Insólita aventura de verano (1974) Por Luigi De Angelis

 

 

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Sexo y política son dos temas controversiales que la directora italiana Lina Wertmüller siempre supo tratar con humor, sensibilidad y total ausencia de tapujos. En este contexto, Insólita aventura de verano se erige como una originalísima comedia romántica sobre la colisión de fuerzas en un escenario dual: hombre y mujer, capitalismo y comunismo, ricos y pobres.

 Tomando como punto de partida un naufragio, la película narra con maestría las peripecias de Raffaella, una insoportable aristócrata del norte de Italia, y Gennarino, un rudo marinero comunista del sur. En la isla desierta a la que arriban ya no hay clases sociales y sobrevivir depende de los acuerdos mutuos. Dadas las duras condiciones, rápidamente entran en contacto con sus instintos primarios y de esta forma su relación se convierte en la de un macho y una hembra sacando ventaja, él por su fuerza física y ella por su astucia y sensualidad. Con esta premisa, la película se convierte en una interesante mezcla de romance en altamar, sesuda crítica social y agudo comentario político.

 Visualmente esplendorosa gracias a la estética de la costa italiana, la divertida e inteligente cinta de Wertmüller es también notable por la vitalidad de las interpretaciones de los protagonistas. Giancarlo Giannini y Mariangela Melato simplemente asumen a la perfección las características de sus personajes, recorriendo con naturalidad los senderos cómicos, trágicos, románticos y eróticos de su largo camino, hasta llegar a uno de los mejores finales que he visto en mi considerable historial cinéfilo, un final duro, hermoso y realista que deja al corazón conmovido.

Date la vuelta Por Elisa Pérez

 

img_2819Permanecía sentada frente al parque iluminado con farolas de tiro alto a punto de apagarse con la primera claridad. Entre las nubes dispersas del horizonte salpicado de edificios se abría paso el alba, de forma tímida e implacable.

 Elena había pasado parte de la noche sentada en la misma postura. No sentía frío. No sentía nada, salvo hastío y rabia mientras recordaba.

 Pero no quería recordar, le hacía daño hacerlo. Sólo deseaba mirar al vacío. Empezó a desentumecer su cuerpo. El cuello y la espalda lo necesitaban. Hacía cuatro horas que no se movían de la misma posición y comenzaban a agarrotarse. La mente, sin embargo, quería permanecer inmóvil. La primera señal la hizo el dedo del pie izquierdo con un suave balanceo. El cosquilleo ascendió por la pierna despacio, notando la presión en cada poro, en cada punto. La cadera respondió con un pequeño vaivén ante el que no hubo resistencia. El cosquilleo recorrió la espalda, contagiando el reguero de vida que se iniciaba. El cuello recibió con agrado el gesto de movimiento con una flexión hacia un lado y hacia otro. Le dolía la musculatura, tanto tiempo parada en ese punto de ansiedad.

Su concentración ascendió hasta la cara. La barbilla prominente, la mandíbula herencia de su padre, hasta los pómulos levemente pronunciados entre los ojos pequeños y la boca especialmente grande. Un cierto hormigueo recorrió los labios que provocó que los moviera con descaro, lamiéndolos con su lengua húmeda.

Notó frío, escalofríos, que llegaron hasta el último extremo de su cráneo.

Le hubiera gustado juntar las manos y apretar las sienes, pero no se atrevía a moverlas.

Delante, la luminosidad ingenua de otro día proyectada en los arbustos y árboles en la gran extensión verde que formaba ese parque urbano.

Detrás, no sabía, no esperaba. Los sentidos detenidos apenas percibían algo.

El pijama de color violeta le apretaba las piernas que parecían haber aumentado cuatro tallas desde la noche anterior.

El jueves había salido pronto del trabajo en el centro de rehabilitación, tras un día igual a otros, monótono, tranquilo. Decidió ir a casa directamente una vez comprara lo previsto en el supermercado: tenía que ir preparando lo del viernes.

De regreso, se detuvo a escuchar la caída de la tarde, a sentir que la calle estaba vacía. Le gustaba pasear esos días en los que para ella todo se paralizaba, sin gente transitando a su alrededor. Se deleitó con el viento fuerte golpeando en su cara, se alegró de no llevar paraguas que hubiera impedido sentir el agua fresca y suave en su rostro, y por último, se felicitó por poder caminar con las bolsas de la compra repletas hasta su casa, aunque las manos le escocieran por el peso soportado.

