A través del gran ventanal, los rayos de sol iluminaban la sala donde Justa colocaba con mimo, sobre una gran mesa de roble oscuro, un bonito jarrón de cristal labrado repleto de coloridas y aromáticas flores. Dio un paso atrás, echó un vistazo a su obra y comentó: —Está perfecto.
A través del gran ventanal, los rayos de sol iluminaban la sala donde Justa colocaba con mimo, sobre una gran mesa de roble oscuro, un bonito jarrón de cristal labrado repleto de coloridas y aromáticas flores. Dio un paso atrás, echó un vistazo a su obra y comentó: —Está perfecto.
Cogió la toquilla, de fina lana, y el cestillo de mimbre que reposaban en el diván y se dirigió hacia la puerta que daba acceso desde el hall al gran porche de madera que cubría todo el frente de la casa.
Por un instante se quedó de pie mirando al horizonte, el paisaje no podía ser más bello, digno de ser plasmado en el mejor lienzo de cualquier artista. Las altas montañas parecían besarse con el azul intenso del cielo, al mismo tiempo que la luz estival brillaba sobre un campo verde cubierto de amapolas. De fondo se podía oír el ruido acompasado del agua cristalina de un pequeño riachuelo que pasaba cerca de la casa, y al que se podía acceder por un sendero de tierra desde el portillo de hierro y madera que, unido a un pequeño muro de piedra, rodeaba la finca.
La mujer atusó su canoso pelo recogido en un moño, colocó la toquilla sobre sus hombros y se sentó en la vieja mecedora. Aquella mañana se había levantado algo cansada, pero no le dio importancia, le echó la culpa al cambio de tiempo. Puso el cestillo sobre su regazo, sacó la funda de las gafas y su labor de punto, y al compás de un leve balanceo, sus dedos —deformados por el paso de los años— se mezclaron con las lanas y el sonido de las agujas.
Su destreza en el arte de tejer seguía siendo la de siempre. Había aprendido de su madre y esta de la suya. Era su entretenimiento, la principal distracción que en muchos momentos de su vida le sirvió de refugio. Pero ahora la vista ya no era la misma, sus delicados ojos se fatigaban y la obligaban a deshacer, con inmensa paciencia, algunos de los puntos mal cruzados. Y otras veces se paraba, y fijaba su mirada en el bello jardín que cuidaba, controlando todos los detalles, y con cuyas plantas y flores hablaba a diario…
En cuanto se ponía a tejer llegaba hasta sus pies la preciosa gata siamesa, y la anciana acariciaba con ternura el lomo del animal que maullaba agradecido; ahora formaba parte de su vida, era la mejor compañía en su soledad, no sólo parecía entender cuanto le decía, sino que cuando se encontraba triste se acurrucaba de tal manera a su lado, que ella sentía que le daban un abrazo muy fuerte, un abrazo cargado de buenos recuerdos.
Hacía unos años que su marido, José, había fallecido después de una larga enfermedad, pero después de tanto sufrimiento, ahora se sentía en paz. El recuerdo de quien compartió su vida con ella estaba muy presente y eso le daba la fuerza suficiente para levantarse cada día y dar gracias por lo que tenía, aunque ya nada sería igual. No podía sentir rencor, ni cabía dolor en su corazón, fueron unos maravillosos años de inmensa felicidad, de mutua complicidad y aunque se sentía bien, a pesar de la avanzada edad, sabía que algún día él volvería para llevársela.
Desde que se casaron habían vivido en la ciudad, pero a su retiro decidieron irse al campo lejos del bullicio y disfrutar los últimos años de vida en aquella cómoda casa. La finca llevaba tiempo con el mismo cartel: SE VENDE, y siempre que salían al campo pasaban por allí, como si una fuerza magnética les arrastrara hacia ella. Desde el primer momento supieron que sería su morada definitiva.
Dos de sus tres hijos estaban casados y vivían en la ciudad, pero la mayor, Natalia, siempre con alma aventurera, residía lejos… muy lejos, trabajaba de médico en una organización de ayuda a niños enfermos y sin recursos. Era hermosa y muy alta, poco se parecía a sus hermanos, pero al igual que ellos estaba muy unida a su madre. El día que les contó su decisión de irse a otros mundos, fue uno de los días más tristes en la familia:
—Pero, hija… ¿Tan lejos?—Le dijo con tristeza su padre, como si intuyera que no volvería a verla.
—¡Tranquilo, papá! Vendré siempre que pueda.
No hubo forma de disuadirla, era su decisión, su vida. Pero el día que su madre le escribió advirtiéndole de la gravedad de su padre, a los dos días estaba a los pies de la cama del anciano con sus manos entrelazadas, y José pudo descansar en paz rodeado de sus seres queridos, llevándose consigo el secreto que compartía con su esposa. Ahora cada día que se oía el ruido de la motocicleta del amigo Manuel, el cartero del pueblo, la mujer salía de la casa y temblorosa recogía el sobre que el buen hombre le entregaba, se sentaba en la mecedora y leía una y otra vez; luego sin soltar la carta miraba al cielo, cerraba los ojos y sonreía.
