Bajo unas gafas oscuras Por Paula Alfonso

Tacones de aguja, pantalón de cuero negro y escotado bodi de encaje. No me cabe la menor duda, así debía ir vestida ese día, era mi uniforme, me dirigía a trabajar. También solía llevar una chaqueta para ponérmela por los hombros antes de bajar al metro, pues me molestaba que la gente me mirara y sacara sus propias conclusiones, ¿acaso un desconocido se atrevería a entrar en el camerino de una actriz cuando se prepara para una función, o fisgaría a su médico mientras esteriliza sus manos para operarle?, por eso lo de la chaqueta, para ayudarles a que me dejasen en paz.

Muchos días, cuando estaba a punto de alcanzar la boca del metro, tenía que pasar de largo y continuar hasta la siguiente, bastaba con encontrar unos ojos parecidos a los de un vecino o un modo de caminar que me recordase a alguna conocida. Tenía que ser muy cuidadosa, aquella parte de mi vida debía seguir oculta para que pudiera continuar.

A veces, aquellos infundados temores me obligaban a caminar tanto que los incómodos tacones parecían tomar vida y con cada paso se iban incrustando en el interior de mis piernas, los dolores eran horribles, pero daba igual, apretaba los puños, me estiraba y seguía caminando.

Bajaba las escaleras siempre deprisa, no podía permitirme perder más tiempo. Ya en el andén paseaba impaciente de un lado a otro sin perder de vista el negro túnel; a la derecha y vuelta; a la izquierda y vuelta otra vez. Aquellas aburridas esperas me obligaban a pensar, recordar, reflexionar, y suponían un duro y lento suplicio. Mi primera preocupación era si  llevaba todo lo necesario. Mentalmente abría mi bolso y comenzaba a repasar; preservativos, lubricante, gel desinfectante, toallas humedecidas, lápiz de labios, polvos para retocar el maquillaje, sí, casi siempre lo tenía todo. ¡La tarjeta! Era lo verdaderamente importante, solía meterla en el bolsillo de mi pantalón para no tener que demorarme en abrir el bolso. Eran pequeñas de color sepia, y en ellas solo aparecía el logotipo “Hotel Princesa” y un número escrito a bolígrafo, el de la habitación donde habían reclamado mis servicios, nada más, ni nombre, ni edad del cliente, ni datos sobre sus gustos, sus preferencias. Pero era lógico. Qué importancia podía tener si se llamaba Rodríguez, Fernández o García, si era joven o viejo, si querría montarme o que fuera yo quien lo montara, lo único realmente primordial, mi única exigencia, era que tuviera el dinero para pagarme.

Cuando esperas, el tiempo pasa aún más lento y la mente aprovecha tal circunstancia para arrastrarte de manera cruel a tus desasosiegos, a tus problemas, a rincones de tu vida que preferirías no visitar. Aquella noche mi preocupación era Susi, que no se despertara, que no le volvieran aquellas horribles pesadillas. Para evitarlas había cuidado de que no cenara mucho y le restringí los dulces, pero desconocía si aquellos remedios darían resultado. Siempre cuando desde mi cama oía su llanto corría hasta su habitación y la arrullaba, me decía entre sofocos que había visto cosas malas, que tenía mucho miedo, pero yo dándole mil besos le pedía que se tranquilizase, que mamá estaba allí con ella y la protegía, pero si esa noche…, si esa noche se repetía el episodio a quien encontraría al lado de su cama sería a una desconocida. Otra preocupación constante en aquellas noches era Andrés. Temía que me llamara y tuviera que explicarle por qué iba en el metro a esas horas de la noche, para evitarlo, nada más salir de casa, desconectaba el móvil, si después veía su llamada perdida, ya inventaría cualquier excusa que sonara creíble.

