La cuba del hombre blanco Por Paula Alfonso

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Tengo la impresión de que últimamente los medios de comunicación, las redes sociales, incluso los gobernantes de este país se han puesto de acuerdo para resaltar el papel de un determinado sector social, los abuelos. Se destaca en ellos su importancia para el desarrollo psicomotriz de las nuevas generaciones, su repercusión en la economía nacional al ser sus pensiones las que soportan un buen número de hogares con todos sus miembros en paro y, cómo no, su ejemplaridad al colaborar en todo tipo de asociaciones e iniciativas sin ánimo de lucro, recuérdese a los yayoflautas. Es una larga casuística que parece tener como objetivo encumbrarnos hasta lo más alto, y hacernos, nada más y nada menos, que adalides de esta sociedad enferma y cansada que nos ha tocado vivir.

Los optimistas podrían pensar que avanzamos hacia la concepción piramidal que primaba en las tribus antiguas, donde el anciano, además de ser el de más edad, era considerado también el más sabio y en justa reciprocidad ocupaba el lugar predominante, pero se engañarían. Estamos ante una manipulación ventajista y torticera en función de unas determinadas circunstancias, que acabará cuando estas se modifiquen. Por otra parte, seamos realistas, ¿a quién le puede apetecer pasar los últimos años de vida en posesión de la verdad y sin esa especie de divertida urticaria que genera el temor a equivocarte? Me temo que además de una pesada responsabilidad, sería enormemente aburrido.

Sin embargo, hay una realidad que nadie puede alterar y es el vínculo tan especial que se establece entre un abuelo y su nieto. Puede que sea porque nuestro encuentro se produce en un cruce llevando ambos direcciones opuestas, ellos se incorporan al mundo justo cuando nosotros nos disponemos a abandonarlo o también porque con la inocencia de sus preguntas consiguen que brote algo en nuestro interior que creíamos muerto; no sé, se podrían proponer muchas más hipótesis, pero lo cierto es que eso que surge es algo espontáneo, natural y hace que tanto ellos como nosotros apuremos con verdadera fruición los momentos que se nos permite compartir. Nos hacemos sus cómplices, tanto en juegos como en fechorías, en gustos y en disgustos y la recompensa no tiene precio, una sonrisa sincera llena de admiración y gratitud que guardaremos como el mejor de nuestros tesoros.

Hay voces que nos critican, se levantan contra nosotros por no poner límites a las peticiones y caprichos de nuestros nietos, por no decirles alguna vez no, en una palabra, dicen que les maleducamos, como si eso fuera competencia nuestra. No, los abuelos no estamos para educar, contamos con otras atribuciones igualmente importantes y bien definidas, aquí va una batería de ellas: sorprenderles con la comida que sabemos les gusta, tirarnos al suelo a jugar con ellos aunque nuestra artrosis, escoliosis o cualquier otra cosa que termine en “osis” nos lo ponga cada vez más difícil, inventarnos cuentos, idear juegos que hasta a nosotros mismos nos sorprenden, convertir nuestra casa en un bosque encantado donde correr, saltar, esconderse… Sin embargo, he de admitir que a veces una sobredosis de celo por nuestra parte, la entrega desmedida, puede hacer que perdamos el control y caigamos en el más absurdo de los ridículos. Le ocurrió el otro día a una colega.

Cuando dejan a mi nieta a pasar un día entero conmigo se abre para ambas una jornada intensa y muy apretada. Tenemos una serie de pactos, compromisos, acuerdos mutuamente aceptados que invariablemente debemos cumplir, y siempre en el mismo orden. Primero desayuno, después poquito de videos infantiles, salir al parque, un tiempo en los columpios, a continuación en el tobogán y finalmente visita al tiovivo.

