La plaza desde el suelo Por Paula Alfonso

 

 

Odio los fines de semana, la plaza permanece desierta hasta casi el mediodía y mis ojos se duelen de tan prolongada soledad. Todo es monotonía, parálisis, faltan mis referentes para situarme, saber qué hora es, o lo que falta para que levanten su cierre las tiendas. Sin duda, odio los fines de semana.

Elegí este emplazamiento porque lo encontré muy concurrido. Desde mi esquina me parece estar ante un carrusel multicolor que no parase de dar vueltas. Si mi afán hubiera sido conseguir más dinero o un buen cobijo frente a los rigores del clima, estaría ahora a la puerta de cualquier iglesia, pero no es ese mi caso, si el destino o mi infortunio han querido que mi hogar sea la calle, al menos que los transeúntes me sirvan de distracción. En esta plaza terminan su trayecto autocares que vienen de los pueblos cercanos, también tienen su parada numerosos autobuses urbanos, y por supuesto muy cerca de donde yo me pongo está la entrada del metro, así que realmente por nada del mundo me iría de aquí.

Pero hay otro motivo, el esencial diría yo, que justifica mi aversión a los fines de semana y es que ella no viene y sin ella nada a mi alrededor tiene sentido.

Ocupo un pequeño rectángulo de suelo junto a la tapia de una panadería y suelo permanecer echado, en invierno bajo viejas mantas y plásticos que con el tiempo he ido recopilando y en verano a la sombra de un amplio paraguas para protegerme de los cancerígenos rayos del sol. De vez en cuando me levanto para estirar las piernas, o hacer mis necesidades en un bar que no me pone pegas, pero trato de no demorarme, temo que cualquier desaprensivo se lleve mis escasas pertenencias, o lo que sería peor, que otro indigente ocupe mi puesto.

La verdad es que aquí me encuentro bien. La gente de la plaza ya me conoce, para ellos soy como cualquier panel publicitario, inofensivo y escasamente molesto, y es que no intento despertar su caridad vociferando miserias en tono lacrimógeno, como hacen otros, me parece mucho más digno permanecer en silencio y dejarles en libertad para que depositen una moneda en mi vaso o pasen de largo.

Desde el suelo, tendido como estoy, veo cada día pasar por mi lado cientos y cientos de pies que transitan en una dirección o en la contraria, acelerados o simplemente de paseo, metidos en zapatos embetunados y brillantes o en sucias y desgastadas zapatillas de deporte… Tal diversidad guarda estrecha relación con las horas del día. Por las mañanas son pies rápidos, ágiles, que esquivan con auténtica maestría cualquier obstáculo para no perder un segundo de su tiempo, pies que corren para evitar que el semáforo se les ponga en rojo o que se precipitan escaleras abajo, atentos a la llegada del próximo metro. Después, tan histérico ajetreo va dejando paso a otro tiempo de pisadas más serenas, más lentas, que se deleitan con el mero gusto de caminar, que se detienen sin prisa en el escaparate de la joyería para ver las novedades o se adentran a curiosear en la tienda de los chinos. Son en su mayoría pies cansados de muchos años de acarreo, alguno, intuyo, a punto de no querer avanzar más. Los zapatos de niños suelen aparecer por la tarde, siempre hay alguno que mientras mordisquea un sabroso bocadillo se acerca como distraído y me mira; lo hacen de una forma tan inocente, tan limpia que es mucha la ternura que me despiertan, pero enseguida la mano de un adulto tira de ellos y se los llevan ordenándoles que no se vuelvan a parar a mi lado.

Lo peor son las noches, largas, larguísimas noches en las que solo me saca del aburrimiento algún borracho aturdido que tropieza conmigo o los insultos y zarandeos que de cuando en cuando recibo de un grupo de cabezas rapadas que finalmente me dejan con algún que otro moratón en el cuerpo y sin las escasas monedas que durante el día he podido reunir. Pero, aun así, insisto, en que por nada del mundo me iría de este lugar. A veces vienen voluntarios, gentes de bien que con su mejor intención intentan convencerme para que les deje llevarme a algún albergue —allí podrá asearse, recibirá comida caliente y dormirá por unos días en una verdadera cama…—, me repiten una y otra vez, pero yo me niego en rotundo y para tranquilizar sus conciencias les digo que tal vez la semana que viene o la otra, o la otra… Pero lo cierto es que nunca me moveré de aquí y no lo haré por ella.

La primera vez que la vi fue hace dos años. La mañana había comenzado con calor, el mismo calor asfixiante que me había impedido pegar ojo en toda la noche. Ya habían llegado los autocares vomitando por sus puertas pasajeros de los pueblos cercanos, también lo hicieron los primeros autobuses, el 54, el 32, el 57… Todo parecía funcionar como cualquier otro día, así que me recosté en mi manta y me dispuse a iniciar la única tarea que me tendrá ocupado las siguientes horas: observar a hombres y mujeres caminar, unos deprisa, despacio otros, en solitario, en grupo… De pronto caí en la cuenta que uno de los autobuses no había llegado, el 14 se retrasaba, y lo supe porque otro distinto estaba ocupando su lugar en la dársena. Finalmente le vi venir bajando la avenida del Mediterráneo, llegó a su parada, frenó y abrió sus puertas, sus ocupantes comenzaron a salir, eran pocos, siempre eran pocos a esas horas tan tempranas de la mañana. Nada excepcional, me dije. Pero cuando estaba a punto de desviar mi atención buscando algo más interesante, me detuve, aún quedaba una pasajera por salir. En la escalerilla, sujeta a la barra, miraba desde lo alto a la plaza con aire de conquistadora, como si acabara de ganar la mejor de sus batallas. Después descendió sin desviar la vista del frente, una pierna, la otra, todo muy lentamente como si fuera una vedette de music hall descendiendo la escalera triunfal bajo salva de aplausos. Su leve contoneo de cadera provocaba un alocado movimiento en los vuelos de su falda que rozaban, acariciaban, lamían sus piernas, unas piernas largas, sedosas, seductoras, sensuales. Tuve que incorporarme aún más para ver mejor y no perderme un instante de aquella magnífica realidad. Llevaba una blusa roja que destacaba su cuello terso, erguido elegante, su pelo moreno recogido en un hermoso moño dejaba libre su rostro, libre para admirar, para perderse por aquellos ojos que incluso desde la distancia me parecieron inmensamente grandes y por una boca de labios carnosos e insinuantes cubiertos de rojo carmín.

Óleo de Prisac Nicolae.

Mi corazón estaba latiendo de forma desaforada y creo que algún transeúnte debió notar mi embeleso porque miró también en aquella dirección. Ella, mientras tanto, había permanecido unos instantes bajo la marquesina como sino estuviera segura de qué camino seguir. Finalmente comenzó a andar y la dirección que eligió fue precisamente la mía, sus pasos venían hacia donde yo estaba. Las manos comenzaron a sudarme, tenía la boca seca, y unos latidos muy fuertes me golpeaban las sienes. ¿Y si venía a decirme algo? ¿Y si era yo su meta buscada? La distancia que nos separaba cada vez se estrechaba más, empecé a oír su pisar seguro sobre el asfalto, y hasta oler su embriagante perfume, cerca, cada vez más cerca, tanto que hubo un momento que con solo estirar mi brazo la hubiera podido tocar, abarcar con mi mano su fino tobillo, conseguir que se detuviera y ascender lentamente por entre sus piernas, pero pasó por mi lado y siguió andando dejándome atrás con absoluta indiferencia. Sus pasos sonaban ahora cada vez más lejanos hasta que se confundieron con el resto.

Desde entonces cada mañana espero con verdadero anhelo la llegada del segundo autobús de la línea 14, cuando al fin se aproxima por la avenida del Mediterráneo mi corazón da un vuelco y rápidamente arreglo mis ropas, escupo en mis manos para atusarme el pelo y me preparo para disfrutar del mejor de mis deleites.

