Raquel, Raquel (1968) Por Luigi De Angelis

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Con un presupuesto nada ostentoso, dirigida de forma sensible y pulcra por Paul Newman y protagonizada por su esposa, la siempre exquisita Joanne Woodward, Raquel, Raquel me parece un buen ejemplo de la clase de obra que nace de la constancia y la pasión por contar historias. En efecto, es una película que siempre logra involucrarme con la visión personal de su creador.

Intimista y humano, el drama que propone Newman es el estudio de un personaje definido por su contexto y su pasado. Raquel es una mujer de 35 años, soltera, maestra de escuela, introvertida y sexualmente reprimida. Su vida transcurre de manera sosegada en un pequeño pueblo en medio de flashbacks que muestran una niñez de represión emocional y fantasías intermitentes que denotan su ansiedad por experimentar el roce de su piel con la de un hombre y gozar del placer carnal.

Como generalmente ocurre en cintas cuyo interés radica en el análisis del personaje central, el aspecto interpretativo es crucial. En este sentido, Joanne Woodward cumple con una actuación deliberadamente lacónica y a la vez vívida, revelando las mejores aptitudes e instintos de una actriz capaz de imbuirse en su papel. Woodward hechiza con una interpretación que transmite ansiedad, temor, esperanza, soledad y reivindicación a través de miradas elocuentes y un dominio absoluto de la expresión corporal. De igual forma cabe destacar a Estelle Parsons en el papel secundario de Calla, la mejor amiga de Raquel, un sorprendente retrato progresista y simpático de una mujer lesbiana, algo poco común.

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Para su primera película como director Paul Newman consiguió montar una obra brillante. Raquel, Raquel es una cinta inteligente y madura que lentamente se erige como una rareza dentro del cine americano por su manera sensible y desprejuiciada de analizar la sexualidad femenina a partir del cúmulo de experiencias de una mujer común.

Magníficos borrachos Por Horacio Otheguy Riveira

El arte y el alcohol forman una pareja de gran creatividad y poderosa autodestrucción. Desde tiempos remotos estos extremos van unidos y persiste su cautivante influjo. Creadores que navegan en ingeniosos ríos de bebidas variopintas en busca de un estado ideal que a menudo conquistan en obras de ficción y fugaces episodios reales. Un mundo en el que el negocio de los fabricantes y comerciantes organiza día a día su fabuloso cocktail, a corto o largo plazo asesino; eso sí, advirtiendo que se beba con moderación.

El influyente néctar y la delirante poesía se entrecruzan, se adoran y repelen en busca de un eterno paraíso en numerosas historias presentes en la literatura, el cine y el teatro.

 

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No sé beber poco

Hay tanto y tan bueno para escoger que, ante la brevedad inevitable de un artículo, me dejo llevar por la mera memoria y el aroma de mi exquisita bebida on the rock junto al teclado (un Gimlet: ginebra, soda, licor de lima, la bebida característica del detective Philip Marlowe, creación del escritor Raymond Chandler).

Por ejemplo, la hermosa madurez de Catherine Deneuve en Place Vendome (1998). Allí su personaje —atribulada dama de joyero que la ingresa cada tanto en una clínica para desintoxicarla— reconquista su libertad una vez muerto su adinerado cónyuge. Se las apaña y lo consigue con exquisita lucidez. Pero en un momento de peculiar desequilibrio, un hombre la quiere convidar: ¿Un poco de vino?

Y ella responde: No sé beber poco, y rechaza la invitación. Y tampoco saben beber poco los personajes que recuerdo ahora: un puñado de buenos amigos tabernarios, a caballo entre la ficción y la realidad, en ese punto inquietante en que se confunden las obras maestras.

 Bebedor y santo

En 1939 —y en sólo 90 páginas—, Joseph Roth cerró su última obra, La leyenda del santo bebedor, una aventura de puro ensueño en el último día de Andreas Kartak, quien recorre situaciones ideales de amor, sexo, dinero y bebida hasta morir, como lo haría el propio autor días más tarde con sólo 44 años: un austriaco en París que ha dejado una obra muy rica (Confesión de un asesino, La cripta de los capuchinos, Job: historia de un hombre sencillo…), pero esta Leyenda del santo bebedor es una obra maestra en gran medida autobiográfica: Andreas avanza maravillosamente borracho en un contexto de notable ingenuidad religiosa y sexual: una apología del alcohol que le arropa y eleva hasta entregarle dulcemente a los brazos de la parca.

Y el autor sentencia: Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte. Al parecer su plegaria fue atendida, ya que, aunque muy enfermo, continuó escribiendo en bares, hasta que exhaló el último suspiro en uno de ellos.

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Parejas apasionadas

Joe Clay y Kirsten Arnesen forman una de las parejas de alcohólicos más atractivas del cine. Hay bastantes más, pero con el denominador común de una “extasiada” tragedia  final (Wanda y Henry —Faye Dunaway y Mickey Rourke— en Barfly; Ben Sanderson y Sera —Nicholas Cage y Elizabeth Shue— en Leaving Las Vegas…), en cambio, Joe y Kirsten son víctimas de una situación social mucho menos transitada en el arte: son simples mortales que se ven envueltos en la presión social de la copa ligada al trabajo, a las relaciones interesadas, luego llegan las oleadas de ansiedad, más tarde el vertiginoso intercambio de alcohol y deseo imperioso de recuperar la juventud perdida.

