La trufa Por Ana Riera

 

Cada onomástica, desde que podía recordar, su abuelo le regalaba una enorme caja de deliciosas trufas. Era una de las primeras cosas que Isabel asociaba con la idea de la felicidad. El olor intenso del chocolate emanando de la caja. La textura semidura cediendo al envite de sus dientes. El sabor denso abriéndose paso hasta el último rincón de la boca. Hasta que un año, justo al cumplir los 11, fue tal el ansia con la que engulló el preciado dulce que se lo tragó entero. Con tan mala fortuna, que se le quedó atascada en medio de la tráquea.

La sensación de ahogo fue inmediata. Notó que la vida se le escapaba sin que ella pudiera hacer nada. El aire, simplemente, dejó de entrar en sus pulmones. Deseaba gritar con todas sus fuerzas, pero descubrió que la voz, sin aire, no era capaz de articularse. Con los ojos desorbitados miró uno a uno a los que la rodeaban. Hablaban y reían distraídamente. Al fin y al cabo, era un día de celebración. Creyó haber llegado al final del camino. Pero entonces su abuelo le dedicó una sonrisa. Se dio cuenta en seguida de que algo no iba bien y se precipitó hacia ella con expresión de alarma.

Lo siguiente que recordaba es que la rodeaba con sus fornidos brazos mientras sus manos le apretaban con fuerza la boca del estómago realizando un movimiento rítmico. Hasta que tras un tiempo que le pareció interminable, hasta irreal, la trufa salió disparada por su boca y se precipitó contra el suelo, convertida en una extraña masa amorfa. Desde entonces no había vuelto a comer una sola trufa. Era incapaz. El recuerdo de la angustia era demasiado intenso.

No obstante, de un tiempo a esta parte había empezado a sentir un deseo cada vez más incontrolable de ingerir de nuevo ese exquisito manjar. En su cabeza se había establecido una especie de lucha silenciosa que le robaba la calma. Una parte de ella le advertía de que era demasiado peligroso, de que si cedía a la tentación, por mucho cuidado que tuviera, volvería a atragantarse. Y que esta vez no tendría tanta suerte. Pero otra parte le instaba a enfrentarse a ese miedo, a librarse de esa limitación que le impedía disfrutar como antaño.

La primera vez que sintió la necesidad de volver a comer una trufa fue en la fiesta de su amiga Sonia. Estaban en su casa de la playa, bailando y bebiendo en el jardín. Lo estaban pasando en grande. Fue entonces cuando apareció su primo. Tendría más o menos su edad, o quizás un poco más. Se acercó a su amiga con paso decidido y le tendió un paquete envuelto en un hermoso papel violeta. Era una caja de trufas, idéntica a las que solía regalarle su abuelo. Sintió ganas de abalanzarse sobre la caja y hacerse con uno de los dulces. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no moverse de donde estaba. Cuando Sonia empezó a ofrecérselas a los invitados, dio media vuelta y se escondió en el baño.

Un par de meses más tarde estuvo a punto de caer. Paseaba distraída por un centro comercial en busca de regalos de navidad cuando de repente se dio de bruces con una tienda en la que vendían todo tipo de chocolate. En el escaparate, a modo de reclamo, había una enorme trufa sobre un pedestal dorado. Sin ser consciente de lo que hacía, se dejó arrastrar por sus papilas olfativas hacia el interior del local. No oía ni veía nada más. Su mundo había quedado reducido a una enorme bola de cacao. Por suerte, una mujer que salía cargada de bolsas se tropezó con ella, rompiendo el encantamiento. Le bastaron dos segundos para analizar la situación. Salió precipitadamente de la tienda y se alejó corriendo de la tentación. Se había librado por los pelos.

Desde entonces, la cosa había ido a peor. De vuelta a casa ya no le bastaba con mirar hacia otro lado al pasar por delante de la pastelería de la esquina. Tenía que dar un rodeo para esquivarla, porque en el aparador tenían siempre una caja semiabierta que permitía ver las hileras perfectamente ordenadas de trufas. Sabía que si pasaba por delante no podría resistirse a entrar. Aun así, sentía que era cuestión de tiempo. Cada vez le costaba más cumplir lo que ella misma se había impuesto. Trataba de autoengañarse, buscaba excusas absurdas. Decidió que tenía que hacer algo drástico.

Una vez lo tuvo claro, pensó en su abuelo. Si alguien podía entender su motivación era él. Sin embargo, estuvo mucho tiempo dudando si contárselo. Estaba mayor y no quería cargarle con esa responsabilidad. Pero los días pasaban y su desazón no dejaba de crecer. Finalmente, llegó a la conclusión de que era el único que podía ayudarla. Así que un día, al salir del trabajo, fue hasta su casa a hacerle una visita.

No solo la comprendió, sino que se mostró entusiasmado con la idea. Llevaba años viviendo como un verdadero suplicio el hecho de no poder regalarle trufas. Sí, podía hacerle otro regalo. Era lo que venía haciendo desde el día en que se había atragantado. Pero sabía que eso la hacía sufrir y la limitaba. Él quería verla feliz, dueña de la situación. Quería que supiera que era capaz de conseguir cualquier cosa que se propusiera. Quedaron para el siguiente domingo.

