Madame Zilensky y el rey de Finlandia Por Carson McCullers

Carson McCullers (Estados Unidos, 1917-1967), célebre por sus novelas El corazón es un cazador solitario (1940), Reflejos en un ojo dorado (1941) y Balada del Café triste (1951), fue también autora de cuentos, poemas y obras de teatro en sus 50 años de vida, minados de dificultades sentimentales y enfermedades.
Varias veces llevadas sus historias al cine, McCullers se caracterizó por contar historias de jóvenes y adultos atrapados en ambientes sociales opresivos, desolados y poéticos paisajes ahondan la soledad de seres al margen del sistema convencional de valores.

En La balada del café triste, se atreve a dar una de las definiciones del amor más celebradas de la literatura:

«En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento lo hace sufrir. […]  Por esta razón, la mayoría preferimos amar a ser amados. Casi todas las personas quieren ser amantes. Y la verdad es que, en el fondo, el convertirse en amados resulta algo intolerable para muchos. El amado teme y odia al amante, y con razón, pues el amante está siempre queriendo desnudar a su amado, aunque esta experiencia no le cause más que dolor».

Madame Zilensky y el rey de Finlandia

Cuento publicado en New Yorker en 1941.

 

Todo el mérito de haber traído a Madame Zilensky a la Universidad de Ryder se debía al señor Brook, director del departamento de música. La universidad se consideraba afortunada, porque Madame Zilensky tenía una gran reputación, lo mismo como compositora que como pedagoga. El señor Brook se encargó personalmente de buscar una casa para Madame Zilensky, un sitio cómodo, con jardín, bastante cerca de la universidad y al lado del edificio de apartamientos en que él vivía.

Nadie en Westbridge había conocido a Madame Zilensky antes de que viniera. El señor Brook había visto retratos suyos en las revistas de música, y una vez le había escrito para preguntarle sobre la autenticidad de cierto manuscrito de Buxtehude. También, cuando se decidió que viniera a la universidad, se habían intercambiado algunos telegramas y cartas sobre asuntos prácticos. Tenía una letra clara y recta, y lo único fuera de lo corriente en esas cartas era que hacían alguna referencia casual a objetos y personas completamente desconocidos al señor Brook, como «el gato amarillo de Lisboa» o «el pobre Heinrich». El señor Brook achacó estas distracciones a la confusión de la huida de Europa con su familia.

El señor Brook era una persona algo incolora; años de minuetos de Mozart, de explicaciones sobre séptimas disminuidas y terceras menores, le habían dado una paciencia alerta. Casi siempre estaba solo. Odiaba la rutina académica y los comités. Años antes, cuando los del departamento de música habían decidido hacer un viaje juntos y pasar el verano en Salzburgo, en el último momento el señor Brook se escurrió del compromiso y se fue solo al Perú. Tenía algunas rarezas y era tolerante con las extravagancias de los demás; realmente casi le hacía gracia el ridículo. A menudo, cuando se enfrentaba con alguna situación grave e incongruente, sentía un cosquilleo interior, que endurecía su rostro largo y suave y agudizaba la luz de sus ojos grises.

El señor Brook fue a recibir a Madame Zilensky a la estación de Westbridge una semana antes de empezar el semestre de otoño. La reconoció al punto. Era una mujer alta y erguida, con la cara pálida y ojerosa. Sus ojos estaban profundamente sombreados y llevaba el cabello oscuro echado hacia atrás desde la misma frente. Tenía manos largas y delicadas, muy sucias. En toda su persona había algo noble y abstraído que hizo que el señor Brook retrocediera un poco y se quedara desabrochándose nervioso los gemelos. A pesar de su vestimenta (una falda larga negra y una chaqueta roja de cuero), daba una impresión de vaga elegancia. Con Madame Zilensky había tres niños, entre los diez y los seis años, los tres rubios, guapos y de ojos claros. Había otra persona, una mujer vieja, que luego resultó ser la criada finlandesa.

Este fue el grupo que encontró en la estación. El único equipaje que traían eran dos enormes cajas de manuscritos; el resto se lo habían dejado olvidado en la estación de Springfield cuando cambiaron de tren. Esto es algo que le puede pasar a cualquiera. Cuando el señor Brook los metió a todos en un taxi, pensó que lo peor ya había pasado, pero Madame Zilensky de pronto trató de saltar por encima de sus rodillas y salir.

—¡Dios mío! —dijo—. Me he dejado mi… ¿cómo se dice?, mi tic-tic-tic…

—¿Su reloj? —preguntó el señor Brook.

—¡Oh, no! —dijo ella con vehemencia—. Ya sabe usted, mi tic-tic-tic… —y movía el índice de un lado a otro como un péndulo.

—Tic-tic —dijo el señor Brook llevándose las manos a la cabeza y cerrando los ojos—. ¿Es posible que quiera usted decir un metrónomo?

—¡Sí, sí! Creo que lo he debido perder donde cambiamos de tren.

El señor Brook pudo tranquilizarla. Hasta dijo, con una especie de galantería aturdida, que le buscaría uno al día siguiente. Pero, de momento, tenía que reconocerse que había algo extraño en este desconsuelo por el metrónomo, cuando faltaba todo el resto del equipaje.

Los Zilensky se instalaron en la casa de al lado y, aparentemente, todo iba bien. Los niños eran unos chicos tranquilos. Se llamaban Sigmund, Boris y Sammy. Estaban siempre juntos y se seguían el uno al otro en fila india, Sigmund delante por lo general. Entre ellos hablaban en algo que sonaba a un esperanto familiar hecho con ruso, francés, finlandés, alemán e inglés; cuando había gente alrededor estaban extrañamente silenciosos. Lo que al señor Brook lo ponía incómodo no era nada de lo que los Zilensky hacían o decían. Eran pequeños detalles. Por ejemplo, cuando los niños estaban en una habitación, había algo que inconscientemente le molestaba. Por fin se dio cuenta de que los chicos Zilensky no pisaban nunca las alfombras: las bordeaban en fila india sobre el suelo desnudo, y si una habitación estaba toda alfombrada, se quedaban en la puerta y no entraban. Había otra cosa: habían pasado varias semanas y Madame Zilensky parecía no hacer el menor esfuerzo por instalarse y amueblar la casa con algo más que una mesa y unas camas. La puerta principal estaba abierta día y noche, y pronto la casa empezó a tener un aspecto extraño y destartalado, como un sitio abandonado hacía años.

La universidad podía estar satisfecha con Madame Zilensky. Enseñaba con tremenda insistencia y se indignaba profundamente si cualquier Mary Owens o Bernadine Smith no sacaba limpios los trinos de Scarlatti. Buscó cuatro pianos para su estudio y puso a cuatro asombradas estudiantes a tocar fugas de Bach juntas. La barahúnda que venía desde su parte de la sección era tremenda, pero Madame Zilensky parecía no tener nervios, y, si la voluntad y el esfuerzo puros pudieran transmitir una idea musical, realmente la Universidad de Ryder no hubiera podido pedir más. Por las noches Madame Zilensky trabajaba en su duodécima sinfonía. Parecía no dormir nunca; no importaba a qué hora de la noche se le ocurriera al señor Brook mirar por la ventana de su cuarto de estar, la luz del estudio de Madame Zilensky estaba siempre encendida. No, no era por ninguna causa profesional que el señor Brook estaba intrigado.

Fue a finales de octubre cuando por primera vez notó que había algo que indudablemente estaba mal. Había almorzado con Madame Zilensky y se había divertido con una descripción detallada que ella le había dado sobre un safari que había hecho en África en 1928. Después, por la tarde, se había parado delante de su despacho y se había quedado un tanto abstraída en la puerta.

El señor Brook la miró desde su escritorio y preguntó:

—¿Quiere usted algo?

—No, gracias —dijo Madame Zilensky. Tenía una voz baja, bella y sombría—. Estaba solo pensando. ¿Se acuerda usted del metrónomo? ¿Cree usted que quizá me lo habré dejado en casa de aquel francés?

—¿De quién? —preguntó el señor Brook.

—De ese francés con el que estuve casada —contestó.

—Francés —dijo tímidamente el señor Brook. Trató de imaginarse al marido de Madame Zilensky, pero su mente se negó. Murmuró casi para él—: El padre de los niños.

—¡Oh, no! —dijo Madame Zilensky con decisión—. El padre de Sammy.

El señor Brook tuvo una rápida premonición. Su instinto le advirtió que no siguiera. Pero su amor al orden, su conciencia, le hicieron preguntar:

—¿Y el padre de los otros dos?

Madame Zilensky se llevó la mano a la nuca y se levantó el pelo corto y erizado. Su rostro estaba soñoliento y durante unos minutos no contestó. Luego dijo amablemente:

—Boris es de un polaco que tocaba el flautín.

—¿Y Sigmund? —preguntó luego. El señor Brook miró su escritorio ordenado, con la pila de ejercicios corregidos, los tres lápices bien afilados, el elegante pisapapeles de marfil. Cuando levantó la vista hacia Madame Zilensky, esta pensaba con esfuerzo. Miró alrededor por las esquinas de la habitación, los párpados bajos y la mandíbula moviéndose de un lado a otro. Finalmente, dijo:

—¿Hablábamos del padre de Sigmund?

—Bueno, no —dijo el señor Brook—. No hace falta que hablemos de ello.

Madame Zilensky contestó con voz a un tiempo orgullosa y terminante:

—Era un compatriota.

Al señor Brook realmente no le importaba la cosa. No tenía prejuicios; la gente se podía casar diecisiete veces y tener hijos chinos por lo que a él le tocaba. Pero había algo en la conversación con Madame Zilensky que le molestaba. Comprendió de repente. Los niños no se parecían en nada a Madame Zilensky pero eran iguales entre sí, y, teniendo padres diferentes, el señor Brook pensó que la semejanza era asombrosa.

Pero Madame Zilensky había terminado el asunto. Se subió la cremallera de la chaqueta de cuero y se volvió.

—Ahí es exactamente donde me lo he dejado —dijo con un rápido movimiento de cabeza—. Chez aquel francés.

La vida en la sección de música transcurría tranquila. El señor Brook no tenía dificultades serias que resolver, como lo de la profesora de arpa del año anterior, que se fugó con un mecánico de automóviles. Había solo esa constante inquietud por Madame Zilensky. No podía aclarar qué le pasaba en su relación con ella y por qué sus sentimientos estaban tan confusos. Para empezar: ella era una gran viajera y sus conversaciones estaban salpicadas de referencias incongruentes sobre sitios lejanos. Podía pasarse días sin abrir la boca, rondando por los corredores con las manos en los bolsillos de la chaqueta y el rostro meditabundo. Y de pronto agarraba al señor Brook y se lanzaba a un largo monólogo, con ojos fieros y brillantes y voz vehemente y cálida. Tenía que hablar de todo o de nada. Pero había siempre algo raro, de una manera indirecta, en cualquier episodio que ella mencionara. Si hablaba de llevar a Sammy al peluquero, la impresión que producía era tan exótica como si estuviera hablando de una tarde en Bagdad. El señor Brook no podía aclararlo.