tiovivo-rota-1Este último es una atracción pequeña y cara que está cerca de casa y que sobrevive gracias a nosotros, los abuelos. Todo en ella es viejo, hasta su responsable, un señor más o menos de mi edad que vende los tiques metido en una cabina. Podría ser el mismo tiovivo al que me llevaban mis padres cuando era pequeña y del que aún conservo fotografías en blanco y negro, recuerdo en él caballos de cartón piedra que subían y bajaban similares a los que ofrece este, un Lincoln del 46 descapotable, las rabiosas Harley Davidson, donde por cierto me encantaba encaramarme. Créanme, salvo algunas incorporaciones más “recientes” como un Mickey Mouse o un Bugs Bunny, el resto de cochecitos podrían ser fácilmente reliquias de aquella época. A lo mejor por eso somos nosotros los abuelos sus clientes más fieles, a lo mejor también por eso al llegar nuestra cara expresa mayor ilusión que la del pequeño que traemos de la mano, porque ciertamente los niños subidos a este anacronismo no parecen especialmente divertidos, tampoco mi nieta, pero prefiero que sea ella la que un día me pida eliminar esta actividad de nuestra lista, creo que yo sola no podría hacerlo.

Con los tiques ya en la mano se inicia un momento de gran confusión, porque todos hacemos a los pequeños la misma pregunta, dónde se quieren subir: coche de la policía, caballito, ambulancia… El niño nunca decide a la primera, mira, duda y se limita a ir señalando uno tras otro las diferentes opciones:

 – Aquí abuelo, no, no, mejor aquí, no, en ese, abuelo.

Algunos, los que sabemos de qué va el tema, preferimos remolonear en nuestro sitio a la espera de que sea la sirena que anuncia el inicio de un nuevo viaje la que nos obligue a ocupar el cochecito que queda más a mano, pero los hay que, como posesos, se lanzan con el niño en ristre, saltando de una atracción a otra, a la vez que atropellan y empujan a todo aquel que ose interponerse en su camino.

Cuando ya están los niños colocados, muchos abuelos deciden abandonar la plataforma y esperar fuera a que el viaje termine, su única misión consistirá en decir adiós con la mano a su retoño todas las veces que pasa frente a él, pero otros optamos por quedarnos y soportar estoicamente el mareo que nos producirán las innumerables vueltas. Para justificar lo que a todas luces es una absurda postura, se me ocurren dos razones, una tiene como protagonista al niño, que se sienta acompañado, para que no tenga miedo; en la otra, me avergüenza reconocerlo, los protagonistas somos nosotros, los mayores, tememos que al dejarlo al pequeño solo, en una de las vueltas haya desaparecido. Estoy de acuerdo, el cine ha hecho mucho daño a los de nuestra generación.

Pues bien, el otro día mi nieta se decantó por el coche de bomberos y allí que nos subimos, otro niño prefirió la camioneta de los años 60 que transporta toneles de coca-cola y finalmente un tercero quiso que lo pusieran en la cuba, esa reminiscencia de nuestro pasado más violento, donde los caníbales ponían a macerar al hombre blanco antes de devorarlo. Cuando el responsable de la atracción nos vio a todos bien colocados hizo sonar la sirena y aquello comenzó a girar. Fui yo la única adulta que quedé en la plataforma, mis otros dos colegas se bajaron y fueron a sentarse a los bancos que hay en cada una de las esquinas del tinglado. Desde un principio me fijé en la abuela del niño que iba en la cuba, me miraba desde su tranquila posición y casi podía oír lo que pensaba –Qué histérica eres hija mía, vaya colocón que te vas a coger. Si no les pasa nada a los niños por ir solos ¿Quién se iba a arriesgar a quitártela en pleno día?–. Indiferente a sus elucubraciones me limitaba a agarrarme bien para no perder el equilibrio y fijar mis ojos en las maderas del suelo, para que el mareo tardara más en llegar.

De pronto escuché una voz que entre sollozos gritaba –me quiero bajar, me quiero bajar abuela sácame de aquí–. Era el niño de la cuba. La abuela, como accionada por un resorte se incorporó, estiró su cuello, buscó a su nieto y, al comprobar que era él quien llamaba, no lo dudó, se puso en pie, metió su bolso bajo el brazo para tener las dos manos libres y como si de una ágil valquiria se tratara se abalanzó hacia la plataforma que seguía girando. El dueño del tiovivo desde su chiringuito intentó frenarla –no lo haga señora–, blanco como la pared salió y con gran maestría avanzó rápidamente por entre los cochecitos mientras seguía gritando –espere, espere que así es muy peli…–. Ya era tarde, la fuerza centrífuga de aquella peonza no quiso respetar el celo de aquella denodada abuela por su nieto y literalmente la expulsó hacia atrás dejándola tendida en el suelo, fue como cuando acercas a un ventilador un pequeño trozo de madera y lo sueltas, sale disparado a la misma velocidad que giran las aspas.