Manuel era un hombre de mediana edad, su mujer había fallecido y vivía con su única hija Sara y su anciano padre Nicolás. Después del fatal acontecimiento había decidido irse lejos de la ciudad e instalarse en el campo, donde gozaba de una vida más tranquila y a la vez saludable para su padre. Sara se dedicó por entero a cuidar de su abuelo y de su padre y acudía dos veces en semana a ayudar a Justa en las labores de la casa.
Después de la muerte de su marido, sus hijos no querían que se quedara sola en la casa, le comentaron que se fuera a vivir con ellos, pero la mujer no quería ser carga de nadie. Le gustaba el campo y no tenía intención de abandonar la casa donde había sido tan feliz.
Algunos fines de semana solían ir todos a verla. Llevaban dulces y algún detalle que sabían que era de su agrado, como por ejemplo las cremas que Irene adquiría en la perfumería de Maruja, gran amiga de la familia, porque aunque Justa había pasado la barrera de los 80 años, seguía siendo muy coqueta, y en el baño no faltaban los jabones y sales perfumados, colonias de su marca preferida y por supuesto, sus cremas. Cada día, al levantarse y antes de acostarse, se sentaba frente al tocador del baño, se cepillaba el pelo suavemente y se ponía crema antiarrugas en el rostro; luego cogía su perfume y deslizaba unas gotas detrás de las orejas, en el escote y en el dorso de las manos. Era un toque de juventud en la soledad de su vida.
Solían reunirse alrededor de la gran mesa de roble de la sala o, si el tiempo lo permitía, decidían quedarse en el porche. Era entonces cuando Justa se sentía la mujer más feliz del mundo rodeada del cariño de sus hijos y nietos. Estaba muy orgullosa de la familia que tenía, no había noche que no se acostara sin que recibiera la llamada de cada uno. Solo un recuerdo nostálgico venía a su mente: Natalia.
Caía la tarde, el sol se ocultaba entre las montañas y los árboles empezaban su movimiento con la brisa vespertina. La gata había abandonado su estado aletargado y andaba por el jardín a la captura de algún insecto.
Justa se incorporó con dificultad de su mecedora y en ese momento sintió un dolor punzante que la hizo encogerse con las manos apretando el pecho. El cestillo cayó de su regazo y los ovillos de lana rodaron por el suelo.
Durante unos minutos se apoyó en la barandilla del porche respirando profundamente. Una vez que el intenso dolor fue pasando, se incorporó lentamente y estiró el cuerpo: —Debí de quedarme dormida en mala postura—pensó sin dar más importancia— Alguna vez le había ocurrido lo mismo y siempre se le pasaba.
Lentamente recogió la labor del suelo y entró en la casa.
Cerró las contraventanas de las habitaciones, y regresó a la cocina con la misma lentitud, sus piernas parecían pesarle demasiado. Se dispuso a preparar café al mismo tiempo que en su mente rondaba el susto que había pasado, pues esta vez la intensidad del dolor había sido mayor. Levantó el paño que cubría el plato de galletas que Sara le había dejado el día anterior, cuando oyó el timbre de la vieja motocicleta de Manuel, apartó tímidamente la cortina de cuadros del ventanal de la cocina y le vio saludándole desde el portillo.
Encendió la luz del porche, bajó los escalones y cruzó el camino. El césped olía a la humedad del rocío que empezaba a caer. Se acercó con el cuerpo erguido a la vez que dolorido. Los ojos le brillaban de emoción mientras Manuel sacaba de un enorme bolso de cuero marrón un sobre de color sepia.
—Es de Natalia, espero sus noticias con tanta ilusión…
—¡Ay, los hijos! Pero… ¿Te encuentras bien, Justa? Te noto pálida.
—Sí, estoy muy bien, sólo un poco cansada. Pero… no te esperaba a estas horas, ya casi es de noche. Anda, pasa, estaba preparando café.
—No, te lo agradezco, otro día. Ahora tengo ganas de llegar a casa y acostarme pronto, por mí también pasan los años. Pero… ¿Seguro que estás bien? No deberías quedarte sola por las noches. Mira, le diré a Sara que venga a hacerte compañía.
—¡Ni se te ocurra!, déjala, la pobre ha estado limpiando la cocina y antes de irse hemos estado haciendo galletas. Tienes una hija que es una joya, me recuerda a Natalia, se parecen mucho. Por cierto, Manuel, ¿cómo está tu padre? Hace tiempo que no le veo.
—Bueno… estos días está algo molesto con mucho catarro y la artrosis, pero sigue con su carácter de siempre. Le diré que venga a verte ahora que llega el buen tiempo.
—Sí, dile que venga, tengo el licor de guindas que tanto le gusta, eso le anima.
El silencio se rompió cuando puso en marcha el motor y se alejó por la parte trasera de la casa.
