Unos hermosos ojos verdes Por Ana Riera

 

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—A veces pienso que me equivoqué, que tomé la decisión incorrecta.

Elisa siente por un instante que un extraño sentimiento parecido a la nostalgia se apodera de ella. Quizás por eso agita inconscientemente las manos con fuerza, para alejar la desazón. A estas alturas del camino sabe por experiencia propia que no sirve de nada atormentarse por los caminos desestimados, por lo que pudo haber sido y no fue. Pero escuchar la revelación de su madre, así, de forma tan imprevista, la ha perturbado.

—Pero tienes que entender que eran otros tiempos, que por aquel entonces las cosas eran muy distintas. Ahora sería absurdo, incluso ridículo, pero entonces te aseguro que no lo era, no señor.

Se da perfecta cuenta de que su madre le dice todo eso, de que necesita sincerarse tras todos esos años, porque en ese momento se siente vulnerable. Está asustada como nunca antes lo ha estado y su edad avanzada le induce a hacer recuento de su vida. Probablemente no le gusta lo que ve, le apetecería poder mudarse a otra realidad. Pero lo cierto es que la vida casi siempre nos arrolla y resulta difícil escapar. Elisa sabe todo eso y sin embargo no puede evitar que un pensamiento mundano cruce por su cabeza: “¡De modo que yo habría podido tener unos hermosos ojos verdes!”. Sin duda es fruto de un viejo anhelo de cuando apenas si levantaba unos palmos del suelo. Quería tener unos hermosos ojos verdes, a poder ser un poco rasgados, de esos capaces de cautivar con una sola mirada. Se avergüenza de pensar todo eso justo en ese momento, cuando su madre le ha abierto el corazón de par en par. Respira hondo un par de veces e intenta olvidarse de sí misma. Es entonces cuando descubre que en realidad la revelación no la ha sorprendido. Y eso la deja boquiabierta. Tal vez por eso, porque en realidad lo ha vivido como una confirmación, se ha atrevido a preguntarle quién era él, el hombre del que estaba realmente enamorada pero con el que jamás llegó a comprometerse.

—Ricardo.

Claro, Ricardo. ¿Quién si no? Esa respuesta la tranquiliza. Es alguien a quien conoce, que le cae bien, que encaja en la historia. Le pregunta a su madre qué ocurrió, por qué no acabaron juntos si le conoció antes que a su padre.  Su madre no se hace de rogar. Las palabras fluyen de su boca con naturalidad. Habían salido algunas veces, pero eran tan jóvenes… además, él tenía que marcharse a cumplir con el servicio militar. Y no hizo como otros, que se comprometían antes de partir, si no que le dijo que ya hablarían cuando volviera. Y luego ocurrió eso.

Elisa piensa por un breve segundo que quizás debería interrumpirla, pero su curiosidad es demasiado grande. Así que la deja seguir sin decir nada. La madre retoma el relato. Una tarde como otras muchas, mientras hacía las tareas sentada en su escritorio, dos de sus hermanas se pusieron a charlar, seguramente con la intención expresa de que ella lo oyera todo. Hablaron de Ricardo. Era el hermano de la mejor amiga de una de sus hermanas, así que lo conocían desde siempre.

—Recuerdo perfectamente sus palabras. Dijeron que estaba claro que lo era, que lo sabía todo el mundo. Por eso estaba trabajando de dependiente en una mercería, cómo si no iba a buscarse ese trabajo, vender blondas y cintas, eso según ellas sólo lo hacías si eras homosexual. Vamos, que estaba clarísimo. Ricardo era homosexual y lo sabía hasta el apuntador.

Para su madre fue oír esa palabra maldita y venírsele el mundo abajo. Hizo ver quehombre-solitario seguía con las tareas como si nada, como si no fuera con ella, pero el corazón se le partió en dos, todo a su alrededor se hizo trizas. Luego dijo a sus hermanas que había terminado, que se iba porque había quedado en darle una clase particular a la hija de los Martínez. Una vez en la calle, lejos de miradas escrutadoras, ya no fue capaz de seguir conteniendo las lágrimas. Corrió a una plazoleta cercana y se sentó en un banco a llorar. Insegura, inexperta, no solo no dudó ni por un instante de lo que acababa de oír, si no que pensó que todo encajaba. Por eso Ricardo se marchaba a la mili sin comprometerse. No quería herirla y ponía distancia, para que la cosa se enfriaría y ella le olvidaría.

—Tienes que pensar que era otra época, que ser homosexual era un pecado, lo peor de lo peor.

Elisa sabe que su madre no miente por los vívidos recuerdos que atesora de ese día funesto. Está segura de que si cierra los ojos puede recordar incluso cómo olía el aire, que a pesar de que todavía hacía calor, el frío se apoderó de su cuerpo convulso, que tuvo que hacer un gran esfuerzo por serenarse y regresar a casa como si efectivamente volviera de dar una clase a la caprichosa hija de los Martínez, que se acostó pronto pensando que el calor de las sábanas la serenaría un poco pero que las encontró húmedas y heladas. Se da cuenta entonces de que su madre sigue impasible con el relato. Le explica que, asustada y dolida, cedió ante la insistencia del que acabaría siendo su padre.

De nuevo ese curioso pensamiento cruza por la mente de Elisa: “¡De modo que yo habría podido tener unos hermosos ojos verdes!”.  No acaba de entender por qué cerca de cumplir medio siglo, ese descubrimiento parece ser tan importante. Sabe perfectamente que si hubiera tenido unos hermosos ojos verdes de mirada risueña como los de Ricardo ya no habría sido ella. Es plenamente consciente de que cualquier pequeño cambio en la sucesión de acontecimientos habría alterado por completo todo lo sucedido a continuación. Como consecuencia, ella ya no sería ella, al menos no como era entonces, como se reconocía. Sería otra, o ni siquiera existiría. Y sin embargo no consigue sacarse esa idea de la cabeza. Para huir de sus pensamientos, le pregunta a su madre cuándo volvió a colarse Ricardo en su vida, si fue en cuanto regresó de hacer el servicio militar. Pero descubre que fue mucho más tarde. La primera vez que su padre enfermó de una rara dolencia, cumplidos ya los sesenta. La hermana de su madre había conservado todos esos años la amistad con la hermana de Ricardo. Solían salir a comer o al teatro de vez en cuando, y la invitó a uno de esos encuentros para que se distrajera un poco. Casualmente ese día también se unió a ellos Ricardo.

—Desde entonces somos buenos amigos. De hecho es mi principal confidente, el único al que puedo llamar si estoy mal.

Elisa se da cuenta de que su madre no le ha aclarado todavía una cuestión fundamental. Quizás a estas alturas ya no le parezca importante. A pesar de ello, no puede evitar que brote de sus labios la pregunta. No sabe muy bien cuál es la razón pero necesita saber si realmente es homosexual o no.

—Eso llegó mucho más tarde, cuando ya hacía años que volvíamos a ser amigos. Una triste tarde de noviembre fuimos a merendar a una pequeña granja. Tomé un suizo y una ensaimada. Fue él quien sacó el tema. Me preguntó qué había ocurrido, porqué había desaparecido y no había vuelto a dar señales de vida. Se lo conté. Me dijo que no se lo podía creer, que había pensado de todo, de todo menos eso, que jamás se le habría pasado por la cabeza. Y entonces le pregunté, claro. Y me dijo que no, que nunca había sido homosexual.

Elisa se queda dándole vueltas a estas últimas palabras. Le parece increíble que un solo vocablo, un vocablo que para ella nunca ha significado el más mínimo problema, haya podido determinar hasta ese punto la vida de su madre. Entiende que eran otros tiempos, claro. Pero no puede dejar de pensar que también fue por la forma de ser de su madre y sus circunstancias, por sus miedos y sus limitaciones, por su forma de procesar esa información. Que a pesar de ser otra época ella podría haber actuado de otro modo. Pero tomó una decisión. Levanta la mirada y se encuentra con los ojos de su madre que le suplican comprensión. Y toma también una decisión. Le dice que no tiene sentido pensar en lo que pudo haber sido, que no sirve de nada. Que cree que no se equivocó, porque en los últimos años, cuando más lo necesitaba, ha contado con un buen amigo que le ha hecho compañía y le ha ayudado a soportar los momentos difíciles, y que eso no tiene precio. Que nunca sabrá si habrían funcionado como pareja, pero sabe que sí funcionan como amigos. La sonrisa agradecida de su madre le confirma que ha hecho lo correcto.

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Más tarde, mientras avanza sin prisas por el paseo marítimo, Elisa se queda atrapada  por el color turquesa de las aguas, que se muestran extrañamente revueltas.  Y de repente no puede evitar que ese pensamiento se cuele una vez más en su mente: “De modo que yo podría haber tenido unos hermosos ojos verdes”.

Tarde de lluvia Por Paula Alfonso

 

—No importa, voy bien equipada -le respondí un tanto prepotente-.

Ajusté la mochila a mi espalda, abotoné el chubasquero, me cubrí con su capucha, abrí la puerta y comencé a caminar a paso ligero como aconsejan los endocrinos en estos casos. A escasos metros me detuve, pero solo para cerciorarme de que la aplicación que expresamente había bajado en el móvil funcionaba correctamente, así era, llevaba dos minutos andando, había avanzado 150 metros y quemado 4 calorías.

—Esto funciona -me dije animosa mientras guardaba el móvil en el bolsillo y reanudaba la marcha-.

Subí por la empinada cuesta que me lleva a Menéndez Pelayo y en su cima, casi sin resuello, tuve que pararme para elegir dirección. En frente tenía el Parque del Retiro, atravesándolo llegaría a Cibeles, subiría después Gran vía y enseguida, en una de sus calles paralelas la ansiada meta, las puertas del teatro. Pero había oído que se esperaban inminentes fuertes ráfagas de viento, y por tanto se desaconsejaba transitar ir por zonas arboladas, así que resolví que en vez de cruzar el Retiro lo rodearía. Fatal decisión, ya lo adelanto.

En aquellos momentos, la tarde era ya de perros, llovía con intensidad y Menéndez Pelayo estaba casi desierta, pero yo me sentía bien, con mis manos guardadas en los bolsillos, mis deportivas especiales para caminar, la mochila a la espalda, la cabeza bien tapada bajo la capucha…, hubiera sido una cobardía abortar mi plan. Cuando llegué a O’Donnell giré para dirigirme hacia la calle de Alcalá; durante los siguientes metros caminaría entre la alta verja del Retiro a mi izquierda y una calzada de cuatro carriles por la que no paraban de circular coches a mi derecha. No llevaba mucho en esta nueva etapa de carrera cuando tuve que echarme a un lado para que una chica con un abrigo de paño marrón y paraguas amarillo me adelantara, al parecer tenía prisa y la acera era tan estrecha que las dos a la vez no cabíamos, musitó un “gracias” apenas perceptible y siguió su camino.

—Qué manía tiene la gente de utilizar paraguas -pensé mientras se alejaba-, a mí me resultan engorrosos, pero ella con sus zapatos de tacón, medias y abrigo de paño estaría ya calada si no lo llevase.

De pronto noté ligeras salpicaduras en las piernas, un coche acababa de pasar por encima de un charco y me había mojado. Quedé quieta mirándolo con mi peor cara mientras se alejaba y cuando creí que ya era suficiente, me dispuse a seguir, pero justo en ese momento, una ducha, ¿qué digo una ducha?, un torrente me anegó por entero, cara, ojos, cuello, piernas, deportivas… fue como si alguien con toda su fuerza hubiera lanzado sobre mí un barreño grande de agua, un desastre. Sin darme apenas tiempo a reaccionar me alcanzó un segundo jarreo más intenso aún de un segundo coche, y a este le siguió un tercero. Era increíble, con la misma alegría y determinación que si llevaran un fueraborda los conductores surcaban el agua acumulada en los baches provocando un auténtico sunami que caía despiadadamente sobre nosotras, las pobres transeúntes, que estábamos atrapadas en la acera. Porque a pocos metros la chica del abrigo de paño, que me había adelantado sufría mi misma experiencia, pues en su intento por defenderse, doblada sobre sí misma, orientaba hacia los coches su paraguas, pero daba igual, la ola superaba el paraguas y cualquier otro objeto que se hubiera interpuesto para derramarse inmisericorde sobre ella.

Dicen que las desdichas en compañía se hacen más llevaderas o al menos así pensé yo, y como pude, zarandeada por los repetidos jarreos, llegué a su lado. La intención que tuvo nada más verme fue meterme también bajo su paraguas.

—No -le dije- mejor corramos.

Pero era imposible avanzar en medio de tanta adversidad.

En un momento dado sentí que mi paciencia se acababa y decidí atacar. Con paso firme avancé hasta el mismo bordillo y allí, a cuerpo descubierto, empecé a pedir a los conductores mediante gestos y alguna que otra palabra obscena que aminoraran su marcha, que entendieran nuestra situación, pero muchos de ellos me ignoraron dejando caer sobre mí el consabido maremoto, entonces tremendamente irritada y chorreando de arriba abajo era cuando les increpaba, les maldecía de la manera más soez y brutal que se me ocurría, en este momento ya no había límites. Al principio ella observaba perpleja mi comportamiento, mientras se retiraba el agua de la cara y sacudía el de su abrigo, pero enseguida me secundó. Sus tacos puede que fueran menos agresivos que los míos, pero entre las dos logramos al fin que algunos conductores disminuyeran la velocidad y otros se alejaran cambiándose de carril, sin embargo lo peor estaba aún por llegar, un autobús, un maldito autobús. Lo vimos venir a toda velocidad rozando el bordillo, conscientes de lo que podía suceder, nos esforzamos aún más en indicarle nuestra situación, en hacerle señas para que frenase… Me consta que nos vio y entendió nuestros gestos, pero, lejos de acatarlos, aceleró, zambulló sus enormes ruedas en la poza y nos encharcó. Llena de ira pensé en correr hasta la próxima parada, esperar a que llegara y cuando abriera sus puertas subir, cogerle por la pechera, obligarle a salir, y una vez en la calle arrastrarle por el pavimento una vez dos veces, vuelta y vuelta como se hace a las croquetas en el huevo, pero cuando quise poner en práctica mi fantasía el autobús había desaparecido de mi vista.

