La risa Por Paula Alfonso

mi-sonrisaEl truco estaba en no dejar de reír, el camino a casa era demasiado corto y tenía que aprovecharlo. Al principio sólo conseguía ligeras sonrisas, un estiramiento tímido en las comisuras de la boca y poco más, pero un día logré separar los labios, hacer que la curvatura fuera más amplia, y de ahí a las carcajadas fue solo cuestión de tiempo.  Otro escollo a superar eran los viandantes que se cruzaban conmigo. Yo entiendo que ver aproximarse a alguien envuelto en sonoras carcajadas, además de poco habitual, puede resultar hasta molesto, y es que será inevitable pensar, dado nuestro natural egocentrismo, que la razón de tanta hilaridad seamos nosotros mismos y eso a nadie gusta. Con idea de minimizar aquellos efectos iba muy pegado a la pared, con la vista fija en el suelo y tapándome la boca con la mano, pero, efectivamente, llegó un momento en que no solo dejaron de importarme sino que acabé mirándoles abiertamente a la cara, unos se mostraban sinceramente molestos, otros, más amigables, optaban por empatizar conmigo y terminaban riéndose también y finalmente los había que se cruzaban de acera temerosos de que al socaire de mis carcajadas sacara una faca de 30 cm y me pusiera a dar cuchilladas a diestro y siniestro.

Que de qué me reía, os estaréis preguntando. De nada, de nada en especial y a la vez de todo. Aquella risa era como una medicina que indefectiblemente me tenía que suministrar diariamente a esa misma hora, si no no hubiera podido mantener unida a mi familia, mirarme en los ojos limpios de mis hijos, darles el beso tierno cuando ya están en la cama, hacer el amor con mi mujer… como felizmente hacemos todas las noches.

Sí, se puede decir que es mi bálsamo tras permanecer de doce de la mañana a dos de la tarde entrenandoth a las nuevas generaciones, mostrándoles el lugar y la intensidad con la que deben aplicar los golpes dependiendo del avance o estancamiento del interrogatorio; pasar después a una aburridísima comida de trabajo en la que se darán las pautas a seguir, se discutirán los nuevos objetivos y, finalmente, concluir con tres horas más en el estricto y puro ejercicio de mi profesión, torturador. Entenderán ahora que al acabar mi jornada necesite de algo que cuando abra la puerta de mi casa me haga parecer normal, un padre y un marido normal, y lo encontré en la risa.

Colegas que conozco bien prefirieron apoyarse en la bebida, o en los bares de putas, por lo visto las dos opciones dan buen resultado, pero los hubo también que se amputaron la posibilidad de formar una familia, ser padres o esposos, con la crueldad que eso conlleva; afortunadamente ese no fue mi caso. Desde que conocí a Pilar supe que sería mi compañera y la madre de mis hijos. Es tierna, dulce, adorable, no hay otra igual, la amo con todo mi ser, me siento tan afortunado…. Disculpen, por favor, este arrebato sentimental, pero me suele ocurrir cuando hablo de ella.

sangreOtra posible vía hubiese sido cambiar de trabajo, dedicarme a algo, por así decirlo, menos cruento, pero ¿saben qué? me gusta, me gusta mucho lo que hago y soy muy bueno en ello. Siento un placer inmenso cuando veo el terror en la cara de mis víctimas, cuando en respuesta a la contundencia de mis golpes oigo sus quejidos unas veces agudos, estridentes y otras sordos, casi agónicos. No suelo leer sus historiales, no es relevante para mí saber por qué están allí ni de qué se les acusa, eso es trabajo de otros, mi cometido es bien distinto: sacarles información, ese nombre, ese lugar, la fecha que permita a los que están arriba desentrañar la madeja y con solo verles la cara soy capaz de adivinar la dosis que necesitan, la intensidad de dolor que les debo aplicar a partir del cual hablarán. Gozo de gran prestigio entre mis superiores y es porque muy pocas veces me equivoco, pero cuando ocurre y la víctima no responde a mis expectativas dejándose morir sin hablar, ese día sí, ese día siento una gran frustración, ese día, lo reconozco, me cuesta mucho más romper a reír, pero no importa, peleo y peleo hasta que lo consigo.

 

Pausa Por Elisa Pérez

images (1)La muchacha de melena roja andaba por la calle moviendo con gracia las caderas. Un vestido ondulado de flores marcaba su figura.

No tenía rumbo, no seguía un camino concreto. Sólo andaba por el centro de aquella ciudad, esperando una oportunidad.

Mientras avanzaba, aprovechaba los escaparates para ver lo que se exponían en él y de, paso, arreglar su pelo, retocar su brillo de labios o simplemente, para sentir la armonía de su cuerpo.

En la zapatería, los de tacón azul le parecieron preciosos.

 

  • No puedo permitírmelo. Ahora, no. Ya veremos después.

 

Musitaba entre labios, a la vez que continuaba su camino. Bajó la calle León, torció por la calle Angustia y se adentró por el bulevar que desembocaba en la orilla del río.

 

Aún hacía calor, pero el verano comenzaba a dar síntomas de rendición.

 

Miró hacía el agua, allí no podía verse, estaba demasiado verdosa. Comenzaba a atardecer, pero como no tenía prisa, encontró un gran placer al observar, el devenir constante del agua.

 

Estaba tranquila. Hacía tiempo que deseaba sentir que su cabeza no era una turbina a reacción a la que costaba controlar.

 

El vestido seguía su vaivén a la vez que los zapatos negros de medio tacón acentuaban un paso firme.

Tras dos años allí, conocía bien sus calles: desde las más importantes, pasaba a las más estrechas con la seguridad de que iba por donde quería, sin pensar.

 

Los malos sueños, las tardes oscuras, los días grises se escondían cada vez más en el desván de su 10351659_646875568741322_4674564384597078815_nmemoria. Ahora le tocaban mañanas blancas, sueños claros y noches serenas.

 

Se sacudió la falda fruncida, muy ajustada a la cintura. Realmente le gustaba mucho ese vestido. Hasta hacía poco, hubiera sido impensable ponerse un traje así.

 

  • El no lo hubiera permitido jamás. – Un escalofrío le recorrió como un rayo entre nubarrones negros.

 

Alejó esos pensamientos contemplando el escaparate de ropa interior. Puntillas negras, junto a corsés de terciopelo rojo, combinaciones de seda y sostenes de raso se presentaban frente a los ojos verdes de la muchacha.

 

  • El rojo siempre me ha sentado bien…. Sólo me lo pude poner una vez –un atisbo de tristeza la hizo retroceder en su caminar – recuerdos de trozos rojos esparcidos por la cama del dormitorio construían un collage de sangre en su mente. El recuerdo de la herida se mezclaba con el rojo oscuro del antiséptico y el sabor del brebaje medicinal.

 

Siguió entre la gente sin mirar atrás. No quería acelerar el paso, deseaba un ritmo pausado. Esa calle se vaciaba en el último tramo, los escaparates de productos actuales y modernos dejaban paso a otros más tradicionales que exponían artilugios sólo allí vistos. En grandes espacios que recordaban tiempos pasados, los cristales amontonaban reliquias y objetos de otras épocas. Ella se fijó en las horquillas para moños, brillantes, con incrustaciones doradas en relieve.

 

  • Cómo le gustaban a mi madre, la pobre. Si no la hubiera hecho caso tal vez ahora mi imagen no se reflejaría en este cristal viejo y sucio.

 

Una sombra se colocó detrás de ella. Dio un respingo antes de pedir disculpas a la señora que se acercaba con decisión para mirar las piezas expuestas.