Se adoran, se divierten emborrachándose, se dislocan y se pierden. Causan estragos. Se desintoxican. Vuelven a caer, y en un momento determinado él toma la decisión de empezar de cero sin una gota encima, mientras ella llega a prostituirse para alcanzar una última ronda que siempre resulta insaciable.

Adaptada también al teatro, el éxito grande de la película se basó en gran medida en Jack Lemmon y Lee Remick: memorables protagonistas. Y una curiosidad: es el único drama de Blake Edwards, el divertido director de comedias como Cita a ciegas, Una cana al aire o la serie de La pantera rosa con Peter Sellers.

La revolución en curda

Moscú-Petushki o Moscú-Cercanías es una novela autobiográfica escrita por Venedikt Eroféiev (1938-1990): un borracho empedernido que realiza un viaje en tren para conquistar definitivamente a su encantadora novia, “la más deliciosa de las rameras”.

En el viaje conocerá a mucha gente, un periplo que tiene bastante en común con La leyenda del santo bebedor, aunque ningún parecido con aquel autor. Aquí, Venedikt es un rebelde al régimen soviético por estado de ensueño etílico, y lo más seductor de la obra queda para el final cuando —tras muchos momentos divertidos en compañía de un ángel, sin referencia mística alguna, que le protege de sucesivas desgracias— cae en las redes de un peculiar delirium tremens donde, en lugar de tortuosas alucinaciones con insectos que le acosan, lo que ve es a los líderes de la revolución comunista en mítines donde se vanaglorian del vodka a tal punto que ordenan que se regalen cajas enteras a la población. Una exaltación del alcoholismo en manos de un escritor que muere a los 52 años en un estado de embriaguez absoluto.

Una actriz cuesta abajo-cuesta arriba

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Gena Rowlands interpreta a Myrtle Gordon, en Opening Night (Noche de estreno, 1977). Una primera actriz de teatro se prepara para un estreno cuando vive una situación dramática ante una admiradora que muere en un accidente por perseguir su autógrafo. La diva escapa del teatro, deambula en estado de shock, le aterroriza cuanto vive, los años que pasan, su madurez; se replantea todo en unas horas alucinantes colgada de tanta cantidad de alcohol que todos temen que no asista al estreno esa misma noche, mientras el espectador se entera de que aquel accidente mortal no sucedió nunca, pero ha servido para que ella ponga su existencia boca abajo.

Finalmente, Myrtle Gordon llega al teatro borracha, con gran dificultad para mantenerse en pie, pero al acercarse al escenario se recompone y lleva a cabo una función espléndida ante un público más enamorado aún de ella. En cuanto acaba la representación y agradece los aplausos, cae exhausta.

Cuando a Gena Rowlands le preguntaron por su excelente interpretación contestó: “No tuve que esforzarme mucho. He trabajado con actrices más alcoholizadas que este personaje y que, sin embargo, en escena resucitaban recordando todo el texto y desempeñándose brillantemente”.

La propia Rowlands no bebió en su ya larga vida (hoy 90 años). Sí lo hizo su marido, el actor-director John Cassavetes, quien falleció a los 59 años, tras intensa adicción al tabaco y al whisky.

Dean Martin bajo el cielo del bourbon

La película de Gena brilla con luz propia y exhibe a una mujer muy bebedora con capacidad de recuperación, pero en general son historias reales o ficticias con finales trágicos, y la moraleja que despliegan suele ser fatídica. Una de las grandes excepciones fue Dean Martin, un cantante-actor excelente que apenas lució una décima parte de su talento, “felizmente” atrapado por las delicias de las bebidas de 40º.

Murió a los 78 años, aunque desde los 50 muchas veces le dieron por muerto. El acontecimiento más extraordinario lo protagonizó en un escenario completamente beodo, ante una sala llena de gente que le ovacionaba.

En aquella oportunidad adaptó un clásico y lo convirtió en himno a la borrachera. Se rió de sí mismo y en todo momento mantuvo su espléndida voz y dominio escénico, en un estado de felicidad etílica impresionante.

Hay que verlo deambular mareado sobre el escenario. Deja en el piano su vaso de bourbon, coge el micrófono y canta la letra de When you´re smiling (Cuando estás sonriendo) en una adaptación muy libre: When you´re drinking: Cuando estás bebiendohttps://www.youtube.com/watch?v=i3xPUOF0EwE

Cuando bebes el espectáculo te parece divino.

Cuando bebes mejora tu punto de vista.

Pero cuando estás sobrio, cuando estás sobrio, el cielo parece gris.

Cuando estás sobrio la vida asusta,

así que sigue bebiendo,

que eso es lo que más me gusta a mí.

 

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Mundos beodos, curdas, embriagados, ebrios, achispados…

Gente estupenda con momentos gloriosos y otros terribles, sobre todo para quienes estuviesen a su lado; en cualquier caso gente con enorme talento y un sinfín de historias mientras el mundo sigue flotando entre cubitos de hielo, y la mayoría de los bares de nuestros pueblos y ciudades destilan día a día, noche a noche, desde desayunos con su copa de licor a la penúltima de madrugada, invitando a persistir en la placentera amargura de viajar hacia un mundo imposible.

