Cuando James encontró a Julia Por Luigi De Angelis

La comedia romántica es, por definición, un género cinematográfico predecible y esquemático. Sin embargo, sus limitaciones intrínsecas no han sido impedimento para que, a lo largo del tiempo, el cine nos regale piezas de singular valor, tales como Ninotchka (1939, de Ernst Lubitsch), Desayuno con diamantes (1961, de Blake Edwards), Annie Hall (1977, de Woody Allen) y Cuando Harry encontró a Sally (1989, de Rob Reiner). Los mencionados ejemplos sirven para ilustrar las fortalezas de una buena comedia romántica: guión con diálogos ingeniosos y situaciones que reflejan el estilo de vida contemporáneo, actuaciones de primer nivel y química que genera chispas entre los protagonistas.

 Justo en una época en la que la buena comedia romántica es como el elefante africano (una especie en peligro de extinción), del corazón del cine independiente estadounidense surge Sobran las palabras (2013), la deliciosa y más reciente confección de Nicole Holofcener. El argumento gira en torno a Eva (Julia Louis-Dreyfus) y Albert (James Gandolfini), un par de divorciados con distintos antecedentes que deciden iniciar una relación amorosa. Tienen mucho en común y seguro que son afortunados por haberse encontrado cuando ambos ya son personas maduras con hijas rumbo a la universidad. Sin embargo, las complicaciones tienen lugar cuando la opinión de Eva sobre Albert es influenciada por los comentarios involuntariamente destructivos de su nueva amiga, la exquisita Marianne (Catherine Keener). Así, con un planteamiento argumental sencillo, la cinta se desarrolla y toma la forma de una extraordinaria viñeta costumbrista.

El guión, obra de la propia Holofcener, permite vislumbrar la destreza de la autora para observar los modos de nuestra era, escribir líneas memorables, crear personajes dotados de realismo y plasmarlo todo en una propuesta que, sin ánimo de sermonear o moralizar, dice mucho sobre nuestras inseguridades, el temor a la soledad y la negación en la que a veces vivimos. Los protagonistas, James Gandolfini y Julia Louis-Dreyfus, demuestran gran capacidad para pintar con una amplia paleta de colores los altos y bajos de un par de personajes cotidianos con los cuales es totalmente posible sentir simpatía, familiaridad e identificación. Finalmente, para redondear el éxito de la producción, Gandolfini y Louis-Dreyfus generan buenas ondas que se expanden hasta llegar al espectador, de manera que es difícil resistirse al coloquial encanto de la canción que este dúo interpreta a través de la perfecta armonía de sus interpretaciones.

Enough-Said (1)Sobran las palabras (Enough Said) es una comedia romántica sincera y accesible, también incisiva e inteligente. La directora logra construir varios momentos individuales llenos de compasión, gracia y humor; por ejemplo, la dulce primera cita de Albert y Eva; sin olvidar que la suma de las partes es también importante. Sorprende un poco ver emparejados a James Gandolfini y Julia Louis-Dreyfus, pues años atrás habría resultado todo un mal chiste ver a Tony Soprano saliendo con Old Christine, pero de alguna manera es justamente la más improbable de las parejas la que brinda los mejores resultados. Lista como para una inclusión en la cápsula del tiempo, esta película es sin duda un honesto y justo retrato sobre la búsqueda de amor y realización en la actualidad y una fresca entrada en la filmografía de la directora que, desde su debut en 1996 con la cinta de culto Nadie es perfecto, se ha consolidado como una de las más aptas observadoras de la cultura urbana.

 

Yo, tú, él Por Ana Riera

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Vaya ojazos, madre mía. Tan verdes y tan rasgados. Está como un queso. Seguro que huele a mar. Y ese pelo ensortijado, tan brillante, tan sedoso. Dios, casi me pilla mirándole. Qué corte. Es tan atractivo, tan sensual. Con esa boca y esas pestañas larguísimas. No me atrevo a mirar. A ver si puedo verle por el reflejo del cristal. Está mirando en mi dirección, sí, me está mirando a mí. Buf, qué subidón. ¿Qué le habré parecido? ¿Te imaginas que se acerca y me dice algo y le miro, y alarga la mano y se la cojo y salimos corriendo del vagón? ¿Me atrevería? No sé, tendría que decirme algo muy especial, tocarme la fibra, algo así como “dónde te habías metido, llevaba mucho tiempo esperándote”. Si dijera las palabras justas, en el momento justo, creo que sí me atrevería. Espero que no se me note. Ahora vuelve a mirar. Pon cara de interesante, como si no fuera contigo. Seguro que tiene una sonrisa preciosa. ¿Y si se baja en la misma parada que yo? Me levantaré con tiempo para que sepa que voy a bajar, por si quiere seguirme. ¡Qué emocionante, se ha levantado y viene hacia aquí! Lo tengo justo detrás, puedo oler su perfume. Ummm, sí, huele a mar. ¡Qué gusto! Me encanta.

Mira que niña tan mona se ha sentado delante de mí. Si señor, una pija de la cabeza a los pies que me va a alegrar el día. Fíjate, con sus Vans y su camiseta de Obey y su cazadora de piel súper molona. Me juego algo a que se ha pasado media hora planchándose el pelo y pintándose. No apartes la vista, mujer. Hazme una señal, para que sepa que tú debes ser la elegida. Ahí está, ya estaba yo echando de menos ese movimiento tan estudiado para echar el pelo hacia un lado con la mano abierta, sin prisas. Ésta es mi chica, sí. Atención que se levanta. No te preocupes que yo te sigo. Qué bien huele, seguro que se acaba de dar una ducha y que después se ha echado un poco de perfume, sólo un toque, detrás de las orejas y en las muñecas. Para que luego digan que no sé apreciar los detalles. Ya eres mía, bombón.

Ya está aquí el caradura de todos los días, creyéndose el rey del mambo. De verdad que no puedo con él. Hay que ver lo descarado que es. Ya está haciéndole una radiografía a esa chica, es que no se corta un pelo. Y la muy pava capaz es de fijarse en él. Pero bueno, si se ha puesto colorada y todo. Luego pasa lo que pasa, pero es que las hay tontas de campeonato. Que al chico se le ve venir de lejos, pero de muy lejos. Ya se ha levantado, ay madre. Para qué das tantas pistas, si todavía queda mucho para llegar a la siguiente estación. Claro, estaba cantado, el machote ya se le ha colocado detrás, bien cerquita. Mierda. Gírate chica. Marca tu terreno, no le dejes que lleve la delantera. Adelántate. Nada, otra tonta que no se atreve ni a moverse. Mírala, y se va tan contenta con una media sonrisa. Seguro que ya le ha birlado la cartera, el móvil y hasta el reloj. El día menos pensado me pilla con el pie cambiado y le doy un buen susto al figura ese.

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Silencio roto Por Elisa Pérez

 

Broken alarm clock, elevated viewLa radio sonaba fuerte desde la cocina. Canciones de actualidad se distinguían desde la habitación al final del pasillo. Mientras, noticias y chapoteos de agua se mezclaban descontroladamente en el baño del fondo.

Ese era el despertar diario de Marta. Su padre en el baño empapándose de  una sucesión de desgracias nacionales e internacionales. Su madre en la cocina oyendo algo parecido con otras voces, y su hermano en su dormitorio  con música estridente como despertador.

Sus quince años querían negarle la evidencia. Otra vez al instituto, otra vez escuchar la lección del maloliente profesor de Ciencias naturales. Hoy además le tocaba  Religión. Sus padres la obligaban a ir a esa clase. Ninguna de sus amigas asistía a las estúpidas y aburridas historias de la pandilla de Belén. Era absurdo pensar que alguien puede resucitar, discutía abiertamente con Sor Teresa.