 

 

 

Hace 25 años Por Luigi De Angelis Soriano

Los años transcurren, la nostalgia toma cuerpo y la frase “parece como si hubiese sido ayer” ya no es una exageración. Reflexionar sobre el cine de hace 25 años significa revivir experiencias que me transportan a mis primeros días como cinéfilo. Se reproduce mágicamente el olor de las viejas páginas de mi edición de bolsillo de Notre-Dame de Paris, de Víctor Hugo, novela que sirvió de base para The Hunchback of Notre Dame, de Gary Trousdale y Kirk Wise, una lúgubre y admirable sorpresa en el canon de Disney. El fuego y la oscuridad de la escena en la que Juliette Binoche descubre las pinturas que decoran los muros de una iglesia derruida en The English Patient dan vida a una preciosa ilusión. También hacen acto de presencia frases que deberían ser más conocidas, como cuando, en Beautiful Girls, Timothy Hutton pregunta: “Can you think of anything better than making love to an attractive stranger?” y Uma Thurman sabiamente responde: “Going back to Chicago. Ice cold martini. Van Morrison.” (1)

 

_____________ (1) Timothy Hutton pregunta: “¿Puedes pensar en algo mejor que hacer el amor con un extraño bien parecido?” y Uma Thurman sabiamente responde: “Volver a Chicago. Un martini bien frío. Van Morrison.”______________

 

La efectiva comicidad del gran Robin Williams en The Birdcage emerge como un recuerdo divertido… pero triste también, pues él ya no está con nosotros y es muy fácil echarlo de menos. Para honrar su memoria, bailamos luciendo vistosas coronas de plumas al ritmo de “We Are Family”. Así, de forma un tanto caprichosa, reaparecen palabras, escenas y rostros. 

 

El amor es un lenguaje, así lo demuestran el envejecido músico checo Louka (Zdenek Sverák) y el niño ruso (Andrey Khalimon) cuyo nombre da título al film Kolya, de Jan Sverák. Los colores rojo y marrón predominan en escenas delicadamente compuestas. El derruido apartamento de Louka, la tierna mirada de Kolya, una relación que se desarrolla sin palabras porque el adulto no habla ruso y el niño no habla checo, forman un conjunto inolvidable que nos invita a reflexionar sobre los dramas de gente anónima que vive el día a día. La película está ambientada durante la inminente caída del régimen soviético y su influencia en la extinta Checoslovaquia a finales de los 80. La mirada fílmica enfatiza lo íntimo, humano y universal a partir de personajes que tratan de hacer lo mejor que pueden y eso motiva la identificación con aquello que en un principio parecía lejano en tiempo y espacio. La ausencia de cinismo de esta película es refrescante y quizás es lo que nuestra mente necesita aquellos días en los que el cielo está más gris de lo habitual. Kolya brinda esperanza. 

 

Era bastante joven cuando vi una y otra vez Secrets & Lies, de Mike Leigh. En Inglaterra, años 90, Hortense (Marianne Jean-Baptiste), una optometrista negra criada por padres adoptivos ya fallecidos, contacta a su madre biológica, Cynthia (Brenda Blethyn), una mujer blanca que gana su ajustado salario en una fábrica de cajas de cartón. El negro y el blanco trascienden los tonos de piel de estas mujeres y pasan a expresar aspectos más profundos sobre el encuentro de dos mundos opuestos. Jean-Baptiste y Blethyn crean momentos vívidos, con aquella conmovedora autenticidad que caracteriza el método de improvisación y ensayo del realizador Mike Leigh. De igual modo, Timothy Spall y un elenco de sólidos secundarios responden con precisión a las demandas del material. Como su título vaticina, el drama se construye en torno a los prolongados silencios que esconden algo más. ¿Quién no ha mentido?, ¿quién no ha guardado un secreto? El film interroga, pero no juzga; es una obra de profunda inteligencia, compasión y humanidad. La repetiría mañana, pasado mañana y así sucesivamente.

 

En el texto “El pintor de la vida moderna”, Charles de Baudelaire destaca la labor del artista capaz de consolidar en su obra la esencia de sus días. En el campo del cine, Nicole Holofcener es una directora que ha demostrado encomiable habilidad para crear cápsulas del tiempo. Su primer largometraje, Walking and Talking, nos transporta a 1996 de un modo divertido, a través de personajes que reflejan la realidad y los valores de una época. Amelia (Catherine Keener) trabaja en la sección de anuncios de un periódico, Bill (Kevin Corrigan) es el dependiente de una tienda donde se alquilan películas en VHS, Andrew (Liev Schreiber) se gasta un dineral en conversaciones eróticas por teléfono fijo y Laura (Anne Heche) guarda un diafragma en el baño… formas de vida y comportamientos que nos remontan 25 años atrás. Walking and Talking es un cálido y colorido retrato de la generación X que suelo recomendar a cada persona con la que hablo; no sólo por la visión de Holofcener, la espléndida interpretación central de Keener, y la inevitable nostalgia que provoca; sino porque sus temas principales–amistad, compromiso, inseguridades–resuenan de forma permanente. 

 

Conocer Finlandia era mi sueño desde que era un niño y, hasta el día en el que finalmente lo hice realidad, el cine fue un medio que me permitió acercarme a este país que me resultaba tan atractivo y peculiar. Esto me lleva a comentar Kauas pilvet karkaavat (Nubes pasajeras), de Aki Kaurismaki, una comedia dramática tan finlandesa como universal. El efectivo humor “deadpan” de Kaurismaki aprovecha la singular economía gestual y verbal de los personajes que integran la sociedad que su obra refleja. Ilona (Kati Outinen) y Lauri (Markku Peltola) son una pareja nórdica a la que la vida, de un momento a otro, empieza a tratar con dureza. Recientemente desempleados, sin dinero y demasiado orgullosos para recibir cheques del gobierno, se ven inmersos en una tierna, rara e hilarante aventura por la supervivencia. La película es una canción de amor al espíritu humano, una obra que celebra el optimismo de aquellos capaces de ver el vaso medio lleno. Aunque es indudable que hay elementos muy característicos de la cultura finlandesa presentes en el desarrollo del film, también es evidente que su mensaje puede tocar el corazón de todos quienes hemos sido Ilona y Lauri alguna vez. 

 

The Portrait of a Lady, de Jane Campion, fue criticada por no ser “fiel” a la novela de Henry James en la que está inspirada y por ofrecer una mirada “fría” a personajes que no son “agradables”. Estos argumentos son insuficientes. La película demuestra la habilidad de Campion para leer material de finales del siglo XIX de manera creativa. Además de ser un interesante ejercicio de reescritura, el film es indiscutiblemente cinemático, de modo que elementos como la cinematografía de Stuart Dryburgh y el diseño de vestuario de Janet Patterson generan placer visual y sugieren la esencia de cada personaje y los temas de la película: el encuentro de la ingenua protagonista americana, Isabel Archer (Nicole Kidman), con una Europa seductora; el contraste de su deseo de independencia con la naturaleza dominante de su marido, Gilbert Osmond (John Malkovich); y la ambigüedad de las maquinaciones de su falsa amiga, la Madame Serena Merle (Barbara Hershey). Kidman proyecta una vulnerabilidad convincente. Malkovich se regodea en el papel de villano sofisticado. Hershey conecta los elementos de la trama con una maestría inigualable; todavía recuerdo cuando confiesa su maldad y en ese momento deja ver de forma simultánea a una villana decadente, a una víctima y a un ser humano. Una refulgente gema escondida.   

 

En los años 90, el cine comercial y los clásicos de la literatura mantenían un apasionado idilio. En 1996 dos fascinantes obras que ejemplifican este fenómeno compartían, además, un elemento singular: la presencia de Kate Winslet. La joven actriz  británica fue Ofelia en Hamlet, basada en la tragedia de William Shakespeare; y Sue Bridehead en Jude, basada en la novela Jude, the Obscure, de Thomas Hardy. Aunque la parte de Sue es más sustancial que Ofelia, Winslet está extraordinaria en ambas, demostrando que su éxito el año anterior; en Sense and Sensibility, de Ange Lee; no fue un golpe de suerte. Además de haber sido una especie de vitrina para el descomunal talento de Winslet, ambas películas son excelentes adaptaciones. Hamlet es espectacular, con un diseño de producción que emociona y una sorprendente fluidez que mantiene entretenido al espectador durante cuatro horas. Kenneth Branagh, como director y actor principal, proporciona energía y colorido a la obra, rindiendo un apasionado homenaje a su admirado Shakespeare. Jude es un drama tan emocionalmente complejo como su argumento sugiere: dos primos, cada uno casado con otra persona, están resueltos a dejar a un lado los convencionalismos para dar rienda suelta a sus deseos y vivir la aventura romántica que anhelan juntos. Winslet junto a Christopher Eccleston forman la pareja central perfecta para este drama que nos invita a reflexionar sobre el rechazo social como precio de la libertad de amar sin complejos. 

