Mi paso por la notaría Por Paula Alfonso

 

 

… tampoco estaba tan mal que dos personas se demostraran su amor, se derritieran en puro placer como les estaba sucediendo, pero eso sí, debía salir de mi rincón cuanto antes porque mi integridad comenzaba a correr serio riesgo…

 

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  • Buenas tardes ¿me puede decir si hay alguien todavía en la notaría del señor Vilas?

Mis jadeos después de la carrera hasta allí sólo me permitieron un hilo de voz, pero aún así el conserje me entendió.

  • Un momento señora.

Bajó la cabeza, tecleó y esperó respuesta en un pequeño monitor: Sí, hay alguien, pero le aconsejo que se dé prisa, en estas fechas todo el mundo desea irse cuanto antes

  • Muchas gracias.

Me volví ansiosa en busca de los ascensores…

  •         A la derecha, los ascensores están girando a la derecha y la notaria del señor Vilas está en la Planta 23.

Desde luego, aquel solícito conserje, vestido con un impecable traje marrón, estaba en todo.
Tras agradecerle de nuevo me lancé como una flecha hacia donde me había indicado y,
efectivamente, a la derecha de aquel gran recibidor se abría una especie de habitáculo destinado solo para los ascensores. Era amplio y tan neutro como el resto del vestíbulo, nada en él llamaba la atención, ni siquiera una nota discordante, todo era monótonamente marrón y beige; el mármol de las paredes y el suelo, los cuadros de muy dudoso gusto, incluso los artificiales adornos florales parecían sacados del más puro paisaje otoñal.

Pero aquel era un mero lugar de tránsito, se atravesaba en una dirección o en otra sin tener conciencia de él, con la mente puesta en el profesional al que nos dirigíamos, en cuál sería su diagnóstico, su asesoramiento, en la forma en que podía dar solución a nuestro problema. No, los que acudimos a este tipo de edificios ocupados por despachos de abogados, notarios, psicólogos o caras y exclusivas consultas médicas solo necesitamos espejos en esta especie de antesala; espejos donde con disimulo o abiertamente podamos darnos el último retoque y, efectivamente, allí no faltaban.

Toda esta disertación discurría por mi mente con un solo objetivo, distraer mi soledad mientras venía el ascensor. Porque no hay cosa peor que llegar a un lugar pensado para mucha gente, y encontrarte solo. A las 9, las 10 de la mañana de cualquier día, todos los días del año aquellas puertas ahora tan vacías, tan insignificantes, serían el foco de atención de un buen número de ejecutivos y profesionales que se arremolinarían nerviosos ante ellas esperando que se abrieran, sin embargo, en ese momento la única que aguardaba era yo. No podía dejar de mirar los paneles luminosos que había en la parte frontal, al menos de ese modo sabía que en los intestinos de aquel edificio, en sus pisos altos, se movía algo, había cierta actividad. Los números de las plantas se sucedían a buen ritmo, de vez en cuando la rueda se detenía, pero al instante reanudaba su marcha 17-16- 15-14…

Una fina señal acústica me sobresaltó y de inmediato escuché la voz de la locución -Planta baja-: el ascensor en el que menos atenta había estado, el que quedaba alejado de mi vista por estar pegado a la pared, iba a abrir sus puertas. Efectivamente, apenas me dio tiempo a situarme enfrente, cuando los cromados paneles se desplazaron dejando salir 10, 12, 14 personas que en silencio pero con rapidez se dirigieron hacia el vestíbulo de salida. Intenté retirarme para no obstaculizarles el paso, pero no hizo falta, todos ellos me esquivaron hábilmente sin ocasionarme el más mínimo roce. De nuevo quedé sola, pero ahora con uno de los ascensores a mi disposición.

Entré. Era una amplia cabina enmoquetada, de paredes cubiertas de espejos. Apreté el botón 23 y aguardé a que iniciáramos el ascenso. Cuando las puertas se cerraron, otra vez aquella sensación de soledad, de ser la única en el edificio. ¿Y si de pronto se va la luz y me quedo colgada? ¿Y si alguno de esos cables, cansado del trajín de todo el día decidiera soltarse? ¿Acudirá en mi ayuda el solícito conserje o también se habría marchado?

