El traqueteo Por Carlos Mollá

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Saltó el compañero que me precedía y me dispuse a hacer lo mismo, procurando dejar una distancia prudencial entre los dos para asegurarme que no me pateara en sus movimientos de buceo, pero no debía alejarme mucho de él para no perderlo de vista.

Bajé dos peldaños de la escalera del muelle y me coloqué de espaldas al agua, para lograr que la zambullida fuera más suave y no descolocara la mochila que teníamos que transportar.

Cuando calculé que había dejado el espacio justo, me eché para atrás y caí con suavidad al mar. Inmediatamente me giré y busqué a mi compañero con la vista. El agua estaba bastante turbia en el puerto naval, teníamos un anticiclón desde hacía varios días y había batido muy poco el mar, por lo que el agua estaba muy sucia. A pesar de la poca visibilidad lo encontré enseguida, a unos 6 o 7 metros delante de mí, justo en el momento en que tomaba su última bocanada de aire y se sumergía para bucear por debajo de la barcaza, que teníamos que cruzar de proa a popa, con el equipo de campaña. La eslora de la embarcación que teníamos que recorrer era de 14 metros.

En cinco o seis brazadas me encontré lo suficientemente cerca para repetir el movimiento que acababa de observar, y abriendo la boca expandí los pulmones con fuerza y cargué todo el oxígeno que pude para aguantar la inmersión sin dificultad.

Al sumergirme, busqué la sombra de mi compañero para tener la certeza de la dirección que debía tomar y confirmar que todo iba bien.

Esta prueba, para los alumnos de las fuerzas especiales, no resultaba demasiado dura, pero había que estar atentos para que no hubiera ningún accidente. Estábamos muy bien preparados físicamente y nos habían endurecido mentalmente para soportar momentos realmente difíciles.

Sin ninguna sensación de dificultad especial, iba desgranando los metros que me separaban de la popa y del final de la prueba, cuando un vahído me alertó de que algo raro estaba pasando. Dejé de moverme para que el mareo no inundara mi cabeza y me hiciera perder el control. Esperando poder recuperar la situación, me volví para advertir al compañero que me precedía, de que no me encontraba bien y de que iba a necesitar su ayuda. Pero no vi a nadie. ¿Dónde estaba? Quise ascender, pero tenía el casco de la embarcación justo encima y no tenía fuerzas ni claridad de ideas para buscar la superficie por el costado del barco.

Poco a poco iba perdiendo el conocimiento y sentía que lentamente me estaba hundiendo. La pérdida de conciencia impedía que el terror se apoderara de mí. Prevalecía un sentimiento de aceptación, generando un estado de paz y de tranquilidad, a pesar de percibir de una manera sutil que me estaba muriendo.

Apurando la poca conciencia que me quedaba, noté que no sentía la necesidad de respirar y me extrañó mucho. Se suponía que los pulmones necesitaban aire y lo tendrían que buscar de cualquier manera. Todo era raro, diferente. No había angustia.

Me alegré al ver la imagen difusa, pero evidente de mi padre. Quise extender mi mano hacia la suya, pero no hubo contacto. Otras siluetas se movían alrededor de mí, y me pareció reconocer algunas. A pesar de saber que estaba en el fondo de la rada, no había oscuridad, veía las cosas iluminadas, claras y nítidas, pero no había sonidos. No sentía mi cuerpo y paulatinamente, poco a poco, todo se apagó.

El capitán arengaba a los que iban apareciendo por la popa de la barcaza para que se dirigieran rápidamente a las escaleras más cercanas y salieran a tierra. Sabía que se iba a producir un hueco entre dos marines, porque conocía el incidente que se había producido en la escalera de salida con la mochila de uno de ellos, así que no le preocupó la tardanza que hubo entre dos alumnos. Al verlo aparecer, retomó la frecuencia normal en la secuencia de los buceadores.

Uno de los últimos, al poder recuperar la respiración después de tres o cuatro grandes bocanadas de aire, gritó al capitán, explicándole que le había parecido ver la figura de un hombre en el fondo, justo debajo de la barcaza. Inmediatamente, contaron a los hombres y confirmaron que faltaba uno. Sin dudarlo un instante se lanzaron los monitores al agua y encontraron a Miguel, boca arriba e inerte sobre el fondo fangoso del muelle. Lo subieron a tierra y en el muelle le aplicaron los primeros auxilios de recuperación.

Durante quince minutos le hicieron masaje cardíaco y la respiración boca a boca, pero al no haber respuesta, lo depositaron en el suelo de un jeep y lo llevaron rápidamente al hospital de la compañía.

Conocían un atajo a través del monte que separaba las bahías militar y comercial y aunque era un camino de tierra se tardaba muchísimo menos tiempo que por la carretera convencional. El coche daba unos saltos de vértigo, desplazándose a toda velocidad entre los baches y piedras de ese camino.

Los que acompañaban a Miguel tenían que agarrarse fuertemente para no salir despedidos y al cuerpo inerte apenas lo podían sujetar con los pies entre los tres que iban con él.

