La resonancia magnética Por Paula Alfonso

reson-mag-3-teslas

-¿Paula Alfonso?

​            Di un salto, arrojé sobre mi marido el periódico que estaba leyendo y también el bolso y la chaqueta y corrí con la mejor de mis sonrisas al encuentro de aquel enfermero-técnico o lo que fuera que me había llamado.

Era un hombre guapo, por qué no decirlo, pasaba de los 30, alto, moreno y con unos bonitos ojos verdes.

-Ya puede pasar, me dijo nada más verme.

-Verá, es que no me he hecho nunca esta prueba y me han dicho que es…

-No se preocupe señora, venga conmigo.

Fue el modo rápido pero escasamente eficaz que utilizó para disipar mis preocupaciones.

Andaba deprisa, tanto que me costaba seguirle, pero ni protesté.

Abrió una puerta y los dos entramos en una pequeña cabina.

-Quítese toda la ropa, los pendientes, las pulseras, las gafas, y se me pone usted una de estas batas, después espere que yo vendré a buscarla.

Sin más aclaraciones desapareció por otra puerta que quedaba al frente.

A solas en aquel reducido habitáculo recordé que con las prisas ni me había despedido de mi marido, soterrado bajo todas mis cosas, pensé en fugarme, correr hacia la sala de espera y una vez allí buscarle, decirle que le quería y darle un beso, total, no quedaba tan lejos, serían solo unos segundos, pero… ¿Y si aquel guapearas me llamaba y al no escuchar respuesta abría la puerta y se encontraba con que no había nadie? No, mejor sería permanecer allí y hacer caso a lo que me había dicho.

Obediente comencé a desnudarme, el vestido, la ropa interior, la pulsera, caray con la pulsera, me costó trabajo backside-woman-holding-hospital-gown-closed-151000abrirla, pero afortunadamente la naturaleza me ha dotado de buenos dientes y fue con ellos como conseguí que el broche cediera. Miré después al banco donde descansaban las batas y tomé una, era como de papel y de un azul marino muy bonito, bueno por lo menos este color me favorece, pensé, odio las que son rosas, blancas o verdes, con ellas además de sentirte absolutamente ridícula, parecemos globos inflados a punto de salir volando. La desdoblé, tenía dos pequeñas cintas para anudarla a la cintura pero ¿cómo ponérmela? ¿Con la abertura hacia delante o hacia atrás? Entonces me vino a la memoria esa imagen tan habitual en los pasillos hospitalarios del pobre enfermo que —tras pasar días postrado en la cama— ha recibido la orden de su médico de que se levante y comience a caminar. Él, obediente, sale de su habitación, sus piernas son delgadas, su andar vacilante, con una mano arrastra el árbol del suero o carga con la incómoda bolsa de orina y con la otra se apoya en algún sufrido acompañante. Si te cruzas con él de frente, sus ojeras, su palidez, te despiertan piedad, ternura, pero si le miras por detrás no puedes evitar sentir vergüenza ajena al ver como por entre las aberturas de la bata (parecida a la que tenía que ponerme yo), asoman sus nalgas que cuelgan y se mecen con cada uno de sus pasos. Pues ya está, yo me la ato por delante que además es mucho más femenino. Lo último que me quité fueron las gafas, para mí eso sí que significa desnudarme.

 

-​Doña Paula, ¿está ya? La voz del enfermero-técnico o lo que fuera sonó fuerte al otro lado de la puerta.

-Sí, sí, ya he acabado.

-Pues entre.

Ajustándome un poco más el lazo para realzar mi figura abrí la puerta y me encontré de bruces con una sala grande cuya parte central la ocupaba una camilla, y sobre ella una especie de tubo largo y amenazante.

-​Se me va a echar aquí, venga, yo la ayudo.

​            Bueno, bueno tampoco es eso guaperas, que aunque me veas sesentona aún puedo moverme bien. Esto sólo pasó por mi mente, la realidad fue que me dejé recostar por sus manos sin rechistar.

​            -¿Está cómoda?

​            ¿Cómo se podía estar cómoda en aquel potro de tortura? Me había dejado sobre una auténtica losa de granito, o al menos eso era lo que mi espalda sentía, además al intentar encajarme en el campo de visión del aparato me dio un tirón de la cadera con una de sus manos que me hizo polvo. resonancia1

 

-Sí, sí, estoy muy bien muchas gracias.

 

​            ¡A ver! ¿Qué iba a decir? ¡Cuánta hipocresía se genera en estas situaciones!