¡Tonterías! Con decisión, me aproximé a uno de los espejos laterales y examiné mi aspecto, coloqué bien el cuello de mi abrigo, acicalé mi pelo y al más puro Escarlata O´Hara pellizqué mis mejillas para darles un toque de color, ¡Dios cómo se notan los años! Levanté el sobre que llevaba en la mano y deseé que por fin fuera la última documentación que el notario me pedía.

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-Planta 23-. La grabación me tomó por sorpresa, miré al panel y efectivamente habíamos llegado. Al abrirse las puertas me vi ante un vestíbulo vacío con varios pasillos donde elegir, afortunadamente unos carteles señalaban con bastante precisión la ubicación de los diferentes despachos y siguiéndolas, en medio de un absoluto silencio llegué al 235. La puerta estaba entreabierta, así que me limité a dar un golpe suave con los nudillos y sin esperar respuesta entré. Tras un mostrador alto encontré a una joven de pelo rizado y moreno, cara redonda y mofletuda absolutamente absorta en la pantalla de su ordenador, tanto que tardó varios minutos en notar mi presencia. Cuando lo hizo se sobresaltó y de forma instantánea giró la pantalla, como escondiéndola de mi mirada, pulsó una tecla y solo entonces pareció dispuesta a atenderme, pero se la veía bastante azarada.

  • Perdone, la puerta estaba abierta y… –Quise empezar por disculparme a ver si así se le pasaba el susto pero al no obtener ninguna respuesta, fui directa al grano.
  • Venía a entregar una documentación que el señor Vilas, me ha pedido, al parecer es indispensable para que pueda seguir llevando mi caso.

Seguía mirándome, a través de sus gafas pero no decía nada.

— Aquí en el sobre he puesto mi nombre y número de expediente para que lo identifiquen fácilmente. Se lo tendí, ella lo tomó para dejarlo sobre un clasificador. Esperé alguna frase, alguna palabra por su parte, pero como permanecía en su mutismo supuse que eso era todo y me despedí.
— Buenas tardes.

Estaba ya de espaldas con la mano en el picaporte dispuesta a salir cuando me sorprendió su voz chillona con una tardía perorata.

— Buenas tardes señora, gracias, no se preocupe, yo me encargaré de hacérselo llegar al Señor Vilas. Le diré que estuvo aquí y dejó el sobre para él.

— Al fin ha reaccionado, pensé, bienvenida al mundo real, muñeca. En qué otros mundos andaría metida.

Recorrí los mismos solitarios pasillos, llegué al ascensor que afortunadamente aún seguía abierto, como esperándome, entré, pulsé el botón de bajada y esperé.

Cuando comenzamos a bajar fui hacia el fondo y me acoplé en una de sus esquinas, estaba agotada. Había cumplido la última tarea del día y ahora solo me quedaba llegar a casa y descansar

Cerré los ojos e imaginé el placer que sentiría cuando el agua resbalara por mi cuerpo bajo la ducha, el confort al ponerme mi pijama de seda con olor a lavanda, después buscaría algo para picar y me sentaría a ver la televisión, o mejor aún, me iría directamente a la cama.

De nuevo la señal acústica, qué pronto hemos llegado, pensé, pero la locución anunció otra cosa: Planta 22. Solo habíamos descendido un piso. Las puertas se abrieron y entró un joven como de unos 30 años, de aspecto serio y también algo cansado.

Buenas tardes, me saludó. Buenas tardes, respondí.

Se fijó en el panel de los botones y al ver que el de la planta baja estaba ya accionado avanzó para quedarse en el centro, mirando hacia la puerta, para salir cuanto antes. Desde mi esquina y con ayuda de los espejos pude observarle detenidamente. Era moreno, guapo, elegante, varonil, llevaba un abrigo negro abierto sobre un traje gris y una cartera de piel marrón colgaba de su hombro, pero lo que más llamó mi atención fueron sus zapatos, estaban extrañamente relucientes, como si se los acabara de pulir.