 

Avanzaba entre la orilla del río y la acera casi solitaria. En ese tramo, quiso acelerar la marcha. De forma inconsciente no se resistió. Se detuvo, a la derecha el puente, a la izquierda la tienda de comestibles. Movió la cabeza de un lado a otro, pensó cruzar la calle y emprender el ascenso del puente de piedra desde el cual contemplar esa parte de la ciudad. Pero su cuerpo la impulsó hacía el escaparate de la tienda. Lejos quedaban las tardes en las que su madre compraba allí aquel queso tan rico para su merienda, o aquellos garbanzos, buenísimos en el puchero; lejos recordaba la primera vez que le vio, empujando el carro del dueño, ayudando con sus dieciséis años. Ella con coleteros azules, él con un mandil de cuadros verdes. Ambos repletos de juventud e inocencia.

 

La luz en las farolas se encendió de repente, haciendo que el reflejo de su rostro en el escaparate de la tienda se difuminara impidiendo ver que en sus ojos resurgía la nostalgia.

Pero qué guapo le pareció entonces y qué cuidado ponía en complacerla! La agasajaba con frases bonitas: preciosa, eres la luz de mi vida, vaya suerte la mía, te voy a hacer mi princesa…..

 

Se dio la vuelta rápido, no quería saber más. Corrió hacía el puente, tenía que cruzarlo rápido, de pronto le habían entrado ganas de correr, de llegar… Su casa familiar estaba cerca. Había sido una mala idea volver. Por la mañana le apetecía. Se puso su vestido de falda fruncida y se había dejado llevar hasta allí.

 

547986_350049001709563_2144753478_nEl puente se le hizo más largo que de costumbre. Aún le pesaban las piernas cuando recordaba su huida por ese mismo lugar, escapando del miedo, del dolor. Atrás su casa atenazada por el espanto, al cual había decidido hacer frente por fin. Un golpe certero en el momento justo había bastado para dejarle inmóvil. Jamás había corrido más que aquella noche lejana en el tiempo, aunque muy cercana en la memoria.

 

Estaba llegando. La falda continuaba su alegre revoloteó al compás de la marcha cada vez más ligera de la muchacha. En la puerta del edificio miró hacía atrás. Varias sombras se movían por las calles. Se detuvo sin atreverse a llamar dando una vuelta completa con la mirada a su alrededor. Todo seguía igual, seguro que la señora Fonsa continuaba allí, o que el pequeño Ramón ya no lo sería tanto. Decidió no llamar, quizás nadie la recordara o quizás hubieran muerto, como su madre.

Una figura surgió del otro lado de la calle. No lo esperaba y se asustó. De niña no se asustaba tan fácilmente; después el temor se instaló en su vida para quedarse.

La figura andaba hacía ella, sentía que clavaba unos ojos desconocidos en su piel casi derrotada.

No pudo más y echó a correr. Los tacones respondían como podían al esfuerzo pero la muchacha seguía ajena a su cuerpo. Había aprendido a huir aún con dolor entre las costillas, o en la cabeza. Decidió que esa vez sería la última. Nada de aguantar, nada de sufrir más, le exigió su madre.

 

  • Pero es que aún le quiero, mamá…
  • ¿Quieres a tu verdugo? Eso no es querer.

 

El bamboleo del vestido con falda fruncida era ruidoso, los transeúntes se paraban a contemplar esa figura a la que nadie perseguía. Deshizo el camino andado, sin mirar escaparates, sin contemplar su reflejo de mujer asustada. No iba a permitir que las lágrimas volvieran a aparecer. Con el primer golpe nunca salían, con los siguientes, hundida y rota, emanaban sin control.

 

Estaba sofocada; las fuerzas le fallaban, tenía que detenerse. La calle se hizo más pequeña en su mente, el espacio pareció estrecharse. Recordó cómo su verdugo avanzaba hacía ella con rabia. Notó el crujido, que le arrancó un grito de dolor y una punzada en la cabeza. Luego el ruido del desplome de un cuerpo a su lado.

 

Las sombras de la calle no la miraban. Tenía que continuar.

 

El olor nauseabundo a orín y alcohol volvieron a su mente, salpicando el dulce vaivén de su falda. Un instante que pareció siglos, la nada y el todo, juntos.

 

  • Está Vd. libre de cargos, puede irse. – El alivio en la cara de su madre la hizo comprender que todo había acabado.

Poco después descubrió que aquello no era cierto.

046

Hizo una pausa definitiva en su carrera para tomar aire, para respirar desde lo más profundo de su cuerpo. Al otro lado de la calle, un cartel anunciaba un concierto de rock en la ciudad, junto a otro que pedía asistencia para una corrida de novillos. La hizo sonreír. La pausa inicial se alargó. Estaría bien bailar con su falda de vuelo en el concierto, o incluso correr delante de un novillo. Se incorporó y siguió su paseo, esta vez sin pausa y sin destino.

Linda Por María José Prats

 

El claxon sonó en la noche y me desperté sobresaltada. Pensé que nuevamente me había quedado dormida frente al televisor, como me suele ocurrir. A ella le gusta ver películas de guerra, y las pone una y otra vez, no entiendo cómo no se cansa de ver siempre lo mismo, yo las odio. Me asustan los ruidos que hacen las explosiones, y… el sonido de las sirenas. Me duelen los oídos por mucho que esconda la cabeza, no puedo evitar quejarme, aunque lo hago flojito para no molestarla.

Cuando la veo sentarse en el sillón de flores, con un vasito de agua de color rojo, que saca de una botella que guarda en el armario con llave junto a la caja de esas galletas tan ricas que le trae su hija, y se pone a mirar el álbum de fotos, yo corro a tumbarme lo más lejos posible del televisor. Pero… ella me llama, quiere que me siente a sus pies, intento negarme pero el olor tentador de las galletas que me ofrece, hace que me olvide de los ruidos de las batallas.

Ella también come, una tras otra, aunque las tiene prohibidas, mientras apura el vasito del líquido rojo. Luego suspira y me dice:

—¿Ves, Linda, qué guapos están los hombres de uniforme?

Y me enseña las fotos amarillentas por las que pasa sus arrugados y temblorosos dedos.

max_400_beagle—Mira, este es mi Ramón. Esta foto me la mandó cuando estaba haciendo el servicio militar en África. ¡Qué envidia tenían mis amigas! Decían que no entendían cómo un hombre tan apuesto se había casado conmigo, siendo yo, tan poca cosa. ¡Y cómo bailaba! Fueron unos años muy felices aquellos, Linda. Tú no le conociste porque murió antes de que vinieras a vivir conmigo. Te hubiera gustado, pequeña. Aunque no creas que todo eran amores, también tuvimos nuestras peleas y desavenencias. Pero al final todo se arreglaba, nos queríamos mucho. ¿A ti te parece guapo? Vale, no me mires con esos ojos, ya sé que soy una vieja chocha, y tú lo que quieres es que te dé otra galleta, ¿verdad? Por cierto, esta mañana te he visto coquetear en el parque con un Foxterrier negro, no dejaba de mover la cola cada vez que te acercabas.

—¿Foxterrier negro? Ni hablar, me había dicho Susi, la pequinesa del 4º B: —Ni se te ocurra, Linda, ese es un embaucador, hace muchas promesas pero luego… se va con la primera que encuentra. Y tiene razón, a mí quien me gusta es el dálmata. Es tan elegante, siempre está sentado, tan serio… El otro día le observé un buen rato, pero en ningún momento me miró, y eso que todas las amigas de mi ama dicen que soy una perrita preciosa, y la verdad es que en el parque no me faltan pretendientes. Parece ser que durante años, ganó todas las medallas en los concursos caninos a las que mi ama me presentaba. Ahora ha llegado un perro nuevo al barrio, que dicen que desciende de la nobleza, y le ha quitado el título. No sabe asumir la derrota y no quiere saber nada con nadie. Su ama lo trae al parque a ver si se anima, pero he oído que ya no saben qué hacer con él. Me hubiera gustado acercarme y decirle que a mí me tiene enamorada, pero Susi me dice que puede ser muy peligroso. Parece ser que últimamente se ha vuelto agresivo y ha mordido a más de un amigo suyo.