Marta, bajo una apariencia de desdén permanente, intentaba rebelarse contra lo impuesto. Sus padres la controlaban hasta extremos insospechados, su hermano le hacía la vida imposible y en el colegio los profesores la perseguían. Aunque no solía decir nada, nadaba  a contracorriente en un mar encrespado.

Con quince años su mundo se constreñía a sus amigos y a los dictámenes que, de forma voluptuosa, escuchaba de boca de Susana, su amiga preferida desde el parvulario. Por eso hoy cuando las clases concluyeran, se pondría de nuevo esos pantalones negros ajustadísimos, con el cinturón de cuero con pinchos. Iban a ir al centro comercial al otro lado de la ciudad.

El uniforme le picaba en las piernas, las medias hasta la rodilla eran ridículas y los mocasines azules, insoportablemente espantosos.

Tras el ritual diario que incluía la sinfonía de reproches de su madre, salía de casa muy mal preparada para afrontar otro nefasto día de clases.

En el coche familiar repasaba con angustia el panorama. Su padre al volante, trajeado, peinando canas que se le antojaban muy poco agraciadas. Al lado derecho, su madre que siempre quería tener la última palabra. En el asiento trasero, junto a ella, su hermano, el empollón, el hijo perfecto.  Todos hablaban animadamente. Ninguno percibía que la niña, convertida en adolescente, se encogía en su asiento por milímetros cual insecto a punto de ser cazado.

– ¿Dispuesta para la reunión de hoy?, preguntó el padre a su esposa.

– Uf, la he preparado bien. ¿Qué te parece el traje que me he puesto?

– Estás impecable, perfecta, como siempre.

– Mamá, te queda muy bien la blusa.- Puntualizó, alzando su cuerpo y su voz, el hermano repelente.

Marta le miró de reojo, lanzándole una mirada que además de desprecio, transmitía asco.  El chico hacía caso omiso de estas miradas, acostumbrado a ser tratado como una oruga por su hermana mayor.

– Por cierto, Marta, tienes hora a las cinco en la peluquería. Y debes decirme, antes de mi viaje a Londres, qué día podría tener la reunión con tu tutora.

La chica no contestó, ni pensaba hacerlo. No iba a cortarse el pelo y, por supuesto, no iba a participar del complot entre su profesora y su madre.

Pero no dijo nada.

El tráfico matutino conseguía consumir la paciencia de Marta más aún, que se revolvía en su asiento, entre la mochila repleta de libros y su pantalón negro, y las herramientas de dibujo de su hermano. Puntualidad exquisita unida a perturbación constante.

–  Olvídate de retrasarlo otra vez.- siguió su madre con esa capacidad que tenía de descubrir hasta sus más íntimos pensamientos.- Debes aprender a organizar tu tiempo, debes cuidar más tu aspecto, el pelo que llevas… Bla, bla,bla, la monserga tantas veces oída se repetía una vez más, lo que le causaba un desesperado deseo de lanzarse sobre su madre, taparle la boca hasta dejarla sin respiración, y salir corriendo de allí. Pero siguió sin decir nada.

Antes de tomar la última salida de la carretera que les llevaría en diez minutos hasta la puerta del colegio, su hermano hizo una pregunta.

– ¿Iremos este fin de semana a ver a la abuela?

¿Por qué alguien que se presume inteligente tenía que decir eso justo ahora? Marta adoraba a su abuela materna, mantenía una relación maravillosa con ella, envuelta en la dulzura y comprensión que siempre le había demostrado. Pero desde que la anciana había comenzado a dar ciertas señales, no soportaba la situación. No quería observar esos ojos perdidos, vacíos y tristes que antes le habían parecido preciosos y llenos de luz.

– Sí, iremos el sábado, hace ya un mes que no vamos. Le hará ilusión – contestó su madre mientras se retocaba labios y ojos en el espejo interior.

Marta continuó sin decir nada.

Antes de que el coche hubiera llegado a la puerta del colegio, Marta había abierto la puerta para bajarse. No soportaba más esa conversación. Nadie contaba con su opinión. Echó a correr y buscó con la mirada a su amiga Susana que la esperaba en el lugar habitual.

A las cinco en punto, Marta y su amiga salían hablando animadamente, puntuales a su cita. Tenían que pasar por casa de Susana para cambiarse. ¡Qué diferencia de padres! Admiraba a la chica de pelo ensortijado y revuelto. Nadie le impedía ponerse determinada ropa, o peinarse como le gustara. Incluso no tenía hora para llegar. Podía disponer de la casa para ella, nunca había nadie, ni siquiera un hermano que respirara junto a ella.

Al doblar la calle, alguien desde un coche azul oscuro, les llamó.

– Ven, he salido un poco antes… Te dejaré en la peluquería… – Su madre se imponía una vez más. Pero Marta no dijo nada.

Con rabia y a punto de llorar se metió en el coche, apenas sin despedirse de Susana.

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La tarde transcurrió con la chica dentro de su habitación maldiciendo a su madre, a su vida, y a su pelo; y con el resto de la familia regresando tras el ajetreo diario. En la cena la opinión fue unánime. El corte de pelo de Marta le sentaba muy bien. Pero ella no dijo nada. No les dio a sus padres la nota de la profesora en la que les citaba para el próximo viernes. Su madre había comprado unos camisones nuevos para la abuela, cosa que a Marta le pareció estúpido. . No era eso lo que necesitaba la anciana, pensó en ese momento. Pero no dijo nada.

Los días siguientes transcurrieron igual para ella. La nota de la profesora en la mochila, su pelo recién estrenado y maldecido; y su pantalón negro ajustado en la mochila. Sólo cuando el fin de semana hizo su aparición, tiró el uniforme a la lavadora y salió.

En la puerta de la residencia tocó el timbre. La conocían y le permitieron entrar hasta la habitación 213. Metió en el bolsillo delantero del pantalón negro, su móvil, antes de penetrar en la luminosa y espesa sala. Allí estaba, mirando a la ventana, sentada en un sillón confortable. Su camisón de flores, igual al que su madre traería, insinuaba entre sus pliegues irregulares, un esqueleto. La figura, otrora esbelta, se había desdibujado bajo la maléfica influencia de una crueldad incomprensible. La besó, la abrazó y le dijo todo lo que callaba. Ella sí le escuchaba, estaba segura.

La vibración del móvil la obligó a desenrollar los brazos que mantenía fuertemente amarrados al cuerpo cálido e inmóvil junto al suyo.

– ¿Dónde estás? ¿Por qué has salido sin decir nada? Íbamos a ir a ver a la abuela pero … se nos va a hacer tarde si tenemos que esperarte. Vas a venir o no? Marta acertó a responder:

– Estoy en el Centro Comercial con Susana.

– Es increíble, habíamos hecho un plan de familia y tú a lo tuyo. No puedo soportarlo. Bueno, ya hablaremos cuando regreses.

Bien, pensó Marta, con una media sonrisa. Así nos dejarán en paz. “Solas tú y yo, abuela”. Le contó lo del pelo, le enseñó la nota de la profesora y las últimas salidas con su amiga Susana. “Solo dos personas me importan de verdad, el resto me da igual: mi amiga y tú. Cuando te recuperes volveremos a ir juntas, y me cocinarás ese fantástico arroz con leche que tanto me gusta”.

Tras una hora de monólogo, completo y detallado, de confidencias y secretos, Marta se despidió de su abuela con un prolongado beso que la anciana pareció responder apretando aún con más fuerza la mano de la chica.

