteraciones de ningún tipo. Cuando aún de noche sonaba el despertador y se levantaba ansioso por afrontar un nuevo día.
Tras el aseo, un té con un pan del día anterior a la plancha con algo de aceite. Luego de cepillarse los dientes y perfumarse, se metía lentamente en su traje gris: el pantalón debajo del colchón sin una sola arruga y la chaqueta en el galán de noche con la camisa blanca y la corbata azul.
De lunes a sábado salía con su portafolios. Y cumplía con la misma ruta de cuando estaba verdaderamente ocupado, bien empleado, gozosamente resultón tras los mostradores de una gran sastrería desaparecida desde hacía un año. Se las fue apañando con ahorros y un subsidio que le ingresaban los días 10 de cada mes, pero las cuentas ya no le cuadraban y su deterioro era evidente. Aunque él consideraba que todo seguía igual, se le veía demacrado, la ropa deteriorada, sin palabras que llevarse a la boca, sólo con algunos lugares comunes que se desplazaban por la saliva sin ganas. Y carecía de amigos y familiares que le alertaran de los peligros de su extraña rutina.
Diariamente cumplía con el simulacro de seguir yendo a la oficina de donde casi siempre partía para múltiples gestiones, de manera que recorría las mismas calles, los mismos bares, los mismos parques de alrededores que antes no tenía tiempo de visitar en calma. Al fin podía descansar y dar de comer a las palomas y se imaginaba excitantes escondrijos con algunas de las criadas o madres con niños, día a día más encantadoras y apetecibles a las que, sin embargo, jamás se atrevió a dirigirles la palabra, ni siquiera a saludarlas. Se conformaba imaginando sus andares en la cocina, proporcionando nutritivos platos con aromas exquisitos. Y al caer la noche, una copa con marcas de pintalabios, el humo del cigarrillo, y los primeros botones desprendidos con delicadeza hasta asomar pechos deliciosos.
Volvía a casa a la misma hora y se enfrascaba en dos novelas rusas de las que nunca se despegaba, saltando de los capítulos de una a los de la otra, y siempre después de tomar uno que otro bocado cada vez más escaso, ya sin otra cosa que agua, pues el último vino barato era tan malo que le sentó fatal.
Se acostaba pronto y rezaba algunas oraciones, vivamente asustado por su creciente pobreza y angustiosa soledad. Una pobreza y una soledad que le asaltaban entresueños, de manera que evitaba dormir, sustituyendo ese reposo convencional por uno ensoñado al observar en el techo la vida plena, la vida justa y mansa en la que le gustaría haber vivido. No más despertar saltaba de la cama con energía: su rutina en el vacío del día con su traje gris le permitía creer que todo continuaba como en los mejores tiempos. Aquellos dulces tiempos de empleado donde sus conocimientos se consideraban necesarios y recibía el respeto de propios y ajenos.
Así fue hasta que vio al hombre del traje gris en la acera de enfrente, junto a la casa vieja abandonada. Era tan parecido a él que cuando se saludaron con la cabeza fue como estar ante un espejo. Le impactó agradablemente. Disfrutaba con sólo pensar que volvería a verle al regresar a casa. Y así fue: nuevo saludo con el sombrero. Los dos únicos del barrio que lo llevaban: traje gris, sombrero y portafolios negro, y una discreta sonrisa por bandera. El extraño salía temprano del caserón a la misma hora y entraba más tarde, poco más o menos.
En el hipermercado le encontró comprando las mismas cosas, haciendo los mismos gestos, pero añadiendo productos femeninos que le llamaron la atención. Le vio comprar bastantes cosas de perfumería y ropa interior. Y entonces le siguió a considerable distancia. Y también le espió una vez que entró en la casona. A través de las ventanas le vio deambular por grandes espacios con arañas de caireles, entre pesados cortinajes de terciopelo y muebles viejos desvencijados donde estaba atada una muchacha que liberaba no más llegar, le refrescaba la cara con una toalla, le daba a beber agua mineral y se dejaba enlazar por sus frágiles brazos, pues la joven le recibía alborozada, plena, encantada de ser su prisionera.
Después de semejante espectáculo quedó tan afectado que no pudo continuar imaginando en el techo una vida plena. Ni siquiera siguió espiando, entre otras cosas porque la extraña pareja se perdió en una habitación a la que su mirada no tenía acceso. Pasó dos días postrado en la cama con los ojos abiertos, mirando el techo, ya sin trazas de felicidad imaginada. Aquella chica felizmente cautiva de un hombre idéntico a él le había hechizado.