Empapadas hasta los huesos llegamos por fin a la calle Alcalá, allí ya no había problema, su desnivel impide que el agua se acumule, por tanto estábamos salvadas. Las dos nos relajamos, comentamos lo sucedido y hasta nos reímos al coincidir en que parecíamos dos naufragas llegadas a la orilla. Enseguida nos despedimos, ella entró en un portal y yo continué mi camino hacia Cibeles. De pronto tuve la extraña sensación de que caminaba sobre las aguas como Jesucristo en Galilea, miré hacia abajo y vi que de los bordes de mis deportivas salían burbujas y que cada pisada iba acompañada de unos sonidos inenarrable. ¿Qué hacer? ¿A dónde ir que me dejen achicar este agua antes de que me agarre una pulmonía? De repente se me encendió la luz, El Corte Ingles, esa sería mi salvación. Con aquel ruido estruendoso saliendo de mis pies y con un aspecto horrible a juzgar por las caras que ponían los que se cruzaban conmigo seguí caminando. En aquellos momentos diluviaba. A mi llegada a las puertas del establecimiento el público que estaba arremolinado bajo la marquesina, se hizo a un lado para dejarme pasar, actuaron bien porque creo que de no hacerlo me los hubiera llevado por delante.

En el interior las dependientas me miraban, también los clientes, seguro que se preguntaron ¿adónde irá esta mujer chorreando? Y eso mismo me pregunté yo, ¿adónde voy? Lógicamente a un cuarto de baño, pero en el que hubiera poca gente. Mi ingenio determinó que el más adecuado era el de la planta de caballeros, allí la afluencia necesariamente se vería reducida a la mitad. Dicho y hecho, avancé por los pasillos, alcancé las escaleras mecánicas y sintiéndome objeto de todas las miradas, llegué a la planta 2ª Caballeros. Era un cuarto pequeño con 4 aseos, y totalmente vacío, estupendo, me quité el impermeable que todavía chorreaba y lo dejé en uno de los lavabos, deposité la mochila en un rincón y me acerqué al secador de manos eléctrico, estaba ya aflojándome los cordones de mis deportivas para, una vez extraída el agua, ponerlas debajo, cuando oí descargar una cisterna, al poco tiempo otra, miré las puertas y efectivamente dos de ellas comenzaron a abrirse para dejar paso a dos chicas inglesas, de pelo rubio rizado y cara de pan, se dijeron algo entre ellas y decidieron utilizar el lavabo que precisamente yo había ocupado con mi impermeable, visiblemente molesta, dando saltitos a la pata coja, porque ya estaba descalza de un pie, llegué hasta ellas, recogí mi impermeable y de la misma forma volví a mi centro de operaciones, bajo el secamanos eléctrico. A los pocos minutos noté su presencia detrás de mí, me giré y vi que con expresión estúpida me mostraban sus manos mojadas, querían secarlas. Con bastantes malos humos recogí todas mis cosas y me encerré en uno de los aseos, allí, segura tras la puerta, con tiras y tiras y tiras de papel higiénico me sequé primero yo y después mis zapatillas.

Cuando acabé parecía otra, mis pisadas no emitían ningún sonido y el impermeable estaba prácticamente seco. Llegué a la puerta del teatro, abracé a mis amigas, vimos la función, que nos encantó, y a la salida…, a la salida me tomé una hamburguesa con patatas, que me supo a gloria y lo hice porque sí, sin remordimientos, la alegría de pensar que aquel día había quemado las calorías no sólo de ese mes, sino de los tres siguientes.

El convento Por Elisa Pérez

 

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Todo eran carreras, prisas y urgencias.

El tiempo apremiaba. Había que desalojar el viejo edificio cuanto antes.

El infierno habitual que se vivía en El convento desde hacía dos días se había acentuado y esta mañana el caos había irrumpido para quedarse. La noche anterior ya se había apagado el cartel con luces de neón que anunciaba un paraíso de placer bajo el paradójico nombre de un lugar de recogimiento religioso. Sin duda, El convento iba a desaparecer.

Doña Vanesa intentó calmar los alterados nervios de las jóvenes que trataban de organizar sus pocas pertenencias en cajas o maletas.

En la cocina, Samantha guardaba las sartenes y cacerolas que componían el escaso ajuar existente en aquel lugar con los cuales apenas conseguía guisos más suculentos de los rutinarios.

En la sala de descanso, llamada Biblioteca sin que nadie supera el motivo, Karina lentamente se esforzaba en ordenar los escasos ejemplares que componían su tesoro. Sus gafas se habían roto hacía pocos días con lo que en la misma caja mezclaba revistas usadas, libros manoseados y libretas o cuadernos de alguna de las ocupantes.

En el huerto que Damián mantenía en la parte trasera del edificio, Selena se consolaba en sus escasos ratos libres, plantando algunas verduras o frutas que casi nunca llegaban a buen fin. La pena la había invadido desde que supo que tendría que abandonar y dejar atrás el único reducto de paz y silencio de aquella construcción cochambrosa.

En el extremo opuesto del edificio, la falsa madre superiora de todo aquel escenario, doña Vanesa, esperaba que la providencia les ayudara esta vez, aunque la confianza en el Altísimo que antes inundaba de luz su ajetreada alma, hacía bastante tiempo que había dado paso a un escaso sentido de la bondad y amor al prójimo que no viniera acompañado de algo más metálico y frío.

strip-clubs-rnc-august-28Otra de las ocupantes recogía de las flojas cuerdas los hábitos de trabajo, secados al sol junto al muro mordisqueado en su borde como si de la boca de un desdentando se tratara. Al igual que las oscuras cebollas moradas, la primera capa las cubría hasta los tobillos delgados; después otras más se iban deshojando poco a poco hasta llegar a la fría y rasposa piel de sus cuerpos todavía lozanos.

La mayoría de las mujeres habían llegado en conjunto como un cargamento de fruta destinado al mercado para su consumo; y así al unísono tenían que desalojar también el edificio. La decisión no era de ellas, las órdenes llegaban desde instancias superiores.

Helena —con H, sí— preguntaba por sus zapatos; desde la habitación de al lado Ruth evitaba responder antes de que descubriera que le había roto el tacón de aguja.

Gladys se afanaba en buscar la ropa interior entre el montón que alguien había depositado sobre la primera silla que encontró en el pasillo que hacía las veces de sala y distribuidor.

Doña Vanesa le había pedido que vigilara, que avisara si veía llegar al autobús, de ahí que a la vez que se mostraba decidida a encontrar sus braguitas de encaje negro recién estrenadas, o su corpiño azulón, el más provocativo, mirara hacia la desvencijada ventana por la que penetraba el aire gélido de la mañana. Al fondo podía divisar los picos de la cordillera, apenas nevados para esta época. Más allá, quién sabe, quizás, ojalá, tal vez, la libertad.

El aviso de que tenían que dejar el edificio fue anunciado hacía tres noches. Quejas, lamentos, cansancio, algún que otro llanto mudo se mezclaron con la noticia. Poco podrían disponer ellas, tan sólo acelerar su nuevo destino

El ruido y la algarabía propios de la situación no conseguían imponerse sobre la resignación general. En cada habitáculo de tres por tres, la intimidad, la pena y los secretos dejaba poco espacio para otra cosa.

Las luces de neón se habían apagado como todos los amaneceres. Con los primeros rayos, la muy temida doña Vanesa había cortado la corriente eléctrica. Ni secadores, ni planchas podrían usarse ya. Las arrugas del pelo se mezclarían en los escasos equipajes con las de la ropa o con la incertidumbre de las prisas. Daba igual, pensaban la mayoría de las mujeres aparentemente afanadas en acatar con soltura el desenlace final. Las instrucciones de la imponente jefa apenas eran entendidas por Lalia o Simina que solo comprendían el lenguaje del cuerpo. Como todas las noches, la algarabía del placer de los hombres a cambio de dinero había dejado paso a la somnolencia y el sopor de las mujeres. Ninguna de ellas bajaba la guardia, su compromiso siempre estaba vigente y debían cumplirlo por encima de todo. Rezaban antes de salir al ruedo como los toreros; aunque sus toros no tuvieran cuernos asesinos sus veladas sugerían corridas llenas de pánico.

Nadie atendió la orden de doña Vanesa cuando comentó que había que limpiar las habitaciones y los baños antes de marchar. Los restos de orines, licores y semen en absoluto repelían el escaso interés de cada una. El resto de días podían vivir con eso al importarles más que sobrevivir, pero hoy tenían una excusa para huir del asco. Sólo una protesta en bajo.

El golpe seco de la bofetada de la Jefa a Selena se oyó por todo El convento, suficientemente grande como para alojar a muchos cuerpos desnudos o dormidos, pero demasiado pequeño para albergar tanta tiranía.

Mientras el resto de mujeres terminaba de recoger sus cosas, Selena emitió una mirada de profundo rencor sobre el moño bajo en la nuca de la Vanesa. Como tantas veces antes, su mirada atravesaba el cráneo, los sesos, las venas y hasta las células microscópicas de esa cruel mujer para dejarla inerte y petrificada para siempre. En una sola ocasión, sólo en una, el brazo derecho de la joven se dejó caer sobre el izquierdo a la vez que éste se levantaba burlonamente en un corte de mangas que, sorprendentemente, fue visto por la dama. Manchas azules y moradas salpicaron el cuerpo de la joven produciéndole un intenso dolor durante siete noches eternas en las cuales tuvo que trabajar el doble de lo habitual.

No hubo tiempo de más, antes de que Gladys anunciara que el autobús se veía al fondo, las muchachas fueron empujadas y atropelladas para que acabaran de una vez sus tareas. Selena interpretó como un golpe de suerte que no le diera tiempo a limpiar más que dos de los tres baños encargados. Un golpe que esperaba continuar si todo salía según lo planeado.

A doña Vanesa le pareció que la maniobra de recogida final y subida al autobús era muy larga. Tenía prisa, demasiada como para esperar pacientemente a que aquel grupo de despojos con pelos teñidos y uñas encarnadas, le estropearan los planes. Aceleró las órdenes, empujó con brusquedad a las muchachas. Simina casi se cae, Ruth se olvidó de su zapato perdido, Laila esperó a su compañera casi amiga Samantha, ésta tosía y tosía sin parar desde hacía tres noches, las demás circulaban hasta el autobús, algunas ni siquiera se habían quitado el hábito de trabajo. Al fin y al cabo, esperaban continuar donde fuera.

Gladys, doblemente fiel a la dama y a sí misma, sería la última en subir. Escondida tras la puerta contó, faltaba una. Recorrió los habitáculos. En el último, gritó su nombre antes de entrar: Selena, no seas idiota, no tienes escapatoria. ¡Selena! —gritó más fuerte—. Vamos al autobús, la Vanesa te va a matar a palos cuando se entere. ¡Selena, hija de puta, me vas a buscar la ruina! —el tono de furia recordaba el de un general abandonado en el campo de batalla por su escuadrón— ¡Sal de donde estés… vamos!

Sobre el pasillo, junto a la puerta del baño que no había podido limpiar, una mancha 09FC6AD56de sangre oscura empezaba a recorrer la suciedad del suelo como la lava de un volcán en erupción.

Selena no miró atrás, sabía que era cuestión de segundos, escasos segundos hasta alcanzar el muro desdentado. Saltó por la ventana. El palo de la fregona manchado con la sangre de Gladys, permaneció junto a su cuerpo aún vivo. Era demasiado alto, pensó, nunca imaginó que tanto. Si hubiera hecho caso a Damián habría ejercitado aún más sus piernas. El trecho es duro, el muro alto, el éxito escaso. Se lamentó por un momento. Pero no era cuestión de dudar, tenía tomada la decisión y lo conseguiría. La determinación de la necesidad puede más que la necesidad de la duda. Sus uñas postizas se despegaban en cada mínimo avance sobre el muro. Le dolían los dedos, se resbalaban los pies, pero la furia del objetivo le daba fuerzas. El sudor y las palpitaciones se mezclaban en su pecho sin saber cuál era más fuerte.

Encaramada sobre la tapia, con los pantalones rasgados por su propia sangre que comenzaba a aflorar, contempló el panorama frente a ella. A la derecha, pasos, carreras, insultos y gritos; a la izquierda, un campo agreste, cuyo fin se perdía en el fondo del horizonte.

Se miró las manos destrozadas, los pantalones rotos, sintiendo que se le empañaban los ojos de líquido salado.

En un segundo que le pareció un siglo le dio tiempo a contemplar por última vez el huerto casi seco y las letras ya rotas del cartel, a través de la ventanilla del autobús. Las voces de doña Vanesa se acercaban, mientras muchas de las chicas se imaginaban que, ya en el nuevo destino, de pronto, y milagrosamente, todas a una conseguían dejar de escucharla, tapar esa boca para siempre.