Otra vez la señal acústica -Planta 19. Me pareció notar un leve estremecimiento en los browneyeshombros de aquel chico cuando se escuchó la locución, pero fue muy leve, algo apenas perceptible. Las puertas se abrieron y apareció otro joven, también apuesto, pero vestido de una manera más desenfadada, llevaba un anorak verde sobre un jersey de cuello alto marrón, y unos pantalones vaqueros bastante ceñidos. Su único equipaje era la cartera de su ordenador.

Fijarme en todos estos detalles casi hizo que me perdiera el más importante, aquel chico no parecía dispuesto a entrar, algo le había detenido, estaba como paralizado, no se movía, no decía nada, solo miraba con sus ojos muy intensos a un punto fijo, la cara del joven que estaba conmigo.

La señal acústica sonó; de un momento a otro las puertas se cerrarían y reanudaríamos el descenso, pero ninguno se inmutó, miré a mi compañero y estaba también paralizado. Ambos se observaban. Con sus ojos habían iniciado un diálogo que parecía no terminar. Cada vez quedaba menos para que las puertas se cerraran, 5, 4, 3… Los cromados paneles emergieron de su escondite y comenzaron a avanzar lentamente hacia el centro, nadie hizo el menor movimiento. Cuando se había hecho buena parte de su recorrido el que estaba cerca de mí dio un paso hacia delante, se inclinó y tapó con su mano uno de los sensores, las puertas inmediatamente quedaron frenadas y obedientes volvieron a abrirse, aquel movimiento puso fin al hechizo y dio paso a la acción. El de fuera, con una expresión de felicidad difícil de describir, se abalanzó dentro y cayó en los brazos de mi compañero que ansioso le esperaba, el ímpetu fue tal que abrazados como estaban fueron desplazándose hacia atrás hasta que la pared del fondo, la misma en la que yo estaba apoyada, hizo de tope. Comenzaron a besarse, acariciarse, susurrarse, a desabotonarse la camisa, a subirse el jersey para dejar al aire un torso moreno, depilado y hecho de pura fibra, a soltarse las hebillas de los cinturones, a retirar hacia atrás la molesta corbata, a la búsqueda desesperada de sus bocas, tan carnosas, tan sensuales, de sus cuerpos tan necesitados.

Yo observaba todo aquello entre sorprendida y azarada. ¿Cómo es posible? ¿No se dan cuenta que estoy aquí, a escaso medio metro? ¿Por qué no esperan a estar en su casa? No les quería mirar, pero como todo el ascensor estaba cubierto de espejos, allá donde posara mis ojos estaban ellos besándose, acariciándose, mordiéndose. ¿Por qué me tienen que pasar a mí estas cosas? ¡Qué calor! De buena gana me hubiera quitado el abrigo y hasta la chaqueta, notaba que la cara me ardía. Fijé mi atención en el techo, era la única superficie que no les reflejaba y pasé en él largos minutos, pero fue un intento de fuga absolutamente inútil. Cómo no estremecerme ante aquellos suspiros, aquellos jadeos. Cuánta pasión, cuánto deseo incontrolable.

El ascensor descendía ahora endemoniadamente lento, los números tardaban en saltar de uno a otro o al menos eso era lo que a mí me parecía y mientras yo seguía allí encogida, en mi esquina me había convertido en una mirona, más fino en una voyeur, y sin haberlo pretendido. ¿Quién me creerá cuando lo cuente? Esta escena la ves en una película y te destornillas de risa pero vivirla es torturante.

Tal vez debería dirigirme hacia el cuadro de botones, presionar algún piso y cuando el ascensor se detuviera, bajarme. Pero, ¿y si les interrumpo?, parecen tan entregados, están disfrutando tanto que en el fondo me da pena que por mi culpa tengan que tomar conciencia de donde están, de que no viajan solos en este ascensor, que estoy siendo testigo de su pasión. No, debía permanecer con ellos en aquel ascensor hasta llegar a la planta baja, al fin y al cabo, tampoco estaba tan mal que dos personas se demostraran su amor, se derritieran en puro placer como les estaba sucediendo a aquellos dos chicos, pero eso sí, debía salir de mi rincón cuanto antes porque mi integridad comenzaba a correr serio riesgo.