 

Finalmente una policía embarazada aparece. Habla con marcado acento de Minnesota. Es intuitiva, competente, extremadamente cordial y bienintencionada. Es la sheriff Marge Gunderson (Frances McDormand), un personaje que redefine todos los presupuestos sobre “el héroe” cinematográfico. McDormand es, desde luego, un espectáculo en el papel principal. La cinta es una sofisticada y original entrada en la filmografía de los hermanos Ethan y Joel Coen, con un guion repleto de giros, situaciones absurdas y un amplio registro de humor que va desde imaginativos diálogos hasta escenas marcadas por lo grotesco (mira cómo termina el personaje de Steve Buscemi). La fotografía de Roger Deakins confiere elegancia y belleza a esta visión del Midwest estadounidense efectivamente plasmada en un hilarante cuento de crimen y enredo. La cinta es Fargo, una fascinante historia en la que todo lo malo que imaginas que podría suceder termina sucediendo. 

Así mis recuerdos del año 1996 se van desvaneciendo poco a poco, pero dejando entrever que reaparecerán… así son las memorias cinéfilas. Janeane Garofalo anda en patines y descubre la verdad acerca de los gatos y los perros; Tom Cruise se embarca en misiones imposibles; Ewan McGregor desaparece en la profundidad de un retrete; hay algo de Jane Austen y un poco de Lars von Trier. Una sonrisa se dibuja en mi rostro porque los recuerdos son felices. Ha sido un viaje en el tiempo que ha valido la pena. 

Seguro que sí Por Elisa Pérez

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Al entrar en la gran sala, Julián miró al fondo como si hubiera quedado con alguien. Junto a su nerviosismo, una escena le había causado aún más estupor. Desde un taxi, una mujer con el pelo revuelto y zapatillas de andar por casa echó a correr para adentrarse en la misma sala. Se detuvo pensando en lo insólito de la existencia humana. El taxista observaba, entre sorprendido y abatido, la reacción de su ex pasajera. Y lo hacía con una actitud que daba la sensación de ir corriendo tras ella. Pero no lo hizo. Julián le vio volver a su vehículo para iniciar otra carrera.

En cuanto atravesó esas puertas de cristal grueso que le daban la bienvenida, Julián dejó de pensar en lo presenciado pocos segundos atrás. Se introdujo lentamente, a tiempo de escuchar la voz de megafonía que anunciaba la última llamada para uno de tantos vuelos que estaban a punto de partir de esa terminal internacional. Con la tranquilidad que le dio comprobar que ninguno de esos avisos era para él, se detuvo ante el gran panel que de forma continua se movía para informar sobre retrasos, despegues o llegadas. Todo a la vez porque estaba despistado, ignoraba en qué Terminal estaba, si la gente iba o venía. El bullicio lo terminaba de confundir. Deambulaba en un estado de inquietud que a ratos le parecía de paz extraordinaria. Veía en una misma línea datos incomprensibles sobre los vuelos y las ciudades de destino o de procedencia. De pronto se ubicó y buscó el área de salidas, a la que se dirigió con sorprendente seguridad.

 

Para leer bien se ajustó las gafas de pasta azul, “Montreal” exclamó casi en voz alta. Allí estaba su destino. No los frecuentaba mucho pero los aeropuertos siempre le habían parecido una Torre de Babel moderna. Tras hacer la última comprobación sobre el tiempo de que disponía, tomó la  mochila que formaba su único equipaje y comenzó a moverse hacia la izquierda. El panel le anunciaba la puerta 10 B, a la derecha de la entrada principal. Aunque creía haber olvidado por completo a la desconocida, de pronto tuvo la sensación de que la tenía demasiado presente, de hecho la volvió a ver igual de agitada, esta vez perseguida por un guardia jurado. Esta visión le empujó en dirección contraria a su destino.

En el aseo, Paula recoloca su indumentaria. A su lado una mujer con el pelo enmarañado se observa en el espejo y la mira con asombro, abriendo aún más sus enormes ojos verdes, enmarcados por una sombra de ojos de tonalidad verdosa y una máscara de rímel espesa. La sorpresa fue mayor cuando la vio salir de uno de los retretes. No la habían oído entrar, mostraba gran agitación, pero sus zapatillas azules se deslizaban por el suelo sin hacer ruido.

Por segundos no les habían descubierto in fraganti. Con una media sonrisa recordó la propuesta: tenemos tiempo hasta que salga el vuelo, preciosa. Adelántate que ya voy yo. Con sólo pensar en un encuentro sexual con su novio en el baño de ese lugar público, volvía a deshacerse de placer. Él tenía esas cosas; la volvía loca con sus travesuras, a la vez que la desorientaba con su inestabilidad. Hacía tiempo que le había advertido de su intención: Tenemos que marcharnos fuera, lejos de todos, estoy harto de aguantar tantas penurias… Ella le escuchaba al tiempo que recogía platos, cubiertos y vasos con restos de comida, mientras permanecía sentado en un taburete de la barra. Paula se opuso al principio; a ella le gustaba ayudar a sus padres en ese negocio familiar… La oposición fue cediendo; entre mordisquitos en la oreja, besos en el cuello y caricias juguetonas maquinó la marcha con Dioni. Su madre asistió cómplice a la decisión, confiando en que el error devolviera pronto a su pequeña.

Frente al espejo, Paula procuraba recuperar fuerzas para que la congoja no derrumbara los planes marcados por su novio, mientras se retocaba el carmín de los labios. Miró de soslayo a la mujer de su lado que también se disponía a salir. Paula le cedió el sitio. “¡Qué rara!”, pensó. A lo lejos contempló a Dioni que le hacía aspavientos exagerados, intentando señalarle algo situado junto a su asiento. Hasta después de uno de sus ardientes encuentros sexuales la impaciencia no le abandonaba, era inagotable, pensó Paula entre coqueta y desconcertada, saboreando aún los momentos más ardientes, pasados y futuros, ya que a su lado vivía en un apasionado tiovivo.

Bastaban veinte minutos para que Luis Miguel preparara el equipaje para ir a cualquier parte. Le encantaba visitar o recorrer, por trabajo o por placer, cualquier ciudad o lugar del mundo. Operador turístico, eso seré de mayor. Lo tuvo claro desde siempre. Al llegar a la pubertad, su participación en grupos de montaña aumentó. El entusiasmo de su decisión le movió con fuerza a pesar de las dificultades. Rehén de su silla de ruedas buscaba la solución más allá de los problemas. Organizaba los viajes, planificaba las salidas, alentaba a sus compañeros de asociación. Nada se le resistía. Intrépido, decidido, valiente… tales los calificativos que escuchaba a su alrededor; palabras que le habían acompañado desde el día del fatídico accidente y que había llegado a asimilar hasta el extremo de que muchas veces se olvidaba de su inmovilidad. Sus piernas avanzaban más lentas que su cabeza aunque nunca constituían un obstáculo en sus retos. La propuesta de viajar hasta Canadá, le entusiasmó. Su pareja le acompañaba también en esto. Tomó aliento, giró la silla ciento ochenta grados para dirigirse al mostrador de facturación. Era pronto todavía, pero necesitaba más tiempo que los demás. La sala comenzaba a llenarse de gente. Algunos con prisa o incluso carreras, como esa mujer que casi le atropella al pasar a su lado como una exhalación, menos mal que para algunos soy invisible, pensó aliviado. Con la mano saludó emocionado a su chico, pronto tomarían un vuelo rumbo a Montreal, poco importaba la ceguera de la gente.

Israel no paraba de moverse. Ya había sacado tres piezas de la máquina de vending que había frente a él. No tenía hambre, tampoco sed pero sí mucho miedo. Volar le aterrorizaba, cada vez más. Rastreó en sus bolsillos: galletas, chicles, un bolígrafo, pañuelos usados… Todo se volvía caótico a su alrededor cuando tenía que tomar un avión. Odiaba los aeropuertos. Lo había descubierto hacía mucho tiempo pero no podía prescindir de viajar. Su trabajo no tenía un sitio estable. Enseñaba música con su banda de jazz a niños en cualquier lugar o país del mundo. El entusiasmo con que planeaba sus proyectos se frenaba al pasar bajo el cartel de la carretera que indicaba la dirección del AEROPUERTO. De repente se quedaba inmóvil, aterrorizado pensando en las miles de veces que perturbaciones, turbulencias o altibajos le podían haber colocado al borde de la muerte. Su novia le consideraba un exagerado y un miedoso.