Se levantó temprano. Estaba nerviosa y ansiosa a partes iguales. Ese podía ser el final de su pesadilla. Si todo salía bien, habría un antes y un después. Habían acordado que sería ella la que compraría las trufas. Fue la única condición que le puso el abuelo. Quería estar seguro de que estaba plenamente convencida. Eso sería la prueba. Se duchó con agua templada, para relajarse, y se vistió sin prestar demasiada atención a lo que se ponía. Luego cogió algo de dinero de la hucha y salió a la calle.

Escogió una de sus pastelerías preferidas. Ya que lo hacía, lo haría bien. Había bastante gente, porque para cuando llegó ya habían salido de la iglesia vecina y, como era domingo, muchos parroquianos habían entrado a comprar algún postre. Aguardó pacientemente su turno sin quitarle ojo a las trufas, que esperaban impasibles en una esquina del mostrador. Cuando por fin le tocó, pidió la caja más grande.

Mientras se acercaba andando a casa de su abuelo, el olor a chocolate que emanaba de la caja la hizo salivar profusamente. Se sentía excitada. No era consciente, pero tenía las mejillas arreboladas y las manos sudorosas. Llamó al ascensor. Era de esos antiguos, de madera, con doble puerta y un enorme espejo biselado. Siempre le había gustado. Hacía que se sintiera especial, como sacada de un cuento de hadas. Apenas pulsó el timbre, se abrió la puerta. Su abuelo contempló la caja y le dedicó una amplia sonrisa. Recorrieron juntos el largo pasillo que conducía al salón. Ella dejó los dulces sobre la mesa y se quitó el abrigo.

El plan que había ideado era simple. Para superar definitivamente sus temores, se tomaría una trufa. Lo haría sin miedo, decidida. Incluso con cierta glotonería. Había dos posibilidades. La primera, la que ella estaba convencida de que sucedería, que una vez más se le quedara atorada en la garganta, como la última vez. Para eso necesitaba a su abuelo. Estaría atento y en cuanto notara los primeros síntomas de ahogo, solo tendría que hacerle de nuevo la famosa maniobra de Heimlich. La confirmación de la maldición combinada con el nuevo susto, le quitarían para el resto de su vida las ganas de volver a comer una de esas bolas recubiertas de fideos de chocolate. Y si como aseguraba su abuelo no ocurría nada, esa era la segunda posibilidad, sabría que la maldición había desaparecido y podría volver a disfrutar de ellas sin ningún temor. En cualquiera de los dos casos, salía ganando. Era un plan perfecto, sin fisuras.

Se sentaron a la hermosa mesa de caoba, uno frente al otro. No dijeron nada. Se limitaron a mirarse un largo rato. Luego Isabel apartó la mirada y respiró hondo varias veces. Cogió una de las trufas, la que estaba justo en el centro. La contempló sin prisas mientras la hacia rodar entre sus dedos. El olor intenso inundó sus papilas olfativas. Era un olor tan dulce, tan intenso. Dejó que la envolviera por completo. Le echó un último vistazo. Decidió que ya estaba preparada, de modo que se la acercó lentamente a la boca.

Sus dientes se sumergieron con ansia en la masa dura. Estaba muy fría. Pronto se le atascó en medio de la garganta. Menos mal que lo tenía todo previsto. Levantó la mirada con calma, pero de golpe se le crisparon los ojos. Su abuelo dormitaba tranquilamente al otro lado de la mesa. No se lo podía creer. Cómo era posible. Tenía que ser su héroe, su salvador. Se levantó como pudo, dio un par de pasos. La falta de aire resultaba ensordecedora. Instintivamente se llevó las manos a la garganta. Dio un paso más. Antes de completar el siguiente, se desplomó. Lo último que oyó antes de perder la conciencia fue un leve ronquido procedente de su abuelo.

Ya no sale de casa Por Paula Alfonso

 

El caso no parecía difícil, aunque aquella chica llegó a mi consulta realmente angustiada.

  • Ya no sale de casa, doctor, lleva semanas viendo el mundo desde la ventana de su habitación. Estamos realmente preocupados.

Así fue el comienzo.

  • ¿Cómo llegó a esa situación? ¿Ocurrió algo? ¿Hubo algún detonante?
  • Verá, doctor, mi hermano siempre fue un chico introvertido, callado, pero la muerte de nuestra madre hace cuatro meses parece haber agudizado ese carácter. No le interesa el cine, la lectura, el deporte, no quiere ver a sus amigos, su único hobby son los juegos de ordenador, con ellos pasa la mayor parte del día.
  • Dice usted que su situación empeoró con la muerte de su madre, ¿fue de forma inesperada? o estaba enferma y de alguna manera se intuía su final…
  • No, no. Lamentablemente mamá murió en un accidente. Venía hacia casa y, por motivos que no se han podido explicar, su coche se salió de la carretera… Fue horrible. No sabíamos nada de ella, denunciamos su desaparición y nos pusimos a buscar como locos, preguntamos, enseñamos su fotografía, hicimos batidas hasta que al cabo de tres largos días apareció. Y fue precisamente mi hermano el que la encontró en aquel maldito terraplén al que bajó, a pesar de que se le dijo que ya había sido explorado.
  • ¿Han hablado con él sobre ese momento? Cómo se sintió, qué hizo…
  • Nunca. Cuando ve que sacamos el tema, se levanta y escapa a su habitación.