Cuando deja el álbum, apaga las luces y se reclina en el asiento a ver la película. Yo muevo el rabo para que sepa que la quiero, y estoy con ella para que no se sienta sola y triste, aunque no me gusten los ruidos.

Me levanto de un salto, cuando veo que se queda dormida. Entonces ella apaga el televisor y se va a acostar.

Lo primero que hago cuando me despierto, es beber un poco de agua y acercarme hasta su cuarto. Me subo a la cama y le doy unos lametazos para que sepa que es la hora de levantarse. Ella sonríe y me dice: —Ya voy, Linda, ya voy— Entonces prepara el desayuno y después de asearse, me lava y me peina a mí. Luego se pone los zapatos, coge la correa de color rosa que me regaló por Navidad, y salimos al parque, porque el médico le ha dicho que tiene que andar.

Un día me llevé un buen susto. Cuando la fui a despertar, como cada mañana, vi que no estaba en el beagle_04_lgcuarto. Me puse como loca, y empecé a buscarla. La encontré en el suelo del baño, respiraba muy lentamente, y tenía el rostro blanco. No sabía qué hacer, si ladrar, correr por la casa, esconderme… pero al final me dije que tenía que ser valiente. Me puse a su lado ladrándole y lamiéndole la cara, hasta que por fin se despertó. No sabía qué le había pasado, llamó por teléfono y enseguida vino su hija. Ésta en cuanto me vio, me dio una patada para que me fuera a la cocina, es que a ella no le gusto nada, siempre está regañándome, pero mi ama le dijo:

—Agradecida deberías estar, si no es por ella, me muero sola y nadie se entera. Suerte que la tengo, es mi compañera, mi guardiana.

—¡Ven, Linda! ¿Quién es la perrita más guapa del mundo?

Luego me aprieta contra su pecho con ternura y ambas sabemos que nos necesitamos. Su hija nos mira, parece envidiosa, no entiende ese vínculo que nos une.

Pero yo la noto un poco más apagada, está más lenta, y los paseos son más cortos.

Desde entonces la vigilo noche y día, y procuro portarme bien. No tiro con fuerza de la correa, ni me pongo a saltar cuando veo a mis amigas. Me quedo quieta junto a ella, aunque me muera de ganas de ir a jugar. El otro día Susi me dijo:

—¡Chica, no te entiendo, te comportas como una vieja! ¿Vamos a dar una vuelta por esos arbustos? Seguro que encontramos alguna golosina. ¡Venga, vamos! Ayer vi a un pastor alemán que estaba para comérselo.

—No, Susi, no puedo, tengo que acompañar a mi ama.

—Tu ama, tu ama. Cuando te hagas vieja, se deshará de ti, como hicieron con la pobre Lía, ¿te acuerdas? Le dijeron que la llevaban al médico, y nunca más la hemos vuelto a ver. Sí, sí, los humanos son crueles, yo fui el regalo de Reyes de un niño y al principio todo muy bien, luego ya ni se acordaron de mí y un día me dejaron abandonada en el camino.

—No, ella no es como tú dices, no me dejaría nunca. ¡Vete, Susi, no quiero volver a hablar contigo! Estás amargada y no eres feliz, aunque ahora tengas un hogar en el que te quieren y deberías estar agradecida.

Aquella noche no pude dormir, no dejaba de pensar en las palabras de Susi. Salté por encima del sofá y no paré hasta que mis patas se cansaron. Quería ver que estaba en forma. Tenía un pelo brillante y una bonita cola, larga y sedosa. Y aunque ya no era muy jovencita, aún me quedaban muchos huesos que roer.

El tiempo pasa, y a mi alrededor todo se vuelve oscuro, parece que va a ver tormenta, se acerca el otoño, y siento un poco de miedo por lo que me mantengo alerta. Oigo un ladrido en la lejanía y no puedo evitar pensar qué habrá sucedido. Mis amigas del parque me dicen que parezco una vagabunda, que estoy muy sucia, que necesito un buen baño. Estoy muy desainada y debería hacer algo con mis uñas…

Recuerdo aquella mañana, ella no estaba en su cama. Al principio no me extrañó, pues algunas veces se levanta durante la noche. He recorrido la casa buscándola, tengo un mal presagio. Está sentada en el sofá, tiene los ojos abiertos y una lágrima baja por su rostro. La oigo gemir suavemente y veo que tiene el teléfono en la mano. Me subo en su regazo y la lamo con fuerza para que no se duerma. Ella me sonríe y cierra los ojos. La miro, ladro angustiada porque sé que esta vez no voy a conseguir despertarla. Me echo a sus pies para calentarlos, pero están fríos, muy fríos.

Cuando llegó la ambulancia, ya se había ido. Lo sé, porque cuando su mano buscó mi cabeza sentí el frío de la muerte erizando mi pelo. Gruñí y levanté la cola, las garras de mis patas las tenía afiladas y estaba dispuesta a hincar los dientes en sus ropas, para que no se la llevaran, pero no lo pude evitar.

La casa se quedó en penumbra. Permanecí sola durante algún tiempo, no sé cuánto. Mi llanto parecía conmover a las paredes. Nadie vino, sólo silencio. Entonces oí el sonido de una voz que me sacó de mi engaño. Nos miramos y vi en sus ojos algo más que tristeza.

Me subió a un coche; dijo que me estuviera quieta. Me dio unas galletas y el coche se puso en marcha. Atravesamos la ciudad y debí de quedarme dormida cuando el olor a tierra mojada me hizo volver al presente. El coche estaba parado en una carretera, abrió la puerta y me hizo salir. La miré agradecida, pensé que por fin nos habíamos hecho amigas y me llevaba de paseo. Corrí por el campo lleno de amapolas, pero cuando volví la cabeza el coche se alejaba, y yo me quedaba sola en medio de la nada.

beagleNo supe qué hacer. Regresé hasta donde estaba el coche y seguí las huellas. Enseguida me di cuenta de que era muy peligroso, en más de una ocasión estuvieron a punto de atropellarme, así que me alejé y me metí en el bosque. Allí las sombras de los árboles parecían perros salvajes dispuestos a devorarme. Busqué agua, estaba hambrienta, pero fui incapaz de cazar ni una lagartija.

Seguí caminando, estaba muy cansada y decidí acostarme un rato, enseguida me dormí. Debí de soñar con mi ama, porque sentí que me acariciaban las orejas como lo solía hacer ella, y oía cómo me llamaban: — Linda, Linda, tranquila, pequeña, no tengas miedo, soy yo.

El claxon me despertó. Me levanté desorientada. Los faros del coche me miraban y quedé hipnotizada ante su belleza. Apenas si sentí el golpe. Entonces vi a mi ama, sonreía, se agachó, me puso la correa rosa y me dijo:

— ¡Levántate, Linda, esta vez vamos juntas a dar un largo paseo!

El secreto Por María José Prats

mantener-las-flores-frescasA través del gran ventanal, los rayos de sol iluminaban la sala donde Justa colocaba con mimo, sobre una gran mesa de roble oscuro, un bonito jarrón de cristal labrado repleto de coloridas y aromáticas flores. Dio un paso atrás, echó un vistazo a su obra y comentó: —Está perfecto.

A través del gran ventanal, los rayos de sol iluminaban la sala donde Justa colocaba con mimo, sobre una gran mesa de roble oscuro, un bonito jarrón de cristal labrado repleto de coloridas y aromáticas flores. Dio un paso atrás, echó un vistazo a su obra y comentó: —Está perfecto.

