La radio sonaba fuerte desde la cocina. Canciones de actualidad se distinguían desde la habitación al final del pasillo. Mientras, noticias y chapoteos de agua se mezclaban descontroladamente en el baño del fondo.
Ese era el despertar diario de Marta. Su padre en el baño empapándose de una sucesión de desgracias nacionales e internacionales. Su madre en la cocina oyendo algo parecido con otras voces, y su hermano en su dormitorio con música estridente como despertador.
Sus quince años querían negarle la evidencia. Otra vez al instituto, otra vez escuchar la lección del maloliente profesor de Ciencias naturales. Hoy además le tocaba Religión. Sus padres la obligaban a ir a esa clase. Ninguna de sus amigas asistía a las estúpidas y aburridas historias de la pandilla de Belén. Era absurdo pensar que alguien puede resucitar, discutía abiertamente con Sor Teresa.
Marta, bajo una apariencia de desdén permanente, intentaba rebelarse contra lo impuesto. Sus padres la controlaban hasta extremos insospechados, su hermano le hacía la vida imposible y en el colegio los profesores la perseguían. Aunque no solía decir nada, nadaba a contracorriente en un mar encrespado.
Con quince años su mundo se constreñía a sus amigos y a los dictámenes que, de forma voluptuosa, escuchaba de boca de Susana, su amiga preferida desde el parvulario. Por eso hoy cuando las clases concluyeran, se pondría de nuevo esos pantalones negros ajustadísimos, con el cinturón de cuero con pinchos. Iban a ir al centro comercial al otro lado de la ciudad.
El uniforme le picaba en las piernas, las medias hasta la rodilla eran ridículas y los mocasines azules, insoportablemente espantosos.
Tras el ritual diario que incluía la sinfonía de reproches de su madre, salía de casa muy mal preparada para afrontar otro nefasto día de clases.
En el coche familiar repasaba con angustia el panorama. Su padre al volante, trajeado, peinando canas que se le antojaban muy poco agraciadas. Al lado derecho, su madre que siempre quería tener la última palabra. En el asiento trasero, junto a ella, su hermano, el empollón, el hijo perfecto. Todos hablaban animadamente. Ninguno percibía que la niña, convertida en adolescente, se encogía en su asiento por milímetros cual insecto a punto de ser cazado.
– ¿Dispuesta para la reunión de hoy?, preguntó el padre a su esposa.
– Uf, la he preparado bien. ¿Qué te parece el traje que me he puesto?
– Estás impecable, perfecta, como siempre.
– Mamá, te queda muy bien la blusa.- Puntualizó, alzando su cuerpo y su voz, el hermano repelente.
Marta le miró de reojo, lanzándole una mirada que además de desprecio, transmitía asco. El chico hacía caso omiso de estas miradas, acostumbrado a ser tratado como una oruga por su hermana mayor.
– Por cierto, Marta, tienes hora a las cinco en la peluquería. Y debes decirme, antes de mi viaje a Londres, qué día podría tener la reunión con tu tutora.
La chica no contestó, ni pensaba hacerlo. No iba a cortarse el pelo y, por supuesto, no iba a participar del complot entre su profesora y su madre.
Pero no dijo nada.
El tráfico matutino conseguía consumir la paciencia de Marta más aún, que se revolvía en su asiento, entre la mochila repleta de libros y su pantalón negro, y las herramientas de dibujo de su hermano. Puntualidad exquisita unida a perturbación constante.
– Olvídate de retrasarlo otra vez.- siguió su madre con esa capacidad que tenía de descubrir hasta sus más íntimos pensamientos.- Debes aprender a organizar tu tiempo, debes cuidar más tu aspecto, el pelo que llevas… Bla, bla,bla, la monserga tantas veces oída se repetía una vez más, lo que le causaba un desesperado deseo de lanzarse sobre su madre, taparle la boca hasta dejarla sin respiración, y salir corriendo de allí. Pero siguió sin decir nada.
Antes de tomar la última salida de la carretera que les llevaría en diez minutos hasta la puerta del colegio, su hermano hizo una pregunta.
– ¿Iremos este fin de semana a ver a la abuela?
¿Por qué alguien que se presume inteligente tenía que decir eso justo ahora? Marta adoraba a su abuela materna, mantenía una relación maravillosa con ella, envuelta en la dulzura y comprensión que siempre le había demostrado. Pero desde que la anciana había comenzado a dar ciertas señales, no soportaba la situación. No quería observar esos ojos perdidos, vacíos y tristes que antes le habían parecido preciosos y llenos de luz.