– Ah! Y no permitas que te pongan más esos camisones de flores tan espantosos que te trae mamá.

Más separación: es muy fuerte lo que acaba de suceder. Respiremos.

En la cena el sonido de los cubiertos partía con eco el silencio reinante y cubría con sus garras el enfado generalizado de los padres de Marta. En un momento, la voz de siempre dijo:

– Me han llamado de la residencia. Hay que trasladar a la abuela a otro módulo. La enfermedad avanza y necesita más cuidados. El lunes iré a preparar las cosas y le llevaré los camisones nuevos.

– No, más camisones no, gritó con fuerza Marta mientras tomaba el tenedor con fuerza.

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Con mi madre a la espalda Por Carlos Mollá

Introduje en la mochila la vasija que me dieron en el tanatorio con las cenizas de mi madre y me la incineracioneché a la espalda. A pesar de que era muy voluminosa, me sentía cómodo caminando hacia la salida. Sin ninguna dificultad quité el candado de la bici y apurando los frenos fui bajando la pronunciada cuesta desde el tanatorio de San Isidro hasta el paseo del río Manzanares.

Ya en la vereda del río y gracias al rítmico y tranquilo pedaleo, alcancé a percibir el significado de la presencia de mi madre a la espalda. Siempre es agradable cuando es el hijo el que ayuda a su progenitor, dando la vuelta a la situación contraria, mucho más clásica. Hacía un día precioso y me sentía bien, por lo que empecé a hablar con ella.

Bueno madre, me has dejado huérfano. Ahora entiendo lo sinceros que eran tus gritos cuando llamabas a la tuya cuando sentías miedo o te encontrabas mal, a pesar de que sabías que hacía ya muchos años que no estaba. Es una relación muy fuerte, muy especial. Fíjate si es sólido este afecto que a pesar de lo mal que lo has hecho conmigo, me siento muy en paz contigo en este momento.

Pusiste muchas expectativas en mí. Por un lado me decías que iba a ser un gran científico y por el otro, supongo que para encenderme mis alertas, no parabas de tratar de convencerme en que no iba a llegar más que a limpiarle los zapatos a mi hermana. Desde luego pertinaz sí que fuiste. Día tras día, ya en el desayuno, o cuando recibía a mis amigos en casa o cuando venían visitas, sacabas de nuevo tu argumento de mi falta de voluntad para estudiar.

Este cotidiano lavado de cerebro, claro, provocó a largo plazo una caída de mi autoestima que me ha perjudicado durante toda mi vida, pero por otro lado me ha endurecido como una piedra. Cuando más fuerte me ha pegado la vida, más he sentido la fortaleza de mi personalidad, huyendo de depresiones, abandonos y quiebras en mis objetivos.

Me encuentro razonablemente contento conmigo mismo, satisfecho de lo que he conseguido en estos 57 años de ser hijo, por lo que quiero quedarme con lo bueno de ti. Has sido una gran madre para tus cuatro hijos. Algunos de ellos te idolatran hasta más allá de lo razonable, pero emocionalmente hablando, es así y te lo mereces. Tu simpatía y tu entrega hacia tu familia han sido un gran factor en la realidad de este sentimiento. Vete tranquila, objetivo cumplido.

Lo cierto es que me has cedido el testigo para ser el siguiente en cruzar el túnel. Ya te imagino muerta de risa, como la que te daba últimamente cuando iba a verte a la residencia, viéndome ahora yo sólo en la cinta transportadora hacia la muerte. Había veces en los que me caías bastante mal, pero en otras me enternecías, como cuando no repartías el melón y te quedabas con la mejor rodaja.

Fuiste una buena amiga de tus amigas y todo el mundo te echó mucho de menos en las reuniones a las que dejaste de ir porque te daba pereza. La gente se reía mucho contigo, eras muy graciosa y conseguías que todos te quisieran una barbaridad.

Hablaba contigo y creí estar fuera de este mundo mientras pedaleaba cada vez con más fuerza, hasta que me llamó poderosamente la atención una joven que llevaba una bicicleta con la cadena suelta. De inmediato pensé en ayudarla. Cambié el sentido de mi marcha. Me acerqué y le pregunté si no le importaba que la ayudara.

Se veía que la bicicleta era recién comprada. Estaba limpia como una patena y la dueña no tenía mucha experiencia en bicis. Accedió enseguida a que le echara un vistazo.

Apoyé la mía en una farola y al acercarme comprobé que la muchacha era una preciosidad. Pequeña pero muy bonita. Tenía el pelo negro, la piel blanca y unos ojos negros que daban contraste a su rostro. Llevaba un chándal blanco con pinta también de ser estrenado en ese paseo.

Mientras ella sujetaba la bici, me agaché para estudiar el problema y vi que tenía fácil solución. Conforme lo iba resolviendo le iba contando cómo lo estaba haciendo para que ella pudiera repetirlo sin dificultad en la siguiente avería.

En un minuto la montura quedó operativa de nuevo. Me miró a los ojos y me habló con una voz muy dulce: “No sé si podré pagarte invitándote a un café”. De inmediato nos dirigimos al bar más próximo y le mostré mis manos sucias del aceite de la cadena. En el aseo me lavé y me miré al espejo con una emoción repentina: como si tuviera la sonrisa de la chica detrás, a mi espalda, junto a mí…

Cuando volví al salón ya estaba sentada en una mesa recogida, alejada del televisor. Después del protocolo clásico de la presentación, la charla se fue animando poco a poco. Las risas aparecieron con naturalidad, y las manos se fueron acercando hasta producirse encuentros cada vez más espontáneos, como si tuvieran vida propia.

De pronto nos quedamos callados. Un largo silencio muy agradable con las manos entrelazadas y sujetadores-espalda-transparentelas piernas buscándose debajo de la mesa.

– Vivo a dos manzanas de aquí. ¿Quieres venir a casa? –

No respondí, simplemente me puse de pie, y mientras pagaba, me volví a colocar la mochila a la espalda. Me di cuenta de que los códigos de ahora no son los mismos que los de antes. En ningún momento me preguntó por el contenido de la mochila. Sabía que no iba a haber más compromiso que la cita del momento. ¿Para qué iba a preguntar nada?

Al salir de su casa y despedirme, sabía que no íbamos a vernos nunca más. Había sido un momento maravilloso pero que no tenía sentido repetir. Fue difícil quitarme la sonrisa de la boca durante los días siguientes.

Días más tarde, cuando llegó mi hermana de Australia, decidimos ir al monte de El Pardo, a la casa de Franco para echar las cenizas en algún lugar del jardín del palacio, algo que mi madre había pedido: ultracatólica y franquista como había sido. Me visto para la ocasión y voy a buscar la vasija del tanatorio. No la encuentro por ninguna parte. Me doy cuenta de que la había dejado olvidada en casa de la ciclista. Y en esas que llega mi mujer dispuesta a acompañarme a la ceremonia familiar. Me lanza una sola pregunta:

— ¿Cariño, dónde están las cenizas de tu madre?

En silencio… Por María José Prats

Cuando por circunstancias, la vida pega un viraje inesperado y todo aquello por lo que se ha vivido, luchado, la felicidad que se ha disfrutado, el bienestar del que se goza… todo eso y más, se acaba. ¿Cómo sabe nadie cuál es la reacción? —Preguntó el hombre situado de pie, en el amplio salón de conferencias.

La pregunta sonó con fuerza, y durante unos segundos se hizo una pausa, quizás esperando obtener alguna reacción. Tras el silencio continuó hablando.

