Un día cualquiera Por Elisa Pérez

No era tan tarde, pero Rosa estaba inquieta.

La oscuridad había derrotado de nuevo a la luz de un día cualquiera. No había sido distinto a otros, ni siquiera había tenido la intención de serlo al amanecer.

Cuando se puso en pie a primera hora de la mañana, con el pie derecho primero para no romper la tradición, Rosa ya experimentó el primer disgusto. Le seguía molestando la espalda. Un punzante y doloroso calambre le recorría la parte derecha al respirar.

Se recompuso, olvidó los estiramientos que el optimismo esporádico le obligaba a hacer diariamente, y se incorporó arrastrando los pies.

Tampoco la zapatilla estaba en el sitio esperado. Odiaba andar descalza. Seguro que Teo había revuelto todo en alguno de sus paseos nocturnos. O, incluso, Ramón en su despertar ruidoso del que iba dejando rastro fruto de una somnolencia tal, que o le hacía tropezar con la mesilla que llevaba en el mismo sitio más de veinte años; o pulsaba con descuido el interruptor de la luz iluminando la habitación. Siempre era el mismo ritual. Ya no se levantaba con él para darle un beso de despedida. La primera vez que dejó de acompañarle hasta la puerta muy temprano, sin mediar palabra, ni romper el silencio de una noche en retirada o de una mañana incipiente, Rosa le sintió respirar hondo y cerrar la puerta con más fuerza de la habitual. Ella permaneció acurrucada en su almohada. Quizá esperaba otra reacción de su marido. No sabía aún por qué había tomado esa decisión: quizá se había disipado ya el entusiasmo inicial; o el reconocimiento de su sacrificio por fin se imponía frente a la tiranía del otro. Esperó una respuesta suya que nunca llegó, simplemente pareció aceptar la decisión de su mujer y se olvidó de ese primer beso diario.

Habían transcurrido más de cinco años desde esa decisión, pero hoy la recordó con un escalofrío. Antes de salir, Ramón había cruzado el pasillo hasta la habitación, le sintió en el cerco de la puerta, notó su olor a colonia barata y aftershive. Transcurrieron unos segundos que aceleraron su corazón, pero sin mediar palabra, le oyó darse la vuelta y cerrar con fuerza la puerta de la casa. Rosa se sobresaltó, no sabía la razón de esa vuelta atrás, nunca lo hacía, dejaba todo listo en la entrada.

Óleo de Francesca Escobar Raya, 2009.

Ella habitualmente no dormía más tras la marcha de su marido. Desde hacía poco había descubierto un momento propio y auténtico sólo para ella. Escuchó una charla sobre sexualidad en la mujer y en un atrevimiento desconocido, se compró un consolador. Apenas recordaba ya la última vez que había sentido placer con su marido, no recordaba tampoco si alguna vez lo había experimentado. Ahora era distinto. Había conseguido alcanzar un placer intenso con su cuerpo del que desconocía casi todo, al que tenía miedo y al que subyugaba con la represión de miles de prejuicios. Había consiguiendo vencer todo eso, con un aparato que apenas le costó 50 euros. Seguro que una terapia me hubiera costado mucho más, se decía a menudo con una sonrisa.

Tras ese momento único, la bruma y la soledad volvieron a ocupar el resto del día.

En la cocina había un gran desorden. La lengua rasposa de Teo la recibió. No tenía ganas de carantoñas, le tocaba recoger lo que otro había hecho. Decidió acometerlo después. Y, como tantas otras veces, pensó que cuando volviera le reprocharía su descuido y desconsideración.

Los disgustos se sucedían: no había café, Ramón no había hecho café. “me basta con un descafeinado” repetía últimamente o “ya desayunaré en el bar junto al trabajo”. Claro, así evitaba tener que preparar un espumoso y confortable café para él y, además, para su mujer. Rosa se moría por una taza oscura y rebosante de líquido negro. Lo necesitaba, pero, con un absurdo rencor, decidió no hacérselo. Luego hablaría con Ramón.