 

Remordimiento Por Ana Riera

Todo estaba siendo muy raro. Demasiado. En primer lugar estaba su sorprendente propuesta, la de llevarla al cine un día entre semana. ¡Si le costaba Dios y ayuda sacarlo de casa los fines de semana! Así que en un día de diario era impensable. Le parecía estar oyendo su cantinela de siempre en ese mismo instante. “Es que yo madrugo mucho, ¿sabes? Y si no duermo un mínimo no soy persona. Ya me gustaría verte a ti si tuvieras que manejar maquinaria pesada como hago yo”. De hecho, no recordaba cuál había sido la última vez que habían salido por ahí sin que fuera ella la que lanzaba la propuesta. Y la que insistía hasta ponerse realmente pesada. A veces incluso tenía que hacerle chantaje. “O me sacas a dar una vuelta o te pasas el fin de semana a pan y agua, vamos, que no me catas”. Por eso cuando llegó de trabajar y le dijo “Anda, ponte guapa que te voy a llevar al cine”, se quedó plantada en medio del comedor, con los platos a medio guardar y mirándole con los ojos muy abiertos. “Pero si es miércoles”, solo atinó a decir. “¿No te quejas siempre de que soy un muermo? Pues hala, para que veas. ¿Acaso no quieres ir?”. “Sí, sí, me cambio en un pispás”, dijo ella, mientras desaparecía por el pasillo a toda velocidad, no fuera que se arrepintiera

No tenía la más mínima intención de desaprovechar una oferta como esa. Pero eso no quitaba que le pareciera raro. “Bueno, y qué vamos a ver”. “Sorpresa, sorpresa. Tendrás que fiarte de mí”. No se fiaba, al menos no demasiado. Amaba a su marido, peo sabía que sus dotes como seductor eran limitadas. Sin embargo, decidió seguirle el juego. “Está bien, me fiaré”. Y se colgó de su brazo para corroborar sus palabras. Fueron dando un paseo. Soplaba una suave brisa y se adivinaba la cercanía de la primavera.

“¿Bueno, me vas a decir ya cómo se llama la película?”, le preguntó una vez acomodados en las mullidas butacas de la penúltima fila. “El próximo año, a la misma hora. Es una película antigua. Es que ponen un ciclo.” Eso fue la segunda cosa extraña. A su marido le gustaban las películas de acción y ese título sugería más bien una comedía. ¡Y una película antigua! La verdad es que no sabía muy bien qué pensar. Pero decidió relajarse y disfrutar de la inesperada velada.

Lo tercero fue la película en sí. Le bastó ver media hora de la cinta para que se le subiera la mosca a la cabeza. Iba de un hombre y una mujer que tienen una aventura extramatrimonial y que deciden volver a verse todos los años en el mismo sitio y a la misma hora. ¡No daba crédito! ¡No podía ser una casualidad! Miró a su marido con el rabillo del ojo. Parecía tranquilo. Aun así empezaron a sudarle las manos. No, no podía ser una mera coincidencia. Era todo demasiado calcado.

Había ocurrido sin buscarlo. Su marido se negó a ir con ella a la boda de una amiga. “No tengo la culpa de que se case en domingo y en el quinto pino”. Discutieron. Ella decidió ir sola. En su mesa había un chico de su edad. Venía por parte del novio y también estaba casado. Para cuando llegaron los postres, varias copas de vino más tarde, tontearon un poco. Él la sacó a bailar. Terminaron en su habitación del hotel. Fue una noche de pasión desenfrenada. Por la mañana compartieron desayuno y algunas confidencias. Justo antes de regresar de nuevo a sus respectivas vidas, a ella se le ocurrió una idea y la soltó. “Me he sentido muy a gusto. El año que viene podríamos repetirlo. Podemos quedar aquí mismo. Justo dentro de un año”. Habían pasado ya 10 años. Ni él ni ella habían faltado ni una sola vez a la cita.

El gran día Por Ana Riera

Jorge estaba nerviosísimo. No recordaba haberse sentido así en toda su vida. Notaba el corazón latiendo desbocado como si fuera un caballo salvaje al que trataran de domar. Y notaba la boca seca, como si por alguna extraña razón hubiera perdido la capacidad de producir saliva. La verdad es que no sabía muy bien qué hacer con todo eso.

Apenas había pegado ojo en toda la noche. Tumbado en la cama había visto deslizarse las horas con una lentitud pasmosa. Al principio se había entretenido contando ovejas, que imaginaba saltando por encima de la cama, tan cerca que le rozaban el cuerpo. Ya de madrugada, cuando la oscuridad empezó a difuminarse, le había dado tiempo a aprenderse de memoria la red de pequeñas grietas que se extendían por el techo como lombrices inquietas.

Apenas diez minutos antes de que sonara el despertador, se le ocurrió competir con el reloj, retándole a ver si era igual de exacto calculando un minuto. Cuando por fin el timbre estridente llenó la estancia, justo en el preciso instante en que debía sonar según sus cálculos, Jorge creyó que el corazón se le iba a salir por la boca. Sin embargo, esperó paciente a que su madre entrara en la habitación, como todas las mañanas.

Ya duchado, vestido y sentado a la mesa de la cocina, experimentó otra sensación desconocida para él. Fue incapaz de probar bocado. Una extraña presión que le atenazaba el estómago se lo impidió.

–¿Estás nervioso, cariño? –le preguntó su madre mirándolo fijamente desde el otro lado de la mesa.

Jorge asintió con la cabeza.

–Está bien. Hoy te perdono el desayuno. Sé que es un día muy especial. –añadió levantándose y revolviéndole el pelo ya de por sí rebelde.

La sala donde le llevaron nada más llegar a su destino no era la de siempre. Estaba llena de cables y monitores, pero sobre todo de máquinas que Jorge no había visto nunca. Y había visto muchas. Su nerviosismo no paraba de crecer. Podía notar con absoluta claridad el palpitar de sus sienes. En el coche se había limitado a responder con monosílabos a los intentos de su madre por mantener una conversación. No pretendía ser desagradable, pero tenía la cabeza en otras cosas.

Cuando le habían hablado de aquello por primera vez, le había parecido algo imposible.

¿Eso existía? ¿Se podía hacer? ¿En serio?

Había sido como abrir una puerta y descubrir que detrás palpitaba un mundo entero totalmente desconocido. A Jorge le encantaba la informática, así que en seguida se interesó por su funcionamiento. Quería saber más, necesitaba saber más.

Desde entonces ese había sido el principal objetivo de su vida, el motor que organizaba sus días y daba color a sus ilusiones. Y por fin había llegado el gran día.

–Bueno, pues vamos a empezar. Primero te voy a poner esta estructura tan aparatosa de aquí. ¿Ves estos soportes tan largos? Se llaman ortesis. Y te los voy ajustar al tronco y a las piernas. Ellas se encargarán del trabajo sucio, ¿de acuerdo colega?

El que hablaba era Sancho. Se conocían desde hacía mucho y a Jorge le caía bien. No siempre había sido así. Cuando era pequeño lo miraba con recelo. Su espesa barba negra le daba miedo, así que apartaba la cara, en un vano intento de alejarse de él. Pero poco a poco se había ganado su confianza. El proyecto que iban a probar ese día los había acabado de unir, porque los dos estaban igual de entusiasmados con él.

–¿Estás preparado, amigo?

Jorge asintió con la cabeza.

–Pues vamos allá, empecemos.

Siguieron veinte minutos de trabajo intenso y preciso. Jorge se dejó hacer sin oponer la menor resistencia. Estaba ansioso por ver el resultado. Si todo lo que le había contado Sancho era cierto, iba a ser la leche.

Cuando por fin estuvo todo listo, Sancho puso en marcha los motores, le dedicó una sonrisa y empezó con la prueba. Jorge sin darse cuenta aguantó la respiración. Y entonces ocurrió. ¡No se lo podía creer! ¡Jamás, jamás había sentido nada igual! ¡Era mucho, muchísimo mejor que cualquier cosa que hubiera imaginado!

Debido a su enfermedad neuromuscular nunca había estado en posición erguida sin que varias personas le sujetaran. Pero ahora, gracias al exoesqueleto que le había colocado su amigo el doctor Sancho, estaba de pie él solo. Se sintió inmensamente alto. Toda su perspectiva era diferente. Cuando dio el primer paso sin la ayuda de nadie se sintió simplemente invencible.

Women Talking (2022, de Sarah Polley) Por Luigi De Angelis Soriano

Sarah Polley, directora, guionista, actriz, autora de relatos breves. Su libro de cuentos autobiográficos Run Towards the Danger: Confrontations with Body and Memory es un recorrido por las historias que han formado a la mujer y artista polifacética que conocemos hoy. Un valioso testimonio de verdades que duelen, pero también de momentos plenos de esperanza y amor. En lo que respecta a su carrera actoral, cómo olvidarla en su papel de la misteriosa sobreviviente de una terrible tragedia en The Sweet Hereafter (1997, de Atom Egoyan). Cómo pasar por alto sus creaciones de mujeres aparentemente frágiles pero con gran fortaleza en los dramas de Isabel Coixet My Life Without Me (2003) y The Secret Life of Words (2005). En su faceta de directora y guionista nos regaló Away from Her (2006), adaptación de un cuento de la exquisita Alice Munro. Drama delicado y a la vez lacerante sobre una pareja de adultos mayores enfrentando la brutal llegada del Alzheimer. Mi admiración y respeto por el trabajo de Sarah Polley ha sido continuo a lo largo del tiempo, motivo por el cual he disfrutado genuinamente la oportunidad de asistir al estreno de su última película, Women Talking (2022), y al conversatorio con la mismísima Sarah en persona después de la proyección.

Women Talking, basada en la novela homónima de Miriam Towes, inicia con la advertencia de que se trata de un ejercicio de imaginación femenina. Este detalle es importante porque Polley presenta la historia como una fábula, decisión creativa que confirmó en el conversatorio. El film se centra en un grupo de mujeres menonitas discutiendo democráticamente sus destinos. Todas han sido víctimas de abuso sexual por parte de hombres de su comunidad religiosa. Las violaciones han sido sistemáticas, con la ayuda de drogas y aprovechando la ignorancia generalizada. Los hombres les han dicho que los efectos de las violaciones han sido obra de demonios noctámbulos o producto de su febril imaginación. Cuando los agresores han sido descubiertos por dos niñas que los han observado actuar durante la noche, la comunidad es sacudida y la policía interviene. Todos los hombres adultos dejan a las mujeres solas por dos días indicando que a su regreso deben perdonar a sus violadores. Si no los perdonan deberán salir de la comunidad, lo cual significa, entre otras cosas, la condena eterna de sus almas.

Sí, el punto de partida es construido bajo una premisa poco verosímil. Es difícil creer que en una organización religiosa donde las mujeres son severamente controladas por los hombres, éstas van a tener un espacio de autodeterminación como el que les es dado. Es todavía más difícil imaginar que mujeres analfabetas que nunca han salido de los límites de su comunidad puedan verbalizar complejos argumentos en torno al problema que les ocupa y hacerlo con sofisticación en un entorno democrático. Es allí cuando, en la medida de lo posible, conviene utilizar la advertencia inicial y leer el film como un ejercicio de imaginar un encuentro de mujeres diversas tratando de arribar a condiciones que les permitan recuperar el dominio de sus cuerpos y levantar su voz. Es un ejercicio de imaginar los cimientos de un nuevo orden donde la educación surge como una herramienta para que los hombres y mujeres de las futuras generaciones puedan convivir mejor y una religión basada en el amor prevalece. Estos enunciados son propuestos principalmente por Ona (Rooney Mara), quien espera un bebé producto de la violación de la que ha sido víctima mientras dormía. Ona es más un catalizador espiritual que una mujer real. Sus beatíficas sonrisas, profundas miradas y delicadas posturas evocan a una Madonna impoluta. Su discurso está marcado por un fuerte idealismo que nace de su fe en una posibilidad que para otros personajes parece una locura.

La película también muestra personajes elaborados bajo parámetros más realistas. Los más destacados son Salome (Claire Foy) y Mariche (Jessie Buckley), quienes representan posturas opuestas en esta asamblea de mujeres. Salome señala que el perdón es imposible, que las mujeres deben abandonar la colonia y que, si deciden quedarse, ella se vengará y matará a los violadores. Mariche es escéptica con relación a la partida, siembra la duda sobre si los hombres que han sido capturados son realmente los culpables de las violaciones y medita sobre la separación radical de todo lo que conocen si deciden abandonar el que ha sido su único lugar desde siempre. En mi opinión, estos dos personajes confieren credibilidad a la situación en la que se encuentran las mujeres en la historia y revelan la complejidad que acompaña toda discusión en torno a la violencia de género. Por supuesto, contribuyen en buena medida las extraordinarias interpretaciones de Jessie Buckley y Claire Foy, quienes con su elocuente expresión corporal e intensas expresiones faciales consiguen revelar a las mujeres detrás de los postulados, al ser humano detrás de la idea. Ambas tienen momentos de rutilante grandeza, con monólogos y acercamientos de cámara que dinamizan la discusión.

El film cuenta con una hermosa cinematografía obra de Luc Montpellier, cuyos créditos incluyen Away from Her y la luminosa Cairo Time. Debido a la importancia que Sarah Polley confiere a la poesía de las imágenes en esta película, el aporte de Montpellier es medular. Los brevísimos flashbacks que muestran a las mujeres en los momentos en que despiertan y descubren las señales de abuso son presentados con tonalidades grises que evocan el horror de la situación. La opacidad en el granero donde las mujeres se reúnen para hablar contrasta con la apertura y el verdor del campo donde los niños y niñas juegan juntos, todavía en un estado de inocencia. La luz dorada que ilumina la caravana de mujeres que se forma al final del film sugiere una luz de esperanza, aun cuando lo que les depara es incierto. Horror, inocencia, esperanza son algunas palabras clave que dan forma al film tal como lo ha concebido Sarah Polley. La película tiene varios momentos abiertos a la lectura de la audiencia, ante los cuales Polley manifestó que ella apuesta por la interpretación más optimista posible. De igual manera, consciente del carácter sombrío del tema que ha decidido tratar, la directora salpica algunas gotas de humor a lo largo del metraje que refrescan al espectador y permiten observar a las mujeres como seres humanos que no se pueden reducir únicamente a su experiencia como víctimas de abuso sexual. Cada una es mucho más que sus circunstancias y el film contiene la humanidad necesaria para reconocer esa complejidad.