 

-​Le voy a poner estos auriculares para que no le moleste el ruido, y tome este timbre, si necesita algo presiónelo. ¿Tiene usted claustrofobia?

​            Pues hasta ahora no, pero si me metes en esa especie de túnel metálico, como creo que es tu intención, te aseguro que empezaré a gritar con todas mis fuerzas, eso hará que la gente que está fuera esperando turno salga huyendo horrorizada y en un pispás te habré desmontado el chiringuito, ya lo verás.

-No, nunca he sentido claustrofobia.

​            ¡Lo dicho, qué niveles de falsedad debo estar alcanzando!

-​Bueno, pues ahora manténgase muy quietecita, por nada del mundo se me mueva que vamos a empezar la prueba.

​            Con leves impulsos me fue introduciendo en aquel tubo frio, largo, estrecho. Afortunadamente mi nariz es chata, si hubiera sido de esas puntiagudas habría encontrado serios problemas de rozamiento. Mirando aquel techo tan próximo y estando tan quieta me imaginé cómo debería sentirse uno en el sobre de pino, pero allí ni ves, ni sientes, ni oyes, aquí sí.

¡Horroooooor! ese ruido atronador apáguenlo por favor que me dejan sorda.

Era como si alguien con un martillo hidráulico estuviera abriendo una zanja justo al lado de mi cabeza.

Tranquila, Paula, me dije enseguida, ya te contaron en qué consistía la resonancia magnética y esto es así, tienes que tener paciencia y pensar en otra cosa, pero cómo hacerlo con aquel maldito ra-ta-ta-ta martilleándome las sienes

Para distraerme intenté descubrir en qué consistía la prueba. ¿Cómo funcionaba? Tras meditarlo unos minutos llegué a la conclusión de que ese ruido tan molesto sería el encargado de chocar contra mis huesos, mis vértebras, y mandaría su respuesta en forma de líneas de diferente intensidad a otro lugar donde sabios doctores las interpretarían: pinzamiento, hernia, desplazamiento de vértebras, artrosis.

De vez en cuando el ruido se interrumpía e ilusa de mí pensaba que habíamos terminado y que aquel guaperas vendría raudo a rescatarme, pero qué va, enseguida se reanudaba la tortura con otra retahíla de ruidos a un ritmo diferente, eso sí, aunque con la misma o mayor intensidad.

​            De pronto, una sensación de peligro me invadió por completo y a punto estuve de levantarme y salir corriendo de allí. La prueba se llamaba resonancia magnética, luego tenía que ver con los imanes, por eso en la cabina el enfermero-técnico o lo que fuera había puesto tanto interés en que me quitara todos los metales, incluso antes de entrar había tenido que firmar un impreso asegurándoles que no llevaba ninguno por dentro, marcapasos, prótesis, etc. Recordaba que tras desnudarme me quité los pendientes, la pulsera, pero ¿y los anillos? Si me los hubiera sacado me acordaría porque en concreto la alianza me queda muy justa. No, seguro que no lo hice, sigo llevándolos puestos. Podía suceder entonces que cuando aquella máquina infernal en su recorrido por todo mi cuerpo alcanzase mis dedos, los descubriera, daría comienzo en ella un proceso rápido de insalivación y sin darme tiempo a reaccionar, los succionaría de forma despiadada, primero a ellos, mis dedos, y detrás irían mis manos, a continuación mis brazos, en resumen toda yo perecería engullida por aquella espeluznante máquina. Otra posibilidad es que el contacto de las dos fuerzas ocasionara un cortocircuito de tales dimensiones que acabara dejando sin luz a todo el hospital y parte de Majadahonda y cuando al fin vinieran a sacarme descubrirían que había sido yo la causante de todo por dejarme puestos los anillos, pero inútil castigarme, me encontraba más tiesa y frita que un boquerón malagueño.

Ya no pude más y presa de terror apreté el timbre.

-¿Qué le pasa doña Paula?

El ruido ensordecedor cesó y su voz me llegó dura a través de los auriculares.

-Pues verá, es que sin querer he recordado que llevo puestos los anillos; son dos, uno en cada mano y aunque son de oro…

-No pasa naaaaada. No se preocupe y permanezca quieta que ya acabamos.

Le había hecho parar la máquina por una tontería. Seguro que en aquellos momentos se estaba acordando de toda mi familia. Pero, bueno, yo tenía que saber.

