Con mis puñetazos estaba dañando la chapa metálica de la puerta, pero hasta que no me sacaran de allí no pensaba parar, llevábamos más de una hora detenidos entre los pisos 14 y 15 y nadie, absolutamente nadie, había respondido a mis llamadas de socorro.
- Por favor, ¿alguien me oye? Nos hemos quedado colgados. Avisen a los bomberos, estamos atrapados y no podemos salir de este ascensor. Necesitamos ayuda.
Estas fases de gritos y puñetazos las alternaba con otras en las que, mascullando en mi interior todo tipo de improperios, recorría a grandes pasos aquel habitáculo, de forma perimetral o en diagonal, de una esquina a otra. Creo que no quedó ni un centímetro de aquel suelo que no tuviera registrada la huella de mis pies. Pero eso sí, cuando el itinerario me llevaba cerca del cuadro de botones, me detenía y como una posesa los apretaba todos, los de las plantas, los de apertura y cierre de puertas y el de la alarma, este último por si acaso, solo por si acaso. El resultado siempre fue el mismo, aquella jaula colgante permanecía inmóvil.
- Por Dios, que no puedo continuar más tiempo aquí encerrada, que me están esperando, que tengo una cita desde hace meses y es muy importante.
Hacía estas llamadas con mis ojos elevados al cielo, no por darle un carácter religioso, nada más lejos de mi intención, sino porque la única abertura de aquel recinto, susceptible de ponernos en contacto con el exterior, era la pequeñísima ranura por la que se deslizaban las puertas y se encontraba muy cerca del techo.
- Estamos atrapados. Necesitamos ayuda.
Era inconcebible que aquello pudiera estar ocurriendo en uno de los hospitales más grandes y nuevos de Madrid. Realmente inconcebible. Si apenas llevaba un año funcionando.
Cómo olvidar su inauguración con el intenso bombardeo al que el partido en el gobierno nos tuvo sometidos durante la pasada campaña electoral. Fue su eslogan publicitario, la muestra perfecta de su buen hacer y de cómo, votando acertadamente, seguiríamos caminando hacia el progreso.
- En Majadahonda, la alcaldesa en funciones ha cortado la cinta que abre las puertas de un nuevo hospital dotado de la mejor y más moderna infraestructura.
Y allí estaba ella con su sempiterna sonrisa, rodeada de acólitos caminando por pasillos impolutos o escuchando a alguien que le enumeraba las ventajas y beneficios que traería a la ciudadanía la última adquisición, un nuevo escáner con las últimas tecnologías que en breve llegaría desde Estados Unidos.
Claro que lo recordaba, y bien. Aquella inauguración y otras, que también se dieron, me costaron más de un disgusto con mis hijas, defensoras a ultranza de la sanidad pública
- Todo el mundo debe tener derecho a una atención médica digna, me decían.
- ¿Aunque sea inmigrante y sin papeles? Les preguntaba yo.
- Pues sí, aunque sea inmigrante y sin papeles.
- Pero es que colapsan las urgencias, llaman a toda la familia para que vengan a operarse a España, no tienen nuestras mismas costumbres, les decía para justificarme.
Pero ellas insistían en que la privatización de lo que hasta ahora había sido público era una enorme injusticia.
La verdad es que mi posición sobre este tema era bastante ambivalente. Soy cristiana y lo de ejercer la caridad ha sido para mí una máxima porque así me lo inculcaron mis padres. ¿Cómo negarle entonces una medicina o una cura a alguien que realmente lo necesita?
Pero digo yo -seguía insistiéndoles- dentro de ese “todos tenemos los mismos derechos” puede haber algunas diferencias. Yo, por ejemplo, cuando voy a una consulta me gusta que esté limpia, no masificada, que haya hilo musical en vez de un griterío ensordecedor y si eso se está consiguiendo en los hospitales que dan su gestión a manos privadas pues que se haga. Sí mamá, pero ¿de dónde crees que sacan el dinero para el hilo musical, los cómodos sillones de piel y todo eso? Pues lo detraen de la sanidad pública, les bajan el presupuesto, les recortan personal y hacen que el trato en estos centros sea cada vez más inhumano y marginal.
Eran discusiones larguísimas en las que tuve que escuchar de sus labios apelativos como facha, carca, insolidaria.
Facha, decirme a mí facha que en el 68 corría delante de los grises por la universitaria, que asistí a más de una asamblea del PT y que mi primer novio fue un anarquista que estuvo a punto de dar con sus huesos en la cárcel. Lo que pasa es que con los años vas dejando atrás los ideales de juventud y te vuelves realista, práctica, resolutiva. Pero de ahí a que yo sea facha, nada de nada.
Por Dios, 2 horas ya aquí encerrados y nadie ha venido ni siquiera a preguntar cómo estamos, no sé, un psicólogo, por si me da una de mis crisis de ansiedad, que en estos casos son más que habituales. Cuando salga les voy a poner una reclamación que se van a enterar, vamos que se la pongo, y una indemnización por daños les pienso exigir, esto no se va a quedar así; privatizado o no, este hospital me va a tener que compensar y bien
- Auxilio, auxilio
- Al menos tenemos aire y podemos respirar.