 

Estarás de acuerdo conmigo en que con estos datos el diagnóstico era sencillo, se trataba del clásico adolescente traumatizado por la muerte inesperada de su progenitora. Serían suficientes cuatro o cinco sesiones de presión en los puntos cruciales para que drenara la amargura que llevara dentro.

Tras preguntarle si accedería a venir a mi consulta y responderme que con la insistencia de ella y de su padre creía que sí, le cité para la semana siguiente.

 

El día fijado llegaron a mi consulta. Siguiendo mi indicación entró solo el chico. Era alto, delgado, pero lo que llamó especialmente mi atención fueron sus manos. Cualquier adolescente con su perfil psicológico presentaría unos dedos descuidados, uñas comidas, padrastros…, producto todo de su ansiedad, de su nerviosismo, pero aquel chico tenía unas manos de piel blanca, tan blanca que se traslucían las venas, y sus dedos delgados se movían despacio, con calma, tal vez con demasiada calma.

Le pedí que se sentara mientras yo lo hacía enfrente con la intención de estar atento a su lenguaje gestual, es la práctica que utilizo con todos mis pacientes, ya sabes que a veces aclara mucho.

Sus primeras respuestas fueron escuetos monosílabos, sí, no, puede, tal vez…, eso sí me pareció normal. Es la barrera defensiva que algunos pacientes levantan cuando un extraño como yo, al que acaban de conocer, les pide que hablen de sus más profundos sentimientos.

Poco a poco conseguí ir ganándome su confianza y se fue relajando. Cuando entendí que había llegado el momento fui directo a lo que me interesaba.

  • Háblame de tu madre.

Su reacción fue de libro. Se irguió en el sillón, me lanzó una mirada retadora y después desvió su vista hacia la puerta en un claro deseo de salir huyendo. Pero permaneció sentado y pasados unos instantes, con la cabeza baja, me preguntó:

  • ¿Qué quiere que le diga?
  •  No sé…, en qué puntos coincidíais, en cuales chocabais, cosas así, lo que se te ocurra.

Había que quitarle importancia a la pregunta, que la considerara parte del protocolo habitual para que bajara sus defensas y hablara, necesitaba hacerme una idea de cómo era la relación madre-hijo, pero sus respuestas fueron en todo momento demasiado vagas. Miré el reloj y se nos acababa el tiempo. Como la actitud de mi paciente no parecía que fuese a cambiar, decidí aventurarme.

  • Cuando descubriste su cadáver, ¿qué sentiste?
  • Tengo que irme.

Se levantó, y mientras caminaba hacia la puerta, sentenció:

  • No quiero hablar más con usted.

Fui tras él, le tomé por el brazo, traté de que entrara en razón, pero repitió

  • Me voy.

No volví a verle hasta pasadas tres semanas y le noté más pálido, más ojeroso, parecía cansado.

Comencé a hacerle preguntas, pero lejos de atenderme permaneció distraído observando sus blancas manos, siguiendo con sus dedos las arrugas en la piel de su sillón o paseando la mirada por los objetos que tengo en el despacho, su rechazo hacia mí era evidente, lo que me hizo entender que si estaba allí no era por propia voluntad sino por presiones familiares. De repente sus ojos se detuvieron en un punto de la pared, su cuerpo entró en una rigidez casi absoluta para después replegarse sobre sí mismo adoptando la posición fetal. Estaba aterrado, con la cara oculta entre las rodillas parecía querer protegerse de algo, algo espantoso, una figura devoradora, amenazante, que estuviera a punto de caer sobre él. Busqué lo que le pudo haber provocado aquella desmesurada reacción y lo encontré, era un dibujo que tenía colgado en la pared, regalo de un antiguo paciente que reproducía con bastante realismo la imagen de una cucaracha, negra, gigante sobre un lecho de hojas otoñales. Como el chico seguía con la misma expresión de terror, me levanté, descolgué el dibujo y lo deposité boca abajo sobre mi mesa. Al sentarme de nuevo junto a él le dije que simplemente era una acuarela, el obsequio de alguien enfermo que finalmente se curó. Mis palabras parecieron tranquilizarle, pero durante bastante tiempo mantuvo sus ojos clavados en aquel dibujo, aunque solo pudiera ver la madera pintada de su marco.

 

Tras analizar lo sucedido entendí que lo más indicado era practicarle una regresión y llevarle a aquel momento y conseguir que verbalizara su experiencia por muy traumática que fuera. Se lo comuniqué, le expliqué en qué consistía la prueba asegurándole que no había ningún riesgo. Él me escuchó con atención y solo pareció preocuparle si cuando él quisiera salir del trance podría hacerlo, le dije que sí, que en ese momento yo le devolvería a la realidad. Lo meditó unos instantes  más y

  • Está bien. Hagámoslo

Curiosamente llegó al estado de hipnosis con relativa facilidad y poco a poco, muy suavemente, le fui llevando de nuevo a la cima de aquel terraplén.