Era pronto aún cuando terminó de recoger y colocar los productos elegidos en el supermercado de forma esmerada. La ocasión merecía hacer una pausa en su devenir diario, gastar más de lo habitual y pensar con calma lo que iba a preparar.

Sentada en la terraza sintió de golpe que los escalofríos se acentuaban. El pijama de franela no la protegía lo suficiente de las temperaturas mañaneras.

4Superada la primera parte del plan, pensó en la elección de la ropa adecuada. La blusa azul con escote abierto se plegaba a su piel amoldando una silueta firme y sensual. Fue la elegida. Para la parte de abajo, dudó entre un pantalón o una falda. La ocasión merecía saltarse su vestuario habitual. La falda negra con medias oscuras completó una imagen en el espejo que no le desagradó. Los zapatos de la última boda a la que asistió dieron el toque final de elegancia.

Una media sonrisa le devolvió la emoción contenida que sintió al ver su imagen reflejada en el espejo hacía tan sólo unas horas.

Como colofón final debía preparar la puesta en escena. Quizás una flores, tal vez unas velas, por supuesto olor a incienso en el ambiente, sin olvidar el orden extremo en la habitación. Colocaría las sábanas de raso salmón.

Todo estaba a punto, preparado y listo. Elena suspiró relajadamente, intentando que el reloj avanzara con rapidez hasta el día siguiente. La inquietud inicial por la sorpresa de la noticia se tornó en ansiedad descontrolada al revisar todos los preparativos de la cita que le quedaban aún por ejecutar.

Cita. ¿Se podía llamar así? Repasó los detalles una vez más sin moverse aún de la silla con brazos anchos y respaldo inclinado en el que había pasado tantas horas. Acomodó su cuerpo maduro, pensando que se había anticipado en el concepto. Era sólo un encuentro, debían conocerse más; “había puesto el listón de sus expectativas muy altas”, concluyó. Un torrente de culpabilidad empezaba a vencerla.

Primero la publicidad en la pantalla del ordenador saltando de forma descarada, y después la insistencia de su compañera de trabajo, la sumergieron en ese camino desconocido. Contactó, facilitó sus datos y esperó. ¡Jamás imaginó que la espera sería tan cruel para ella! ¡Nunca quiso implicarse tanto! Pero lo hizo. Comenzó a girar su vida pensando en las señales de amistad, en los guiños de sonrisas recibidos, ansiosa y desesperada cuando no los veía.

Al principio se negó a presentar fotografías amañadas, preparadas para causar el efecto pretendido. Luego se lanzó a colgarlas de la página y, por último, se zambulló en responder, dar más datos y perseguir la ruta de su solicitud.

El día comenzaba ya a abrirse con fuerza. Tenía que levantarse. Era sábado, no tenía nada que hacer, salvo recoger.

La blusa azul que marcaba su silueta permanecía tirada sobre la cama con sábanas de raso.

Elena movió el cuello varias veces hasta lograr que el movimiento no doliera.

Era un gesto que repetía cada día al levantarse. Necesitaba colocar las vértebras en su lugar tras el sueño reparador que, últimamente, no lo había sido tanto. Ahora necesitaba hacerlo para notar que su cuerpo seguía con vida.

Contempló la mesa intacta en el comedor: mantel de lino blanco, bajo una esmerada puesta en escena en la que platos de porcelana azul, copas de vino, agua, licor —junto a cubiertos de plata y un precioso ramo de flores rojas en el centro— completaban el conjunto. Definitivamente, se había excedido, pensó. La culpa seguía haciendo su papel sobre Elena.

A ella le pareció muy pronto cuando él le propuso conocerse personalmente; pero pareció funcionar. Su ilusión creció al comprobar que tras verla, quería otro encuentro más para un café y un tercero para cenar. Esa vez lo prepararía ella, a su manera. El viernes, el mejor día; su casa, la mejor opción. Allí se encontraría más segura.

Deshizo el camino para volver a la terraza frente al parque; ya recogería después. Había tiempo. Y eso era lo que le sobraba. ¡Qué agobio había sentido cuando él contestó que aceptaba la invitación a su casa! ¡Con qué poco tiempo contaba para prepararlo todo! ¡Que no se olvidara de la peluquería!

Todo listo y ordenado, cada cosa en su sitio. Compró un paquete de preservativos “¡por si acaso!”, pensó apurada mientras cruzaba la puerta de la farmacia donde los adquirió.