Sin lugar a dudas, el golpe fue tremendo, pero si algo nos caracteriza a los abuelos es nuestro orgullo. A la reprimenda que el dueño del tiovivo comenzó a echarle, ella respondió en todo momento que no se había hecho nada –un rasguño sin importancia, nada más–, al intento que hizo el hombre por ayudarla a levantarse, ella respondió con un gesto y lo hizo sola. Con pasos cortos y cojeando consiguió alcanzar el banco donde había estado sentada, visiblemente molesta por la reiterada insistencia respondió una y otra vez que no le había pasado nada, un golpe sin más, pero su cara reflejaba dolor cuando se palpaba el codo.

  • Mentira, guapa, te tiene que estar doliendo hasta el alma.

Pensé abrumada no solo por el susto sino también por el sentimiento de solidaridad que en ese momento me embargaba, aquello me podía haber pasado a mí, seguramente yo habría reaccionado igual que ella

Recordé en ese momento a su nieto, y le ví allí, ajeno a todo, en la cuba, pero ya no lloraba, por el contrario se divertía haciendo girar cada vez más deprisa la olla que supuestamente los salvajes tenían destinada para cocinar al hombre blanco.

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Carol (2015) Por Luigi De Angelis

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Con la mayoría de edad recién cumplida vi Lejos del cielo el año de su estreno y en ese preciso momento un mundo de posibilidades esculpido con arte por Todd Haynes floreció ante mis ojos. Descubrí con emoción una casa de muñecas color palo de rosa, poblada por personajes ataviados con finos trajes de lino y seda; una vida de oropel con criaturas de plástica perfección en la superficie, pero sangrantes y sufrientes en lo profundo. En definitiva, Haynes presentó, envuelta en exquisita parafernalia, una disección inteligente y estremecedora del “sueño americano”, cual efímera construcción que no deja de ser lo que su denominación indica: un simple sueño.

Trece años después, Haynes vuelve a edificar un mundo fascinante y conmovedor para highsmith_cropexaminar el prejuicio, un tumor canceroso enquistado en el corazón de todas las sociedades. El prejuicio, un monstruo, una pesadilla, una caja de Pandora que al abrirla libera una docena de males aplastando en danza diabólica a la compasión, al amor y a la ternura, dejando a su paso odio, muerte y miseria humana. Carol, basada en la novela El precio de la sal de Patricia Highsmith, es una preciosa obra maestra que se ajusta a los parámetros formales del melodrama esplendoroso de Douglas Sirk e incorpora la sensibilidad moderna del señor Haynes. Su propósito es decididamente crítico en torno a una sociedad dispuesta a exigir los más impensables sacrificios con tal de no manchar su espurio atildamiento.

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Definitivamente romántica en un sentido usual del término, la película relata con precisión y riqueza en detalles la historia de amor de dos mujeres diferentes en edad, posición social e intereses. Carol Aird (Cate Blanchett) es una señora madura, adinerada, de apariencia exquisita, casada con un hombre de su misma clase social y madre de una niña hermosa. Therese Belivet (Rooney Mara) es una joven de clase trabajadora, interesada en labrarse un futuro como fotógrafa. A pesar de sus diferencias, un buen día se conocen y sus vidas cambian para siempre. Al estar la cinta ambientada en los años 50, las repercusiones de la relación homosexual entre Carol y Therese surgen con especial dramatismo e intensidad; sin embargo, su crítica respecto del prejuicio y las apariencias es universal, vigente y atemporal.