Safe (1995, de Todd Haynes): retrato de un día como hoy

Por Luigi De Angelis Soriano

El año 2020 marca el inicio de una década en la que la pandemia asociada al COVID-19 ha exigido a los seres humanos reconsiderar su relación con el ambiente y con las demás personas. Además, el uso de redes sociales para transmitir una miríada de mensajes a favor y en contra de la conservación del medio ambiente y el feminismo ha consolidado la importancia de estos dos temas en una serie de debates públicos que tejen un entramado infinito de intercambios de opinión, algunos mejor informados que otros. Al calor de estas circunstancias no puedo pensar en una película más pertinente que Safe (1995, de Todd Haynes) para reflexionar sobre nuestro aquí y ahora.

¿Curioso que un filme que cumplió 25 años en junio sea tan relevante hoy? No tanto… sobre todo cuando la relación del ser humano con el ambiente y la de la mujer con el patriarcado son problemas históricos cuyos atisbos de solución –como el sudario que teje Penélope en La Odisea– avanzan por la mañana y se deshacen por la noche.

Ambientada en California, año 1987, ofrece un retrato minucioso del período y desarrolla con una ambigüedad inquietante cuestiones que nos han interesado siempre, entre ellas el cuerpo y la construcción de nuestra identidad.

La película gira en torno a Carol White (Julianne Moore), una mujer de clase acomodada que vive junto a su marido Greg (Xander Berkeley) y su hijastro Rory (Chauncey Leopardi) en una residencia inmaculada en San Fernando Valley. Una leve tos anticipa desde la primera escena el declive inexplicable de la salud de la protagonista a lo largo de la película. A ello sigue una escena de sexo por completo anti-erótica en la que Carol –rígida e inexpresiva– da placer a Greg sin experimentar nada. El tono extrañamente tenue de su voz y la posición casi siempre al margen de los cuadros confirman de forma cinematográfica la naturaleza del personaje: una mujer sin voz ni identidad cuya vida transcurre de forma monótona entre clases de aerobic, dietas de frutas, cumplimiento de rol de “esposa trofeo” y la compra de muebles que hacen juego con la decoración de la sala.

La tos inicial se transforma en síntomas más intensos y violentos como dificultad para respirar, ronchas en el cuerpo, hinchazón y convulsiones, marcando la intolerancia de Carol hacia las sustancias químicas (y personas) que la rodean, así como la ruptura definitiva con el aséptico idilio suburbano en el que habita. Su marido y su médico de cabecera (Steven Gilborn) muestran un cierto grado de hostilidad y desconfianza hacia ella al no poder encuadrar los síntomas en la descripción de ninguna enfermedad conocida. La respuesta que ambos se plantean es que se trata de “histeria”. El deseo de comprender lo que sucede con su cuerpo lleva a la mujer a una comunidad de retiro llamada Wrenwood, en New Mexico, donde Peter Dunning (Peter Friedman), un hombre con “enfermedad ambiental y SIDA” lidera una especie de secta new age. En Wrenwood promueven la idea de que todos tenemos la culpa de nuestras propias enfermedades, con lo cual menudo peso recae sobre los hombros de la humanidad. La protagonista pasa de ser incomprendida para ser culpabilizada, proceso desarrollado de forma sutil que muestra de forma simbólica el conflicto de la mujer con estructuras patriarcales. Su búsqueda quizás no tenga fin.

Todd Haynes presenta la historia como un cuento de horror psicológico mostrando dos de las facetas que consolidarían su reputación como autor en lo sucesivo: meticulosa atención al tiempo y lugar y habilidad para manipular las convenciones de géneros cinematográficos conocidos. Por ejemplo, en Velvet Goldmine (1998) Haynes recrea una estilizada visión del glam rock británico de la década de 1970 maleando los elementos del musical y de la ficción biográfica. De igual modo, en Far from Heaven [Lejos del cielo] (2002) observa con minuciosidad las tensiones raciales y de clase en la Nueva Inglaterra de los años 50, utilizando las claves genéricas del melodrama.

En Safe el autor nos sumerge en la subcultura de bienestar de la élite californiana de los 80, integrando elementos como interiores decorados con una excesiva coordinación cromática, una conversación críptica que alude a la paranoia relacionada con el SIDA y la insistente presentación de material audiovisual vinculado a la estética y al discurso new age del cual, por ejemplo, Louise Hay emergería como un icono en aquella época. Adicionalmente, la película utiliza y a la vez subvierte las convenciones de las denominadas disease movies y de las women’s movies. Haynes manipula estas convenciones creando una pieza enigmática en la que la enfermedad nunca es comprendida y la mujer en el centro del relato es un criptograma impenetrable. El filme es siniestro, sugiriendo siempre la presencia de una amenaza invisible, arcana e imposible de aprehender mediante el lenguaje. ¿Qué es más estremecedor que aquello que nos puede aniquilar sin que lo podamos ver, comprender o nombrar?