Me desperté horrorizado por un terrible dolor que me oprimía el pecho. No podía inspirar el aire que necesitaba. Intenté incorporarme para controlar mejor la situación, pero sólo conseguí retorcerme hacia un lado, como hace un gusano cuando lo molestas. Al cabo de unos estertores pude expulsar el agua que me tapaba la tráquea y el aire entró haciéndome recuperar la vitalidad que se me escapaba.

Cuando recuperé un poco la conciencia y miré alrededor para averiguar dónde me encontraba y qué estaba pasando, me di cuenta de que iba dando tumbos en un todoterreno militar y pude ver a tres de mis compañeros mirándome como quien se encuentra a un aparecido. Al intentar revivir mis últimos recuerdos me acordé de que estaba buceando bajo la barcaza. Todo era confuso, pero recuerdo claramente que vi a mi padre. Después, ya no me acuerdo de nada.

Me contaron más tarde en el hospital que estuve más o menos media hora muerto y que el traqueteo del jeep me produjo un masaje cardíaco que me devolvió a la vida.

 

 

 

Una conversación Por Catalina Pueyo

Pongamos por caso que una chica joven, o por lo menos de edad no muy madura, se enzarza en una conversación agradable y banal con una de sus compañeras de trabajo. La cual también es amable, cercana y conversadora. Pero (y aquí el pero incide en la frase como el filo de la cuchilla más envenenada en el historial de cuchillas envenenadas), mucho mayor que su interlocutora.

Es una mañana cualquiera; se cambian de ropa en el vestuario de la conservera, se ponen su gorrito de plástico, su uniforme verde y sus zapatos planos antiadherentes preparados para pisar suelos húmedos. Todavía no han llegado los demás compañeros.

Hagamos un esfuerzo de imaginación y veamos a nuestro segundo personaje no ya sólo como una mujer madura sino, siendo muy cruelmente sinceros, una anciana. Una mujer que por no caminar ya no camina sino que se desplaza impulsada por una extraña fuerza vital desde el más allá que la mantiene en un imposible y singular equilibrio en el más acá. Cuya expresión y sonrisa alcanzó el grado de la beatitud suprema que solo puede dar la edad, y la sensación de que hace mucho tiempo que ya no tiene nada que perder ni nada que demostrar más que amor y agradecimiento. A pesar de sus años, sigue con rigor las pautas del trabajo que desde hace tanto se le encomendó y que no está dispuesta a abandonar para tener el día ocupado. Llamémosla por ponerle un nombre, Aramea, pero podríamos llamarla Lucía o Cristina y en nada nos temblaría el pulso. Y seamos todo lo compasivos que podamos con su entrañable figura y pequeña estatura, como lo está siendo ahora mismo su compañera, la cordial joven con la que iniciamos el relato, cuyo nombre es Dorotea.

 Ambas están acabando de vestirse y es entonces cuando una de ellas, la joven, siente un impulso que en su ingenuidad piensa como algo nada dañino. Enternecida por el lento pero pertinaz movimiento de su compañera, e imaginándosela durante una larga vida dedicándose con pasión a su trabajo de conservera, sucumbe ante una poderosa curiosidad. ¿Cuál será la edad de la anciana Aramea?, se pregunta. Cómo le gustaría tener la misma energía cuando llegara a esa edad. Y amparada en la cálida conversación que están manteniendo, la joven se atreve a hacer la pregunta antes de que lleguen los otros trabajadores:

·         ¿Cuántos años tiene, Aramea?

·         ¿Cuántos años tienes tú, Dorotea?

·         Yo eh… 28, dijo titubeante y con una risa nerviosa.- Quizá la pregunta ha sido poco acertada, piensa. El filo del cuchillo atraviesa en ese mismo instante la cordialidad haciéndola añicos. Y la pobre Dorotea no sabe cómo salir de su inadecuado atrevimiento.

·         Lo siento pero no te lo voy a decir -censura la destartalada anciana- porque siempre que dices tu edad, luego te echan más años.

·         Ah, bueno, puede, yo ya la he dicho. Vaya -intenta disculparse Dorotea, aún más nerviosa-.

·         A mi madre le pasaba igual, no te creas, si le preguntaban la edad nunca contestaba. Incluso retiraba la palabra a quien osaba hacerlo. A su vecina no le habló más desde aquel día y fueron vecinas toda la vida.

La joven se sintió morir.

·         Pero yo no voy a hacerte eso a ti, ni mucho menos, dijo girándose hacia su taquilla para cerrarla y sin perder un momento su benévola y entrañable sonrisa.

·         Gracias Aramea, lo tendré en cuenta. Nunca más diré mi edad, concluyó tímidamente Dorotea.

Ese es el final de la conversación y como todos están pensando, el inicio de un largo, larguísimo silencio.

La noche del cazador (1955) Por Luigi De Angelis

La noche del cazador

Los innovadores no son siempre aclamados en su época. La premisa se aplica a Charles Laughton, actor de renombre cuya primera incursión en la dirección fue también la última, debido al poco éxito de su cinta de suspense La noche del cazador. Con marcada influencia del expresionismo alemán y una atmósfera que evoca la borrosa línea entre el sueño y la realidad, no resulta descabellado pensar que el público, en su momento, fue incapaz de acoger lo que observaba.