Con la inteligencia y sensibilidad de Sarah Polley, una historia que resuena de forma potente con la visibilidad que ha adquirido el abuso sexual como problema estructural, actuaciones memorables y una presentación del tema que facilita la discusión en diversos foros, Women Talking es un film que merece ser materia de largas y envolventes conversaciones.

 

 

 

 

A partir de ahora Por Ana Riera

 – 1 –

–A partir de ahora no quiero que me llaméis Hugo nunca más. Voy a ser Cloe. Quiero que me llaméis Cloe, ¿vale?

Hugo tenía 10 años cuando lanzó esa bomba. Era un sábado al mediodía y estaban los cuatro sentados a la mesa. Su padre había preparado su famoso arroz caldoso. Su madre había servido los platos y acababa de sentarse. Su hermana pequeña, Sara, estaba preparada con la cuchara en la mano, porque tenía mucha hambre.

Un silencio denso se instaló durante unos instantes en el comedor. Fue Sara, que acababa de cumplir 5 años, la que lo desbarató con su lengua de trapo.

–¿Ya no te gusta el nombre de Hugo? ¿Por eso te quieres llamar Cloe?

–No es eso. Lo que no me gusta es ser un niño.

–¿Quieres ser una niña como yo? –insistió con los ojos abiertos como platos.

–Sí, eso es.

–¿Y te vas a poner vestidos? Yo te puedo dejar los míos si quieres, aunque no sé si te caberán.

–¡Callaros! –interrumpió la madre de golpe—. Quiero que os calléis.

Su voz sonó fuerte y desesperada. Se hizo de nuevo el silencio, pero duró poco. Esta vez fue Hugo el que lo rompió.

–¿Por qué quieres que nos callemos?

–Porque sí.

–¿Pero por qué? –insistió.

— ¡Porque no puedes convertirte en una niña sin más! –exclamó casi gritando.

–¿Por qué no? –insistió Hugo mirándola sorprendido a los ojos.

–Pues porque hay cosas que no pueden ser y no hay más que hablar –le contestó ella apartando la mirada.

–Pues yo creo que no es así –contestó Hugo insistente.

–A ver, creo que será mejor que nos calmemos todos un poco –intervino entonces el padre.

–¿Qué nos calmemos un poco? ¿Hablas en serio? ¿Acaso no has oído lo que acaba de decir tu hijo? ¿No entiendes las implicaciones? –le increpó su mujer absolutamente fuera de sí.

–Claro que lo he oído y me parece que es algo importante. Por eso creo que debemos hablarlo con calma. No podemos obviarlo sin más.

–Sí, sí que podemos. Al menos yo sí que puedo. Y eso es precisamente lo que pienso hacer.

–Vamos Elisa, cálmate…

–No pienso calmarme. No quiero calmarme. ¿Lo entiendes?

–Pues no mucho, la verdad.

–Sabes qué, que se me ha quitado el apetito –añadió levantándose bruscamente de la mesa.

La reacción de su mujer lo cogió desprevenido, así que no atinó a decir nada. El pasillo tardó unos segundos en tragarse el eco del portazo que dio por terminada la conversación.

Hugo miró a su padre. A éste le pareció ver una profundidad en sus ojos que no había apreciado antes. Se dio cuenta de que su hijo no había dejado de mirarle. Le dedicó una sonrisa algo forzada.

–No te preocupes. Se le pasará. Tan solo necesita algo de tiempo para asimilarlo –intentó tranquilizarlo.

–Ya. Bueno, tu no lo has necesitado –dijo llevándose una cucharada de arroz a la boca.

–Supongo que no todos somos iguales.

–Supongo que no.

–¿Puedo preguntarte algo? –añadió el padre tras unos segundos.

–Claro –respondió mientras se llevaba una segunda cucharada a la boca.

–¿Desde cuándo lo sabes? Quiero decir…

–Hace ya algún tiempo. No sé, creo que en parte lo he sabido desde siempre.

–¿Estás seguro cien por cien?

–Mil por mil, papá.

–Eso está bien. Porque es algo serio. ¿Lo sabes no?

–Si. Si no fuera serio mamá no se habría enfadado.

–Se le pasará, ya verás. En cualquier caso, puedes contar conmigo, ¿vale? No voy a dejarte solo en esto.

–Gracias, papá.

–¿Se lo has contado a alguien más?

–Todavía no. Bueno, a mi amiga Laura. Pero sabe guardar secretos.

–También me lo has dicho a mí –objetó Sara.

–¿Tú también sabes guardar un secreto? –le preguntó su padre.

–Pos claro… ¿Qué es un secreto?

–Algo que no le cuentas a nadie jamás, pase lo que pase.

–¡Ah, vale! Pues sí sabo –dijo tapándose la boca con las dos manos.

–Ya veo. ¿Oye Hu…, quiero decir Cloe, te gustaría decírselo a alguien más?

–Había pensado contárselo a mi profe. Quiero que en el cole me llamen Cloe. Al menos los de mi clase.

–Eso a lo mejor lleva algo de tiempo.

–A Laura no le costado.

–¿Ella ya te llama Cloe?

–Cuando estamos solos.

–Entiendo. ¿Te parece que le pida una tutoría a tu profe? Así se lo explicamos juntos.

–Vale, guay.

–Anda, ven –le dijo su padre ofreciéndole los brazos. Hugo se levantó y se dejó abrazar. Estaba tranquilo, pero sentirse arropado le hizo bien.

–Yo también quiero –se quejó su hermana mientras abandonaba la silla. No tardó en encontrar un hueco por el que colarse.

–Bueno –dijo el padre tras un minuto disfrutando del momento–. Terminar de comer y luego recogéis la mesa. Que hoy es sábado y os toca. Pero no quiero peleas, ¿eh?

–Claro que no, las hermanas no se pelean –dijo Sara muy sería concentrándose en su plato.

-2 –

Se sentía decepcionado con su mujer. Él también estaba confuso. La verdad es que no lo había visto venir. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de nada? Se suponía que debía haber captado algún indicio, alguna señal. En fin, qué más daba ya. El pasado ya no podía cambiarlo, lo importante ahora era lo que hiciera a partir de ese instante.

Las ideas se le agolpaban en la cabeza. Eran tantas que le costaba verlas.  Pero tenía clara una cosa, que no podía darle la espalda. Si ellos no le apoyaban, que le esperaba a su pobre hijo. Bueno a su hija. Seguro que no le había resultado fácil, nada fácil. Tomar una decisión como aquella con tan solo 10 años… Solo de pensarlo se le hacía un nudo en el estómago. Él a su edad se pasaba el día cazando lagartijas y haciendo pellas para irse a la aventura con los amigos. Sí, se sentía muy decepcionado con su mujer. ¿A qué había venido esa reacción? Pensaba que tenía una mentalidad más abierta. ¡Además, se suponía que una madre siempre debía anteponer su amor por sus hijos a cualquier otra cosa!

Tenía que hablar con ella, pero plantado delante de la puerta de su dormitorio no se decidía a entrar. No sabía cómo abordar aquella situación. ¿No sabía o no quería? De repente sentía un fuerte rechazo hacia su mujer. ¿Cómo había podido mostrarse tan insensible? ¿Por qué se había marchado dejándolo solo ante algo tan grande? ¿Era ese su concepto de pareja?

-3-

Elisa se sentía fatal. No, no se había vuelto loca. Sabía perfectamente que no había estado bien. ¡Cómo no iba a saberlo! Pero no había sido capaz de reaccionar de otro modo. Simplemente, no podía.  Sabía que había decepcionado a Hugo. Y a su marido. Pero necesitaba tiempo. No sabía cuánto. Porque las palabras de su hijo habían desatado en ella una tormenta inesperada, pero absolutamente devastadora. Las compuertas que llevaban tiempo bien apuntaladas de golpe habían saltado por los aires y los sentimientos que había conseguido encerrar durante todos esos años se habían precipitado hacia fuera de forma descontrolada, llevándosela a ella por delante.

Y allí estaba, desparramada sobre la cama, sin fuerzas siquiera para llorar. Demasiada descolocada para poder comprender las dimensiones de lo que estaba sucediendo en su interior. Entonces, de repente, una palabra aparentemente inocente se abrió paso entre la confusión que reinaba en su cabeza, ocupándolo todo.

Al principio le costó distinguirla. Era apenas una mancha borrosa, filtrándose por los recovecos como un experto contorsionista. Luego, muy lentamente, fue tomando forma. Aun así, tuvo que concentrarse para poder leerla de principio a fin y eso que solo tenía cuatro letras: LOLI.

En cuanto la leyó, tan clara como si alguien la estuviera proyectando en la pared con una cámara de gran precisión, se le aceleró el corazón. No podía dejar de leerla una y otra vez. Loli. Loli. Loli. Una tromba de recuerdos la inundó por completo, llenando cada esquina de su cuerpo. Hasta tal punto que sintió que iba a estallar.

¡Hacía tanto tiempo que no pensaba en ella! En algún momento el dolor había sido tan grande, la culpa tan desgarradora, que su mente infantil no había podido soportarlo. Seguramente fue entonces cuando había cogido todos los recuerdos, todos los sentimientos que de algún modo tenían que ver con Loli, y los había encerrado en un lugar recóndito. Tan apartado, tan oscuro, que fue como si hubieran desaparecido por completo. Hasta ahora.

-4-

Raúl notó cómo se iba encendiendo. La tensión acumulada en el comedor, el miedo y la sensación de desamparo se apropiaron de cada centímetro de su ser. Su mente le decía que tenía que calmarse, que en ese estado no iba a servir de nada hablar con su mujer. O peor, que si lo hacía iba a quebrarse algo que igual luego no eran capaces de recomponer. Pero la ira y la decepción eran demasiado fuertes y acabaron por imponerse. Cogió el picaporte con tanta fuerza que la puerta no tuvo más remedio que ceder.

–Elisa, tenemos que hablar –dijo antes siquiera de que todo su cuerpo estuviera dentro de la habitación.

–No quiero –respondió ella dándole la espalda.

–Pero es que yo sí quiero.

–Te digo que no quiero. No puedo –añadió en un susurro.

–¿De verdad piensas que servirá de algo esconder la cabeza bajo tierra? No sabía que fueras tan cobarde…

–Déjame.

–No pienso dejarte como has hecho tú. Porque eso es lo que has hecho, dejarme ahí, solo ante el peligro.

–Déjame, Raúl. En serio.

–Por lo menos ten la decencia de decírmelo a la cara. ¡Deja de darme la espalda!

–¡No puedo! ¡Lo entiendes! ¡No puedo! –dijo incorporándose en la cama y mirándole directamente a los ojos.

–¡¿Cómo que no puedes?! ¡¿Qué quiere decir que no puedes?!

–Pues que no puedo, todavía no. Necesito tiempo. Es todo demasiado confuso aún –dijo sin apenas fuerzas.

Raúl se dio cuenta de que su mujer estaba completamente exhausta. La mirada de desesperación y súplica que le dedicó antes de volver a tumbarse y darle de nuevo la espalda lo desarmó por completo.

-5-

Era ya noche cerrada cuando Elisa salió por fin de la habitación. Llevaba allí metida desde el mediodía. El tiempo había transcurrido lastimosamente lento y, a la vez, se había esfumado entre sus dedos como un suspiro. Tenía la cabeza embotada y el cuerpo entumecido.

Había tenido que hacer un gran esfuerzo para levantarse de la cama y otro todavía mayor para llegar hasta la puerta. Cuando por fin asomó la cabeza le pareció que la casa estaba extrañamente silenciosa. Lo agradeció. Enfiló el pasillo hacia la cocina con paso vacilante. Tenía la boca completamente seca. Necesitaba beber algo. Se sirvió un vaso de agua del grifo y se lo bebió sin apenas respirar. Llenó un segundo vaso, pero este se lo tomó en varios sorbos. Luego volvió a llenarlo por tercera vez y se dirigió de nuevo al dormitorio.

Al pasar por delante de la habitación de sus hijos, la puerta se abrió ligeramente. Elisa dio un respingo. Había dado por sentado que no había nadie en casa. Su hijo la miraba serio, la cabeza encajada entre el marco y la puerta entreabierta. Elisa se detuvo, incapaz de seguir avanzando bajo el peso de esa mirada.

 

–¿Estás enfadada conmigo?

Ella no respondió. Tan solo siguió mirándolo fijamente, como si estuviera hipnotizada.

–Si estás enfadada puedes decírmelo.

Ella continuó sin decir nada. Su mutismo no impidió que él siguiera hablándole.

–Lo he pensado y entiendo que necesites tiempo. Yo también lo necesité para contárselo a mi amiga Laura. Tardé bastante, ¿sabes? Y para decíroslo a vosotros. Así que lo entiendo. Lo único que me da miedo es que dejes de quererme.

 

Elisa se estremeció de arriba abajo al oír las palabras de su hijo. Una lágrima solitaria resbaló sin prisas por su mejilla. Al verla, él relajó las facciones y abrió un poco más la puerta. Luego, sin mediar palabra, se abrazó con fuerza a su cintura.

–No te preocupes mamá, no hay prisa –añadió luego mientras la soltaba y se metía de nuevo en su habitación.

 

Elisa se quedó un par de minutos inmóvil en medio del pasillo. De repente notó el peso en la mano derecha y se sorprendió al ver que llevaba un vaso de agua. Fue como si algo no acabara de encajar. Mientras regresaba a su dormitorio le pareció que el agujero negro que se había ido abriendo paso en su interior desde que el nombre de Loli había escapado de la prisión donde lo tenía encerrado había dejado por fin de crecer.

-6-

–¿Cuándo vas a contarme lo que te ocurre?

Las palabras de Raúl sonaron más a súplica que a pregunta. Habían pasado ya un día entero desde que la noticia había puesto patas arriba sus vidas. Un día que Elisa se había pasado deambulando por la casa como un alma en pena. Apenas si les había dirigido la palabra. Apenas si había probado bocado. Raúl empezaba a estar seriamente preocupado.