Teo demandaba su desayuno también. Desde el principio le encantó la idea de tener un perro. Siempre le gustaron los animales. Cuando Raúl lo pidió, no hubo más motivos. Se fueron a la primera asociación y adoptaron un cachorro. Todos adoraban a ese can. Era suave, dulce, le hacía compañía en las interminables jornadas que pasaba sola. Desde hacía poco también había comenzado también a dar señales de que el tiempo le pasaba por encima. Le costaba moverse o correr. Sin duda echaba de menos a Raúl; como yo pensó al recordarlo. Un nudo se atravesó en su garganta haciéndole difícil tragar saliva. ¿Se habrá levantado ya? Por un minuto se emocionó imaginando que también él estaría pensando en ella.

Pese a haber transcurrido casi dos años de ausencia, cada jornada tenía que hacer el mismo ritual. Los primeros meses sintió alivio de que Raúl no estuviera, era un alivio corrompido por el cansancio y la desesperación. Después se tiñó de consuelo: él había aceptado esa decisión, esperanzado en sentirse mejor. Últimamente Rosa buscaba un sentido a todo lo ocurrido. La búsqueda de lo mejor para él se desvanecía al notar la distancia. ¿sería más feliz ahora? Desde luego ella no lo era.

A través de la puerta de la cocina contempló el montón de cajas del comedor. Respiró dolorida. Al menos habría cinco mil artículos dentro de ellas. Las abriría, clasificaría, contaría, montaría y cerraría por orden de modelos. Así era la cadena. En diez días todo aquello debía estar listo para recoger. La rutina, su rutina, se cernía a esas cinco acciones; luego tres días en espera del siguiente encargo, para empezar de nuevo la cadena y así, sucesiva y eternamente. Rosa miró la silla donde acomodarse para comenzar su trabajo. Estaba raída, se le antojó descolorida y usada. Ya no era cómoda para ella. La adquirió para la habitación de Raúl, sin embargo, nunca la usó porque no le gustaba el color, el respaldo, la forma del asiento… miles de excusas para concluir que no la quería, al igual que tantas otras cosas que le compró buscando un acercamiento que nunca llegaba. El seguía ensimismado en su nube de colores negros. Mientras la silla continuó arrinconada en el comedor hasta que ella comenzó a usarla para su trabajo diario de montaje de puntillas de raso.

Dudó si ducharse o no. Daba igual, nadie la iba a oler, ni tocar, ni mirar. En una ojeada rápida en el espejo del pasillo, concluyó que tendría que cortarse el pelo. Ya tendría tiempo de pensar en eso, resumió con resignación. Esperaba la llamada, a las 9 en punto cada martes. Hoy era martes y quedaban diez minutos para en punto.

La dichosa espalda la estaba matando, el simple movimiento de ponerse el chándal y las zapatillas intensificó el dolor. Emitió un alarido.

Aún no había mirado por la ventana hoy, ¿para qué? Se preguntó, estaría la misma calle, las mismas personas deambulando, nada distinto. ¡Todo un espectáculo la verdad!, se rio entre dientes.

Amedeo Modigliani, 1918-1919.

Estaba retrasando el comienzo de su jornada diaria pero la llamada debía entrar. Esperaba que no se le hubiera olvidado. No podrían visitarle hasta Navidad con lo que necesitaba oír su voz. Pero el temor del anterior martes la recordó que podría ocurrir de nuevo. ¡Qué desesperación! Solo reclamaba quince minutos de su tiempo para que le contara cómo iba el tratamiento, los ejercicios, los talleres… necesitaba saber que todo aquello tenía un objetivo: que no había sido en vano tanto tiempo alejados, buscando ayuda en el refuerzo de su autoestima y las bondades que, sin duda, tenía su hijo.

Comenzó a impacientarse. Se situó enfrente del teléfono en la silla. Quizá si se pusiera a trabajar. No, no quería sin antes escuchar la voz de su hijo al otro lado. Ya habían pasado más de diez minutos de las nueve. ¡Maldito seas, Raúl! No me hagas esto otra vez, por favor. Los sentimientos de culpa la persiguieron durante mucho tiempo tras tomar la decisión de internarle en un centro especializado. Habían sido tres veces, no podría soportar una cuarta. Y tampoco tenía certeza de que su hijo pudiera soportarlo.