 El argumento gira en torno a Harry Powell, un psicópata, predicador de su propio culto, que asesina viudas y se lleva su dinero en nombre de Dios. Su próxima víctima: Willa Harper; el botín: $10.000,00 resguardados celosamente por los pequeños hijos de la mujer. Lo que pudo ser un thriller al uso, en manos de Laughton, del guionista James Agee y del director de fotografía Stanley Cortez, se convierte en una preciosa alegoría de la lucha bíblica entre el bien y el mal, un lienzo gótico de rara belleza que logra la difícil tarea de traducir a lenguaje cinematográfico la sensación de una pesadilla.

 Powell merece especial distinción como gran personificación del mal. Modélica creación del actor Robert Mitchum, este personaje se revela complejo; por un lado, despreciable y patético y, por otro, carismático y convencido de su distorsionado y enfermizo imperativo moral. Siniestro e hipnótico, dos palabras que definen a la perfección a Mitchum y también a este bello film.

Una mujer bajo la influencia (1974) Por Luigi De Angelis

Una mujer bajo la influencia

Filmado y distribuido de modo atípico, este film es como ningún otro. Esta revelación se produce en el mejor de los sentidos, pues da cuenta del carácter pionero y original de la obra de John Cassavetes, padre del cine independiente. Es justamente la dirección, en conjunto con las intensas interpretaciones de Gena Rowlands y Peter Falk, lo que confiere vitalidad y una sensación de experiencia vivida a este drama que disecciona con extraordinario detalle la crisis de una pareja de clase trabajadora.

 La agresividad, la fragilidad de la estabilidad mental, la encrucijada de la mujer a partir del movimiento feminista y los brutales efectos de la presión social, son los complejos temas abordados por Cassavetes en esta cinta. Con escenas largas y extenuantes, alto grado de improvisación en la construcción de éstas y un estilo visual que evoca al cinéma vérité, ver esta película, para mí, se tradujo en una experiencia en todo el sentido de la palabra; es imposible no sentirse retado, conmovido y agotado luego de verla.

 En cuanto a las actuaciones, si bien Peter Falk es excelente en el papel de un hombre que ama a su esposa pero falla en sus intentos por comprenderla, es Gena Rowlands quien captura íntegramente el interés. La actriz se entrega al personaje por completo, adopta sus manerismos, se sumerge en el mundo interior de éste, absorbe su profunda sensibilidad y logra la maravilla de transmitir la desesperación de una mujer que no puede conformarse con los límites que su contexto le impone y la ferocidad de su lucha física y espiritual por ser la mujer que es y no la que la sociedad quiere que sea.

Máquinas Por Carlos Mollá

¿Es un error científico dar por sentada una hipótesis? Supongo que sí. El método científico suspendería mi trabajo por el solo hecho de plantearlo. Consciente de ello, a pesar de todo, me atrevo a asegurar que la materia del universo no tiene ninguna intención prefijada de adónde quiere llegar y en qué desea transformarse. No he sido capaz nunca de imaginarme a las moléculas combinarse para conseguir una funcionalidad específica o una forma determinada.

Para entender las ideas que voy a expresar es necesario aceptar esta tesis de una manera rotunda. Dejemos, por definición, que sólo la conciencia sea capaz de contener esta propiedad de planificar el futuro. Por cierto, la conciencia es una característica que ha aparecido en la naturaleza hace solamente unos pocos millones de años, digamos que entre 3 y 5 millones de años.

Es decir, existen otros 11.000 millones de años, desde el origen de este universo, donde el desarrollo de lo que conocemos ha tenido dos únicos factores que lo han hecho posible, el azar y la necesidad, que han trabajado al unísono sin ningún plan preconcebido, sin plano de montaje, para dar como resultado el mundo que conocemos.

Las moléculas, los complejos orgánicos, los organismos y los seres vivos tenemos algo en común, que es la dificultad de mantener durante mucho tiempo nuestra integridad física y en definitiva nuestra propia esencia. El entorno en el que nos movemos tiende a apoderarse de nuestra energía y convertirnos en otra cosa de lo que somos. Esto le ocurre tanto a un átomo de hidrógeno como a un organismo complejo de la misma manera.

La única forma de proteger nuestra estabilidad existencial es volvernos más complejos, creando superestructuras que nos protejan de la hostilidad del medio. Un átomo de hidrógeno aislado es mucho más inestable si está solo que si se une a otro átomo de hidrógeno. Un ser humano llegará a ser más viejo si vive en una casa que si lo hace en una sabana africana.

El fenómeno evolutivo es el mismo en ambos casos. Ya sea de manera casual o de forma inteligente, si no se construyen estructuras más complejas la persistencia en el medio se hace muy precaria. Por otro lado, el entorno es cambiante, por lo que las líneas de desarrollo de esa complejidad también han de cambiar.