La verdad le llegó de repente, y la verdad lo aclaró todo perfectamente, o por lo menos despejó la situación. El señor Brook había vuelto temprano a casa y había encendido el fuego en la pequeña chimenea de su cuarto de estar. Se sentía a gusto y en paz aquella noche. Estaba sentado ante el fuego, en calcetines, con un tomo de William Blake en la mesa al lado y se había servido media copa de licor de melocotón. A las diez estaba dormitando cómodamente delante del fuego, su mente llena de frases nebulosas de Mahler y retazos de pensamientos flotantes, y, de pronto, de entre aquel delicado sopor, le vinieron a la memoria cuatro palabras: «el rey de Finlandia». Las palabras le parecían familiares, pero al principio no pudo localizarlas; luego, de pronto, pudo seguirles la pista. Estaba paseando aquella tarde por el campus, cuando Madame Zilensky lo paró y empezó con una jerigonza que escuchó solo a medias; estaba pensando en el montón de cánones que le habían hecho en la clase de contrapunto. Ahora le volvían las palabras con una exactitud molesta, las inflexiones de su voz… Madame Zilensky había empezado con la siguiente frase: «Un día, cuando estaba delante de una pátisserie, el rey de Finlandia pasó en un trineo.»

El señor Brook se enderezó en la butaca con una sacudida y dejó la copa de licor. Esa mujer era una mentirosa patológica. Casi todas las palabras que pronunciaba fuera de la clase eran mentiras. Si había trabajado toda la noche, se desviaba de su camino para contar que había estado esa noche en el cine; si almorzaba en la Old Tavern, era seguro que aludiría a que había comido en casa con sus hijos. La mujer era sencillamente una mentirosa patológica y eso era todo.

El señor Brook hizo crujir sus nudillos y se levantó de la butaca. Su primera reacción fue de exasperación. ¡Que día tras día Madame Zilensky hubiera tenido la desfachatez de sentarse ahí, en su despacho, e inundarle con sus afrentosas falsedades! El señor Brook estaba furioso. Paseó arriba y abajo por la habitación, luego fue a la cocina y se hizo un sándwich de sardina.

Una hora después, sentado junto al fuego, su irritación se había cambiado en un asombro científico y meditativo; lo que tenía que hacer, se dijo, era mirar la situación de manera impersonal y ver a Madame Zilensky como un médico ve a un paciente enfermo. Sus mentiras eran de lo más inocente. No fingía nada con intención de engañar y las mentiras que contaba no las usaba, jamás, para ninguna ventaja posible. Esto era lo que desconcertaba; no había motivo detrás de todo aquello.

El señor Brook terminó el licor, y despacio, cuando era casi medianoche, comprendió aún mejor. La razón de las mentiras de Madame Zilensky era sencilla y triste. Toda su vida había trabajado en el piano, enseñando y escribiendo aquellas doce sinfonías hermosas e inmensas. Día y noche había luchado afanándose y volcando su alma en su trabajo, y apenas le quedaba algo de sí misma para más. Humana como era, sufría esa carencia, y hacía lo que podía para compensarla. Si pasaba la tarde inclinada sobre una mesa de la biblioteca y luego decía que había estado jugando a las cartas, era como si hubiera podido hacer las dos cosas. Por medio de sus mentiras vivía vicariamente; las mentiras doblaban lo poco de existencia que le quedaba fuera del trabajo y engrandecía el pequeño trapo de su vida personal.

El señor Brook miró al fuego y el rostro de Madame Zilensky estaba en su mente: un rostro severo, de ojos oscuros, cansados, y una boca delicadamente disciplinada. Notó algo cálido en su pecho, un sentimiento de piedad, de protección y de comprensión tremenda. Durante un rato permaneció en un bello estado de confusión.

Más tarde se lavó los dientes y se puso el pijama. Tenía que ser práctico. ¿Qué resolvía esto? ¿Y el francés, el polaco del flautín, Bagdad? ¿Y los niños, Sigmund, Boris y Sammy, quiénes eran? ¿Serían realmente sus hijos después de todo, o los habría reunido sencillamente de cualquier sitio? El señor Brook limpió los cristales de sus espejuelos y los dejó en la mesilla de noche. Tenía que llegar a un acuerdo con ella. Si no, podía crearse en la sección una situación de lo más problemática. Eran las dos. Miró por la ventana y vio que la luz del cuarto de trabajo de Madame Zilensky estaba aún encendida. El señor Brook se metió en la cama y puso caras horribles en la oscuridad tratando de planear lo que le diría al día siguiente.

El señor Brook estaba en su despacho a las ocho. Acechaba detrás de su mesa, pronto a atrapar a Madame Zilensky cuando pasase por el corredor. No tuvo mucho que esperar, y en cuanto oyó sus pasos la llamó por su nombre.

Madame Zilensky se paró en la puerta. Tenía un aire vago y fatigado.

—¿Cómo está usted? —dijo—. Yo he descansado tan bien esta noche…

—Siéntese, por favor —dijo el señor Brook—. Me gustaría hablar un momento con usted.

Madame Zilensky puso a un lado su carpeta y se echó hacia atrás en la butaca, frente a él.

—¿Qué quiere? —preguntó.

—Ayer, mientras paseaba por el campus me habló usted —dijo él, despacio—. Y, si no me equivoco, creo que me dijo algo sobre una pastelería y el rey de Finlandia. Es así, ¿no?

Madame Zilensky volvía la cabeza hacia un lado y miraba con fijeza a una esquina de la ventana.

—Algo sobre una pastelería —repitió él.

El rostro cansado de Madame Zilensky se iluminó:

—¡Pues claro! —dijo vehemente—, le contaba que aquella vez que estaba frente a esa tienda y el rey de Finlandia…

—¡Madame Zilensky! —gritó el señor Brook—. No hay rey en Finlandia.

Madame Zilensky se quedó ausente por completo. Después de un instante empezó otra vez:

—Estaba delante de la pátisserie Bjarne, cuando volví los ojos de los pasteles y vi de pronto al rey de Finlandia…

—Madame Zilensky, acabo de decirle que no hay rey en Finlandia.

—En Helsingfors —empezó ella de nuevo, desesperadamente, y otra vez él la dejó llegar a lo del rey y no la dejó seguir más.

—Finlandia es una república —dijo él—. No es posible que usted haya podido ver al rey de Finlandia. Por lo tanto, lo que acaba usted de decir es una falsedad, una pura falsedad.

Nunca en la vida pudo olvidar el señor Brook la cara de Madame Zilensky en aquel momento. Había en sus ojos sorpresa, consternación y una especie de horror acorralado. Era como una persona que mirara todo su mundo interior abierto en trozos y desintegrado.

—Crea usted que lo siento —dijo el señor Brook con verdadera pena. Pero Madame Zilensky se repuso. Levantó la barbilla y dijo fríamente:

—Yo soy finlandesa.

—No lo dudo —contestó el señor Brook. Para sus adentros sí lo dudaba un poco.

—Nací en Finlandia y soy súbdita finlandesa.

—Es muy natural —dijo el señor Brook alzando más la voz.

—En la guerra —continuó ella acaloradamente— iba en motocicleta y era enlace.

—Su patriotismo no entra en esto.

—Solo porque estoy sacando los primeros papeles de nacionalización…

—¡Madame Zilensky! —dijo el señor Brook. Sus manos agarraban el borde del escritorio—. Esto es solamente un hecho sin importancia. La cosa es que usted mantenía y aseguraba que vio… que vio…

Pero no pudo terminar. El rostro de Madame Zilensky le hizo callarse. Estaba pálida como una muerta y había sombras alrededor de su boca. Tenía los ojos muy abiertos, tremendos y orgullosos. Y el señor Brook se sintió de pronto como un asesino. Una conmoción de sentimientos, comprensión, remordimiento y amor irracional le hizo taparse la cara con las manos… No pudo hablar hasta que su interior se aquietó y entonces dijo muy bajo:

—Sí, claro, el rey de Finlandia. ¿Y era simpático?

Una hora después, el señor Brook estaba sentado mirando por la ventana de su despacho. Los árboles, a lo largo de la calle tranquila de Westbridge, estaban casi desnudos y los edificios grises de la universidad tenían un aire suave y triste. Mientras repasaba perezosamente el paisaje familiar, vio al viejo perro airedale de los Drake, que iba balanceándose calle abajo. Era algo que había visto antes cientos de veces; entonces, ¿qué era lo que le chocaba como extraño? Luego se dio cuenta con fría sorpresa de que el perro iba corriendo hacia atrás. El señor Brook miró al airedale hasta que lo perdió de vista, luego reanudó su trabajo con los cánones que le habían hecho en la clase de contrapunto.

“Madame Zilensky and the King of Finland”,
The New Yorker, 1941

Publicado por gentileza de la Ciudad Seva, Casa Digital del escritor Luis López Nieves



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“Tan poca vida”: una novela de mil páginas que se echa de menos

Por Horacio Otheguy Riveira

Una obra apasionante sobre hombres escrita por una mujer.

Una novela de mil páginas realista, descarnada, tierna y poética en la que confluyen temas muy importantes, nunca antes tratados con esta intensidad y claridad de objetivos.

Una novela que discurre ahondando en asuntos muy dolorosos en torno a la vida de un chaval brutalmente apaleado y explotado sexualmente, como tantos hoy en las mil y una peripecias emocionales, sexuales o económicas.

El niño crece y se domestica a sí mismo para ser un hombre íntegro, de una inteligencia académica excepcional, pero sus íntimas emociones permanecen en un gran estado de angustia. Semejantes situaciones están tratadas siempre con un respeto y una delicadeza enormes hacia el lector. Por eso la densidad que trasunta Tan poca vida  convierte la novela en una obra de una belleza singular, al final de la cual se la echa de menos, pues nos quedamos con la ansiedad del que aún quiere estar más tiempo con los seres que se han expuesto literariamente con un talento excepcional por una mujer que trata un mundo de hombres, enteramente masculino (muy poca participación femenina entre sus personajes), cuyas características las domina a la perfección: imposible no sentirse identificado con protagonistas y secundarios que padecen a monstruos, también masculinos, pero que constantemente luchan para sobreponerse a los mayores estragos.   

El dolor como expresión perenne de una experiencia infantil traumática hasta extremos insoportables. La inteligencia y belleza metafísica e incluso muscular de algunos amores incondicionales intentan  que Jude mejore su tormento, el sentimiento de culpa por haber sido un huérfano apaleado, violado y explotado, al que un “buen fraile” le entregaba a adultos a cambio de dinero, y le exigía más cuidado,

disfruta con tu trabajo; no puedes seguir así, los clientes se molestan al verte y sentirte con tan poca vida.

Finalista de grandes premios, Tan poca vida debió ganarlos todos, ya que es un modelo de narración con profunda panorámica social y exquisita recreación de lugares comunes: en sus manos, la desesperación del amor correspondido, pero sexualmente impotente, se convierte en una fantástica hermandad de puentes que se comunican aunque aparezcan destrozados. En el río infatigable de esa relación entre dos hombres, que no son exactamente homosexuales, sino seres que se buscan a sí mismos y hacen de la amistad una desnudez completa, dolorosa, a ratos sublime.

Con una escritura pudorosa, de pronto obscena, sobre todo en la descripción de determinadas violencias, Hanya Yanagihara sabe detenerse a tiempo. Nunca “sobreactúa” con niños de por medio, avanza con la información precisa, la escena apenas descrita, lo suficiente para golpear al lector que habrá de recrearse en su imaginación, soltar el libro, y recuperarlo horas más tarde, ya calmo, dispuesto a seguir en este mundo masculino creado por una mujer con precisión de cirujana, y dispuesto a encontrarse con otras violencias terribles, de adultos sobre adultos: pedofilia violenta, maltrato psicológico, prostitución infantil, generosas amistades, solidaridad profunda surgida de pérdidas y otras soledades…

Tres fotografías de Jan Versweyveld, correspondientes a la versión teatral holandesa de la novela, según dramaturgia de Bart Van den Eynde y puesta en escena de Ivo van Hove (2018-2019). Estreno en España: Barcelona, Grec 2019.