Sus aspavientos, sus búsquedas desesperadas en el cuerpo del otro eran ya tan desaforadas que en varias ocasiones habían invadido mi reducido espacio, necesitaban más, estaba claro, y entonces sí, lentamente, pasito a paso para no importunarles me alejé de allí hasta quedarme junto a la puerta.

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No sé si fue ilusión mía o realidad, el caso es que con mi distanciamiento los jadeos se intensificaron, me llegaban de forma rítmica, pero cada vez más acelerados, mezclados con frases sueltas, algunas entrecortadas pero aún así perfectamente entendibles, era bonito lo que se decían, sí, muy bonito.

De repente escuché algo que me resultó familiar, el sonido de una cremallera al bajarse, intrigada y segura de que no podían verme, les observé a través de los espejos y vi al del anorak que en algún momento se había desprendido de ella, arrodillado buscando de manera ansiosa con sus manos, con su boca en la entrepierna del pantalón de su amante mientras que este, apoyado contra la pared, con los ojos vueltos al techo, las piernas ligeramente dobladas le sujetaba la cabeza y se dejaba hacer. Gemía, gemía, cada vez más alto, más exigente, más rápido. Fueron minutos de pura pasión

Cuando el ascensor llegó a la planta baja yo fui la última en salir.

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Cuestión de tiempo Por Elisa Pérez

Quiso gritar dentro del coche. Le daba igual el resto del mundo, estaba sola, se sintió como una de las miles de gotas que caían en el cristal para desaparecer en apenas segundos ante sus ojos

 

 

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1

 

La imagen de la chimenea aún perduraba en su memoria. El fuego resplandeciente inundando toda la sala con un tono rojizo, irradiando figuras deformes sobre el suelo entre los dos sofás dispuestos de forma geométricamente perfecta frente al fogón. En el portal del edificio aún se podía notar el resplandor caliente del fuego.

Bárbara sintió que el pasado no le daba más treguas. Miró por el amplio cristal delantero donde la corriente del agua de lluvia apenas dejaba visión. La hilera de coches delante del suyo era tan larga y monótona que su estampa saciaba cualquier intento de urgencia.

En la prisa de la huida apenas le dio tiempo a coger el bolso, el abrigo y las llaves. Hubiera deseado dejar olvidados sus recuerdos también.

Al salir se atropelló con el felpudo, casi se cae. Se impacientó cuando el ascensor no llegaba y se apresuró a bajar andando por la escalera, pretendiendo ganar segundos a lo inevitable.

En el vehículo deseaba alejarse de aquella calle, de aquel edificio; seguir buscando un refugio alejado de él y de todo lo que tuviera algún vínculo.

En medio del tráfico reinante resultaba difícil avanzar; cada minuto se hacía interminable. Se tocó la cara; aún le escocía la bofetada. Sintió irremediables ganas de llorar, no lo había hecho antes pero ahora no tenía que disimular ante nadie.

— Ya está bien, ya vale. Esta vez será la última que me toques -rabiosa, enfurecida se revolvía contra sí misma-. Esas palabras deberían haber salido de su boca, deberían haber sido lanzadas sobre las paredes, los muebles y los objetos de aquella habitación.

Se tocó el precioso gorro blanco de lana hecho a mano por su madre. Una mueca de sonrisa se dibujó en su rostro fugazmente, recordando el día que se lo regaló. Hacía mucho calor: en pleno mes de julio había tejido durante semanas para tenerlo preparado el día que volviera a pasar sus vacaciones de verano con la familia.

Tomó el volante con fuerza. Quería difuminar su rostro, borrar completamente su pelo negro, sus ojos avellanas, sus manos cálidas, sus delicados pies…

La lluvia paralizaba, ralentizaba el tiempo. Resultaba desesperante para Bárbara el ritmo lento de los vehículos que la rodeaban con sus tentáculos invisibles. La salida buscada debía estar cerca, pero no la veía. Tenía los ojos empañados, pero los cristales lo estaban más aún. Pensó poner el Gps para saber dónde encontraría el tráfico menos denso. Desistió, no entendía nada de esos aparatos. Se esforzó por no recordar la última escena montada por él cuando no supo indicarle la calle a la que se dirigían, y el consiguiente regalo que se encontró en la puerta de su apartamento al día siguiente: “un moderno orientador de tu torpeza” leyó escrito en la nota adjunta.