La desesperanza iba en aumento. Decidió abrir alguna caja. Allí estaban las malditas puntillas, en sus paquetes de cien, finas y delicadas. “debes tratarlas con mucho esmero” le dijo la encargada cuando la contrató. A Rosa le pareció el trabajo perfecto: estaría en casa, cerca de su hijo, atendiendo su hogar, organizando su tiempo y con pocos gastos… Después llegaron los inconvenientes: las cajas eran voluminosas y pesadas, ocupaban gran parte del comedor, el olor a plástico se hacía insoportable, sus manos estaban agrietadas con cortes y rasguños, el salario era muy bajo…. Intentó dejarlo cuando Raúl fue internado, le vendría bien buscar algo fuera de casa, le recomendó el psicólogo… Si, pero ¿hacia dónde dirigirse? Estaba perdida, continuaba su rutina en espera de algo nuevo que nunca llegaba.

Y el teléfono sin sonar… No podía contactarle ella porque las terapias necesitaban su tiempo, les decían desde el Centro. El primer mes fue desolador: no había opciones de comunicarse con Raúl. Estaba aislado, medicado, el riesgo de autodestrucción era muy alto. Después los intervalos de buenos y malas rachas se sucedieron sin razón o con toda ella. Rosa se preguntaba miles de veces ¿cómo habían llegado a eso? ¿qué habían hecho mal? ¿qué parte de culpa era suya? Pero eso ha pasado ya, él ahora está mejor, mucho mejor, cuando vino en verano se le veía con ilusión, más delgado, con barba como su padre. …Y el teléfono no suena, mierda, ya son las 9.20.

El dolor de espalda se agudizaba, apenas se podía mover por la rigidez. Se tumbó en la cama, experimentó cierto alivio. Con sus manos tapó la cara, enrojecida por las lágrimas. ¡Maldito seas! ¿No me vas a llamar?

Un rayo de luz la despertó, el frío la hizo estremecerse, se había quedado dormida. La almohada estaba mojada, había llorado hasta desfallecer con el teléfono entre las manos. No tenía llamadas perdidas de Raúl, pero tampoco Ramón habían contactado con ella. En un esfuerzo sobrehumano podía entender a Raúl, se encontraría en alguna terapia o ejercicio importante, pero a Ramón… no le comprendía; en todo esto estaba como ausente, como si se sintiera exento de tener que hacer algo, de responder con estímulos. Ella le había dejado de necesitar, eso es lo cierto, ya no más.

Le pareció que debía seguir con su vida y se acercó de nuevo a su trabajo. Las cajas, las dichosas cajas necesitaban una respuesta. Y si en alguna de ellas encontrara alguna sorpresa. ¿desde cuándo no había nada nuevo a su alrededor? Ya eran las 12; tenía que saber qué había pasado esta vez para no recibir la llamada prevista.

Tomó el teléfono para llamar al Centro de Manejo de la Conducta; a cientos de kilómetros una mujer le respondió.

La comida había sido rápida y nerviosa. Tenía el estómago encogido, aún no se lo podía creer. Dudó si contactar con Ramón, pero no lo hizo. Él ya lo sabía, conocía que Raúl se iba a ir dos semanas a una residencia a la Sierra alejada aún más de ellos. Es mayor de edad, contestó el terapeuta. Sí, les entiendo, pero debe saber que las decisiones las debe tomar él, Raúl es adulto. Le mandaré un mensaje para que contacte con ustedes y les cuente cómo se encuentra. Le va a venir muy bien esta salida.

Era cierto, Raúl tenía ya 20 años. Entre disgustos, riesgos y hospitales han pasado más de ocho años confiando en su recuperación y en su bienestar, sin lograrlo. Quizá es ella la culpable de que no encuentre la calma. Este pensamiento la martiriza como un martillo desde hace un tiempo.

Absorta en estos pensamientos, sonó el móvil. Lo había arrojado sobre la cama deshecha. Corrió a tiempo de comprobar que era su marido.

  • Claro que no, ya sabes lo que significan para mí sus llamadas, ¿por qué no me habías dicho nada?

Para Rosa la estupidez de su marido no tiene límites, no sólo le había ocultado la salida a la sierra de Raúl, sino que acababa de confesarle que el contacto único con el Centro será él, a partir de ahora, a prescripción de los terapeutas. ¡Sólo durante un tiempo, eso sí… se atreve a especificar el muy cretino!