La ilusión de adolescente en el cuerpo de una mujer de cuarenta se fue desvaneciendo con el reloj marcando los FOTO 2minutos, hasta quebrarse del todo al escuchar el tono de un mensaje entrando en el móvil que Elena no había respondido; no había querido mirarlo de nuevo para ver otra excusa absurda y educada. No era la primera vez que sucedía. Se maldijo por su atrevimiento, se culpó de su abandono, se quejó de su suerte. No había nadie para contárselo.

Frente al parque se concentró en su cuerpo. La pierna derecha se alzaba hasta la silla. Los músculos tensos de la espalda se suavizaron poco a poco, con los brazos extendidos a los lados. La cabeza mirando hacia abajo, al infinito. La boca seca con los dientes prietos, ojos cerrados dirigiendo al resto del cuerpo. El pie derecho avanzó hacia delante. El pijama de franela voló sintiendo la oleada de miedo y desamparo dentro de él.

La caracola Por María José Prats

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Había nacido y crecido muy lejos del mar. Desde que era pequeña solía hacer preguntas y más preguntas que sus padres no podían contestar, no comprendían que tuviera tanto interés por tantas cosas que jamás había visto.

Vivían en una pequeña aldea, rodeada de espléndidos valles y enormes montañas. La casa de barro y piedra estaba ubicada cerca de un pequeño riachuelo al que la niña solía acudir a mojar los pies en la fría y cristalina agua procedente de lo alto de las montañas. Y allí, sentada en la hierba, mientras jugaba con los guijarros que cogía del fondo, pensaba: —¿Cómo será el mar?

En una ocasión, unos amigos de sus padres fueron a visitarles de regreso de unas vacaciones y le trajeron postales de lindas playas, y una caracola. Le explicaron que si se la ponía cerca del oído, podría escuchar el rumor del mar.

Desde aquel momento la niña no se separó de la caracola, y se aislaba de todo escuchando ese murmullo mágico que la tenía ensoñada.

 

Y así pasaron los años, la niña creció, se hizo una bella mujer que se casó, tuvo hijos y más tarde nietos. Por circunstancias de la vida jamás llegó a ver el mar, pero seguía teniendo la caracola.

Un buen día, su nieto más querido le dijo que la llevaría de viaje a la costa. Sus cansados ojos le miraron, y su rostro, surcado de arrugas, se iluminó.

Recorrieron muchos kilómetros antes de llegar a la playa, pero ella, a pesar del cansancio, no dijo nada, no quería que parasen, ansiaba llegar cuanto antes.

Cuando el aire cambió su aroma y el olor a salitre lo impregnó todo, entonces la anciana supo que el mar estaba muy cerca.

Aparcaron el coche al lado de la casa donde pasarían el fin de semana. Era de estilo inglés en tonos blanco y gris. La rodeaba un bello jardín con sillas y mesas de color blanco, y se respiraba una enorme tranquilidad, agradablemente alterada por el sonido de las olas.

Su nieto le propuso descansar y volver por la mañana para dar un largo paseo, pero ella se negó e insistió en continuar, así que se acercaron más a la playa, se quitó los zapatos sin dejar de mirar el horizonte, y pisó la fina arena sintiendo por primera vez su suave frescor bajo los pies.

La tarde moría lentamente, y en el cielo se dibujaron los colores del arcoíris que le daba la bienvenida.

Caminó muy despacio por la orilla, dejando que las olas acariciaran sus pies. De su bolso sacó la caracola y la arrojó al agua; después se adentró pausadamente alzando los brazos, como esperando ser abrazada por aquel mar con el que había soñado toda su vida. Siguió avanzando, despacio, muy despacio, con calma, hasta que desapareció sin que nadie pudiera darse cuenta.

A la mañana siguiente, su cuerpo se encontró en la orilla. En su rostro no existía ni una sola arruga. Los que pudieron verla decían que jamás habían visto una sonrisa más hermosa.

En su mano derecha, cerrada con fuerza, estaba la caracola.caracola

 

Lejos del cielo (2002) Por Luigi De Angelis

Lejos del cielo

 

Con el aura de una ensoñación, Lejos del cielo se presenta como un elegante y opulento melodrama doméstico de gente pudiente de los años 50. Poco a poco la ilusión se va desvaneciendo para dar lugar a una acérrima crítica que vuelca nuestras miradas hacia un pasado de actitudes execrables y nos obliga a abrir los ojos a un presente que, en el fondo, no es mucho mejor.

