Falsa dependencia Por Ana Riera

 

 

—Esta propuesta es una barbaridad

—¿Lo ves, Óscar? Tú hazle caso –dijo Lidia con voz autoritaria— que ella es abogada y está especializada en temas de familia. Es que mi hermano no lo ve—añadió dirigiéndose a la abogada—, sencillamente no lo ve. Lo ven mis padres, lo veo yo, lo ve mi marido. Pero él no lo ve.

—Es una propuesta de divorcio que denota muy mala fe por parte de tu pareja—dijo la letrada—. ¿De verdad no ejerce siendo abogada?

De nuevo fue Lidia la que contestó:

—Eso dice ella, pero sale de casa todas las mañanas a las 8 y no regresa hasta las seis de la tarde. Y se compra ropa de marca, va a la peluquería cada dos por tres, se hace tratamientos de estética… vamos, que no se corta un pelo.

—A ver, Óscar. Tú llevas más de nueve meses en paro, ¿no? ¿Y de qué vivís?

—preguntó la abogada.

—Bueno, nos ayuda mi tío Antonio—dijo por fin Óscar en un tono de voz apenas audible.

—¿Y cómo os ayuda exactamente?

—Vivimos en un piso que es de él. Y cuando no llego, me da dinero.

—¿Y a ti te parece normal que tu mujer te pida el piso para ella y una manutención por cada niño de 600 euros? ¿Cómo piensas pagar esos 1.200 euros?

—Es que ella dice que es lo justo, que los niños originan muchos gastos…

—Mira, si firmas ese documento ya no hay vuelta atrás. Tendrás que irte del piso y pagar ese dinero sí o sí. Y si no lo haces, se abrirá un proceso judicial y es muy posible que acabes en la cárcel.

Óscar miró alternativamente a la abogada y a su hermana un par de veces y luego volvió a concentrarse en sus manos, que descansaban la una encima de la otra apoyadas sobre el borde de la mesa de madera que ocupaba la mayor parte del despacho.

—A lo mejor sería mejor que no me separara, que me quedara en casa un poco más. A lo mejor si me esfuerzo y cambio, ella deja de gritarme y deponerme mala cara, y de…

—De eso ni hablar –intervino nerviosa Lidia—eso ya está hablado, Óscar. No puedes seguir así. No lo pienso permitir, no puedo.

—Mira, tal como yo lo veo—intervino la abogada— lo que tenemos que hacer es presentar una contrapropuesta. Está claro, y créeme, sé de lo que hablo, que tu mujer no declara nada, pero se lleva las costas cada vez que gana un caso. Muchos compañeros funcionan así. Y por lo que me ha contado tu hermana, el que se ocupa de los niños desde que te quedaste en paro eres tú.

—Sí, sí. Él va a la compra, él hace la comida, él limpia, él lleva y trae a los niños del cole y de piscina, y encima tiene que aguantar que le critique todo lo que hace, porque a la señora nunca le parece nada bien, todo le parece poco.

—Óscar, ¿tú estás dispuesto a quedarte con los niños?—intervino la abogada viendo que su cliente cada vez estaba más azorado.

—Sí.

—Pues entonces es ella la que debería pasarte una pensión a ti, y tú el que debería quedarse en el piso, con los niños. ¿No te parece?

—¿Yo?—preguntó sorprendido—Es que ella no va a querer.

—Ahora no pienses en ella. No vas a ser tú quien se lo diga.

—¿Y quién se lo dirá?

—Un juez. No te preocupes.

 

 

Óscar se alegró de salir por fin de ese despacho. No tenía nada contra la abogada que le había buscado su hermana. Pero es que esas cosas le ponían nervioso. No le veía la utilidad. Había accedido a ir porque sabía que su hermana no iba a ceder. La niña asustadiza y tímida que fue una vez, hacía mil años, se había convertido con el paso de los años en una mujer fuerte y práctica. Además, era una de las pocas personas que de verdad le querían. Lo único que necesitaba ahora era estar un rato solo. Solo y tranquilo. Pero sabía que su hermana todavía no había terminado con él. Tuvo que hacer un esfuerzo para poder comprender lo que le decía su voz cantarina:

—¿Qué te ha parecido la abogada?