Georgina Gray, 2006.

La noche iba anunciando su llegada, con una brisa fresca. Rosa sentía frío, pero no se atrevía a moverse de la incómoda silla esperando algo que nunca llegaba. Los platos de la comida se mezclaban con los del desayuno en la cocina; la cama aún revuelta, no ofrecía descanso alguno. Las puntillas permanecían esparcidas entre las cajas y la mesa de trabajo. Había sido otro día cualquiera más. Las dudas y las preguntas sin respuesta seguían agolpándose en su cabeza. Los árboles del exterior se movían con violencia al compás de la agitación que Rosa mantenía en su cabeza. Estaba desesperada y triste. Ya no podía aguantar más. Con calma se levantó de la desvencijada silla y se dirigió a la ventana. Un torrente de aire le dio la bienvenida, bajó la vista perdida en la distancia de la acera.

De pronto sonó el timbre.

  • ¿Raúl? – a través de la mirilla divisó a un joven con barba y pelo oscuro.

No escuchaba la charla del chico que intentaba convencer a Rosa de las bonanzas de un cambio de compañía eléctrica sentado en el sofá, con aspecto afable y bien parecido le hablaba entre números y coeficientes reductores.

  • ¿Te apetece cenar conmigo? Puedo preparar algo muy rápido. ¿Cómo me has dicho que te llamas?

Sin tiempo a contestar, se dirigió a la cocina dejando al desconocido turbado por la hospitalidad tan extraña de esa mujer.

  • Debo irme no se preocupe
  • Siéntate, Raúl, no estoy preocupada, siéntate ahí, enseguida traigo algo para picar.
  • Disculpe, me llamo Andrés, no Raúl.. no me extraña con tantos datos que le he contado, mi nombre es lo de menos…
  • No sé cuándo regresará mi marido, hemos discutido ¿sabes? Bueno da igual, preparo algo para los dos. Te voy hacer una tortilla, Raúl.

El día continuaba en su agonía. Al final no iba a ser otro día cualquiera para Rosa.

 

 

 

 

«Humor y autoría»: Luigi de Angelis escribe sobre tres audaces cineastas

Por Horacio Otheguy Riveira

Un muchacho escapa de rutinas felices, de gozosos escalamientos intelectuales a temprana edad, y cuando se topa con carencias, frustraciones, golpes dolorosos, encuentra en el cine un mundo con vida propia, diferente a la suya, y con extraña capacidad de acercarle a todos los ámbitos de la literatura, entrando así en un jardín donde fluyen fuentes fascinantes a través de la literatura, tanto arropado por ficciones, como por el academicismo enciclopédico… y así se forja una personalidad, “casi sin darse cuenta”, viviendo, leyendo, viendo, acrecentando una capacidad de observación que le lleva a diferentes partes del mundo desde su origen en Guayaquil, Ecuador, viendo teatro en Broadway, Quito o Buenos Aires, y estudiando en muy diversos lugares, siempre contando con dos hermanos muy influyentes: su talento y su perseverancia porque todos sus estudios fueron, y son, fruto de becas muy selectivas. Un  niño, un muchacho, un hombre.

Abreviado perfil de Luigi De Angelis Soriano, presente ahora como autor de su primera publicación, un ensayo muy original galardonado en justicia. La edición corresponde al Departamento de ciencias sociales y humanidades de la muy prestigiosa Universidad Católica de Santiago de Guayaquil. Y en ella el amante del cine ha volcado su pasión con un original aporte ensayístico sobre tres personalidades femeninas y aspectos que van de lo sociológico a lo filosófico con el cine como una gran pantalla donde el entretenimiento de millones de personas no excluyen en absoluto la posibilidad de reflexionar sobre profundos aspectos, así como también sobre la algarabía contradictoria de la vida cotidiana.