Lo atroz y lo espléndido, el amor, el placer sexual, el sadismo de gente rica, el sadismo de gente religiosa… Todo y mucho más, porque lo que subyace es también una novela apasionante, aportando una muy medida información de hechos y emociones.

Cuatro amigos y uno de ellos gran protagonista: el más fuerte, el más aguerrido, el más inteligente, que es a la vez el más roto física y emocionalmente. Con este material, Yanagihara aporta una novela insólita, una poderosa historia de hombres en manos de una mujer que domina a la perfección un mundo de dolor y lucha sobrehumana que ningún hombre se ha atrevido a contar con esta minuciosidad e impresionante ternura.

En su boca, el porqué de todo esto:

Los hombres tienen un lenguaje propio a la hora de relacionarse entre ellos. La diferencia es que las mujeres están autorizadas, se les educa e invita a hablar de todo tipo de emociones. Miedo, vergüenza, amor… Sin embargo, a los hombres se les desanima a hablar de sentimientos. No tienen acceso a las palabras. Como novelista, es un gran regalo trabajar con un grupo de personas al que se le ha limitado el lenguaje.

Y más adelante:

 Siento un poco de compasión por los hombres. Algo de piedad y algo de empatía. Debe de ser muy difícil vivir con ese sentido del límite, ser consciente de que hay una línea de lo permitido y que, si la traspasas, estás poniendo en duda tu masculinidad.

Pregunta: ¿Diría que, si su protagonista, Jude, hubiera sido mujer, lo hubiera tenido peor para sobrevivir?
Respuesta: Eso es interesante. Creo que si hubiera sido una mujer, le habría costado menos encontrar alguna especie de curación. El problema de Jude es que es incapaz de articular su pasado, de superar la vergüenza que siente, incluida la vergüenza que siente por no ser capaz de hablar. (Entrevista de Luis Alemany, Madrid, 2016, El Mundo).

Hanya Yanagihara, Los Ángeles, California, Estados Unidos, 1974. Padre hawaiano, madre coreana. Tan poca vida y La gente en los árboles son sus obras traducidas al castellano.

Tan poca vida es una novela muy audaz que se permite el desarrollo de dos protagonistas inclasificables, dos amigos cuyas emociones están marcadas por traumas anclados en tipos de violencia opuestos: la extrema sucesión de golpes físicos y sexuales por un lado, y por otro la extrema frialdad de campesinos rudimentarios en torno a la enfermedad y la muerte.

La otra audacia es la de un aporte sentimental que rompe moldes: la atracción, también sexual, de un hombre por otro:

No amo a los hombres, no deseo a los hombres, no prefiero a los hombres sobre las mujeres con las que me he acostado: sólo lo quiero a él.

Y por último, la escritora, que domina la narración objetiva, se arroja a la exageración sin miedo a caer en lo inverosímil (por ejemplo, sobrevivir a golpes en la nuca con un atizador de chimenea), y dejarnos caer en ese pozo desesperante… y salir ilesos para encadenar con otras situaciones, otros personajes…

En definitiva, Yanagihara sortea con éxito todos los peligros y, de sofoco en sofoco —también de abrazo en abrazo (cuando los hay son muy potentes)— acaba dejándonos con un final nada complaciente, con suficiente fuerza e imaginación como para desear seguir leyéndola.

 

 

La irrupción de lo fantástico en dos clásicos rusos Por Roberto Langella

Trascripción del trabajo publicado en la edición de la Segunda Jornada de Estudios Eslavos, agosto 2018, bajo el título general de: 

La irrupción de lo fantástico en El capote (1842), de Nikolái Gógol, y Corazón de perro (1925), de Mijaíl Bulgákov. Autor: Roberto Ipiña Langella (Facultad de Filosofía y Letras- Universidad de Buenos Aires [FFyL – UBA] / Profesorado de Lengua y Literatura IMPA)

 

Resumen: ―El capote‖ y ―Corazón de perro‖ son dos de las obras más representativas de Nikolái Gógol y Mijaíl Bulgákov. Sin perder de vista las diferencias existentes entre ambas (la primera de corte satírico/realista, la segunda relativa al género de la ciencia-ficción; aquella escrita durante el zarismo, esta ya en tiempos de posrevolución), en este trabajo estudiaremos la súbita irrupción que lo fantástico hace en cada una de ellas. Este análisis contrastivo, expuesto en contrapunto, nos permitirá descubrir relaciones no manifiestas a primera vista entre ambos relatos. Al mismo tiempo, posibilitará una caracterización, si no completa, al menos original, capaz de ofrecer otra mirada sobre la naturaleza de estos dos relatos. Contrastaremos nuestra exposición con la teoría que Tzvetan Todorov elabora en Introducción a la literatura fantástica, y con la de algunos de sus comentaristas y críticos, como Carlos Ginés Orta y Ana María Barrenechea. Para finalizar, intentaremos arribar a alguna conclusión acerca de la motivación y la función de este recurso a lo fantástico, que en Occidente, por caso, sería impensable en una obra realista como El capote. Al respecto, sostendremos la hipótesis de que, en la medida en que la cultura rusa no contempla una oposición tan marcada entre lo real y lo irreal, entre lo verdadero y lo falso, la frontera entre géneros como realismo, ciencia ficción y fantástico es más permeable que en Europa y América.

 

Nikolái Gogol (1809-1852)

Si bien es cierto que en otras literaturas se fusiona lo fantástico con lo realista (en el realismo mágico latinoamericano, por ejemplo) y lo fantástico con la ciencia-ficción (Ursula Le Guin, George Martin, la argentina Angélica Gorodischer), nos parece original el modo, la irrupción (la intrusión) que lo fantástico hace en El capote (al final del relato) y en Corazón de perro (sólo al principio), sin volver a aparecer en cada caso, ni antes ni después. La fusión de géneros como los mencionados, sobre todo en Europa y América sajona, no se dio sino hasta mitad del siglo XX (más tardíamente en el caso de la ciencia-ficción) y con una fuerte resistencia de la crítica, enormemente purista respecto de los cánones de los respectivos géneros (sobre todo en el caso de la ciencia-ficción). Es posible que un crítico de la época hubiera acusado a Gógol y a Bulgákov de desbalancear el tratamiento de sus obras, con estas irrupciones de lo fantástico. En 1846 Vissarión Bielinski decía, a propósito de El doble, de Fiódor Dostoievski: Lo fantástico en nuestra época puede tener lugar sólo en los manicomios.

En El capote, no es sino hacia el final del relato que el elemento fantástico hace aparición, cuando después de muerto el protagonista, Akaky Akákievich, su fantasma vuelve para vengarse de quienes lo han ofendido. Con nuestra mentalidad occidental, podríamos preguntarnos sobre la necesidad de forzar, en una vuelta de tuerca inesperada, una historia cuyo tratamiento hasta entonces había sido satírico, sí, por momentos grotesco, también, pero realista (coincidente, al menos, con alguno de los puntos de vista que sobre realismo se tiene en literatura). En Corazón de perro, lo fantástico irrumpe al comienzo, en el largo monólogo que ofrece el perro Bolla, que, por ejemplo, nos entera de que sabe leer y de su visión recortada de la realidad humana (recortada, decimos, dadas sus limitaciones, por perro y por callejero, además). Por ejemplo, cuando dice: (…) hay un portero. Y no existe nada peor que eso. Es muchísimo más peligroso que un barrendero. Una raza decididamente odiosa. Aún más repugnante que los gatos. Descuartizadores con librea de botones dorados.

Nótese, además, el dejo clasista en la observación del perro. Bulgákov humaniza al personaje a la manera de las fábulas de animales, para que luego la historia vire por los carriles de la ciencia-ficción, si bien fusionada con la sátira y la crítica social, pero donde lo estrictamente fantástico no volverá a hacer aparición. Señalemos ahora que en ambos cuentos este recurso al fantástico no excluye una crítica social que es también una crítica de índole política, aunque, como veremos, se trate de manera matizada. Planteada esta problemática, sostendremos la hipótesis de que, en la medida en que la cultura rusa no contempla una oposición tan marcada entre lo real y lo irreal, entre lo verdadero y lo falso, la frontera entre géneros como realismo, ciencia ficción y fantástico es más permeable que en Europa y América.

 

Realismo, ciencia-ficción y el elemento fantástico

 

Mijaíl Bulgákov (1891-1940)

Del mismo modo que Ray Bradbury fue acusado de usar la ciencia-ficción como pretexto para sus denuncias sobre la condición humana, Bulgákov fue duramente criticado desde el realismo socialista por su excentricidad al mezclar géneros, no menos que por atentar contra el régimen soviético. Gógol y Bulgákov, en común, critican la burocracia de sus épocas respectivas (la burocracia como sistema de vida, que modela la cotidianidad de la gente ordinaria, volviéndola gris y mediocre), describiendo el espíritu de época que le tocó en suerte a cada uno. Sin embargo, no puede decirse ni de El Capote ni de Corazón de perro que hayan resultado en panfletos antizarista y anticomunista en cada caso. Ninguna de las dos obras ofrece un modelo alternativo a las formas de vida que critican, sino que en ambas se refleja lo que era la primera función del artista en Rusia: la crítica como denuncia. Siempre en esta nación el artista tuvo una función social, por lo que, como afirma Arnold Hauser, en ella un principio como el del arte por el arte no puede en absoluto aparecer.

En el desarrollo de su historia, Bulgákov parece recordar permanentemente la obra de Gógol (en algunos casos, particularmente, El capote); un tono satírico muy parecido, una misma animadversión por los funcionarios públicos, y, desde ya, la irrupción (intrusión) de lo fantástico. Incluso encontramos parecido en algún párrafo, la forma de lo que hoy llamaríamos un guiño u homenaje. Por ejemplo, cuando el perro dice: Hermanos, desolladores, ¿por qué me trataron así? resuenan las palabras de Akaky Akákievich al reclamar: ¡Dejadme!, ¿por qué me ofendéis? (…) ¡soy tu hermano! Otro eco de la tradición gogoliana puede encontrarse en los retruécanos o juegos de palabras o de sentidos escondidos en los nombres de los personajes, como el profesor. En la era dorada de la ciencia-ficción (años ‘60 del siglo XX), se entabló una fuerte polémica entre quienes insistían en mantener al género en su forma más pura posible (con Isaac Asimov como máximo referente), en la que llegó a establecerse una diferenciación como ciencia-ficción dura vs. ciencia-ficción blanda, esta última representada por Ray Bradbury. Más tarde, a la blanda le cabría la sobre-etiqueta de humanista.

Una serie de testimonios interesantes a este respecto encontramos en: http://antology.igrunov.ru/authors/bulgak/. Muchos críticos coinciden en la enorme similitud que existe entre la obra de ambos autores, como Carlos Ginés Orta nos habla de la enorme influencia que Gógol (y Pushkin) tuvieron también en esa obra de Bulgákov (en Mijaíl Bulgákov y el grotesco: El Maestro y Margarita a la luz de las teorías de W. Kayser y M. Bajtín). Filip Preobrajenski (el otro protagonista de Corazón de perro, cuyo apellido se forma sobre preobrazhenie, palabra rusa que puede traducirse como transfiguración) y de Akaky Akákievich.