  • ¿Qué ves?
  • Voy bajando, me dicen que por aquí han pasado ya esta mañana y que no había nada, pero algo me impulsa y tengo que obedecer. La hierba está muy resbaladiza, un pie me ha fallado y he rodado algunos metros, me duele el codo, pero sigo bajando. Al fondo veo un montículo de hojas, me acerco, huele muy mal, alumbro con mi linterna y algo blanco destaca entre la negrura del suelo, despacio lo tomo con mis dedos, tiro y sale su zapato, el zapato de mi madre. Dejo a un lado la linterna y con mis manos empiezo a retirar la broza. Quiero ser rápido, muy rápido, pero el miedo a lo que voy a encontrar me hace ser poco efectivo. Continúo retirando hojas y sin querer doy a la linterna que rueda varias vueltas sobre sí misma, la cojo y al colocarla de nuevo en su sitio, mi mano pasa por delante de su haz de luz, no la reconozco, está negra, mis dedos no son más que muñones deformes, los estiro, los encojo y una especie de nube espesa cae de ellos. Los acerco más a la luz y descubro que están cubiertos por barro y cientos de gusanos que seguramente buscan en mí lo que ya consumieron en el cuerpo de mi madre. Pero he de continuar y torpemente con aquellos muñones negros, sigo echando a los lados la hojarasca seca y apestosa, de pronto choco con algo duro, descubro un poco más y aparece, la veo, veo a mi madre o lo que han dejado de ella, huesos, pelo, jirones de su ropa y algún resto de piel. Una náusea avanza con rapidez hacia mi boca, me giro para vomitar y de nuevo el foco de la linterna, como un dedo acusador, me obliga a ver. Ahora son mis brazos los que sirven de sustrato para aquellas criaturas, deambulan lentas pero seguras, metiéndose por dentro de mi camisa, las percibo cómo minúsculos alfileres clavándose en mi espalda, en mi pecho, están también en mi cabeza, entre mi pelo, detrás de las orejas, se mueven, avanzan, mientras yo permanezco inmóvil arrodillado ante el cadáver de mi madre. Algo me dice que debo ponerme en pie y sacudirme toda esa miseria, pero cuando comienzo a moverme, en la boca semiabierta y descarnada de mi madre percibo un ligero movimiento, uno de sus dientes parece inclinarse, sí, como si una fuerza le empujara por detrás, finalmente acaba desprendiéndose y como una canica rebota varias veces para acabar perdiéndose entre los mechones revueltos de pelo que aún quedan. Permanezco embelesado mirando el hueco, demasiado negro, demasiado espeso, pero no, no está vacío sino ocupado por algo que lucha para salir, es negro, viscoso, alargado, solo cuando ya está totalmente fuera adopta su verdadera forma, la de una enorme cucaracha negra, que, con sus patas peludas, sus afiladas antenas, comienza a caminar. Recorre la barbilla de mi madre, se desliza por su cuello, avanza por entre los desgarrones de su blusa y allí en el montículo que aún forma su pecho, se detiene, gira su deforme cabeza, estira sus antenas hacia mí, despliega unas enormes alas y vuela. Se ha metido por uno de los orificios de mi nariz y la siento como avanza, va a llegar a mi boca, está en la garganta, sáquemela, me está haciendo mucho daño, por favor sáquemela, no lo puedo soportar.

Alarmado le tomé el pulso y lo percibí peligrosamente acelerado. Tenía que sacarle del trance.

  • A la de tres despierta. Uno, dos y tres. Despierta.

Pero no lo hizo. Sus ojos siguieron fuertemente cerrados, su respiración cada vez más agitada. Me acerqué y aunque sé que no es lo indicado, le zarandeé.

  • ¿Me oyes? Despierta ya.

Su cabeza, como la de un muñeco roto fue de un lado a otro, pero no obtuve respuesta. Estaba ya a punto de pedir ayuda cuando un ligero movimiento en sus labios me hizo creer que volvía en sí.

  • Muy bien, eso es, despierta. Estás en mi cónsul…

 

Pero por aquella pequeña comisura que se había abierto comenzó a salir un reguero negro, espeso. Creí que sería sangre a punto de coagular proveniente de alguna mordedura que se hubiera hecho con la excitación, pero no, demasiado negra, demasiado viscosa y demasiado viva. Cuando estaba a punto de

alcanzar la línea del cuello se detuvo y lo que hasta ese momento había tenido forma filamentosa comenzó a aglutinarse, a hincharse. Era una cucaracha negra de patas peludas y largas antenas. Ya no avanzaba, quedó allí detenida, como si aguardara algo, como si esperara algo. Giró su cabeza, desvió hacia mí sus enormes ojos saltones, desplegó sus alas y… La tengo aquí, aquí, aquí dentro, caminando impunemente bajo mi piel, excavando entre mis entrañas, horadando mi cerebro. Ya no puedo más, tienes que ayudarme. Solo tú puedes hacerlo. ¿Qué fue lo que hiciste con aquel paciente que te envié? ¿Cuál fue el tratamiento  que le pusiste? Sólo hablaba de cucarachas, las veía por todas partes, ¿te acuerdas? Vino después a mi consulta muy agradecido, me dijo que enviarle contigo había sido una excelente idea. Dame a mí lo que le prescribiste a él, por favor, haz conmigo lo mismo. No, no… te equivocas, la consulta aún no ha terminado, necesito tu tratamiento. No pienso irme. Suéltenme. Abre la puerta, déjame entrar. Abre, abre, por favor.