Todd Haynes, cineasta relevante en el contexto del cine independiente, no escatima esfuerzos al momento de recrear una atmósfera preciosa. Sin embargo, hay una decidida ironía en esa actitud. La fotografía y la música nos transportan a una idealizada Nueva Inglaterra de exquisitez exorbitante, pero al mismo tiempo el guión nos revela el drama de personajes con corazones sangrantes, víctimas de los prejuicios y la rigidez de una sociedad hipócrita.

 Sin perjuicio de que se trata de una película hecha con integridad artística e inteligencia, lo más memorable de ella es su protagonista: la siempre  fascinante Julianne Moore. Con su rostro generoso y expresivo da vida a un ama de casa cuyo cándido mundo de tartas, reuniones para tomar el té y vacaciones en Miami se desmorona al descubrir que fuera de su burbuja la sociedad es cruel y sus presiones a veces insuperables. Moore representa con tanta autenticidad, sensibilidad y empatía los avatares emocionales de su personaje que el efecto acumulativo es profundamente conmovedor. Se trata del trabajo emblemático de una gran actriz en una película sobre cómo guardar las apariencias nos lacera por dentro, y tratar de vencer los prejuicios sociales puede ser una tarea fútil.

 

 

Imparable Por Elisa Pérez

 

 89609691¿En qué momento los meses se han convertido en semanas, las semanas en días, los días en horas y las horas en minutos? ¿Quién estableció que el tiempo amontonara a su antojo de forma veloz e implacable los segundos a los que tengo derecho?

Mira, ya son las seis y no he hecho nada. Caramba, otra vez no, no puedo pensar en eso, ¿de dónde he sacado esos pensamientos?, si me oyera mi madre, ¿si me oyera, digo? Pero si está sorda como una tapia, pobrecilla, me dan unas ganas… Sí, un día de estos me van a dar unas ganas de… Pero bueno, ten más cuidado mequetrefe, mira por donde vas, que me atropellas. Ahora les ha dado por andar en esos aparatos; por Dios, si yo me subiera a uno de esos, seguro que volaba, seguro que podría sentirme libre, viva. Para qué quiero sentirme más viva, ahora, sí justamente ahora, necesito estar libre y fuerte. Huy qué bonito vestido, no puedo, no debo pararme, tengo que llegar a mi hora, tengo que conseguirlo. Mira, ya están los adornos de Navidad, otra vez, otra vez, qué angustia! ¡Cómo pasa el tiempo! Si parece que fue ayer y ya han pasado veinticinco años, veinticinco, veinticinco, qué horror, ¿pero qué dices mujer? Si han sido maravillosos, sí, claro, eso es lo que dice mi amiga Rosa, pero cómo se han ido, qué pronto desaparecieron ¿hacia dónde? Hala, otro loco, mírale, éste en bicicleta. Huy, pero bueno… ¡ay, si es que voy por el carril bici, no me extraña que me piten! Estoy bien, voy rápido, pero estoy bien, me siento bien, tengo que acelerar más, tengo que llegar a casa. Me están esperando, ¿quién me espera? Qué hermoso atardecer anaranjado, azulado dando paso elegantemente a la oscuridad. Tengo que llegar antes de que anochezca. ¿Por qué me habré alejado tanto? Pues sí que me he animado yo, empecé cinco minutos, luego quince y ahora, no sé, no sé, me he quitado el reloj. No me gusta, menos ése, es de él, de su madre, si hubiera sido de otra manera, pero cómo puedo pensar eso, se hace de noche, va oscureciendo, la sombra se hace cada más tenue, desaparece, se fulmina como todo a mi alrededor.