La necesidad de incurrir en lo fantástico, respecto de la significación de cada relato, parece menos justificada en Gógol que en Bulgákov. En aquel, como sostiene Antonio Benítez Burraco, la crítica ha visto en general un recurso de estilo, de corte romántico. Es posible que si la historia finalizara en la escena de la muerte de Akaky, obviando su regreso espectral, la trama no se vería modificada sustancialmente. Sin embargo, el mismo Benítez Burraco da cuenta de la polémica entre eminencias de la crítica, entre quienes se mencionan Troyat, Bernheimer y Jrapchenko, acerca de si debe tomarse de forma literal o no el retorno sobrenatural de Akákievich, al final del cuento; hay, incluso, quienes aseguran que todo no se trató más que de rumores que corren en la ciudad, acerca de la aparición del espectro. En cambio, en Bulgákov, la posibilidad de conocer la realidad interna del perro (el elemento fantástico) resulta fundamental para completar el sentido del relato y entender la realidad psíquica del personaje, convertido ya en monstruo (un híbrido entre perro y hombre), elemento ya propio de la ciencia-ficción.

A esta altura también encontramos conveniente aclarar la diferencia semántica que la mentalidad rusa hace sobre la noción de ciencia-ficción, respecto de cómo se concibe en Occidente. En Rusia se habla de naúchnaia fantástika, es decir, literalmente fantástico científico. Y es verdad que tiene ribetes filosóficos el alcance de la diferenciación que los occidentales realizamos entre dos géneros que, en Rusia, son percibidos como variantes del mismo y único modo (para tomar la terminología de Rosemary Jackson). En tal sentido, y en relación con la potencia crítica de la literatura en Rusia –ya observada– cobra particular relieve lo que al respecto dice Vera Vestnikova: El fantástico para Bulgákov es no un fin en sí mismo, sino un medio de representación satírica de la realidad, medio de revelación de las ‘incontables deformidades’ de la vida cotidiana, inhumana expresión del régimen totalitario que dominaba el país. Al no tener posibilidad de expresar sus ideas directamente, el escritor recurre al fantástico, que, por un lado, aleja de algún modo el contenido de la novela de la realidad, y por otro, ayuda a ver tras los hechos inverosímiles lo ilógico y la cruel absurdidad de mucho de lo que sucede en el país en esos años. El fantástico permite a la sátira de Bulgákov penetrar en zonas absolutamente prohibidas para la literatura; como una lupa dirigida a las deficiencias de la sociedad y a los vicios humanos, los desenmascara a los ojos de los lectores.

Lo satírico

 La historia del desdichado Akaky Akákievich en El capote, trasluce también un fuerte sentido de crítica social y moral de la Rusia zarista, que se da a través del recurso del humor y la sátira. Gógol inicia su relato, con este tono zumbón: En el departamento ministerial de **F; pero creo que será preferible no nombrarlo, porque no hay gente más susceptible que los empleados de esta clase de departamentos, los oficiales, los cancilleres…, en una palabra: todos los funcionarios que componen la burocracia. Y ahora, dicho esto, es posible que cualquier ciudadano honorable se sintiera ofendido al suponer que en su persona se hacía una afrenta a toda la sociedad de que forma parte.

Lo propio hace Bulgákov con su relato, siendo en su caso la organización social del régimen soviético su objeto de crítica. Por un lado, está la visión del profesor Filip Preobrajenski, un funcionario aburguesado que desprecia el concepto de proletariado: Así es, el proletariado no me gusta. Pero también está el punto de vista de Bolla (que se mantendrá en su estado de hominización), igualmente despreciativo de esta clase: De todos los proletarios, los barrenderos constituyen la peor calaña.

El capítulo dos termina cuando, luego de que miembros del Comité organizador del edificio que el profesor ocupa –una especie de consorcio administrativo– le exige algunos de los cuartos que él ocupa; entonces este telefonea inmediatamente a un funcionario con una jerarquía más o menos importante (lo que comúnmente se conoce como mover influencias), para que le solucione el inconveniente. En determinado momento, el monstruo en que el perro fue convertido le reclama al profesor: Algunos tienen departamentos de siete habitaciones y cuarenta pantalones, mientras otros vagan por las calles y buscan su comida en los tachos de basura. Queda así claramente expuesta, en este episodio, la crítica a las políticas habitacionales del régimen, así como a la corrupción de sus funcionarios y a las desigualdades sociales.

Particularidades de la visión rusa acerca de lo fantástico

En su ensayo de 1918, titulado Cómo está hecho El capote, de Gógol, Boris Eichenbaum realiza un exhaustivo, minucioso y profundo análisis de todos los elementos que integran la obra. Precisamente, llama la atención el poco espacio y la liviandad con que trata el tema de la intrusión que lo fantástico hace en la misma. El final de El capote es una impresionante apoteosis de lo grotesco (…) Los crédulos eruditos que habían visto en el fragmento ―humanista‖ la esencia del relato quedan perplejos ante la irrupción inesperada e incomprensible del romanticismo en el realismo (…). En realidad, la conclusión no es ni más fantástica ni más romántica que el resto del relato. Por el contrario, en éste hay un grotesco fantástico presentado como un juego con la realidad; en la conclusión, se entra en un mundo de imágenes de hechos más habituales, aunque en todo prosigue su juego con lo fantástico… Eichenbaum entiende que el grotesco está ligado a lo fantástico y no al realismo, y no agrega más al respecto. Sin embargo, en tanto que lo grotesco consiste en una caricaturización, nunca lo fantástico podría ser grotesco, dado que se caricaturiza lo que se conoce, lo que se nos presenta o representa de manera literal. En tanto que nos resulta extraño, poco o nada aprehendido, resulta imposible caricaturizar el elemento fantástico, mientras que el grotesco resulta un elemento fundamental en ciertos tipos de realismo, como los teorizados por Bajtín en La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento (1990). En Ensayo de una Tipología de la Literatura Fantástica (subtitulado, A propósito de la literatura hispanoamericana), la autora, Ana María Barrenechea, empieza por el análisis que Tzvetan Todorov plantea sobre el tema, aun cuando ella dice disentir en la solución que le ha dado al problema. Luego desarrolla lo siguiente:

Tzvetan Todorov (1939-2017)

Todorov delimita el género de lo fantástico con dos sistemas de oposiciones:

 

  • El lector se interroga sobre la naturaleza del texto y según ella quedan establecidas dos parejas contrastivas:

 

LITERATURA FANTÁSTICA / POESÍA

LITERATURA FANTÁSTICA / ALEGORÍA

  • (…) Para Todorov no hay nunca poesía fantástica porque no se da ese pasaje y no se produce en el lector una reacción ante los hechos tal como se experimentan en el mundo, lo cual es indispensable en la literatura fantástica para que se los pueda clasificar de naturales o sobrenaturales. No obstante la afirmación de Todorov acerca de que no hay nunca poesía fantástica, resulta interesante la afirmación contrastante de Omar Lobos: La noción de póiesis parece recobrar aquí lo suyo, y por eso nuestra hipótesis es que la lengua literaria rusa se comprende como eminentemente poética. Si ambos teóricos tienen razón, hallamos entonces aquí una dificultad al intentar tratar lo fantástico desde esta lengua literaria. Barrenechea sigue su exposición para concluir que en ningún caso la clasificación deben depender del capricho interpretativo del lector. Prosigue con la diferenciación a la que arriba entonces Todorov, acerca de lo extraordinario, lo fantástico y lo maravilloso (como solución a lo presentado en la cita), para decir que en común implican la coexistencia de hechos normales y/o anormales. En definitiva, a favor de Barrenechea podemos decir que no encontramos desacertada la decisión de, en primera instancia, recurrir a la obra de Todorov para contrastarla en un estudio sobre la literatura fantástica hispanoamericana, toda vez que la obra del teórico búlgaro se pretende universal (de un listado de diecinueve autores citados o a los que se hace referencia, entre los que se incluyen Balzac, Poe y Kafka, sólo uno es ruso, Gógol). Sin embargo, es muy posible que el esquema propuesto por Todorov (a pesar de él mismo) para el análisis del género fantástico no se ajuste bien o resulte incompleto o ambiguo al aplicar a casos de las literaturas de distintos lugares de Occidente. Tal vez se trate que dicho esquema sólo funciona correcta y completamente al aplicárselo exclusivamente a la literatura rusa, lo que nos servirá para distinguir al menos algunas de sus características excluyentes. Barrenechea sostiene que en lo fantástico ―no se produce en el lector una reacción ante los hechos tal como se experimentan en el mundo, lo cual es indispensable en la literatura fantástica para que se los pueda clasificar de naturales o sobrenaturales. De acuerdo con los argumentos antedichos, nosotros afirmamos que la mentalidad rusa no necesita clasificar de modo tan absoluto los hechos en naturales o sobrenaturales, una característica tan propia, por otra parte, de la mentalidad occidental. Es cierto que en Todorov, una de las premisas es que el lector se interroga sobre la naturaleza de los acontecimientos relatados, pero difícilmente sea en virtud de distinguir lo normal de lo anormal, sino (es una posibilidad) en la necesidad (tanto para el artista como para el lector) de que la representación sea completa, o, dicho de otro modo, no sea incompleta. Porque es muy probable (al menos, es imaginable) que para la mentalidad rusa la naturaleza sea mucho más vasta que para la mentalidad occidental, comprendiendo como parte de la naturaleza aquello que nosotros entendemos como sobrenatural. De esto se desprende que si el lector (ruso) se interroga sobre la naturaleza de los acontecimientos relatados, no es para clasificarlos en sus diferencias, sino para verificar la completitud de la obra. Para entender con mayor profundidad estas particularidades de la visión rusa acerca de lo fantástico (que, por oposición, nos conducirá a lo mismo respecto del realismo), debemos analizar primero las características propias de su mentalidad. Para ello, resulta sumamente esclarecedor lo que Omar Lobos dice al respecto:

El ruso ha sido un pueblo reticente a los binarismos, tan caros a Occidente: Iglesia/Estado, cuerpo/alma, individuo/sociedad, sujeto/objeto, forma/contenido. Quizá sea esta tendencia a la integridad la que haya hecho que la herencia de la liaison religiosa que une la palabra con la verdad –esto es, la palabra que revela, reactualizándolo cada vez, un mundo trascendente– no haya sido nunca declinada en Rusia. Y que ni la cultura, ni la historia ni la experiencia, tengan que aparecer entonces como sucedáneos del gran soporte. Así, puede decirse que la palabra ha preservado allá su estatus mágico, creador de mundos, desconociendo la referencia como una otra cosa respecto de ella misma o bien sintiéndose su creadora, próxima a la lengua del rito, que es una lengua que (re)crea) y la del rezo, la palabra que invoca (llama aquí), más que la que evoca (llama desde).