—Bien.

—¿Solo bien? ¿Y piensas hacerle caso?

—Lo pensaré.

—¿Que lo pensarás? ¿Que lo pensarás? ¿Pero me puedes decir qué diantres tienes que pensar? A veces me desesperas, Óscar.

Cruzaron la amplia avenida sin decir nada, Lidia tratando de controlar la rabia; Óscar concentrado en la figurita verde que no dejaba de parpadear. Ese movimiento rítmico le ayudaba a relajarse. Al llegar al otro lado, sin embargo, su hermana volvió a la carga.

—Es que no lo entiendo, Óscar, de verdad que no soy capaz de entenderlo. Todo esto me supera.

—Ya.

—¿De verdad no te das cuenta de que se aprovecha de ti? ¿De que no te quiere de verdad? ¿Que lo único que le interesa es destrozarte la vida?

Óscar permaneció callado, con los labios apretados, la mirada fija en el semáforo que tenían delante. No parpadeaba.

—Escúchame, hermanito. Yo quiero ayudarte, de verdad. Pero necesito saber qué piensas, necesito ver que todavía queda algo del chico que fuiste.

—¿De verdad? Pues yo no.

Lidia se paró en seco y lo miró estupefacta. Su hermano acababa de levantar la voz por primera vez en toda la mañana. Trató de averiguar el motivo, pero lo único que consiguió fue sentirse más confusa.

—¿Tú no? ¿Qué quieres decir? ¿A qué te refieres?

—A nada. Déjalo.

—No, no quiero dejarlo.

En ese preciso instante a Óscar le habría gustado ponerse a correr avenida abajo, tan rápido como hubiera sido capaz, para marcharse muy lejos. Lejos de aquella ciudad, lejos de su hermana, lejos de todo. Se imaginó navegando por el mar él solo, en un velero, con el viento alborotándole los cabellos y el sabor de la sal en la boca. Por un instante casi llegó a ver las olas. Pero en seguida la imagen se rompió en mil pedazos y desapareció dejándole un sabor amargo en la boca.

—Mira, Óscar. O me das algo, o me ayudas a comprender todo eso, o yo tiro la toalla. Quiero ayudarte, pero si tú no pones de tu parte, mejor lo dejamos estar. Me duele demasiado.

Óscar bajó la cabeza para no tener que ver la decepción en sus ojos y permaneció en silencio. Lidia lo observaba como si quisiera atravesarle con la mirada y llegar hasta sus entrañas. Tenía que hacer un esfuerzo enorme para evitar que las lágrimas escaparan de los lagrimales. Pensó en darse la media vuelta. Estuvo a punto de hacerlo. Pero en el último instante perdió el control.

—¿Pero se puede saber qué te pasa?—le espetó mientras le zarandeaba con todas sus fuerzas—Es que no lo entiendo, de verdad, lo intento, trato de imaginar qué oscuro sentimiento te une a una mujer como la tuya, una auténtica víbora, pero no puedo, ayúdame a entenderlo… por favor…

—Porque es la mejor opción.

—¿La mejor opción para quién?

—Para mí. ¿Acaso te has olvidado de lo cabrón que era contigo cuando éramos niños? –dijo por fin sin levantar la mirada del suelo.

Lidia dejó de zarandearlo y dio un paso hacia atrás.

 

—¿Cuándo éramos niños? ¿A qué viene eso ahora?

—Lidia, sigo con ella porque es más cabrona que yo, mucho más. Porque si estuviera con una buena persona, como tú, el cabronazo, el hijo de puta, sería yo. Y lo sería con todos, incluso con mis hijos. ¿Lo entiendes? Prefiero ser el maltratado que el maltratador. Lo prefiero. Mil veces.