Voy a pararme a descansar un momento, he acelerado mucho y encima estas zapatillas nuevas, por qué haría caso a Rosa, “son lo último, te ayudan a adelgazar, pero tú no lo necesitas”, quiso arreglarlo al final. No importa, ahora nada importa, ahora me siento cansada, ninguna zapatilla soportará mi peso, poco, mucho, poco, mucho, me paro, estoy cansada. Pero no, no me doy la vuelta, voy a seguir imparable como el tiempo, sin parar, sin volver, sin recordar. ¿Me esperará o no? ¿Cómo pudo hacerme eso? No pienses, Mercedes, no pienses, es lo mejor que debo hacer, ¿pero cómo evitarlo? ¿Andando con estas zapatillas que me matan los pies? Las domaré, conseguiré hacerlo, como creí que hacía con él, que me atropellas, loco. Debo volverme, mira qué bonito atardecer, hasta se ve la sierra al fondo. Maldita montaña. Está bien, estoy caminando no me detengo, debo seguir, ¿hacia donde? ¿Un cambio de qué? ¿de vida? ¿de casa? ¿de cuerpo? De qué, ¿qué quiso decir con eso? No. Ya es Navidad, cómo me gustan, horror, no me gustan, ahora no, no puedo vivir con ese recuerdo. Cuando compré el árbol nos reímos, nos miramos, cómplices de nuestras vidas. Estoy exhausta debo bajar el ritmo, me ahogo. Qué bonito atardecer. ¿Vuelvo ya? No, aún es pronto, pero si no llevo reloj, ah, sí, en el bolsillo, el móvil. Qué suave es, siempre localizada, me dijo. Eso es lo que quería, localizarme, ¿para qué? No me quiero angustiar, no me quiero dejar, el tiempo se agolpa aún más, no hay espacio para pensar, debo decidir. Sí, vuelvo, regreso y espero, seguro que alguien me espera. No quiero que sea alguien, quiero que sea él. No llores Mercedes, no puedes llorar. Oxigena, camina deprisa, me dijo el médico, qué horror, estoy agotada, prefiero el trabajo, mil horas de pie, aguantar a las clientas con sonrisa de almíbar, prefiero eso, caminar ¿para qué? ¿Hacia dónde? Bonita ocasión buscó para decírmelo. Yo tan contenta, iba a dejar el trabajo, sí, sí, estaba convencida, decidida, ya eran muchos años aguantando, pues a tener que seguir, ¿hasta cuándo así? Todo era perfecto, no había un no. Lo hubiera preferido, sí y no estas zapatillas, ahora tengo que usarlas, ojalá las pudiera devolver, en su caja de cartón azul, con su envoltorio. Toma Rosa, para ti, a mí me hacen daño, no en el pie, en el alma, le diría. Debo seguir, pobrecilla, me quiere cuidar, así desde jovencitas. Estoy agotada, no veo ya la montaña, se ha hecho de noche, allí veo una luz, será otro ciclista, pero qué preparados están, cómo se nota que esto es nuevo para mí. Sigue, corre, venga, acelera, pero no tanto, que no es necesario Mercedes, ¿por qué corro? ¿por qué sigo? Es imparable, así debe ser. Voy a volver, no veo nada, tampoco en veinticinco años he visto mucho, pero qué ciega estaba, arruinados, ¿cómo? Fue lo único que pude decirle. ¡Arruinados! Pobrecillo, no pobrecillo no, le debí preguntar cómo era posible que hubiéramos llegado a eso. No me contestaría, no, a mí no, no lo entiendo, no me sigas, me dijo, es mucho para mí. Se le arrugó el entrecejo, noté un estremecimiento, nada más. Saldremos adelante… seguiré un poco más, un poco más, un poco más, Mejor dicho saldré adelante. No pienso confiar en él nunca más, no quiero confiar en nadie más nunca más. Qué fácil, toma, elige abrigo, un abrigo, ¿para qué quería más abrigos? Para mí abrigos, para la otra… No sé qué le daba a ella. Dinero, dinero, toma dinero, sin hijos todo para los dos, nadie más, estoy aquí, he llegado a la esquina, otro ciclista, otro loco, otro día más, imparable. Regreso, ahora sí, no puedo más. Seis meses, sólo seis meses, ya seis meses. No veo nada, pobre me quedaré también ciega como mi madre, ciega he estado, y aguantando en mi trabajo, sí iba bien, la tienda iba bien, muchas horas, muchos días, mucho tiempo pasado en ella. ¿para qué? No podía moverme de allí, sin embargo me sentía libre, ¡qué absurda!

Ya me doy la vuelta, ¿y el coche azul? ¿Para qué querrá dos coches? A mí me da igual, no me importa. Todo me da igual, el tiempo pasa también para él, para esa señora de pelo teñido y medias negras, cuando vuelva le escribiré, sí, ya está decidido, sólo veinticinco años a su lado, le escribiré una carta como hacía él antes, en la mili, su amor sincero lo parecía, no sé si lo era, ya entonces tuvo devaneos, me han contado, ¡qué ciega estuve!

