Tengo la impresión de que últimamente los medios de comunicación, las redes sociales, incluso los gobernantes de este país se han puesto de acuerdo para resaltar el papel de un determinado sector social, los abuelos. Se destaca en ellos su importancia para el desarrollo psicomotriz de las nuevas generaciones, su repercusión en la economía nacional al ser sus pensiones las que soportan un buen número de hogares con todos sus miembros en paro y, cómo no, su ejemplaridad al colaborar en todo tipo de asociaciones e iniciativas sin ánimo de lucro, recuérdese a los yayoflautas. Es una larga casuística que parece tener como objetivo encumbrarnos hasta lo más alto, y hacernos, nada más y nada menos, que adalides de esta sociedad enferma y cansada que nos ha tocado vivir.
Los optimistas podrían pensar que avanzamos hacia la concepción piramidal que primaba en las tribus antiguas, donde el anciano, además de ser el de más edad, era considerado también el más sabio y en justa reciprocidad ocupaba el lugar predominante, pero se engañarían. Estamos ante una manipulación ventajista y torticera en función de unas determinadas circunstancias, que acabará cuando estas se modifiquen. Por otra parte, seamos realistas, ¿a quién le puede apetecer pasar los últimos años de vida en posesión de la verdad y sin esa especie de divertida urticaria que genera el temor a equivocarte? Me temo que además de una pesada responsabilidad, sería enormemente aburrido.
Sin embargo, hay una realidad que nadie puede alterar y es el vínculo tan especial que se establece entre un abuelo y su nieto. Puede que sea porque nuestro encuentro se produce en un cruce llevando ambos direcciones opuestas, ellos se incorporan al mundo justo cuando nosotros nos disponemos a abandonarlo o también porque con la inocencia de sus preguntas consiguen que brote algo en nuestro interior que creíamos muerto; no sé, se podrían proponer muchas más hipótesis, pero lo cierto es que eso que surge es algo espontáneo, natural y hace que tanto ellos como nosotros apuremos con verdadera fruición los momentos que se nos permite compartir. Nos hacemos sus cómplices, tanto en juegos como en fechorías, en gustos y en disgustos y la recompensa no tiene precio, una sonrisa sincera llena de admiración y gratitud que guardaremos como el mejor de nuestros tesoros.
Hay voces que nos critican, se levantan contra nosotros por no poner límites a las peticiones y caprichos de nuestros nietos, por no decirles alguna vez no, en una palabra, dicen que les maleducamos, como si eso fuera competencia nuestra. No, los abuelos no estamos para educar, contamos con otras atribuciones igualmente importantes y bien definidas, aquí va una batería de ellas: sorprenderles con la comida que sabemos les gusta, tirarnos al suelo a jugar con ellos aunque nuestra artrosis, escoliosis o cualquier otra cosa que termine en “osis” nos lo ponga cada vez más difícil, inventarnos cuentos, idear juegos que hasta a nosotros mismos nos sorprenden, convertir nuestra casa en un bosque encantado donde correr, saltar, esconderse… Sin embargo, he de admitir que a veces una sobredosis de celo por nuestra parte, la entrega desmedida, puede hacer que perdamos el control y caigamos en el más absurdo de los ridículos. Le ocurrió el otro día a una colega.
Cuando dejan a mi nieta a pasar un día entero conmigo se abre para ambas una jornada intensa y muy apretada. Tenemos una serie de pactos, compromisos, acuerdos mutuamente aceptados que invariablemente debemos cumplir, y siempre en el mismo orden. Primero desayuno, después poquito de videos infantiles, salir al parque, un tiempo en los columpios, a continuación en el tobogán y finalmente visita al tiovivo.
Este último es una atracción pequeña y cara que está cerca de casa y que sobrevive gracias a nosotros, los abuelos. Todo en ella es viejo, hasta su responsable, un señor más o menos de mi edad que vende los tiques metido en una cabina. Podría ser el mismo tiovivo al que me llevaban mis padres cuando era pequeña y del que aún conservo fotografías en blanco y negro, recuerdo en él caballos de cartón piedra que subían y bajaban similares a los que ofrece este, un Lincoln del 46 descapotable, las rabiosas Harley Davidson, donde por cierto me encantaba encaramarme. Créanme, salvo algunas incorporaciones más “recientes” como un Mickey Mouse o un Bugs Bunny, el resto de cochecitos podrían ser fácilmente reliquias de aquella época. A lo mejor por eso somos nosotros los abuelos sus clientes más fieles, a lo mejor también por eso al llegar nuestra cara expresa mayor ilusión que la del pequeño que traemos de la mano, porque ciertamente los niños subidos a este anacronismo no parecen especialmente divertidos, tampoco mi nieta, pero prefiero que sea ella la que un día me pida eliminar esta actividad de nuestra lista, creo que yo sola no podría hacerlo.