«Recuerdo cuando era muy joven y veía películas en los canales de televisión pagada. Pocas veces llamaba mi atención la programación del horario estelar, por lo que mis recuerdos se remontan a una época en la que básicamente madrugaba para encontrar algo que me interesase. Así, entre otras cosas, un buen día vi My American Cousin (1985, de Sandy Wilson). Se trata de una película especial, no muy conocida, con una sólida recreación de la década de 1950 y un tono afable, anecdótico y natural. Probablemente fue una de las primeras películas dirigidas por una mujer que vi. A ésta le siguieron otras obras que fueron poco a poco despertando mi interés en el cine dirigido y escrito por mujeres, algunas de ellas son The Virgin Suicides (1999, de Sofía Coppola) y Holy Smoke (1999, de Jane Campion). Aunque cada película era diferente, había algo en su visión que me enganchaba, quizás era la novedad de mirar desde otro ángulo, poniendo atención a otras cosas.

Ya en aquella época podía reconocer que había algunos aspectos comunes en la mirada desde lo femenino, pero también que no todas las directoras, sólo por el hecho de ser mujeres, compartían temáticas, estilos o modos de aproximarse a sus sujetos y objetos de interés. Cuando se reconoce que existe esta diversidad de posibilidades, es viable que el receptor perciba si no la presencia de un sujeto real, al menos una noción abstracta de autora que deja huellas en su producción.

Este reconocimiento sugiere que la búsqueda de la autora es un ámbito de estudio que favorece una toma de consciencia sobre la experiencia subjetiva. Pero además en mi investigación incluyo otro elemento: el género. Aunque en el imaginario colectivo el personaje del autor viste ropa de hombre, he decidido desde el principio aludir a su cariz femenino. De este modo, al nombrar a la autora, lo que propongo es subrayar un cúmulo de experiencias en las que la actividad creativa y el género se entrelazan como hilos que tejen una identidad ejercida desde fuera de la apuntada generalización».

Con este punto de partida, en un proceso de literatura muy ágil, cautivador, vamos entrando en el meollo del libro, es decir, en el eje que interesa al autor y da título al volumen: Humor y autoría en el estilo de tres creadoras como la libanesa, también actriz Nadine Labaki (1974), la neoyorquina Nicole Holofcener (1960) y la actriz, guionista y directora californiana Greta Gerwig (1983). «Desde diferentes contextos socioculturales, las tres utilizan el humor para matizar sus narrativas y planteamientos estilísticos, conduciendo al espectador a ese momento de identificación espontánea con presencias autoriales determinadas».

 

Nadine Labaki junto al cartel de Caramel, film que transcurre «en la Beirut contemporánea, donde cinco mujeres tienen como punto de encuentro el colorido salón de belleza Si Belle. Layale (Nadine Labaki) es la dueña del salón y mantiene un romance con un hombre casado. Nisrine (Yasmine Al Massri) es musulmana y está a punto de casarse, pero guarda un secreto. Rima (Joanna Moukarzel) lidia con el descubrimiento de su orientación sexual, le atraen las mujeres. Jamale (Gisele Aouad) es una actriz de comerciales que se resiste a envejecer. Rose (Sihame Haddad) es una costurera que cuida de su hermana con demencia senil. Los hombres aparecen poco en la narrativa de Caramel, pero el más notable es Youssef (Adel Karam), un agradable policía de tránsito perdidamente enamorado de Layale.

Nicole Holfcener, guionista y directora de Please Give.

La trama de Please Give tiene lugar en Manhattan. En la forma de un retablo costumbrista, cinco mujeres mantienen relaciones vecinales en un edificio. Kate (Catherine Keener) –en compañía de Alex (Oliver Platt), su marido– es la propietaria de una exclusiva tienda de muebles que obtiene la mercancía comprando a bajo costo los bienes de gente recientemente fallecida. Empieza a plantearse dilemas éticos a partir de su modo de vida. Abby (Sarah Steele), hija de Kate, tiene problemas para aceptar su cuerpo. Rebecca (Rebecca Hall) es una radióloga tímida con cierta dificultad para encontrar una relación afectiva. Mary (Amanda Peet), hermana de Rebecca, es una atractiva cosmetóloga cuyas inseguridades se han agudizado. Andra (Ann Guilbert); abuela de Rebecca y Mary, vecina de Kate, es una anciana huraña, incapaz de decir una palabra amable. Un sexto personaje femenino importante es la señora Portman (Lois Smith), paciente de la clínica donde trabaja Rebecca.

 

«Lady Bird se desarrolla en Sacramento, California. Al modo del género coming-of-age, explora el crecimiento psicológico y moral de una adolescente cuya vida es mostrada en relación a su entorno familiar, estudiantil, social y amoroso». En la foto, su protagonista Saoirse Ronan. Detrás, la directora Greta Gerwig, indicando detalles de una secuencia.