El hambre le hizo reaccionar. Olfateaba en el aire pestilente de su habitación y encontraba el aroma de un bocadillo de salchichón con tomate que salió a buscar en el bar más lejano. Odiaba que le reconocieran y preguntaran “Cómo va la cosa”. Masticó muy despacio saboreando sus próximos pasos, dispuesto a buscar a la cautiva, así, con nombre antiguo de novela de aventuras. Y lo hizo tal y como se encontraba, en mal estado y tambaleándose, esperó pacientemente la llegada de su doble, y sucedió como siempre, al atardecer cuando se disponía a entrar. Se saludaron con la cabeza. El hombre del traje gris continuaba con su aspecto impecable, pero él no, ya no, estaba tocado por la desgracia. Su vivienda carecía de electricidad y ya ni se ocupaba de ninguna otra cosa fuera de la obsesión por lo que sucedía en la casona de enfrente donde unos brazos femeninos enlazaban con ilusión a un hombre, otro hombre, uno que parecía él mismo.
Volvió a presenciar el recibimiento de la preciosa joven, esta vez menos vestida, más atrevida, podría decir que provocativa, como si fuera la más deseable criatura del mundo, y de pronto, al rodear con los brazos desnudos a su carcelero, le mordió en el hombro y le arañó la cara con una garra inesperada. Fuera de toda sumisión adquirió de pronto una fuerza increíble, asistida por una cólera sobrehumana, más allá del bien y del mal castigando duramente a quien había simulado amar.
La palabra amar le quedó grabada. No podía quitársela de la cabeza. Más días con sus noches en vela. En el abandono total de suciedad y falta de sueño, ahogado en la absoluta soledad en que vivía, pero más pendiente que nunca de ese extraño ser, mezcla rara de encantadora y temible, débil y fuerte en todo caso siempre fascinante.
No volvió a encontrar al hombre del traje gris, pero cuando se internó en la casona ahí estaba ella esperándole, atada como de costumbre, exhibiéndose como una diosa de exuberante belleza y sensualidad.
Se quitó la chaqueta y se dispuso a sorprenderla con algún rico bocado antes de liberarla; recorrió la casa buscando manjares que no encontró, pues no halló más que partes de un cadáver, restos de un hombre sin sonrisa que llevarse a la boca ni canción desesperada que compartir con un amor tan intenso.
Le pareció bien. Se relamió imaginando un plan perfecto a solas con la bella y sorprendente joven. Ni siquiera le importó el nauseabundo olor que invadía el caserón, como si todo él estuviese lleno de muertos en descomposición; sólo registró lo más importante: los labios húmedos y carnosos de la bellísima criatura con cuyos besos agradecía la libertad que le otorgó al desatarla; frotó sus muñecas con una pomada, le refrescó la cara, besó sus lágrimas, acarició su piel, enamoró sus pechos, coronó de gloria sus caderas… y recibió con alegría sus afilados colmillos y las garras que abrían estupendos surcos por su cuerpo, al fin abandonado gozosamente en un bosque de sangre con su laguna y su mirada y su renovada sonrisa.
Completamente embelesado, confiando aún en volver a tentar aquellos labios, su turbia mirada se encontró con un vacío angustioso desde la ventana de su apartamento, frente al caserón de enfrente de donde salía el hombre del traje gris.
Turbado, mareado, con náuseas, fue a abrir la puerta y la encontró cerrada con candado, luego intentó en vano romper la ventana protegida por barrotes. Dio tumbos por las paredes en un grado de desesperación tal que pronto le redujeron dos enfermeros. Le pusieron un chaleco de fuerza y le inyectaron un calmante con el que durmió plácidamente.
En el sueño sonreía bajo los labios de la desconocida. Ella le besaba largo y le adoraba con la lengua. La lengua, su propia lengua un manjar sorprendente que consigue morder con ímpetu sin gritos ni alharaca con simple fuerza y deseo formal y serio, formalmente serio, seriamente formal de reconocer en la sangre un final definitivo, sin estridencias.
Ahora tiene la lengua cosida y los brazos sujetos a la cama. Le alimentan con suero. Le sedan con inyectables. Y sólo recibe dos visitas diariamente: un hombre vestido de gris con portafolios negro y sombrero que nunca se quita, y una joven con falda corta y labios carnosos. Los dos sonríen y le aseguran que pronto le llevarán a su casa antigua donde le enseñarán a desaparecer de victoria en victoria, de triunfo en triunfo, de sonrisa en sonrisa, beso a beso, mordisco a mordisco, muerte a muerte. Y él se deja invitar, ensoñado, feliz de volver a tener ilusiones.