2

Habían pasado sólo seis meses desde su primer encuentro. Entonces la miró. Bárbara sintió por primera vez en su vida que alguien la desnudaba con los ojos. El profesor de Estadística, metódico, magistral en sus clases, hablaba de cifras y números atrayendo la atención de sus alumnos. La asignatura absurda, innecesaria, se había convertido en fascinante. Dominaba y transmitía la materia con pasión. Nadie sabía de dónde había surgido aquel ser que consiguió embaucar desde el principio a los alumnos que asistían a sus clases, ansiosos y entusiasmados. Entre ellos, Bárbara, que había elegido aquella asignatura por descarte, pero que desde el día en que el profesor entró por el lateral del aula sintió que nada sería igual en su vida a partir de entonces.

Una nota en su asiento fue la primera llamada de atención; una pregunta al salir de clase la siguiente. Siguieron algún café y coincidencias en la cafetería. Se sentía enganchada cada vez más a aquel ser perfecto, a aquel personaje surgido entre probabilidades y ecuaciones. Poco le importaba la diferencia de edad o los cuchicheos de sus amigos. No se veía atractiva; sin embargo con él sentía que todo era diferente:

— Ese pantalón te queda muy bien; córtate un poco más el pelo; ¿qué tal esos zapatos beige?

 

Las sugerencias o consejos del extraño profesor se observaban con desconfianza desde fuera. Para la joven no había nada insólito en enamorarse y por esta vez, que se enamoraran de ella.

Sus escasas amistades le intentaron advertir, pero Bárbara se sentía protagonista como si mágicamente se hubiera convertido en una diva que había conseguido conquistar el corazón de alguien extraordinario.

No tenía tiempo de dudar, él hacía todo por ella, planeaba las salidas, su ropa, su agenda, su tiempo de estudio, sus exámenes…

El hotel de su primer encuentro íntimo, también lo seleccionó él: ¡qué vergüenza sintió cuando el recepcionista apuntaba los datos! Apretó la mano de su amante hasta hacerle enrojecer. Resultaba una escena curiosa: una joven con vestido rojo y zapatos planos escondida tras el apuesto y seguro amante.

— Eres tan joven e inexperta… ¡me encanta! -sus ojos maliciosos se clavaron en el cuerpo desnudo de la joven que con gran pudor se había dejado quitar la ropa lentamente.

— Casi me rompes los huesos de la mano en la recepción -rieron los dos juntos sobre el colchón enmarañado de ropa y fluidos. Bárbara parecía una niña contenta tras recibir el mejor regalo de cumpleaños. Ya no sentía vergüenza, no quería acabar esa noche, quería gritar a todos que ese hombre la amaba sólo a ella.

— Nunca me hablas de ti, ¿has tenido alguna mujer importante en tu vida? -la pregunta salió de improviso. Sin saber por qué le imponía preguntarle. La debilidad se había esfumado por un instante.

— Ven aquí Bárbara… ¡Qué nombre tan grande para un cuerpo tan frágil!

 

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En cuatro semanas fue la primera vez que se atrevió a preguntar; siguieron otras ocasiones en las que tampoco hubo respuesta. La confianza de Bárbara en él era tan ciega que ni siquiera notaba esa ausencia de información. Para ella en el mundo sólo estaban ellos dos.

En el coche, bajo la lluvia que arreaba con fuerza, se maldijo una vez más de su ceguera. Se retorció en el asiento buscando un acomodo que no llegaba.

— Tienes que cambiarte de grupo en la Facultad -la sorpresa de la frase se dibujó en el rostro de la chica-. No puedo exponerme más. Tenerte tan cerca está afectando a mis clases -jamás olvidará Bárbara la mirada picarona que clavó en sus ojos avellana. Se acercó a su cuerpo desnudo buscando una caricia-.

— Ya hablaremos de eso más tarde -una mano inocente comenzaba a subir por la entrepierna del hombre-.