Una vez en la cocina, la anciana colocó en una bandeja la jarra de porcelana con el café caliente y el plato de galletas y se dirigió a la sala. En una mesita pequeña, que tenía al lado de la mesa camilla, depositó con cuidado la bandeja. Acomodada en su diván, se puso las gafas, y abrió el sobre.
Según iba leyendo las lágrimas rodaban por sus mejillas, se paraba, sacaba el pañuelo del bolsillo, se secaba, y seguía leyendo. Cuando hubo terminado se quedó quieta, muy quieta con la carta entre sus manos, mientras sus ojos se volvieron hacia la mesa camilla, donde se exhibían muchas fotos enmarcadas en plata. Cogió aquella en la que una joven de rostro angelical, y amplia sonrisa, parecía decirle algo a través del cristal. Esbozó un suspiro, acarició el retrato y lo devolvió a su lugar.
De un salto, el gato que se había acurrucado a su lado se subió suplicando una caricia de su ama cuya mente había retrocedido en el tiempo.
Apagó las luces y entró en su cuarto. Se enfundó un camisón de lino blanco con diminutas flores de colores azul y rosa en la pechera. El viento golpeaba con fuerza las contraventanas y se oía el movimiento de los árboles: —Parece que va a haber tormenta—se dijo, mientras encendía la lámpara de la mesilla de noche. De uno de los cajones del aparador sacó una pequeña caja de raso azul celeste, colocada al lado de un manojo de cartas atadas por un lazo del mismo tono. Se sentó en la cama y lo abrió. En su interior, un hermoso camafeo de marfil con incrustaciones en oro y rubíes, guardaba celosamente su secreto, aquel que compartió con su esposo desde que se conocieron. Acarició la joya y la depositó de nuevo en el cajón.
Sus ojos recorrieron la foto amarillenta que tenía encima del aparador; ella y su esposo el día de su boda. El hombre que tanto la amó seguía siendo su cómplice, desde la otra vida.
Afuera la lluvia empezaba a chocar contra los aleros de la casa. Se metió en la cama y apagó la luz.
La intensa lluvia de la noche había dado paso a un hermoso día, donde el sol brillaba en un cielo limpio y azul. Las hojas de los árboles se movían al compás de una suave brisa, al tiempo que las últimas gotas caían sobre el húmedo césped. La luz iluminó el interior de la casa impactando por cada rincón. La anciana abrió las ventanas y aspiró feliz el intenso aroma.
Se puso el vestido azul que su hija Irene le había regalado, arregló su lacio cabello en un coqueto moño y se miró en el espejo. Su rostro aún conservaba rasgos de quien un día fue hermosa.
Entró en la cocina y puso la cafetera al fuego. Se dirigió al salón y se fijó en el sobre que había dejado encima de la mesa camilla. Cada línea, cada frase de la carta, aún permanecía en su mente. La noche anterior había hablado con sus hijos, haciéndoles partícipes de la alegría de las noticias de Natalia, y ellos se dieron cuenta de que su hermana no había contado todo a su madre.
Caía la tarde cuando Manuel se acercó con su viejo ciclomotor. Hacía tiempo que Justa no tenía noticias de su hija. El corazón le latía con fuerza, pero las manos del hombre seguían apoyadas en el manillar sin ánimos de introducirse en el gran bolso marrón.
—¿No… traes nada, Manuel?
—No, lo siento, Justa. Pero, tranquila mujer, el correo a veces…
—Ya, pero me extraña tanto. Han pasado muchos días y no sé… es muy raro.
—Bueno, ya verás… a lo mejor mañana tienes dos cartas seguidas. ¡Anda, alegra esa cara! Mira, mi padre ha dicho que hoy vendrá a visitarte. Por fin el viejo se ha decidido a salir.
Justa se quedó de pie apoyada sobre el muro de piedra, mientras veía alejarse la motocicleta. Dio media vuelta hacia la casa, y volvió a sentarse frente al folio en el que había empezado a escribir: —“Mi querida Natalia….
No sabía qué palabras usar, las manos le temblaban según iba escribiendo. De repente, su mente se quedó en blanco mientras una nube tapaba el sol que hasta entonces brillaba con fuerza. Experimentó una sensación extraña, como si algo desencajara las piezas de su vida. Ella, que siempre decía a sus hijos que había que adaptarse a lo cotidiano con una sonrisa, ahora no podía evitar que le salpicara la tristeza.
Recogió la carpeta con los folios y los sobres y los guardó en el cajón de la cómoda. Luego se dirigió a su cuarto y metió la carta —doblada en varias partes— dentro de la cajita de raso, dejando a la vista en letras grandes: “Para Natalia”.
Regresó a la sala, y del aparador sacó un juego de café reservado para ocasiones especiales, lo colocó sobre una bandeja cubierta por un paño bordado y lo dejó sobre la mesa, al lado de la botella de licor de guindas. Cogió el teléfono y llamó a su hija Irene.
—¿Qué pasa mamá? ¿Te encuentras bien? Te noto… rara.