 

Al día siguiente Por Elisa Pérez

 

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— Mañana, aquí, a la misma hora.

La oscuridad había plegado los últimos rayos de sol extendiendo su enigma sobre las calles. Desde la ventana del edificio, Candela se asomó para contemplar la salida del hombre que pocos minutos antes se había despedido de ella con esas palabras.

 Chaqueta gris de lana, pantalón ancho negro y blusa blanca se reflejaban en el cristal dando una imagen de mujer segura y moderna. Inconscientemente se llevó la mano a la oreja derecha, su lóbulo estaba vacío: el brillante que lo adornaba se había caído a la moqueta hacía bastantes horas. Ahora no podía ocuparse. Acumulación de trabajo y toma de decisiones inmediatas la requerían con urgencia. Luego lo buscaría.

 Se volvió hacía la mesa. Tenía que hacer la última revisión. Le exigían una respuesta durante la mañana siguiente. Demasiado fácil para los demás, mucha responsabilidad para ella.

 Miró el reloj: tic, tac, tic, tac. Decidió quedarse un rato más. Se acomodó en el sillón negro de skay y tomó el expediente con el contrato. Hacía calor, se levantó para quitarse la chaqueta. Mierda, tengo una mancha en la blusa. Roja antes, ahora de tono rosáceo. Quiso hacerla desaparecer tocándola. La imagen del delicioso y reconfortante vino de la comida, la trasladó varias horas atrás, escuchando la insistencia de su jefe, la presión del trabajo.

 En el bolsillo lateral del pantalón algo vibraba. Desde la reunión de la mañana el móvil se mantenía en ese estado, inconsciente de la indiferencia de la mujer.

 No había sido un día igual a los demás. Mientras corría con frescor de las primeras horas, las ideas ascendían con el resuello de su respiración. Buff, buff, buff… su compromiso era recorrer diez kilómetros diarios. Sólo así conseguía mantenerse en forma.

Alejada de su costumbre, desayunó copiosamente. Su marido le había preparado algo.

 — Te he hecho tostadas y café, para un día tan especial.

 Tomás odiaba correr, nunca la acompañaba.

 — Vamos, Candela, que la niña va a llegar tarde al colegio. Te recuerdo la cita con el logopeda.

 Ñam, ñam, ñam… Odiaba el sonido de la comida en la boca de su marido.

 — ¿No puedes dejar de hacer eso?.- Tomás la miró deteniendo el movimiento instintivo de masticar.

— Lo siento, Candela. ¿Llegarás muy tarde hoy? Bueno, luego nos vemos, a las seis, en la consulta, ya sabes, te lo recordaré en un mensaje de todas formas… Estás preciosa ¿cuándo te has comprado esa blusa?

En la mejilla de Tomás se quedó algo del carmín rojo de Candela que, malhumorada, torció el gesto al saber que tendría que llevar a la niña al colegio. Él debía acompañar a su madre al médico.

Mua, mua… La pequeña miró a su madre antes de entrar a clase. El beso había sido muy apresurado.

 Desde su mesa estratégicamente situada, observó que aún no había nadie en la sala de reuniones. Era la primera. Un montón de hojas blancas, bolígrafos negros en los portalápices y botellas de agua al fondo, estaban dispuestos a participar también de la junta. Clack, clack, clack… tres vueltas a la llave, suficientes para abrir su cajón. El proyecto estaba allí, con sus números, esquemas y gráficos a colores…

La reunión comenzó puntual con Candela sentada en su sitio. La chaqueta ocultando su angustia y dándole la seguridad que buscaba. Una última mirada orgullosa a la portada del informe.

— Piii, piiiii, primer mensaje: “Te espero en la cafetería de siempre a las 17.30 h.”

Inoportuno, como siempre, pensó Candela a punto de ponerse en pie para convencer al cliente de su idea de expansión. Se ajustó la chaqueta, tomó un bolígrafo entre los dedos y empezó a hablar… bla, bla, bla.

 Removió papeles, buscó entre los apuntes, revisó carpetas… allí no estaba. Alguien le había ordenado la cartera. La figura oronda y vulgar de su marido se le apareció como un fantasma de la noche, cruel y entrometido. Siempre él, siempre preocupado de que todo estuviera en su sitio, ¡estúpido y débil metódico! ¿Dónde le habría puesto la hoja resumen final que anoche revisó en la cama? Puaj, seguro que se cayó cuando posó su enorme peso sobre el colchón, al acostarse, pensó malhumorada.

La mirada del director al otro lado de la mesa la obligó a cerrar su presentación.

 — Mañana podemos quedar aquí, de nuevo, para revisar los últimos detalles, a la misma hora, si les parece bien.

 Piii,piii… – segundo mensaje: “te recuerdo la cita de esta tarde. Suerte en la reunión. Te quiero.”

 Apenas leyó, el enfado se lo impedía.

 El resto del día se volvió confuso y embarullado. La oportunidad se había esfumado, ahora tendría que esperar al siguiente para su lucimiento final. Repasó los documentos uno a uno hasta la hora de la comida, y después volvió a plasmar en imágenes y gráficos su idea, novedosa y original.

 — Cuéntame tu idea, Candela, recuerda que yo era el encargado de marketing en mi empresa- Tomás la tomó por la cintura susurrando esta petición que la mujer no pensaba atender.