Es sencillo, si nuestro átomo de hidrógeno no consigue asociarse a otro similar a él, será el oxígeno el que lo transforme en una molécula de agua. Cuando a través de esta asociación con otros átomos se forman moléculas complejas, éstas tienen la misma necesidad de permanecer en su esencia que nuestro hidrógeno y buscará fórmulas de estructuración cada vez más complejas para estabilizarse y persistir. Y así sucesivamente.

No es de extrañar entonces que por reacciones aleatorias y en un espacio enorme de tiempo, vayan apareciendo moléculas tan complejas como proteínas, glúcidos y lípidos, con características funcionales y estructurales muy complejas y que son la base de los organismos vivos. A su vez apareció una nueva molécula con secuencias internas repetitivas de submoléculas, que son en sí mismas un lenguaje codificado. Tres de estas submoléculas son suficientes para elegir un aminoácido, por lo que sería capaz de definir proteínas específicas para cada una de las series contenidas en el ADN, que así se llama esta maravillosa molécula. Además añade la capacidad autorreplicante; es decir, pueden generar una molécula exactamente igual a ella. El salto cualitativo es gigantesco porque se empieza a utilizar la información codificada como una manera de acumular complejidad. Se introdujo un parámetro nuevo en la búsqueda de la estabilidad. No sólo se barajaban diferentes reacciones químicas aleatorias, sino que ahora también se hacía con bases de información para probar nuevas adaptaciones. Había nacido el gen, la unidad de información orgánica.

Estas moléculas no necesitaban más que rodearse de estructuras proteicas y demás moléculas orgánicas para formar los primeros seres vivos, capaces de replicarse y así poder transmitir la información que portaban generación tras generación.

Se creó el ente organismo para contener, preservar y transmitir a los genes contenidos en él. Los individuos no eran más que máquinas de supervivencia y transmisores de información al reproducirse.

Pero para que este nuevo sistema fuera lo suficientemente dinámico, era necesario que la información pudiera cambiar en espacios de tiempo suficientemente cortos para ser efectivos con los cambios medioambientales que siempre se están produciendo.

Los únicos fenómenos que eran capaces de alterar el código genético de estos organismos eran las mutaciones generadas por los rayos cósmicos y ultravioletas y por los errores en la replicación. Estas alteraciones son por lo general muy perjudiciales para el ser vivo que las sufre y solamente muy pocas de ellas consiguen efectos beneficiosos, por lo que había que buscar variabilidad genética de otra manera más efectiva. ¡Qué mejor que buscarla en organismos similares que tengan ya probado su éxito en el entorno en el que sobreviven! Asociándose a otros individuos, mezclando sus genes y sometiendo la mezcla a la selección natural, se conseguían elaborar líneas evolutivas con las características necesarias para perpetuarse más exitosamente. Había nacido la reproducción sexual.

Han pasado 3.500 millones de años desde la aparición del gen y se han sucedido infinidad de especies y miles de millones de individuos que han nacido para después desaparecer y lo único cierto es que la información genética es lo único que permanece, lo único que trasciende al tiempo.

Cuando aparece el ser humano se produce un hecho enormemente similar a la creación del gen, que es la creación del mem o unidad de información cultural. El salto cualitativo que está produciendo el mem será mucho mayor que el impacto que produjo el gen, pero el efecto es el mismo. Ha conseguido un nivel de complejidad cuyos límites son difíciles de imaginar y una trascendencia en el tiempo exactamente igual a la que tiene el gen, provocado por el éxito existencial que los seres humanos tenemos en el entorno que nos movemos. Al fin y al cabo ése era el objetivo de nuestra evolución. Como máquinas de supervivencia hemos conseguido un grado más de complejidad para la supervivencia del gen.

Lo anecdótico de este proceso es que el mem nos está llevando a unos niveles tecnológicos de tal magnitud que nos hace capaces de manipular al gen, “nuestro creador”.

Veremos adónde nos lleva esta extraordinaria tecnología.

La bailarina Por Catalina Pueyo

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Bramina Branatinova esperaba correctamente en su posición de inicio. La tirantez del moño apenas le molestaba lo más mínimo, por el contrario, despejaba la limpieza de su frente ante la inminente puesta de escena de su solo. Las puntas estaban perfectamente anudadas, el mallot se ceñía como un pincel afilado al contorno de su cuerpo y el tutú enmarcaba con la rigidez ortodoxa el inicio de su cintura. Frente a ella, el telón rojo pesado, desgastado por el polvo de cien años de representaciones. Los más grandes de la danza habían pisado antes que ella ese escenario. Lo sabía, una sonrisa de satisfacción recorrió su rostro. Pero no se dejó perder en este pensamiento. Recobró la concentración.

 Perfectamente colocada, repasó mentalmente la coreografía que iba a ejecutar de principio a fin, y que había ensayado durante meses hasta casi la extenuación. Llevaba impresas las notas en su piel, los movimientos en cada músculo de su cuerpo rugían por hacerse visibles, pero ahora debía mantener la posición y permanecer expectante.