¡Qué perdida me siento! Regreso a casa, malditas zapatillas, maldito tiempo, maldita vida, todo en contra…cuidadoalzheimer_la-vitamina-d-disminuye-el-riesgo-de-padecer-alzheimer

Mientras Mercedes cruza la calle, absorta en sus pensamientos, inmersa en su caminar sin sentido, una pandilla de adolescentes se ríe a carcajadas imitando los aspavientos absurdos de una vagabunda en el parque.

Muchas gracias, mamá Por Paula Alfonso

[El fin de un ciclo importante en la vida de nuestra compañera se ha convertido en un espontáneo homenaje, una manera de compartir su dolor y su esperanza al recuperar para siempre el espíritu de aquella bellísima persona que ahora también nos da a todos nosotros un poco de su ternura y su alegría: un don mágicamente eterno].

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Queridos amigos,

esta tarde no voy a leeros un relato de los que suelo traer habitualmente al taller,

 cuando me he puesto ante el ordenador no se me ocurría nada y después de pasar un rato ante la pantalla en blanco de pronto he empezado a escribir. Puede que lo que viene a continuación os ponga tristes y por ello os pido perdón, pero después de este año y pico juntos os considero mis amigos y quitarlo hubiera sido fingir, engañaros, y no me parecía bien. Así que esto es lo que os quiero decir.

Como sabéis, hace tan solo una semana falleció mi madre. Ya he hablado de ella en otras ocasiones, habitualmente hablo mucho de todo ¿cómo no hacerlo de la que fue uno de los pilares más fuertes de mi vida? Pero como nuestro encuentro ha coincidido con la última etapa de su vida tal vez la imagen que os haya podido transmitir de ella sea la de una anciana cariñosa, demente, arrugada, postrada en su silla de ruedas, pero no siempre fue así, si la hubierais conocido hace años cuando estaba bien os hubiera encantado.

Era guapa, guapísima, siempre con una sonrisa en los labios, cariñosa, tierna, pero sobre todo y especialmente, era buena. ¿Sabéis que buena ha sido la palabra que más he oído en los últimos días —qué buena era tu madre, cuánto me ayudó cuando la necesité; gracias a ella pude comer muchos días; todavía guardo el vestido de novia que me hizo y no me quiso cobrar— o lo que le dijeron a una de mis hijas dos de sus amigas: Tu abuela era para nosotras, la abuela, así en general, tal como la describen en los cuentos, una anciana cariñosa, dulce, que mientras nos contaba historias que nos hacían reír, lo mismo nos preparaba una fuente de churros que nos arreglaba un descosido que nos acabábamos de hacer para que no nos riñera nuestra madre.

Os habría gustado conocerla, estoy segura.

¿Pero sabéis cual es mi drama ahora? Que desde que se fue no la siento. A lo mejor se ha disuelto en el cosmos como un soplo de aire puro, pero yo la necesito, no lo puedo evitar, soy así de egoísta, quiero saber que aunque no la vea sigue a mi lado, como siempre hizo, incluso cuando su cabeza ya no funcionaba. A lo mejor soy yo la inútil que no sabe establecer esta nueva conexión, pero cuando empiezo a pensar en ella e intento verla como era, saliendo de casa tan arregladita corriendo para ir a Misa porque ya habían dado el último toque y volviéndose hacia mí para preguntarme: Hijita ¿voy bien? – Guapísima, mamá estás guapísima, vas a dejar al cura loco. Cuidado, hijita, qué cosas tienes, bueno, que vuelvo enseguida, no hagas nada de la casa que ya lo haré yo cuando venga… No puedo, realmente no puedo.

DSC00033Me dicen que el tiempo acabará curando este vacío que siento. Ojalá así sea.

Perdonad amigos, pero esto era lo que me apetecía contaros hoy

Os quiero a todos y muchas gracias.

Realidad imperfecta Por Elisa Pérez

Pantalón rojo, camisa vaquera, pelo revuelto a propósito, abrazado a una chica voluptuosa. Esa era la foto de su móvil. Hacía sólo dos días que la había cambiado. La modificaba con frecuencia: unas veces solo, muchas acompañado, en posturas misteriosas, aniñadas o simplemente posando, cualquiera de las cientos de fotografías en las que quedaba reflejada su vida desde hacía tiempo.