— No compares Tomás, tú hace más de tres años que estás alejado de este mundo, no sé en qué me podrías ayudar. ¿Me traes un té, por favor?

 No sabía por qué tenía que recordar ahora esa escena, vivida hace más de una semana; precisamente ahora, que desearía gritarle lo inútil y putrefacta que resultaba su presencia para ella. Siempre solícito a complacerla, apenas la dejaba respirar.

 En el departamento el revuelo de la reunión se notaba por minutos a medida que avanzaba la tarde. El futuro de la empresa dependía del resultado de la misma.

 Piii,piiii, tercer mensaje: “¿Te queda mucho? Estoy llegando”.

 Sólo eran las cinco.

 Toc, toc, un pequeño golpe en el suelo le hizo levantar la cabeza. El pendiente brillante se había caído, a la vez que alguien llamaba a su puerta.

 Desde el despacho del director, el último rayo de luz entraba por la ventana coincidiendo con el final de la charla y con una ristra de mensajes agolpados en su teléfono.

 — ¿Dónde estás? Es tarde, debemos entrar a la consulta.

— Hemos salido ya. Supongo que te habrá surgido algo.

— Laura progresa poco, hay que dedicarle tiempo. Nos vamos a casa. Luego te cuento.

“Tiempo”: la única palabra en la que recaló Candela. Ella no disponía de él, Tomás sin embargo tenía todo el del mundo. Sólo se ocupaba de la niña y de la casa desde que se quedó en paro. Una profunda angustia comenzó a mezclarse con la que sentía tras la charla con el director: La exigencia había crecido aún más. No podían retroceder, ni relajarse.

 Debía tomar una decisión, lo más importante estaba por llegar a su vida y nada podía perturbarla… aunque fuera antes de lo planeado. Se agachó para coger el brillante; al tiempo que doblaba la espalda notó un chasquido crac… Su cuerpo se quebraba en una postura imposible. Ahogó un grito de dolor cuando quiso incorporarse con más ímpetu. Notó que una ligera oscuridad comenzaba a invadirla. Nunca había sentido nada parecido. Su mundo se desequilibraba. El dolor le oprimía hasta hacerle respirar con dificultad. La invadió un sudor frío y seco. Estaba mareada. Tenía que levantarse, salir de allí. No era tan fácil como parecía. Por un instante las imágenes de su jefe, de su hija, de su pantalón de correr, se sucedieron deprisa junto a la cara de un cliente insatisfecho. Frente a ellos, Tomás. Necesitaba ayuda. El móvil seguía en su bolsillo. Lo tomó. Otro mensaje: “¿Vienes a cenar? No te preocupes, te espero despierto. Laura ha preguntado por ti”.

 Tic, tac, tic, tac. El final del día estaba próximo. Eran las once y media.

Sentada sobre la moqueta en una postura muy dolorosa aún alcanzaba a ver por la ventana cómo las luces se iban despidiendo  poco a poco.

 Quiso olvidarse del dolor,  volver a sus innumerables obligaciones.  Aquello no podía estar pasándole a ella, quiso pellizcarse, golpearse… tenía que revisar todavía el expediente y ni siquiera lo tenía cerca.

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Apoyó las manos en la moqueta para intentar incorporarse de nuevo. Imposible. Se sintió torpe y abrumada, sus planes y su mundo se derrumbaban. Se acordó del móvil, último recurso a mano. La agenda estaba llena de números. Vaciló. Su cabeza llegó a la T antes que su dedo. Mañana no podré salir a correr, ya estoy oliendo las tostadas quemadas y el café pasado, como si todo hirviera a mi alrededor. Tomás atendió su llamada y aseguró la mayor rapidez en pasar a recogerla. Candela no reconoció su propia voz rota, la garganta inundada de lágrimas, como una niña pidiendo socorro…

Una cara entre la multitud Por Ana Riera

 

En cuanto vio su cara entre la multitud sintió que se le paraba el corazón. Ismael había salido a dar un paseo por el barrio, alentado por el sol primaveral que lucía aquella mañana. Era fiesta y se había levantado de buen humor.  Hacía un rato que avanzaba con paso decidido por la avenida que desembocaba en el parque. Era una caminata agradable y tenía pensado sentarse en la terraza de su bar favorito para tomarse una cerveza mientras leía el periódico sin prisas. Respiró el aire impregnado de aromas florales. Sin duda era su época del año preferida. Y entonces, mientras se dejaba llevar por aquella sensación embriagadora, vio su cara entre la multitud.

Se detuvo e instintivamente se llevó la mano al pecho. Sintió que las fuerzas le abandonaban. Un sudor frío le atenazó los músculos. Se le aceleró el pulso y empezaron a latirle las sienes. Cerró con fuerza los ojos para intentar controlar la sensación de mareo. Cuando volvió a abrirlos, su cara había desaparecido. La angustia, no obstante, seguía aferrada a su cuerpo, Como pudo, se arrastró hasta un banco que había cerca y se desplomó sobre sus listones de madera.

Trató de poner en orden sus ideas, que se arremolinaban desbocadas en su mente. Era imposible, no podía ser.  Si alguien sabía bien que no era posible que estuviera allí, paseando como un transeúnte más, era precisamente él. Y sin embargo, estaba seguro de haberle visto. Pondría la mano en el fuego. Pero y si….