Cuántas precauciones tuve que tomar para que no me descubriera. Solo ejercía cuando mi marido iba de viaje. Días antes confirmaba personalmente en los billetes la fecha y hora de salida y de llegada; después con una inocente llamada me aseguraba que ya estaba dentro del tren o del avión y entonces, sí –Adiós, mi amor, ya te estoy echando de menos, vuelve pronto–. Qué hubiera sucedido si hubiese sabido a qué me dedicaba en su ausencia. ¿Comprendería que era necesario?, ¿que lo tenía que hacer? Que, a pesar de los recortes y de la merma en el sueldo, no podíamos desaparecer de la escena, que teníamos que seguir veraneando en el caro chalet de Villa de Camp, cenar con sus compañeros cuando y donde ellos eligieran y lucir a la última en las fiestas de empresa… ¿me perdonaría?

Si lograba desechar de mi mente esos pensamientos enseguida venían otros aún peores, porque, si bien aquellos no se habían producido, eran meros futuribles, estos, los siguientes, con toda certeza ocurrirían en breve. La mirada lasciva del recepcionista cuando me viera aparecer por la puerta de cristal, expresión de desprecio en la cara de la camarera al cruzarse conmigo y adivinar la naturaleza de mi estancia allí, la lúgubre habitación, su olor a cerrado y el cliente. Me estremecía al imaginar unas manos torpes, sucias, palpando cada rincón de mi cuerpo, su boca ansiosa buscando mis labios, mi cuello, mis senos y lejos de gritar, empujarle, defenderme, que era lo que espontáneamente me salía, esforzarme en permanecer atenta a sus deseos para satisfacerlos de manera inmediata. “Así, que bien lo haces, mi amor, cómo disfruto contigo, dame más”, o bien sólo sonidos, los hay que solo quieren suspiros y gemidos para alimentar su ego.

Sin duda ésta no era la mejor predisposición para llegar al trabajo, de sobra sabía que después me costaría muchísimo entrar en mi papel. Pero ¿qué hacer?, ¿cómo impedirlo? Un truco que a veces me dio resultado fue imaginarme que era un robot, visualizar que debajo de mi piel en vez de músculos, venas y tendones, solo había chips con numerosas conexiones programadas para realizar mis movimientos, para emitir mi voz. ¿Daniela? Huy no, se equivoca, mi nombre es IP 2.2567.  Pero por mucho que intentase recrearme en aquella escena, cuando en el andén contrario veía al metro comenzar a andar en dirección a las estaciones que llevan hasta mi casa, todo se esfumaba quedándome solo el tremendo deseo de estar ya de vuelta.

Aquel día recuerdo que, todavía en el andén, alguien llamó mi atención. ¿Por qué me está mirando este desgraciado? A pesar de sus gafas oscuras podía notar sus ojos recorrer mi cuerpo como babosas resbaladizas. Traté de alejarme, pero me siguió, estuve varias veces a punto de volverme y gritarle que ya estaba bien, que me dejara en paz, pero no quería protagonizar un espectáculo y hacerme aún más visible.

Al fin unas luces aparecieron en el negro túnel y me dispuse para entrar en el vagón, aquel hombre se situó justo detrás de mí, podía sentir su respiración en mi cuello, el calor de su cuerpo en mi espalda y cuando las puertas se abrieron me empujó sin disimulo hacia el interior. Preferí quedarme de pie, agarrada a una de las barras centrales, él me siguió y puso su mano muy cerca de la mía. No me atrevía a moverme, ni mucho menos escudriñar en los ojos que se ocultaban tras aquellas gafas, estaba realmente asustada.

La próxima estación era donde tenía que bajarme, al fin se acababa aquel tormento, noté cómo el metro perdía velocidad y por las ventanas aparecieron ya las primeras luces del andén, pero cuando hice ademán de soltar la barra para ir hacia la puerta, su mano inmovilizó la mía presionándola con fuerza contra el hierro, quise zafarme, pero no pude. Solo cuando las puertas del vagón comenzaban a cerrarse aflojó su presión para lentamente retirarse las gafas y dejar al descubierto sus ojos, unos ojos en los que identifiqué una mezcla de deseo y sadismo, crueldad y victoria, la misma que siente un cazador cuando ve tirada en el suelo la pieza a la que certeramente acaba de disparar. Me costó reconocerle. Sólo le había visto una vez y fue en el despacho del colegio, cuando Andrés y yo inscribimos a nuestra hija; sobre la mesa rectangular de madera noble una placa cromada tenía inscrito con letras doradas  Sr. Director J. R. Villalobos. Las puertas del vagón acabaron de cerrarse y desde entonces permanezco atrapada.