—No, hija, es que no sé nada de tu hermana y… bueno, ya me conoces.
—Tranquila, mamá, estará apurada con el trabajo. No te agobies, ¿vale? El sábado vamos todos a verte y hablamos.
—¡Estupendo, cariño! Hasta el sábado, entonces.
Con paso tranquilo y apoyado en un bastón, recorría Nicolás el camino hacia la casa de Justa. Ella oyó el chirrido del portillo, miró por la ventana y salió a recibir a su viejo amigo.
—¡Vaya, por fin, Nicolás! Mira que te haces de rogar para venir a verme.
—Ya, mujer, pero entre un maldito catarro y la artrosis, no había forma de moverme ¡Con lo que a mí me gusta salir…! Pero, bueno, ya estoy aquí.
—Pasa y siéntate, hace una tarde estupenda —dijo, mientras le ayudaba a subir los escalones.
Un bonito mantel de flores cubría la mesa, donde Justa había depositado una maceta de margaritas, y a un lado la bandeja que había preparado. Especialmente para su amigo.
El hombre se acomodó en la silla, estiró las piernas y sonriendo comentó:
—¡Qué bien se está aquí!
Mientras Justa se dirigía a la cocina, Nicolás le alabó la belleza del cuidado jardín. Allí se sentía a gusto. Solían mantener largas charlas mientras degustaban un café, con algún dulce de los que Justa era experta. Hablaban de sus cosas, de la familia, y terminaban remontándose a tiempos pasados.
Se conocían de chiquillos, sus familias eran amigas. Nicolás y su hermano Daniel, al comienzo de las vacaciones, solían acudir al viejo caserón familiar que poseían en el pueblo, en el que Justa vivía con los suyos.
Allí formaron una buena pandilla. Iban al campo, a la playa e incluso a las verbenas populares. Él siempre admiró la belleza de la joven, su rubio cabello y aquella piel dorada por el sol. Pero lo que más destacaba en ella era su gran humanidad. Era buena hasta con los perros más sarnosos que pululaban por las callejuelas sin amo conocido. Pero su hermano Daniel, que era muy parlanchín y menos tímido que él, le tomó la delantera y… eso a ella le cautivó.
La atracción del uno por el otro era notoria para el resto de los amigos, que les observaban sonrientes, cuando les veían charlar, reír, o simplemente mirarse como dos tortolitos. Y ellos intentaban disimular pero… era evidente que el gran cariño que se tenían, rondaba los límites de algo más profundo.
Siempre buscaban el momento propicio para estar a solas y así dejar escapar una caricia o un beso, que hacía que sus cuerpos se estremecieran. Y testigo de ello era una pequeña cala, cercana a la playa, donde cogidos de la mano se alejaban del grupo, y llegaban hasta ella encaramándose entre las rocas. Y allí, sentados uno frente al otro, sus labios se unían y se sorprendían entre abrazos y caricias. Entonces el mundo no existía, sólo ellos, el mar y unas sensaciones que les separaban de todo lo conocido.
Justa y Daniel, formaban una pareja única, especial, y todos pensaban que, con el tiempo, llegarían a casarse. Pero un día en que el mar hacía chocar con fuerza sus altas y peligrosas olas contra las rocas, el cuerpo del joven y arriesgado aventurero, desapareció.
Su familia se sumió en una terrible desesperación, y Justa no encontraba alivio para su pena. Le invadió la tristeza y dejó de sonreír. Sólo le quedaba el recuerdo de un gran amor.
José formó parte del grupo de rescate del cuerpo de Daniel, era su mejor amigo, y conocía el amor que sentía por ella. Intentaron reanimarle pero fue imposible.
A partir de ese momento se convirtió en el mayor consuelo y apoyo para la joven. Transmitía seguridad y pasara lo que pasara, ahí estaba él para protegerla. Siempre la había querido, pero nunca llegó a dar muestras de ello.
Justa regresó con otra bandeja donde llevaba la jarra de café, un bizcocho y la botella con el anís.
Pasaron la tarde charlando y Nicolás hablaba sin parar, la mujer le escuchaba con suma atención. Era un hombre culto, había viajado mucho cuando aún vivía su mujer, pero ahora cada vez que hablaba del pasado sacaba un blanco pañuelo del bolsillo y se secaba las lágrimas.
—Bueno, ¿qué tal los chicos, y los nietos? Hace tiempo que no les veo. —dijo mientras devolvía el pañuelo a su lugar.
—Bien, están estupendamente. El sábado vendrán por aquí, así que acércate y los verás; ellos te aprecian mucho y preguntan siempre por ti.
—Son unos buenos hijos, Justa, y… ¿Natalia? ¿Por dónde anda ahora?
—Está en Angola, la última carta que recibí venía de allí. Esta hija mía… siempre de un lado para otro… ya la conoces, ¡alma aventurera! Espera, voy a enseñarte la última foto que me envió.
Justa se dirigió al salón, y unos segundos después reapareció con la foto de la joven.