Julianne Moore asume el reto imposible de dar vida a Carol White, un personaje enigmático. Siempre en los márgenes, frágil como un susurro y tenue al extremo de exasperar si no se tiene en cuenta que todo es parte del diseño de la película.

Esta mujer es tan inescrutable que incluso cuando la cinta está a punto de ofrecer información que le dé peso a la caracterización, la iniciativa queda como mera provocación y jamás revela lo que esperamos. Por ejemplo, durante un ejercicio en Wrenwood el instructor indica a los participantes que deben relatar a su compañero un recuerdo de la infancia. Carol permanece en blanco por un momento, balbucea y lo único que menciona es una vaga memoria: el papel amarillo que recubría las paredes de la habitación. Nada más. No obstante, su recuerdo es extrañamente vívido, su agonía es palpable, su incertidumbre y terror son completamente legibles ante la mirada del espectador, y su borrosa presencia es hipnótica. Es testimonio de la descomunal habilidad de Moore que veamos a esta mujer como una experiencia conmovedora y a la vez un irresoluto misterio que invita a pensar en lo que cada movimiento, gesto, mirada y reacción sugiere. La inteligencia de la actriz se manifiesta en sus claras y coherentes decisiones al momento de personificar a su personaje, especialmente la sostenida precisión vocal y física con la cual materializa las sensibilidades y abstracciones que la componen. Moore –en una actuación comparable a la de la insólita Gena Rowlands de A Woman Under the Influence (1974)– crea el indeleble retrato de una mujer específica y a la vez universal que se mete debajo de tu piel para tocar fibras íntimas.

Con una ambivalencia permanente y un final abrupto, la película sugiere muchos problemas sin plantear ninguna solución. De forma astuta pone todas las piezas del rompecabezas en la mesa del espectador, confiando en que éste discierna. En todo caso, la ambigüedad es uno de sus puntos esenciales, acompañada de la única certeza de que no hay nada cierto en el mundo. Con estas perspectivas es claro por qué Safe es un reflejo del sistema en el que vivimos hoy. Al igual que Carol White, estamos expuestos a sustancias que nos envenenan y a un ambiente contaminado. Alergias, formas de cáncer y un sinnúmero de enfermedades degenerativas nos acechan como esa fuerza invisible, impensable e innombrable que deteriora el cuerpo de la protagonista. El COVID-19 nos inquieta y nos ha obligado a hacer ajustes. Las largas horas en cuarentena quizás nos han hecho pensar en nuestra existencia: ¿cómo ayer veíamos nuestro porvenir con tanta claridad y hoy todo luce incómodo, incierto y amargo?

Se nos vende a través de casi todos los anuncios la idea de perseguir “nuestros sueños” y ser “nosotros mismos”, pero tal como Carol White camina por los corredores de su casa o explora los confines de Wrenwood tratando de descubrir su identidad, nosotros transitamos por el mundo real y virtual, experimentando raras y esporádicas oportunidades para reconocer nuestra individualidad desde fuera de un estilo de vida mecánico y orientado al consumismo. Finalmente, la misoginia viva de nuestros días nos recuerda a la protagonista tratando de recuperar el control sobre su cuerpo en un sistema patriarcal del cual no parece existir escapatoria. ¿Acaso es inusual al día de hoy que una mujer que expresa lo que piensa y siente sea tildada de “loca” o “histérica”?, ¿acaso no se sigue culpabilizando a la mujer en situaciones donde es claramente la víctima?  Safe nos confronta con realidades que a veces preferimos evadir y lo hace con tal honestidad que no se atreve a decir que “todo estará bien” porque en lo más profundo sabe que no será así. Extremadamente rara, inteligente, transparente y relevante, esta película es una visión estilizada de los días en que vivimos.

 

La irrupción de lo fantástico en dos clásicos rusos Por Roberto Langella

Trascripción del trabajo publicado en la edición de la Segunda Jornada de Estudios Eslavos, agosto 2018, bajo el título general de: 

La irrupción de lo fantástico en El capote (1842), de Nikolái Gógol, y Corazón de perro (1925), de Mijaíl Bulgákov. Autor: Roberto Ipiña Langella (Facultad de Filosofía y Letras- Universidad de Buenos Aires [FFyL – UBA] / Profesorado de Lengua y Literatura IMPA)

 

Resumen: ―El capote‖ y ―Corazón de perro‖ son dos de las obras más representativas de Nikolái Gógol y Mijaíl Bulgákov. Sin perder de vista las diferencias existentes entre ambas (la primera de corte satírico/realista, la segunda relativa al género de la ciencia-ficción; aquella escrita durante el zarismo, esta ya en tiempos de posrevolución), en este trabajo estudiaremos la súbita irrupción que lo fantástico hace en cada una de ellas. Este análisis contrastivo, expuesto en contrapunto, nos permitirá descubrir relaciones no manifiestas a primera vista entre ambos relatos. Al mismo tiempo, posibilitará una caracterización, si no completa, al menos original, capaz de ofrecer otra mirada sobre la naturaleza de estos dos relatos. Contrastaremos nuestra exposición con la teoría que Tzvetan Todorov elabora en Introducción a la literatura fantástica, y con la de algunos de sus comentaristas y críticos, como Carlos Ginés Orta y Ana María Barrenechea. Para finalizar, intentaremos arribar a alguna conclusión acerca de la motivación y la función de este recurso a lo fantástico, que en Occidente, por caso, sería impensable en una obra realista como El capote. Al respecto, sostendremos la hipótesis de que, en la medida en que la cultura rusa no contempla una oposición tan marcada entre lo real y lo irreal, entre lo verdadero y lo falso, la frontera entre géneros como realismo, ciencia ficción y fantástico es más permeable que en Europa y América.