— No eres tú la que decide, ¿no te has dado cuenta ya? No eres tú la que dispone -los ojos del profesor se habían vaciado de color, sólo una rabia desconocida los inundaba-.

Bárbara sintió que se desmoronaba sin comprender nada; nunca antes le había visto tan enfadado.

— ¡Eres una cría, no entiendes que pueden llegar a cuestionarme por tu culpa!

— Perdona, sólo quise decir que…

— Esto es muy serio, si no te lo parece así será mejor que…

Fue una bofetada dura y directa sobre la joven que la pilló desprevenida. Era la última noche antes de las vacaciones de Navidad. Ella se iría al Sur, él al Norte. Debió haber salido corriendo y no volver más, pero le atraía tanto que le impedía retroceder.

Querría acelerar y pasar por encima de la insoportable hilera de coches. Se limpió la cara, con la mano derecha se tocó el gorro, lo sentía pegado a su cuero cabelludo; le daba seguridad.

Si no hubiera vuelto más, si no lo hubiera perseguido insistentemente con mensajes, si no lo hubiera llamado tantas veces, si le hubiera dejado en paz, y si, y si, y si… Quiso gritar dentro del coche. Le daba igual el resto del mundo, estaba sola, se sintió como una de las miles de gotas que caían en el cristal para desaparecer en apenas segundos ante sus ojos.

— Bárbara quiero verte, me gustaría explicarte algunas cosas… -la voz profunda del profesor le pareció más sincera que otras veces-.

Corrió impaciente a sus brazos. Habría perdón, habría reconciliación, habría futuro. ¡Ilusa! Sólo era una media más dentro de su gráfico de datos.

3

La indicación de la próxima salida apenas se distinguía. En el semáforo decidió pararse a la derecha. El volante se deshacía entre sus manos nerviosas y vacilantes. Había otro vehículo estacionado en doble fila que impedía su maniobra.

— ¡Mierda! -exclamó dando un golpe sobre el claxon que generó una vibración que retumbó sobre el estrecho habitáculo.

Su teléfono no tenía batería. Se arrepintió de haber salido tan rápido, ¡como si eso fuera a cambiar las cosas! La suerte estaba echada.

Desde que cambió de Universidad el tiempo compartido fue más corto. Los encuentros se hicieron más furtivos, menos frecuentes, aunque brutalmente intensos. Resoplaban como animales, la retorcía con brusquedad, la penetraba con desesperación.

— No vuelvas a ponerte ese vestido azul. Ya te he dicho que ese color no me gusta.

Quiso recriminarle: “tú llevas una camisa azul”. Calló.

— No podré ir contigo al concierto esta vez, tengo una conferencia. “Podría acompañarte”, pensó sin emitir palabras.

— No pongas esa cara, ya sabes que no te favorece.

Llevamos dos semanas sin pasar una noche juntos, imaginó protestarle, mientras bajaba el rostro.

— Es mejor que vuelvas a casa ya, hoy no podré acompañarte.

“Quiero quedarme contigo, no quiero irme a casa sola”. Esta queja sí la emitió. La respuesta fue un pozo lleno de indiferencia.

Mientras esperaba que el semáforo cambiara de color, con el dolor del furor destapado, recordaba esa retahíla de frases y excusas que no quiso escuchar antes. En su lugar, cambió el color azul por el rojo; la queja en su rostro, por la resignación; y la compañía por la soledad de la noche.

Bárbara recordaba cómo había preparado la sorpresa. Por unos días la ilusión había vuelto a ese círculo vicioso. El acto de nombramiento de nuevos cargos de la Facultad sería el siguiente jueves, a las diez y media. Eligió el vestido rojo, se perfumó con el aroma que más le gustaba. Y se tapó el último moratón del brazo con un chal.   Esperó veinte minutos en la puerta del Salón de Actos, emocionada con el plan puesto en marcha.

A través del cristal de la entrada, Bárbara le vio aparecer. Altivo, muy atractivo con el traje azul, conversaba afablemente con la Adjunta de marketing. A pocos metros de distancia, la joven caminó para acercarse. Los ojos se cruzaron, los de Bárbara se llenaron de terror ante la frialdad de los suyos. La espalda del traje, hecho a medida, se retiraba dejando tras de sí un montón de lazos rotos.