No fue capaz de terminar la frase. No podía permitírselo. De repente el sol intenso le pareció un enemigo que trataba de nublarse los sentidos con su luz cegadora. Y los perfumes que impregnaban el ambiente, elementos que trataban de despistarle y hacerle bajar la guardia. No debería haber salido de su casa. Allí estaba seguro, protegido. Tenía que volver. Pensó en coger el autobús para llegar antes, pero la sola idea de verse apretujado entre cuerpos desconocidos le produjo náuseas. Aceleró el paso tanto como pudo.

Pensó que al llegar a su piso se sentiría a salvo. Pero no fue así. No podía quitarse de la cabeza la imagen de su cara bonachona, sonriendo a escasos metros de él, con su pelo revuelto y sus grandes ojos rasgados. Por qué había tenido que fijarse. Si hubiera ido mirando al suelo, nada de eso habría ocurrido. Por mucho que sus ojos se hubieran posado sobre sus zapatos, no los habría reconocido. Seguro. Ni siquiera recordaba de qué color eran los que llevaba el día de su encuentro fortuito.

Trató de leer el periódico sentado en su sofá orejero, pero no conseguía concentrarse en ninguna noticia. Las palabras se deslizaban ante sus ojos vacías de significado, como si no fueran más que manchas de tinta.  Fue hasta la nevera y cogió una cerveza helada. Dio un largo trago.  Le dejó un regusto metálico en la boca de lo más desagradable. Asqueado la tiró por el desagüe de la pila. Se asomó al pequeño balcón del salón para que le diera un poco el aire, pero el vecino también estaba en el suyo y no le apetecía hablar con nadie.

Encerrado entre las cuatro paredes de su apartamento se sentía atrapado, como una fiera acorralada. Tenía que librarse de esa incertidumbre, tenía que hacer algo.  Decidió salir de nuevo a la calle y volver hasta el cruce donde lo había visto. Tenía que asegurarse de que no se trataba de una visión, de un fantasma. Era la única forma de aclarar aquella situación. Probablemente, al verlo de cerca se daría cuenta de su error, de que sólo se trataba de alguien que se le parecía mucho. Se refrescó un poco la cara, se puso la chaqueta y salió de nuevo a la calle. Esta vez se puso las gafas de sol. Le pareció que así pasaría más desapercibido.

Salió decidido en dirección al lugar donde lo había visto. Le temblaban las piernas, pero no se permitió dejar de andar. Todo su ser estaba concentrado en un único propósito. Necesitaba estar seguro de que no era él. Solo así podría dejar de sentir que su vida se había quedado suspendida en un agujero negro. Al llegar al punto exacto se detuvo en seco. A su alrededor, la gente seguía moviéndose despreocupada, pero él permaneció completamente inmóvil, oteando el horizonte con las gafas levantadas. El sol intenso le obligó a entrecerrar los ojos. Fue inútil. No había ni rastro de su cara.

Regresó a casa cabizbajo. Probablemente no era él, no podía ser él. Seguro que sus sentidos le habían jugado una mala pasada. Debía serenarse. Respirar hondo y sacárselo de la cabeza. Olvidarlo. De nada servía hacerse mala sangre. Lo hecho, hecho estaba. Nadie sabía lo que había ocurrido. Si se mantenía tranquilo, todo iría bien. Debía mantener la calma.

La noche pasó lastimosamente lenta. Apenas consiguió conciliar el sueño. Durante dos meses, tal vez algo más, había logrado mantener a raya los fantasmas a costa de repetirse que había sido un accidente, un mero accidente en el que él no había sido más que un desafortunado participante. Nada más. No tenía que haber estado allí. No tenía que haber oído lo que oyó. No tenía que haberse encontrado cara a cara con él. ¿Cómo iba a sentirse culpable ante tal cúmulo de casualidades? Se había eximido a sí mismo de toda responsabilidad y acto seguido había borrado de su mente el trágico suceso.

Pero ahora, tras haber visto su cara en medio de la multitud, todas y cada una de las sensaciones vividas durante el breve momento que estuvieron juntos habían reaparecido en forma de avalancha incontrolable. El olor a ambientador de mango que inundaba la estancia. La luz mortecina del atardecer colándose por la ventana. La moqueta mullida bajo sus pies. El calor excesivo embotándole los sentidos.

Lo había hecho porque no le quedaba otra opción. Fue cuestión de mera supervivencia. Era él o el otro, y su mente práctica no lo dudó. Se había sentido terriblemente ultrajado, e injustamente atacado. Había intentado razonar, encontrar una salida. Pero ante su negativa perdió los papeles. En un intento de eliminar la amenaza que se cernía sobre él, lo empujó con fuerza. Se desequilibró. Cayó hacia atrás. Se dio un fuerte golpe en la cabeza contra el canto de la mesa de cristal. En seguida se formó un enorme charco de sangre. Era más oscuro de lo que habría esperado. Ni por un instante se le pasó por la cabeza pedir ayuda. Había demasiado en juego. Además, estaba terriblemente asustado. De modo que hizo lo único que le pareció razonable. Salió sigilosamente de la estancia y cerró la puerta tras de él.