Su voz, en aquella jaula de grillos que era mi cabeza, sonó dulce, relajante, hasta cordial. Me giré para ver de quién procedía y en el rincón reconocí al hombre que en mi estado de desesperación había ignorado por completo; estaba allí, sentado en una esquina, con la espalda pegada a la pared y las piernas dobladas sobre su regazo. Ya estaba dentro del ascensor cuanto lo tomé. Recordé que con una sonrisa intenté disculparme por haber detenido bruscamente el cierre de puertas, interceptándolas ágilmente con mi bolso, pero es que tenía que entrar, llevaba mucha prisa, tanta que cuando vi a aquel otro hombre correr por el vestíbulo mientras con una mano me hacía señas para que detuviera de nuevo la máquina y pudiera entrar, preferí mirar hacia otro lado mientras en mi fuero interno gritaba “vamos, rápido, rápido”.
- Pues sí, sólo me quedaba eso, perecer aquí por falta de oxígeno. ¿Es todo lo que se le ocurre? Si no tiene nada mejor que decir, por favor cállese, que ya estoy bastante nerviosa como para oír estupideces, le espeté antes de girarme de nuevo hacia las puertas y dando la conversación por terminada.
- Sáquennos de aquí, estamos atrapados, llevamos más de dos horas.
- Es inútil que siga gritando, nadie la oye, estos aparatos están herméticamente cerrados y los operarios que seguro están trabajando por ayudarnos lo hacen en remoto, desde otro lugar.
- Y una mierda. A mí no me hable que estoy alcanzando unos niveles de excitación que no sé cómo puedo terminar.
- Pues le aconsejo que se relaje y descanse, nos sacarán de aquí, ya lo verá.
- ¡Sí, claro! Pero para entonces habré perdido mi cita con el cirujano, una cita que llevo meses esperándola.
- ¿Es importante la operación?
- Para mi es vital; ¿ve esto que tengo en la cara?, no, no se levante, ya me acerco yo, aquí en la mejilla una especie de mancha marrón. Para esto es para lo que estoy citada, me la van a quitar.
- ¿Es un…?
- No no, por Dios, no pronuncie esa palabra, lo mío es una queratosis, algo que surge con la edad, pero estoy desesperada, intento que no se note, pero ni con el mejor maquillaje consigo disimular esta coloración tan desagradable.
- Yo no se la noto tanto.
- Bueno usted es que… En fin, que para mí es un problema. Me obliga a estar recluida en casa, no salgo con mis amigas ni asisto a cenas, tengo la sensación de que todas las miradas van ahí y eso me hace sentir realmente incómoda. Esta mañana al fin el doctor Puga, que es el mejor cirujano plástico de Madrid, me lo iba a quitar, pero la cita era a las 10 y son más de las 12. Fui primero a su consulta privada y estaba dispuesta a operarme allí, costara lo que costase, pero él mismo me aconsejó que me lo hiciera aquí por el seguro, y en qué hora.
- Insisto, yo no le noto apenas nada.
Le hubiera hasta insultado, pero me limité cambiar de tema y sin apenas interés le pregunté.
- Y usted, ¿para qué venía al hospital?, ¿a visitar a algún pariente?
- Pues…
-¡Eh! los que están en el ascensor, ¿me oyen?, ¿cuántos son?
– Ya está bien, llevamos aquí más de tres horas, prepárense porque les voy a denunciar ante todas las instancias que pueda; no hay derecho que una venga angustiada con una urgencia al hospital y quede atrapada en un ascensor sin auxilio ninguno.
– Perdonen, no les he oído, repito la pregunta: ¿Cuántos son ustedes?
– Dos.
– ¿Alguno es Emilio Sánchez?
- Si, yo soy
Se produjo un silencio y al cabo de unos minutos de nuevo se escuchó la voz.
- Bien, vamos a proceder a sacarles; en nombre del hospital les pedimos disculpas, ha sido un incidente totalmente ajeno a nuestra voluntad.
¿Incidente? ¿Llaman ustedes incidente a quedar durante horas atrapados en un ascensor sin que nadie nos dé noticias, sin que se nos pregunte cómo nos encontramos, si tenemos calor, frío, hambre o sed? ¿Realmente ustedes llaman a eso incidente?
De pronto el ascensor dio un salto brusco y lentamente comenzó a elevarse.
Planta 15, dijo la audición, y a continuación nos detuvimos, las puertas se abrieron y quedamos ante un vestíbulo amplio donde un grupo de unas seis personas parecía estar esperándonos.
- Quiero hablar con el responsable máximo del hospital, llévenme enseguida ante él, dije imperativa mientras tomaba mi bolso del suelo y me disponía a salir.
- Lo siento mi amor, lo siento mucho de verdad, han hecho cuanto ha estado en su mano, pero el corazón no podía esperar más, había otro paciente que también era compatible y se lo han trasplantado a él, la siguiente vez será.
Aquellas palabras me frenaron en seco, las decía una mujer que con lágrimas en los ojos entró corriendo en el ascensor para abrazar al que había sido mi compañero de cautiverio. Instintivamente llevé mi mano a la cara, toqué la mancha marrón y me giré para ver los ojos de aquel hombre que envuelto en lágrimas no paraba de decir: “No pasa nada, la próxima vez será”.