Cuando el telón rojo hiciera el amago de levantarse iniciaría el primer relevé de la coreografía. No quedaba mucho. Una gota de sudor emergió del tirante cabello hacia una de sus sienes mientras reestructuraba su figura de salida. Piernas cruzadas en quinta posición, brazos en primera ligeramente suspendidos por encima del tutú, cuello estirado, hombros bajos, cabeza ladeada tres cuartos… El telón continuaba pesadamente incrustado en el suelo del escenario.

 Se adivinaba, por el calor y el aliento humano, el aforo del teatro completo, pero el grueso material de la tela rojiza impedía adivinar con exactitud el número de asistentes que habían acudido al encuentro. Eso sólo se sabría al comenzar, cuando los tuviera frente a frente. La bailarina tragó una minúscula mota de saliva para facilitar la sequedad de la espera. Con dulzura y comedidamente, bajó la barbilla para relajar el cuello mientras respiraba el polvo ancestral del escenario y volvía a colocarla en la posición original. Ya debía quedar mucho menos.

Miró con fijeza el telón como si quisiera horadarlo con una pestaña certera para dejarse paso a través de él y ver. Parecía hecho de mármol, de latón cromado, de hierro. La espera empezaba a ser tortuosa y el público guardaba el escrupuloso silencio y la respiración de un cura oculto en un confesionario. Bramina no podía siquiera pronunciar una palabra. Sentía la espalda, la espina dorsal sujeta por el ajustado mallot hiriente, lacerante. La primera posición de los brazos comenzaba a pesarle más. Los hombros se resentían. La tirantez del moño, los pies colocados abiertos, las piernas alargadas se resentían. Y el telón majestuoso, inmenso, a su frente. El escenario se asemejaba a un acorazado siniestro. Esto está a punto de empezar, pensó, y notó cómo caía la segunda gota de sudor por su sien.

Los focos alumbraban intensamente el proscenio donde se dibujaba, tenue, su sombra, que no se había movido un ápice de la posición inicial. Perfecta, respiraba y esperaba. Tiene que quedar muy poco. Tensó la postura. Tenemos que estar a punto de empezar. Respiró para dar inicio a los movimientos que arañaban sus músculos sin reparos, los acuchillaba. Los brazos en primera, los pies en quinta, el pelo tirante y la gota de sudor en la sien. Ahora sí que comienza.

Y frente a ella el telón rojo, espeso, inamovible y perenne por el resto de los tiempos. Tiene que faltar muy poco, estaremos a punto de comenzar…

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Encuentro y desencuentro Por Carlos Mollá

Sentado en aquella terraza del restaurante me venían sensaciones contradictorias. Por una parte me admiraba y asombraba por el espléndido vergel donde se ubicaba el balneario, que nunca imaginas cuando recorres los últimos kilómetros de un paisaje árido y pedregoso justo hasta la última curva del camino donde, por arte de magia, se presenta ante tus ojos un auténtico bosque húmedo, cargado de una vegetación y una vitalidad maravillosas. Pero por el otro, al ir a buscar con el tenedor algo de la raquítica ensalada que te ponen en el plato para poder perder algún kilo de los que me sobran, caigo en una pequeña depresión y aparece sin piedad alguna la razón que me ha traído a este lugar: dejar de fumar y perder peso.

Llevaba tantos intentos que no me encontraba muy esperanzado, pero tenía que conseguirlo, sobre todo para poder escapar de la terrible adicción al tabaco que me llevaba, día tras día, a consumir más de dos cajetillas.

Las terapias las hacíamos en pequeños grupos donde la gente iba rotando de unos grupos a otros para no generar demasiada complicidad entre los participantes y el trabajo introspectivo e individual fuera más efectivo, así que pasaba los días sin relacionarme con nadie.

Cuando vi al camarero acercarse a mi mesa, imaginé que me traía un suculento segundo plato, pero al dejarme sobre la mesa un platito con un sobre, mi desilusión hizo que el agujero de mi estómago se hiciera más patente.

Estaba contenta después de todo, porque elegí un balneario en España, por Internet y desde Escocia, hubiera parecido un riesgo demasiado grande para muchos, pero esta vez tuve suerte y mi intuición me ha traído a este lugar tan maravilloso. Las terapias eran muy acertadas y los monitores de las actividades que yo había elegido eran también muy profesionales.

Las rotaciones entre los diferentes grupos me permitían conocer a mucha gente, que era además una de mis aficiones principales. En yoga me fijé en un hombre de cerca de 50 años que me enterneció muchísimo. Se notaba que nunca en su vida había hecho una actividad de este tipo y se peleaba con torpeza con su propio cuerpo de una manera muy cómica. No era muy alto, pero sí fuerte, tenía una cara ruda, pero noble, y una alegría permanente en su actitud. Me pareció que conocerlo colmaría mi satisfacción por haber elegido este lugar, así que le escribí una nota, esperando y confiando que supiera inglés, y se la mandé a través de un camarero. Las cosas a las que una se atreve cuando está lejos de casa.