Se levantó del asiento para ir al aseo. No llegó, se dio la vuelta, había algo que se le olvidaba, estaba seguro. Lo había repasado todo antes de salir pero la sensación le ahogaba. Estaba convencido de ello. Su experiencia en situaciones semejantes le debía alejar de sobresaltos pero su extrema perfección se agudizaba en momentos así. Este era el cuarto viaje del año, y el número 61 desde que inauguró su empresa, con lo que resultaba difícil creer que no hubiera tenido en cuenta todo lo necesario para un mes de ausencia. Con un nudo en el estómago recogió la maleta de mano y su abrigo; se disponía a caminar un poco, a pesar de que cada vez más gente comenzaba a arremolinarse confundida entre equipajes y carritos. Antes buscó su billete. Fue un alivio comprobar que eso no era lo que echaba en falta. Montreal vuelo ZJ-381, hora de salida: 13.30h. Sin embargo, palpó algo en su bolsillo que le distrajo. Un papel doblado se había colado indiscreto. Lo acercó a la nariz, el olor que desprendía le recordaba a Lorena. Era fantástica, pero siempre muy ocupada con su trabajo, nunca le podía acompañar. Un mes sin ella era demasiado tiempo, tembló como una pluma movida por una brisa de viento. El temor de que olvidaba algo resurgió de nuevo.

Las mesas de la cafetería se habían ido llenando. Varios vuelos anunciaban retraso. El de Israel entre ellos. La sensación de mal presagio apareció como un relámpago en su mente. Se acordó del papel del bolsillo, mi novia, musitó dispuesto a superar aquello con un cruasán y un café. Podía sentir el aroma de su perfume mezclado con los variopintos olores de la sala. Por un segundo se quedó absorto en una pareja que en la mesa más próxima se besaba con efusividad. Ella tenía unos hermosos ojos verdes; se detuvo en el muchacho, le observó pavonearse. Acostumbrado a tratar con jóvenes de provincias o pueblos lejanos, intuía con facilidad la inocencia o la honradez. En un primer vistazo ninguna de estas dos condiciones le cuadraban. Un anuncio por megafonía le sacó del análisis psicológico. Hubiera querido tener cerca su saxo, le calmaba los nervios, le transportaba a estadios de paz que no conseguía de otra forma. El retraso del avión aumentaba, anunciaban de nuevo. Ya eran más de tres horas… Las condiciones climatológicas al otro lado del océano eran malas. De nuevo le invadió la impaciencia. ¿Y si anulara este proyecto?

El tiempo para Luis Miguel era muy valioso. Tenía que aprovecharlo. Había facturado ya, se acomodó para repasar los documentos y la programación del viaje. Suspiró para que el aire penetrara y recorriera con libertad hasta su abdomen. Notó un pinchazo en el esternón, el dolor crónico de la espalda apenas lo notaba. Procuraba no pensar en achaques, nunca se quejaba. Era responsable de un grupo de personas, eso sí era importante. Apenas había reparado en el grupo que le había tocado esta vez: cinco personas, todas con alguna deficiencia física. Ese era el principal requisito para participar en sus proyectos. Personas imperfectas en buena forma física, con ganas de correr riesgos más allá de los que diariamente tenían que sortear. Estaba formado por tres chicos y dos chicas. Además de la valiosa presencia del perfecto Juan. Adoraba a ese chaval moreno, de pelo rapado y actitud tranquila. En total serían siete personas. La megafonía hizo que el grupo parara un instante en su partida de cartas. Aún resonaban por toda la sala sus carcajadas. Luis Miguel levantó la vista al oír algo del vuelo ZJ-381. Desde su silla no podía divisar bien la pantalla, delante se había colocado un chico con gafas de pasta azul que dio un paso atrás para divisar mejor los avisos que de forma intermitente acumulaban una retahíla de retrasos y anulaciones en diferentes vuelos. Ese chico intercedía la visión de Luis Miguel que con gran destreza consiguió posicionarse de forma que también pudiera leer. Eso no le preocupaba, sabía que más tarde o más temprano subirían a aquel avión con destino a Canadá. La sala de espera del aeropuerto era un lugar abierto, liso y bullicioso. Ideal para una espera. Respiró aspirando todo el aire necesario para suplir la carencia de oxigeno que de vez en cuando colapsaba sus pulmones. Disponía de tres horas más por delante.

En su mochila, Julián apenas incluyó lo imprescindible. El resto lo obtendría según necesitara. Su mente se mantenía despierta, atenta a los acontecimientos por vivir. Al mismo tiempo había decidido permanecer relajado, disfrutando de una decisión que había tomado por y para él, firme frente a todo. La única ocasión que había viajado en avión fue para visitar a su madre a otro país. Los recuerdos de aquel viaje desprendían hiel y amargura. Resultó ilusionante al principio y decepcionante al final. La mano regordeta y tibia del tercer marido de su madre, le dio la bienvenida; mientras ella reprimió todos los abrazos esperados. Ahora se esforzaba por distanciarse de todo lo anterior e iniciar una etapa nueva en la que no hubiera cordones umbilicales que le apresaran hasta ahogarle. Al fin y al cabo el recorrido sólo tenía tres mil eslabones que se había propuesto ir rompiendo uno a uno. El primero ya lo hizo al comprar el billete del vuelo ZJ-381. Estaba seguro que rompería los siguientes en su destino canadiense como enfermero rural. Se ajustó las gafas para anotar el nuevo retraso anunciado, antes de disponerse a descansar sobre su mochila. A punto estuvo de tropezar con una silla de ruedas que había girado en torno a él de forma prodigiosa e inició un lento caminar buscando un confortable rincón. Al acomodarse, algo llamó su atención: tras uno de los asientos metálicos una mujer se acurrucaba pretendiendo no ser vista. La reconoció. Levantó la vista hacia su derecha, un guardia jurado acababa de descubrirla y comunicarlo por un walkie talkie. Julián asistía a esa escena elucubrando sobre los motivos que podría tener esa mujer para escapar en un taxi y refugiarse en un aeropuerto. La torre de Babel constituía una cueva perfecta, pero también una cárcel infranqueable.

 

 

  • No lo has visto, junto a mí, justo a la derecha. Una bolsa… Sí, en una bolsa… pero qué tonta eres no te fijas en nada. Una caja dorada y una dentadura, sí, una dentadura.. pues claro… Es que Paula, a veces me dan ganas de… ¿cómo quieres que la cogiera? ¡Qué asco! Estaba dentro de una bolsa te digo… joder… pero se veía bien, cuántas veces te tengo que contar lo mismo.. eres idiota… ¿a la policía? Buah!!! ¿¡Tú qué quieres, que alertemos a todo el mundo?! De la policía a tus padres, y de tus padres a la cárcel, y no me vuelves a ver en la vida por huir con una menor. ¡Me cago en la ostia!

 

Paula miraba con temor la cara de Dioni al que nunca podía llevar la contraria, ni siquiera en el aeropuerto, ni siquiera en las puertas de una vida juntos, de toda una vida juntos. Al pensar en la dimensión de esa frase una segregación de bilis casi le provoca una náusea a la que él respondió como cabía esperar. Se levantó y se marchó a dar una vuelta, dijo. De lejos le vio avanzar con sus piernas arqueadas enfundadas en unos pantalones negros vaqueros sobre los que resaltaba la hebilla del cinturón que se había movido hasta colocarse a un lado. La visión un tanto grotesca de su novio casi le provoca risa. Ella también se levantó. El golpe de Paula contra una silla que se cayó estruendosamente, sonó en medio de la cafetería, imponiéndose sobre las conversaciones multilingües que cesaron un segundo para reanudarse después. Israel, azorado de que su bolsa hubiera sido la responsable de la caída de esa chica de preciosos ojos verdes y rasgos andinos, la miraba asustado. El golpe había ido sobre la rodilla derecha que le dolía. Por un instante permaneció quieta en el suelo hasta que se repuso del susto. Sin tiempo para reaccionar, aquel joven la ayudaba a levantarse. Era fuerte, le cogió por las axilas y la colocó en otra silla. Él estaba muy nervioso, ella aplacaba sus disculpas con las palabras precisas para que la calma regresara. Estaba bien, el dolor comenzaba a ceder. A su alrededor el resto del mundo iba y venía esperando noticias del panel que les dieran esperanzas. Los ánimos comenzaban a caldearse. Los comentarios se dirigían contra la organización o las compañías, no podían entender qué estaba sucediendo y, sobre todo, aceptar que nadie podía hacer nada más por el momento.