Cuando el anciano la tuvo ante sus ojos, sonrió con ternura.
—¡Qué guapa es! ¡Y cuánto se parece a su padre! José la quería mucho. Era un gran hombre.
—Sí que lo era. La persona más generosa y digna de ser amada. Le echo mucho de menos. Tú también sabes lo que es sentir la muerte de un ser querido. En fin, Nicolás, que nos quedamos solos. Pero no podemos mirar atrás, el pasado no vuelve, debemos sentirnos afortunados de lo que hemos tenido y de lo que tenemos.
Nicolás cogió la mano de la anciana y la besó dulcemente.
El sol empezaba ocultarse tras las altas montañas, cuando Nicolás emprendió el regreso a casa. Justa le miró alejarse apoyado en su bastón, al tiempo que volvían los recuerdos a su mente.
Se protegió los hombros con la toquilla y entró en la casa.
Había cesado la brisa y el sol brillaba aún más, cuando llegó Sara. Cada dos días acudía a ayudarla. Era trabajadora, cariñosa y muy alegre. Sara era como una hija, la vio nacer y la vio sufrir cuando falleció su madre, pero jamás perdió aquella dulzura que irradiaba en su rostro.
La dejó con sus quehaceres, se puso un delantal sobre el vestido y los guantes especiales y se marchó al jardín.
Atravesó el sendero con sumo cuidado de no resbalar, y empezó a quitar las malas hierbas de los parterres. Cuidaba todo con mimo, siempre limpio, repleto de hermosas y variadas flores, y arbustos silvestres que cubrían los alrededores de la casa.
Saludaba a la higuera, y esta parecía contestarle dejando caer algún higo a sus pies. Le hablaba a las rosas y sus pétalos se abrían aún más como deseando ser acariciados. Los tulipanes crecían erguidos sin que la brisa los tumbara, y las margaritas que bordeaban el camino de la casa parecían inclinarse a su paso.
Luego salió dando un paseo hacia el río. Se sentó en las raíces de un viejo árbol centenario, y cerrando los ojos, se dejó llevar por el sonido del agua cristalina. Un sonido que al momento la transportó al pasado.
Las olas rompían su cresta en la orilla de la playa, donde tumbada en la fina arena, el cuerpo de Justa se bronceaba con los rayos de sol y la brisa yodada del mar. Los amigos hacían lo mismo o jugaban a las palas, al son de la música que salía de un transistor. José se acercó a ella y extendió la toalla a su lado.
El chico le gustaba, se sentía atraída por él, y cada vez que la miraba su cuerpo se estremecía.
—¿No te bañas? Te vas a “tostar” con tanto sol.
Ella contestó sin mirar:
—Dentro de un rato.
—Para entonces ya se habrá ido el sol y dirás que tienes frío. ¡Anda, vamos!
Se zambulleron en el mar. Reían mientras él la cogía de la mano protegiéndola de alguna ola que llegaba descaradamente alta, y asustaba a la muchacha haciéndola retroceder de miedo. Al rato se tumbaron, esta vez más cerca uno del otro. Justa notaba que era observada, mientras una mano se deslizaba quitándole el agua que resbalaba por su rostro. El corazón se le salía del pecho, pero no se movió cuando la mano del joven se entrelazó con la suya.
Abrió los ojos y se quedó quieta mirando sin ver. La playa era un verde manto y el mar, el río que seguía su curso. Recordó al joven. Al incorporarse pareció sentir su mano rodeándole la cintura, a la vez que un tenue susurro: —¡Vamos, cariño, empieza a hacer fresco! Con serenidad se encaminó hacia el portillo mientras en su mente seguían las imágenes del pasado.
La gata se le acercó maullando y ambas entraron en la casa.
Justa se sentó en su vieja mecedora y al compás del suave balanceo, sus nudosas manos con las venas transparentándose en la piel, se movían ágiles en la labor.
A sus pies, la gata reposaba plácidamente, levantando sus ojos azules ante el más mínimo e imperceptible movimiento, miraba a la anciana y luego volvía a acomodarse sin quitarle los ojos de encima, como si custodiara a su ama.
El sonido de las agujas al chocar una contra la otra, junto al aleteo de algún insecto o el trino de los gorriones entre la arboleda, rompían el apacible silencio.
Poco a poco, los ojos cansados de Justa se cerraron hasta quedarse sumida en un apacible sueño. Con la cabeza apoyada en el respaldo, su rostro aparecía sereno y tranquilo, a la vez que por la comisura de sus labios salía un tenue resoplo a modo de ronquido.
Un coche avanzaba por el camino hacia la casa, el sonido del claxon sobresaltó a la mujer al mismo tiempo que la gata se escapaba en busca de refugio. Se frotó los ojos somnolientos. Vio a sus hijos que le saludaban, mientras se apeaban del coche que aparcaron al pie de un roble.