Todo empezó siendo adolescente. Una frase amable, un comentario halagador fueron suficientes para que Jorge recabara en su imagen. Una visión que fue más allá de los espejos, que se incrustó en su mente como una bandera en primera línea de batalla.espejos del callejon del gato madrid

Siendo adolescente se adentró anodino a descubrir el mundo. Miraba sin ver, se movía sin pensar, buscaba sin encontrar. Las frases cariñosas que su madre le repetía sin cesar, y que en tiempos pasados le llenaban de felicidad, dejaron de tener espacio en su cabeza. Un cierto complejo de protección paterna colisionó transformándose en rebeldía y alejamiento. Encontró refugio en el espejo, su aliado. Una cara atractiva unida inexorablemente a un cuerpo imperfecto. La imagen que reflejaba ese objeto tan imprescindible para él pero a la vez tan aterrador, era la suya: los ojos verdes con espesas pestañas desaparecieron para convertirse en cavernas negras; la nariz recta, en algo puntiagudo y amenazador, y la boca con labios bien definidos, en una cueva con sabores amargos. Su madre seguía repitiéndole ¡qué guapo eres! No le gustaba que ella le viera guapo, no le apetecía oír ese mensaje de ella porque no era cierto. La honorable intención de la madre por ayudarle a no caer en el pozo al que se precipitaba, no conseguía el efecto buscado.

Alguien le insinuó la posibilidad de encaminar su vida de otra forma, de vivir atrapado por su atractiva cara, le dijo. Y Jorge le escuchó, aunque había una condición: debía adelgazar un poco.

Con arrebatos de exigencia y ansias de despotismo, quiso imponer una nueva vida a su entorno. Exigía alimentos más sanos, pidió raciones moderadas cada vez más diminutas y se centró aún más en su cuerpo. Los surcos oscuros bajo los ojos fueron el primer síntoma; el segundo realmente, porque el carácter ya había dado señales evidentes de alarma. Redondeó su objetivo asistiendo a cursos intensivos de gimnasia en extrañas y originales variedades, que sus padres subvencionaban indefensos y desbordados ante ese extraño hijo. Justificaban el momento pensando que sería algo pasajero y propio de la edad.

Las llamadas del Instituto por las faltas de asistencia fueron la tercera señal.

Diálogo y preocupación resultaron arrasados por un sinfín de reproches de Jorge hacia ellos.

– “No es justo, tengo derecho a elegir la vida que quiero”, fue su sentencia firme.

Con la bruma de la desesperación los padres le repetían “tienes un problema, Jorge”. Aun así la madre seguía pensando ¡qué guapo es! cada vez que miraba la figura cada vez más reducida de su hijo.

Al celebrar sus diecisiete años quiso hacerlo con una fiesta a la que invitó a más de treinta personas. El egoísmo hacía tiempo que le hacía sentirse único. Los nervios del evento y sus exigencias terminaron por romper el hilo, por quebrar la relación con sus padres que le dieron un ultimátum tras la locura de la fiesta. Negó lo evidente, se enfadó y se marchó de casa.

–          Estás hecho un asco, tío. Pero ¿no te ves?

Su amigo, su refugio, le dijo esa frase lapidaria que sirvió para rebasar el tumulto interior del chico.

– ¿Tú también estás en mi contra? ¿Te has aliado con ellos? No pasa nada, me las puedo arreglar solo.

Las venas azules traspasaban su cuello cada más escuálido, en forma de pequeñas conducciones que le succionaban la sangre, el alma, la vida.

Se apoderaron de él la rabia y la sinrazón, abandonando definitivamente la coherencia y el sentido común, sepultados bajo su desfasada realidad.

Sin embargo, la debilidad corporal fue insuperable para Jorge que, con el orgullo malherido por la enfermedad que le iba atrapando, regresó a casa de sus padres.

Aun así, seguía pensando que su deforme cuerpo tenía que cambiar, que sufrir, que conseguir la perfección. Se escondió en su dormitorio, templo sagrado para él y lugar inaccesible para los demás, hasta que su madre con evidente preocupación y gran atrevimiento, decidió violar su guarida. Vestido sobre la cama, con los ojos cerrados, no sabía si dormía o soñaba con su irrealidad perfecta. Le zarandeó, le acarició, no obtuvo respuesta. Gritó, sacudió su cara, le golpeó. Desesperada, buscó ayuda.

En la cama del hospital Jorge abrió los ojos lentamente:

–          ¿Qué hago aquí? – la escasa luz del ventanal le cegaba los ojos.

–          Jorge, no te muevas. Ahora vendrá el médico y hablará contigo.