Cogió la toquilla, de fina lana, y el cestillo de mimbre que reposaban en el diván y se dirigió hacia la puerta que daba acceso desde el hall al gran porche de madera que cubría todo el frente de la casa.

Por un instante se quedó de pie mirando al horizonte, el paisaje no podía ser más bello, digno de ser plasmado en el mejor lienzo de cualquier artista. Las altas montañas parecían besarse con el azul intenso del cielo, al mismo tiempo que la luz estival brillaba sobre un campo verde cubierto de amapolas. De fondo se podía oír el ruido acompasado del agua cristalina de un pequeño riachuelo que pasaba cerca de la casa, y al que se podía acceder por un sendero de tierra desde el portillo de hierro y madera que, unido a un pequeño muro de piedra, rodeaba la finca.

La mujer atusó su canoso pelo recogido en un moño, colocó la toquilla sobre sus hombros y se sentó en la vieja mecedora. Aquella mañana se había levantado algo cansada, pero no le dio importancia, le echó la culpa al cambio de tiempo. Puso el cestillo sobre su regazo, sacó la funda de las gafas y su labor de punto, y al compás de un leve balanceo, sus dedos —deformados por el paso de los años— se mezclaron con las lanas y el sonido de las agujas.

Su destreza en el arte de tejer seguía siendo la de siempre. Había aprendido de su madre y esta de la suya. Era su entretenimiento, la principal distracción que en muchos momentos de su vida le sirvió de refugio. Pero ahora la vista ya no era la misma, sus delicados ojos se fatigaban y la obligaban a deshacer, con inmensa paciencia, algunos de los puntos mal cruzados. Y otras veces se paraba, y fijaba su mirada en el bello jardín que cuidaba, controlando todos los detalles, y con cuyas plantas y flores hablaba a diario…

En cuanto se ponía a tejer llegaba hasta sus pies la preciosa gata siamesa, y la anciana acariciaba con ternura el lomo del animal que maullaba agradecido; ahora formaba parte de su vida, era la mejor compañía en su soledad, no sólo parecía entender cuanto le decía, sino que cuando se encontraba triste se acurrucaba de tal manera a su lado, que ella sentía que le daban un abrazo muy fuerte, un abrazo cargado de buenos recuerdos.

Hacía unos años que su marido, José, había fallecido después de una larga enfermedad, pero después de tanto sufrimiento, ahora se sentía en paz. El recuerdo de quien compartió su vida con ella estaba muy presente y eso le daba la fuerza suficiente para levantarse cada día y dar gracias por lo que tenía, aunque ya nada sería igual. No podía sentir rencor, ni cabía dolor en su corazón, fueron unos maravillosos años de inmensa felicidad, de mutua complicidad y aunque se sentía bien, a pesar de la avanzada edad, sabía que algún día él volvería para llevársela.

Desde que se casaron habían vivido en la ciudad, pero a su retiro decidieron irse al campo lejos del bullicio y disfrutar los últimos años de vida en aquella cómoda casa. La finca llevaba tiempo con el mismo cartel: SE VENDE, y siempre que salían al campo pasaban por allí, como si una fuerza magnética les arrastrara hacia ella. Desde el primer momento supieron que sería su morada definitiva.

Dos de sus tres hijos estaban casados y vivían en la ciudad, pero la mayor, Natalia, siempre con alma aventurera, residía lejos… muy lejos, trabajaba de médico en una organización de ayuda a niños enfermos y sin recursos. Era hermosa y muy alta, poco se parecía a sus hermanos, pero al igual que ellos estaba muy unida a su madre. El día que les contó su decisión de irse a otros mundos, fue uno de los días más tristes en la familia:

—Pero, hija… ¿Tan lejos?—Le dijo con tristeza su padre, como si intuyera que no volvería a verla.

—¡Tranquilo, papá! Vendré siempre que pueda.

No hubo forma de disuadirla, era su decisión, su vida. Pero el día que su madre le escribió advirtiéndole de la gravedad de su padre, a los dos días estaba a los pies de la cama del anciano con sus manos entrelazadas, y José pudo descansar en paz rodeado de sus seres queridos, llevándose consigo el secreto que compartía con su esposa. Ahora cada día que se oía el ruido de la motocicleta del amigo Manuel, el cartero del pueblo, la mujer salía de la casa y temblorosa recogía el sobre que el buen hombre le entregaba, se sentaba en la mecedora y leía una y otra vez; luego sin soltar la carta miraba al cielo, cerraba los ojos y sonreía.

 

Manuel era un hombre de mediana edad, su mujer había fallecido y vivía con su única hija Sara y su anciano padre Nicolás. Después del fatal acontecimiento había decidido irse lejos de la ciudad e instalarse en el campo, donde gozaba de una vida más tranquila y a la vez saludable para su padre. Sara se dedicó por entero a cuidar de su abuelo y de su padre y acudía dos veces en semana a ayudar a Justa en las labores de la casa.

 

Después de la muerte de su marido, sus hijos no querían que se quedara sola en la casa, le comentaron que se fuera a vivir con ellos, pero la mujer no quería ser carga de nadie. Le gustaba el campo y no tenía intención de abandonar la casa donde había sido tan feliz.

Algunos fines de semana solían ir todos a verla. Llevaban dulces y algún detalle que sabían que era de su agrado, como por ejemplo las cremas que Irene adquiría en la perfumería de Maruja, gran amiga de la familia, porque aunque Justa había pasado la barrera de los 80 años, seguía siendo muy coqueta, y en el baño no faltaban los jabones y sales perfumados, colonias de su marca preferida y por supuesto, sus cremas. Cada día, al levantarse y antes de acostarse, se sentaba frente al tocador del baño, se cepillaba el pelo suavemente y se ponía crema antiarrugas en el rostro; luego cogía su perfume y deslizaba unas gotas detrás de las orejas, en el escote y en el dorso de las manos. Era un toque de juventud en la soledad de su vida.

Solían reunirse alrededor de la gran mesa de roble de la sala o, si el tiempo lo permitía, decidían quedarse en el porche. Era entonces cuando Justa se sentía la mujer más feliz del mundo rodeada del cariño de sus hijos y nietos. Estaba muy orgullosa de la familia que tenía, no había noche que no se acostara sin que recibiera la llamada de cada uno. Solo un recuerdo nostálgico venía a su mente: Natalia.

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Caía la tarde, el sol se ocultaba entre las montañas y los árboles empezaban su movimiento con la brisa vespertina. La gata había abandonado su estado aletargado y andaba por el jardín a la captura de algún insecto.

Justa se incorporó con dificultad de su mecedora y en ese momento sintió un dolor punzante que la hizo encogerse con las manos apretando el pecho. El cestillo cayó de su regazo y los ovillos de lana rodaron por el suelo.

Durante unos minutos se apoyó en la barandilla del porche respirando profundamente. Una vez que el intenso dolor fue pasando, se incorporó lentamente y estiró el cuerpo: —Debí de quedarme dormida en mala postura—pensó sin dar más importancia— Alguna vez le había ocurrido lo mismo y siempre se le pasaba.

Lentamente recogió la labor del suelo y entró en la casa.

Cerró las contraventanas de las habitaciones, y regresó a la cocina con la misma lentitud, sus piernas parecían pesarle demasiado. Se dispuso a preparar café al mismo tiempo que en su mente rondaba el susto que había pasado, pues esta vez la intensidad del dolor había sido mayor. Levantó el paño que cubría el plato de galletas que Sara le había dejado el día anterior, cuando oyó el timbre de la vieja motocicleta de Manuel, apartó tímidamente la cortina de cuadros del ventanal de la cocina y le vio saludándole desde el portillo.