Corolario

Nos hemos remitido apenas a estas dos obras para la realización de este trabajo, pero pensamos en un proyecto de más largo aliento podríamos incorporar la aparición de las atmósferas enrarecidas en la obra de Fiódor Dostoievski, de lo místico-religioso en la obra de León Tolstói o de lo fantasmagórico en la obra de Antón Chéjov, por dar algunos de otros ejemplos posibles. Es decir, no se circunscribe lo expuesto meramente al caso de un par de relatos. Antes de terminar, deseamos dejar en claro, asumiendo el riesgo implicado en el tratamiento que hemos dado al análisis sobre las (posibles) características de la mentalidad rusa, acerca del peligro de recaer en el facilismo de concluir que todo no se trata más que del pensamiento mágico de un pueblo (tan proclives como somos los occidentales a las simplificaciones y las etiquetas). En todo caso, serán la historia, la antropología y las ciencias sociales, en base al estudio de las circunstancias atravesadas por esta nación, quienes puedan determinar o al menos conjeturar acerca de por qué la idiosincrasia (que de ello se trata) rusa se ha formado de un modo y no de otro. Es importante que se entienda que no se trata para nada de pensamiento mágico. Por muchos filósofos (y por Sigmund Freud, en lo que refiere a la psicología) los occidentales reconocemos que existen aspectos no manifiestos, potenciales, de la realidad (lo que, incluso, pone en cuestión lo que podemos llegar a entender por natural y sobrenatural). A partir de Friedrich Nietzsche, a los occidentales nos gana una legítima desconfianza sobre el valor absoluto de la razón, tan sobrevaluada desde el tiempo de los griegos, y sobre su capacidad de iluminar todas las sombras de lo extraño y lo irracional. En La idea rusa, Nikolái Berdiáev cita al poeta Fiódor Tiútchev: No se puede comprender Rusia por medio de la razón, ni medirla con medidas comunes. Rusia posee una idiosincrasia singular, sólo se puede creer en ella. Y no nos parece que el comentario reduzca el tema a un asunto de fe, sino que nos advierte acerca de los singulares obstáculos o dificultades que podremos hallar al adentrarnos en la investigación, que incluso pueden resistirse a la mayor rigurosidad del enfoque científico. Berdiáev lo detalla minuciosamente en toda la extensión de su artículo:

Nikoláis Berdiáev (1874-1948)

El pueblo ruso es un pueblo extremadamente polarizado, es una combinación de contradicciones (…) de él se puede esperar lo más imprevisible (…) Es un pueblo que causa preocupación entre los países de Occidente (…) Rusia es una enorme parte del mundo, es un colosal Oriente-Occidente, y en sí misma reúne a estos dos grupos.

Así, se trasunta algo irracional en la idiosincrasia rusa, algo animal, algo infantil; algo de buen salvaje. En el mejor de los sentidos, hay un enorme impulso de libertad en las obras aquí tratadas, que rehúye la aprobación y el seguimiento riguroso de reglas, de referencias, de citas de autoridad tranquilizadoras y tranquilizantes, para quien dice y para su auditorio.

 

Muy recomendable, leer la edición completa con sus notas y bibliografía.

Aquí en pdf, páginas 227 a 238.

 

 

 

 

 

 

La forma de la espada Por Jorge Luis Borges

Jorge Luis Borges
(1899–1986)

La forma de la espada, 1942

(Cuento integrado en dos antologías: Artificios, 1944; Ficciones, 1944) 

 

Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba la sien y del otro el pómulo. Su nombre verdadero no importa; todos en Tacuarembó le decían el Inglés de La Colorada. El dueño de esos campos, Cardoso, no quería vender; he oído que el Inglés recurrió a un imprevisible argumento: le confió la historia secreta de la cicatriz. El Inglés venía de la frontera, de Río Grande del Sur; no faltó quien dijera que en el Brasil había sido contrabandista. Los campos estaban empastados; las aguadas, amargas; el Inglés, para corregir esas deficiencias, trabajó a la par de sus peones. Dicen que era severo hasta la crueldad, pero escrupulosamente justo. Dicen también que era bebedor: un par de veces al año se encerraba en el cuarto del mirador y emergía a los dos o tres días como de una batalla o de un vértigo, pálido, trémulo, azorado y tan autoritario como antes. Recuerdo los ojos glaciales, la enérgica flacura, el bigote gris. No se daba con nadie; es verdad que su español era rudimental, abrasilerado. Fuera de alguna carta comercial o de algún folleto, no recibía correspondencia.

Escultura de José Luis Yamunaque.

La última vez que recorrí los departamentos del Norte, una crecida del arroyo Caraguatá me obligó a hacer noche en La Colorada. A los pocos minutos creí notar que mi aparición era inoportuna; procuré congraciarme con el Inglés; acudí a la menos perspicaz de las pasiones: el patriotismo. Dije que era invencible un país con el espíritu de Inglaterra. Mi interlocutor asintió, pero agregó con una sonrisa que él no era inglés. Era irlandés, de Dungarvan. Dicho esto se detuvo, como si hubiera revelado un secreto.
Salimos, después de comer, a mirar el cielo. Había escampado, pero detrás de las cuchillas del Sur, agrietado y rayado de relámpagos, urdía otra tormenta. En el desmantelado comedor, el peón que había servido la cena trajo una botella de ron. Bebimos largamente, en silencio.
No sé qué hora sería cuando advertí que yo estaba borracho; no sé qué inspiración o qué exultación o qué tedio me hizo mentar la cicatriz. La cara del Inglés se demudó; durante unos segundos pensé que me iba a expulsar de la casa. Al fin me dijo con su voz habitual:
—Le contaré la historia de mi herida bajo una condición: la de no mitigar ningún oprobio, ninguna circunstancia de infamia.
Asentí. Esta es la historia que contó, alternando el inglés con el español, y aun con el portugués:
“Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que conspiraban por la independencia de Irlanda. De mis compañeros, algunos sobreviven dedicados a tareas pacíficas; otros, paradójicamente, se baten en los mares o en el desierto, bajo los colores ingleses; otro, el que más valía, murió en el patio de un cuartel, en el alba, fusilado por hombres llenos de sueño; otros (no los más desdichados) dieron con su destino en las anónimas y casi secretas batallas de la guerra civil. Éramos republicanos, católicos; éramos, lo sospecho, románticos. Irlanda no sólo era para nosotros el porvenir utópico y el intolerable presente; era una amarga y cariñosa mitología, era las torres circulares y las ciénagas rojas, era el repudio de Parnell y las enormes epopeyas que cantan el robo de toros que en otra encarnación fueron héroes y en otras peces y montañas… En un atardecer que no olvidaré, nos llegó un afiliado de Munster: un tal John Vincent Moon.
Tenía escasamente veinte años. Era flaco y fofo a la vez; daba la incómoda impresión de ser invertebrado. Había cursado con fervor y con vanidad casi todas las páginas de no sé qué manual comunista; el materialismo dialéctico le servía para cegar cualquier discusión. Las razones que puede tener un hombre para abominar de otro o para quererlo son infinitas: Moon reducía la historia universal a un sórdido conflicto económico. Afirmaba que la revolución está predestinada a triunfar. Yo le dije que a un gentleman sólo pueden interesarle causas perdidas… Ya era de noche; seguimos disintiendo en el corredor, en las escaleras, luego en las vagas calles. Los juicios emitidos por Moon me impresionaron menos que su inapelable tono apodíctico. El nuevo camarada no discutía: dictaminaba con desdén y con cierta cólera.
Cuando arribamos a las últimas casas, un brusco tiroteo nos aturdió. (Antes o después, orillamos el ciego paredón de una fábrica o de un cuartel.) Nos internamos en una calle de tierra; un soldado, enorme en el resplandor, surgió de una cabaña incendiada. A gritos nos mandó que nos detuviéramos. Yo apresuré mis pasos, mi camarada no me siguió. Me di vuelta: John Vincent Moon estaba inmóvil, fascinado y como eternizado por el terror. Entonces yo volví, derribé de un golpe al soldado, sacudía Vincent Moon, lo insulté y le ordené que me siguiera. Tuve que tomarlo del brazo; la pasión del miedo lo invalidaba. Huimos, entre la noche agujereada de incendios. Una descarga de fusilería nos buscó; una bala rozó el hombro derecho de Moon; éste, mientras huíamos entre pinos, prorrumpió en un débil sollozo.
En aquel otoño de 1922 yo me había guarecido en la quinta del general Berkeley. Éste (a quien yo jamás había visto) desempeñaba entonces no sé qué cargo administrativo en Bengala; el edificio tenía menos de un siglo, pero era desmedrado y opaco y abundaba en perplejos corredores y en vanas antecámaras. El museo y la enorme biblioteca usurpaban la planta baja: libros controversiales e incompatibles que de algún modo son la historia del siglo XIX; cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de círculo parecían perdurar el viento y la violencia de la batalla. Entramos (creo recordar) por los fondos. Moon, trémula y reseca la boca, murmuró que los episodios de la noche eran interesantes; le hice una curación, le traje una taza de té; pude comprobar que su “herida” era superficial. De pronto balbuceó con perplejidad:
—Pero usted se ha arriesgado sensiblemente.
Le dije que no se preocupara. (El hábito de la guerra civil me había impelido a obrar como obré; además, la prisión de un solo afiliado podía comprometer nuestra causa.)
Al otro día Moon había recuperado el aplomo. Aceptó un cigarrillo y me sometió a un severo interrogatorio sobre los “recursos económicos de nuestro partido revolucionario”. Sus preguntas eran muy lúcidas; le dije (con verdad) que la situación era grave. Hondas descargas de fusilería conmovieron el Sur. Le dije a Moon que nos esperaban los compañeros. Mi sobretodo y mi revólver estaban en mi pieza; cuando volví, encontré a Moon tendido en el sofá, con los ojos cerrados. Conjeturó que tenía fiebre; invocó un doloroso espasmo en el hombro.
Entonces comprendí que su cobardía era irreparable. Le rogué torpemente que se cuidara y me despedí. Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso río es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon.
Nueve días pasamos en la enorme casa del general. De las agonías y luces de la guerra no diré nada: mi propósito es referir la historia de esta cicatriz que me afrenta. Esos nueve días, en mi recuerdo, forman un solo día, salvo el penúltimo, cuando los nuestros irrumpieron en un cuartel y pudimos vengar exactamente a los dieciséis camaradas que fueron ametrallados en Elphin. Yo me escurría de la casa hacia el alba, en la confusión del crepúsculo. Al anochecer estaba de vuelta. Mi compañero me esperaba en el primer piso: la herida no le permitía descender a la planta baja. Lo rememoro con algún libro de estrategia en la mano: E N. Maude o Clausewitz. “El arma que prefiero es la artillería”, me confesó una noche. Inquiría nuestros planes; le gustaba censurarlos o reformarlos. También solía denunciar “nuestra deplorable base económicá’, profetizaba, dogmático y sombrío, el ruinoso fin. C’est une affaire flambée murmuraba. Para mostrar que le era indiferente ser un cobarde físico, magnificaba su soberbia mental. Así pasaron, bien o mal, nueve días.
El décimo la ciudad cayó definitivamente en poder de los Black and Tans. Altos jinetes silenciosos patrullaban las rutas; había cenizas y humo en el viento; en una esquina vi tirado un cadáver, menos tenaz en mi recuerdo que un maniquí en el cual los soldados interminablemente ejercitaban la puntería, en mitad de la plaza… Yo había salido cuando el amanecer estaba en el cielo; antes del mediodía volví. Moon, en la biblioteca, hablaba con alguien; el tono de la voz me hizo comprender que hablaba por teléfono. Después oí mi nombre; después que yo regresaría a las siete, después la indicación de que me arrestaran cuando yo atravesara el jardín. Mi razonable amigo estaba razonablemente vendiéndome. Le oí exigir unas garantías de seguridad personal.
Aquí mi historia se confunde y se pierde. Sé que perseguí al delator a través de negros corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vértigo. Moon conocía la casa muy bien, harto mejor que yo. Una o dos veces lo perdí. Lo acorralé antes de que los soldados me detuvieran. De una de las panoplias del general arranqué un alfanje; con esa media luna de acero le rubriqué en la cara, para siempre, una media luna de sangre. Borges: a usted que es un desconocido, le he hecho esta confesión. No me duele tanto su menosprecio”.
Aquí el narrador se detuvo. Noté que le temblaban las manos.
—¿Y Moon? —le interrogué.
—Cobró los dineros de Judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar un maniquí por unos borrachos.
Aguardé en vano la continuación de la historia. Al fin le dije que prosiguiera.
Entonces un gemido lo atravesó; entonces me mostró con débil dulzura la corva cicatriz blanquecina.
—¿Usted no me cree? —balbuceó—. ¿No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme.