Por suerte los niños parecían no estar acusándolo en exceso. Aun así, le dedicaban alguna que otra mirada de soslayo que él esquivaba lo mejor que podía.

En realidad, no sabía qué hacer. Nunca se había sentido tan perdido. Tenía claro que debía apoyar a su hijo, pero no tenía ni idea de por dónde empezar. En el fondo sentía que él también le estaba fallando, que tampoco él estaba a la altura.

Había lanzado la pregunta al aire porque le desesperaba seguir atrapado en sus propias dudas, para ver si así algo cambiaba. Por eso la respuesta de Elisa le cogió por sorpresa.

 

–Creo que ahora. Sí, creo que estoy lista.

–Vale –atinó solo a decir mientras se sentaba.

–Era mi primer día de cole. Estábamos todos en el patio, esperando a que abrieran la puerta. Todo el mundo parecía conocer a alguien. Se reían y chillaban y correteaban de un lado a otro. Yo me sentía como si me hubiera colado en una fiesta a la que no había sido invitada. Me quedé en un rincón intentando pasar inadvertida, sin atreverme siquiera a levantar la vista. No tenía ni idea de lo que me esperaba tras esa puerta. Mi mente infantil imaginaba todo tipo de cosas terroríficas. Dos niños pasaron persiguiéndose junto a mí, tan cerca que me rozaron el vestido. Asustada levanté la cabeza. Y entonces la vi.

Estaba un poco más allá, parapetada en la misma pared que yo, concentrada en mirarse los zapatos. En seguida me di cuenta de que estaba tan asustada como yo. Recuerdo que me sorprendió que llevara el pelo tan corto. Cuando los dos niños llegaron a su altura, también ella se sobresaltó. Fue entonces cuando se cruzaron nuestras miradas.

Por un breve instante miré hacia otro lado. Fue una reacción instintiva. Pero en seguida la busqué de nuevo. Ella seguía mirándome. Justo entonces se abrió el enorme portalón y todos, grandes y pequeños, se pusieron en movimiento, atraídos por un canto de sirena que yo todavía no sabía reconocer. Sentí que me empujaban arrastrándome hacia delante. Ni siquiera la pared podía protegerme. Toda yo temblaba de pies a cabeza. Entonces una mano se materializó delante de mí. Era la suya. Me aferré a ella sin pensarlo.

De algún modo, juntas nos hicimos fuertes y conseguimos mantenernos en pie hasta que hubo pasado la marabunta humana que amenazaba con devastarnos. Ya no nos separamos en toda la mañana. Luego supe que se llamaba Loli. Fue mi primera amiga.

Loli era más tímida que yo. No solía sentirse a gusto con la gente. Había algo en ella que era distinto, algo que hacía que no encajara. Pero conmigo conectó. Además, resultó que vivía cerca de mi casa, así que todos los días íbamos y veníamos juntas al colegio. Y muchas tardes quedábamos para jugar en el parque. Nos hicimos inseparables.

Los primeros rumores sobre nosotras surgieron a los pocos meses de empezar el curso. Yo, como suele ocurrir en estos casos, fui la última en enterarme. No supe nada hasta que me explotó de golpe en la cara.

Era una tarde de principios de marzo. Volvía a casa del colegio. Iba sola, porque Loli había pasado mala noche y se había quedado en casa descansando. Al menos eso es lo que me había dicho su madre. Oí carreras tras de mí y de repente me alcanzaron un grupo de niñas un año más mayores que yo.

–Mirar quién está aquí. Estás muy solita hoy, ¿no Elisita? –soltó la cabecilla del grupo mientras sus amigas me rodeaban. Yo la miré atónita e intenté seguir adelante, pero ella me cortó el paso.

–¿Dónde has dejado a tu novia? –insistió.

Noté que las piernas me flaqueaban. El corazón me iba a cien por hora. Tuve la sensación de que el aire no conseguía llegar a mis pulmones. ¿Mi novia? ¿A qué venía eso?

–No deberías ir con un marimacho como ella. ¡Es asqueroso! –añadió mirándome desafiante–. ¿O es que tú también eres bollera?

Yo ni siquiera tenía muy claro qué significaba esa palabra. Aun así, negué con la cabeza. Supongo que me pareció lo más oportuno.

–Pues si no quieres acabar igual, será mejor que te alejes de ella, porque eso se contagia, ¿sabes?

Todas le rieron la gracia. Pensé que no iban a dejarme en paz, pero tras zarandearme y darme algunos tirones de pelo, se marcharon corriendo. Suspiré aliviada pensando que la cosa no iba a ir más allá, que se habían metido conmigo porque se aburrían. Pero me equivocaba.

A partir de ese día, cada vez que me pillaban a solas, se repetía la escena.

–¡Yo de ti tendría cuidado porque cada día te pareces más a tu novia!

–Yo creo que se le está pegando.

–Ya te digo. ¡Se le está poniendo pinta de marimacho!

–Elisita, Elisita, cuidado con la tortillera.

–¡Elisa tiene novia, Elisa tiene novia!

Intenté no hacer caso. Intenté esquivarlas. Pero parecía que me espiaran. Siempre encontraban la manera de seguir asediándome. Al final no pude soportarlo y me rendí. Le di la espalda a Loli. La abandoné. Yo solo quería que me dejaran en paz, ser una más, pasar inadvertida. Dejé de ir con ella, dejé de hablarle, la borré de mi vida.

 

–Tranquila, Elisa. Estoy aquí –susurró Raúl acercándose a ella y rodeándola con el brazo. Seguía teniendo sentimientos encontrados, pero la sensación de rechazo hacia su mujer había desaparecido.

 

–Hubo una tarde. Fue terrible. Fui terrible. Ojalá pudiera dar marcha atrás, ojalá pudiera borrarla, pero no puedo.

–Elisa, no sé lo que pasó esa tarde, pero creo que eres muy dura contigo misma. No eras más que una niña.

–No lo hagas Raúl—murmuró ella escabulléndose de entre sus brazos–. No me justifiques. Porque no tiene justificación. No quiero que la tenga. ¿Me entiendes?

–Pero…

–No. Escucha. Loli estuvo una semana sin venir al colegio y yo me pasé todo ese tiempo esquivándola. Me llamó varias veces por teléfono y vino otras tantas a buscarme. Pero yo hacía por llegar a casa todo lo tarde que podía. Me quedaba jugando en el patio del cole con las chicas que se metían con ella que, de repente, ya me aceptaban en su grupo. Un día incluso me escondí en el armario de mi habitación cuando mi madre vino a decirme que Loli preguntaba por mí, para que pensara que había salido. Pero al lunes siguiente, al llegar a casa, estaba esperándome dentro. Mi madre la había dejado entrar, así que no pude evitar encontrarme con ella. No sé si fue por el hecho de que se colara en mi casa desbaratando mis planes de esquivarla o por el hecho de que ello me obligaba a enfrentarme a la situación. La cuestión es que noté que la rabia, una rabia que no había conocido hasta ese instante, se iba acumulando en mi interior. Con un gesto de cabeza le indiqué que me siguiera. La llevé hasta un camino poco transitado. La rabia seguía creciendo y creciendo, podía sentir su peso. Llevábamos más de diez minutos andando cuando por fin rompió el silencio.

–¿Estás enfadada conmigo? ¿He hecho algo malo?

Yo no le respondí. Estaba demasiado concentrada en comprender lo que me estaba pasando. De repente la veía como alguien que quería hacerme daño, como alguien que quería complicarme la vida, como alguien que quería hacerme sentir mal. La ira seguía amontonándose. Noté que apretaba la mandíbula.

–Es que me parece que ya no quieres ser mi amiga y no entiendo por qué, no sé qué pasa –insistió Loli.

Y entonces fui incapaz de seguir sujetando las palabras que me quemaban en la garganta, que salieron disparadas hacia ella.

–Así que no sabes lo que pasa, ¿no? Tienes el morro de decirme a la cara que no sabes lo que pasa. Claro, pobrecita. Con lo buena que eres, tan modosita. Pues pasa que me estás destrozando la vida. Porque claro, tú no puedes ser normal. No, Loli no puede, Loli siempre tiene que dar la nota. ¿Qué culpa tiene ella si es tímida, si es distinta? Pero sabes qué, que yo tampoco tengo la culpa. Porque yo sí soy normal y no tengo por qué aguantar todo esto. Yo no he hecho nada malo, ni soy un bicho raro, pero por tu culpa los demás piensan que sí. Pero eso a ti te da igual, porque solo piensas en ti. Tú, tú, tú, y solo tú. Y a mí que me den. ¡Pero se acabó! Porque yo no quiero tener problemas. Ya estoy harta, así que tendrás que buscarte a otra.

Recuerdo su mirada absolutamente desolada. Pero yo solo podía sentir mi rabia y mi frustración y mi dolor. Así que me di media vuelta y me alejé corriendo. Le…

 

Por un instante a Elisa se le trabaron las palabras.

–Le fallé, Raúl –consiguió decir al fin.

–Pero volverías a verla, y…

–No. Ella intentó hablar conmigo, lo intentó varias veces, pero no se lo permití. Le di la espalda como solo hacen las personas ruines.

-7-

Raúl no sabía qué hacer ni qué decir. La confesión de su mujer lo había dejado desconcertado. Podía entender su dolor, pero aun así no acababa de ver cómo encajaba todo aquello con su reacción ante la declaración de su hijo.

–Después de lo que me has contado, entiendo que estés así, de verdad. Sobre todo, porque llevabas mucho tiempo reprimiéndolo y tiene que resultar doloroso volver a enfrentarse a ello —le dijo tratando de sonar cariñoso–. De todos modos, hay algo que no acabo de comprender. Si te sientes mal precisamente por haberle dado la espalda a tu amiga, ¿por qué vuelves a hacerlo? ¿Por qué le das la espalda a nuestro hijo?

–¿Es que no lo ves? Da igual que yo le apoye, da igual que tú le apoyes. ¡Seguro que los padres de Loli la apoyaron! El problema son los demás. Si eres distinto, si te apartas de lo normal, siempre habrá alguien que haga lo que hice yo entonces, que le falle tan estrepitosamente como le fallé yo a Loli. Nunca podremos protegerle de todos ni de todo. ¡Es imposible!

A Raúl le costaba digerir las palabras de su mujer. No conseguía comprender su lógica.

–Entonces, según tú, ¿qué debemos hacer? –le preguntó.

–Convencerlo de que no es más que una fase pasajera, que se le pasará.

–¿Y si no se le pasa? –insistió Raúl incrédulo.

–Se le pasará, se le tiene que pasar.

–Pues yo creo que no, la verdad. No se trata de un capricho, ni de una enfermedad, ¿sabes? Además, esa no es la solución. De tu hijo pueden burlarse por cualquier cosa, yo que sé, simplemente porque lleva gafas… ¿Qué vamos a hacer si algún día tiene que llevar gafas? ¿Decirle que no se las ponga?

–Ponerle lentillas.

–¿En serio? Pues yo no creo que esa sea la solución.

–¿Y cuál es según tú la solución?

–Enseñarles a nuestros hijos a no dejarse pisotear por lo abusones y estar atentos por si nos necesitan. En serio, creo que exageras un poco. No hay para tanto. Seguro que Loli ya lo ha superado. Igual hasta le sirvió para hacerse más fuerte.

–Tú no lo entiendes, no lo entiendes.

–Pues explícamelo.

–Ella…ella…

–¿Ella qué?

Elisa suspiró hondo un par de veces. Luego miró fijamente a su marido. Todavía le llevó unos segundos conseguir hablar.

–Una noche al poco de nuestra discusión, mientras sus padres dormían, Loli se encerró en el baño y se cortó las venas.

-8-

Al oír las últimas palabras de Elisa, Raúl se estremeció de arriba abajo. No se esperaba un desenlace tan brutal. Trató de imaginar lo que debió sentir su mujer al enterarse de lo que le había ocurrido a su amiga. Le resultó imposible. Demasiado dolor, demasiada culpa. El mero hecho de pensar en ello le sumió en un estado de profunda desazón.  Un ruido procedente del otro lado de la habitación le sacó de su ensimismamiento. En la puerta, mirándolos fijamente, estaba su hijo.

–Laura me ha invitado a jugar a su casa –dijo tras un breve silencio–. ¿Puedo ir, porfa?

Raúl miró instintivamente a su mujer, que hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza.

–Está bien. Vete poniendo el abrigo que ahora voy.

–Guay.

En la calle hacía frío. Al menos eso le pareció a Raúl, aunque quizá fuera que estaba destemplado. Seguía intentando digerir las palabras de su mujer, pero no le resultaba fácil. Se preguntó cuánto habría oído Hugo.

–¿Hacía mucho que estabas en la puerta?

–No mucho.

–Verás hijo…

–Si lo dices por lo que ha contado mamá de su amiga, tranquilo, yo no pienso hacer eso.

–No, si no pensaba… bueno, la verdad es que me alegra saberlo. Sólo quiero que estés bien, ¿entiendes?

–Estoy bien papá, de verdad.

–Fantástico –dijo mirándole sin terminar de creérselo.

Siguieron andando el uno al lado del otro en silencio, Raúl dándole vueltas a sus pensamientos, Hugo deseando llegar a casa de su amiga. En cuanto llamaron al timbre, Laura salió a abrirles con una sonrisa de oreja a oreja.

–Hola C..Hugo.

–Puedes llamarme Cloe, ya se lo he contado –dijo Hugo mirando a su padre de soslayo.

–¿En serio? –preguntó ella mirándolo también.

–Sí, tranquila. Ya nos lo ha contado –confirmó Raúl.

–Entonces, hola Cloe. ¿Vamos a mi habitación? ¡Tonta la última!

–¡Eh! ¡Espera! Adiós papá –se despidió mientras corría por el pasillo tratando de alcanzar a su amiga.