Encendió la luz del porche, bajó los escalones y cruzó el camino. El césped olía a la humedad del rocío que empezaba a caer. Se acercó con el cuerpo erguido a la vez que dolorido. Los ojos le brillaban de emoción mientras Manuel sacaba de un enorme bolso de cuero marrón un sobre de color sepia.

—Es de Natalia, espero sus noticias con tanta ilusión…

—¡Ay, los hijos! Pero… ¿Te encuentras bien, Justa? Te noto pálida.

—Sí, estoy muy bien, sólo un poco cansada. Pero… no te esperaba a estas horas, ya casi es de noche. Anda, pasa, estaba preparando café.

—No, te lo agradezco, otro día. Ahora tengo ganas de llegar a casa y acostarme pronto, por mí también pasan los años. Pero… ¿Seguro que estás bien? No deberías quedarte sola por las noches. Mira, le diré a Sara que venga a hacerte compañía.

—¡Ni se te ocurra!, déjala, la pobre ha estado limpiando la cocina y antes de irse hemos estado haciendo galletas. Tienes una hija que es una joya, me recuerda a Natalia, se parecen mucho. Por cierto, Manuel, ¿cómo está tu padre? Hace tiempo que no le veo.

—Bueno… estos días está algo molesto con mucho catarro y la artrosis, pero sigue con su carácter de siempre. Le diré que venga a verte ahora que llega el buen tiempo.

—Sí, dile que venga, tengo el licor de guindas que tanto le gusta, eso le anima.

El silencio se rompió cuando puso en marcha el motor y se alejó por la parte trasera de la casa.

Una vez en la cocina, la anciana colocó en una bandeja la jarra de porcelana con el café caliente y el plato de galletas y se dirigió a la sala. En una mesita pequeña, que tenía al lado de la mesa camilla, depositó con cuidado la bandeja. Acomodada en su diván, se puso las gafas, y abrió el sobre.

Según iba leyendo las lágrimas rodaban por sus mejillas, se paraba, sacaba el pañuelo del bolsillo, se secaba, y seguía leyendo. Cuando hubo terminado se quedó quieta, muy quieta con la carta entre sus manos, mientras sus ojos se volvieron hacia la mesa camilla, donde se exhibían muchas fotos enmarcadas en plata. Cogió aquella en la que una joven de rostro angelical, y amplia sonrisa, parecía decirle algo a través del cristal. Esbozó un suspiro, acarició el retrato y lo devolvió a su lugar.

De un salto, el gato que se había acurrucado a su lado se subió suplicando una caricia de su ama cuya mente había retrocedido en el tiempo.

Apagó las luces y entró en su cuarto. Se enfundó un camisón de lino blanco con diminutas flores de coloresmanos_anciana azul y rosa en la pechera. El viento golpeaba con fuerza las contraventanas y se oía el movimiento de los árboles: —Parece que va a haber tormenta—se dijo, mientras encendía la lámpara de la mesilla de noche. De uno de los cajones del aparador sacó una pequeña caja de raso azul celeste, colocada al lado de un manojo de cartas atadas por un lazo del mismo tono. Se sentó en la cama y lo abrió. En su interior, un hermoso camafeo de marfil con incrustaciones en oro y rubíes, guardaba celosamente su secreto, aquel que compartió con su esposo desde que se conocieron. Acarició la joya y la depositó de nuevo en el cajón.

Sus ojos recorrieron la foto amarillenta que tenía encima del aparador; ella y su esposo el día de su boda. El hombre que tanto la amó seguía siendo su cómplice, desde la otra vida.

Afuera la lluvia empezaba a chocar contra los aleros de la casa. Se metió en la cama y apagó la luz.

La intensa lluvia de la noche había dado paso a un hermoso día, donde el sol brillaba en un cielo limpio y azul. Las hojas de los árboles se movían al compás de una suave brisa, al tiempo que las últimas gotas caían sobre el húmedo césped. La luz iluminó el interior de la casa impactando por cada rincón. La anciana abrió las ventanas y aspiró feliz el intenso aroma.

Se puso el vestido azul que su hija Irene le había regalado, arregló su lacio cabello en un coqueto moño y se miró en el espejo. Su rostro aún conservaba rasgos de quien un día fue hermosa.

Entró en la cocina y puso la cafetera al fuego. Se dirigió al salón y se fijó en el sobre que había dejado encima de la mesa camilla. Cada línea, cada frase de la carta, aún permanecía en su mente. La noche anterior había hablado con sus hijos, haciéndoles partícipes de la alegría de las noticias de Natalia, y ellos se dieron cuenta de que su hermana no había contado todo a su madre.

Caía la tarde cuando Manuel se acercó con su viejo ciclomotor. Hacía tiempo que Justa no tenía noticias de su hija. El corazón le latía con fuerza, pero las manos del hombre seguían apoyadas en el manillar sin ánimos de introducirse en el gran bolso marrón.

—¿No… traes nada, Manuel?

—No, lo siento, Justa. Pero, tranquila mujer, el correo a veces…

—Ya, pero me extraña tanto. Han pasado muchos días y no sé… es muy raro.

—Bueno, ya verás… a lo mejor mañana tienes dos cartas seguidas. ¡Anda, alegra esa cara! Mira, mi padre ha dicho que hoy vendrá a visitarte. Por fin el viejo se ha decidido a salir.

Justa se quedó de pie apoyada sobre el muro de piedra, mientras veía alejarse la motocicleta. Dio media vuelta hacia la casa, y volvió a sentarse frente al folio en el que había empezado a escribir: —“Mi querida Natalia….

No sabía qué palabras usar, las manos le temblaban según iba escribiendo. De repente, su mente se quedó en blanco mientras una nube tapaba el sol que hasta entonces brillaba con fuerza. Experimentó una sensación extraña, como si algo desencajara las piezas de su vida. Ella, que siempre decía a sus hijos que había que adaptarse a lo cotidiano con una sonrisa, ahora no podía evitar que le salpicara la tristeza.

Recogió la carpeta con los folios y los sobres y los guardó en el cajón de la cómoda. Luego se dirigió a su cuarto y metió la carta —doblada en varias partes— dentro de la cajita de raso, dejando a la vista en letras grandes: “Para Natalia”.

Regresó a la sala, y del aparador sacó un juego de café reservado para ocasiones especiales, lo colocó sobre una bandeja cubierta por un paño bordado y lo dejó sobre la mesa, al lado de la botella de licor de guindas. Cogió el teléfono y llamó a su hija Irene.

—¿Qué pasa mamá? ¿Te encuentras bien? Te noto… rara.

—No, hija, es que no sé nada de tu hermana y… bueno, ya me conoces.

—Tranquila, mamá, estará apurada con el trabajo. No te agobies, ¿vale? El sábado vamos todos a verte y hablamos.

—¡Estupendo, cariño! Hasta el sábado, entonces.

Con paso tranquilo y apoyado en un bastón, recorría Nicolás el camino hacia la casa de Justa. Ella oyó el chirrido del portillo, miró por la ventana y salió a recibir a su viejo amigo.

—¡Vaya, por fin, Nicolás! Mira que te haces de rogar para venir a verme.

—Ya, mujer, pero entre un maldito catarro y la artrosis, no había forma de moverme ¡Con lo que a mí me gusta salir…! Pero, bueno, ya estoy aquí.

—Pasa y siéntate, hace una tarde estupenda —dijo, mientras le ayudaba a subir los escalones.

Un bonito mantel de flores cubría la mesa, donde Justa había depositado una maceta de margaritas, y a un lado la bandeja que había preparado. Especialmente para su amigo.

El hombre se acomodó en la silla, estiró las piernas y sonriendo comentó:

—¡Qué bien se está aquí!

Mientras Justa se dirigía a la cocina, Nicolás le alabó la belleza del cuidado jardín. Allí se sentía a gusto. Solían mantener largas charlas mientras degustaban un café, con algún dulce de los que Justa era experta. Hablaban de sus cosas, de la familia, y terminaban remontándose a tiempos pasados.