 

Nikolái Gogol (1809-1852)

Si bien es cierto que en otras literaturas se fusiona lo fantástico con lo realista (en el realismo mágico latinoamericano, por ejemplo) y lo fantástico con la ciencia-ficción (Ursula Le Guin, George Martin, la argentina Angélica Gorodischer), nos parece original el modo, la irrupción (la intrusión) que lo fantástico hace en El capote (al final del relato) y en Corazón de perro (sólo al principio), sin volver a aparecer en cada caso, ni antes ni después. La fusión de géneros como los mencionados, sobre todo en Europa y América sajona, no se dio sino hasta mitad del siglo XX (más tardíamente en el caso de la ciencia-ficción) y con una fuerte resistencia de la crítica, enormemente purista respecto de los cánones de los respectivos géneros (sobre todo en el caso de la ciencia-ficción). Es posible que un crítico de la época hubiera acusado a Gógol y a Bulgákov de desbalancear el tratamiento de sus obras, con estas irrupciones de lo fantástico. En 1846 Vissarión Bielinski decía, a propósito de El doble, de Fiódor Dostoievski: Lo fantástico en nuestra época puede tener lugar sólo en los manicomios.

En El capote, no es sino hacia el final del relato que el elemento fantástico hace aparición, cuando después de muerto el protagonista, Akaky Akákievich, su fantasma vuelve para vengarse de quienes lo han ofendido. Con nuestra mentalidad occidental, podríamos preguntarnos sobre la necesidad de forzar, en una vuelta de tuerca inesperada, una historia cuyo tratamiento hasta entonces había sido satírico, sí, por momentos grotesco, también, pero realista (coincidente, al menos, con alguno de los puntos de vista que sobre realismo se tiene en literatura). En Corazón de perro, lo fantástico irrumpe al comienzo, en el largo monólogo que ofrece el perro Bolla, que, por ejemplo, nos entera de que sabe leer y de su visión recortada de la realidad humana (recortada, decimos, dadas sus limitaciones, por perro y por callejero, además). Por ejemplo, cuando dice: (…) hay un portero. Y no existe nada peor que eso. Es muchísimo más peligroso que un barrendero. Una raza decididamente odiosa. Aún más repugnante que los gatos. Descuartizadores con librea de botones dorados.

Nótese, además, el dejo clasista en la observación del perro. Bulgákov humaniza al personaje a la manera de las fábulas de animales, para que luego la historia vire por los carriles de la ciencia-ficción, si bien fusionada con la sátira y la crítica social, pero donde lo estrictamente fantástico no volverá a hacer aparición. Señalemos ahora que en ambos cuentos este recurso al fantástico no excluye una crítica social que es también una crítica de índole política, aunque, como veremos, se trate de manera matizada. Planteada esta problemática, sostendremos la hipótesis de que, en la medida en que la cultura rusa no contempla una oposición tan marcada entre lo real y lo irreal, entre lo verdadero y lo falso, la frontera entre géneros como realismo, ciencia ficción y fantástico es más permeable que en Europa y América.

 

Realismo, ciencia-ficción y el elemento fantástico

 

Mijaíl Bulgákov (1891-1940)

Del mismo modo que Ray Bradbury fue acusado de usar la ciencia-ficción como pretexto para sus denuncias sobre la condición humana, Bulgákov fue duramente criticado desde el realismo socialista por su excentricidad al mezclar géneros, no menos que por atentar contra el régimen soviético. Gógol y Bulgákov, en común, critican la burocracia de sus épocas respectivas (la burocracia como sistema de vida, que modela la cotidianidad de la gente ordinaria, volviéndola gris y mediocre), describiendo el espíritu de época que le tocó en suerte a cada uno. Sin embargo, no puede decirse ni de El Capote ni de Corazón de perro que hayan resultado en panfletos antizarista y anticomunista en cada caso. Ninguna de las dos obras ofrece un modelo alternativo a las formas de vida que critican, sino que en ambas se refleja lo que era la primera función del artista en Rusia: la crítica como denuncia. Siempre en esta nación el artista tuvo una función social, por lo que, como afirma Arnold Hauser, en ella un principio como el del arte por el arte no puede en absoluto aparecer.