 

Un hilo de sangre Por Luigi De Angelis Soriano

De entre los distintos géneros literarios que animan el palpitar del corazón de la prosa, la novela corta (novella o nouvelle) siempre me ha procurado momentos inolvidables. Grandes autores escribieron novelas cortas, grandes como: Henry James (The Turn of the Screw, 1898), Thomas Mann (Death in Venice, 1912) y John Steinbeck (The Pearl, 1947). De manera que la brevedad y los consiguientes límites que ésta supone para el desarrollo de la trama y los personajes en nada desdicen de la calidad de la obra ni de la habilidad del escritor. Generalmente me toma dos o tres horas leer este tipo de texto. Si es bueno, mi concentración es total, la sensación de que lo termino en poco tiempo me ayuda a entregarme a la lectura sin ansiedad. Retengo los detalles… como si éstos se bordaran en mi memoria con una delicadeza especial. Así ocurre cuando la prosa es buena y ágil. Así he vivido el recorrido junto a Un hilo de sangre (2019), novela corta de Horacio Otheguy Riveira que divierte gracias al encantador desparpajo de su personaje principal y mantiene el interés del lector a través de un depurado manejo del lenguaje.

El personaje central de Un hilo de sangre es Rodolfo Berman, también llamado Rudy, Papi Rudy el Magnifico o, simplemente, RB. Un ricachón hedonista, putañero y caprichoso que a menudo actúa como crío engreído. Estas características podrían provocar la engañosa impresión de que RB es una más de tantas representaciones del hombre burgués despreciable que abusa con su exceso de poder y recursos. Y quizás el protagonista sí sea un poco como sugiere esta representación; sin embargo, el retrato que Otheguy pinta en su novela corta tiene colores y matices que lo proyectan como una creación humorística que trasciende la representación rutinaria. RB ve en su espejo el reflejo de un león cuando los empleados que le rodean ven a un minino torpe. Es un viejo verde, a veces carcomido por el aburrimiento, es también el resultado de una madre autoritaria. RB no es un personaje odioso, tiene encanto, hasta conmueve con su actitud de rockstar crepuscular. Rodolfo Berman tiene su grado de complejidad, no es uno más del montón y esto contribuye en buena medida al éxito de la obra.

El otro protagonista de este texto es el lenguaje. Manejadas con riqueza, variedad y soltura, las palabras son las aliadas de Otheguy para construir un proyecto literario que negocia con la atmósfera de una estilizada noveleta pulp de misterio y un amplio vocabulario que responde a la necesidad de contar la historia de forma concisa sin sacrificar la adecuada presentación de los personajes. Por ejemplo, en una parte de la obra aspectos trascendentales sobre Rodolfo Berman y su madre son expuestos a través del cotilleo de los empleados. El autor pone en práctica una encomiable habilidad para capturar los modos de hablar que predominan en el chisme de pasillo y de esta forma produce una narración vívida y colorida. De igual forma, el autor le imprime personalidad al relato mediante una lúdica relación entre elementos típicamente asociados a la novela negra y la picardía de la farsa. De este modo, el autor, por medio del lenguaje, nos invita a un juego donde el peligro, la sensualidad y el humor se entrelazan de manera cómoda.

El libro está dividido de forma inteligente en tres capítulos. Aunque no cabe duda de que el texto es consistente en cuanto a tono, estilo y personajes a lo largo de todo su desarrollo, esta división marca transiciones en el argumento que Otheguy aprovecha de buen modo para generar interés en el lector. Por ejemplo, en la transición entre la primera y segunda parte de la novela, se perciben tensiones entre lo cómico y lo misterioso que producen una arriesgada amalgama de géneros literarios con sus respectivos códigos y de igual forma una mezcla de sensaciones en el lector. La trama desenvuelve una considerable dosis de suspense, por lo cual no es necesario ni deseable revelar demasiado sobre su contenido. Basta con indicar que hay suficientes sorpresas con un final que justifica plenamente el título de esta novela.

En definitiva, Un hilo de sangre es un texto que se lee en una sola sentada. Déjate conquistar por el encanto de Rudy, entrégate a los misterios de una trama que crece en humor y suspense y, sobre todo, a la poderosa resonancia de las palabras que conducen la narrativa. No hay pierde aquí, Otheguy nos regala una creación endiabladamente entretenida.

Obra ganadora de la tercera edición del Premio «A sangre fría» de Novela Negra 2019

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En venta en elcorteingles.es y Amazon, así como a través de la propia editorial

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“Nadie nos oye”, de Nando López, una gran novela negra de aquí y ahora

Por Horacio Otheguy Riveira

Nadie nos oye es un título que se pega al lector, que provoca inquietud desde la primera página en que se tiene la noticia de un asesinato brutal. Un título, el de Nadie nos oye, con una carga de misterio que se va desvelando, pero cuya explicación absoluta queda a cargo del lector. En cuanto sus manos cierran el libro por última vez, sabe que releerá algún capítulo para acabar de comprender la compleja trama policiaca propia del género, pero sobre todo porque da mucho gusto volver a tomar contacto con escenas planteadas como guión de una película (Matrix se cita varias veces, por ejemplo) o de una serie con bastante acción, personajes atractivos y mucho suspense, acaso como Juego de Tronos (“… me pregunto qué hago con todo lo que no me gusta de mí y si alguna vez, en lugar de esconderme en un agujero, seré capaz de alzar la voz y, como el mismísimo Jon Snow, me ofreceré a salir voluntario en busca de la verdad más allá del Muro” [pág. 74], e incluso un breve homenaje a una de las series preferidas del autor de esta novela, al citar The Wire [pág. 49].

La agilidad de su texto no implica que pase con ligereza por temas tan importantes como la amistad, los primeros escarceos sexuales, el remordimiento de los protagonistas o secundarios personajes adolescentes. Todo tiene el buen empaque de una novela periodística muy bien documentada donde los jóvenes descubren que pueden confiar en algunos adultos con experiencias de vida conflictivas (como la de la psicóloga Emma), así como otros se definen como enemigos para siempre por su sobrecarga de prejuicios y ansiedades al borde de la psicopatía, incapaces de empatizar con los estudiantes-deportistas.

Nadie nos oye transcurre en un Instituto español con un Club deportivo en el que se juega Waterpolo femenino y masculino. En torno a un campeonato clave para evitar la fuga de patrocinadores, se produce el crimen que ha de ser investigado mientras también los jóvenes Vera y Quique se investigan a sí mismos en diferentes procesos personales. Una violación, unas caricias de dudoso consentimiento, la agresividad latente o explosiva se sostiene con una prosa de formidable lenguaje en el que confluye la claridad con la emotividad contenida, adecuadamente controlada para contar una historia cargada de emociones.

Indicada a partir de 14 años, tiene un nivel de lectura muy apetecible para adultos de cualquier edad, ya que otro de los alicientes del autor de obras también valiosas como La edad de la ira y Los nombres del fuego, radica en su cautivadora manera de llevar a los más jóvenes a empatizar con personajes de su ámbito y comprender las dificultades de los personajes adultos, y viceversa.

Bajo el sinuoso susurro del Nadie nos oye, quien haya superado “técnicamente” la adolescencia revive su propia experiencia en aquellos tiempos. Emociona el encuentro entre generaciones con demasiados puntos afectivos en común. Algo similar a lo que Nando López sugiere en su Taller de Escritura para Adultos que quieren escribir ficción para Jóvenes: la escritura de una carta del yo adulto al yo adolescente. Un lugar de encuentro donde destacamos los muchos puntos en común en la lucha cotidiana por encontrar su propia voz y defenderla lo mejor posible.

Nadie nos oye, un título que no se menciona en ningún momento, pero que recorre las intimidades, los secretos, las angustias y la esperanza de todo el libro, bien cargado de personajes muy interesantes, algunos de ellos profundamente inolvidables:

“Cada libro tiene tras de sí su propia historia. Encuentros, a veces buscados y a veces azarosos, que me permiten imaginar las vidas que recorrerán sus páginas. Y en la escritura de Nadie nos oye fue esencial que la casualidad me permitiese conocer a cinco jóvenes extraordinariamente talentosos en lo deportivo y muy lúcidos en su visión de la realidad. Gracias, Iván Alcón, Eva Arteaga, Daniel Blázquez, Lydia Fraga y Marta Ojeda, por ser, para mí, un referente de madurez, coherencia y afán de superación. Y por haberme regalado, entre batidos y risas, las ganas de escribir esta novela”. Nando López

Nadie nos oye, Editorial Santillana, Colección loqueleo. A partir de 14 años

“Los años robados”: el pasado dictatorial de Brasil para comprender al país actual de Bolsonaro

Por Horacio Otheguy Riveira

Los años robados, escrita por el diplomático y escritor Edgard Telles Ribeiro, es una excelente novela, retrato de un arribista sin escrúpulos cuyo talento aprovecha la influencia progresista de finales de los 50 (Segunda Posguerra Mundial), para formar su amplia cultura en el mundo de la diplomacia y el Derecho, así como en la posterior reentrada en el poder de la clase dirigente, de la mano de una gran figura de la Iglesia católica.

Este hombre crece en tiempo y espacio, se convierte en personaje imprescindible de los vericuetos más siniestros, o los más encantadores (se casa con una fascinante muchacha, hija de un poderoso banquero que es, a su vez, protector de la cultura más liberal e incluso de izquierdas). A lo largo de sus sinuosos recorridos por las altas esferas se codea con lo más granado y participa activamente de las persecuciones y torturas, delatando gente, actuando en primer plano y en la sombra, según le convenga, con plena actividad en los bárbaros tiempos de la intensa participación en el poder social y político de la oligarquía brasileña, desde mediados de los 60 hasta bien entrados los 70, dejando al final de su recorrido un reguero de crímenes de Estado con moderados castigos y muy bien apañadas protecciones en figuras que, como el protagonista, siguieron participando de la vida política en el papel de hombres íntegros, demócratas limpios, en un simulacro de honestidad a prueba de hemerotecas, ya que sus temibles acciones nunca se hicieron públicas.

Edgard Telles Ribeiro aprovecha su amplio conocimiento de la realidad de la diplomacia brasileña y desarrolla una novela histórica cuyo punto de máximo interés dramático radica en el excelente tratamiento de lo que se dio en llamar Operación Cóndor: el plan de Estados Unidos para derrocar a Allende en Chile y eliminar violentamente toda oposición progresista, cualquier vestigio de izquierda cultural o militante. Con todo lujo de detalles se ve el progresivo asentamiento de dictaduras militares en el cono sur como El Salvador, Guatemala, Argentina y Uruguay…

Los datos que se desarrollan en esta novela, en sí misma apasionante, nada discursiva, son muy útiles para comprender cómo se repite el mismo fenómeno en un contexto diferente. Ahora ya no hay golpes de estado furibundos, hombres de armas al frente del poder, pero se adivinan detrás de la apariencia democrática, a través de elecciones con enorme influencia económica en los medios de comunicación, creando golpes de estado con apoyo de una masa que cree decidir el destino del país. Después de doblegar al Partido de los Trabajadores de Lula da Silva y Dilma Youssef, que por primera vez en la historia llegó a gobernar, logrando un comienzo de victoria socialista impresionante, cada paso ha sido estudiado con precisión criminal, como si de una obra de Shakespeare se tratase.