Luis Miguel terminó su programación, colocó los papeles por fundas con nombres y apellidos. Todo en orden, pensó orgulloso. Al darse la vuelta para unirse al grupo, oyó una voz que le llamaba. Era su chico, desde la cafetería le saludaba. Estaba sentado con una de las chicas del grupo. Era perfecto, pendiente de él se había decidido a acompañarle esta vez, sin él no habría conseguido superar las adversidades cotidianas. Al pasar junto a uno de los asientos, observó que una bolsa con algo dentro permanecía solitaria sobre uno de ellos. Se detuvo en su lento rodar buscando el puesto de policía más cercano, para acercarla. Alguien la estaría buscando. Cuando sus dedos iban a rozar la bolsa que observó contenía una caja y algo más, una voz por detrás le detuvo. Un joven con vaqueros negros le impidió la maniobra, preguntándole si era suya. No hubo tiempo de más, no hubo respuesta satisfactoria para ese figura macarra y alterada. El ligero balbuceo de Luis Miguel, su negativa a una retahíla de preguntas que parecían un interrogatorio policial, le dejaron perplejo: Claro que no es mía, claro que no la he dejado ahí, por supuesto que la llevaba a la policía, venga, hombre, no te pongas así, es solo una bolsa… ¿con una caja?, pero qué dices, no pensaba robarla, ¿una dentadura? Y yo qué sé… bueno perdona si es tuya, disculpa que intentara cogerla, ah que no, que no es tuya, entonces por qué te pones así, venga cálmate…

No hubo tiempo para más antes de que Dioni siguiera con sus absurdas acusaciones, alguien le tomó por detrás asertándole un golpe que le dejó tirado en el suelo. El revuelo aumentó, alguien gritó pidiendo la intervención policial, aquello estaba a punto de convertirse en una reyerta. Dioni se levantó expulsando saliva por la boca: … a él nadie le golpeaba y menos un lisiado. De nuevo otro golpe seco le dejó boca abajo. Los guardas de seguridad habían llegado a tiempo de detener a un hombre de cierta edad, autor de los golpes al joven. La policía le condujo a una sala reservada. Al otro, un sanitario le hacía las primeras curas.

Julián se despertó con el ruido reinante, miró a su derecha esperando encontrar a aquella figura femenina que se le había hecho casi familiar, con la que guardaba cierta similitud: tenía la sensación de que él también se escondía. No había rastro de ella. A los lejos la gente se arremolinaba alrededor de lo que parecía una reyerta. El móvil le avisó de un mensaje. No lo iba abrir. No le apetecía, así iba a ser su nueva vida, movida por apetencias nada más. Unos cuantos policías con las manos sobre sus porras pasaron muy cerca de Julián, casi le pisan. Se desperezó, le dolía la espalda, había dormido un buen rato, se sentía a gusto, ya habría tiempo de descansar a fondo. Quería comer pero tenía que controlar el poco dinero que llevaba, contado por días y casi minutos. Lo había guardado en el lado derecho, dentro de una riñonera azul. La palpó, allí seguía. Comería gratis en el vuelo. De nuevo otro mensaje en el móvil. ¡Qué pesadez de mujer! Se levantó, no sabía si dejarse guiar por la poca curiosidad de lo que estaba pasando o evitarlo en dirección contraria. Decidió lo segundo; desde hoy su vida tomaría caminos encontrados. Observó que el revuelo de gente comenzaba a disgregarse. Había alguien en el suelo atendido por sanitarios. Él era enfermero, al menos ese sería su título a tres mil kilómetros de distancia.

Tras agradecerle su ayuda y aceptar los cientos de disculpas que balbuceaba casi sin control, Paula se reponía sentada en la cafetería junto a ese chico. Él no paraba de moverse inquieto, preocupado. Por un instante esa inquietud le recordó a Dioni ¿dónde habría ido, por cierto? Pero la figura que tenía delante, que no cesaba de arrepentirse sobre su descuido al dejar la mochila en el suelo, no era como su novio. Tras ese manojo de nervios, le pareció distinto. Realmente estaba preocupado por el daño que la había ocasionado. Se frotaba las manos una y otra vez. Ella pudo ver que algo se arrugaba dentro de uno de sus puños. Aceptó el café al que la invitó, “en desagravio por la caída” se excusó. Necesitaba compañía, pensó Paula, y no le disgustó ofrecérsela. Realmente la culpa no había sido de ese chico, ella se levantó sin mirar. Casi le cuenta eso a Israel, casi le confiesa que estaba allí para huir con su novio, faltó poco para que le dijera que un halo de arrepentimiento la había hecho levantarse para marcharse hacia el bar familiar, que con diecisiete años aún no debía tomar decisiones tan drásticas… Su cabeza procesaba estas frases a la vez que su boca emitía otras más convencionales. Tuvo tiempo de escucharle a él, que sí le confesó que estaba aterrado, que se dedicaba a la música, que tenía novia, que adoraba su saxo…

Mientras, a su alrededor se iba creando una atmósfera extraña presidida por un hilo de confianza que se cerraba por impulsos en torno a ambos. A lo lejos se desarrollaba una escena en la que Paula era la protagonista sin saberlo. Alguien gritaba su nombre, pero también podrían referirse a otra.

Fueron necesarios algunos puntos de sutura en el labio de Dioni que, fuera de control, preguntaba por su novia, gritaba su nombre sin que le oyera a varios metros de distancia. Luis Miguel no quiso levantar cargos contra él, su fortaleza se había desvanecido por un instante cuando sintió cerca las amenazas de ese tipo descompuesto, aunque un desconocido le salvó con certeros puñetazos. Al buscarla para explicarle a la policía la causa que había ocasionado el altercado con ese joven, la caja había desaparecido. No conocía al señor que de pronto había golpeado con tanta fuerza al joven macarra. Era un hombre de cierta edad, con rasgos andinos, tenía que estar muy enfurecido para golpearle con tanta virulencia. No quiso elucubrar sobre sus razones, ”no es asunto mío” manifestó a los policías. No quiso darle más vueltas, volvió con su grupo en espera de que por fin pudieran tomar el ansiado vuelo a Canadá.

En el puesto de la policía se agolpaban varios pasajeros, reclamando por hurtos o robos, resignados unos, acalorados otros. La torre de Babel se empequeñecía en el espacio y el tiempo. El hombre con rasgos andinos permanecía quieto en una silla, esposado porque su enfado hubiera podido arrastrar un avión para llegar frente a Dioni... ese malnacido ha secuestrado a mi hija… El malnacido le miró de soslayo, le conocía bien aunque nunca mantuvieron más de tres palabras seguidas. La hija, Paula, les había unido a la vez que los alejaba, ella buscaba una cordialidad imposible. Para el mayor era un aprovechado, un vago sin futuro; para el joven, haría de su hija una reina fuera de este maldito país sin oportunidades…

Entretanto, en la mesa del policía de más edad, se habían congregado un grupo de compañeros que dilucidaban sobre el origen y, sobre todo, acerca del motivo de que alguien hubiera dejado abandonada una dentadura, posiblemente, su dentadura, en una bolsa junto con una caja dorada. Entre sonrisas y susurros cómplices ese elemento blanco, perfectamente alineado y muy limpio, constituía el punto de mira de todos ellos. La caja estaba cerrada con candado. La sacudieron con fuerza para detectar su contenido… Hay que llamar a un cerrajero, concluyeron a la vez. No podían perder tiempo en intentar abrirla, queda confiscada… ¿y la dentadura? Esa pregunta no conseguía una respuesta unánime. Alguien sugirió que quizás era de esa mujer que estaban buscando por toda la terminal, reclamada por su familia.

Luis Miguel se había reunido con su grupo. Su control habitual estaba maltrecho. Había luchado contra los obstáculos, contra la indefensión incluso; odiaba la violencia. Explicó lo sucedido a su chico omitiendo ciertos detalles. Pero la angustia resurgió. Era uno de esos momentos en que notaba la ausencia de piernas, nunca las echaba de menos en una montaña o en un camino; ahora en una terminal de aeropuerto sí. Un energúmeno le atacaba y él no podía defenderse porque sus piernas no servían para nada, eran simples prolongaciones de un cuerpo, inertes, insensibles, rotas… ¿para qué las quiero entonces? Esta pregunta fue la primera que hizo al médico tras el accidente. Tiempo después comprendió que su aspecto sin ellas resultaría aún más patético. Su lucha diaria vivía ajena a ellas; el resto de su cuerpo respondía, olía, sentía placer, se estremecía, dolía. Más abajo, sólo vacío absoluto. Una caricia de su novio le sacó de la reflexión, nos están llamando por fin. El vuelo ZJ-381 estaba dispuesto a recibir pasajeros.