Sonrió mientras dejaba el cestillo sobre la mesa, luego estiró el cuerpo, alisó el vestido y atusando su pelo se encaminó a su encuentro con paso acelerado. Se fundieron en abrazos y besos. Mientras se dirigían hacia la casa, preguntó por sus nietos y su hijo comentó que se habían quedado estudiando para los exámenes finales.
Cuando acudían a visitarla, solía preparar los platos favoritos de cada uno. Luego se metía en el cuarto, buscaba el vestido más bonito, y sentada frente al tocador jugaba con las cremas que mejor le sentaban y los perfumes más aromáticos. Deseaba que vieran a su madre guapa y contenta. No podía ser de otra manera, aquellas visitas le hacían rejuvenecer. Pero esta vez tenía algo que comentar con ellos, algo que le preocupaba.
Irene entró en la casa seguida de su cuñada mientras hablaban entre ellas. Paco y su cuñado admiraban el cuidado jardín.
—Madre, está todo precioso, una auténtica maravilla, pero ya te he dicho que es mucho trabajo para ti. Deberías hacerme caso y buscar a alguien que te ayude.
—Bueno, hijo, pero… si es mi única distracción…
—Paco tiene razón, Justa, aquí hay mucho trabajo: limpiar, podar, sembrar, segar el césped…
—Manuel viene cuando el césped necesita siega, el resto lo hago poco a poco. Pero… ¡Si no tengo otra cosa que hacer!
Al rato salió Irene con una caja envuelta en un lazo blanco, se la entregó a su madre, que sacó de su interior una urna de cristal con una bella orquídea en color malva.
—¡Qué preciosidad! Muchas gracias, cariño —dijo besando a su hija.
Mientras tanto, le esperaba otra caja con igual envoltorio. Depositó con cuidado la urna sobre la mesa y la abrió, al tiempo que les miraba.
—¿Y esto, por qué? ¿Qué celebramos? Que yo sepa no es ni mi santo ni mi cumpleaños.
—Esto es sólo porque te queremos y estamos juntos. ¡Qué mejor celebración! —comentó Paco.
—Gracias, hijo, pero… lamentablemente no estamos todos.
Apartó los papeles de seda que envolvían el contenido del otro paquete, hasta llegar a una variedad de cremas y perfumes que tapaban una bella toquilla de punto perlé en color marfil.
Fascinada por los regalos, se quedó quieta, les miró y con la mejor de sus sonrisas añadió:
—Muchas gracias hijos.
La mesa se llenó de bandejas, refrescos, vino… y mientras comían, charlaban de cosas de las que Justa gustaba oír: de sus trabajos, de sus vidas, de los chicos, de los sucesos de la ciudad e incluso de algún cotilleo social.
Por la tarde decidieron dar un paseo por el sendero hasta el río. Justa apoyada en el brazo de su hija, la gata las seguía como fiel guardián de su ama. Caminaba despacio, estaba algo cansada pero muy dichosa y su mente voló hasta el recuerdo: —¡Cuánto daría por disfrutar de este momento!
El día no podía ser más bello. El sol inundaba su luz sobre el valle y las montañas, las aguas del riachuelo corrían cristalinas chocando contra las piedras y hasta los pájaros acompañaban el paseo con sus cánticos.
Regresaron para tomar el café. De la cocina se sacaron fuentes de porcelana con una variedad de dulces, pastas y el bizcocho de pasas y nueces que Justa había preparado. Irene servía el café y fue entonces cuando su madre mencionó lo que la estaba inquietando:
—Aún no sé nada de Natalia, y estoy muy preocupada. ¿Vosotros… sabéis algo que yo no sé? ¿Tenéis contactos con alguien de ese país tan lejano?
Si Justa sospechaba que le estaban ocultando algo, le bastó hacer esta pregunta para confirmar que sería bastante grave. Todos empezaron a revolotear los ojos, a evitar mirarla, a carraspear o seguir sumergidos en las pastas para alargar la respuesta, y esperar el milagro de que todo se resolviese por arte de magia.
Hubo un silencio largo y pesado, sólo interrumpido por los pequeños ruidos de la merienda.
—Venga, chicos, no será tan grave, hablad, no seáis cobardicas.
Paco e Irene se fueron turnando para contar lo que sabían, de la manera más suave posible. En cierto modo estaban deseando, desde hacía días, hablar con su madre pero ahora, al verla disfrutar de aquel día, se sentían como había dicho: unos cobardes.
—Bueno, está un poco enferma — adelantó Paco.
—¿Un poco nada más? ¿Y qué problema hay? No es la primera vez que enferma o tiene algún contratiempo, pero siempre me lo ha comentado. Y… ¿Cómo os habéis enterado vosotros?
—Verás, mamá, una muchacha que trabaja con ella nos ha escrito en su nombre. Ha cogido una enfermedad… complicada, muy propia del lugar donde está, y la han ingresado. Pero ya se encuentra mejor.