Lo que dejan claro Los años robados —publicada en castellano por Alfaguara en 2014— es que el monstruo implacable de la oligarquía y sus aliados despilfarra su poder militar, decae y se organiza bien para mantenerse en la sombra hasta dar el salto con una reaparición más fuerte, más consolidada. Si en aquellos años la Iglesia Católica fue una institución de gran influencia, ahora lo es la Iglesia Evangelista, que en unos 40 años se implantó en todo el subcontinente con mucha fuerza, convirtiéndose en Brasil, como en Estados Unidos, como un bastión de la nueva derecha Biblia en mano y millones de dólares como una fortuna que incrementa su influencia social, y cierta distribución de servicios entre los más pobres.

Jair Bolsonaro acaba de advertir que una vez en el poder desde el 1 de enero 2019: “Vamos a barrer de nuestra tierra a los marginales rojos y a esos terroristas llamados Sin Tierra”. Sus lindezas acompañadas de oraciones propias de un cristianismo medieval son bendecidas por Mr Trump y la ociosa y poderosa burguesía dueña de los más importantes medios de explotación económica y de comunicación.

América Latina, castigada durante todo el siglo XX por dictaduras protegidas por la Iglesia Católica y Estados Unidos (Venezuela, Nicaragua, Paraguay, República Dominicana, Brasil…), vuelve a repetir esta imperiosa necesidad de la minoría rica, muy necesitada de restablecer la esclavitud. No le bastan las reformas laborales y la decadencia mundial de la protección de los servicios sociales, su avaricia reclama mucho más. Y es que, tras la última gran crisis, el poder económico de las multinacionales se ha expandido y tocado techo, le urge alcanzar nuevas cotas de poder, por eso Trump/Bolsonaro niegan el perjuicio de la contaminación ambiental y aplauden el crecimiento industrial en el Amazonas. Todos estos temas, junto al renacimiento de la homofobia y el racismo en alarmante diverso grado, permanecieron guardados bajo llave cuando se creía vivir en una auténtica democracia, hasta dar este gran golpe de apariencia democrática, con millones de personas manipuladas emocionalmente a través de informaciones interesadas altamente dramatizadas.

Lo mismo sucede en otros países de los que no se dice nada, como Guatemala, El Salvador, Honduras… falsas democracias con un permanente acoso y derribo a cualquier causa de reforma social.

El futuro inmediato es muy negro. El de largo plazo, esperanzado, pero a costa de mucho sufrimiento y violencia (ya hay vandalismo en barrios brasileños, favorables a la furia del líder de ultra derecha). La corrupción inherente a estos fenómenos sociopolíticos terminan siempre mordiéndose la cola y alimentándose de su propia medicina.

 

Sedes del Ministerio de Asuntos exteriores de Brasil, donde transcurren episodios importantes de los hechos reales en que se basa la novela. Arriba, el Palacio de Itamaray en Río de Janeiro. Abajo, la misma sede trasladada a Brasilia, la nueva capital de Brasil, diseñada por el arquitecto de fama internacional Oscar Niemeyer (comunista exiliado durante muchos años), nacido en Río en 1907 y fallecido en la misma ciudad en 2012, a la edad de 104 años.

 

 

 

 

Un viaje, una emoción, unos objetos, unas costumbres (y 43)

Por Abel Farré

Atrapado en la ciudad que me vio nacer, cada una de las cosas con las que me voy encontrando me parecen banales. Cada uno de los espacios y objetos que me rodean no despiertan ninguna emoción en mi interior. Quiero volver a sentirme como un niño para volver a oler, tocar y sentir cada una de las cosas que me encuentro, quiero volver a sentir que el viaje de la vida está en cada uno de los objetos que nos rodean.

Quiero conocer cada uno de aquellos objetos característicos de cada uno de los países que visito, quiero vivir con ellos, quiero ver qué emociones me despiertan…

Vosotros desde vuestras casas podréis viajar a un mundo en donde existen diferentes costumbres pero que en el fondo llora, sufre, se alegra,… por unos mismos hechos que están presentes en nuestro día a día.

Permitiros soñar desde casa, pues si vosotros queréis, cada uno de los días de vuestra vida puede ser muy especial.

 

Título

Abandonando Santiago

Objeto

Completo

Referencia del objeto con alguna sensación o sentimiento con el que me si sentí identificado en el momento de escribir la postal:

“Pues  a veces nos tenemos que parar a sentir y escuchar las lecciones que hemos aprendido, sólo luego podremos seguir adelante recibiendo más y así un día sentirnos completos”

Escrito

Finalmente llegó el momento de partir de Santiago. Atrás dejaba de nuevo a grandes amigos que no sólo me habían ayudado a tomar consciencia de aspectos tales como; la Dictadura de Pinochet, la política actual de Piñera, la realidad Mapuche… sino que a través de ellos había acariciado aquellos aspectos más humanos de los cuales muchas veces parece que nos acabamos olvidando. Aquellos aspectos que por suerte aún se mantienen alejados de cualquier fuente informativa ultrajada por la necesidad de dar de comer al capitalismo y que tan sólo florecen a través del propio sentimiento de cada uno de nosotros.

De Barrio Brasil a Providencia, de Plaza Yunkai a Barrio Bellavista, no importaba el sitio, cualquier rincón era bueno para conocer las inquietudes, los miedos, las victorias, las esperanzas de cada uno de nosotros. Cada uno de aquellos que me acompañaban parecían estar de vuelta de todo en cuanto a muchos de los aspectos de la vida que a día de hoy yo me pudiera cuestionar; muchos de ellos ya hacía tiempo que habían tomado su mochila como forma de vida y tan sólo bajo la tenue y humilde insignia de cualquier pueblo de donde fuesen originarios habían viajado con ojos abiertos con la única intención de aprender. Era por ello que ahora me dedicaba a escuchar más que hablar para poder conocer, para poder aprender de cada uno de aquellos mensajes que aparecían en forma de alertas y que podrían ir allanando cualquier impedimento existencial que me pudiera ir encontrando de ahora en adelante.

Las últimas palabras que recuerdo de ese bautizado como “kilómetro 0”, allí en donde sólo sabes cuando entras, pero no cuando sales… fueron que tenía que seguir mi camino en búsqueda de la luz, pero no una luz en sentido transcendental, sino que la luz tomaba forma en concepto de todo el conocimiento que podía ir adquiriendo, pues en este viaje cada vez tomaban más importancia, no los destinos sino las personas que me iba encontrando.

Así que me desprendía de mis anteojeras para agarrar un bus en búsqueda de un nuevo destino, mejor dicho en búsqueda de nuevas “personas”, al momento que mis oídos retomaban canciones de los Jaivas, del Fulano, de los Prisioneros, … las cuales me ayudarían a recuperar viejos mensajes que esos días se habían convertido en bellas lecciones.

Cinco novelas de Ernesto Mallo que consagran a un comisario a contracorriente

Por Horacio Otheguy Riveira

En el campo de la novela policiaca, Argentina cuenta desde los años treinta con valores indiscutibles (Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Roberto Arlt…, y en activo, Claudia Piñeiro, Sergio Olguín, Guillermo Saccomanno…) entre los cuales hace ya 20 años que destaca Ernesto Mallo (La Plata, 1948), quien atraviesa el dramático devenir social y político del país —a partir de los años 70 del siglo XX— esgrimiendo la fuerza de un género que desde su origen une la intriga criminal con la crueldad de una clase dirigente apátrida y avariciosa a la que se adhieren personajes de la peor ralea.

Un estilo narrativo que a menudo se codea con los clásicos del género, brindándoles conmovedor homenaje con pinceladas de momentos genuinos y lenguaje ajustado a recuerdos  extraordinarios, algo propio de quien se ha forjado con numerosas lecturas. Navegan por algunas de sus páginas sombras estelares de Raymond Chandler, James Hadley Chase, Jim Thompson, Francisco González Ledesma o Georges Simenon, dentro de narraciones que nunca dejan de tener un estilo propio que trasciende los asuntos locales para hacerse universal, tal cual sucede con las obras de sus maestros: todos denunciadores de la pertinaz criminalidad de alto vuelo amparada en negocios de estados democráticos, lo mismo en New York, Texas, Barcelona o París.

Lúmpenes, miseria extrema, burgueses voraces, empresarios perversos, políticos y policías corruptos, explotación sexual de menores, mujeres machistas, pero también manos justicieras entre mujeres luchadoras o damas de gran capacidad de seducción, fascinantes… y entre todo ello un comisario de pasado muy desdichado que avanza a ciegas en busca de sosiego: El Perro Lascano, así bautizado por sus colegas, temerosos de que a su paso se rompan los canales de corrupción por los que navegan libremente y todos, sin excepción, pierdan su holgado modo de vida.

La justicia del Perro es dulce susurro para las víctimas, mano de hierro para los malvados, y para el lector mucha acción en busca de verdades que a veces resultan inapresables.

Cinco novelas que conviene leer en el orden aquí expuesto. Todas editadas individualmente, con las tres primeras también en edición especial conjunta, bajo el título de El comisario Lascano (2015). [Las citas se han tomado de esta edición conjunta].

  1. Crimen en el Barrio del Once. El primer caso del comisario Lascano (2006)

La dictadura de la Junta Militar (1976-1983) tiene en 1979 muy bien organizados todos sus pasos: secuestra, roba y mata con total impunidad sin que la policía pueda intervenir adecuadamente. En medio de la barbarie, también se mata “por si acaso” y se despachan criminales de todos los colores, así como meros observadores, acompañantes o gente que pasaba por ahí. En esos años no hay guerra entre sectores ideológicos ni lucha política, sólo terrorismo de Estado. En medio, el comisario Lascano, El Perro Lascano, es un rara avis obsesionado con el fantasma de su hermosa esposa fallecida en un oscuro accidente (del que se sabrá más en otra novela). Su única amistad es con un médico forense que le ayudó a superar una depresión. Pero ahora no ve ni escucha las matanzas reinantes, cumple funciones reglamentarias con disciplina, y está muy pendiente de la noche en que “su” Marisa incorpórea regresa mágicamente y se diluye entre las sábanas. Hasta que tanta fantasía se trastoca y plasma una realidad sentimental inesperada, ya que por azar una muchacha que huye de la represión le cambia el color de las cosas. Las vivencias adquieren una emoción renovada que le permite dejar atrás el pasado y afrontar El Crimen del Barrio del Once donde un vividor de la alta sociedad se enfrenta a un prestamista judío. Personajes típicos del costumbrismo porteño adquieren vigor atemporal e internacional con una prosa ágil, de novela negra compacta, muy viva, donde la panorámica social es un mar de fondo de situaciones complejas por donde el asesinato adquiere una dimensión escalofriante, narrada con economía de brillantes recursos.

(…) Los reflejos de Lascano llevan su mano a la cartuchera. Se acerca, corre la silla y ve que allí está escondida una mujer joven con la vuelta hacia el piso. Al sentirse descubierta, Eva levanta la vista hasta encontrarse con la del comisario. Al Perro se le paraliza el corazón. Allí está Marisa, su esposa muerta. La cara, el cabello, los hombros, las manos, el color. Ese aire entre desafiante y melancólico, pero, por encima de todo, los ojos, es Marisa… (…) Cuando ella intenta hablar, sólo atina a ponerse el índice sobre los labios. La toma de la mano para ayudarla a salir, la envuelve en su gabán y dejan la casa, sin cambiar una palabra. Afuera, brama la estupidez de los hombres y se mata por dinero. (Página 46).

