Cada onomástica, desde que podía recordar, su abuelo le regalaba una enorme caja de deliciosas trufas. Era una de las primeras cosas que Isabel asociaba con la idea de la felicidad. El olor intenso del chocolate emanando de la caja. La textura semidura cediendo al envite de sus dientes. El sabor denso abriéndose paso hasta el último rincón de la boca. Hasta que un año, justo al cumplir los 11, fue tal el ansia con la que engulló el preciado dulce que se lo tragó entero. Con tan mala fortuna, que se le quedó atascada en medio de la tráquea.
La sensación de ahogo fue inmediata. Notó que la vida se le escapaba sin que ella pudiera hacer nada. El aire, simplemente, dejó de entrar en sus pulmones. Deseaba gritar con todas sus fuerzas, pero descubrió que la voz, sin aire, no era capaz de articularse. Con los ojos desorbitados miró uno a uno a los que la rodeaban. Hablaban y reían distraídamente. Al fin y al cabo, era un día de celebración. Creyó haber llegado al final del camino. Pero entonces su abuelo le dedicó una sonrisa. Se dio cuenta en seguida de que algo no iba bien y se precipitó hacia ella con expresión de alarma.
Lo siguiente que recordaba es que la rodeaba con sus fornidos brazos mientras sus manos le apretaban con fuerza la boca del estómago realizando un movimiento rítmico. Hasta que tras un tiempo que le pareció interminable, hasta irreal, la trufa salió disparada por su boca y se precipitó contra el suelo, convertida en una extraña masa amorfa. Desde entonces no había vuelto a comer una sola trufa. Era incapaz. El recuerdo de la angustia era demasiado intenso.
No obstante, de un tiempo a esta parte había empezado a sentir un deseo cada vez más incontrolable de ingerir de nuevo ese exquisito manjar. En su cabeza se había establecido una especie de lucha silenciosa que le robaba la calma. Una parte de ella le advertía de que era demasiado peligroso, de que si cedía a la tentación, por mucho cuidado que tuviera, volvería a atragantarse. Y que esta vez no tendría tanta suerte. Pero otra parte le instaba a enfrentarse a ese miedo, a librarse de esa limitación que le impedía disfrutar como antaño.
La primera vez que sintió la necesidad de volver a comer una trufa fue en la fiesta de su amiga Sonia. Estaban en su casa de la playa, bailando y bebiendo en el jardín. Lo estaban pasando en grande. Fue entonces cuando apareció su primo. Tendría más o menos su edad, o quizás un poco más. Se acercó a su amiga con paso decidido y le tendió un paquete envuelto en un hermoso papel violeta. Era una caja de trufas, idéntica a las que solía regalarle su abuelo. Sintió ganas de abalanzarse sobre la caja y hacerse con uno de los dulces. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no moverse de donde estaba. Cuando Sonia empezó a ofrecérselas a los invitados, dio media vuelta y se escondió en el baño.
Un par de meses más tarde estuvo a punto de caer. Paseaba distraída por un centro comercial en busca de regalos de navidad cuando de repente se dio de bruces con una tienda en la que vendían todo tipo de chocolate. En el escaparate, a modo de reclamo, había una enorme trufa sobre un pedestal dorado. Sin ser consciente de lo que hacía, se dejó arrastrar por sus papilas olfativas hacia el interior del local. No oía ni veía nada más. Su mundo había quedado reducido a una enorme bola de cacao. Por suerte, una mujer que salía cargada de bolsas se tropezó con ella, rompiendo el encantamiento. Le bastaron dos segundos para analizar la situación. Salió precipitadamente de la tienda y se alejó corriendo de la tentación. Se había librado por los pelos.
Desde entonces, la cosa había ido a peor. De vuelta a casa ya no le bastaba con mirar hacia otro lado al pasar por delante de la pastelería de la esquina. Tenía que dar un rodeo para esquivarla, porque en el aparador tenían siempre una caja semiabierta que permitía ver las hileras perfectamente ordenadas de trufas. Sabía que si pasaba por delante no podría resistirse a entrar. Aun así, sentía que era cuestión de tiempo. Cada vez le costaba más cumplir lo que ella misma se había impuesto. Trataba de autoengañarse, buscaba excusas absurdas. Decidió que tenía que hacer algo drástico.
Una vez lo tuvo claro, pensó en su abuelo. Si alguien podía entender su motivación era él. Sin embargo, estuvo mucho tiempo dudando si contárselo. Estaba mayor y no quería cargarle con esa responsabilidad. Pero los días pasaban y su desazón no dejaba de crecer. Finalmente, llegó a la conclusión de que era el único que podía ayudarla. Así que un día, al salir del trabajo, fue hasta su casa a hacerle una visita.