Se conocían de chiquillos, sus familias eran amigas. Nicolás y su hermano Daniel, al comienzo de las vacaciones, solían acudir al viejo caserón familiar que poseían en el pueblo, en el que Justa vivía con los suyos.

Allí formaron una buena pandilla. Iban al campo, a la playa e incluso a las verbenas populares. Él siempre admiró la belleza de la joven, su rubio cabello y aquella piel dorada por el sol. Pero lo que más destacaba en ella era su gran humanidad. Era buena hasta con los perros más sarnosos que pululaban por las callejuelas sin amo conocido. Pero su hermano Daniel, que era muy parlanchín y menos tímido que él, le tomó la delantera y… eso a ella le cautivó.

La atracción del uno por el otro era notoria para el resto de los amigos, que les observaban sonrientes, cuando les veían charlar, reír, o simplemente mirarse como dos tortolitos. Y ellos intentaban disimular pero… era evidente que el gran cariño que se tenían, rondaba los límites de algo más profundo.

Siempre buscaban el momento propicio para estar a solas y así dejar escapar una caricia o un beso, que hacía que sus cuerpos se estremecieran. Y testigo de ello era una pequeña cala, cercana a la playa, donde cogidos de la mano se alejaban del grupo, y llegaban hasta ella encaramándose entre las rocas. Y allí, sentados uno frente al otro, sus labios se unían y se sorprendían entre abrazos y caricias. Entonces el mundo no existía, sólo ellos, el mar y unas sensaciones que les separaban de todo lo conocido.

Justa y Daniel, formaban una pareja única, especial, y todos pensaban que, con el tiempo, llegarían a casarse. Pero un día en que el mar hacía chocar con fuerza sus altas y peligrosas olas contra las rocas, el cuerpo del joven y arriesgado aventurero, desapareció.

Su familia se sumió en una terrible desesperación, y Justa no encontraba alivio para su pena. Le invadió la tristeza y dejó de sonreír. Sólo le quedaba el recuerdo de un gran amor.

José formó parte del grupo de rescate del cuerpo de Daniel, era su mejor amigo, y conocía el amor que sentía por ella. Intentaron reanimarle pero fue imposible.

A partir de ese momento se convirtió en el mayor consuelo y apoyo para la joven. Transmitía seguridad y pasara lo que pasara, ahí estaba él para protegerla. Siempre la había querido, pero nunca llegó a dar muestras de ello.

Justa regresó con otra bandeja donde llevaba la jarra de café, un bizcocho y la botella con el anís.

Pasaron la tarde charlando y Nicolás hablaba sin parar, la mujer le escuchaba con suma atención. Era un hombre culto, había viajado mucho cuando aún vivía su mujer, pero ahora cada vez que hablaba del pasado sacaba un blanco pañuelo del bolsillo y se secaba las lágrimas.

—Bueno, ¿qué tal los chicos, y los nietos? Hace tiempo que no les veo. —dijo mientras devolvía el pañuelo a su lugar.

—Bien, están estupendamente. El sábado vendrán por aquí, así que acércate y los verás; ellos te aprecian mucho y preguntan siempre por ti.

—Son unos buenos hijos, Justa, y… ¿Natalia? ¿Por dónde anda ahora?

—Está en Angola, la última carta que recibí venía de allí. Esta hija mía… siempre de un lado para otro… ya la conoces, ¡alma aventurera! Espera, voy a enseñarte la última foto que me envió.

Justa se dirigió al salón, y unos segundos después reapareció con la foto de la joven.

Cuando el anciano la tuvo ante sus ojos, sonrió con ternura.

—¡Qué guapa es! ¡Y cuánto se parece a su padre! José la quería mucho. Era un gran hombre.

—Sí que lo era. La persona más generosa y digna de ser amada. Le echo mucho de menos. Tú también sabes lo que es sentir la muerte de un ser querido. En fin, Nicolás, que nos quedamos solos. Pero no podemos mirar atrás, el pasado no vuelve, debemos sentirnos afortunados de lo que hemos tenido y de lo que tenemos.

Nicolás cogió la mano de la anciana y la besó dulcemente.

El sol empezaba ocultarse tras las altas montañas, cuando Nicolás emprendió el regreso a casa. Justa le nino-en-las-manos-de-un-ancianomiró alejarse apoyado en su bastón, al tiempo que volvían los recuerdos a su mente.

Se protegió los hombros con la toquilla y entró en la casa.

Había cesado la brisa y el sol brillaba aún más, cuando llegó Sara. Cada dos días acudía a ayudarla. Era trabajadora, cariñosa y muy alegre. Sara era como una hija, la vio nacer y la vio sufrir cuando falleció su madre, pero jamás perdió aquella dulzura que irradiaba en su rostro.

La dejó con sus quehaceres, se puso un delantal sobre el vestido y los guantes especiales y se marchó al jardín.

Atravesó el sendero con sumo cuidado de no resbalar, y empezó a quitar las malas hierbas de los parterres. Cuidaba todo con mimo, siempre limpio, repleto de hermosas y variadas flores, y arbustos silvestres que cubrían los alrededores de la casa.

Saludaba a la higuera, y esta parecía contestarle dejando caer algún higo a sus pies. Le hablaba a las rosas y sus pétalos se abrían aún más como deseando ser acariciados. Los tulipanes crecían erguidos sin que la brisa los tumbara, y las margaritas que bordeaban el camino de la casa parecían inclinarse a su paso.

Luego salió dando un paseo hacia el río. Se sentó en las raíces de un viejo árbol centenario, y cerrando los ojos, se dejó llevar por el sonido del agua cristalina. Un sonido que al momento la transportó al pasado.

Las olas rompían su cresta en la orilla de la playa, donde tumbada en la fina arena, el cuerpo de Justa se bronceaba con los rayos de sol y la brisa yodada del mar. Los amigos hacían lo mismo o jugaban a las palas, al son de la música que salía de un transistor. José se acercó a ella y extendió la toalla a su lado.

El chico le gustaba, se sentía atraída por él, y cada vez que la miraba su cuerpo se estremecía.

¿No te bañas? Te vas a “tostar” con tanto sol.

Ella contestó sin mirar:

Dentro de un rato.

Para entonces ya se habrá ido el sol y dirás que tienes frío. ¡Anda, vamos!

Se zambulleron en el mar. Reían mientras él la cogía de la mano protegiéndola de alguna ola que llegaba descaradamente alta, y asustaba a la muchacha haciéndola retroceder de miedo. Al rato se tumbaron, esta vez más cerca uno del otro. Justa notaba que era observada, mientras una mano se deslizaba quitándole el agua que resbalaba por su rostro. El corazón se le salía del pecho, pero no se movió cuando la mano del joven se entrelazó con la suya.

Abrió los ojos y se quedó quieta mirando sin ver. La playa era un verde manto y el mar, el río que seguía su curso. Recordó al joven. Al incorporarse pareció sentir su mano rodeándole la cintura, a la vez que un tenue susurro: —¡Vamos, cariño, empieza a hacer fresco! Con serenidad se encaminó hacia el portillo mientras en su mente seguían las imágenes del pasado.

La gata se le acercó maullando y ambas entraron en la casa.

Justa se sentó en su vieja mecedora y al compás del suave balanceo, sus nudosas manos con las venas transparentándose en la piel, se movían ágiles en la labor.

A sus pies, la gata reposaba plácidamente, levantando sus ojos azules ante el más mínimo e imperceptible movimiento, miraba a la anciana y luego volvía a acomodarse sin quitarle los ojos de encima, como si custodiara a su ama.

El sonido de las agujas al chocar una contra la otra, junto al aleteo de algún insecto o el trino de los gorriones entre la arboleda, rompían el apacible silencio.