2. La conspiración de los mediocres (precuela), 2015

Aunque escrita con posterioridad, resulta ideal empezar todo el ciclo por este título, donde Lascano todavía no es conocido en el ambiente policial como el Perro, aún personaje incipiente, y todo el libro se desarrolla en la Argentina anterior al golpe.

Es la más floja en cuanto a la trama sentimental, demasiado convencional, muy vista, poco interesante. Sin embargo, crece en interés por los datos bien documentados de aquella época. Hay, incluso, una escena formidable entre el popular director de cine Armando Bó y el comisario Villar, figura prominente de la represión a mansalva de la AAA (Alianza Anticomunista Argentina), un pregolpe desde el Estado democrático en tiempos de la presidenta Isabel Perón, por fallecimiento de su marido, el general Perón; la AAA fue un feroz ensayo de la dictadura que estalla en el 76, haciendo caer al gobierno y esgrimiendo sus mismos métodos, dispuestos a mejorarlos “y que no quede un solo comunista o peronista vivo, ni simpatizante alguno”.

Entre estas páginas aparece el tal Villar como un hombre riquísimo, en su chalet con piscina. El director de cine Armando Bó (muy popular por dirigir a su esposa, un mito erótico de enorme éxito en todo el mundo hispano, Isabel Sarli) le va a pedir protección por un grupo de directores acusados de comunistas (en absoluto cierto), a quienes se les daba 72 horas para salir del país o ser ejecutados allí donde se les encontrara. [Villar fue “ajusticiado” como una de las personalidades más siniestras en el ejercicio de persecución, tortura y muerte de cualquier sospechoso “de ir contra la patria”; un verdugo quitado del medio por un sector de la propia Policía o del seno de la AAA]:

En noviembre de 1974, a Villar lo mató una carga de tres a cinco kilogramos de gelinita. El explosivo había sido colocado en el interior del crucero Marina, propiedad del policía, anclado en un sector del arroyo Rosquete, en el Tigre. Sólo estaban a bordo el superpolicía y su esposa. La custodia personal se quedó en puerto, a salvo, mirando cómo volaba todo.

https://www.laizquierdadiario.com/Comisario-Alberto-Villar-el-prototipo-del-verdugo

3. (Segundo caso del comisario Lascano) El policía descalzo de la Plaza San Martín, 2007

Con un argumento más complejo, situaciones y personajes abundantes de un bando y de otro se refleja el caos represivo a partir del regreso a la democracia en 1983, después del calvario iniciado en 1976, cuando las Fuerzas Armadas decidieron dar el golpe de Estado largamente preparado mientras la Triple A intentaba destrozar a “los zurdos”, entendiendo por tales a cualquier manifestación política o cultural que cuestionara un régimen católico ultrapatriótico, y como esto era una abstracción que sólo conllevaba un alto grado de corrupción apátrida, todo valía a la hora de moverse en las turbulentas aguas del terrorismo de estado, del abuso de poder distribuido entre sectores de la policía, del ejército de tierra, mar y aire, casi nunca bien comunicados. Todos ellos creían que iban a durar eternamente, pero fueron tantas las torpezas, barbaridades y robos a ultranza que caen y son juzgados. Esta novela abunda en detalles sobre lo que se cocinaba en aquellos primeros 80, y en una sola frase sintetiza un asunto profundo que alcanza a todas las democracias del mundo, mucho peor –claro está– cuanto menos desarrollado esté cada país.

En la página 197:

(…) Una frenética compulsión a la compra es estimulada con la certeza inconsciente de lo volátil de esta prosperidad. Sin embargo, por las rajaduras de este decorado complaciente, ya están asomando a la fiesta los rostros del hambre y de la miseria que nadie parece querer contemplar. Los capitanes de las empresas financieras, mientras acumulan intereses, roen sin descanso las patas del sillón presidencial donde, montado en su imagen de campeón de la democracia, duerme Alfonsín (presidente electo en 1983 que logra el juicio, condena y prisión a los máximos responsables de la barbarie militar, pero al que una gran crisis político-financiera obliga a adelantar las elecciones que gana Carlos Menem, quien de inmediato deja en libertad a todos los detenidos en nombres de “una conciliación nacional”).

4. (Tercer caso) Los hombres te han hecho mal, 2012

Bajo un título que rememora un melodrama tanguero, se desarrolla un violento reguero de pólvora con el tortuoso mar de fondo de niñas en peligro, vendidas por su propia familia en la ruina, explotadas sexualmente con una vileza compartida por hombres y mujeres sin compasión. En sus primeras páginas queda establecido el tono general de una de las novelas más redondas de la saga:

(…)

¡Quieto Marciano!

El tipo dispara al tiempo que el Perro se agazapa, lo señala con el cañón de su pistola y gatilla. El impacto, encima del ojo derecho, lo voltea como si fuera un pelele de parque de diversiones y lo pone a desangrarse en el sueño. Lascano da un grito de rabia.

¡Quieto te dije, la puta que te parió!

Se vuelve.

¡A ver, la ambulancia!

Odia la situación. Para Lascano, tirar a matar, sin pasión y aun para defender la propia vida, es un trance que lo llena de amargura. Mira a su alrededor. Se aproxima a una habitación cerrada, sus hombres lo cubren con las escopetas alzadas. Abre con cautela, está a oscuras. Se asoma fugazmente. No pasa nada. Adentro de escuchan sollozos. Un sargento le alcanza una linterna. En el recorte circular del foco, sobre un camastro, contra la pared, tres menores se abrazan y lloran. Lascano enfunda la pistola.

Tranquilas, pibas, está todo bien.

Amanece. (Págs. 301-302)

Así arranca una vertiginosa aventura donde una potente atracción novelística se expande como si se tratase del parque de atracciones del clásico de Graham Greene, El tercer hombre: en esas tinieblas se concentran lo peor y lo mejor de los seres humanos en medio de barbaries sin redención posible. Eso sí, narrado siempre con muy buenos diálogos y excelente ritmo para que no decaiga el interés en ningún momento.

5. (Cuarto caso) El hilo de sangre, 2017

La más ambiciosa de la serie, y tal vez la más lograda.

Con una estructura de historias paralelas, la jubilación del comisario permite conocer los detalles de su luctuoso pasado familiar, al tiempo que conocemos la trayectoria de un delincuente convertido en monstruo en un correccional en plena adolescencia. El Perro Lascano, policía justo, eficiente y hombre inevitablemente triste con cinco muertes familiares a su espalda, y Carlos, El Muerto, tienen mucho en común pero sólo lo sabremos al final. No hay ventaja para el lector que les sigue los pasos con interés creciente, de sorpresa en sorpresa bien acompañado por muy atractivos personajes secundarios. Como es habitual en muchas obras de este género, el criminal resulta un tipo mucho más interesante, por muy feroz que resulte, frente a la bonhomía del gran policía. Sin embargo, el autor se ocupa muy bien de dejarlos en tablas,  especialmente cuando el veterano poli entra en una fase inesperada:

“Desde la muerte de sus padres, hace más de cincuenta años, vivió al borde de la cornisa y no se cayó. Ahora todo se ha detenido, todo es previsible. Mira por la ventana. La ciudad arde y late mientras Lascano se estanca y oxida. Allí afuera hay mil historias y él no forma parte de ninguna. El mundo funciona igual sin él, pero él no funciona igual sin el mundo. Extraña a sus enemigos, el peligro, la adrenalina, la alerta. Se niega a vivir de recuerdos, pero parece que es lo único que tiene”.

Mas de pronto, el recuerdo de un clásico del cine sobrevuela las páginas y marca la diferencia para que empiece el torbellino de una nueva etapa (secuencia de Apocalypse Now, de Coppola, 1979):

“La voz en off del actor pronuncia una frase que se quedará rebotando contra las paredes de su cabeza como el punto luminoso del primer juego de computadora. Todo el mundo obtiene lo que quiere. Yo quería una misión, por mis pecados me la dieron. Cuando terminó, ya no volvería a querer otra”.

Si todas tienen mucho de guión cinematográfico, las cuatro primeras cuentan con documentación histórica que en la última apenas se asoma. Hay, por el contrario, un homenaje tal vez inconsciente al cine negro del francés Jean Pierre Melville, el europeo que mejor desarrolló esa mirada amarga y sabia característica de los criminales en tiempos de paz o de guerra (El samurái; Círculo rojo, y sobre todo su obra maestra El ejército de las sombras).

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Un viaje, una emoción, unos objetos, unas costumbres (42)

Por Abel Farré

Atrapado en la ciudad que me vio nacer, cada una de las cosas con las que me voy encontrando me parecen banales. Cada uno de los espacios y objetos que me rodean no despiertan ninguna emoción en mi interior. Quiero volver a sentirme como un niño para volver a oler, tocar y sentir cada una de las cosas que me encuentro, quiero volver a sentir que el viaje de la vida está en cada uno de los objetos que nos rodean.

Quiero conocer cada uno de aquellos objetos característicos de cada uno de los países que visito, quiero vivir con ellos, quiero ver qué emociones me despiertan…

Vosotros desde vuestras casas podréis viajar a un mundo en donde existen diferentes costumbres pero que en el fondo llora, sufre, se alegra,… por unos mismos hechos que están presentes en nuestro día a día.

Permitiros soñar desde casa, pues si vosotros queréis, cada uno de los días de vuestra vida puede ser muy especial.

Título

Y más Santiago…

Objeto

Espuelas

Referencia del objeto con alguna sensación o sentimiento con el que me si sentí identificado en el momento de escribir la postal:

“Pues a veces hacemos sufrir a quien más queremos, pues a veces solo de esta manera nos damos cuenta de a quien realmente queremos”

Escrito

Seguía en Santiago de Chile y cada uno de mis pensares se centraban más en mí mismo, supongo que era el precio que uno tenía que pagar cuando se aposentaba durante harto tiempo en un mismo sitio. Era de esta manera cómo veía que se iban alejando cada una de las emociones que me pudiera despertar todo aquello que me rodeaba.

Con ello me preguntaba si es cierto que los humanos somos más felices cuando no hay elección o nos dicen lo que tenemos que hacer, porque es entonces cuando no sufrimos. Así me encontraba ahora en Santiago, feliz y con pocas preocupaciones. Pero esto me hizo recuperar nuevamente esos escritos que había redactado hace un tiempo, y estos me demostraban que a veces el sufrir me hacía vivir las cosas con más intensidad y con ello la felicidad volvía con más fuerza que nunca.

 

Difíciles palabras se niegan a ver la luz,

bajo el miedo a encontrar obstáculos que te obliguen a olvidarlas.

Intentas recordar lo que sientes,

sin darte permiso a que puedas sentir algo.

Quisieras darle un nombre, quisieras no olvidarlo,

quisieras darle un nombre, pero no para recordarlo.

Porque el recuerdo es el olvido,

porque el recuerdo es pasado,

porque hoy existe el presente,

porque hoy estás viva.

¿Por qué me niegas tus sentimientos?

¿Por qué me niegas tus palabras?

¿Por qué te escondes cuando eres?

¿Por qué eres lo que no quisieras ser?

¿Miedo a sentir sin ser sentida?

¿Miedo a mirar sin ser vista?

¿Miedo a amar sin ser amada?

Sigue creando miedo,

eres libre para hacerlo.

Pero abre los ojos,

porque el amor no es ciego.

 

… para todos aquellos que sienten sin palabras. Pensar que uno puede darse permiso a sufrir, pero también a querer y a ser querido.