No solo la comprendió, sino que se mostró entusiasmado con la idea. Llevaba años viviendo como un verdadero suplicio el hecho de no poder regalarle trufas. Sí, podía hacerle otro regalo. Era lo que venía haciendo desde el día en que se había atragantado. Pero sabía que eso la hacía sufrir y la limitaba. Él quería verla feliz, dueña de la situación. Quería que supiera que era capaz de conseguir cualquier cosa que se propusiera. Quedaron para el siguiente domingo.
Se levantó temprano. Estaba nerviosa y ansiosa a partes iguales. Ese podía ser el final de su pesadilla. Si todo salía bien, habría un antes y un después. Habían acordado que sería ella la que compraría las trufas. Fue la única condición que le puso el abuelo. Quería estar seguro de que estaba plenamente convencida. Eso sería la prueba. Se duchó con agua templada, para relajarse, y se vistió sin prestar demasiada atención a lo que se ponía. Luego cogió algo de dinero de la hucha y salió a la calle.
Escogió una de sus pastelerías preferidas. Ya que lo hacía, lo haría bien. Había bastante gente, porque para cuando llegó ya habían salido de la iglesia vecina y, como era domingo, muchos parroquianos habían entrado a comprar algún postre. Aguardó pacientemente su turno sin quitarle ojo a las trufas, que esperaban impasibles en una esquina del mostrador. Cuando por fin le tocó, pidió la caja más grande.
Mientras se acercaba andando a casa de su abuelo, el olor a chocolate que emanaba de la caja la hizo salivar profusamente. Se sentía excitada. No era consciente, pero tenía las mejillas arreboladas y las manos sudorosas. Llamó al ascensor. Era de esos antiguos, de madera, con doble puerta y un enorme espejo biselado. Siempre le había gustado. Hacía que se sintiera especial, como sacada de un cuento de hadas. Apenas pulsó el timbre, se abrió la puerta. Su abuelo contempló la caja y le dedicó una amplia sonrisa. Recorrieron juntos el largo pasillo que conducía al salón. Ella dejó los dulces sobre la mesa y se quitó el abrigo.
El plan que había ideado era simple. Para superar definitivamente sus temores, se tomaría una trufa. Lo haría sin miedo, decidida. Incluso con cierta glotonería. Había dos posibilidades. La primera, la que ella estaba convencida de que sucedería, que una vez más se le quedara atorada en la garganta, como la última vez. Para eso necesitaba a su abuelo. Estaría atento y en cuanto notara los primeros síntomas de ahogo, solo tendría que hacerle de nuevo la famosa maniobra de Heimlich. La confirmación de la maldición combinada con el nuevo susto, le quitarían para el resto de su vida las ganas de volver a comer una de esas bolas recubiertas de fideos de chocolate. Y si como aseguraba su abuelo no ocurría nada, esa era la segunda posibilidad, sabría que la maldición había desaparecido y podría volver a disfrutar de ellas sin ningún temor. En cualquiera de los dos casos, salía ganando. Era un plan perfecto, sin fisuras.
Se sentaron a la hermosa mesa de caoba, uno frente al otro. No dijeron nada. Se limitaron a mirarse un largo rato. Luego Isabel apartó la mirada y respiró hondo varias veces. Cogió una de las trufas, la que estaba justo en el centro. La contempló sin prisas mientras la hacia rodar entre sus dedos. El olor intenso inundó sus papilas olfativas. Era un olor tan dulce, tan intenso. Dejó que la envolviera por completo. Le echó un último vistazo. Decidió que ya estaba preparada, de modo que se la acercó lentamente a la boca.
Sus dientes se sumergieron con ansia en la masa dura. Estaba muy fría. Pronto se le atascó en medio de la garganta. Menos mal que lo tenía todo previsto. Levantó la mirada con calma, pero de golpe se le crisparon los ojos. Su abuelo dormitaba tranquilamente al otro lado de la mesa. No se lo podía creer. Cómo era posible. Tenía que ser su héroe, su salvador. Se levantó como pudo, dio un par de pasos. La falta de aire resultaba ensordecedora. Instintivamente se llevó las manos a la garganta. Dio un paso más. Antes de completar el siguiente, se desplomó. Lo último que oyó antes de perder la conciencia fue un leve ronquido procedente de su abuelo.