 

Al servicio de mi odio Por Elisa Pérez

 

Le vio entrar y salir de diferentes sitios más de tres veces en toda la tarde. Para Emilia no había duda de que era él. Había cambiado. El tiempo deja su huella, aún debía ser joven aunque no lo pareciera. Tampoco ella se sentía joven ya. La vida la había tratado con dureza.

Se metió en el coche, adelantando a los que circulaban a su lado, no quería perderle de vista en el deambular que había iniciado. En un semáforo tuvo tiempo de examinarle mejor mientras cruzaba bajo las luces de colores navideñas. Los hombros le habían vencido hacia delante, el peso de los años o de la culpa, visible para ella, debían pesarle mucho. Emilia avanzó en cuanto pudo, conocía la ruta. Llevaba más de dos meses preparando este día.

En una tarde oscura del pasado mes de octubre, la sorpresa fue mayúscula cuando una compañera anunció que ingresaba otro paciente. Cumpliendo con el protocolo establecido tomó sus bártulos para seguir a médicos y enfermeras. Se frenó en la puerta de la habitación. Por debajo de las sábanas un pie lechoso hacía aspavientos cuando el doctor le tocaba el abdomen. Se retorcía de dolor. Sólo hizo falta una ligera inspección para saber que necesitaba operación inminente. Emilia estaba acostumbrada al ritmo de urgencias. Las decisiones tenían que adoptarse en segundos; por suerte para ella, las tomaban otros y se limitaba a ejecutar con la celeridad requerida a una buena profesional.

Todo salió bien para el herido. Milagrosamente se había salvado de las heridas tras una fuerte paliza que alguien le había propinado en plena calle, aprovechando el ruido de la Navidad. Se desconocía el móvil pero los murmullos entre pasillos dentro del hospital dieron para varias historias a cual más extraordinaria y truculenta. Emilia tenía su propia versión. Dobló sus turnos durante el tiempo que permaneció hospitalizado, para seguirle y cuidarle de cerca. Los recuerdos le llegaban en forma de flashes cargados de dolor o de furia. Sin duda era él. Le quitaba el vendaje, le limpiaba la herida, pero también le miraba con desprecio. El no la había reconocido, al fin y al cabo sólo fue otra víctima más.

Cuando el hombre protestaba porque Emilia le tiraba de la herida o le raspaba el cuerpo con demasiado empeño, ella emitía una sonrisa detrás de una frase cargada de lastimoso descaro. El día que comenzó a lavarle su cuerpo desnudo, durante un segundo se quedó parada contemplando su miembro. Tuvo que refugiarse en el baño por las náuseas que ahogaban su garganta. Aún recordaba el sabor agrio y la sensación áspera de su pene durante las mamadas que la obligó a hacerle. La mezcla de orina y sudor la transportaron de nuevo a aquellas tardes de verano en las que nunca hubiera querido estar. Ahora desearía ahogarle con una venda o inyectarle una dosis más de su medicina para que sufriera. No merecía vivir, o por lo menos no merecía continuar como si aquel verano no hubiera pasado nunca. No sabía si le odiaba más por lo que le hizo o por no reconocerla quince años después.

La soledad del hombre en su recuperación solo se veía alterada por la visita de una mujer mayor que le acariciaba la cara o le refrescaba; y de dos policías que buscaban el móvil de la agresión. Seguía siendo un tipo duro al tiempo que ofrecía un aspecto de singular debilidad. Pasadas tres semanas le dictaminaron continuar su convalecencia en casa. Esta medida supuso una cierta desilusión para Emilia. A medida que se reponía, se aproximaba más, intentando detener su mejoría.

-¡Pobre hombre, vive de milagro!

Durante la tierna y cálida despedida que regaló a las enfermeras que le habían cuidado en el hospital, su compañera le compadecía. Emilia la miraba en silencio detrás del mostrador blanco.

– ¿Qué años tendrá? Voy a la ficha. ¡Es tan atractivo!