-Está bien, ya hemos terminado

La camilla y yo salimos del tubo y fuera estaba el guaperas con su mejor sonrisa.

-Espere que le ayudo. Me tendió su mano para que me cogiera.

Pero no le hice caso, ¿qué se cree usted caballero? una tiene su dignidad.

Quise incorporarme por mis propios medios pero todo me dio vueltas.

Cogida a su brazo y a pasitos cortos, me dejé conducir de vuelta a la minúscula cabina. Allí me puse mi ropa interior, mi vestido, mi pulsera, mis gafas y salí sin mirar una sola vez hacia atrás.

El regreso Por María José Prats

290xz08

La brisa suave de un cálido verano se convertía en viento que daba paso a un otoño que comenzaba. Los árboles mueven sus ramas incesantes de un lado a otro, al tiempo que el sol va ocultando sus rayos, dejando los atardeceres más cortos y oscuros.

Y ahí estoy yo recogiendo, con toda la paciencia del mundo, las hojas que caen inertes sobre el jardín.

Y una vez dejado todo como la patena, y cansada como una mula, decido dar alivio a mis riñones que respiran agradecidos ante la incómoda posición en que los mantenía. Deposito la bolsa en el cubo de la basura, pero… de repente el viento, que había permanecido quieto, observante, vuelve a soplar enfurecido como advirtiéndome:

—¡Anda, guapa, sigue recogiendo!

La rabia se apodera de mí y maldigo el momento:

— ¡Otra vez… no!

Y contemplo cómo el césped nuevamente se va cubriendo de un manto de hojas y ramas secas que vuelven a caer con más fuerza aún. Pero decido no dejarme llevar por mi enfado, y resignada entro en casa.

A través del gran ventanal de la cocina, respiro, me encojo de hombros y miro al cielo plagado de nubes amenazantes que van cubriendo la tarde. Un cielo, que hace pocos días lucía de un inmenso azul bajo un sol radiante. Y entonces me digo con pena: “Se acaba el verano”

Veo a mi vecina recoger el toldo y los cojines de las hamacas, también la veo encender las farolas del porche. Ese rinconcito de las casas donde la mayoría de los vecinos, solíamos pasar las tardes hasta bien entrada la noche, charlando, jugando al parchís o a las cartas, y haciendo planes para el día siguiente.

Y sigo pensando: —¡Qué pronto pasa todo!

Hace tan sólo dos meses mi armario lucía de un variante colorido de prendas veraniegas. Había estrenado aquellas sandalias tan chulas que me compré a principio de temporada, y aquel traje que haría resaltar el moreno de mi piel.

Pero ya estamos de nuevo en otoño, en una estación que a mí me resulta triste y desapacible.

Comienza el regreso a la ciudad, el ruido de los coches, el bullicio de la gente en las paradas del bus, o en las entradas del metro, las prisas por llegar pronto al trabajo con los ojos somnolientos por los madrugones, y cómo no… las compras de las últimas rebajas.

Y aquí estamos otra vez en la infancia, como los niños cuando empiezan el curso, con el deseo de estrenar relatos e historias, pero… sin mochila.

Sí, sí, sin mochila. ¿Habéis visto la movida que se organiza cuando los chavales, con una sonrisa de oreja a oreja acompañan a sus madres a comprar el nuevo material? Las vuelven locas por tener todo nuevo, y claro… la mochila se lleva “la palma”. Y al cabo de unos días, ves un desfile de dibujos animados por las aceras que ni te imaginas que existían. ¡Claro, hay que estrenar! Sí, sí, no sé por qué, pero hay que estrenar. Si yo volviera a ser niña de nuevo… volvería loca a mi madre y más aún el bolsillo de mi padre.

Y así, entre recuerdos y pensamientos, cae la noche y puedo apreciar diminutas luces en algunas ventanas, nadie en Vent-feuillesla calle, quizás algún coche o moto que pasa estrepitosamente, el ladrido de un perro o el maullido de un gato, pero nada más. Eso sí, el sonido del viento que sigue con fuerza.

Me aparto de la ventana, y bajo la persiana. Sí, todo ha pasado muy deprisa, pero una profunda huella de inmensa alegría quedaba en mi corazón, algo distinto a otros veranos. Después de mucho tiempo nos reunimos todos mis hijos y nietos. Y eso… eso quedará en el recuerdo de por vida, para siempre.

En el fondo yo… sí había estrenado.