Poco a poco, los ojos cansados de Justa se cerraron hasta quedarse sumida en un apacible sueño. Con la cabeza apoyada en el respaldo, su rostro aparecía sereno y tranquilo, a la vez que por la comisura de sus labios salía un tenue resoplo a modo de ronquido.

Un coche avanzaba por el camino hacia la casa, el sonido del claxon sobresaltó a la mujer al mismo tiempo que la gata se escapaba en busca de refugio. Se frotó los ojos somnolientos. Vio a sus hijos que le saludaban, mientras se apeaban del coche que aparcaron al pie de un roble.

Sonrió mientras dejaba el cestillo sobre la mesa, luego estiró el cuerpo, alisó el vestido y atusando su pelo se encaminó a su encuentro con paso acelerado. Se fundieron en abrazos y besos. Mientras se dirigían hacia la casa, preguntó por sus nietos y su hijo comentó que se habían quedado estudiando para los exámenes finales.

Cuando acudían a visitarla, solía preparar los platos favoritos de cada uno. Luego se metía en el cuarto, buscaba el vestido más bonito, y sentada frente al tocador jugaba con las cremas que mejor le sentaban y los perfumes más aromáticos. Deseaba que vieran a su madre guapa y contenta. No podía ser de otra manera, aquellas visitas le hacían rejuvenecer. Pero esta vez tenía algo que comentar con ellos, algo que le preocupaba.

Irene entró en la casa seguida de su cuñada mientras hablaban entre ellas. Paco y su cuñado admiraban el cuidado jardín.

—Madre, está todo precioso, una auténtica maravilla, pero ya te he dicho que es mucho trabajo para ti. Deberías hacerme caso y buscar a alguien que te ayude.

—Bueno, hijo, pero… si es mi única distracción…

—Paco tiene razón, Justa, aquí hay mucho trabajo: limpiar, podar, sembrar, segar el césped…

—Manuel viene cuando el césped necesita siega, el resto lo hago poco a poco. Pero… ¡Si no tengo otra cosa que hacer!

Al rato salió Irene con una caja envuelta en un lazo blanco, se la entregó a su madre, que sacó de su interior una urna de cristal con una bella orquídea en color malva.

—¡Qué preciosidad! Muchas gracias, cariño —dijo besando a su hija.

Mientras tanto, le esperaba otra caja con igual envoltorio. Depositó con cuidado la urna sobre la mesa y la abrió, al tiempo que les miraba.

—¿Y esto, por qué? ¿Qué celebramos? Que yo sepa no es ni mi santo ni mi cumpleaños.

—Esto es sólo porque te queremos y estamos juntos. ¡Qué mejor celebración! —comentó Paco.

—Gracias, hijo, pero… lamentablemente no estamos todos.

Apartó los papeles de seda que envolvían el contenido del otro paquete, hasta llegar a una variedad de cremas y perfumes que tapaban una bella toquilla de punto perlé en color marfil.

Fascinada por los regalos, se quedó quieta, les miró y con la mejor de sus sonrisas añadió:

—Muchas gracias hijos.

La mesa se llenó de bandejas, refrescos, vino… y mientras comían, charlaban de cosas de las que Justa gustaba oír: de sus trabajos, de sus vidas, de los chicos, de los sucesos de la ciudad e incluso de algún cotilleo social.

Por la tarde decidieron dar un paseo por el sendero hasta el río. Justa apoyada en el brazo de su hija, la gata las seguía como fiel guardián de su ama. Caminaba despacio, estaba algo cansada pero muy dichosa y su mente voló hasta el recuerdo: —¡Cuánto daría por disfrutar de este momento!

El día no podía ser más bello. El sol inundaba su luz sobre el valle y las montañas, las aguas del riachuelo corrían cristalinas chocando contra las piedras y hasta los pájaros acompañaban el paseo con sus cánticos.

Regresaron para tomar el café. De la cocina se sacaron fuentes de porcelana con una variedad de dulces, pastas y el bizcocho de pasas y nueces que Justa había preparado. Irene servía el café y fue entonces cuando su madre mencionó lo que la estaba inquietando:

—Aún no sé nada de Natalia, y estoy muy preocupada. ¿Vosotros… sabéis algo que yo no sé? ¿Tenéis contactos con alguien de ese país tan lejano?

Si Justa sospechaba que le estaban ocultando algo, le bastó hacer esta pregunta para confirmar que sería bastante grave. Todos empezaron a revolotear los ojos, a evitar mirarla, a carraspear o seguir sumergidos en las pastas para alargar la respuesta, y esperar el milagro de que todo se resolviese por arte de magia.

Hubo un silencio largo y pesado, sólo interrumpido por los pequeños ruidos de la merienda.

—Venga, chicos, no será tan grave, hablad, no seáis cobardicas.

Paco e Irene se fueron turnando para contar lo que sabían, de la manera más suave posible. En cierto modo estaban deseando, desde hacía días, hablar con su madre pero ahora, al verla disfrutar de aquel día, se sentían como había dicho: unos cobardes.

—Bueno, está un poco enferma — adelantó Paco.

—¿Un poco nada más? ¿Y qué problema hay? No es la primera vez que enferma o tiene algún contratiempo, pero siempre me lo ha comentado. Y… ¿Cómo os habéis enterado vosotros?

—Verás, mamá, una muchacha que trabaja con ella nos ha escrito en su nombre. Ha cogido una enfermedad… complicada, muy propia del lugar donde está, y la han ingresado. Pero ya se encuentra mejor.

Justa se cubrió el rostro con las manos, mientras susurraba: —¿Cómo ha podido ocurrir?— El corazón le latía con fuerza, sus ojos retenían las lágrimas. La angustia y la rabia se apoderaron de ella sin saber en qué orden. Se levantó de su asiento, pero buscó el apoyo de la mesa para no desvanecerse. Su hija la cogió y la ayudó a sentarse de nuevo.

—Mamá, por favor tranquilízate, ella no quería que lo supieras para no preocuparte, pero necesitabas saberlo. Hemos estado en contacto con los médicos todo este tiempo, y ayer nos comunicaron que ya está fuera de peligro, las fiebres han cesado y dentro de poco saldrá del hospital.

Justa no escuchaba lo que Irene decía, su mente había ido muy lejos. Imaginó a Natalia… indefensa y sola.

Entonces volvió al presente, todos estaban pendientes de ella.

—Lo siento, mamá. No sabíamos cómo decírtelo, perdónanos.

—Lo comprendo, hija, pero… ¿Seguro que está bien?

—Sí, mamá, seguro —dijo Paco.

Sentía que las fuerzas le fallaban y quería descansar. Antes de irse, Irene le propuso quedarse con ella, pero la anciana se negó, necesitaba estar sola y saborear los instantes de silencio para evitar que las emociones la dominaran.

Se dirigió a su cuarto, abrió el cajón de la cómoda y miró la caja de raso blanco que guardaba la joya, junto al papel doblado. Cogió el manojo de cartas y lo mantuvo apretado contra su pecho, al tiempo que observaba la foto de su boda. Ella, tan guapa, con un vestido blanco de encaje, adornado por un broche, aquel que guardaba celosamente. Y José, con un traje negro y corbata granate, tan elegante, con los ojos puestos en ella.

Guardó todo de nuevo y cerró el cajón. El corazón no había dejado de latirle desde la noticia de Natalia, ahora, más que nunca, deseaba tenerla a su lado.

Pasó la noche inquieta, no podía dormir, la molestia del brazo había vuelto de nuevo y sentía el dolor punzante en el pecho. Encendió la lámpara de la mesilla y miró el reloj, eran las cuatro de la madrugada. Cogió la caja de pastillas que tenía al lado y se incorporó despacio hacia la cocina. Estaba asustada: —¡Otra vez este dolor!