La lectura de la nota me sorprendió y me halagó muchísimo. Pero muchas esperanzas de encontrarme con algo realmente atractivo no tenía. Ya me imaginaba a la típica gorda pasados los 60 que se anima a tener una aventura en su sexualidad postrera. Me preguntaba cómo iba a localizarla y si debería intentarlo. Podía preguntar en recepción, pero no quería descubrirme demasiado porque lo que más tenía era curiosidad, de manera que no le hice demasiado caso a la invitación y seguí con mi plan diario como si nada.

Cuando estuve segura de que había recibido la nota, busqué un momento para cruzarme con él y presentarme sin parecer demasiado descarada. Ese momento lo encontré al salir del comedor después de desayunar, ya que iba a estar descansada y recién arreglada después de la ducha. Me dirigí hacia él y lo llamé educadamente, “¡Mr. González!, hola Mr. González, mi nombre es Patricia Kirkpatrick. ¿Cómo estás?”.

Al oír mi nombre me detuve y miré a quien me llamaba. Me encontré con una bonita y simpática cara redonda, cargada de pequeñas pecas, mirándome con unos vivísimos ojos oscuros y una franca sonrisa. Tenía el pelo pelirrojo combinado con una curiosa piel tostada. ¡Era preciosa! En cuanto pude reaccionar le devolví el saludo y con pocas palabras convinimos en ir a cenar juntos esa misma noche.

La velada transcurrió más que perfecta, nos sentimos tan en confianza que nos contamos todo. Le conté que estaba casado, que tenía dos hijos varones y que trabajaba en el comercio mayorista. Le reconocí que nunca le había sido infiel a mi esposa, pero acotando que era también la primera vez que no sentía ningún tipo de culpa disfrutando de la compañía de otra mujer. Le declaré que me sentía enormemente a gusto con ella. Le expliqué la importancia de un encuentro como éste a nuestra edad y que por nada del mundo podíamos dejar escapar, como tantas otras veces hemos hecho siendo más jóvenes.

Lo único malo de la noche fue que mandé la dieta a paseo.

Cuando pude observar a mi compañero de cena más de cerca, arreglado y sin pelearse con sus piernas, me sentí muy atraída por él. Era muy divertido, no paraba de hacerme reír. En los momentos serios me pareció muy sincero e inteligente. Se estaban cumpliendo todas mis expectativas, pasar una saludable y relajante semana y además conocer a alguien interesante. ¡Todo estaba resultando fantástico!

No tuve el más mínimo reparo en invitarlo a mi habitación una vez que nos terminamos los primeros cócteles que nos tomamos.

Entramos en la habitación y al cerrar la puerta pareció que se abría la veda, por lo que la agarré por la cintura y la besé, manteniendo los cinco sentidos alertas para estudiar todas mis sensaciones. No apareció la culpa, por el contrario me inundó una euforia y una felicidad que no recordaba desde hacía ya mucho tiempo.

Cuando las manos empezaron a comprometerse con más intensidad en la faena, ella me pidió permiso para el obligado paso por el baño.

Yo no sabía qué hacer, si desnudarme o esperarla, si meterme en la cama o sentarme en una silla. Allí estaba, como un pasmarote y atacado por los nervios, parecía un chiquillo de 15 años, cargado de fantasías.

Un repentino retortijón me sacó de mis pensamientos y me encendió las alertas. No quise darle importancia porque había cumplido con mis rituales mañaneros, como siempre hago y con los que gracias a ello nunca tuve ningún problema con mis intestinos. Intenté volver a concentrarme en el momento que estaba viviendo, cuando otro dolor, esta vez acompañado de un convincente ruido, me pusieron en la realidad de una situación que no iba a poder eludir. Sentí que la palidez me inundaba la cara y que la voluntad de aguantar me abandonaba.

Sonó la puerta del baño y al abrirse apareció ella, con una bata finísima. ¡Era un sueño! Sonriéndome, empezó a caminar hacia mí para culminar el maravilloso momento que habíamos dejado en suspenso.

– Discúlpame Patricia, pero tengo que hacer algo con urgencia. Vuelvo en cinco minutos. Por favor, espérame que enseguida estoy contigo.

Me giré y salí corriendo hacia el baño y sin apenas tiempo para cerrar la puerta, me senté en el retrete. Todo mi interés estaba centrado en que la inoportuna incontinencia produjera el menor estruendo posible para que al otro lado de la puerta no se estropeara el mágico momento generado en este hermoso encuentro.

Cuando terminé, salté rápidamente a la ducha y en un minuto apuré la toalla para secarme y vestirme lo más rápidamente posible. Salí del baño con la prudencia de quien pide perdón por algo que no deseaba que hubiera ocurrido.

Al principio no entendía nada, pero al verle con la cara tan desencajada y salir corriendo de esa manera, me di cuenta de lo que le estaba pasando. Me quedé sentada en el borde de la cama intentando eliminar de mi cabeza aquellas sensaciones negativas de la nueva situación, pero no podía evitar imaginar la escena completa de su frenética carrera, acompañada además por los ruidos más aerofágicos que jamás había escuchado. Al cabo de unos minutos, di carpetazo, por mucho que me pesara: me vestí y salí de la habitación para dirigirme a la cafetería donde disfruté de un muy bien preparado gin tonic mientras me dejaba mirar a gusto por un desconocido de lo más atractivo.