 

Paula acabó convenciéndome Por Paula Alfonso

 fantasmas

Paula acabó convenciéndome, con ella es inútil resistirse, resulta tan convincente que consigue que veas como necesario lo que en principio consideraste uno más de sus caprichos.

 El caso es que allí estaba, dispuesto a conocer a un grupo de lo más variopinto, que se reunía una vez por semana para compartir sus experiencias literarias desde el lado del escritor.

 Cuando dijo “Ya hemos llegado” quedé sorprendido, no imaginaba que el punto de encuentro fuera un bar repleto de clientes, de ruido, poca luz y olor a grasa… Quise expresarle mi extrañeza, puede que con la oscura intención de ganar tiempo antes del incómodo momento del encuentro, las presentaciones, pero Paula se me había escapado y ya en el interior saludaba a sus compañeros mientras me hacía gestos de insistencia para que me aproximase.

 Obediente, la seguí, bajé los dos peldaños que había a la entrada y fue entonces cuando lo percibí por primera vez, era una presión extraña, como si alguien desde la calle tratara de retenerme e impedir que accediera al local. La sensación fue tan fuerte que incluso me giré para comprobar qué pasaba, pero detrás de mí no había nadie, era yo el único que en aquel momento cruzaba el marco de la puerta.

 – Será mi mente que quiere hacerme ver que no era de este modo como imaginé pasar la tarde con Paula, pero ya no había remedio.

– Mirad chicos, es Ramón, mi amigo de la infancia, ya os he hablado de él. Aunque lo veáis con esa apariencia de no haber roto un plato, os puedo asegurar que es divertidísimo y además escribe de maravilla.

Horacio, el responsable, el tallerista jefe, como Paula le llamaba, me tendió enseguida su mano

– Bienvenido, Ramón, ¿qué te voy pidiendo?

– Una cerveza, gracias.

Uno a uno todos me fueron saludando cariñosamente mientras yo me esforzaba por grabar en mi memoria sus nombres y no confundirme después, pero aún percibía aquella extraña presión que me había asaltado a la entrada y me estaba haciendo sentir realmente incómodo.

 Bebimos, hablamos, reímos, y por mi parte hice cuanto pude para parecer uno más en el grupo, pero mis ojos, de manera obstinada volvían una y otra vez hacia la puerta, aquella fuerza desconocida había acabado apoderándose de mí de tal modo que ahora era todo yo, mi cuerpo entero, el que deseaba salir de allí, escapar, pero ¿de quién? ¿De qué?

 – ¿Bajamos ya? Preguntó Horacio.

– Sí, vamos.

Todos comenzaron a caminar hacia el fondo del local abriéndose paso entre los demás clientes. Paula y yo fuimos los últimos en apurar nuestra cerveza y seguirles, pero cuando solo habíamos avanzado unos metros un escalofrío me estremeció por entero.

– ¿Te pasa algo? ¿Te encuentras bien? Tienes muy mala cara.

 – No, nada, no te preocupes —le contesté— ha sido solo un momento, ya se me pasa. Vamos, que perdemos a los demás.

 Reanudamos la marcha, pero intencionadamente esta vez la dejé pasar delante, me estaba costando mucho caminar, sentía las piernas pesadas y poco a poco me fui distanciando. Al notar que no la seguía, Paula se detuvo, me buscó y desde lejos me hizo gestos para que me diera prisa. Al llegar junto a ella traté de disculparme, incluso recuerdo que le gasté una broma por la encerrona que me había preparado, ella se rió, como hacía siempre, y sin darle mayor importancia cogió mi mano y tirando de mí para que no volviera a perderme continuamos por donde habían ido sus amigos. Dócilmente me dejé llevar por entre grupos de clientes que apuraban sus bebidas, pero al llegar a un punto mis pies quedaron como anclados y tuvimos que detenernos. Estábamos en el comienzo de una escalera que descendía hasta el sótano donde supuse se reunía el taller, pero no podía seguir, me sentí paralizado.

 De nuevo Paula se impacientó:

 – No pensarías que nos íbamos a quedar aquí arriba ¿verdad? Venga, no le eches más cuento que nos están esperando.