Apenas notaron que el tiempo transcurría. El plato vacío del cruasán, la taza con restos de lo que una hora antes fue un humeante y rico café, no fueron señales suficientes. El tumulto alrededor había desaparecido convirtiéndose en un susurro. Israel se sentía bien en compañía de aquella chiquilla… sonreía mirándola fijamente al tiempo que ella le contaba sus proyectos. Sus ojos rasgados le transmitían inquietud, curiosidad, pero también cercanía. Los nervios que minutos antes revoloteaban por su estómago encontraron sosiego con ella. Israel olvidó que volar constituía un verdadero calvario, no lo pienses, le había dicho muchas veces su novia, sólo relájate, pero nunca lo conseguía. Con Paula esas palabras tenían sentido. No pensaba en su próximo vuelo, había dejado de vivirlo como una cueva de temerario desarrollo. Ya habría tiempo, en su caso, durante las horas que volarían sobre el océano.

Paula se levantó sin acordarse que su rodilla una hora antes había sufrido un golpe cuya consecuencia era una hinchazón teñida de color amoratado. La ligera queja de la chica se hizo notoria para Israel que se detuvo. Ceño fruncido, torso doblado, la mano pequeña y suave posada sobre la hinchazón. No podría andar, pensó en Dioni, dónde estaría, apenas le había echado de menos hasta ahora. Le gustaba el sexo con él, era intenso, fuerte, la hacía disfrutar como nadie… había sido el primero, pensó en ese momento de forma anacrónica, mientras el dolor le subía desde el tobillo por el gemelo hasta la articulación de su rodilla. Pero bastaba que terminaran los encuentros sexuales, desnudos o semivestido, para que se transformara  y exhibiera a un ser inmaduro, desconsiderado e impaciente. Ella estaba a su lado en contra de la voluntad de sus padres; comenzaba a entenderles, sí, les quería mucho, querían un futuro mejor para su niña, lo pensó así de repente, tenía ganas de llorar, un cierto reproche sobre Dioni, culpable de la huida, del golpe, del dolor, de la soledad. Le sacó de sus pensamientos la imagen de Israel que retrocedía hacía ella; sin embargo se detuvo, se paró sorprendido por lo que parecía un reclamo. A lo lejos un grupo de policías sorteaban a los numerosos pasajeros presentes con gran habilidad para no tropezar con maletas, bolsos, carros o niños.

El desconcierto se instaló en la inmensa sala. La gente retrocedía, espantada por la alarma creada ante los uniformes que con un arma en sus manos, gritaban dejen paso, retrocedan, no pasen de esa línea. De forma inconsciente, en diferentes idiomas, aturdidos todos, asustados algunos, la situación se había complicado. El motivo se ocultaba. Un atentado, susurró alguien asustado de su propia elucubración al recordar las tragedias que habían ocurrido en sitios similares de diferentes partes del mundo. Imposible, hay muchos controles respondió Julián. Alguien lanzó una foto con el móvil, la mirada de estupefacción del chico con la mochila fue fulminante. Esto no es un espectáculo, ¿me oyes?, ¿qué pretendes? Malditos móviles… A Julián no le gustaban esos aparatos que presidían cualquier acción, que manipulaban las situaciones a su antojo. Miró el suyo, más de diez llamadas perdidas, otros tantos mensajes. Estúpida manía, no iba a responder, claro que no. Levantó la vista, la policía había acordonado una zona que comprendía los baños más próximos y unos veinte metros alrededor. Julián estaba atrapado entre varios cuerpos fornidos y uniformados, y la multitud de gente que, angustiada, confiaba conocer pronto la razón de semejante barullo. Por el momento no había explicaciones. Julián odiaba las aglomeraciones y aquello se había convertido en una, bastante súbita e incierta. Comenzaba a ahogarse, a asfixiarse entre cuerpos desconocidos. Se desabrochó la chaqueta, se ajustó el pantalón y miró de nuevo el móvil. El dedo índice se acercó a la tecla del 6.

El grupo de Luis Miguel estaba a punto de acceder a su avión por la puerta de embarque. Una amable azafata les detuvo. Una orden desde control del aeropuerto les ordenaba paralizar cualquier acción. Aquello tomaba tintes de verdadera fatalidad, era imposible que no pudieran iniciar su ruta, tomar el avión que esperaban desde hacía horas. Luis Miguel no podía entender que tantos factores externos impidieran el inicio de aquella aventura. Y ahora qué pasaba, qué había hecho mal, ¿cuándo se encontraría en su asiento especial en el avión destino a Montreal? Ya sí tenía prisa, la impaciencia comenzaba a invadirle, ni las palabras de calma de su novio, ni el control y rigor que le daban seguridad, le servían en esta ocasión. Era un manojo de nervios. Dónde están los del grupo, estamos todos aquí le tranquilizó su compañero, todo va a salir bien, esperamos algo más y ya está, no pasa nada; llegaremos tarde a la primera ruta, nos están esperando, llamo yo, no yo, que soy el responsable, entonces yo hablo con los del albergue de mañana, ¿o también lo quieres hacer tú? Venga Luis Miguel, no pasa nada, sí pasa, es la primera vez que me ocurre ¿te das cuenta? Bueno tú no estabas en ninguna de las anteriores, no insinuarás que soy gafe, qué chorrada Luis mi amor, espera, tu móvil, toma.

Desde dentro de los aseos cuyo acceso se había cortado, una voz dio la alarma. Alguien se había escondido allí: la mujer que buscaban fue vista por un guardia jurado que avisó a la policía del aeropuerto. El despliegue fue intenso. Varios dispositivos se aproximaron, cerrando el paso a los pasajeros y visitantes. Nadie podía entrar ni salir del aeropuerto. Era una zona muy amplia pero allí la tenían acorralada. Podrían capturarla, casi tres horas de búsqueda. Llamarían al Hospital Central para tranquilizar al personal. Entrarían, la cogerían y la llevarían de regreso.

Cuando Julián terminó su conversación telefónica, se sintió aliviado. Escuchó casi todo el tiempo, sin apenas hablar. Sus ojos advirtieron que alguien se escondía en un espacio bajo la escalera mecánica de acceso al parking inferior que él podía divisar a través del cristal; su camisa a cuadros estaba empapada de sudor, la mochila en el brazo derecho dormido por la inmovilidad. La llamada había sido más larga de lo previsto, los músculos rígidos fueron ganando laxitud según escuchaba. Se terminó la explicación, era su vida; se lo había contado. Al principio no lo entendía, pero terminó animándole; por primera vez le había alentado sin que fuera ella la que tomara la iniciativa, la había sentido más cerca que nunca a pesar de la distancia física, quizás se estuviera volviendo humana, imaginó con una leve sonrisa dibujada en su rostro.

El despliegue policial parecía indicar que la situación era grave, a pesar de que nadie tenía certeza de lo que ocurría. El personal obligaba a los pasajeros aglomerados a trasladarse a otras estancias del aeropuerto, lo que lejos de calmar aumentó el desconcierto. Algunos decidieron marcharse de allí antes de que todo explotara por los aires; otros prefirieron quedarse aduciendo diversos intereses; y los más se quejaban y dudaban qué decisión tomar.

El miedo es libre, expuso Israel a Paula mientras la sujetaba por la axila y llenaba sus pulmones del aroma de su cabello, de su piel… Seguro que todo está controlado o quizás es una falsa alarma. El miedo a volar le podría hacer huir pero una situación como esa apenas removía las mariposas en el estómago de Israel. Paula admitió que todo aquello no dejaba de producirle cierta gracia. La primera vez que había tomado una decisión tan importante y estaba a punto de resquebrajarse. Era una señal de que no debía tomar ese vuelo.