Con los tiques ya en la mano se inicia un momento de gran confusión, porque todos hacemos a los pequeños la misma pregunta, dónde se quieren subir: coche de la policía, caballito, ambulancia… El niño nunca decide a la primera, mira, duda y se limita a ir señalando uno tras otro las diferentes opciones:
– Aquí abuelo, no, no, mejor aquí, no, en ese, abuelo.
Algunos, los que sabemos de qué va el tema, preferimos remolonear en nuestro sitio a la espera de que sea la sirena que anuncia el inicio de un nuevo viaje la que nos obligue a ocupar el cochecito que queda más a mano, pero los hay que, como posesos, se lanzan con el niño en ristre, saltando de una atracción a otra, a la vez que atropellan y empujan a todo aquel que ose interponerse en su camino.
Cuando ya están los niños colocados, muchos abuelos deciden abandonar la plataforma y esperar fuera a que el viaje termine, su única misión consistirá en decir adiós con la mano a su retoño todas las veces que pasa frente a él, pero otros optamos por quedarnos y soportar estoicamente el mareo que nos producirán las innumerables vueltas. Para justificar lo que a todas luces es una absurda postura, se me ocurren dos razones, una tiene como protagonista al niño, que se sienta acompañado, para que no tenga miedo; en la otra, me avergüenza reconocerlo, los protagonistas somos nosotros, los mayores, tememos que al dejarlo al pequeño solo, en una de las vueltas haya desaparecido. Estoy de acuerdo, el cine ha hecho mucho daño a los de nuestra generación.
Pues bien, el otro día mi nieta se decantó por el coche de bomberos y allí que nos subimos, otro niño prefirió la camioneta de los años 60 que transporta toneles de coca-cola y finalmente un tercero quiso que lo pusieran en la cuba, esa reminiscencia de nuestro pasado más violento, donde los caníbales ponían a macerar al hombre blanco antes de devorarlo. Cuando el responsable de la atracción nos vio a todos bien colocados hizo sonar la sirena y aquello comenzó a girar. Fui yo la única adulta que quedé en la plataforma, mis otros dos colegas se bajaron y fueron a sentarse a los bancos que hay en cada una de las esquinas del tinglado. Desde un principio me fijé en la abuela del niño que iba en la cuba, me miraba desde su tranquila posición y casi podía oír lo que pensaba –Qué histérica eres hija mía, vaya colocón que te vas a coger. Si no les pasa nada a los niños por ir solos ¿Quién se iba a arriesgar a quitártela en pleno día?–. Indiferente a sus elucubraciones me limitaba a agarrarme bien para no perder el equilibrio y fijar mis ojos en las maderas del suelo, para que el mareo tardara más en llegar.
De pronto escuché una voz que entre sollozos gritaba –me quiero bajar, me quiero bajar abuela sácame de aquí–. Era el niño de la cuba. La abuela, como accionada por un resorte se incorporó, estiró su cuello, buscó a su nieto y, al comprobar que era él quien llamaba, no lo dudó, se puso en pie, metió su bolso bajo el brazo para tener las dos manos libres y como si de una ágil valquiria se tratara se abalanzó hacia la plataforma que seguía girando. El dueño del tiovivo desde su chiringuito intentó frenarla –no lo haga señora–, blanco como la pared salió y con gran maestría avanzó rápidamente por entre los cochecitos mientras seguía gritando –espere, espere que así es muy peli…–. Ya era tarde, la fuerza centrífuga de aquella peonza no quiso respetar el celo de aquella denodada abuela por su nieto y literalmente la expulsó hacia atrás dejándola tendida en el suelo, fue como cuando acercas a un ventilador un pequeño trozo de madera y lo sueltas, sale disparado a la misma velocidad que giran las aspas.
Sin lugar a dudas, el golpe fue tremendo, pero si algo nos caracteriza a los abuelos es nuestro orgullo. A la reprimenda que el dueño del tiovivo comenzó a echarle, ella respondió en todo momento que no se había hecho nada –un rasguño sin importancia, nada más–, al intento que hizo el hombre por ayudarla a levantarse, ella respondió con un gesto y lo hizo sola. Con pasos cortos y cojeando consiguió alcanzar el banco donde había estado sentada, visiblemente molesta por la reiterada insistencia respondió una y otra vez que no le había pasado nada, un golpe sin más, pero su cara reflejaba dolor cuando se palpaba el codo.
- Mentira, guapa, te tiene que estar doliendo hasta el alma.
Pensé abrumada no solo por el susto sino también por el sentimiento de solidaridad que en ese momento me embargaba, aquello me podía haber pasado a mí, seguramente yo habría reaccionado igual que ella
Recordé en ese momento a su nieto, y le ví allí, ajeno a todo, en la cuba, pero ya no lloraba, por el contrario se divertía haciendo girar cada vez más deprisa la olla que supuestamente los salvajes tenían destinada para cocinar al hombre blanco.