–Adiós, Cloe –respondió él, sintiéndose un tanto incómodo, pero feliz al verle actuar con tanta naturalidad.

-9-

Laura esperó a estar a solas en la habitación para preguntarle.

–¿Qué te han dicho tus padres?

–Mi padre se lo ha tomado bien. Mi madre no tanto. Aunque creo que es por algo que le pasó con una amiga, no por mí.

–¿Con una amiga?

–Sí, una amiga que como yo tampoco estaba a gusto en su cuerpo.

–¿Y qué ocurrió?

–Pues creo que la amiga tenía demasiado miedo y mi madre también.

–¡Qué mal no! Mi hermano dice que los mayores siempre tienen miedo. Yo no lo entiendo, la verdad.

–Ni yo.

–¿Y crees que se le pasará?

–¡Eso espero! ¿Qué hacemos?

–¿A qué quieres jugar?

–¿A disfrazarnos?

–Vale. Yo me pido de pirata.

–Pues yo de pirata bucanera.

–¿Quieres que nos maquillemos?

–¿Podemos?

–Sé dónde guarda mi madre sus pinturas –dijo Laura guiñándole un ojo–. Sígueme. Pero no hagas ruido.

Laura abrió la puerta y asomó la cabeza.

–Parece que no hay moros en la costa –susurró metiéndose ya en el papel que había escogido–. ¡Vamos a por el botín!

Se colaron en el baño, se hicieron con el estuche de maquillaje de su madre y regresaron a la habitación muertos de la risa. Siempre era así entre ellos.

-10-

Esa noche, al regresar a casa con su hijo, Raúl fue directo a la habitación. Su mujer estaba en el sillón orejero que había junto a la ventana. Se sentó pesadamente en el borde de la cama.

–Elisa, no puedes seguir así. Sé que lo que te pasó fue horrible, de verdad. Pero tienes que hablar con tu hijo. Eres su madre. No puedes darle la espalda en algo tan serio –le dijo. Las palabras sonaron a un ruego desesperado.

–¿Te crees que no lo sé? –murmuró ella—pero es que no sé qué decirle…

–Pues simplemente abrázalo, que sienta que no le rechazas.

–No es tan fácil, ¿sabes? No para mí.

Se quedaron los dos callados, Elisa mirando por la ventana, Raúl al suelo. Pasados unos minutos, él soltó un suspiro, se levantó y se marchó. Elisa creyó que volvía, porque al momento oyó como se abría de nuevo la puerta. Pero no era su marido.

 

–Hola mamá.

Al oír la voz, Elisa giró la cabeza desconcertada.

–¿Cómo estás mamá?

–Estoy –atinó a balbucear.

–¿Puedo decirte una cosa?

–Supongo…

–Lo que le pasó a tu amiga, bueno, tuvo que ser un palo.

–Sí, lo fue.

–Pero sabes, el problema no es que fuera distinta, el problema es que no era capaz de ser quien era.

–No te entiendo.

–Quiero decir que ser distinto no tiene nada de malo. El problema es que te dé miedo serlo.

–¿Miedo?

–Sí, a lo que dijera la gente, a lo que pensaras tú.

–Es que ese es precisamente el problema, la gente. Puede ser muy cruel, ¿sabes? Y yo no quiero que te hagan daño. No podría soportarlo. Otra vez no.

–Es que no me lo van a hacer mamá, porque a mí no me da miedo ser distinto.

–Eso es lo que te piensas, pero luego todo se complica.

–Yo no soy como tu amiga.

–Eso no lo sabes.

–Sí, sí que lo sé. Yo te lo he contado. Ella no lo hizo, te tuviste que enterar por otros.

–Ya, pero…

–Tú piensas que le fallaste y a lo mejor lo hiciste. Pero ella también te falló a ti, porque no te lo contó.

Elisa nunca lo había visto de ese modo. Se había echado toda la culpa a la espalda sin considerar nada más.

–Por eso quiero que me llaméis Cloe –siguió–, y por eso quiero que mis amigos me llamen Cloe. Porque no quiero esconderlo. Porque quiero que todo el mundo sepa quién soy realmente.

–N sé, la verdad.

–El hermano de mi amiga Laura tiene razón. Para que te hagan daño tienes que avergonzarte o tener miedo. Y yo ni me avergüenzo ni tengo miedo. De hecho, me siento orgulloso.

–Pero es que…

–Mamá, en serio, no tienes por qué preocuparte. Además, ahora ser distinto está de moda. Hasta voy a ser más popular en clase.

Elisa miró a su hijo. Se le veía tan tranquilo, tan confiado… Mientras lo contemplaba tuvo la sensación de que se le ensanchaban un poco los pulmones.

–Ojalá lo viera todo tan fácil como tú –dijo mirando por la ventana.

–Es que lo es, mamá. Y tú me has ayudado, ¿sabes? Porque siempre me has dejado ser quien yo quería. A lo mejor es precisamente por lo que te pasó con tu amiga. Loli se llamaba, ¿no?

Elisa pensó que a lo mejor era verdad, a lo mejor había enterrado sus recuerdos con Loli, pero no lo que había aprendido de toda esa historia. Suspiró profundamente, miró a su hijo y por primera vez desde que se había sincerado con ellos, fue capaz de mirarlo con otros ojos.

 

 

El vecino Por Elisa Pérez

Llaman a la puerta con los nudillos habiendo timbre, qué raro. Quizás los de la mudanza se han olvidado algo…

Minerva se encaminó hacia la entrada sorteando cantidad de cajas y bultos que de forma desordenada se desparramaban por el pasillo, pero antes de llegar volvieron a llamar.

¡Voy…! – gritó al tiempo que abría, después reparó que hubiera sido recomendable revisar por la mirilla antes. Al fin y al cabo no esperaba ni conocía aún a nadie en ese edificio.

—Hola, soy Mariano, tu vecino de arriba. He visto el camión de la mudanza y he pensado que podrías necesitar algo. ¿Te ayudo?

Miró sorprendida hacia el desconocido que la contemplaba con una sonrisa bobalicona y le ofrecía una ayuda que ella no le había pedido.

—No, gracias, se lo agradezco pero sólo yo puedo entender este…

Antes de acabar la frase ese hombre de edad madura en el que comprobó cierta dificultad al caminar, había traspasado el umbral. No supo reaccionar ante semejante descaro.

—Lo primero que debes hacer es revisar el timbre, me parece que no funciona… ¡vaya, hacía mucho que no entraba en esta casa, desde que doña Begoña nos dejó!

Al mismo tiempo que la pena parecía reflejarse en sus ojos, el desconocido dirigía su mirada en dirección al fondo del pasillo, donde la luz del atardecer comenzaba a dejar un tono rojizo en las paredes. Minerva apenas tenía recuerdos de esa casa, la había visitado pocas veces mientras vivía en ella la tía abuela Enriqueta.

—Perdone tengo mucho que hacer, ya ve…

—Si, por eso… te puedo ayudar en lo que quieras: colocar, mover, limpiar…

Minerva siguió sin saber reaccionar. Se sentía como una niña asaltada por un familiar antipático para el que no tiene réplica posible. Se introdujo con tal seguridad que recorrió el poco espacio libre como si fuera su propia casa, así supo esquivar una pila de cajas en el pasillo para pasar al salón y llegar a la habitación principal, un lugar tan íntimo en el que había empezado a ordenar su ropa, sus cosas se encontraban esparcidas sobre la cama o en el suelo, se sentía avergonzada, como si hubiera visto ropa interior, a ella misma en ropa interior. Minerva incluso hizo el gesto de cubrirse la camiseta como si portara un escote excesivo.

—Aquí estará tu habitación, por lo que veo. Aprovecho para recordarte que no está permitida la música ni las reuniones más allá de las 22 horas. Figúrate estas paredes, o valen nada, cualquier cosa que suceda aquí se escucha por todo el edificio, así es, estas paredes lo transmiten todo.

La forma descarada de ojear entre sus cosas, de colarse con aparente educación, la estaba poniendo muy nerviosa.

—Por favor, le tengo que rogar que se vaya, tengo mucho que hacer y….

—Sí, es cierto, yo también tengo cosas que hacer, muchas cosas que hacer, la verdad… te agradezco que me hayas permitido entrar en tu casa.

Con apariencia de cordialidad, resultaba tan descarado que la dejaba perpleja.

Ya en la escalera, a punto de comenzar a ascender los escalones, Mariano se detuvo. Minerva temió por un instante que retrocediera.

—Ah, no te he dicho que mi habitación está situada en lo que has decidido convertir en el salón… No es buena idea. Cámbialo cuanto antes.

La visita había perturbado el desembarco en aquella casa, en aquel edificio. Necesitaba huir de su círculo habitual. Necesitaba olvidar, tener su duelo lejos de todo y de todos. La solución del traslado a esa casa fue un rayo de luz en su existencia. Se ahorraría el alquiler y los gastos los imaginó inferiores. Podría caminar hasta su trabajo o pasear más cerca del centro. Muchas ventajas que la omnipresencia del vecino estaba tornando muy desagradables.

Al día siguiente, al volver del trabajo estaba agotada, deseaba quitarse el uniforme para lanzarse sobre el sofá. Mientras se desnudaba mirando con desgana el desorden que reinaba en la casa, algo la sobresaltó.

Llamaron a la puerta. El sonido hueco de la madera vieja, le recordó lo del timbre.

—Hola vecina. ¿Mónica, Mona, Marina? Mala memoria para los nombres, aunque me suena que empieza con M como el mío, M de Mariano. La verdad es que soy un manitas, así que esta tarde me ocupé de arreglarte el timbre. No tuve necesidad de entrar, aunque podría, claro, tengo llave de todas las viviendas, pero no fue necesario, tenía un crick crash en el cable exterior, muy fácil, demasiado fácil para lo mucho que me gusta reparar estas cosas. Así que ya está, ding dong, pero estaría bien poner otro con un sonido más agradable, hay mucha variedad, puedo ocuparme, no son caros.

—Ah, vale, gracias Mariano, no era necesario pero así está bien.

En su reaparición como “manitas” estaba colgado de una euforia rara, parecía que no iba a parar de hablar, y mientras lo hacía cortaba las frases con risitas. Sin tiempo a reaccionar, otra vez se había metido hasta la mitad del pasillo. El crujir de la puerta mientras se cerraba sobresalía en medio del silencio.

—Ayer no te dije algo. Vivo con mi madre. Ella es muy mayor, está sorda. ¿No conocerás a nadie que quiera trabajar en mi casa? Yo no puedo cuidarla todo el día, y necesita mucha ayuda, vaya si necesita ayuda, tú, tan joven y guapa seguro que conoces a alguien bien dispuesta.

—No, lo siento… pero …..

—Yo, otra cosa que quería decirte…

No paraba de moverse, pero se quedó quieto en la entrada del dormitorio que estaba con la puerta abierta. Aunque no exactamente inmóvil: movía sus manos en una gesticulación absurda que estuvo a punto de provocar carcajadas en la dueña de casa. Se dijo a sí misma lo de “dueña de casa”, por ver si eso le daba renovada energía, pero se vio a sí misma incapaz de resistir a ese intruso.

—Mariano, le tengo que pedir que se vaya… no puede entrar en mi casa sin más. Miraré si conozco a alguien… para lo de su madre, digo.

—Tutéame, sí, mejor que me tutees. ¿Ese es el uniforme de tu trabajo? ¿Estabas desnudándote? Lamento interrumpir tu intimidad, pobre, acabas de llegar del trabajo y estarás ansiosa de que te dejen en paz. Pero, ojo, eso no es motivo para que dejes la ropa tirada de esa manera…

Un sudor frío le recorrió la espalda. De pronto dejó de hablar de esa manera atropellada, ansiosa, y la miró de tal manera que la movilizó: se puso más recta que de costumbre, alzó la cabeza, y fue deprisa hacia la puerta que abrió por completo para dar paso a la oscuridad de la escalera. No se oía nada. Él marchó, obediente a su gesto. Sin resistencia y con seguridad le vio subir. Le miro detenidamente: pantalones grises, camisa de cuadros, espalda ancha, piernas gruesas. Le sorprendió que dominara con tanta habilidad su extraña cojera, al subir de dos en dos los peldaños. Se paró en el último. Parecía que iba a decir algo, sin embargo dibujó una extraña sonrisa y continuó su camino.

Una vez más la noche fue espesa. Entre pesadillas apenas pega ojo y durante el día intenta despertar sin conseguirlo. Logra hablar del tema con unas compañeras, lo enmascara como si no fuera con ella “imagínate, padecer a un vecino pesadísimo…”, pero la miran con terror y las dos, tan distintas en edad y condición, huyen despavoridas, “la verdad es que esa amiga tuya lo tiene crudo, no sé cómo se puede sacar de encima a alguien así”.

Cuando regresó a casa recorrió el piso de puntillas, ni encendió la luz, se apañó con la linterna del móvil, hasta que se regañó, diciéndose a sí misma que no puede dejar que la vuelva loca, y encendió las luces y puso la música al volumen discreto de siempre, y se desenvolvió en una grado de felicidad que ya no creía posible. Nadie llamó a la puerta. Al fin podría cenar y dormir en paz.

La tranquilidad duró poco.

Un timbrazo, luego otro y otro más, sin pausas. El despertador de la mesilla marcaba las tres y diez. La luna nueva apenas irradiaba luz, envolviendo de negrura la habitación. Minerva se levantó. Recorrió descalza el pasillo, el suelo estaba frío. Detrás de la mirilla se veía una sombra, había alguien. Parecía un hombre, parecía Mariano.

—Perdona la hora, pero he tenido un problema con mi madre. ¿Tienes alcohol? Seguro que una chica como tú tiene un poco de alcohol. Necesito un poco de alcohol. Perdona los nervios.

—Son las tres y cuarto, estoy dormida, lo siento pero no sé dónde lo puedo tener, ya sabe, la mudanza.