Para terminar esta breve crónica introductoria de un libro valioso en aportes y sugerencias, Luigi de Angelis Soriano nos deja con una espléndida metáfora que plasma su homenaje a las cineastas con ilusión de espectador agradecido, hacia estas creadoras singulares:

Mientras pensaba en los temas que he abordado siempre tuve presente una analogía con relación a Nadine Labaki, Nicole Holofcener y Greta Gerwig. He pensado en manos de mujer moldeando arcilla, la piel tocando el material, dándole forma, creando figuras con las yemas de los dedos, implicando su cuerpo, dejando su marca en la masa que con talento, trabajo y delicadeza se convierte en una obra capaz de cobrar sentido en la mirada y en el cuerpo del espectador. De este modo, siento que Caramel, Please Give y Lady Bird reflejan este tipo de trabajo artesanal, dejando en las obras las pistas necesarias para identificar a las cineastas.

Luigi De Angelis Soriano tiene varios perfiles, además de su pasión por el cine. En la actualidad es Candidato a doctor en literatura comparada en Western University (Canadá). Ha obtenido Master en Literatura comparada: estudios literarios y culturales por la Universidad Autónoma de Barcelona. Master en derecho civil y procesal civil por la Universidad Técnica Particular de Loja. Licenciado en educación con mención en inglés por la Universidad Técnica Particular de Loja. Abogado por la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil.

En estas páginas pueden encontrarse relatos y crónicas cinematográficas en las que desenvuelve con solvencia sus dotes literarias y variados conocimientos cinematográficos, desde la doble perspectiva del gozoso espectador y el feliz analista.

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Algunos de sus textos:

El dulce porvenir, de Atom Egoyan

Carol, de Todd Haynes

Voces (relato inspirado en un cuadro de Remedios Varo)

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Nuevos vecinos Por Elisa Pérez

Óleo de Héctor Daffara.

 

La nueva pareja de vecinos se iba a presentar dispuesta a pasárselo bien en su recién estrenado barrio.

Ajenos a las inevitables miradas y comentarios que suscitarían en los demás, habían aceptado la invitación de Esther. Como no tenían ningún compromiso para ese día, a Andrés le pareció que sería una forma estupenda de conocer el entorno en el que habían caído. Centrado en su trabajo, le divertía alternar de vez en cuando y conocer gente nueva.

Por su parte, María emitió una mueca de aceptación mientras él le lamía el cuello con avidez. No necesitaba convencerla, irían a esa barbacoa. Seguro que se divertía mucho también.

Se colocó una cinta de colores entre el pelo color zanahoria, que le caía en una suave cascada rizada sobre los hombros despejados. Finalizaba el verano pero le gustaba sugerir, mostrar, tenía unos preciosos brazos y una espalda muy sensual, según Andrés, y nunca escatimaba en mostrarlos.

Lucas vivía con Esther, anfitriona sin igual, conversadora incansable que alargaba su trabajo como secretaria internacional con demasiada frecuencia. Esta vez era una barbacoa, la semana anterior una cena temática… Mientras encendía el carbón, Lucas la contempló moverse incansable, saludando efusivamente a los primeros invitados: los nuevos vecinos. Sus manos de dedos largos, huesudos, dejaron de afanarse con el carbón ante la llegada de esos dos desconocidos.

  • ¡Qué bien que hayáis podido venir! Conoceréis a la mayor parte de los vecinos… es un barrio estupendo… pero qué bonito pelo tienes, precioso… Acomodaos por ahí…

María no respondía al bombardeo de halagos, propuestas y preguntas de su efusiva vecina. Esperaría su oportunidad. Quizás la encontrara pronto. Dirigió su vista hacia la barbacoa. El anfitrión estaba dejando su tarea hostigado efusivamente por su mujer: ¡Ven a saludar a los nuevos vecinos!

Lucas besó en las mejillas a María. Se ruborizó como un adolescente. Casi percibió su calor facial al tiempo que su intenso perfume. El olor le turbó, un intercambio fugaz de miradas le paralizó.