La película cuenta con criterios de producción de primer nivel. El diseño de vestuario de Sandy Powell evoca la época a la perfección y resalta los atributos físicos de los personajes con una paleta de colores pasteles, opacos y grises que contribuye, además, a cimentar un estado de ánimo dentro del microcosmos del film. La cinematografía de Edward Lachman destila elegancia y un depurado tratamiento de las imágenes en Super 16 para aludir a la elocuencia artesanal de las fotografías de los años 50, enfatizando todavía más el clásico encanto de la época en la que transcurre el film en franca yuxtaposición respecto de su acerbo conflicto central. La música de Carter Burwell es excelente, la urgencia e intensidad del piano en “Opening”, la épica melancolía en “The Train” y el corazón latiendo con fuerza en “The End” son emociones que rebosan de las hipnóticas melodías de una de las mejores bandas sonoras del año.

 En suma, Carol es una obra maestra que parte de una inteligente adaptación de Phyllis Nagy, quien refleja en el guión su capacidad para verter la novela original en el mundo audiovisual con gracia sobrecogedora.

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Las interpretaciones son monumentales. Cate Blanchett y Rooney Mara en los papeles protagónicos superan sus mayores glorias —Blue Jasmine y La chica del dragón tatuado, respectivamente— demostrando una notable habilidad para la reinvención, así como su entrega total a papeles emocionalmente complejos. Blanchett domina la pantalla en cada una de sus escenas revelando los distintos matices de una mujer con carácter, pero atada a las convenciones sociales; maternal, pero con el espíritu animal de una tigresa. En sus manos la agonía es insondable y la pasión es férvida tanto como la voluntad humana es insoslayable.

En el papel de Therese Belivet, Mara produce los silencios más elocuentes a través de una interpretación deliberadamente introspectiva. Cuando Carol describe a Therese como un “ángel” o como una criatura de “otro planeta” esto cala en el espectador debido al trabajo de Mara, quien ha creado con esmero un retrato de la juventud cristalino, misterioso e hipnótico. En los papeles secundarios, Kyle Chandler da vida al esposo de Carol con el aplomo que lo ha convertido en uno de los intérpretes de carácter más fiables del cine moderno, mientras Sarah Paulson, en pocas escenas, redefine y expande el rol arquetípico de “la mejor amiga” con profunda inteligencia y apabullante claridad; su frase “No te puedo ayudar con eso” tiene el filo de un sable gracias a la fluidez de la actriz.

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Carol es una película sobre la libertad y la pasión. Con un corazón vigoroso latiendo en su interior y un estricto espíritu crítico es uno de aquellos raros ejemplos de cine que cuadro a cuadro es obra de arte. Valiente, memorable y dramática., tan seria y tan hermosa, los cumplidos sobran cuando se escribe sobre una cinta que por sí sola se erige como un monolito.

 Íntima y épica a la vez, Todd Haynes ha conseguido fabricar con evidente talento una pieza íntegra y vital, un drama sobrio y un romance ardiente que gira en torno a los sacrificios que hacemos por la sociedad y por las personas que amamos.

 

 

 

 

 

La búsqueda Por Ana Riera

bg Miguel era incapaz de recordar en qué momento había pasado de ser un mero entretenimiento a una obsesión que gobernaba de forma absolutista su vida; ignoraba si se trataba de un proceso paulatino que se había ido apoderando poco a poco de su mente y de sus actos, empequeñeciendo hasta lo indecible su mundo, o si por el contrario había ocurrido de golpe, como un tornado enloquecido, como un tsunami infernal que lo había arrasado todo dejando un único objeto sobre la faz de la tierra: una resplandeciente máquina tragaperras que le llamaba a todas horas con su sensual voz de sirena.

Aquella tarde la suerte había decidido darle la espalda desde el primer segundo. Había llegado al salón recreativo con los bolsillos llenos. Pero la despiadada máquina había decidido mostrarse esquiva y los billetes fueron cayendo uno tras otro, uno tras otro. Transcurridas un par de horas tenía la camisa pegada al cuerpo, el cabello de las sienes brillante de sudor y ni una triste moneda que echar por la ranura. Pero lo peor, lo que le carcomía las entrañas y le aceleraba la respiración, era el total convencimiento de que la máquina estaba a punto de caramelo. Llevaba tanto rato sin soltar ni un premio que cuando lo hiciera por fin iba a ser impresionante. Lo sabía.

Así que Miguel habló con el jefe del salón, le rogó —prácticamente de rodillas— que le guardara la tragaperras, que no dejara que nadie se acercara a ella hasta que regresara. El jefe echó una mirada a su alrededor. Era tan temprano que solo había un par de parroquianos, también habituales. Y sabía que el pobre diablo iba a por más dinero, así que le concedió 30 minutos.