 Soltó mi mano, se dio la vuelta y comenzó a bajar a toda prisa, después la vi desaparecer tras una puerta que dejó entreabierta para que yo la cruzara. Sin embargo no pude seguirla, y lo intenté, juro que lo intenté, pero aquellos escalones, aquellos escalones parecían haber tomado vida. Era como si una corriente desenfrenada de agua discurriera debajo de ellos y les hubiera soltado de sus cimientos forzándoles a ir de un lado a otro, subir y bajar, crecer desmesuradamente para de inmediato menguar hasta quedar convertidos en una ínfima expresión y todo sucedía a un ritmo vertiginoso. La secuencia era infernal, amenazadora. Cerré con fuerza los ojos para dejar de ser testigo de aquella locura, pero en mi cabeza empezó un zumbido que acabó haciéndome perder el equilibrio y tuve que apoyarme en la pared para no caer.

 Preocupada por mi tardanza, Paula salió de nuevo a la escalera y al encontrarme en ese estado subió corriendo a socorrerme.

 – Ramón, por Dios, qué te pasa, estás lívido.

– No lo sé, desde que hemos entrado me encuentro muy mal.

– Te has debido marear, venga, vamos abajo con todos, te sientas y verás cómo se te pasa.

 Muy despacio, cogiéndome por la cintura, me ayudó a descender por lo que para mí seguía siendo una montaña rusa zigzagueante y brutal, después nos encaminamos hacia aquella sala cuya puerta permanecía entreabierta.

 Cuando ya estábamos a punto de cruzarla no pude más y me detuve.

 – Paula, perdona, creo que tengo que irme, soy incapaz de entrar ahí…, diles a tus amigos que lo siento… otro día tal vez.

Me solté de sus brazos e hice ademán de girarme para marchar. Desconcertada, Paula quiso acompañarme, ir conmigo, decía, pero la tranquilicé asegurando que ya estaba mucho mejor, que lo único que necesitaba era el aire fresco de la calle. Impacientes, los del taller comenzaron a llamarnos, ella me miró indecisa y volvió a insistir.

 ¿Seguro que ya estás mejor? ¿No quieres que te acompañe?

Ya estoy bien, no te preocupes, te prometo que cualquier otro día volveré y entraré contigo.

 De acuerdo, pero que te conste que sigues siendo un cabezota.

 Me dio un beso rápido en la mejilla y franqueó aquella puerta.

 A solas ya, me volví hacia la escalera y quedé sorprendido al ver que por alguna extraña razón había dejado de moverse, los peldaños parecían sólidos, su apariencia ahora era normal. Con cierto recelo apoyé el pie en el primer escalón, lo sentí firme, seguro, resistente, encaré el segundo, ningún cambio, todo parecía bien, continué subiendo el tercero, el cuarto, y entonces reparé en la ventana. Estaba en la pared a la altura justo de mi cara. Deslizando mis ojos por su madera agrietada y llena de grasa, se me despertó una imperiosa necesidad de tocarla, de abrirla de par en par y ver qué se escondía al otro lado. Y ¿por qué no? Sin dudarlo estiré el brazo, apoyé mi mano sobre el sucio picaporte, presioné y la cerradura cedió. Un viento frío y a la vez reconfortante sacudió mi cara cuando finalmente las dos hojas giraron. Me aproximé a los barrotes de la reja y lo que encontré al otro lado fue un simple y sencillo patio de vecinos. ¿Qué era lo que esperaba encontrar? Cerré los ojos y me mantuve todavía allí unos instantes saboreando los olores de cenas recién hechas, escuchando retazos de conversación que se mezclaban con los sonidos de la tele, y sin poderlo evitar a través de ellos me vi transportado a mi casa, mi pequeña y segura cocina, a mi refugio, a mi paz.

 ¿Pero por qué sigo aquí? Por qué no me he ido ya y he puesto final a esta aciaga noche?

  Abrí los ojos y con determinación me separé de la ventana, cuando estaba a punto de encajar sus hojas y cerrarla reparé en otra similar que había al otro lado del patio. También estaba enrejada y me pareció ver que detrás de sus barrotes o mejor apoyado en ellos había algo. La oscuridad solo me permitía intuir un bulto, un cuerpo inmóvil, pero alguien en el piso superior encendió la luz y entonces lo vi con claridad, era un niño de pocos años. Asomaba su cara por entre dos barrotes a los que estaba firmemente agarrado y me miraba, desde el principio hubo en él algo que me alarmó y no tardé en descubrirlo, sus ojos, aquellos ojos que apenas pestañeaban estaban inundados de un pánico aterrador. En ese momento me desmayé.