Justa se cubrió el rostro con las manos, mientras susurraba: —¿Cómo ha podido ocurrir?— El corazón le latía con fuerza, sus ojos retenían las lágrimas. La angustia y la rabia se apoderaron de ella sin saber en qué orden. Se levantó de su asiento, pero buscó el apoyo de la mesa para no desvanecerse. Su hija la cogió y la ayudó a sentarse de nuevo.
—Mamá, por favor tranquilízate, ella no quería que lo supieras para no preocuparte, pero necesitabas saberlo. Hemos estado en contacto con los médicos todo este tiempo, y ayer nos comunicaron que ya está fuera de peligro, las fiebres han cesado y dentro de poco saldrá del hospital.
Justa no escuchaba lo que Irene decía, su mente había ido muy lejos. Imaginó a Natalia… indefensa y sola.
Entonces volvió al presente, todos estaban pendientes de ella.
—Lo siento, mamá. No sabíamos cómo decírtelo, perdónanos.
—Lo comprendo, hija, pero… ¿Seguro que está bien?
—Sí, mamá, seguro —dijo Paco.
Sentía que las fuerzas le fallaban y quería descansar. Antes de irse, Irene le propuso quedarse con ella, pero la anciana se negó, necesitaba estar sola y saborear los instantes de silencio para evitar que las emociones la dominaran.
Se dirigió a su cuarto, abrió el cajón de la cómoda y miró la caja de raso blanco que guardaba la joya, junto al papel doblado. Cogió el manojo de cartas y lo mantuvo apretado contra su pecho, al tiempo que observaba la foto de su boda. Ella, tan guapa, con un vestido blanco de encaje, adornado por un broche, aquel que guardaba celosamente. Y José, con un traje negro y corbata granate, tan elegante, con los ojos puestos en ella.
Guardó todo de nuevo y cerró el cajón. El corazón no había dejado de latirle desde la noticia de Natalia, ahora, más que nunca, deseaba tenerla a su lado.
Pasó la noche inquieta, no podía dormir, la molestia del brazo había vuelto de nuevo y sentía el dolor punzante en el pecho. Encendió la lámpara de la mesilla y miró el reloj, eran las cuatro de la madrugada. Cogió la caja de pastillas que tenía al lado y se incorporó despacio hacia la cocina. Estaba asustada: —¡Otra vez este dolor!
Sobre la mesa había una jarra de agua tapada con un paño de cuadros, al lado un vaso boca abajo. Se sentó y sacó las pastillas. Apoyó la cabeza sobre el respaldo de la silla hasta que el dolor fue desapareciendo.
A través de las contraventanas empezaba a entrar la luz del nuevo día cuando Justa se despertó.
Sara canturreaba al compás de la música que provenía de la vieja radio de la cocina mientras se movía con agilidad ente cubos, cepillos, bayetas y paños de limpieza. Desde el porche, Justa sonreía ante los gorgoritos de la muchacha, mientras sus manos revolvían la caja de cartón, con olor a naftalina, que había sacado del armario. Estaba repleta de recuerdos que guardaba celosamente desde hacía muchos años como un pequeño tesoro.
De vez en cuando se paraba y se llevaba la mano al pecho, aquel dolor… seguía, suave, pero seguía. Luego volvía a la oscuridad de la caja, al fondo de un mundo de añoranza y nostalgia. Sacó la pulsera de flores de azahar, descolorida y marchita, se la colocó y la miró, aún le servía. Era el símbolo de la pureza el día en que se casó con José. Notaba su presencia en cada esquina, y hasta en el aire que respiraba.
De un lazo azul celeste, colgaba la medalla de plata, ya ennegrecida, con la imagen de la Virgen. Se la habían otorgado siendo estudiante cuando pertenecía al grupo de “Las Hijas de María”, la besó y la depositó de nuevo en la caja, al lado de un montoncito de fotos, algunas amarillentas otras más actuales. Allí estaban: sus abuelos, sus padres, sus amigos, sus hijos, sus nietos, su marido y… Daniel, sentado junto a ella en un banco del parque.
Durante un instante su mente retrocedió al pasado. Recordó a aquel primer amor, aquella primera ilusión, al joven de rubios cabellos y alma aventurera que le había hecho vivir momentos maravillosos, aquel que un día se llevó el mar sin llegar a saber que algo suyo quedaba en ella: su hija Natalia. Estaba de pie a su lado, y ella le miraba mientras del bolsillo de su pantalón sacaba una cajita de raso. Allí estaba su secreto. Un secreto celosamente guardado y tan sólo compartido con José.
Tan ensimismada estaba que no oyó a Sara que salía con una bandeja en las manos:
—Tome, Justa, una tacita de café y un trozo de bizcocho. Hoy no ha comido nada y esto le va a sentar de maravilla, además debería entrar en la casa, empieza a refrescar. Si quiere se lo toma en la sala, estará mejor. Mañana le voy a traer unas rosquillas de anís, ya verá qué buenas, es una receta de mi madre…
Pero Justa no parecía oírle, en ese momento el sonido de la motocicleta de Manuel las hizo volver la cabeza hacia el portillo. Se levantó de repente, pero se tuvo que apoyar en la joven para no caer.