Su amiga le había hablado con insistencia de las charlas que, sobre autogestión emocional, impartía en la Sala Centro el profesor Cristian. Ante su insistencia, aquel día decidió acompañarla. Y allí estaba rodeada de rostros desconocidos que, con suma atención, escuchaban como esperando hallar satisfacción a sus dudas, problemas o angustias.

La mujer, sentada en la tercera fila, bajó la cabeza y pensó: — No es difícil la respuesta. Su vida no había sido fácil nunca, ni antes ni ahora. Mientras escuchaba la protesta del desconocido se veía reflejada en todo cuanto estaba escuchando.

Ella sí sabía: No te lo crees, uno se queda en estado de shock, no reacciona. La vida sigue funcionando y tú ahí. Sin saber cómo la mente se vuelve gris, los pasos caminan sin rumbo, y las manos palpan sin sentir, los ojos pierden el brillo alegre y se apagan sin derramar una lágrima y el rostro muestra signos evidentes de tristeza y amargura contenida.

Y todo sucede en segundos, tras una llamada telefónica.

Se había quedado sola ante un mundo que desconocía, tuvo que seguir al frente de un trabajo que no entendía y por narices y con orgullo, salió adelante. ¿Por qué? Porque se puede, y sobre todo porque tenía personas que la necesitaban.

Y así poco a poco fue enfocando otra vida, sin mirar atrás, porque le estaba prohibido hacerlo, no podía, si lo hacía… no sería capaz de seguir. Ahora era ella y sus circunstancias.

Según avanzaba el tiempo se tuvo que acostumbrar a “renacer”. Entonces descubrió que el poder de la escritura le ayudaba a aliviar su pena, y plasmaba entre líneas sus sentimientos. De esa manera, la mente se le liberaba y escribía sin parar. Así empezó a tomar forma  el guión de su nueva vida, sin saber si era la adecuada. Lo verdaderamente importante era sobrevivir.

Una vez que consiguió volver a la normalidad, descubrió que la pequeña luz que empezó a ver al final del túnel se hacía cada vez mayor, más cercana. Era el momento de coger “el timón”.

Mientras seguía escuchando al viejo profesor, que paseaba de esquina a esquina sobre la tarima, giró la cabeza y observó cómo cientos de ojos se posaban fijos en aquel personaje, cuyas palabras parecían aliviar sus corazones. Ella observaba y sonreía para sí, pensando que de lo que estaba diciendo, nada era nuevo para ella.

Su vida empezaba a “colocarse”—como cuando se recolocan todos los libros caídos de una gran librería, podía volver a ordenarla.

Tuvo que hacer cambios, muchos cambios, metió la pata, se confundió, pero… nada ni nadie la iba a parar. Era una superviviente.

Y de repente, cuando todo parecía estar en su sitio, cuando sintió que ya nada podría  abatirla, ahí estaba de nuevo la callada guadaña para cortarle el orden de su vida. ¡Qué putada! ¡Otra vez, no!— Había dicho desesperada.

Una grave enfermedad llamaba a la “puerta” y se colaba a través del umbral de los corazones de quienes estaban al otro lado. De nuevo la angustia, el dolor y la desesperación. Ahora sí que no sabía por dónde tirar, ni qué hacer. Pero una vez más, no le fallaron las fuerzas.

Abandonó la casa, la ciudad, los amigos, parte de su familia y todos sus enseres y salió sin mirar atrás en busca de un avión, porque llevaba una existencia que se le escapaba.

El viaje se le había hecho largo, eterno. Entre sus brazos, el cuerpo maltrecho y encogido de uno de sus seres más queridos, se acurrucaba como un ovillo en el asiento. Tenía frío, pero no decía nada y ella lo atraía hacía sí, con el corazón encogido. Sólo un pensamiento se coló en su mente: — ¿Y sí me fallan las fuerzas?

Llegaron al sitio que les habían indicado, donde podrían ayudarla, pero esta vez no iba a poder hacer más que esperar. Estuvo días y noches  sentada en la butaca de una habitación viendo las horas, minutos y segundos pasar sin saber hasta cuándo: — Es grave.

Era lo más “bonito” que le pudieron decir.

Había dejado su nueva vida atrás, pero sobre todo había tenido que abandonar el trabajo y eso le dolía, porque había empezado a saber lo que era ganarse la vida, e incluso se sentía feliz. Y… ¿Ahora qué? —se decía.

El día a día fue muy duro, necesitaba mucho dinero, había que pagar muchas cosas: medicinas, alquiler de un apartamento, comida… Entonces, cuando todo parecía imposible, alguien le tendió su mano de forma desinteresada, alguien que le dijo: —No puedes seguir así, trabajarás conmigo.  Y se le abrió el cielo, las cosas podrían ser de otra manera.

Y al cabo de un mes—y como quien no merece más que dolor— le llegó más angustia y la mujer se preguntaba: ¿Por qué? ¿Tanto me merezco? Sufrió el fallecimiento de su madre. Pero ella, resignada, seguía adelante, callada.

Fueron momentos interminables, y la imagen no podía ser más desalentadora. Un joven cuerpo vestido con un pijama azul, postrado en una cama; mientras en otro lugar, frío y tétrico, la persona que le dio la vida en una caja de madera. Se le partía el alma, pero las lágrimas no se permitían el lujo de salir para ayudarle a desahogar la rabia que tenía dentro.

Y el tiempo iba pasando, sentía que a pesar de todo estaba viva. El trabajo le ayudaba a superar la angustia de quien se fue, pero mucho más el dolor de aquella enfermedad que no cesaba, y se decía: —Soy fuerte, ¡qué carajo!

La amistad de quien le había tendido la mano se estaba haciendo más firme, más segura, hasta llegar a una relación más allá de la simple amistad. Eso le hizo sentir que no estaba sola. De nuevo se sentía querida, apoyada y deseada.

Los años se sucedían uno tras otro y aquella vida enferma, sufría subidas y peores bajadas, pero la mujer no abandonaba, tenía esperanza y lo mejor: nunca perdió las fuerzas.

Y según iba pasando el tiempo, aquella hermosa relación deja de ser tan bonita, porque las cosas sólo son maravillosas al principio. Ya nada era igual, pero seguía contando con lo más valioso en el ser humano: el apoyo y la amistad. Eso era lo más importante, aunque ella seguía echando de menos los bellos momentos donde su mente se liberaba y los cuerpos se cubrían de fantasía.

Y después de todo, ¿qué había cambiado? Nada, seguía en el principio, como cuando tuvo que seguir adelante con sus pocas fuerzas después de una llamada. Sus verdes ojos estaban secos de tanto llorar.

Y ahí estaba ella ahora en una conferencia, que según su buena amiga, le iba a venir de maravilla, porque según decía: le faltaba autoestima. Y ella la miraba en silencio.

Acabada la charla, el ruido de las sillas y las voces de la gente, sonaron en el amplio salón. Unos se acercaban al conferenciante para saludarle y felicitarle, otros hacían corrillos comentando sus propias versiones, y las dos amigas salieron hacia los aseos situados  en el pasillo.

De pronto ella se sorprendió a sí misma sonriendo mientras se colocaba el pañuelo del cuello y corregía su maquillaje lentamente. En el espejo no se reconoció. Se encontró con una mujer inesperada. Una que tendría que conocer muy bien… ahora que iba a empezar de nuevo.