 Al despertar reconocí que estaba en la habitación de un hospital, el silencio, las letras en las sábanas, aquel olor a desinfectante, ¿qué me había pasado?, ¿por qué me encontraba allí?, traté de encontrar respuestas pero mi mente no recuperaba nada. Intenté entonces levantarme, pero estaba tan débil que apenas me moví.

 – ¿Por qué no me avisaste, Ramón, por qué no me dijiste que no podías volver a entrar allí.

Era Paula y parecía realmente asustada, tenía una de mis manos entre las suyas y me hablaba muy cerca, como si temiera que no pudiera oírla.

 – ¿Allí?

– Sí, en aquel local, en aquel sótano.

Cerré los ojos y como si estuviera ante la proyección de una antigua película comencé a revivir con una fuerte sensación de pánico escenas que creí enterradas para siempre.

El saco con el que me cubrieron la cabeza olía a vómitos e inmundicia y era tan tupido que casi me impedía respirar. Me lo habían puesto al sacarme por la fuerza de mi casa. Me resistí cuanto pude, al bajarme por la escalera grité con desesperación pidiendo auxilio, pero sabía que nadie, ningún vecino abriría su puerta para ayudarme, era mucho el miedo que se tenía. Escuché cerrarse tras de mi la pesada puerta del portal, y el frío de la calle sacudió mi cara. Llovía y las gotas de agua tras colarse por entre la trama de aquella arpillera me iban dejando en los labios el sabor de la suciedad y el miedo que aquel tejido tenía acumulado. Después sentí que abrían la portezuela de una furgoneta y de un empujón me tiraban dentro, a partir de ahí comenzaron a golpearme.

– Sucio comunista de mierda, te vas a enterar ahora. Maricones, que sois todos unos maricones, qué ¿te quejas?, duele ¿verdad? ¿Dónde están tus cojones ahora?, eres un hijo de puta, un asqueroso niñato de papá. Te teníamos ganas, ¿sabes? Y nos vamos a encargar bien de ti.

A través de las voces intenté calcular cuántos estaban cerrados allí conmigo, pero el dolor de sus golpes me hacía perder la cuenta y tenía que volver a empezar. Como un pelele fui zarandeado de un lado a otro, y si me dejaban en el suelo aún era peor porque las patadas venían de todas direcciones. La sangre me salía a borbotones por la nariz y me obligaba a apurar con la boca un aire a todas luces insuficiente, dentro de aquella arpillera me estaba asfixiando.

 En el partido nos habían aleccionado, nos preparaban para que resistiéramos el dolor y no nos doblegáramos, nuestra victoria era aguantar sin hablar, lo único que nos podía hacer sentir más fuertes que ellos era no delatar a nuestros compañeros, que de nuestros labios no saliera ni uno solo de sus nombres.

De pronto una de aquellas voces dio la orden y el vehículo se puso en marcha. Noté cómo mis agresores ocupaban sus asientos y parecía que por unos minutos se olvidarían de mí. ¿Quién me habría delatado? Anoche supimos que estaban haciendo una redada por el barrio, y tuve tiempo para deshacerme de todo lo que pudiera implicarme. Sin embargo, estos bestias al no encontrar nada metieron bajo mi colchón unos pasquines y es por eso por lo que me van a implicar. Me los mostraron cuando todavía estábamos en mi casa y aunque solo los vi un momento supe enseguida que no pertenecían a mi célula sino a otra que había caído dos meses antes, qué estrategia más burda para detenerme. Pero si habían venido a por mí es que alguien les había dado mi nombre, mi dirección.

 — Eh tú, nenaza, no te vayas a dormir ahora, ¿quieres un poco de agua para el camino? Ahí va.

 En medio de sus carcajadas noté que un chorro caliente me recorría la cabeza, me mojaba los ojos, la boca, la nariz. No me defendí pero las heridas comenzaron a escocerme rabiosamente.

 – Venga muévete, escoria, que sois todos escoria.

De nuevo otra patada en los riñones me hizo bramar de dolor.

 Comenzaron a hablar de la reunión que habían tenido el día anterior, al parecer todos estuvieron de acuerdo en que era necesario planificar nuevas estrategias, cerrar más la pinza antes de que el Generalísimo faltase, porque después, quien sabe.

 Me vino una arcada y vomité dentro de aquel saco, el olor era horrible

 Al cabo de un rato un frenazo me hizo intuir que habíamos llegado a nuestro destino. Alguien me cogió de un brazo, me puso en pie y tiró de mí hacia fuera. El frío de la noche fue como un bálsamo para mis heridas, pero duró muy poco, de nuevo me tomaron entre dos y casi en volandas me hicieron atravesar la calle.