Sobre la mesa había una jarra de agua tapada con un paño de cuadros, al lado un vaso boca abajo. Se sentó y sacó las pastillas. Apoyó la cabeza sobre el respaldo de la silla hasta que el dolor fue desapareciendo.

A través de las contraventanas empezaba a entrar la luz del nuevo día cuando Justa se despertó.

Sara canturreaba al compás de la música que provenía de la vieja radio de la cocina mientras se movía con agilidad ente cubos, cepillos, bayetas y paños de limpieza. Desde el porche, Justa sonreía ante los gorgoritos de la muchacha, mientras sus manos revolvían la caja de cartón, con olor a naftalina, que había sacado del armario. Estaba repleta de recuerdos que guardaba celosamente desde hacía muchos años como un pequeño tesoro.

De vez en cuando se paraba y se llevaba la mano al pecho, aquel dolor… seguía, suave, pero seguía. Luego volvía a la oscuridad de la caja, al fondo de un mundo de añoranza y nostalgia. Sacó la pulsera de flores de azahar, descolorida y marchita, se la colocó y la miró, aún le servía. Era el símbolo de la pureza el día en que se casó con José. Notaba su presencia en cada esquina, y hasta en el aire que respiraba.

De un lazo azul celeste, colgaba la medalla de plata, ya ennegrecida, con la imagen de la Virgen. Se la habían otorgado siendo estudiante cuando pertenecía al grupo de “Las Hijas de María”, la besó y la depositó de nuevo en la caja, al lado de un montoncito de fotos, algunas amarillentas otras más actuales. Allí estaban: sus abuelos, sus padres, sus amigos, sus hijos, sus nietos, su marido y… Daniel, sentado junto a ella en un banco del parque.

Durante un instante su mente retrocedió al pasado. Recordó a aquel primer amor, aquella primera ilusión, al joven de rubios cabellos y alma aventurera que le había hecho vivir momentos maravillosos, aquel que un día se llevó el mar sin llegar a saber que algo suyo quedaba en ella: su hija Natalia. Estaba de pie a su lado, y ella le miraba mientras del bolsillo de su pantalón sacaba una cajita de raso. Allí estaba su secreto. Un secreto celosamente guardado y tan sólo compartido con José.

Tan ensimismada estaba que no oyó a Sara que salía con una bandeja en las manos:

—Tome, Justa, una tacita de café y un trozo de bizcocho. Hoy no ha comido nada y esto le va a sentar de maravilla, además debería entrar en la casa, empieza a refrescar. Si quiere se lo toma en la sala, estará mejor. Mañana le voy a traer unas rosquillas de anís, ya verá qué buenas, es una receta de mi madre…

Pero Justa no parecía oírle, en ese momento el sonido de la motocicleta de Manuel las hizo volver la cabeza hacia el portillo. Se levantó de repente, pero se tuvo que apoyar en la joven para no caer.

—Tranquila, no se mueva y tómese el café.

Manuel se acercaba por el sendero hacia la casa. Quiso incorporarse de nuevo, pero sus piernas no la dejaban moverse, su cuerpo estaba rígido, sus manos descansaban sobre la caja, y sus fatigados ojos se posaron fijos en el sobre que Manuel sacaba de la enorme cartera; sólo podía oír los latidos de su corazón.

—Sí, Justa, es de Natalia. La estabas esperando desde hace mucho tiempo, y… ha llegado.

Sara y su padre observaron el rostro de la anciana, estaba realmente emocionada, vieron una sonrisa dibujarse en sus labios mientras abría la carta. Y quisieron dejarla a solas. Se despidieron de ella desde el camino, pero Justa sólo tenía ojos para el sobre que tenía en sus manos.

Se puso las gafas y empezó a leer: —Querida madre

Mientras leía, sus manos sujetaban con fuerza el papel, como si no quisiera que ni la más leve ráfaga de viento se la arrancara, y siguió leyendo… hasta que llegó casi al final y entonces se llevó una de sus manos hacia la boca, en señal de asombro:… el jueves 22 de enero regreso a casa. Se quedó parada, apartó la mirada del papel, y pensó: —Hoy es… —Entró en la casa, sin soltar la carta, se acercó al calendario con la imagen de la Virgen del Carmen que tenía en la cocina, acercó sus ojos y entonces se dio cuenta: —Dos días, Dios mío… tan sólo un día…. tenía que prepararlo todo…

Nerviosa, se detuvo ante el teléfono y marcó el número. Al otro de la línea telefónica, la voz de su hija Irene.

—Hola, mamá, ¿cómo estás? ¿Pasa algo?

—Irene, he recibido noticias de Natalia… está bien… y… vuelve a casa —decía con la voz quebrada— estoy tan… contenta.

—Sí, mamá, nosotros también hemos recibido carta. Nos ha dicho que no lo dijéramos, porque quería darte ella la noticia. Pero… mamá, te noto muy agitada, mamá… ¿me oyes?…

—Sí, te oigo, estoy bien… es la emoción, hace tanto tiempo… Tengo que prepararlo todo…

—Mamá, relájate, vete a descansar, mañana vamos a verte. Mamá…

—Sí, sí. Mañana… mañana hablamos. Te… quiero hija.

El auricular estuvo a punto de caerle de las manos, de nuevo el dolor… más intenso. Se apoyó en la pared por un momento.

Se acostó pensando en lo que tenía que hacer, ¿le daría tiempo? Sacaría el juego de cama de flores y… la colcha de piqué que tanto le gustaba. Cogería unas flores para el salón y otras para la habitación de su hija —¿Tulipanes?… no… ¿Margaritas?… no, mejor rosas, sí, de las amarillas, son sus preferidas.

La cabeza no paraba de darle vueltas pensando y pensando en todo lo que tenía que hacer.

Un sudor frío invadió su cuerpo, el corazón se le aceleró hasta casi cortarle la respiración. Se había olvidado de tomar las pastillas, y el dolor era cada vez más intenso. Abrió la mano, y se dio cuenta de que no había soltado la carta, estaba arrugada y empapada del sudor de su piel. Dirigió su mirada hacia la foto del aparador: —Vuelve a casa, José, nuestra Natalia vuelve a… Sus ojos se cerraron al tiempo que la carta caía al suelo.

El rostro de Justa aparecía sereno, tranquilo. Las arrugas de su piel parecían haberse alisado de repente, su blanca tez no desfiguraba la belleza que en su día había dejado una maravillosa juventud. Entre sus manos, un rosario de cuentas de nácar.

Su cuerpo custodiado por sus hijos, parecía hablarles, parecía mirarles, con esos ojos que sólo salen de lo más profundo del alma. Natalia, sentada en una silla de ruedas, permanecía a su lado, con la cabeza apoyaba en su hombro, en silencio. Había llegado tarde, no pudo despedirse y no pudo decirle cuánto la mujer_anciana_nina1quería, no pudo darle las gracias. En el fondo sentía el alivio de que su madre se hubiera ido sin verla en aquel estado, tan demacrada por las huellas que la enfermedad había dejado en su cuerpo. Y daba gracias a sus hermanos por su complicidad, por su silencio. Los días interminables de dolores y fiebres en aquella cama del hospital, tan lejos, pensando que ya nada podía hacer por aquellos niños a los que dedicó su risa, su trabajo, su vida… le habían sumido en una profunda tristeza, al saber que tenía que regresar. Pero ahora ya no sentía dolor, sólo agradecimiento.

Finalizada la ceremonia, los tres hermanos salieron juntos del campo santo. Natalia lucía en la solapa de su negro abrigo un bello camafeo de oro y rubíes. Una suave brisa movía las ramas de los árboles formando la figura de dos rostros que sonreían cogidos de la mano.