—Te dije que me tutearas. Ya está bien de formalidades.¡¡¡¡Que me tutees mujer!!!! Vas a conseguir enfadarme.

—Venga, hala, no te preocupes por nada, te ayudo a encontrar el alcohol: mi madre se ha hecho una herida en la pierna, lo necesito ahora.

No hubo tiempo para más, no hubo tiempo para la reacción. Se había introducido hasta la mitad del pasillo. A Minerva le temblaban las piernas. Él se mostraba tranquilo, seguro, en su ámbito. Ella rebuscó alguna frase que le dejara claro de una vez que tanta familiaridad era excesiva. No la encontró. Se sentía ridícula en su propia casa, como una niña indefensa. Lo vio moverse con insultante desparpajo, revolver cajas y hurgar en cajones. Pasó a su lado, dejando un olor agrio mezcla de comida y sudor que la estremeció, ahora de malas maneras, enfadado, dispuesto a irse.

—En este desastre es imposible encontrar nada. Vaya jaleo, y por lo que veo eres más lenta que una tortuga, vaya a saberse cuando encontrarás algo que valga la pena. Lo mismo hasta pierdes la cabeza, tampoco se perdería mucho. Jajajaja, bueno me he pasado, es que a veces tengo esa vena de humor negro que heredé de mi bisabuelo Eustaquio que lo primero que hacía era reírse de su propio nombre: El de las trompas de las chicas, ese sí que era listo. Ya sabes. Las trompas de Eustaquio, bueno, sí, también las tienen los hombres, ¿o no? Bueno, estas están por el oído y las de Falopio son las de procrear o como se llame, jajaja, ¿pensabas que soy un ignorante? Jajaja. Voy a la farmacia en busca de alcohol, jajaja, mi madre se va a desangrar… y tú serás la única culpable.

Con el corazón volando a miles de pulsaciones, Minerva intentó volver a dormir. Tenía miedo. Trató de recordar con cuántos vecinos se había topado en sus entradas y salidas del edificio en el poco tiempo que llevaba dentro. No recordaba a ninguno, no había oído el timbre o el ruido de una puerta que se cierra. Se levantó de la cama, para mirar por la mirilla. Temía que aún estuviera allí, dispuesto a atravesar la puerta con su olor amargo y su mirada aparentemente bobalicona. Regresó a su habitación, se acercó a la ventana. En el patio interior al que daba, pudo ver en otra ventana una silueta de mujer. Un cierto alivio recorrió su cuerpo: no estaba sola.

Sin embargo, no era suficiente la sombra de una desconocida ante lo que estaba padeciendo. Lamentaba haber cambiado su barrio de siempre pora quel edificio vacío en el que se sentía atemorizada por un perturbado. Con muchas dudas en su cabeza y una profunda tristeza, a punto de llorar -no lo había hecho desde el entierro de su madre- se tapó la cara con las manos en un acto reflejo, como si así pudiera echar fuera de su vida a ese individuo. Pero aparecieron los esperados timbrazos. Dos, tres, cuatro. No respondió. No volvió a sonar el timbre. En el suelo, hecha un ovillo, escuchaba su corazón con la esperanza de que dejara de golpearla.

Decidió pasar la noche en esa postura imposible

No había descansado bien pero se levantó dispuesta a acabar con todo aquello. Para empezar iría a tomar un café con un maravilloso cruasán a la plancha, mantequilla y mermelada. Un ligero reflejo mañanero atravesaba el techo en el rellano. Miró hacia arriba. Nunca se había fijado en los tragaluces amarillentos, ni en que el color vainilla de las paredes se había degradado hacia el marrón. Respiró con alivio al escuchar de fondo una ligera música procedente del piso superior. Decidió bajar andando, sin tomar el ascensor. Le serviría para desentumecer sus piernas. En el hueco del ascensor se proyectaba una sombra. Alguien subía. Por fin conocería a algún vecino más.

—A ti también te gusta madrugar, por lo que veo.

Era demasiado tarde para retroceder. En un espacio de poco más de un metro, el cuerpo de su maldito vecino se aproximaba hacia ella, sin detenerse por la estrechez. Minerva paró en seco. Otra vez él. A través de la ligera luz que penetraba descarada desde la calle, pudo verle. Le pareció mayor, más rancio, con una sonrisa con dientes amarillos que mostraba de forma prominente al reír.

—¿Tu madre cómo está? -balbuceó sin saber por qué le hacía esa pregunta.

—Mayor y sorda.

—¿Y su rasguño de anoche?

—Durmió como un lirón toda la noche. ¡Ya ves, a su edad!

—Pero… ¿ y el alcohol?

—Tengo agua oxigenada y betadine, si necesitas, ya sabes. También le din somnífero, para que durmiera y me dejara tranquilo.

—Me despiertas a las tres y diez para pedirme alcohol para tu madre y ahora me dices que duerme como un lirón toda la noche…!!!!

—Claro… ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Venga, anímate y tutéame, ya te lo he dicho ¡no es tan difícil!

La sonrisa de dientes amarillos se había detenido frente a ella, esperando que Minerva terminara su discurso nervioso. Mientras manoseaba la bolsa de plástico que colgaba de su mano.

La chica no esperó más, echó a correr por las escaleras. No podía continuar junto a ese impertinente y extraño vecino. No miró atrás, llegó agitada frente a su puerta, consiguió abrir la vieja cerradura a pesar del temblor de sus manos. Con un portazo estruendoso se metió en su casa.

La oscuridad de la noche se cernía sobre el salón. No se atrevía a moverse, paralizada sobre el sofá había transcurrido su tarde. No se atrevía a nada, a dormir, ni a encender la radio. Sólo pensar en que el vecino de arriba percibiera que estaba, le revolvía el estómago.

Pediría ayuda a la vecina que había visto la noche anterior en la ventana. Se asomó impaciente, saludando al unísono las manos. Allí estaba la mujer, inmóvil, sin responder a sus aspavientos. Tenía que hacerse fuerte en su soledad. Esa era su vida y así quería que fuese. Estaba oscuro, aunque el atardecer aún no se había rendido a la noche. Golpeó el interruptor de la escalera varias veces. No funcionaba. Un sudor frío la empujó a retroceder en su decisión pero estaba dispuesta a seguir, subió los escalones de madera. En el rellano había una maceta con flores secas, el felpudo contenía un mensaje apenas visible por el desgaste. Tocó el timbre de su vecino. El sonido retumbó con fuerza en el silencio del edificio. Antes de repetir la llamada esperó un rato. Le pareció oír unos pasos que se deslizaban despacio. Cada vez más cerca, supo que estaban junto a la puerta. No había visto que una mirilla grande sobresalía a la altura de su pecho. La mirada que se escondía al otro lado la hizo dudar si había sido buena idea subir.

—Hola, perdone, ¿es usted la madre de Mariano? –la sonrisa forzada que dibujaba su cara fue suficiente para que aquella anciana de rostro plagado de arrugas y pelo gris recogido en un gracioso moño le respondiera del mismo modo.

—Hola, ¿eres Begoña? Hacía mucho que no te veía.

—Ah, no, lo siento…me llamo Minerva –por encima su esa cabeza canosa escrutaba el fondo.

—Ah, ya, la hija de doña Dorotea. ¿Cómo está tu madre? Pero pasa, pasa, hija, no te quedes en la puerta.

—No, disculpe… ¿está Mariano?

—No me acuerdo de tu nombre. ¿Cómo te llamas? Aún recuerdo cómo corrías escaleras abajo delante de tu padre, ¿por cierto cómo está?

—Perdone, tengo mucho que hacer, sólo quería saber si estaba su hijo. Necesito hablar con él.

—Pasa, pasa, te daré un poco de tarta de cumpleaños. El sábado fue mi cumpleaños, 85 años he cumplido, y aquí estoy con cuerda para rato.

Minerva sintió que la conversación con aquella adorable mujer era más agradable de lo esperado. La siguió por el pasillo, avanzaba tan despacio que podría distinguir la cantidad ingente de muebles que había. Con una bata rosa, que dejaba al descubierto unas piernas finas como alambres, y extremadamente blancas como la nieve, parecía que se quebraría en breve. Entró en la única puerta abierta. Minerva dudaba de su decisión, un olor dulzón y tibio envolvía el aire de la casa. Al fondo del salón le sorprendió divisar el busto de un maniquí. Se estremeció.

—Espere, espere, otro día, tengo que irme, soy la vecina de abajo, soy nueva en el edificio y quería conocerla, su hijo me ha comentado que estaba usted enferma.

—Bueno, como quieras. Pero llévate un trozo de tarta de cumpleaños antes de que regrese… –no terminó la frase, por un minuto su semblante se ensombreció.

Los escalones crujían más al bajar que al subir. Con la mano derecha sostenía una servilleta en la que el azúcar del trozo de tarta se desparramaba dejando un rastro blanquecino. Al acercarse a su puerta, sólo tuvo que empujarla para entrar. Juraría que la había cerrado con llave al salir. El miedo la inmovilizaba. Con sigilo se introdujo, dejando la puerta abierta tras de sí. No estaba sola, lo sentía. La mano le temblaba, el corazón le latía tan fuerte que podía sentirlo retumbar en su cerebro.

—Minerva… ¡te has dejado las llaves puestas! Eso puede ser peligroso para ti. –el repiqueteo metálico se oía claramente.

En su caída, la tarta se estampó en el suelo, desparramando nata y azúcar. Allí estaba Mariano al final del pasillo, su voz era reconocible en medio de la oscuridad imperante.

—No puede entrar en mi casa así sin más… ¡¡¡ No puede!!!

—¿Has subido a casa de doña Brígida?

—Eh, sí, he conocido a su madre. Es adorable. .

—¿Mi madre? ¿Doña Brígida? No, ella no es mi madre.

La desesperanza de que aquello no iba bien comenzaba a atenazar el cuerpo de Minerva. Hubiera querido escapar, no quería saber más de la extraña vida de aquel personaje que, con una red de araña fuertemente tejida, quería atraparla dentro. Antes de que tuviera tiempo para reaccionar, el timbre sonó de nuevo. El respingo de la chica fue notorio;el olor de Mariano que se adelantó a abrir la puerta, la volvió a repugnar.

—¿Cómo me has dicho que quieres la sopa? Estamos esperandoos –la dulce anciana estaba en su puerta, dirigiéndose a Mariano.

De espaldas a la pareja, Minerva no quiso moverse. La respuesta de Mariano la dejó petrificada.

—Hoy seremos uno más a cenar.

Fueron unos minutos confusos. No supo qué iba a suceder. Era evidente que no quería cenar con aquellos dos extraños seres, y también era evidente que no debía consentir la posesión sobre su casa, sobre su vida.

—Estoy muy cansada, lo siento, otro día cenaré con ustedes con mucho gusto.

Su voz rota emanaba terror. Empezó a caminar hacia su habitación.

—No puedes negar un plato de sopa a la adorable Brígida, lo ha preparado con mucho esmero… mira la tarta, la tiraste, ahora no puedes hacer lo mismo con su sopa. Te vendrá bien un plato de sopa -la voz de la dulce anciana sonó contundente.

La vio perderse por el oscuro rellano, conteniendo la respiración. No se oían sus pasos, no crujían los escalones. Se había esfumado en alguna dirección. Tras un minuto que pareció un siglo, un ligero chasqueo de llaves terminó con la puerta de arriba cerrándose. Tenía que huir de allí. No sabía cómo pero no podía permanecer un minuto más en aquel edificio, Estaba atrapada con un loco imprevisible y con una anciana que había pasado de adorable a horrenda.

—Esta vez te has superado, Brígida –la voz de Mariano parecía aduladora, a Minerva le sonó hueca.

Pese a su voluntad, aterrada por la escena que tenía delante, allí estaba sentada a la mesa, frente a la madre de Mariano quien fuese. A su izquierda, el hombre tomaba la sopa sorbiendo con ruido en cada cucharada que se acercaba a la boca. Con labios húmedos, miraba hacia el caldo blanquecino de su plato antes de beberlo. A su derecha, un maniquí con un camisón como única vestimenta, se mantenía echado hacia delante en su postura inerte. La anciana no comía, solo miraba, sobre todo a Minerva que tragaba como podíael insulso calducho. Añoró por un instante los sabrosos potajes de su madre.

—Voy a por la tarta… -antes de que la anciana tuviera tiempo de levantarse, Minerva se levantó como un resorte.

—Espere ya voy yo…

Salió del comedor. Se introdujo en la única puerta abierta, las dos estaban cerradas con llave. Desesperada miró hacia el fondo, tenía un objetivo. La ventana. Disponía de muy poco tiempo. La abrió. Antes de que la mano de Mariano la intentara retener, saltó al vacío. No miró abajo.

El golpe fue certero e inmediato. Un crujido de huesos la hizo contenerse del dolor. Tuvo tiempo de mirar hacia arriba. Los ojos de Mariano la miraban fríos y seguros. Junto a él la adorable anciana insistía:

—Sigamos cenando, aún está caliente la sopa.

—Sí será mejor, luego bajo.

El silencio se hizo más evidente para Minerva. Le zumbaban los oídos, le dolía mucho la pierna. Mareada con el golpe podía ver la oscuridad de la ventana de su vivienda, no más de un metro y medio de altura la separaba de ella. En el resto de ventanas divisó la misma silueta que había saludado la noche anterior. Comprendió enseguida. Se preguntó si podría escalar hasta allí. Desconocía ese patio interior, desconocía tantas cosas de ese edificio, se lamentó en medio del dolor. Se había animado a vivir allí sin preguntar nada, estaba entendiendo lo fácil que resultó la compra. Sobre el suelo, exhausta, anhelando que todo aquello fuera una pesadilla, escuchó dos vueltas de llave y unos pasos detrás. Y luego la ambulancia, y el deseo ferviente de pedir socorro y callarse, cerrar la boca, dejar que lágrimas abundantes recorrieran su rostro aniñado.