 – A sus órdenes, mi sargento. Dígale al capitán que hemos pescado a otro. Le llevo a interrogatorios.

 Me condujeron por lo que pudo ser un vestíbulo, desconozco si grande o pequeño porque mis pies apenas rozaban el suelo. Al llegar a un punto me soltaron y caí como una marioneta, una fuerte patada en la espalda me hizo rodar por unas escaleras que parecían no tener fin. Intenté protegerme la cabeza y dejar que fueran la columna y las costillas las que se llevaran la peor parte, pero creo que dio igual, fui dando bandazos hasta acabar sobre unas losas frías y húmedas. Brazos robustos me pusieron de nuevo en pie y me llevaron a una habitación, me sentaron en una silla y después me ataron de pies y manos. Al fin retiraron el saco de mi cabeza y me esforcé en ver, saber dónde estaba, mirar la cara de los que iban a ser mis torturadores, pero la hinchazón y el ungüento de vomito y sangre había cosido mis párpados y no los podía despegar.

 Enseguida percibí una claridad muy molesta y traté de esquivarla volviendo la cabeza, pero una mano me lo impidió.

 — Verás cómo con esto se te aclaran las ideas.

 Un cubo de agua dio directo en mi cara, casi me ahoga, pero con ello logré abrir un poco los ojos. Sin embargo, ahora era la intensa luz del reflector la que me impedía ver. Detecté tres bultos, al menos eran tres los guardias que estaban en aquella sala conmigo. Uno de ellos se me acercó.

 — Hueles muy mal, ¿sabes?, pero aun así me voy a sentar a tu lado

 Escuché cómo arrastraba una silla y efectivamente se colocaba muy cerca.

 — Mira, chaval, tú no deberías estar aquí, en realidad sabemos que no eres responsable de nada malo. ¿Que últimamente te has rodeado de compañías digamos poco aconsejables? Y quién no, ¿que incluso has hablado más de la cuenta?, pero vivimos en un país libre y eso no es un delito. Así que sé inteligente, colabora y en media hora estás de nuevo en tu casa como si no hubiera pasado nada. Mira, has tenido la suerte de que hoy esté yo de guardia y, qué quieres, me has caído bien, pareces buen chaval así que cuando te deje con mi compañero procura no cabrearle porque ese sí que tiene mala leche, si quiere te lo puede hacer pasar muy mal ¿estamos?

 Asentí con la cabeza.

— Hala, chaval, a ver si la próxima vez que te vea es para darte los papeles porque te vas a tu casa, de ti depende, todo es mucho más fácil si tú colaboras.

Escuché cómo se levantaba y retiraba la silla. Lo siguiente que noté fue un intenso puñetazo en el estómago que me cortó la respiración.

 Yo soy el de la mala leche y mira cómo me las gasto, así que habla, quiénes más están contigo. Qué creéis, que porque no hayamos estudiado, porque no hayamos ido a la universidad somos gilipollas o qué? Sabemos que perteneces a una célula comunista, que en la manifestación del jueves tú eras uno de los cabecillas, a ver, quiénes eran los otros, danos sus nombres, contesta.

 Otro puñetazo, esta vez directo en la mandíbula que estuvo a punto de arrancarme la cabeza.

 — Andrés, vamos con él a la bañera —ordenó—. Verás como allí sí cantas.

 Soltaron mis ligaduras, me pusieron en pie, para después arrodillarme ante una gran pileta llena de agua. Una mano me cogió de los pelos y sumergió mi cabeza con fuerza en aquel líquido que sabía a azufre, no podía respirar, me ahogaba, quería gritar y sólo conseguía que por mi boca entrase más agua, traté de zafarme, pero era imposible, la fuerza de aquellos brazos era descomunal. Al fin de un tirón me sacaron, los oídos me zumbaban y por más que abría la boca no conseguía aspirar todo el aire que mis pulmones demandaban. De nuevo aquella mano me volvió a sumergir en el agua. No sé cuántas veces lo hicieron porque perdí el conocimiento, o eso creo porque lo siguiente que recuerdo es verme en una celda oscura y fría.