–          Médico ¿qué médico?… ¿por qué estoy aquí, mamá? Tengo que tomarme mis proteínas diarias… – el peso de su cuerpo cansado y la vía en el brazo impidieron que consiguiera su propósito.- Déjame, déjame…. Enfurecido notó cómo un sollozo profundo le ahogaba la garganta.

El veredicto fue concluyente. Su alejamiento de la realidad había superado los límites entrando en fases de paranoia.

Fue ingresado en el edificio colindante, destinado a atención psiquiátrica. Las ligaduras y la sedación actuaron con rapidez sobre ese cuerpo otrora fuerte y ahora completamente debilitado.

Una enfermera le atendía con carácter severo y firme, acostumbrada a situaciones parecidas, sin transmitir el más mínimo resquicio de duda o compasión.

–          Déjame levantarme, no quiero comer, menos esta bazofia. Llama a mis padres, quiero salir de aquí, que me traigan mi ropa, ésta es horrible.

El forcejeo siempre resultaba favorable para ella. Aun así Jorge no dejaba de intentarlo día tras día, semana tras semana.

–          Oye ¿tú quién eres?, ¿dónde está la enfermera de siempre? – Jorge no dudó en mostrar su descaro aquel día, sorprendido cuando aquella no acudió con su sermón y su retahíla de pastillas.

–          Te vamos a cambiar de habitación. Vas a la sexta planta.

Parecía que la primera fase de la recuperación estaba a punto de cumplirse. La sensación de vacío y de aislamiento del chico empezó a desaparecer mientras dejaba atrás la planta tercera. En el ascensor se paró a contemplar a la chica que le acompañaba. Melena castaña, ojos verdes bajo cejas espesas y rostro ovalado con pómulos realzados con un poco de maquillaje. Le pareció perfecta. Siguió bajando su mirada desde el cuello hasta los pies: caderas prominentes escondidas tras la bata de la clínica y unas piernas firmes y voluminosas. Se reafirmó. Había algo en ella absolutamente irresistible.

–          ¿Te has dado cuenta que tienes unos labios muy apetecibles? – la enfermera se desarmó cuando finalmente Jorge le dijo esta frase, mientras se acercaba a él para mirarle la vía.

Desde hacía cuatro días el chico no dejaba de pensar en ella, se había olvidado de él mismo. Hacía tiempo que no estaba con una mujer. Ahora su cuerpo comenzaba a recordar anteriores sensaciones.

–          ¡Fenomenal, Jorge! Como sigas así en poco tiempo estás en casa para seguir con tu recuperación.- la madre se mostraba exultante.

–          Sí, me siento mejor… pero no me agobies. Llama a la enfermera, mamá. Necesito…

–          ¿Qué quieres? Te lo puedo traer yo.

–          He dicho que no me agobies…. Puedes irte – quería que viniera ella, quería sentirla cerca.

La enfermera entró en la habitación, a punto de salir de su turno. Impaciente y un poco harta de la insistencia de Jorge que la requería cada minuto, asistía incómoda a la petición del joven.

–          No puedo traer un espejo, está prohibido. Descansa, mañana nos vemos.

–          Seguro que puedes esperar un poco más. Quiero que me des el espejo que tengo en la bolsa del armario. Mi madre lo ha dejado ahí. – la voz transmitía firmeza. La chica, olvidando su obligación, le obedeció.

Entre el pantalón rojo y la camisa vaquera, encontró un pequeño espejo cuadrado enmarcado en plata.

La resistencia de la enfermera se desvaneció una vez más y otra y otra más. Cuando Jorge le decía esos halagos no podía resistirse. Antes de llegar a la última línea de la frase, ya estaba sonriéndole con esa sonrisa bobalicona que tanto le gustaba a él. Mostraba su brakers de aluminio, se olvidaba de su peso excesivo y se sentía la mujer más hermosa del mundo. Mientras él se atusaba el pelo recién cortado frente al espejo, tras haberse ajustado un agujero más el cinturón de su pantalón.

Coeur-fidele-Pauls-POV-woman –          Preciosa, ponte los tacones de aguja y las medias negras. Estamos irresistibles. Esta noche es muy especial, la primera en mucho tiempo.

El brazo de Jorge no alcanzaba completamente la cintura de la enfermera sin uniforme por detrás, a la vez que su cuerpo delgaducho y desgarbado se acomodaba al paso voluptuoso de la chica.

El ascensor de la sexta planta se paró frente a ellos dispuestos a llevarles a las estrellas.