No era suficiente con la compasión, también estaba la admiración de las mujeres. ¡Mantenía el tipo, seguía como antes! Embelesaba, engatusaba, acariciaba a sus víctimas, era imposible no rendirse ante ese ser que hablaba bien a los chicos y las chicas, cantaba con ellos, les escuchaba en sus problemas cotidianos. Tenía náuseas, las sienes parecían a punto de estallar. Ansiaba propagar por la sala de enfermeras que había sido víctima de ese ser tan maravilloso. Su asco quedó estrangulado una vez más.

Se las ingenió para seguirle durante casi tres meses que por fin culminarían hoy.

Fue fácil, adelantó su turno con el pretexto de las horas que le debían. Con su coche recorrió las calles lo más cerca posible. A veces salía solo, otras la señora mayor le acompañaba, le sujetaba la mano, le sostenía por el codo. ¡Cómo podía ayudar a un ser tan repugnante!, se decía Emilia empapada de odio al otro lado del espejo, sujetando el volante hasta sentir que le quemaban las manos. No le había preguntado si era su madre. Le daba igual. Una madre no debe consentir algo así. ¡Si ella se lo hubiera contado a la suya…! Rememoró por un momento. Entonces no quiso hacerlo, estaba avergonzada, se sentía culpable y sola. Después ya fue tarde para hacerlo y prefirió refugiarse en el olvido.

No fue una vez, ni dos, demasiadas las veces que en el bosque tras un árbol, en la cocina o durante la siesta, la convencía con veladas amenazas. Su madre la obligó a volver al siguiente verano: “es gente buena” le repetía. Le asqueaba esa bondad. Estúpida, que no se enteraba de nada. Desde entonces había sido incapaz de disfrutar con un hombre. Lo intentó con una mujer, sin éxito también.

Pero tenía un plan. Lo había ideado al verle inválido sobre la cama del hospital. Su presencia había reactivado las pesadillas que tuvo durante años, habitadas por su figura, su olor, sus andares pesados que se acercaban hacia ella. Como una cobra que se revuelve para defenderse de sus atacantes, la rabia que la había infestado durante mucho tiempo, regresaba para quedarse. Lo tuvo tan cerca, tocándolo, aseándolo, curándolo, que se pregunta cómo hizo para no desesperar. Ahora era una mujer del montón, sin la responsabilidad de una profesional, y le tenía tan cerca que indudablemente se encontraba mucho más débil que ella. Sin ningún resto del poder de entonces. Iba a hacerlo de forma pausada, disfrutando, como él había hecho con ella y con las demás. Jamás hubo confidencias o confesiones, pero las miradas de otras niñas era una señal inequívoca de la complicidad que vivían en el campamento.

Tras caminar varias calles a buen ritmo, el hombre entró en un edificio. En la acera de enfrente Emilia consiguió aparcar. Había esperado a que se restableciera por completo para no cargar con la culpa de la debilidad. Se preguntaba quién y por qué le habría pegado la paliza que le llevó al hospital. Le gustaba pensar que se había tratado de una venganza. Se sentía acompañada por otras u otros que no eran capaces de olvidar ni mucho menos perdonar. Ojalá hubiera tenido el arrojo de hacer lo mismo quince años atrás. Entonces era joven e inexperta, después fue adulta y débil, ahora se sentía madura y fuerte.

Con paso firme, Emilia se adentró en el edificio. El lugar no invitaba a permanecer mucho tiempo dentro, era oscuro y viejo. Un vetusto farol iluminaba la escalera de madera con peldaños muy empinados. No había ascensor, las ventanas de la escalera apenas dejaban pasar claridad empañadas por la mugre. Estaba sorprendida de su propia valentía, había superado el miedo crónico que la inmovilizó durante años. Ahora se sentía una heroína. Estaba en un lugar solitario y desconocido, ella que se aterraba con solo pensarlo o no dormía cuando alguien la invitaba a una fiesta concurrida. Todo había sido un disparate hasta ahora. Era el momento de vengarse de tanto sufrimiento.