011215179790230Miguel cogió la chaqueta al vuelo y salió corriendo con una agilidad que su cuerpo contrahecho y nada atlético nunca habrían dejado sospechar. Recorrió las tres manzanas que le separaban de su piso resollando, pero en tiempo récord. Ya hacía tiempo que su mujer había anulado sus tarjetas y controlaba la cuenta del banco, pero estaba convencido de que encontraría algo de dinero en alguno de sus escondites. Al llegar al portal, con las prisas se le cayeron las llaves al suelo. Se agachó tan rápido que al incorporarse tuvo que sujetarse al picaporte de metal para no marearse. Pero fue sólo un segundo. Al instante retomó su loca carrera. La pantallita indicaba que el ascensor estaba en uno de los pisos más altos. No podía permitirse esperar. Aunque le faltaba el aire, subió los tres tramos de escaleras brincando. Otra vez se le escurrieron las llaves, pero esta vez las cogió al vuelo, antes de que aterrizaran sobre las frías baldosas. Sonrió emocionado. Era un buen augurio. Abrió intentando no hacer ruido, por si estaba su mujer. Pero la casa estaba agradablemente silenciosa. Fue directo a la cocina y cogió la caja de galletas que hacía años que no contenía galletas. Estaba vacía. Recordó nostálgico el fajo de billetes que había encontrado ahí la primera vez. Se le hizo la boca agua y se le aceleró todavía más el pulso. Se dirigió corriendo al dormitorio, a la cómoda, al segundo cajón, debajo del picardías rojo de su esposa. Tampoco había ni rastro del dinero; ni siquiera estaba el picardías. Pensó entonces en el joyero. Complicaba un poco las cosas, porque le obligaba a parar en el puesto de empeños que había en la esquina. Pero el dueño del salón de recreativos era un tío legal y le guardaría la tragaperras, estaba convencido. Rebuscó en el armario. No encontró nada en las primeras baldas. Las manos se movían nerviosas de un lado a otro y empezaron a sudarle copiosamente. Miró entonces bajo la balda que separaba el ropero del zapatero. Sacó todos los pares a manotazos. Una sandalia roja saltó por los aires y un botín negro de tacón, asustado, se escondió bajo la cama. Entonces lo vio, el viejo joyero de piel marrón que le había regalado a su mujer por su segundo aniversario. Lo abrazó avaricioso y enseguida hizo saltar la presilla que permitía levantar la tapa. ¡Estaba completamente vacío! Se quedó unos segundos dubitativo, pero acto seguido se preguntó dónde podía haber escondido el dinero y las joyas. Pensó en el lugar menos lógico y le vino a la cabeza el pequeño cuarto del servicio que había detrás de la cocina, concretamente el armario de los trastos que lo presidía. Corrió por el pasillo, cruzó la cocina en un par zancadas y se precipitó contra la puerta del cuartito sin ver las dos copas de champán medio vacías que descansaban sobre la encimera. La puerta cedió y se abrió de par en par. Sobre el viejo sofá cama, su mujer gemía de placer mientras un desconocido la embestía. Tenía los ojos cerrados y movía la cabeza rítmicamente de un lado a otro.

ok_27__2Miguel se detuvo en seco. Observó la ropa revuelta en el suelo componiendo un cuadro incoherente. Sus ojos resbalaron por las distintas prendas hasta toparse con el picardías rojo, que desaparecía bajo el sofá. Se acercó para cogerlo, incrédulo, pero entonces vio una caja de zapatos medio oculta. Un gemido más profundo y prolongado le devolvió a la realidad. Recordó que hacía un par de días había visto a su mujer trasteando con ella. Seguía con los ojos cerrados, de modo que la cogió sin hacer ruido y desanduvo lentamente sus pasos. No le hacía falta mirar dentro para saber que había dado con el tesoro. El ruido de la puerta al cerrarse quedó amortiguado por el orgasmo acompasado de ambos. Pero Miguel no los oyó. Ya solo tenía oídos para el canto de sirena que le estaba llamando.