En el desarrollo de su historia, Bulgákov parece recordar permanentemente la obra de Gógol (en algunos casos, particularmente, El capote); un tono satírico muy parecido, una misma animadversión por los funcionarios públicos, y, desde ya, la irrupción (intrusión) de lo fantástico. Incluso encontramos parecido en algún párrafo, la forma de lo que hoy llamaríamos un guiño u homenaje. Por ejemplo, cuando el perro dice: Hermanos, desolladores, ¿por qué me trataron así? resuenan las palabras de Akaky Akákievich al reclamar: ¡Dejadme!, ¿por qué me ofendéis? (…) ¡soy tu hermano! Otro eco de la tradición gogoliana puede encontrarse en los retruécanos o juegos de palabras o de sentidos escondidos en los nombres de los personajes, como el profesor. En la era dorada de la ciencia-ficción (años ‘60 del siglo XX), se entabló una fuerte polémica entre quienes insistían en mantener al género en su forma más pura posible (con Isaac Asimov como máximo referente), en la que llegó a establecerse una diferenciación como ciencia-ficción dura vs. ciencia-ficción blanda, esta última representada por Ray Bradbury. Más tarde, a la blanda le cabría la sobre-etiqueta de humanista.

Una serie de testimonios interesantes a este respecto encontramos en: http://antology.igrunov.ru/authors/bulgak/. Muchos críticos coinciden en la enorme similitud que existe entre la obra de ambos autores, como Carlos Ginés Orta nos habla de la enorme influencia que Gógol (y Pushkin) tuvieron también en esa obra de Bulgákov (en Mijaíl Bulgákov y el grotesco: El Maestro y Margarita a la luz de las teorías de W. Kayser y M. Bajtín). Filip Preobrajenski (el otro protagonista de Corazón de perro, cuyo apellido se forma sobre preobrazhenie, palabra rusa que puede traducirse como transfiguración) y de Akaky Akákievich.

La necesidad de incurrir en lo fantástico, respecto de la significación de cada relato, parece menos justificada en Gógol que en Bulgákov. En aquel, como sostiene Antonio Benítez Burraco, la crítica ha visto en general un recurso de estilo, de corte romántico. Es posible que si la historia finalizara en la escena de la muerte de Akaky, obviando su regreso espectral, la trama no se vería modificada sustancialmente. Sin embargo, el mismo Benítez Burraco da cuenta de la polémica entre eminencias de la crítica, entre quienes se mencionan Troyat, Bernheimer y Jrapchenko, acerca de si debe tomarse de forma literal o no el retorno sobrenatural de Akákievich, al final del cuento; hay, incluso, quienes aseguran que todo no se trató más que de rumores que corren en la ciudad, acerca de la aparición del espectro. En cambio, en Bulgákov, la posibilidad de conocer la realidad interna del perro (el elemento fantástico) resulta fundamental para completar el sentido del relato y entender la realidad psíquica del personaje, convertido ya en monstruo (un híbrido entre perro y hombre), elemento ya propio de la ciencia-ficción.

A esta altura también encontramos conveniente aclarar la diferencia semántica que la mentalidad rusa hace sobre la noción de ciencia-ficción, respecto de cómo se concibe en Occidente. En Rusia se habla de naúchnaia fantástika, es decir, literalmente fantástico científico. Y es verdad que tiene ribetes filosóficos el alcance de la diferenciación que los occidentales realizamos entre dos géneros que, en Rusia, son percibidos como variantes del mismo y único modo (para tomar la terminología de Rosemary Jackson). En tal sentido, y en relación con la potencia crítica de la literatura en Rusia –ya observada– cobra particular relieve lo que al respecto dice Vera Vestnikova: El fantástico para Bulgákov es no un fin en sí mismo, sino un medio de representación satírica de la realidad, medio de revelación de las ‘incontables deformidades’ de la vida cotidiana, inhumana expresión del régimen totalitario que dominaba el país. Al no tener posibilidad de expresar sus ideas directamente, el escritor recurre al fantástico, que, por un lado, aleja de algún modo el contenido de la novela de la realidad, y por otro, ayuda a ver tras los hechos inverosímiles lo ilógico y la cruel absurdidad de mucho de lo que sucede en el país en esos años. El fantástico permite a la sátira de Bulgákov penetrar en zonas absolutamente prohibidas para la literatura; como una lupa dirigida a las deficiencias de la sociedad y a los vicios humanos, los desenmascara a los ojos de los lectores.

Lo satírico

 La historia del desdichado Akaky Akákievich en El capote, trasluce también un fuerte sentido de crítica social y moral de la Rusia zarista, que se da a través del recurso del humor y la sátira. Gógol inicia su relato, con este tono zumbón: En el departamento ministerial de **F; pero creo que será preferible no nombrarlo, porque no hay gente más susceptible que los empleados de esta clase de departamentos, los oficiales, los cancilleres…, en una palabra: todos los funcionarios que componen la burocracia. Y ahora, dicho esto, es posible que cualquier ciudadano honorable se sintiera ofendido al suponer que en su persona se hacía una afrenta a toda la sociedad de que forma parte.

Lo propio hace Bulgákov con su relato, siendo en su caso la organización social del régimen soviético su objeto de crítica. Por un lado, está la visión del profesor Filip Preobrajenski, un funcionario aburguesado que desprecia el concepto de proletariado: Así es, el proletariado no me gusta. Pero también está el punto de vista de Bolla (que se mantendrá en su estado de hominización), igualmente despreciativo de esta clase: De todos los proletarios, los barrenderos constituyen la peor calaña.