Una ambulancia, que alguien llame a una ambulancia. Israel miró a Paula, ésta buscó la complicidad vacía de Dioni. ¿Dónde estará, maldita sea?; una silla de ruedas movida con agilidad desmedida pretendía llegar hasta el policía que obligaba al personal a marcharse de allí. La mochila de Julián casi golpea la espalda de Luis Miguel que, desesperado por el cariz que los acontecimientos habían tomado, había tomado una decisión. En un espacio cada vez más comprimido la mayoría buscaba satisfacer su curiosidad. Llevaban encerrados en aquel aeropuerto más de cinco horas. Por un segundo todos se callaron, el silencio dominó el espacio. Desde los aseos dos enfermeros sacaban algo, alguien. ¿Está muerto?, la pregunta se convertía en afirmación a medida que los pasajeros observaban pasar frente a ellos a los sanitarios: uno escribía sin levantar la cabeza, otro tocaba el cuerpo en espera de algo.

En una camilla, envuelto en una especie de sábana blanca, sólo se veían dos pies descalzos, sucios, con uñas largas que formaban parte de un cuerpo que antes respiraba, hablaba o sentía, y ahora callaba, se enfriaba y entumecía. Luis Miguel preguntó, casi gritó, quién es, qué ha ocurrido, qué van hacer ahora. Llegó un cambio que a todos les afligió porque, tras la amable voz, se temía una larga espera: Pueden ir a la cafetería aquellos que tengan sus vuelos próximos, gratis una consumición. Pronto se restablecerán los controles, los embarques, las facturaciones.

Como si la vida de alguien no hubiera expirado delante de todos hacía menos de un minuto, dos azafatas vestidas de azul comenzaron a dar consignas a la gente propagando que todo seguía su curso. Parece un mendigo, dijo alguien. Eso restaba importancia a la muerte. Sí, eso es, con esos pies cómo ha podido entrar en un aeropuerto. Julián escuchaba a dos señoras que en perfecto francés imponían su razonamiento por encima de todos. Sintió pena, una terrible y dulce pena por él, en Canadá estaría solo, tardaría meses en relacionarse con alguien, era tímido, le costaba relacionarse. Iba a empezar de cero; eso es lo que le había dicho a su madre por teléfono, ¿cuántas veces había comenzado de cero ella?, nunca le había hecho esa pregunta. Volvió a inundarse de tristeza. Tristeza dura, tras un parapeto de suficiencia, por el cual dos lágrimas casi consiguen alcanzar la meta de su órbita azulada para escapar y resbalar fuera de control.

La pierna de Paula debía inmovilizarse y reposar. Dentro del exceso de enfermeros que llegaron alertados por el suceso, Israel consiguió que uno revisara la pierna de su nueva amiga. Un esguince de rodilla. La noticia lejos de tranquilizar a Paula, la hizo removerse en el asiento. Solo faltaba que su novio apareciera, se iba a poner furioso. Toma este papel, se te cayó en la mesa al levantarte de la silla, es tuyo. La nota, Israel había olvidado ese papelito perfumado que había descubierto en su bolsillo hacía… ¿Cuánto tiempo? Imposible calcular el tiempo transcurrido desde que divisó el cartel de Aeropuerto esa mañana. Lo desarrugó, lo miró, las letras apenas se percibían bajo pliegues interminables. Reconoció la letra, su letra, su perfume. Mira hacia abajo, le pareció leer. Decía algo más… estaba borroso… su novia no era nada romántica, le extrañó esa nota, pero era su letra, con toda seguridad era de ella.

Periodistas, policías, sanitarios, personal del aeropuerto, todo el mundo quería saber qué había sucedido. Algunos pasajeros decididos a marcharse cuando presagiaron lo de la bomba, regresaban tranquilos de que todos los cimientos estuvieran en su sitio. Corrillos de personas informaban a los periodistas que, ávidos de saber, buscaban entre los más atrevidos. En uno de ellos Luis Miguel quería entender que todo había acabado, que nadie les había dicho nada hasta que vieron pasar el cuerpo muerto, que no sabían quién era, pero que había oído a un policía que se trataba de un preso huido de la cárcel hacía unos días, que se escondió para escapar de sus perseguidores. De pronto un grito desgarrador procedente del fondo de la sala hizo que los periodistas primero, corriendo de forma desaforada, y después toda la Torre de Babel se aproximara a un rincón junto a los cristales de la escalera de bajada. De nuevo las carreras se frenaban cuando la silla de Luis Miguel se interponía en su camino. A los carros era más fácil sortearlos. Agazapada, la mujer con zapatillas azules lloraba fuera de sí, gritaba con aspavientos de dolor al intentar cogerla. Estaba desesperaba, balbuceaba palabras apenas entendibles. Repetía un nombre: Bene, Bene, Bene… Nada tenía sentido, Julián la había visto salir de aquel taxi al llegar al aeropuerto, luego la había vuelto a ver escondida, huyendo. Pero aquello qué significaba. Quiso acercarse, sus conocimientos de enfermería quizás sirvieran. Se acercó despacio, seguro, con calma, primero le tocó el brazo derecho, suave; después recorrió su espalda con tranquilidad, con el fin de que percibiera sosiego. Llegó al otro lado del tronco, ella no se movía, habían cesado los aspavientos. Percibió un olor desagradable en su ropa, mezcla de sudor y miedo. Se acercó a su oído ¡tranquila puedo ayudarte! ¿Quieres que busquemos a Bene, es tu marido? Dos guardas de seguridad se disponían a apresarla ahora que Julián había conseguido calmarla. Los paró en seco. Esperen por favor, necesita algo más de tiempo. Flashes de cámaras se reflejaban intermitentes en el cristal, la escena sería primera página en los diarios, incluso con titulares en portada.

Y en esa misma noche en que en las redacciones los periodistas peleaban por dar la cobertura más completa de aquellas horas, en el aeropuerto más importante del país todo se detuvo como si se tratase de una foto fija al final de una película. Cada personaje esperaba su momento siguiente y su esperanza en un futuro más o menos previsto, aunque siempre realmente incierto. La mujer del bene, bene se negó a decir nada más hasta que se la llevó una mujer detective. Todos los demás acabaron subiendo al avión previsto, aunque hubo una excepción. Alguien rompió todos los esquemas de su propia juventud, de sus ilusiones, de pronto se vio a sí misma arrojada contra una pared, desnuda, con la cara amoratada, sangre entre las piernas y Dioni huyendo después de romper todos los muebles. Fue un presagio que le aterrorizó. Israel mantenía confusa su mente, en su cabeza deambulaba por muchos sitios, algunos de los cuales quería retener a la preciosa muchacha cuya piel le maravillaba. Ella aprovechó un descuido y escapó. Corrió escaleras abajo, se equivocó, era escaleras arriba, llevaba un monedero con muy poco dinero, pero todavía tenía el abono transporte. Transpiraba profusamente en el autobús, mientras sonreía. Un hilo de reconfortante sudor le recorría la columna vertebra cuando se echó a andar por la ciudad como si nunca hubiese estado allí.

_______________________________________________________NOTA: Reproducción del mural encargado por la fundación AENA en el año 2000. Inicialmente se hizo para la T1, donde estuvo instalado hasta 2006. Cuando se inauguró la T4 el mural se trasladó a la T2, donde continúa expuesto. Óleo sobre madera. 45 x 1,6 metros.

En la muralla de San Juan Por Luis López Nieves

Una de las ventajas de escribir literatura es la posibilidad de moldear a la realidad –nuestro pasado, presente y futuro, y las emociones, preocupaciones, obsesiones y curiosidades que estos nos generan- en material de creación y, a través de un cuento, novela o poema, tomar un pequeño pedazo de la vida humana y cuestionarlo, reinventarlo o dotarlo de un nuevo sentido. Esto es lo que hace en sus cuentos el escritor puertorriqueño Luis López Nieves.

 


EN LA MURALLA DE SAN JUAN

al maestro Pedro Juan Soto

Hay un olor a sangre
rondando nuestros pasos

–Nelson del Castillo

La mañana del 10 de mayo de 1898 unos tres mil ciudadanos contemplaban en silencio, desde la muralla norte de la ciudad de San Juan, a los seis buques de guerra norteamericanos que acababan de llegar en formación de ataque. Más arriba, en la ciudadela de El Morro, el gobernador de Puerto Rico y sus ayudantes militares, hechos los preparativos de la defensa, también esperaban en silencio. Tanto los civiles como los militares apoyaban los codos sobre las murallas centenarias. Nadie se movía, nadie hablaba. Todos observaban, desde lo alto de la espesa muralla, a los seis acorazados inmensos. Con algo de asombro, y mucho de terror, se preguntaban si se trataría de una mera bravuconada de la Armada Norteamericana o del preludio de un ataque verdadero.