Cuando el vehículo de atrás pitó impaciente porque el semáforo se había abierto, Bárbara se sobresaltó. Aquella humillación continuó con otras. Se sentía sin fuerzas para escapar. Los días siguientes quedaban como si todo hubiera sido un mal sueño. El dominaba, él controlaba, a él debía obedecer y sólo él volvía la cara cuando ella se quedaba llorando sobre la cama o en la sala de la chimenea, esperando un abrazo que no llegaba.

A lo lejos vio las sirenas amarillas; no podían avanzar pero inexorablemente se acercaban a ella. Un escudo en forma de serpiente de coches. Ojalá no lo hubiera tenido que hacer. Otra sorpresa, otra espera larga, otra desilusión.

— Bárbara no vengas esta noche, sabes que los viernes me gusta descansar… No, no podemos vernos en la cafetería. Estoy agotado, escúchame… no insistas.

Palabras huecas que le sonaron más duras que nunca. Necesitaba estar con él, su droga, su elixir de la felicidad. Desobedeció, como si fuera una niña ante orden de sus padres. Atravesó la ciudad bajo una dosis de locura descontrolada y subió de tres en tres los peldaños. No soportaba la mentira, no aguantaba la rabia contenida que la corroía por dentro.

Intentó abrir sin éxito; una segunda vez tampoco lo consiguió. La cerradura estaba cambiada. Ahora sí estaba segura: la engañaba. Una adjunta, una alumna, tal vez la vecina… daba igual quien fuera. Tocó el timbre insistentemente. Apenas oía nada que no fueran las voces de su desgarro.

Registró entre sus cosas buscando algo con que abrir la puerta. Unas pinzas, un mechero, un espejo. Por un segundo miró su imagen: sudorosa, con el gorro blanco en la cabeza, los dedos no respondían.

Le pareció oír algo al otro lado. Dejó de respirar, como si eso fuera posible. Se contuvo y acercó el oído a la puerta. Alguien respiraba despacio y lentamente al otro lado. Estaba segura. La puerta de madera no era suficiente muro para Bárbara. Se calmó, lo había encontrado, allí estaba, podía sentir el latido de su corazón al otro lado. Medio minuto tal vez fue suficiente.

— Estás ahí, mi amor. Ábreme, necesito verte, ábreme -la voz como un susurro se colaba por el aglomerado de la madera-, ábreme. Te prometo que me iré rápido…

Apoyó la cabeza en la puerta, tornó los ojos en espera de que del otro lado hubiera una respuesta.

3

 

Ya en el coche aún contenía la respiración recordando aquel momento. Las vueltas de la llave le parecieron más lentas que nunca. Surgió el pelo revuelto de su amado profesor. La rabia de Bárbara se tornó en rendición. Le cogió la mano que asomaba por la pequeña rendija de la puerta.

Él forzaba por mantenerla cerrada, ella por recuperarlo. Constituía un desequilibrio de fuerzas que no podía terminar bien.

            ¿Es que todo iba a salir mal para ella? Nada era igual desde que le conoció. No podía volver a su estado anterior.

            Vibración, éxtasis, posesión, todo se había vuelto inherente a su piel y a su alma.

            No le escuchó, no podía. Palabras sin sentido del otro lado.

            Parecía enfadado, y no comprendía por qué.

            No te enfades, mira mis ojos, te imploran perdón, te piden que los arranques sin piedad para no tener que verte más.

            Consiguió entrar, registró, buscando algo que no sabía qué era. Había alguien más, tenía un pálpito. Como un sabueso corrió hasta el dormitorio. Una cama con las sábanas revueltas, una almohada hundida. La luz de la lamparita de noche enfocaba la página de un libro abierto. En la puerta él la contemplaba exhausto, ni siquiera el enfado le había hecho mella. Se dio media vuelta dejando a Bárbara enfrascada en una lucha inútil.