– Soy auxiliar de vuelo… —esta frase le inquietó aún más—.

– Qué coincidencia —exclamó entusiasmada María—, mi marido viaja mucho, seguro que habéis coincidido en algún vuelo… y ahora somos vecinos, ¡genial!

La palabra coincidencia no era la apropiada quiso protestar Lucas. Le incomodaba la facilidad de Esther para contar su vida y establecer lazos de familiaridad con cualquiera. Además esa mujer, su vecina desde hacía pocas semanas, le provocaba cierta inquietud.

  • Somos muchos en la empresa, es difícil coincidir —justo lo que él hubiera querido decir, si se hubiera atrevido, lo verbalizaba María con una firmeza que espantaba cualquier réplica.
  • Hago solo viajes transoceánicos cada seis semanas. El resto del tiempo no viajo —una sonrisa entre burlona y convincente pretendía dejar el tema de su trabajo de lado—.
  • Ah, claro, entonces puede ser que en alguno de sus viajes a China hayáis coincidido. No te acuerdas de ella, ¿verdad Lucas? Es tan despistado, tremendamente… si no fuera por mí… Ahí llegan Berta y Juan… Venid chicos que os presento.

La había reconocido. No le gustaba volar pero lo tenía que hacer con frecuencia por trabajo. Los vaivenes del avión se acentuaron cada vez más. El pánico le sacó de un sueño entrecortado. Con calma, ella se acercaba a cada pasajero para tranquilizarles. Llegó hasta él rozándole con su falda azul y dejando un halo de perfume igual de intenso que el que planeaba en el ambiente de su jardín en ese momento, para ofrecerle un vaso de agua que Lucas no rechazó. El líquido incoloro recorrió su garganta como un torrente fresco, que cerraba el brote de nerviosismo que comenzaba a sentir. Los recuerdos siguieron invadiendo su memoria en medio de la algarabía vecinal. Se colocó frente a ella con la mano extendida con un refresco. Comprobó que su rostro transmitía la misma seguridad de hacía tres años. La transición que le daba el descanso entre besos y saludos de bienvenida, la dedicó a observar los inconfundibles ojos verdes de su vecina.

María apenas le miró al recoger el refresco que le ofrecía. Permanecía atenta al monólogo de Andrés. El jardín comenzaba a llenarse de gente, todos deseosos de conocer a los nuevos. A su lado Esther ejercía una fuerte y dura protección intentando no dejarles solos en ningún momento, reclamando el protagonismo de haber sido la primera en presentarlos en sociedad.

  • Tienes un marido encantador —le susurró al oído—, Lucas es más callado, ya ves, se encarga de la barbacoa sólo por no tener que hablar con gente…, aunque vete tú a saber, quizás las mate callando… —una sonora carcajada retumbó demasiado cerca del oído de María que la miró con una sonrisa burlona—.

Mientras daba vueltas a las hamburguesas y las chascas tomaban el tono rojizo más idóneo, a Lucas le invadían recuerdos que creía olvidados. La llegada a destino fue tan bien acogida por los pasajeros que todos aplaudieron al pisar tierra. Había sido un vuelo terrible, las atenciones de María consiguieron calmar el miedo general. Después una breve despedida en la puerta del avión, siguió a un encuentro fortuito en la cafetería del aeropuerto, a falsos saludos y a algunas risas que llevaron a lo imprevisible, a lo inesperado. Jamás antes había engañado a Esther, en ninguna de sus ausencias había tenido contacto con otras mujeres. Fue la primera vez y, ahora recordaba, también la última. Al tiempo que daba vuelta a la ristra de chorizos a punto de quemarse, revivió la sorpresa y la contrariedad que experimentó al despertarse a la mañana siguiente, en la cama del hotel cercano al aeropuerto. Tan sólo el rastro de su perfume permanecía con él sobre una almohada testigo de una noche desenfrenada y vibrante. Durante semanas revivió esas horas en su cabeza notando que la excitación le invadía sin control, recorriendo las líneas del cuerpo de María.

Las mujeres se arremolinaban alrededor de Andrés que en modo líder, conseguía embelesarlas con historias que María apenas escuchaba. Prefería juguetear con su copa o anudarse la cinta del pelo. Le observaba sopesando si le hacían caso por su derroche de humor o solo por ser la novedad. No era muy atractivo pero le gustó a María cuando le conoció en un vuelo a Japón. Su fingida comicidad y sus manos huesudas y largas, que movía con desenfreno al hablar, la atrajeron especialmente.

