Saltó el compañero que me precedía y me dispuse a hacer lo mismo, procurando dejar una distancia prudencial entre los dos para asegurarme que no me pateara en sus movimientos de buceo, pero no debía alejarme mucho de él para no perderlo de vista.
Bajé dos peldaños de la escalera del muelle y me coloqué de espaldas al agua, para lograr que la zambullida fuera más suave y no descolocara la mochila que teníamos que transportar.
Cuando calculé que había dejado el espacio justo, me eché para atrás y caí con suavidad al mar. Inmediatamente me giré y busqué a mi compañero con la vista. El agua estaba bastante turbia en el puerto naval, teníamos un anticiclón desde hacía varios días y había batido muy poco el mar, por lo que el agua estaba muy sucia. A pesar de la poca visibilidad lo encontré enseguida, a unos 6 o 7 metros delante de mí, justo en el momento en que tomaba su última bocanada de aire y se sumergía para bucear por debajo de la barcaza, que teníamos que cruzar de proa a popa, con el equipo de campaña. La eslora de la embarcación que teníamos que recorrer era de 14 metros.
En cinco o seis brazadas me encontré lo suficientemente cerca para repetir el movimiento que acababa de observar, y abriendo la boca expandí los pulmones con fuerza y cargué todo el oxígeno que pude para aguantar la inmersión sin dificultad.
Al sumergirme, busqué la sombra de mi compañero para tener la certeza de la dirección que debía tomar y confirmar que todo iba bien.
Esta prueba, para los alumnos de las fuerzas especiales, no resultaba demasiado dura, pero había que estar atentos para que no hubiera ningún accidente. Estábamos muy bien preparados físicamente y nos habían endurecido mentalmente para soportar momentos realmente difíciles.
Sin ninguna sensación de dificultad especial, iba desgranando los metros que me separaban de la popa y del final de la prueba, cuando un vahído me alertó de que algo raro estaba pasando. Dejé de moverme para que el mareo no inundara mi cabeza y me hiciera perder el control. Esperando poder recuperar la situación, me volví para advertir al compañero que me precedía, de que no me encontraba bien y de que iba a necesitar su ayuda. Pero no vi a nadie. ¿Dónde estaba? Quise ascender, pero tenía el casco de la embarcación justo encima y no tenía fuerzas ni claridad de ideas para buscar la superficie por el costado del barco.
Poco a poco iba perdiendo el conocimiento y sentía que lentamente me estaba hundiendo. La pérdida de conciencia impedía que el terror se apoderara de mí. Prevalecía un sentimiento de aceptación, generando un estado de paz y de tranquilidad, a pesar de percibir de una manera sutil que me estaba muriendo.
Apurando la poca conciencia que me quedaba, noté que no sentía la necesidad de respirar y me extrañó mucho. Se suponía que los pulmones necesitaban aire y lo tendrían que buscar de cualquier manera. Todo era raro, diferente. No había angustia.
Me alegré al ver la imagen difusa, pero evidente de mi padre. Quise extender mi mano hacia la suya, pero no hubo contacto. Otras siluetas se movían alrededor de mí, y me pareció reconocer algunas. A pesar de saber que estaba en el fondo de la rada, no había oscuridad, veía las cosas iluminadas, claras y nítidas, pero no había sonidos. No sentía mi cuerpo y paulatinamente, poco a poco, todo se apagó.
El capitán arengaba a los que iban apareciendo por la popa de la barcaza para que se dirigieran rápidamente a las escaleras más cercanas y salieran a tierra. Sabía que se iba a producir un hueco entre dos marines, porque conocía el incidente que se había producido en la escalera de salida con la mochila de uno de ellos, así que no le preocupó la tardanza que hubo entre dos alumnos. Al verlo aparecer, retomó la frecuencia normal en la secuencia de los buceadores.
Uno de los últimos, al poder recuperar la respiración después de tres o cuatro grandes bocanadas de aire, gritó al capitán, explicándole que le había parecido ver la figura de un hombre en el fondo, justo debajo de la barcaza. Inmediatamente, contaron a los hombres y confirmaron que faltaba uno. Sin dudarlo un instante se lanzaron los monitores al agua y encontraron a Miguel, boca arriba e inerte sobre el fondo fangoso del muelle. Lo subieron a tierra y en el muelle le aplicaron los primeros auxilios de recuperación.
Durante quince minutos le hicieron masaje cardíaco y la respiración boca a boca, pero al no haber respuesta, lo depositaron en el suelo de un jeep y lo llevaron rápidamente al hospital de la compañía.
Conocían un atajo a través del monte que separaba las bahías militar y comercial y aunque era un camino de tierra se tardaba muchísimo menos tiempo que por la carretera convencional. El coche daba unos saltos de vértigo, desplazándose a toda velocidad entre los baches y piedras de ese camino.
Los que acompañaban a Miguel tenían que agarrarse fuertemente para no salir despedidos y al cuerpo inerte apenas lo podían sujetar con los pies entre los tres que iban con él.
Me desperté horrorizado por un terrible dolor que me oprimía el pecho. No podía inspirar el aire que necesitaba. Intenté incorporarme para controlar mejor la situación, pero sólo conseguí retorcerme hacia un lado, como hace un gusano cuando lo molestas. Al cabo de unos estertores pude expulsar el agua que me tapaba la tráquea y el aire entró haciéndome recuperar la vitalidad que se me escapaba.
Cuando recuperé un poco la conciencia y miré alrededor para averiguar dónde me encontraba y qué estaba pasando, me di cuenta de que iba dando tumbos en un todoterreno militar y pude ver a tres de mis compañeros mirándome como quien se encuentra a un aparecido. Al intentar revivir mis últimos recuerdos me acordé de que estaba buceando bajo la barcaza. Todo era confuso, pero recuerdo claramente que vi a mi padre. Después, ya no me acuerdo de nada.
Me contaron más tarde en el hospital que estuve más o menos media hora muerto y que el traqueteo del jeep me produjo un masaje cardíaco que me devolvió a la vida.