– Sí, iremos el sábado, hace ya un mes que no vamos. Le hará ilusión – contestó su madre mientras se retocaba labios y ojos en el espejo interior.
Marta continuó sin decir nada.
Antes de que el coche hubiera llegado a la puerta del colegio, Marta había abierto la puerta para bajarse. No soportaba más esa conversación. Nadie contaba con su opinión. Echó a correr y buscó con la mirada a su amiga Susana que la esperaba en el lugar habitual.
A las cinco en punto, Marta y su amiga salían hablando animadamente, puntuales a su cita. Tenían que pasar por casa de Susana para cambiarse. ¡Qué diferencia de padres! Admiraba a la chica de pelo ensortijado y revuelto. Nadie le impedía ponerse determinada ropa, o peinarse como le gustara. Incluso no tenía hora para llegar. Podía disponer de la casa para ella, nunca había nadie, ni siquiera un hermano que respirara junto a ella.
Al doblar la calle, alguien desde un coche azul oscuro, les llamó.
– Ven, he salido un poco antes… Te dejaré en la peluquería… – Su madre se imponía una vez más. Pero Marta no dijo nada.
Con rabia y a punto de llorar se metió en el coche, apenas sin despedirse de Susana.
La tarde transcurrió con la chica dentro de su habitación maldiciendo a su madre, a su vida, y a su pelo; y con el resto de la familia regresando tras el ajetreo diario. En la cena la opinión fue unánime. El corte de pelo de Marta le sentaba muy bien. Pero ella no dijo nada. No les dio a sus padres la nota de la profesora en la que les citaba para el próximo viernes. Su madre había comprado unos camisones nuevos para la abuela, cosa que a Marta le pareció estúpido. . No era eso lo que necesitaba la anciana, pensó en ese momento. Pero no dijo nada.
Los días siguientes transcurrieron igual para ella. La nota de la profesora en la mochila, su pelo recién estrenado y maldecido; y su pantalón negro ajustado en la mochila. Sólo cuando el fin de semana hizo su aparición, tiró el uniforme a la lavadora y salió.
En la puerta de la residencia tocó el timbre. La conocían y le permitieron entrar hasta la habitación 213. Metió en el bolsillo delantero del pantalón negro, su móvil, antes de penetrar en la luminosa y espesa sala. Allí estaba, mirando a la ventana, sentada en un sillón confortable. Su camisón de flores, igual al que su madre traería, insinuaba entre sus pliegues irregulares, un esqueleto. La figura, otrora esbelta, se había desdibujado bajo la maléfica influencia de una crueldad incomprensible. La besó, la abrazó y le dijo todo lo que callaba. Ella sí le escuchaba, estaba segura.
La vibración del móvil la obligó a desenrollar los brazos que mantenía fuertemente amarrados al cuerpo cálido e inmóvil junto al suyo.
– ¿Dónde estás? ¿Por qué has salido sin decir nada? Íbamos a ir a ver a la abuela pero … se nos va a hacer tarde si tenemos que esperarte. Vas a venir o no? Marta acertó a responder:
– Estoy en el Centro Comercial con Susana.
– Es increíble, habíamos hecho un plan de familia y tú a lo tuyo. No puedo soportarlo. Bueno, ya hablaremos cuando regreses.
Bien, pensó Marta, con una media sonrisa. Así nos dejarán en paz. “Solas tú y yo, abuela”. Le contó lo del pelo, le enseñó la nota de la profesora y las últimas salidas con su amiga Susana. “Solo dos personas me importan de verdad, el resto me da igual: mi amiga y tú. Cuando te recuperes volveremos a ir juntas, y me cocinarás ese fantástico arroz con leche que tanto me gusta”.
Tras una hora de monólogo, completo y detallado, de confidencias y secretos, Marta se despidió de su abuela con un prolongado beso que la anciana pareció responder apretando aún con más fuerza la mano de la chica.
– Ah! Y no permitas que te pongan más esos camisones de flores tan espantosos que te trae mamá.
Más separación: es muy fuerte lo que acaba de suceder. Respiremos.
En la cena el sonido de los cubiertos partía con eco el silencio reinante y cubría con sus garras el enfado generalizado de los padres de Marta. En un momento, la voz de siempre dijo:
– Me han llamado de la residencia. Hay que trasladar a la abuela a otro módulo. La enfermedad avanza y necesita más cuidados. El lunes iré a preparar las cosas y le llevaré los camisones nuevos.
– No, más camisones no, gritó con fuerza Marta mientras tomaba el tenedor con fuerza.