 

La vecina de enfrente Por Ana Riera

 

¡Qué rabia! Con lo que me apetecía hoy la clase de pilates. ¿Porqué habrá caído esta mañana esa tromba de agua? Madre mía, la verdad es que parecía que se iba a acabar el mundo. Y claro, es lo malo de los bajos, que si llueve mucho y no están muy bien acondicionados, pues se inundan. En fin, qué se le va a hacer. Pero es que justo hoy el cuerpo me pedía una buena clase de pilates. Hacer un poco de ejercicio y estirar la musculatura para llegar bien relajadita a casa. Pero, vamos, que el profesor tenía razón, el gimnasio estaba impracticable, el suelo empapado, las colchonetas hechas una pena y restos de porquería por todas partes. Que digo yo, ¿de dónde sale tanta porquería?, si el gimnasio siempre está impoluto, que fue una de las cosas que más me gustaron de él. Ya se sabe, el agua, que cuando se descontrola, arrasa con todo lo que encuentra a su paso. No quedaba otra, había que suspender las clases y punto. No vale la pena darle más vueltas.

Óleo de C. Miranda

Habrá que verle el lado positivo. Gracias a la maldita tromba hoy llegaré pronto a casa. Así podré darle una sorpresa a Toni. Seguro que se lleva una alegría. Nunca me ha dicho nada, pero yo creo que no le hace mucha gracia lo de que vaya a pilates dos veces por semana. Pero es tan bueno, tan comprensivo…La verdad es que tengo mucha suerte. Porque mira mi amiga Susana. Su marido no le deja hacer nada. Le dijo que quería apuntarse conmigo a pilates, para hacer algo de ejercicio y porque a veces le duele la espalda, y el muy carcamal le empezó con que para qué vas a ir, que si eso es un sacacuartos, que si no te hace falta, que qué voy a hacer yo esos días, que si patatín, que si patatán, total, que Susana se rajó y no se apuntó. Pero mi Toni no es así. Estoy casi segura de que no le hace mucha gracia, pero no me dice nada. Porque entiende que si a mí me apetece, pues que tengo todo el derecho del mundo, faltaría más, vamos, hasta ahí podíamos llegar.

Katherine Purdy

¡Buf! Por fin en casita. Ya empieza a llover otra vez. Voy a recoger la ropa, que seguro que ya está seca. Anda mira la vecinita, que sexy se ha puesto. Bueno, sexy por decir algo, porque parece un putón verbenero. Va tan apretada que se va a asfixiar. Con lo modosita que parece cuando coincido con ella en el ascensor. Esta claro que esta noche va a por todas, vamos. Si ha puesto velitas y todo. Y desde aquí no lo distingo bien, pero me juego lo que quieras a que se ha pintado los labios con un carmín rojo pasión. Y ahora se echa unas gotitas de perfume en el escote, es de libro, vaya. Seguro que huele que marea. Qué fuerte, yo no me lo pierdo. El maromo tiene que estar al caer. Ya verás cuando se lo cuente a Toni, se va a mear de la risa. Uy, que va hacia la puerta, alguien debe haber llamado. Seguro que es él, qué morbo, a ver qué pinta tiene, ya vienen, venga, deja que te vea la cara, no seas tímido, acércate un poquito más hacia la luz, Buf, trae champán y flores, aquí van a saltar chispas, vamos, un poquito más, vamos… ¿Toni? ¡Toni!

Bueno, la verdad es que tampoco me importa tanto, además, ¡qué pereza! Romper con él, volver a estar sola, tener que conocer a otro hombre. Y la vecinita parece una chica atrevida, seguro que le enseña algo interesante.

Cartas a Clara (1972) Por Gabriele Renneisen

Primera carta, mayo 1972 

¡Querida Clara!

¿Cómo estás? Seguro que cada vez mejor instalada en tu casa. Al final todo es cuestión de tiempo.

¡Cuánto me alegra oír que tu mamá está mejorando, que la terapia está mostrando ya sus resultados! Estará muy contenta de tener a su hija tan cerca. Bueno, de un ictus se recupera muy lento, me han dicho.

Te echo de menos, Clarita. Con melancolía nos veo sentadas en la mesa de tu cocina o la mía cuando tú me enseñabas el castellano y yo te ayudaba con tus deberes de la clase de alemán. ¡Cómo nos hemos divertido, Clara!

Fíjate, después de vuestra partida precipitada volviendo a España se instalaron otra vez españoles en vuestra casa. La vecina se llama Pepa y es una persona encantadora y muy hacendosa. Hemos celebrado el Festival de la Canción de Eurovisión juntos con ella y su familia. ¿Recuerdas que Alemania participó, representada con Katja Ebstein y su canción “Diese Welt” (Este mundo)” y España con Karina que cantó “En un mundo… algo”? Pues, por fin quedó claro que va a ganar Severine de Francia. España y Alemania quedaron cerca como favoritos. Después de una carrera codo a codo ganó España la batalla para el segundo sitio, seguido de Alemania. ¡Qué alegría en nuestra casa! Así bailábamos hasta el amanecer cantando “Diese Welt” y “Al final del camino… en un mundo nuevo y feliz” en el idioma correspondiente.

Te habría gustado. Ay, Clarita, cómo te echo de menos. Sobre todo porque me gustaría preguntarte tu opinión y consejo; sabiendo que sueles ver las cosas de un punto de vista muy práctico y muy claro. Te cuento:

Ya conoces a mi amiga Hilde, ¿no? La chica con pelo rojo que tiene una moto. Pues, ella tiene un trabajillo: le sacaron fotos para el departamento de ropa interior de una empresa de venta por catálogo.

No es un trabajo, dice Hilde, es un placer, que mejora la autoestima y con el dinero te puedes financiar unos caprichos. Me convenció para presentarme en la misma agencia para hacer lo mismo.

Para eso nos dirigimos a la zona del puerto, disfrazadas con pañuelos y gafas de sol grandísimos. Hoy pienso que tendríamos que haber aparecido más discretas, hemos atraído mucha atención con la imagen de damas en una ciudad de trabajadores como Ludwigshafen.

Al pie del edificio cambié de idea, no quería entrar, pero Hilde me forzó y me presentó a Jo, del jefe de la agencia LUNA. Jo es un tipo larguirucho con nariz aguileña, presumido pero amable.

Me dijo que representan y proporcionan artistas a empresas según necesidad, que tienen varios tipos de clientes empresariales. Como la campaña para el nuevo catálogo todavía no ha empezado nos ofreció otra cosa.

Saliendo de la agencia quedamos sin palabras. Ni siquiera Hilde podía hablar. Un ofrecimiento escandaloso. Nos ofreció trabajar como acompañantes. Te vas a preguntar, qué es eso de trabajar como acompañantes, ¿no?

Pues se trata de acompañar y “algo más” a distintas clases de clientes, gerentes adinerados o mujeres de negocios a nivel internacional. La agencia requiere una buena capacidad de diálogo, otros idiomas y por supuesto mucha discreción.

Cuando hablan de “algo más” no hablan de erotismo, sino de simple sexo, nos explicaron, pero dejan libre qué encargo el trabajador acepta y cuál no.

El abanico de servicio incluye también un test de fidelidad. Para ello utilizan a jóvenes acompañantes, tanto masculinos como femeninos, de un buen aspecto exterior para evaluar a personas potencialmente infieles a su pareja. No creo que me contraten para esto, desde que te fuiste he ganado peso, por lo menos medio kilo. ¿No crees que esté demasiado bajita para llevar a un hombre a la infidelidad? Vaya, me gustaría probarlo, jejeje.

En cuanto nos recuperamos, Hilde dijo: — ¿Nos puedes imaginar…?

Una imagen demasiado ridícula, nosotras en ropa sexy, bebiendo champán o lo que sea.

No ha terminado la frase, estallábamos en carcajadas y cantábamos “En un mundo nuevo y feliz….”

Pues poco después Hilde me estimuló mi curiosidad al decirme que tiene su primer encargo con el ministro del Interior y que aceptaría todas las extras que le pida su “prestigioso” cliente. Ay Clarita, ¡cómo se despertó ilusiones cuando luego me contó todo!