El capítulo dos termina cuando, luego de que miembros del Comité organizador del edificio que el profesor ocupa –una especie de consorcio administrativo– le exige algunos de los cuartos que él ocupa; entonces este telefonea inmediatamente a un funcionario con una jerarquía más o menos importante (lo que comúnmente se conoce como mover influencias), para que le solucione el inconveniente. En determinado momento, el monstruo en que el perro fue convertido le reclama al profesor: Algunos tienen departamentos de siete habitaciones y cuarenta pantalones, mientras otros vagan por las calles y buscan su comida en los tachos de basura. Queda así claramente expuesta, en este episodio, la crítica a las políticas habitacionales del régimen, así como a la corrupción de sus funcionarios y a las desigualdades sociales.

Particularidades de la visión rusa acerca de lo fantástico

En su ensayo de 1918, titulado Cómo está hecho El capote, de Gógol, Boris Eichenbaum realiza un exhaustivo, minucioso y profundo análisis de todos los elementos que integran la obra. Precisamente, llama la atención el poco espacio y la liviandad con que trata el tema de la intrusión que lo fantástico hace en la misma. El final de El capote es una impresionante apoteosis de lo grotesco (…) Los crédulos eruditos que habían visto en el fragmento ―humanista‖ la esencia del relato quedan perplejos ante la irrupción inesperada e incomprensible del romanticismo en el realismo (…). En realidad, la conclusión no es ni más fantástica ni más romántica que el resto del relato. Por el contrario, en éste hay un grotesco fantástico presentado como un juego con la realidad; en la conclusión, se entra en un mundo de imágenes de hechos más habituales, aunque en todo prosigue su juego con lo fantástico… Eichenbaum entiende que el grotesco está ligado a lo fantástico y no al realismo, y no agrega más al respecto. Sin embargo, en tanto que lo grotesco consiste en una caricaturización, nunca lo fantástico podría ser grotesco, dado que se caricaturiza lo que se conoce, lo que se nos presenta o representa de manera literal. En tanto que nos resulta extraño, poco o nada aprehendido, resulta imposible caricaturizar el elemento fantástico, mientras que el grotesco resulta un elemento fundamental en ciertos tipos de realismo, como los teorizados por Bajtín en La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento (1990). En Ensayo de una Tipología de la Literatura Fantástica (subtitulado, A propósito de la literatura hispanoamericana), la autora, Ana María Barrenechea, empieza por el análisis que Tzvetan Todorov plantea sobre el tema, aun cuando ella dice disentir en la solución que le ha dado al problema. Luego desarrolla lo siguiente:

Tzvetan Todorov (1939-2017)

Todorov delimita el género de lo fantástico con dos sistemas de oposiciones:

 

  • El lector se interroga sobre la naturaleza del texto y según ella quedan establecidas dos parejas contrastivas:

 

LITERATURA FANTÁSTICA / POESÍA

LITERATURA FANTÁSTICA / ALEGORÍA

  • (…) Para Todorov no hay nunca poesía fantástica porque no se da ese pasaje y no se produce en el lector una reacción ante los hechos tal como se experimentan en el mundo, lo cual es indispensable en la literatura fantástica para que se los pueda clasificar de naturales o sobrenaturales. No obstante la afirmación de Todorov acerca de que no hay nunca poesía fantástica, resulta interesante la afirmación contrastante de Omar Lobos: La noción de póiesis parece recobrar aquí lo suyo, y por eso nuestra hipótesis es que la lengua literaria rusa se comprende como eminentemente poética. Si ambos teóricos tienen razón, hallamos entonces aquí una dificultad al intentar tratar lo fantástico desde esta lengua literaria. Barrenechea sigue su exposición para concluir que en ningún caso la clasificación deben depender del capricho interpretativo del lector. Prosigue con la diferenciación a la que arriba entonces Todorov, acerca de lo extraordinario, lo fantástico y lo maravilloso (como solución a lo presentado en la cita), para decir que en común implican la coexistencia de hechos normales y/o anormales. En definitiva, a favor de Barrenechea podemos decir que no encontramos desacertada la decisión de, en primera instancia, recurrir a la obra de Todorov para contrastarla en un estudio sobre la literatura fantástica hispanoamericana, toda vez que la obra del teórico búlgaro se pretende universal (de un listado de diecinueve autores citados o a los que se hace referencia, entre los que se incluyen Balzac, Poe y Kafka, sólo uno es ruso, Gógol). Sin embargo, es muy posible que el esquema propuesto por Todorov (a pesar de él mismo) para el análisis del género fantástico no se ajuste bien o resulte incompleto o ambiguo al aplicar a casos de las literaturas de distintos lugares de Occidente. Tal vez se trate que dicho esquema sólo funciona correcta y completamente al aplicárselo exclusivamente a la literatura rusa, lo que nos servirá para distinguir al menos algunas de sus características excluyentes. Barrenechea sostiene que en lo fantástico ―no se produce en el lector una reacción ante los hechos tal como se experimentan en el mundo, lo cual es indispensable en la literatura fantástica para que se los pueda clasificar de naturales o sobrenaturales. De acuerdo con los argumentos antedichos, nosotros afirmamos que la mentalidad rusa no necesita clasificar de modo tan absoluto los hechos en naturales o sobrenaturales, una característica tan propia, por otra parte, de la mentalidad occidental. Es cierto que en Todorov, una de las premisas es que el lector se interroga sobre la naturaleza de los acontecimientos relatados, pero difícilmente sea en virtud de distinguir lo normal de lo anormal, sino (es una posibilidad) en la necesidad (tanto para el artista como para el lector) de que la representación sea completa, o, dicho de otro modo, no sea incompleta. Porque es muy probable (al menos, es imaginable) que para la mentalidad rusa la naturaleza sea mucho más vasta que para la mentalidad occidental, comprendiendo como parte de la naturaleza aquello que nosotros entendemos como sobrenatural. De esto se desprende que si el lector (ruso) se interroga sobre la naturaleza de los acontecimientos relatados, no es para clasificarlos en sus diferencias, sino para verificar la completitud de la obra. Para entender con mayor profundidad estas particularidades de la visión rusa acerca de lo fantástico (que, por oposición, nos conducirá a lo mismo respecto del realismo), debemos analizar primero las características propias de su mentalidad. Para ello, resulta sumamente esclarecedor lo que Omar Lobos dice al respecto:

El ruso ha sido un pueblo reticente a los binarismos, tan caros a Occidente: Iglesia/Estado, cuerpo/alma, individuo/sociedad, sujeto/objeto, forma/contenido. Quizá sea esta tendencia a la integridad la que haya hecho que la herencia de la liaison religiosa que une la palabra con la verdad –esto es, la palabra que revela, reactualizándolo cada vez, un mundo trascendente– no haya sido nunca declinada en Rusia. Y que ni la cultura, ni la historia ni la experiencia, tengan que aparecer entonces como sucedáneos del gran soporte. Así, puede decirse que la palabra ha preservado allá su estatus mágico, creador de mundos, desconociendo la referencia como una otra cosa respecto de ella misma o bien sintiéndose su creadora, próxima a la lengua del rito, que es una lengua que (re)crea) y la del rezo, la palabra que invoca (llama aquí), más que la que evoca (llama desde).

Corolario

Nos hemos remitido apenas a estas dos obras para la realización de este trabajo, pero pensamos en un proyecto de más largo aliento podríamos incorporar la aparición de las atmósferas enrarecidas en la obra de Fiódor Dostoievski, de lo místico-religioso en la obra de León Tolstói o de lo fantasmagórico en la obra de Antón Chéjov, por dar algunos de otros ejemplos posibles. Es decir, no se circunscribe lo expuesto meramente al caso de un par de relatos. Antes de terminar, deseamos dejar en claro, asumiendo el riesgo implicado en el tratamiento que hemos dado al análisis sobre las (posibles) características de la mentalidad rusa, acerca del peligro de recaer en el facilismo de concluir que todo no se trata más que del pensamiento mágico de un pueblo (tan proclives como somos los occidentales a las simplificaciones y las etiquetas). En todo caso, serán la historia, la antropología y las ciencias sociales, en base al estudio de las circunstancias atravesadas por esta nación, quienes puedan determinar o al menos conjeturar acerca de por qué la idiosincrasia (que de ello se trata) rusa se ha formado de un modo y no de otro. Es importante que se entienda que no se trata para nada de pensamiento mágico. Por muchos filósofos (y por Sigmund Freud, en lo que refiere a la psicología) los occidentales reconocemos que existen aspectos no manifiestos, potenciales, de la realidad (lo que, incluso, pone en cuestión lo que podemos llegar a entender por natural y sobrenatural). A partir de Friedrich Nietzsche, a los occidentales nos gana una legítima desconfianza sobre el valor absoluto de la razón, tan sobrevaluada desde el tiempo de los griegos, y sobre su capacidad de iluminar todas las sombras de lo extraño y lo irracional. En La idea rusa, Nikolái Berdiáev cita al poeta Fiódor Tiútchev: No se puede comprender Rusia por medio de la razón, ni medirla con medidas comunes. Rusia posee una idiosincrasia singular, sólo se puede creer en ella. Y no nos parece que el comentario reduzca el tema a un asunto de fe, sino que nos advierte acerca de los singulares obstáculos o dificultades que podremos hallar al adentrarnos en la investigación, que incluso pueden resistirse a la mayor rigurosidad del enfoque científico. Berdiáev lo detalla minuciosamente en toda la extensión de su artículo:

Nikoláis Berdiáev (1874-1948)

El pueblo ruso es un pueblo extremadamente polarizado, es una combinación de contradicciones (…) de él se puede esperar lo más imprevisible (…) Es un pueblo que causa preocupación entre los países de Occidente (…) Rusia es una enorme parte del mundo, es un colosal Oriente-Occidente, y en sí misma reúne a estos dos grupos.

Así, se trasunta algo irracional en la idiosincrasia rusa, algo animal, algo infantil; algo de buen salvaje. En el mejor de los sentidos, hay un enorme impulso de libertad en las obras aquí tratadas, que rehúye la aprobación y el seguimiento riguroso de reglas, de referencias, de citas de autoridad tranquilizadoras y tranquilizantes, para quien dice y para su auditorio.

 

Muy recomendable, leer la edición completa con sus notas y bibliografía.

Aquí en pdf, páginas 227 a 238.