En las cubiertas de los buques los marineros norteamericanos apenas se movían. La mayoría ocupaba sus puestos de combate al lado de los cañones. Otros estaban sentados en las bordas de sus naves sin hacer nada: contemplaban las murallas de la exótica ciudad como turistas silenciosos, balanceando las piernas sobre el agua verde.

En ese juego de ajedrez paralítico transcurrieron unas dos horas. La ciudad inmóvil, meditabunda; los buques de la flota enemiga meciéndose despacio sobre las olas del océano Atlántico.

De pronto, el aire y la tierra temblaron: se escuchó un estrépito tan violento, tan inesperado, que la mayor parte de los espectadores sanjuaneros, excepto los militares, dieron un paso atrás y se taparon los oídos con las manos. Las bocas de seis grandes cañones, uno en cada buque, arrojaron repentinas lenguas de fuego y nubecillas de pólvora. En seguida se escuchó un silbido siniestro, agudo, horrífico, que se acercaba a la ciudad a velocidad incomprensible. Y por último, todo en cuestión de dos segundos, se escucharon los recios impactos de los proyectiles.

El comienzo del ataque había sido simbólico: cada buque, a pesar de sus decenas de cañones, había hecho un solo disparo. Dos de estos fallaron. Volaron por encima de las cabezas de los ciudadanos y se perdieron detrás de la ciudad, en la distancia; es posible que cayeran en la bahía. Dos grandes balas de cañón golpearon las murallas de la ciudad y rebotaron como si fueran de goma. La quinta bala se incrustó en la pared norte de la antigua Iglesia de San José, donde descansan los restos de Juan Ponce de León, conquistador de Puerto Rico. Y la última gran bala de hierro, la sexta, golpeó en el pecho a la hermosa Verónica Toledo, nacida y criada en San Juan, a quien destrozó frente a las miradas incrédulas de sus cinco hermanas y tres hermanos.

Si Verónica Toledo no hubiera muerto ese día, se habría casado el próximo domingo, 15 de mayo de 1898, a las cuatro de la tarde, en la Catedral de San Juan. Luego se hubiera ido de luna de miel quizás a París, destino predilecto de los criollos de la época, o tal vez a la romántica ciudad de Venecia, que siempre ha sido destino de enamorados. Meses después habría regresado a San Juan y le hubiera contado a su familia sobre el Arco del Triunfo, el Bosque de Bolonia y los anchos bulevares parisinos; o hubiera descrito, casi sin aliento, sus paseos en góndola bajo la luna y las estrellas venecianas.

Dos, cinco o diez años después de su regreso de la luna de miel, Verónica Toledo habría tenido el primero de sus muchos hijos. Uno de estos –el primogénito o el cuarto o el séptimo– se hubiera llamado Jacobo Sanz, como su padre, y es verosímil que se habría hecho médico, igual que este. Y el doctor Jacobo Sanz Toledo, hijo de Verónica, varias décadas después se hubiera casado también, probablemente en la misma Catedral de San Juan, pero a causa de las guerras europeas hubiera pasado la luna de miel en la Ciudad de México, escuchando la vigorizante música de los mariachis, o tal vez bailando tangos eróticos en el mismísimo Buenos Aires. Y al regreso de la luna de miel la nuera de Verónica habría tenido también sus hijos, y una de las niñas –la primogénita o la tercera o la séptima– se habría llamado Verónica, como la abuela, y es evidente que se habría negado a estudiar medicina, como su padre, porque hubiera insistido en vivir su propia vida sin que ninguno de sus familiares se entrometiera ni le diera órdenes impertinentes.

Por eso es muy posible que hubiera estudiado Derecho o Periodismo. Se habría hecho defensora de los pobres y de los perseguidos políticos y de las mujeres maltratadas, y como resultado natural de su crianza, de su época y de su grande inteligencia, es obvio que, a pesar de las protestas airadas de toda la familia, Verónica la Nieta habría salido independentista. Habría pertenecido a algún partido político antinorteamericano y participado en marchas y en protestas, y es posible que hasta le hubiera dado por tomar las armas para expulsar a los norteamericanos de la colonia de Puerto Rico. Mujer apasionada, se habría entregado a la lucha por la patria –una especie de autoinmolación conspicua– y toda la familia le hubiera advertido, muchas veces, que estaba echando a perder su vida. Algunos de ellos, tal vez hasta su abuelo el doctor Juan Sanz, le habría retirado la palabra a su nieta la subversiva, y uno que otro de sus hermanos asustadizos también le hubiera empezado a negar el saludo. En las reuniones familiares la única que hubiera recibido con auténtico júbilo a Verónica la Nieta hubiera sido Verónica la Abuela. Le habría dado fuertísimos abrazos y muchos besos con los ojos llorosos de alegría, y ambas se hubieran querido mucho y se habrían contado sus secretos, y habrían tenido esa conexión peculiar que nace cuando el amor se salta a los padres para caer directamente en los nietos. Verónica la Abuela le habría dicho a su nieta, mientras hablaban en privado en la cocina, que no le hiciera caso al resto de la familia porque ya aprenderían a aceptarla como era. “Pase lo que pase, digan lo que te digan, siempre me tendrás a mí, corazón mío”, le habría dicho.

A pesar de la firmeza de su carácter y del grande amor de su abuela, es muy probable que Verónica la Nieta llegara a tal nivel de exasperación con la situación política del país que optara por tomar una acción concreta. Es posible que se le hubiera metido en la cabeza, junto a un grupo de cinco compañeros –Carlos, Arnaldo, Santiago, Antonia y Fefel–, organizar algún tipo de ataque simbólico contra un edificio federal o una base militar del gobierno norteamericano, o quizás contra las torres de comunicaciones del Cerro Maravilla, para que el mundo supiera que la mansedumbre puertorriqueña no era unánime. Y a causa de algún espía o agente encubierto (o por cualquier otro motivo: un error en la planificación, digamos, o una llanta vacía) es muy posible que a Verónica la Nieta las fuerzas del gobierno la capturaran, y al verla bella y desafiante la hubieran torturado y asesinado a modo de escarmiento para revolucionarios del presente y del futuro, y luego la propia familia de Verónica la Nieta habría reaccionado con indignados “Se lo dijimos, le dijimos a esa loca que no se metiera en política”.

Esa es la reacción de todos menos de Verónica la Abuela, a quien se le calienta el rostro al ver en la televisión el cadáver de su nieta querendona; siente un sofoco feroz, se agarra el pecho como si se le quemara por dentro, pega el grito más agudo de su vida y cae al suelo arrasada por un robusto ataque cardiaco. Varios días está al borde de la muerte en la unidad de cuidados intensivos, y padece grandes tormentos mentales cada vez que abre los ojos y ve, en el techo y en las paredes de la habitación, imágenes sangrientas de su nieta sometida al suplicio, el cuerpo violado y magullado de su querida nieta a los pies de los torturadores. Pero gracias a los cuidados de sus hijos y nietos, casi todos médicos, Verónica la Abuela se recupera del golpe en pocos meses, aunque luego todos dicen, a sus espaldas y en voz baja, que no ha quedado igual, que desde la muerte de su nieta –de esa niña egoísta y desconsiderada– la abuela Verónica ha envejecido, ya no se tiñe el pelo, no sonríe como antes, está hecha una anciana.

Todo esto pudo haber ocurrido, pero el 10 de mayo de 1898 el  sexto proyectil de la Guerra Hispano-Norteamericana, aunque simbólico, mató a Verónica la Abuela en dos segundos y ya no hay forma de saber qué habría sido de sus hijos ni de sus nietos, porque nunca los tuvo. Pero sí se sabe lo que ocurrió con sus cinco hermanas y sus tres hermanos, que estaban junto a ella en la Muralla de San Juan cuando la grande bala de cañón la convirtió en montones de pedazos, y vieron con estupor la muerte instantánea de esa dulce hermana que tanto amaban y que sin querer los bañó con su sangre y los golpeó con los pedazos de su carne. Largas son las historias de lo que han sufrido las hermanas y los hermanos desde ese triste día, y largas son las crónicas de los hijos de estos hermanos, que hubieran sido primos de Verónica la Nieta, algunos de los cuales hasta han seguido los pasos de esa prima que nunca tuvieron, pero estas historias no son parte de este simple cuento, en que solo se ha contado lo que nunca habrá de ocurrir.