El ministro del Interior invitó a bastantes mujeres: unas alumnas de la escuela de teatro, unas modelos, compañeras de la agencia, y dos cantantes en el mismo hotel en que se presentó una conferencia “top secret” sobre la seguridad interna del estado.

Estuvieron el jefe de la agencia de contraespionaje, empleados de la fiscalía general del estado, dos empleadores de la oficina federal de protección de la constitución, el fiscal general federal, unos miembros del cuerpo militar y, por supuesto, el ministro de interior mismo.

Tomando el aperitivo, todavía de pie, ya se habían dado los primeros contactos, manos masculinas en sitios de los cuerpos de las chicas donde no se pertenecen, sirvieron platos exquisitos: sopa de vino de Riesling con tiras de salmón, sorbete de limón, lengua de vaca en salsa de Rioja, judías verdes caramelizadas, puré de patatas con trufas, espuma de naranja y maracuyá.

¿Has comido ya judías verdes caramelizadas? Dice Hilde que es una delicia.

Después del segundo plato un general dijo a una de las cantantes: “Tu escote me vuelve loco, Püppchen. No puedo esperar ni un momento más. Mueve tu culito y vamos a divertirnos en un sitio reservado donde hasta sirven el postre.” Tardó un buen rato la cantante en enterarse de lo que le había dicho, y su cara cambió del color rojo al blanco, y al revés. Mientras tanto, los que los rodeaban quedaron callados, pendientes de lo que iba a pasar, hasta que ella reaccionó. ”No hable así conmigo. ¡Qué vergüenza! Soy una invitada del ministro. Voy a quejarme con el ministro.” “¿Por qué crees que el ministro te había invitado, eh?” Todos reían. Animado de las carcajadas replicaba el general: “Si no mueves tu culito ahora mismo, adiós a tu carrera porque con tu voz afónica no irás muy lejos”. A paso de tortuga, pero con la cabeza erguida permitió que el general la acompañara afuera.

A Hilde le tocó servir a un señor mayor, un pez gordo en los asuntos de espionaje, muy educado, pero con problemas de erección. Le pregunté si no le molesta acostarse con un desconocido, tal vez feo o como sea. Me respondió que no sería tan importante si es feo o no. A veces son brutos y a veces piden cosas que tú ni siquiera puedes imaginar… (yo tampoco, creo). Hilde negó darme unos detalles, no tengo idea. Lo del bruto ya lo conocía por su marido, a los demás una puede acostumbrarse y a veces también le gusta.

Dice Hilde que los hombres son unos pobres imbéciles, dependen de una y suelen disfrutar y aprovechar ese momento cuando agradecen la dedicación femenina. Me gustaría conocer tu opinión sobre este tema, Clara. ¿Tú crees que tu amable Custodio es un imbécil y que tú lo dominas? No me gusta la idea de dominar a alguien o que alguien me domine a mí. ¿A qué tipos de humanos le gusta eso?

Al final Hilde se divirtió mucho. Además, el pez gordo le avisó que tal vez tiene encargos interesantes para ella, fue tierno y muy atento. Dice Hilde que al principio todos se comportan como príncipes y que Karl se acercaría de la misma manera a otras mujeres. No me lo podría imaginar de ninguna manera que Karl se acercaría a otras mujeres. ¿Tú lo podrías imaginar de mi marido o de tu Custodio, de tu ese maridito que tú tienes?

Ay Clarita, ¿qué hago? Me gustaría divertirme, simplemente divertirme. Ganar dinero sería un capricho adicional. Podría gastar dinero para los niños y ahorrar una parte para un coche, para vacaciones… Con este trabajo emocionante no veo nada prohibido, aunque la reputación de una acompañante no es algo para presumir.

Karl no se enteraría cuando trabaja en el turno de noche, los niños dormirían y al lado del teléfono había escrito un número de emergencia como siempre. Jo me confirmó que no contiene ningún riesgo. No haría nada malo. No contarlo no es una mentira, ¿no?

Clara, Clarita, ¿Qué piensas tú? ¿Qué me aconsejarías? Dime, por favor, tan pronto como puedas.

Envíame fotos, por favor, para que podamos hacernos una idea de vuestra casa. Tienes que ponerme al corriente de cómo vais a acostumbraros a vuestra nueva vida. ¿Al final ya tienes la ocasión de pasear por la Gran Vía? ¡Qué pareja me imagino: tú, con tu pelo negro brillante y tu tez como café olé al lado de Custodio, tan alto y guapísimo! Se reconoce que está muy orgulloso de tenerte.

Por aquí todos estamos bien, excepto mi suegra, que seguramente está muy bien pero se lamenta todo el tiempo de cualquier cosa. A Karl no le falta mucho tiempo hasta los exámenes. Una vez aprobados espera que le asciendan a un nuevo puesto con más responsabilidad y más pasta.

Los niños participaron en los juegos nacionales juveniles. Una vez más Moritz mostró que el deporte no es su vida. Al contrario de Klaudia, que ganó dos medallas. Te envían un montón de besos.

 

Así te dejo,

con un abrazo fuerte,

Irma, desde Ludwigshafen

 

 

Un abrazo diferente Por María José Prats

 

Beltrán se subió el cuello del abrigo, no le hacía falta, pues soportaba el frío de maravilla, pero lo hizo de todas maneras.

El viento gélido de esa madrugada azotaba con fuerza y él se había acostumbrado a copiar los gestos que hacían los demás para pasar desapercibido, y en ese momento era lo que más deseaba.

Miró a ambos lados de la calle pero no había nada interesante, sólo parejas entrelazadas, grupos de amigos vociferando, nada, nadie que necesitara de su agradable compañía.

Decidió bajar a La Puerta del Sol, por allí pululaban jóvenes, riendo y moviéndose lo más posible para esquivar el frío.

Paseó la mirada por aquí y por allá, buscando en los ojos que se cruzaban con los suyos la chispa que necesitaba, pero nadie reparaba en él, así que encaminó sus pasos hacia Huertas.

Al llegar comprobó que estaba como siempre, “hasta la bandera”. Gente entrando y saliendo de los pubs entre risas y voces sin importarles que fueran las cuatro de la madrugada, ni que los sufridos vecinos tuvieran que despertarse en pocas horas. Se encontró con un grupo de chicas; las siguió sin esperanza hasta que se pararon ante uno de los pubs. La puerta se abrió dejando salir una música estridente que hirió sus oídos. Una de las chicas negaba con la cabeza, mientras las demás la miraban extrañadas:

—¿Qué te pasa Toñi? — comentó una de ellas.

—Pues que yo ahí no entro, seguro que está Javi y no quiero verle.

—¡Pero, bueno! ¡Tú eres tonta!, si te lo encuentras pasas de él, al igual que él pasa de ti.

—¡Qué no, que no entro!

—¡Allá tú! ¡Eres bien rarita, tía! Yo voy a entrar, así que ya sabéis, la que quiera que venga y si no… —respondió la “cabecilla” del grupo.

—¡Vale, quedaros! Yo me voy a casa —dijo Toñi, enfadada.

Al darse la vuelta, tropezó con “el hombre más guapo que jamás había visto” y le miró extasiada.

—¡Vaya amigas que tienes! —dijo Beltrán sonriendo.

Toñi se puso colorada ante el comentario de “aquel bellezón”, e intentó defender a sus amigas.

—No, si son muy majas, pero es que… bueno… la verdad es que son unas guarras, me han dejado tirada como a una colilla, ¡paso de ellas!

—Mira, te invitaría a una copa, si tú quieres, pero he oído que te vas para casa.