 Había un sucio camastro y como pude me arrastré hasta él, cerré los ojos con el deseo de evadirme, imaginar que no estaba allí, sino en cualquier otro lugar, pero el dolor, la sed, el miedo y aquellos alaridos que durante toda la noche traspasaron las paredes me obligaron a no moverme de aquella horrorosa realidad

 No sé cuánto tiempo pudo pasar hasta que vinieron de nuevo. Las mismas voces, la misma tortura, el mismo dolor, pero no hablé, no les di ningún nombre. Alguien dijo en una ocasión que aunque cantáramos el tormento seguiría, y si realmente era así, para qué les íbamos a dar ese gusto

 De pronto aquel que dijo que le había caído bien, se acercó y de una patada me tiró al suelo con silla y todo.

 — ¡Bueno, ya está bien de contemplaciones, a este hay que darle el paseíllo y me voy a encargar yo ahora mismo!

 Vi como metía su mano debajo del brazo y la sacaba empuñando un arma que sin contemplaciones apoyó en mi sien. En aquel momento estuve seguro de que iba a morir y me pareció tan injusto. Era tan joven y tenía tantos planes para el futuro, terminar mi carrera, encontrar novia, casarme. Recordé a mis padres, mis hermanos, el resto de mi familia, mis amigos. Qué les dirían sobre mí, de qué modo iban a justificar ante ellos mi muerte. Creo, bueno, no, estoy seguro de que lloré, pero enseguida me rehice, si aquellos iban a ser mis últimos instantes con vida debía aprovecharlos y una certeza me ayudó ocupando por completo mi mente, la de la victoria. A pesar de que estaba maniatado y que todo mi cuerpo era una llaga les había vencido, a ellos, a aquellos energúmenos que se mofaban de su crueldad, de su sadismo. De mis labios amoratados y sangrantes no escapó ni un solo nombre. Recuerdo que este pensamiento me inundó de valor y levanté la cara que hasta entonces había tenido caída sobre el pecho. Lo hice no para implorar piedad al que iba a ser mi asesino, sino imaginando qué imagen podía tener mi futuro, aquel que estaban a punto de arrebatarme y despedirme de él. Entonces vi aquella ventana abierta, daba a un patio de vecinos. Por unos instantes soñé que volaba a través de ella, que dejaba de sentir en mi sien la frialdad de aquel cañón que cruelmente me presionaba, que nada me dolía. De pronto en la negrura de aquel patio alguien de un piso superior encendió la luz y todo el espacio se iluminó. Entonces me fijé que en la ventana que quedaba justo enfrente había un niño. Asomaba su cara por el hueco entre dos barrotes, estaba muy quieto y me miraba. Parecía aterrado, sus ojos reflejaban un pánico como nunca antes había visto, entonces me invadió una profunda tristeza y como pude le sonreí, sí, no sé si él llegó a percibirlo pero antes de que el disparo sonara, le sonreí.

 Es todo cuanto recuerdo de aquellos días.

Fargo (1996) Por Luigi De Angelis

Fargo

Desconcertado y con el irrefrenable deseo de sujetar los hilos y ajustar las tuercas invisibles, así me dejó Fargo la primera vez que la vi. Se trata de una película extraña que concilia los más diversos géneros y estilos y que, por ello, puede ser categorizada como un suspense, una comedia, una parodia y un retablo costumbrista al mismo tiempo. Entretenida e inquietante, representa lo que los hermanos Coen saben hacer mejor: reinventar el paisaje americano bajo el prisma de su ingeniosa visión. (Joel y Ethan Coen, guionistas; Joel Coen director).

La película aborda la ineptitud y la avaricia humanas como catalizadores de las más ignominiosas tragedias. Así, en un pueblo de Minnesota, el plan concebido por Jerry Lundegaard, un vendedor de autos, y ejecutado por Carl y Gaear, un par de pintorescos pillos contratados para la tarea, se torna en una secuencia de crímenes que pondrán en acción a la sherif Marge Gunderson, una atípica heroína.

William H. Macy, Peter Stormare y Steve Buscemi son brillantes en sus caracterizaciones, confiriendo la especificidad requerida a sus personajes. Nota aparte merece Frances McDormand, por el rigor y entrega de su trabajo. Marge aparece relativamente poco en pantalla; sin embargo, McDormand hace que cada segundo cuente al asumir la tarea de dar vida a esta mujer corriente, y a la vez muy singular. El acento, la postura, los modismos e inocencia propios del Midwest y la facilidad para generar empatía con la audiencia son elementos perfectamente calibrados e integrados en la construcción del personaje, cortesía de las expresivas y creativas maneras de Frances, una gran actriz en un gran papel.