Adormecida, contemplaba las cortinas amarillentas, el desconchón de la parte superior de la ventana y un pequeño agujero en la pared de un cuadro inexistente. Su pierna escayolada la impedía moverse.

—Pronto te recuperarás con esta sabrosa sopa.

La anciana le volvía a servir el mismo caldo blanquecino desde hacía dos meses, tras el intento fallido de huida.

Al salir cerró la puerta con llave, dejando sola a Minerva. Hoy el silencio desesperante del lugar se había roto cuando escuchó que alguien hacia ruido en el piso de abajo. Aún era su casa, su maldita casa.

Sobre la escayola rota, quiso gritar sabiendo que nadie podría oír sus lamentos, solo el único maniquí masculino de la casa podía verla a través de sus ojos vacíos. Y los de ella se abrían lacrimosos, asombrados al ver que a pocos metros estaban sus maletas abiertas, su ropa revuelta, sus libros sobre una mesilla, junto a una tetera humeante…

 

 

 

 

Como la piel de una serpiente Por Paula Alfonso

 

Sí, estoy segura, lo que oigo son pasos y vienen tras de mí. Es él, otra vez él. Quisiera girarme, enfrentarme  de una vez por todas y verle la cara, preguntarle por qué, qué es lo que busca, qué persigue, y rogarle encarecidamente que se vaya y me deje en paz, pero no me atrevo. Meto el bolso bajo mi brazo, lo presiono contra mi cuerpo y acelero, acelero todo lo que puedo. El corazón me late de forma desaforada y siento mucho calor.

Miro el suelo y veo mis pies aparecer y desaparecer bajo el vuelo de mi falda en una alternancia regular: izquierdo-derecho; izquierdo-derecho; izquierdo-derecho, ¡más rápido!, les exijo, ¡mucho más rápido!, pero hacen cuanto pueden. Es el peso del abrigo lo que me impide caminar más deprisa. Me lo quitaría abandonándolo sobre el asfalto, como las serpientes cuando mudan su piel, pero en el trasiego de cambiar el bolso de brazo, despojarme de él, tirarlo… consumiría unos instantes que pueden ser cruciales, he de continuar así.

Miro al frente y la calle sigue vacía, solo se oye el tintineante y frenético sonido de mi taconeo sobre la acera en claro contraste con el de sus sordas pisadas, pisadas que delatan zancadas amplias y efectivas, que cada vez le aproximan más a mí.

Y allí a lo lejos la esquina, tengo que alcanzar aquella esquina, es mi tabla de  salvación. Al doblarla sé que me encontraré con el tráfico habitual de un viernes por la noche en una de las arterias más importantes de la ciudad, establecimientos aún abiertos y gentes que comentan el espectáculo que acaban de ver, pero, ¿cuánto falta?, ¿200? ¿300 metros?, ¡Por Dios, una eternidad!

El sonido de sus pasos se ha vuelto más nítido, está más cerca ahora.  Supongo que a la vez que se aproxima ensaya su ataque. Tal vez compruebe el eficaz funcionamiento de su navaja mecánica abriéndola y cerrándola repetidamente, o con bruscos tirones, la solidez de la cuerda que ha elegido para rodear mi cuello. Llevará las manos enguantadas para asegurarse de que, cuando me defienda contra su violencia, no arrastre bajo mis uñas elementos de su piel que puedan servir para identificarle.

¿Cómo he podido ser tan insensata y tomar este atajo? De sobra sé que esta calle es como una gruta vacía y larga por la que nadie circula; solo pretendía ganar unos minutos y llegar a casa cuanto antes. ¡Oh, lo siento, lo siento de verdad!

Ahora, junto al sonido de sus pasos me llega también el de su respiración, jadeante, ansiosa, demasiado próxima, justo a mi espalda. El móvil, tengo que pedir ayuda a través del móvil. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Está en mi bolso. Intento cogerlo, pero las manos me tiemblan ostensiblemente y se han vuelto torpes, muy torpes, además no puedo desviar la atención de mis pies –¡deprisa, deprisa, más deprisa!–. Finalmente consigo abrir la cremallera y mientras busco en el interior, trato de que mi mandato continúe con firmeza: ¡deprisa!, ¡deprisa! Las yemas de mis dedos identifican la carcasa del móvil, lo saco. Corro. Su aliento me ha forzado a ello, pero lo hago de forma errática, torpe, varias veces he estado a punto de caer, y mientras, intento activar el botón de encendido para empezar a marcar. Me falta el aire, no puedo respirar, el sudor resbala por mi frente y me enturbia los ojos, ¿Dónde está la maldita tecla? De pronto todo mi ser se paraliza y quedo clavada en el suelo, su mano acaba de apoyarse con firmeza en mi hombro, el teléfono resbala entre mis dedos y se estrella contra el suelo.

 

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Estamos en una calle próxima a la Gran Vía, donde el Samur acaba de retirar el cuerpo sin vida de una mujer de unos 60 años, al parecer víctima de un ataque al corazón. Con nosotros está la persona que lo vio todo y avisó a los servicios de urgencias.

Díganos, ¿qué ocurrió?

  • Pues verá esa pobre mujer caminaba a escasos metros de mí, debía ir hablando con el móvil y al querer guardarlo en el bolso se le cayó, como vi que no se había dado cuenta, me aproximé para recogerlo y entregárselo, pero justo cuando le iba a avisar, se desplomó. Ha sido terrible créame.

Se desconoce por el momento la identidad de la persona fallecida, seguramente mañana podremos darles mayor información. Estas han sido las últimas noticias del día. Buenas noches.

 

********

 

-Aquí tienes lo acordado, puedes contarlo si quieres

-Me basta con su palabra. ¿Alguna más?

-Sí, otra. Vive en la calle Sancha de Lara 10, aquí está su fotografía, mayor, sin familia… Ya sabes, tómate tu tiempo, pero hazlo bien.

-¿Acaso tiene alguna queja de las anteriores?

No hubo respuesta, tampoco el que preguntó parecía esperarla, porque tras meter el sobre del dinero junto con la fotografía en el bolsillo de su anorak, se giró y comenzó a caminar en dirección a la salida.

Solo tras escuchar el ruido metálico de la puerta al cerrarse, el otro hombre se sacó la bolsa de tela que le cubría la cabeza y aseguraba su anonimato, enjugó con un pañuelo el sudor de su frente y comenzó a recoger; su maletín de piel, el sombrero, el abrigo, las gafas oscuras y con todo se dirigió también a la calle. El chofer se apresuró en abrirle la puerta de detrás, cerró una vez que lo vio sentado y, ya en su puesto, a través del espejo retrovisor preguntó: ¿A dónde Señor?

-Al Ministerio.

Entró solo en el ascensor, a esas horas ya no quedaba casi nadie en el edificio. Presionó el botón del último piso. Al abrirse las puertas salió con paso decidido, atravesó las dos antesalas y finalmente llegó a la gran puerta. Llamó con los nudillos. Al otro lado una voz le respondió:

-Adelante.

  • Buenas noches, señor -le dijo deteniéndose a dos metros de la gran mesa-. El inmueble de la calle Ferraz ha quedado ya vacío, pueden iniciarse las gestiones de compra.

-Bien -respondió su interlocutor sin levantar la vista de sus folios-, ¿el siguiente?

-Está en la calle Sancha de Lara, señor, es el número 10. Solo queda un propietario que en brev…

-Buenas noches Agustín. Le interrumpió.

Tuvieron que pasar unos segundos para que Agustín entendiera que la entrevista había terminado.

-Buenas noches, señor Ministro.

 

 

 

MILA relato de Ana Riera

Mila

–¿Hola bonita, estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

Las primeras veces respondía agradecida.

–¿Hola bonita, estás bien?

–Sí, gracias.

–¿Cómo te llamas, cielo?

–Mila, me llamo Mila.

Bueno, lo cierto es que al principio no entendía nada de lo que le decían. Las palabras no eran más que ruido sin sentido martilleándole la cabeza. Aunque debía reconocer que las sonrisas que se dibujaban en esas caras desconocidas la tranquilizaban, al menos momentáneamente.

Al cabo de unos días, sin embargo, empezó a comprender esa lengua extraña. Seguramente ayudó que siempre fueran las mismas preguntas.

Sí. Las primeras veces respondía agradecida. Pero transcurridos un par de meses, las preguntas empezaron a molestarle. Tal vez fuera por el hecho de ver que no ocurría nada. Al recibir una de aquellas sonrisas parecía que iba a cambiar algo, pero pasaban los días y todo seguía igual. Fuera como fuese, la sensación de esperanza se había ido desvaneciendo lentamente, como una nube que se deshilacha imperceptiblemente mientras la observas desplazarse por el cielo.

Ahora le fastidiaba abiertamente que le repitieran las mismas preguntas de siempre. ¿Es que no iban a cansarse nunca?

–¿Hola bonita, estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

Tampoco soportaba ya las sonrisas. Al principio había creído que eran sinceras, que tenía sentido aferrarse a ellas. De un tiempo a esta parte, no obstante, le parecían huecas. Incluso le dolían físicamente.

–¿Hola guapa, estás bien?

–Pues no. Lo que estoy es jodida, eso es lo que estoy.

–¿Cómo te llamas, cielo?

–Lo cierto es que no tengo nombre. Lo he perdido porque nadie me ve realmente.

Eso le habría gustado soltarles a la cara a todas esas personas que se dirigían a ella como si fuera una figura de cristal que fuera a romperse con solo mirarla, pero que luego se marchaban a seguir con sus vidas. Vidas como la que le habían arrebatado a ella hacía unos meses.

–¿Hola guapa, estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

 

Ojalá nunca hubiera oído esas preguntas. Ojalá siguiera en su casa de paredes encaladas, oyendo trajinar a su madre en la cocina, tumbada en su cama de madrugada, tapada hasta la barbilla, robando unos minutos más de sueño al día antes de levantarse. Cómo echaba de menos su casa. Ahora que estaba lejos, que la había perdido, recordaba detalles de los que nunca había sido consciente. Como que le gustaba oler el intenso aroma del café inundándolo todo en cuanto bajaba por las empinadas escaleras de buena mañana. O que los primeros rayos de sol se colaran por la ventana bañando la mesa de rincón en la que se sentaba a desayunar, como dándole los buenos días. O sentarse en el viejo sofá arropada con una manta y apoyando la cabeza en el hombro de su padre con el sonido de la radio de fondo.

Mila no podía más y esa tarde explotó. Era un día cualquiera, casi idéntico a todos los que había vivido desde su llegada a ese lugar. Cola para ir al baño y a las duchas recién levantada, cola para desayunar en la gran sala común, vuelta al pabellón prefabricado para dejar las cosas de aseo y coger la ropa sucia, y vuelta a empezar. Cola para lavar la ropa, cola para tenderla en las cuerdas, cola para el reparto de champú o de jabón o de compresas, cola para la comida… Y luego, para rematar, la tortura de las caras sonrientes.

–Hola guapa, me llamo Eva. ¿Estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

Mila no pudo evitarlo. Las palabras salieron disparadas de su boca a la velocidad de la luz. Fue como abrir un grifo con demasiada presión.

–No tengo nombre porque nadie me ve. Y estoy jodida, muy jodida. Yo tenía una casa, ¿sabe? Y una vida. Me iba bien. Mi madre chillaba mucho, pero me quería. Y mi padre siempre andaba quejándose, pero también me quería. Y yo a ellos. El instituto nuevo me gustaba, sobre todo porque iban mis dos mejores amigas. Y porque iba Roco, que me tenía loca. Y de repente todo eso, mi mundo entero, ha desaparecido. Y a nadie le importa una mierda. A nadie. O no llevaría aquí muriéndome de asco y de pena tres putos meses sin que ocurra nada, nada de nada. Así que rellene su puto informe, o lo que sea que rellenan, y luego déjeme en paz y siga con su vida, usted que puede.

Cuando terminó, Mila apenas podía respirar. Le faltaba el aire, le temblaban las manos. Sin embargo, le sostuvo la mirada. La mujer que tenía delante la observaba con los ojos muy abiertos. Pasaron varios segundos arrastrándose lastimosamente entre las dos. Por una vez, fue la otra la que acabó mirando al suelo.

Mila seguía alterada, pero poco a poco su respiración fue acompasándose. Aun así, le sorprendió oír la voz de la mujer.

–Tienes razón. Debes pensar que somos gilipollas. Lo siento –dijo sin dejar de mirar el suelo.

Mila no se esperaba estas palabras. Había pensado en marcharse, pero se quedó sentada.

–Tienes derecho a estar enfadada. Lo que te ha ocurrido es una puta mierda. Ni siquiera puedo imaginar cómo te sientes, por mucho que me esfuerce. Creí que hacía algo importante y elevado. Pero ahora mismo me siento como una verdadera estúpida.

Se hizo el silencio, pero esta vez no fue un silencio incómodo. A Mila eso la tranquilizó.

–¿Hay algo que pueda hacer? Quiero decir, ¿hay algo que puede hacer para lograr que te sientas un poquito mejor? Lo que sea, de verdad –añadió la mujer mirándola de nuevo a la cara. Por primera vez desde que había empezado esa pesadilla, por primera vez desde que se había convertido en una refugiada, a Mila le pareció que algo tenía sentido, o al menos que podía llegar a tenerlo. Las primeras lágrimas resbalaron mudas por sus mejillas. Luego llegó el sollozo desconsolado que llevaba reprimiendo desde hacía semanas. Cuando por fin empezó a remitir, mucho rato después, Eva seguía a su lado sujetándole la mano con fuerza entre las suyas.

Mila la miró y supo que esta vez iba a ser distinto. Porque Eva sí la estaba viendo de verdad y eso le permitía ser de nuevo una persona de carne y hueso. En su cara se dibujó una tímida sonrisa.