Recorrió con la mirada los buzones. Recordaba su nombre: Abel Medina Antón. Sobre la etiqueta amarillenta, debajo aparecía otro nombre impreso: Andrea Antón López. Su madre. Semejante ser tenía madre, la del hospital, la que le secaba la saliva que babeaba por su asquerosa boca. El buzón estaba abierto. La cerradura permanecía rota, dentro un montón de papeles se acumulaban de forma desordenada. Al tocarlos, se cayeron tres. No los recogió. Empezó a subir de forma pausada y complacida uno a uno los escalones. Quiso relamerse de ese momento. Iba a sorprenderle, seguro. Sería una enorme sorpresa para él. Casi le sale una carcajada al imaginar su cara: los ojos se le achinarían aún más, los labios resecos por los medicamentos estarían rasposos y agrietados; sería incapaz de decirle nada, pero seguro que la reconocería enseguida, se había ocupado de traer una señal inequívoca. Mientras ascendía se puso la camiseta verde del viejo campamento. La guardó año tras año. ¡Qué absurdo recuerdo…! Sin embargo, ahora le venía bien… “Campamento La flecha verde…” Sí, eso sería definitivo para que la reconociera. Al preparar el plan, quiso llamarle, acosarle antes por teléfono, había conseguido su contacto del historial clínico. Finalmente desechó la idea.

A la vez que terminaba de ajustarse la camiseta que se alineaba a su cuerpo, pese al tiempo transcurrido, se plantó delante de la puerta del Tercero Interior. Cuando era adolescente había pensado mil veces venir a esa casa una noche y quemarla con él dentro. Ahora estaba delante sin mechero ni cerillas. Por un instante sintió lástima de sí misma. ¿Tenía claro lo que iba a hacer? Dudaba. Se aseguró que no iba a permitirse ningún retroceso cerrando los ojos y viendo como en una película su repugnante manoseo mientras le susurraba suciedades al oído.

En las noches de hospital, le había observado dormido. Ya no le parecía tan alto, ya no debía de tener tanta fuerza como antes, la herida del abdomen le cruzaba de un lado al otro, aún debía estar tierna por dentro. Estiró la espalda reconfortada y se arregló el pelo. La camiseta del campamento le apretaba.

Antes de que tuviera tiempo de tocar el timbre para poner en marcha su plan, se palpó el bolsillo del pantalón a fin de comprobar que todo estuviese en orden. Estaba muy nerviosa, las pulsaciones del corazón le golpeaban en las sienes. Nada más escuchar el sonido acompasado del timbre, sintió que la fuerza le fallaba. No se oía nada al otro lado, quizás se había equivocado al mirar el buzón, quizás no fuera esa la casa del depredador. Durante un minuto que se prolongó durante un siglo la angustia la atenazó. Y de pronto, tras la puerta, su voz, la voz débil de un enfermo.

  • ¿Qué quiere?
  • Ábrame, le traigo del hospital algo que se olvidó, el Hospital San Carlos… soy la auxiliar Emilia Romero.
  • Mi madre y yo lo recogimos todo, no me dejé nada… váyase y no moleste.
  • ¿Me has reconocido verdad? Sabes quién soy, sí lo sabes…, ábreme.

Emilia no podía contener las ganas de golpear la puerta una y otra vez. Del otro lado no hubo movimientos

  • Vete, no quiero más problemas.

A través de la puerta sus palabras sonaban huecas. ¿Realmente la había reconocido?

  • Solo quiero hablar contigo.

Emilia golpeó la puerta de nuevo. Enfrente escuchó el chirrido de un cerrojo que se ajustaba. La mujer continuó sudorosa, enfurecida con cada palabra que emitía sin importarle el escenario ni los testigos. Era público su dolor, y pública iba a ser su venganza.

Empezó a impacientarse. Podía ser de lo más previsible, pero no estaba preparada para esa reacción. ¡Tenía que verla! Lo imaginó todo más rápido, más inmediato.

  • Los problemas me los creaste tú a mí, sí, hace quince años, quince años. ¿Me recuerdas mejor ahora? Mira por la mirilla, te voy a enseñar algo que te ayudará a recordar mejor aún.

Emilia estiró su camiseta intentando llegar a la mirilla de la puerta. Emitió un grito a la vez que volvía a golpearla.

  • No me encuentro bien, vete, no voy abrirte, vete.