—Tranquila, no se mueva y tómese el café.
Manuel se acercaba por el sendero hacia la casa. Quiso incorporarse de nuevo, pero sus piernas no la dejaban moverse, su cuerpo estaba rígido, sus manos descansaban sobre la caja, y sus fatigados ojos se posaron fijos en el sobre que Manuel sacaba de la enorme cartera; sólo podía oír los latidos de su corazón.
—Sí, Justa, es de Natalia. La estabas esperando desde hace mucho tiempo, y… ha llegado.
Sara y su padre observaron el rostro de la anciana, estaba realmente emocionada, vieron una sonrisa dibujarse en sus labios mientras abría la carta. Y quisieron dejarla a solas. Se despidieron de ella desde el camino, pero Justa sólo tenía ojos para el sobre que tenía en sus manos.
Se puso las gafas y empezó a leer: —Querida madre…
Mientras leía, sus manos sujetaban con fuerza el papel, como si no quisiera que ni la más leve ráfaga de viento se la arrancara, y siguió leyendo… hasta que llegó casi al final y entonces se llevó una de sus manos hacia la boca, en señal de asombro:… el jueves 22 de enero regreso a casa. Se quedó parada, apartó la mirada del papel, y pensó: —Hoy es… —Entró en la casa, sin soltar la carta, se acercó al calendario con la imagen de la Virgen del Carmen que tenía en la cocina, acercó sus ojos y entonces se dio cuenta: —Dos días, Dios mío… tan sólo un día…. tenía que prepararlo todo…
Nerviosa, se detuvo ante el teléfono y marcó el número. Al otro de la línea telefónica, la voz de su hija Irene.
—Hola, mamá, ¿cómo estás? ¿Pasa algo?
—Irene, he recibido noticias de Natalia… está bien… y… vuelve a casa —decía con la voz quebrada— estoy tan… contenta.
—Sí, mamá, nosotros también hemos recibido carta. Nos ha dicho que no lo dijéramos, porque quería darte ella la noticia. Pero… mamá, te noto muy agitada, mamá… ¿me oyes?…
—Sí, te oigo, estoy bien… es la emoción, hace tanto tiempo… Tengo que prepararlo todo…
—Mamá, relájate, vete a descansar, mañana vamos a verte. Mamá…
—Sí, sí. Mañana… mañana hablamos. Te… quiero hija.
El auricular estuvo a punto de caerle de las manos, de nuevo el dolor… más intenso. Se apoyó en la pared por un momento.
Se acostó pensando en lo que tenía que hacer, ¿le daría tiempo? Sacaría el juego de cama de flores y… la colcha de piqué que tanto le gustaba. Cogería unas flores para el salón y otras para la habitación de su hija —¿Tulipanes?… no… ¿Margaritas?… no, mejor rosas, sí, de las amarillas, son sus preferidas.
La cabeza no paraba de darle vueltas pensando y pensando en todo lo que tenía que hacer.
Un sudor frío invadió su cuerpo, el corazón se le aceleró hasta casi cortarle la respiración. Se había olvidado de tomar las pastillas, y el dolor era cada vez más intenso. Abrió la mano, y se dio cuenta de que no había soltado la carta, estaba arrugada y empapada del sudor de su piel. Dirigió su mirada hacia la foto del aparador: —Vuelve a casa, José, nuestra Natalia vuelve a… Sus ojos se cerraron al tiempo que la carta caía al suelo.
El rostro de Justa aparecía sereno, tranquilo. Las arrugas de su piel parecían haberse alisado de repente, su blanca tez no desfiguraba la belleza que en su día había dejado una maravillosa juventud. Entre sus manos, un rosario de cuentas de nácar.
Su cuerpo custodiado por sus hijos, parecía hablarles, parecía mirarles, con esos ojos que sólo salen de lo más profundo del alma. Natalia, sentada en una silla de ruedas, permanecía a su lado, con la cabeza apoyaba en su hombro, en silencio. Había llegado tarde, no pudo despedirse y no pudo decirle cuánto la quería, no pudo darle las gracias. En el fondo sentía el alivio de que su madre se hubiera ido sin verla en aquel estado, tan demacrada por las huellas que la enfermedad había dejado en su cuerpo. Y daba gracias a sus hermanos por su complicidad, por su silencio. Los días interminables de dolores y fiebres en aquella cama del hospital, tan lejos, pensando que ya nada podía hacer por aquellos niños a los que dedicó su risa, su trabajo, su vida… le habían sumido en una profunda tristeza, al saber que tenía que regresar. Pero ahora ya no sentía dolor, sólo agradecimiento.
Finalizada la ceremonia, los tres hermanos salieron juntos del campo santo. Natalia lucía en la solapa de su negro abrigo un bello camafeo de oro y rubíes. Una suave brisa movía las ramas de los árboles formando la figura de dos rostros que sonreían cogidos de la mano.