Balas sobre Broadway (1994) Por Luigi De Angelis

 

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Una obra exquisitamente montada por Woody Allen que deviene en una cariñosa y divertida, así como crítica y corrosiva, mirada al mundo del teatro de finales de los años 20.

Como nota singular, he visto la película, he leído el guión íntegro y también he sido espectador de la versión musical dirigida por Susan Stroman. En consecuencia, Balas sobre Broadway es parte importante de mi experiencia individual con el arte en varias de sus facetas; un cuento con gánsters, coristas, jazz y divas de Broadway que he apreciado con auténtico respeto y fascinación a lo largo de los años. Sobre todas las cosas, es una historia que todavía me conmueve por la fuerza de su mensaje: si no naciste con talento, no te amargues y vuelve a Pennsylvania.

La galería de diversos y coloridos personajes es uno de mis aspectos preferidos. Dianne Wiest, como una prima donna, crea una parodia de delicado equilibrio. Cuando grita “¡Clitemnestra!” ante un teatro vacío sé que estoy frente a una actriz de extraordinaria habilidad cómica y dramática. Chazz Palminteri, como un matón dramaturgo, y Jennifer Tilly, personificando a una actriz terrible, se apoderan de sus roles con resultados de genuina comicidad. Completan el elenco un excelente John Cusack en el protagónico, acompañado por Mary-Louise Parker, Jack Warden, Jim Broadbent y Rob Reiner, todos espléndidamente integrados con la finalidad de dar vida a las palabras de uno de los guiones más entretenidos de Woody Allen.

El rey de la comedia (1982) Por Luigi De Angelis

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Robert De Niro, en su cuarta colaboración con Martin Scorsese, cuenta con un amplio espacio para la improvisación y se sumerge en el rol del estrafalario comediante Rupert Pupkin, quien esconde los caracteres de un psicópata. Si el Travis de Taxi Driver generó una impresión, su Pupkin es un trabajo que evidencia una rigurosa y profesional labor actoral por parte de uno de los mejores y más representativos intérpretes de la generación del 70 que aplicaron recurrentemente el método de Lee Strasberg.

 Muy adelantada para su época, en sus momentos más memorables, se erige como una incisiva y cáustica reflexión acerca del culto a las celebridades y la obsesión por la fama. Se trata de zonas oscuras de la psique humana dando vida a un guión que, de forma muy natural y fluida, analiza clínicamente a sus personajes y esboza la cruel parodia de ellos. El resultado es fascinante, oscuramente divertido e inteligente.

 El estilo de Scorsese para filmar esta historia es íntimo y auténtico. Las escenas clave poseen un estilo realista que induce al espectador a vivir el momento, a respirar el mismo aire que el personaje principal y a conocer las sensaciones del pequeño microuniverso que ha construido en torno a su obsesión. Scorsese cimenta su reputación de genio creativo y realizador meticuloso al crear una obra compleja con texturas, zonas grises y riesgos, un ejemplo vivo del mejor cine independiente americano.

La vuelta a casa Por Elisa Pérez

 

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La carretera se sostenía entre curvas que obligaban a penetrar en ellas en medio de una espesura de tonalidades verdosas.

En el coche Sonia se movía sin cesar, a pesar del dispositivo de protección que la sujetaba. Era inquieta, era pequeña. Con apenas siete años no paraba. Además no cesaba de emitir sonidos, canturrear o gritar. En la escasa media hora que habían recorrido, la frase apareció por primera vez en su boquita: ¿Cuándo llegamos?

Ni Andrea ni Juan se acostumbraban. Nada más comenzar cualquier viaje o salida, la pequeña comenzaba a preguntar. No habían transcurrido cinco minutos más, que a ella debían parecerle siglos, y surgía de nuevo con su inquietante pregunta; así una, dos, seis, veinte veces.

La paciencia inicial de los padres se iba diluyendo como un terrón de azúcar en un tazón de leche.

Sonia, tras su inocente cabeza rubia, escondía una gran imaginación. Para sus padres iba más allá de lo considerado normal. No era normal leer con su edad, ni normal se podría considerar que montara perfectamente en bicicleta desde hacía algo menos de dos años.

Andrea se quedaba perpleja con las preguntas de su niña, a la que acompañaba también un físico peculiar. Piernas cortitas, manos grandes, cuello imperceptible, se unían a unos ojos exageradamente saltones bajo unos párpados que cedían hacía delante en el vivo rostro. La imagen no era muy agradable pero en cuanto abría su boca de labios siempre húmedos, algo descolgados, la gente dejaba de mirarla para escucharla.

El viaje de regreso estaba resultando largo y cansado. Un sinfín de juguetes, puzzles y cuentos ocupaban el asiento trasero del vehículo, junto a la niña, con la esperanza de que se mantuviera quieta y callada, especialmente ese día. Aun así no paraba el vendaval infantil, ni siquiera el sueño la rendía.

Andrea necesitaba descansar. Al salir había conducido y ahora había cedido el puesto a su marido.