El grito ahogado de él se fue alejando al otro lado de la puerta.

Fue una hora de espera durante la cual Emilia se fijó a la puerta del Tercero Interior, esperando una señal, un atisbo de movimiento que le permitiera seguir con el debilitado plan. Golpeó la puerta y tocó el timbre tres o cuatro, diez veces, dejando algunas pausas. Nadie respondió. Pensó que la ayudarían. Pero con los ojos enfurecidos por las lágrimas y el cuerpo comprimido bajo una camiseta de años lejanos, no era la imagen más tranquilizadora para nadie. Se recostó en la barandilla de la escalera y se echó a llorar dispuesta a seguir esperando un poco más.

Las calles se le hacían interminables y sinuosas. Apenas podía conducir derrotada por su propia sed de venganza. En cuanto pudo se despojó de la absurda camiseta verde. Antes de poner en marcha el coche, abrió la ventanilla para lanzar fuera el último recuerdo inútil de su época infantil. Poco a poco las luces del hospital anunciaban el trajín habitual.

En la puerta de urgencias, las carreras y las prisas se sucedían como de costumbre en la última noche del año. Bajo las luces blanquecinas del mostrador, la noche había rehecho su desenfreno habitual. Emilia terminaba de rellenar los datos de una ficha. La enfermera le había dejado esa misión mientras ella iba a atender el último caso que había entrado.

  • No hemos podido hacer nada por él… pobre hombre. Ya completo yo los datos, Emilia, ve a ayudar a tus compañeras. Lo mataron a golpes y lo arrojaron en el portal, no sabes cómo venía, destrozado. Me comentan que ya ha estado aquí, se llama Abel…

La respiración de Emilia se paralizó de repente; corrió hasta el box donde dos compañeras limpiaban restos de sangre y vísceras… Por debajo de la sábana blanca que cubría el cadáver, un pie lechoso asomaba indiscreto.

 

«La pata de mono», cuento de terror de 1902 Por W.W. Jacobs

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.—¡Es Herbert! ¡Es Herbert! —La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

—¿Qué vas a hacer? —le dijo ahogadamente.

—¡Es mi hijo, es Herbert! —gritó la mujer, luchando para que la soltara—. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame, tengo que abrir la puerta.

—Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.

LA PATA DE MONO

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.

-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.

-Mate -contestó el hijo.

-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.

-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.

-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.

-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.

-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia.

-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.

-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.

-Se cumplieron -dijo el sargento.

-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.

-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?

-No sé -contestó el otro-. No sé.

Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.

-Si usted no la quiere, Morris, démela.

-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

-¿Cómo se hace?

-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.

-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.

-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.

-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.

-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

Sacudió la cabeza.

-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.

-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.

-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.

Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.

-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.

-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era… ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

Y lo miró patéticamente.

-Lo siento… -empezó el otro.

-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.

-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.

-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

-Doscientas libras -fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.

El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.

-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.

El señor White se incorporó alarmado.

-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó:

-La quiero. ¿No la has destruido?

-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

-Sólo ahora he pensado… ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?

-¿Pensaste en qué? -preguntó.

-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.

-¿No fue bastante?

-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

-Dios mío, estás loca.

-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela.

-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

-Fue una coincidencia.

-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.

El marido se volvió y la miró:

-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras…

-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

-¡Pídelo! -gritó con violencia.

-Es absurdo y perverso -balbuceó.

-Pídelo -repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

-Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

-¿Qué es eso? -gritó la mujer.

-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.

-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.

-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara…

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

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William Wymark Jacobs (8 de septiembre de 1863 – 1 de septiembre de 1943) fue un humorista, novelista y cuentista británico. Se le conoce principalmente por uno de sus relatos macabros como La pata de mono (The Monkey’s Paw), incluido en el libro de cuentos The Lady of the Barge (La dama de la barca, 1902). La mayor parte de su obra, sin embargo, se adscribe al género humorístico.

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CUENTO EDITADO EN LA BIBLIOTECA DIGITAL SEVA, CREADA Y DIRIGIDA POR EL ESCRITOR LUIS LÓPEZ NIEVES