—Yo no bebo alcohol, además no te conozco de nada, es más… no sé ni cómo estoy hablando contigo —decía ella, aunque en el fondo se sentía atraída por el hombre.

Me llamo Beltrán y la verdad es que tienes razón, pero me apetecía hablar con alguien, más que meterme en estos sitios de tanto ruido. Mira, te invito a uno de ahí abajo, ponen música tranquila y se puede charlar sin tanto griterío.

Toñi le miró y pensó: — ¿Por qué no? Acababa de ligar con un tío estupendo, distinto a los que conocía y sobre todo al “petardo” de Javi.

Iba caminando a su lado tan contenta preguntándose, cómo un hombre tan guapo quiere —sólo— charlar, y también preocupada, pues era la primera vez que le ocurría algo así.

Entraron en un elegante pub y a ella le encantó el ambiente que había: mesas ocupadas por parejas y grupos de gente que hablaban en voz baja ante la tenue luz de unas lámparas colocadas en el centro de las mesas. De fondo una música suave, que sólo había oído en los conciertos de Año Nuevo.

Estaba emocionada, aquello era muy distinto a lo que acostumbrara a ver cuando salía con sus amigas, ¡sus amigas! Sonrió, acordándose de ellas; las veía saltando en la pista de baile a la caza y captura de algún muchacho que las invitara.

Beltrán pidió unas bebidas y comenzaron a charlar. Él llevaba la voz cantante, Toñi se limitaba a escuchar las aventuras que le contaba, sólo contestaba con monosílabos sin dejar de mirarle. Al cabo de una hora, miró el reloj y dio un respingo: —¡Qué tarde! Me tengo que ir.

—Mi padre me va a matar, pues nunca llego tan tarde a casa.

—Bueno, mujer, tranquila, yo te acompaño hasta tu casa. Paramos un taxi y enseguida llegamos.

La muchacha le miró embelesada, segura de que le estaba gustando demasiado. Beltrán pagó, le ayudó a ponerse el abrigo y salieron del establecimiento. La cogió de la mano y ella notó un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo, su mano estaba helada, pero no le molestaba en absoluto, se sentía emocionada.

En el taxi, Beltrán siguió contándole anécdotas de su vida y en un semáforo en rojo la besó suavemente en los labios. Los suyos estaban fríos, pero a Toñi no le importó, deseaba que continuaran sobre los suyos, pero él no lo hizo.

El coche paró en una esquina y se bajaron. Toñi le guió hasta una plazoleta donde la luz de un par de farolas iluminaba escasamente el lugar. Se detuvo ante el portal un tanto envejecido y abrió la puerta. Se volvió para despedirse y Beltrán la besó de nuevo, esta vez profundamente. Ella creyó desmayarse de placer e involuntariamente sus brazos se cerraron en torno al cuello del hombre.

Se dirigieron al oscuro rellano de la escalera y entonces el beso se volvió más apasionado. Las manos de Beltrán recorrían todo su cuerpo, le acarició la cara suavemente, hasta quedarse en su blanco cuello, y allí, donde la vena palpitaba de prisa, él mordió con dulzura. Toñi notó la boca pegada a su cuello, pero no sintió dolor, ni siquiera se dio cuenta de la sangre que salía a borbotones mientras su cuerpo se iba deslizando poco a poco hacia el suelo.

 

La última noche Por María José Prats

¿Se va a sentar? —la mujerona se aprieta contra Javier, mientras le hace la pregunta intentando no dejar hueco por donde pueda meterse otro pasajero.

—¿Qué?, no, perdone señora, siéntese usted.

Mientras la mujer se esfuerza por recolocarse el vestido que se le había arrugado al sentarse, él la mira sin verla abstraído en sus pensamientos que siguen en Carmen, mientras el tren se pone en marcha.

La imagina arropada por las sábanas blancas y el rostro irradiando felicidad; ahora se había quedado casi sin vida. Y el sentimiento de culpa lo vuelve a cubrir por completo.

Nuevamente se hace los mismos reproches que lleva haciéndose desde hace dos meses, cuando tuvieron el accidente y Carmen no despertaba, no abría los ojos por más que él la llamara.

—Carmen, cariño, ¡abre los ojos! Ya viene el 112, Carmen. ¡Por Dios, venga, reacciona!

Pero Carmen no le escuchaba y siguió sin escucharle en la ambulancia, donde el sonido estridente de la sirena se le metía hasta en el último poro de la piel, ni en urgencias, ni en la UCI, y tampoco en aquella blanca habitación.

Él no sabía qué hacer, ni cómo ayudar. Los médicos decían que había pocas probabilidades de que saliera del coma. Una enfermera bienintencionada le había dicho que no dejara de hablarle, porque parece ser que algunos pacientes suelen responder a la voz de las personas cercanas.

Javier había perdido toda esperanza y agotado las palabras. Cuando entraba en la habitación, lo único que hacía era coger su mano, pensar, y echarse la culpa.

—Si no hubiera ido tan deprisa… si le hubiera obligado a ponerse el casco… ¿Por qué no le hice caso y fuimos en el metro?

Regresa al presente, cuando el tren llega a su parada. Baja deprisa y se dirige a ese odiado hospital. Se cruza con varias enfermeras que le conocen y una de ellas amablemente le saluda, parece nerviosa y él le pregunta con miedo:

—¿Qué pasa?

La enfermera le coge del brazo y sonríe:

—El doctor Jiménez quiere hablar contigo.

—Pero… ¿Pasa algo malo?

—Tranquilo, hombre, es sobre el resultado de la analítica, no te asustes, no es malo.

Javier le da las gracias y entra en la habitación. Se acerca a la cama y besa con suavidad la frente de su mujer, pero ella no responde al beso.

Media hora después aparece el doctor Jiménez acompañado por otra doctora desconocida.

—¿Qué ocurre, doctor? ¿Qué pasa con los análisis?

—No te alteres, ven, vamos a sentarnos.

Se dirigieron a los sillones donde él había dormido algunas noches.

—El estado de tu mujer sigue siendo el mismo. Ya te hemos dicho que es muy difícil que salga del coma y que deberías prepararte para lo peor. Pero ha surgido algo que no esperábamos, una enfermera notó que su abdomen estaba muy duro y nos lo comunicó. Decidimos hacerle una ecografía para descartar una oclusión intestinal y comprobamos que está embarazada. No te voy a engañar, no entiendo cómo no nos hemos dado cuenta desde el principio, ha sido un fallo garrafal.

Atónito, Javier no dijo nada, pero de inmediato recordó aquella noche en la que, después de haber estado con sus amigos ahogando sus penas en alcohol, volvió junto a su mujer, se tumbó en su cama, besó sus labios, acarició su pelo, y el silencio y la oscuridad del hospital hicieron todo lo demás.

El encargo por Carlos Mollá

2

Entró el sargento en el dormitorio de los muchachos, gritando, gesticulando y encendiendo todas las luces de la sala, como tantas otras veces.

-¡Arriba, hijos de puta! ¿Qué, vais a quedaros ahí todo el día? En cinco minutos os quiero formados en el patio. ¡Ah! ¡Y con el uniforme de campaña! –

Reaccionábamos como si tuviéramos un resorte en las piernas. Saltábamos de la cama y corríamos al baño para desaguar y lavarnos la cara, que era lo único que nos iba a dar tiempo a hacer. Mientras buscaba en la taquilla los pantalones y la camisa que tenía que usar en las misiones especiales, me invadió el temor de tener que repetir la última acción que realizamos sobre ese infeliz. Nos encomendaron ir a la casa de un político indígena y matarlo. Está tomando mucha relevancia el negro éste. La gente empieza a seguirlo con bastante devoción. “Está jodiendo bastante a los del gobierno, así que hay que cargárselo”.