 

4

 

La fila de coches por fin avanzaba detrás de ella. Las luces rojas emitían destellos cada vez más claros, cada vez más próximos. Su derrota se veía más irreal, ahora con el tiempo corriendo en su contra.

La siguiente salida de la carretera era la suya. Podría huir, de repente se había abierto una brecha que le permitía colarse.

            Tomó con fuerza el bolso, las llaves y el abrigo. Lo que podría haber sido un momento gozoso, era una desilusión completa. La voz del profesor tras su espalda apenas la conmovía. Los insultos, sus rechazos no significaban nada, casi no lo escuchaba. Cogió de la silla sus pertenencias, sintiendo un cansancio por todo el cuerpo. Era muy fácil volver hacia atrás, como si nada malo hubiera sucedido. Así lo haría.

            De pronto sintió que él la agarraba por la espalda, sin darse la vuelta con media sonrisa en sus labios quiso que la poseyera en ese preciso momento.

            Falso, deshecho fácil y lúgubre, palabras tristes, hirientes, duras.

            No puedo dejar de verte, no dices lo que piensas, me necesitas, lo sabes, qué pasa, ¿hay otra, hay una mujer en tu vida?, pero si yo te lo he dado todo…

            Ahora recordaba la letanía de frases que él escuchaba empujándola hacia la salida del apartamento. No era cierto que no quisiera volver a verla, no podría vivir sin ella. Entre los artilugios que rodaron por el suelo desde el bolso, el mechero llamó la atención de Bárbara.

 

5

 

             Habían tenido una noche maravillosa, bajo un cielo iluminado de fuegos artificiales que alguien hacía estallar con gracia y maestría al otro lado del puente. Abrazados sobre la barandilla contemplaron el espectáculo. Bárbara se estremeció con el recuerdo de aquella escena.

            No hubo tiempo de mucho más. Con los efectos de la locura que la joven comenzaba a sentir, bajo el manto de palabras que él emitía, con gritos y lamentos que se entremezclaban entre los dos, Bárbara encendió el mechero en actitud de violencia descontrolada.

            Decidió parar el coche antes de tomar la salida buscada desde el principio de su huida. No podía más, no podía perderse. Daba igual lo que sucediera ahora con ella, nada tenía sentido ya. Bárbara estaba rendida a su destino.

Las sirenas pasaron delante de ella, agradeciendo el gesto de ese coche que les dio paso libre. Desde dentro la chica vio alejarse la única esperanza de que alguien se diera cuenta de su gran vacío.

6

 

            Hoy comienza un nuevo curso en la facultad. Apenas tres meses no han sido suficientes para olvidar. Bárbara entra de nuevo por la puerta del edificio ilusionada con el nuevo curso. Los recuerdos de aquella tarde nefasta no se han borrado aún. Las llamas de su conciencia apenas se resienten del funesto suceso vivido con su amante. No volver a verle, no escuchar sus llamadas durante tantos meses apenas tienen significado para ella. Averiguó que estaba bien, que no le había pasado nada, e incluso ha investigado su nuevo destino. Vigilar se ha convertido en su gran pasión….

9c1bd73c655ef9ad1586e7e71a339051Si una vez lo consiguió sin quererlo, ¿por qué no iba a conseguirlo queriéndolo?

Urdió una estrategia que le absorbió tiempo y vida. Sólo un intervalo de desazón y todo volvía a tener sentido para ella.

Le seguía, le controlaba, sabía su agenda sin escribirla, conocía sus clases sin oírlas. Se convirtió en su sombra; una sombra muy alargada que sabía con quién comía, con quién se divertía el profesor que tanto la hizo disfrutar. Éste, ajeno, continuaba absorto en sus libros, en sus clases, con un ego sumido en la más absoluta soledad, que solo acompañaba de vez en cuando con alguna copa de más.

La vida de Bárbara tenía una meta que se alejaba por momentos y en otros se acercaba hasta rozarla. La atracción por el profesor era mayor cuanto más lejos se encontraba él. El recuerdo de las caricias pasadas sobre la piel pálida y lozana, se convertían en un reconfortante bálsamo para ella que constantemente repetía “sólo es cuestión de tiempo que vuelva conmigo”.