Le había dado por muerto. ¿Pero y si resultaba que no era así, y si en realidad había sobrevivido? Lo cierto era que no le había tomado el pulso. Su razonamiento había sido sencillo. No se movía. Había mucha sangre. Dos más dos son cuatro. Tras haber visto su cara, no obstante, empezaba a pensar que tal vez se hubiera equivocado. A lo mejor alguien lo había encontrado allí tirado en el suelo y había llamado a emergencias. Sintió una leve decepción. Eso significaría que ya no era un asesino. Y también que había alguien que sí sabía lo que había ocurrido, alguien que podía identificarle.

Quizás estuvieran buscándole. Era posible que alguien hubiera hecho un retrato robot. Su pelo rubio platino y el tono gris oscuro de sus ojos resultaban demasiado llamativos. Tenía que hacer algo al respecto. Tener un objetivo concreto le animó un poco. Se duchó, se vistió, se preparó un café bien cargado que se bebió en dos tragos y bajó a la calle. Primero visitó una óptica. Salió con tres pares de lentillas de las que coloreaban el color del iris. Luego entró en un supermercado y compró tinte para hombre, de un tono oscuro. Al pasar por delante del quiosco de la esquina se detuvo para ojear el periódico. Acabó comprándolo ante la mirada inquisitiva del quiosquero. No quería llamar la atención.

Pasó la mañana atareado cambiando el color de su pelo, que también se cortó un poco, y probándose las lentillas.  Cuando terminó ya era casi la hora de comer. Si se echaba un vistazo rápido, casual, parecía una persona completamente distinta. Pero si se miraba fijamente al espejo, era capaz de adivinarse tras el disfraz. ¿Le ocurriría lo mismo a él? ¿Sería capaz de reconocerlo pese a todo? Había oído decir que uno nunca olvida los ojos de un agresor. Si eso era así, cabía pensar que tampoco olvida los de su presunto asesino. La inquietud, que se había apaciguado durante todo el proceso de transformación, se apoderó de nuevo de su persona. No era suficiente, tenía que hacer algo más. Podía ponerse gafas. Los cristales, incluso sin graduar, deformaban notablemente la mirada. Lo había leído en una revista de moda. Bajó de nuevo a la calle y se hizo con un par de gafas con la montura de pasta. Se plantó de nuevo ante el espejo del baño y se puso la de la montura gris oscura. No estaba mal. Probó con la de la montura granate. Alteraba más su fisonomía, pero no acababa de convencerle del todo. Si era hábil, tal vez fuera capaz de ver más allá de los cristales.

Empezó a deambular por el pasillo. Sentía que se ahogaba. No era suficiente. Tenía que ser más creativo. De repente se le iluminó la cara. Podía dejarse barba. Barba y bigote. Claro que tardaría unos días en crecerle lo suficiente. Se alegró de no haberse afeitado esa mañana. Decidió ir a por provisiones y a por más tinte, y permanecer encerrado hasta que pudiera lucir una bonita y frondosa barba. Nunca había llevado barba ni tampoco bigote. Seguro que eso le serviría para camuflarse.

Ismael se pasó tres semanas encerrado en casa. Se pasaba horas contemplándose en el espejo en busca de nuevos pelos, masajeándose la zona para estimular su crecimiento, comprobando los que habían crecido los que ya tenía y recortándolos para darle la forma deseada. Hasta que por fin, un sábado por la mañana, le dio el visto bueno. Ya sólo quedaba teñirla del mismo tono que el pelo de la cabeza. Cuando terminó, contempló satisfecho su obra. Había conseguido parecer alguien completamente distinto. Decidió que había llegado el momento de ponerse a prueba.

A la mañana siguiente, se vistió escogiendo prendas que no solía usar, se puso las gafas de montura granate y salió en dirección al cruce maldito. Hacía un día espléndido, pero ni siquiera se dio cuenta. Se encontraba ya cerca cuando le pareció ver una cara familiar. Aceleró el paso. Estaba a punto de ponerle la mano en el hombro, cuando el individuo se giró ligeramente. No era él, sólo se le parecía. Se hizo el distraído y siguió avanzando. Estaba tenso, lo notaba en la rigidez de su cuello y de sus hombros. Le sudaban las palmas de las manos y tenía la respiración algo agitada. No tardó en llegar al lugar indicado. Sentía una fuerte presión en las sienes. Decidió esperar recostado contra una pared. Apenas habían transcurrido unos minutos cuando creyó verle entre la multitud. Salió corriendo tras él. Podía ver su pelo revuelto. Lo tenía a un par de metros. Oyó a un hombre que gritaba, pero no hizo caso. Esta vez no podía escapársele. Tenía que alcanzarle fuera como fuese. Ya era suyo. Por fin iba a resolver el enigma y podría descansar tranquilo. Oyó más gritos, incluso le pareció notar que alguien intentaba impedirle que llegara hasta él cogiéndole del brazo. Pero se zafó sin problemas empujado por la determinación. Nada podía detenerlo ya. Para cuando el ruido de frenos le obligó a levantar la mirada, ya era demasiado tarde. El coche le pasó por encima como una exhalación. Lo único que alcanzó a ver antes de morir fue la mirada burlona de él, que le contemplaba con sus enormes ojos rasgados desde el otro lado de la calle.