Las curvas seguirían unos kilómetros más, conocían bien el paisaje que comenzaba a teñirse de verde por el horizonte. La casa de los abuelos se situaba lejos del pueblo más cercano que daba acceso a la autovía del Sur. El camino era largo, casi siete horas, que hacían dudar a Juan durante varios días antes, la conveniencia del viaje. Juana y Tomás eran peculiares. Decidieron vender la casa del pueblo y comprar la finca “Los Abades”. Andrea lo interpretó como una oportunidad de vivir la naturaleza, favorable para que Sonia conociera otro entorno.

A la niña le encantaba visitarlos. A menudo preguntaba por Juana y Tomás, que era como los llamaba, nunca se refería a ellos como abuelos, yayos o algo más convencional.

–          ¿Quién ha dibujado esas líneas entre los árboles? Preguntó de pronto Sonia, haciendo abrir los ojos a su madre que intentaba relajarse un segundo.

–          ¿Qué líneas? – acertó a responder

–          Aquellas de allí.- sus deditos regordetes señalaban los límites que delineaban las parcelas de los cultivos

–          Nadie, Sonia, sólo están allí porque sí.

–          ¿Tú sabes por qué están así dibujadas, papá? Incansable, la niña seguía preguntando sin obtener respuesta de Juan.

Este bastante tenía con seguir atento el dibujo de las curvas en la carretera. Odiaba este tramo, y no entendía la razón de esta visita tan inesperada a sus suegros. Como con tantas otras cosas, Andrea no veía lo que no quería ver.

–          Mamá, ¿cuánto queda?

El habitáculo del coche se estrechaba, se iba haciendo agobiante para los tres. La noche anterior no había sido tranquila para la pareja. Ahora añoraban más que nunca un silencio completo.

–          ¿Papá por qué has dormido en la habitación que los abuelos guardan para los invitados? – la pregunta planeó en el ambiente clavando afiladas punzadas en los otros dos ocupantes.

–          ¿Cuánto queda? – continuó Sonia en su discurso infantil sin tregua.

Las dos preguntas quedaron sin respuesta inicial.

–          Calla ya, Sonia, te acabo de decir hace cinco minutos que aún falta mucho.- La expresión de Andrea al decir esta frase imploraba silencio una vez más.

–          Duérmete un poco, cariño.

–          Esta noche soñé con murciélagos, mamá, pero no me daban miedo.

Las formas irregulares de los bosques espesos comenzaban a desaparecer. Al fondo la cadena montañosa aún tenía restos de nieve en sus cumbres.

Andrea había tenido un mal sueño. Por la tarde había encontrado el momento para hablar con su marido mientras la niña corría con el abuelo Tomás. Pocas palabras encerraban mucho. Su esfuerzo diario con la niña, en el papel de madre solitaria, la estaba destruyendo. Juan permanecía ajeno al círculo madre-hija, con sus constantes ausencias y viajes de trabajo.

–          ¿Qué quieres decir? Pregunta incorrecta, pensó Andrea. La comunicación se había roto.

–          Sonia necesita una atención especial, y yo también.- trató de explicar a un Juan que no esperaba una conversación así en un lugar como ese.

De nuevo la pregunta sacó a Andrea de sus amargos recuerdos:

–          ¿Cuándo llegamos, mamá?

A punto de dar un grito, tomó un CD infantil de la guantera. En el movimiento rozó la mano de Juan que hacía un cambio de marcha. Sintió frío, pero se calmó.

–          Ya queda menos, Sonia, escucha y calla.

Juan miró por el retrovisor a la niña que había cambiado la vida de ambos. Menos intimidad desde que llegó. Por ella tomó la decisión de aceptar el nuevo empleo: más salario, mejor categoría.

–          Tenemos que darnos un tiempo, necesito saber que no tengo que esperarte, que no tengo que estar pendiente de tus escasas llamadas y de no preocuparme de las dudas que me asaltan. Quiero centrarme en Sonia, sólo en eso- había confesado Andrea a su marido.

El recuerdo de esa frase se impuso en el interior del coche, entre la canción infantil del CD y la voz de Sonia que canturreaba sin ningún rubor, una letra inventada.

–          De acuerdo, había contestado Juan.

Demasiado fácil. La respuesta había sido tan rápida que Andrea entendió que la sospecha de que algo estaba roto también era evidente para él.

–          ¿Cuánto falta?- de nuevo la pregunta. La canción había cesado antes de lo deseado para los padres.

El aire era cada vez más irrespirable en el interior del vehículo; ajena, la niña continuaba con su plan.

–          Quiero llegar a casa, exigió con vehemencia.

–          Y yo también, contestó esta vez Andrea

Tras los cristales, un viento huracanado había comenzado a mover los árboles. Hasta los pequeños arbustos parecía que iban a arrancarse de raíz.

–          Mira papá ya veo nuestra casa, gritó de pronto Sonia. ¿La ves tú, mamá?

El volante entre las manos de Juan aguantaba los arrebatos del viento al mismo tiempo que sus sentidos tenían la sensación de que algo se vencía en el interior del vehiculo.

La vuelta a casa no significaba lo mismo para los tres.