Nos amenazaron con reventarnos, como es natural,  si alguien se enteraba de lo que íbamos a hacer. Esa vez no nos pusimos ningún uniforme, fuimos de civiles en uno de los carros robados que nos iban dejando en el cuartel una vez recogidos por la policía y que los dueños no querían pagar por recuperarlos.

Fue una misión muy sencilla, pero a mí me amargó y me revolvió las entrañas durante muchos años. Llegamos a su casa en el sur del país, como la zorra al gallinero, a la madrugada. Entramos violentamente, rompiendo puertas, ventanas, gritando y disparando a todo lo que se movía. Daba igual si era un perro o un niño. Si estaba vivo había que procurar que dejara de estarlo. Daba igual. Así hasta que no se movió nada ni nadie en esa casa. Tan rápido como entramos, desaparecimos de aquella pequeña granja.

Rezaba para que esta vez no fuera lo mismo. No tardamos en estar formados. Nos entregaron a cada uno de nosotros, una bolsa con fruta, pan y algo de queso. Nos mandaron subir a la pick-up y emprendimos la marcha. Me tranquilizaba ver que íbamos en un auto oficial, por lo que no iba a ser una misión clandestina. Conforme desgranábamos kilómetros se iba filtrando algo acerca de lo que pretendían de nosotros. Parecía que nos dirigíamos a un rescate. Alguien había secuestrado a dos mujeres y teníamos que liberarlas. No tendríamos que asesinar a nadie pero podríamos enfrentarnos a pistoleros y vernos en una refriega muy dura. Los nervios estaban a flor de piel.

Yo había decidido ingresar en el ejército con 25 años, ya bastante mayor. Toda mi vida me había quedado con los míos cuidando de la granja familiar. Tenía una vida apacible salpicada, de vez en cuando, con reacciones extremadamente violentas cuando me pasaba con la bebida. El alcohol me metía en peleas cada vez que lo probaba, hasta que un día casi mato a mi hermano en una de ellas. El miedo a hacer algo terrible me hizo escapar de casa y refugiarme en la milicia donde pensaba que la violencia estaba mejor canalizada.

Lo que me extrañaba era no entender por qué no resolvía este problema la policía. ¿Sería un secuestro hecho por una banda de narcos? ¿Nos íbamos a enfrentar a otro ejército? No parábamos de mirarnos unos a otros pero nadie decía nada.

Llegamos a una casa solitaria, en medio de un bosque. No se veía a nadie aunque se notaba que la vivienda estaba habitada. Había un carro aparcado afuera y ropa colgada en el tendedero.

Nos desplegamos silenciosamente, ocupando lugares estratégicos para iniciar el asalto. El sargento, y los compañeros Miguel y Pedro llegaron hasta las ventanas y pudieron observar qué ocurría dentro. Debieron calcular la gente que allí había y lo que estaba ocurriendo. Se giró y empezó a hacernos gestos para que siguiéramos avanzando hasta que nos apostamos pegados a las paredes alrededor de la casa.

Con la mano marcó el 1 como el número de oponentes a los que habría que abatir. Los que estaban al lado de la puerta la abrieron de una patada y entraron todos a la vez preparados para encontrarse con cualquier cosa.

Fue fácil inmovilizarlo, no opuso apenas resistencia. Estaba en el salón con tal cantidad de cerveza en el cuerpo que coordinaba con bastante dificultad. Los demás que no se ocupaban del güey, fuimos distribuyéndonos por las dependencias de la casa para investigar qué estaba ocurriendo. Al poco rato se oyó la voz  de Hugo, uno de los muchachos.

-¡Capitán, capitán!- El grito era desgarrador, trágico.

Corrimos todos hacia el dormitorio y nos encontramos a una mujer joven tirada en el suelo completamente desnuda, con las piernas abiertas y las manos atadas a la espalda, con sangre por todas partes. El nudo en la garganta se terminó de cerrar al ver sobre la cama a una niña de unos 9 o 10 años con signos claros de haber sido también violada y torturada.

-¡Hijo de la chingada!- Fue lo único que se oyó. Después de maldecir, el capitán se volvió al animal que había sido capaz de hacer algo así.

-¡Qué has hecho, hijo de puta!- Le repetía rojo de ira, agarrándolo por el cuello. -¡Te voy a reventar! ¡Animal, hay que ser animal!-

El hombre, de unos 30, 35 años, de tez quemada, bajo y muy panzón, intentaba a duras penas, ya con las esposas en las muñecas no ser asfixiado por oficial, agarrándose a sus brazos para atenuar toda su fuerza y echándose hacia atrás en el sillón donde estaba sentado.

Cuando la tensión se calmó algo y el negro supo que no lo iban a matar allí mismo, no se le ocurrió otra cosa que decirle al capitán que él se encontraba al amparo de la ley y que exigía que llamaran al labogado. Insistía en esto.

-Llamen al licenciado- Como intuyendo que sólo esa llamada podría salvarlo de la ira de los militares.

Al cabo de un rato, el capitán que caminaba cabizbajo alrededor del salón, se dio la vuelta hacia él y le dijo:

– No, si tú, pendejo de mierda, tú no vas a ir a la cárcel, no. La gentuza como tú no merece ir a la cárcel. No merece un plato de comida tres veces por día. No merece una cama caliente. Tú no vas a pisar la cárcel –

Entendiendo el significado de esas palabras, el hombre mudó de color, sus ojos se abrieron y enseguida se dibujó  el pánico en su cara.

– Usted es un oficial. Usted, capitán, tiene que llevarme ante el juez y llamar a mi licenciado – suplicaba el gordo incorporándose un poco en el sofá.

-Llevadlo a la cocina, desnudadlo y tumbadlo boca abajo en la mesa, que ahora voy yo.- Ordenó con la voz más severa que jamás había escuchado.

El capitán entró después con una tubería de hierro, o de plomo en la mano, con la cara rota y desencajada por la rabia y se la dio a Miguel, ordenando que se la metiéramos por el culo. Nos quedamos parados sin saber qué hacer mientras el negro se largó a chillar pidiendo clemencia y gritando como un loco.

-¡Déjame, carajo!- Mandó, quitándole la barra al soldado y poniéndole un extremo en el culo, empezó a empujar como un poseso, haciéndola girar a la vez para obligarla a entrar. Los gritos de aquel desgraciado eran ya totalmente descontrolados, mientras intentábamos entre todos sujetarlo con todas nuestras fuerzas para que no se moviera. La sangre que manaba mostraba la avería que se le estaba infiriendo.

Al rato, miró al sargento con unos ojos que daban pavor y le dijo:

-¡Continúe usted, sargento!  ¡Hasta el final!- Entregándole la barra.

Él se fue y los demás nos quedamos terminando la faena. Fueron veinte minutos terribles. El güey no imagesparaba de chillar y la barra no se detenía con nada. Poco a poco las energías se le fueron agotando, bien por la pérdida de sangre o por los daños internos que imaginamos que se estaban produciendo. La imagen que quedó era dantesca. Muerto y despatarrado sobre la mesa, envuelto en sangre y con un trozo de barra asomándole por el culo.

Al poco tiempo me licencié. Han pasado cinco años y ahora soy el ayudante de un mecánico de motores de barco en Acapulco. Estamos en un alto del trabajo, tomando una cerveza que trajo el patrón español del velero.

Este güero se ha comprado este viejo barco en Ensenada y el muy loco pretende llevárselo a España.

¡Es increíble! En el mundo hay gente para todo.