El olor a carne asada había invadido el barrio, las luces comenzaban a encenderse de forma acompasada como si de una orquesta se tratara. El humo se evaporaba entre las hojas de los numerosos árboles que adornaban el jardín de Lucas y Esther. Él no podía concentrarse como en otras ocasiones; el sudor le empapaba la camisa. Corrió dentro de la casa. Debía cambiarse. Olería a chasca, a humo, a culpa. Las dudas iniciales se esfumaron pronto. La miró al pasar junto al grupo donde Esther sonreía mientras escuchaba. La certeza absoluta de que era ella alteró aún más a Lucas. El pelo un poco más largo quizás; le parecía más esbelta imbuida en unos ajustados pantalones naranja, todo eso no hacía más que reconocerla en aquella mujer con la que tuvo la mejor aventura amorosa de su vida.

  • Cariño ¿estás bien?, esta noche te has superado con la carne… ¡exquisita!… qué majos nuestros vecinos, ¿verdad? Y ella tiene mucho estilo… su marido es tan divertido.

Lucas reconoció esa sensación de desamparo que le entraba cada vez que oía a su mujer desentrañar la vida de otros. Los diseccionaba, penetraba con un bisturí hasta sus entrañas. El terror de que descubriera su secreto se extendía por todo su cuerpo, cual mancha de aceite.

El convite continuó bullicioso, permitiendo que el frescor de la noche se aproximara con sigilo.

  • Qué maravilla de encuentro, gracias por invitarnos —la voz aguda de María se expandió por los oídos de Lucas— me estoy divirtiendo mucho… Y además te he estado observando mientras te afanabas en preparar la barbacoa y…

Lucas en ese momento quiso interrumpirla para gritar: ¡sí, soy yo, el de hace dos años! Pero no abrió la boca, por el contrario continuó expectante.

  • … y me preguntaba de dónde has sacado esa habilidad con el asado… lo sazonas, lo volteas, lo mimas… parece que lo estuvieras acariciando, te voy a nombrar el mejor chef de barbacoas del mundo.

¿En serio? ¿Así le veía: el mejor chef de barbacoa…? No le había reconocido, después de todo… solo por el asado, solo le hablaba por eso.

  • Y tengo que reconocer además —María proseguía su alegato presuntamente ajena a la desilusión creada en Lucas— que no suelo comer carne al menos en barbacoas… Oye, te noto muy acalorado, ¿te traigo una bebida?
  • ¿Eh?, no, ahora no, he bebido ya unas cuantas copas… gracias —la miró desde una distancia que hacía difícil no olerla. Por encima del aroma a asado su perfume se imponía—.

Por un minuto sostuvieron las miradas. Al otro lado del jardín se produjo una risa generalizada cuando alguien cayó a la piscina.

  • Perdona, ahora vuelvo… —Luis corría a auxiliar a su mujer que disfrutaba de un baño nocturno mientras invitaba a que otros hicieran lo mismo. Según ella era una forma fantástica de terminar una noche de fiesta, a pesar de que había jurado que esta vez no lo promovería.

La noche había conseguido situarse entre los invitados, entregada a su eterno devenir. Andrés había acabado su repertorio de temas, se mantenía con cara de cansado, riendo bobalicón. A él no le gustaba nadar y menos exponer su desnudez. María se acercó. Le dijo algo al oído, mientras él le besaba el cuello suavemente. Ambos se levantaron. Parecían conocer el camino, a pesar de ser la primera vez que estaban en esa casa. Lucas les contempló mientras repartía toallas entre aquellos que quisieron seguir el ejemplo de su mujer. Ambos entraron en la casa, cogidos de la cintura. Lucas no podía evitar mirarlos; observar el caminar erguido y armonioso de María le excitó.

  • Voy a por más toallas —con esa excusa corrió a la casa, necesitaba seguirlos. Ni en la cocina, ni en el salón, quizás en la biblioteca… Ni rastro de ellos.

Un pequeño grito ahogado le atrajo hacia la planta superior. El grito se hizo más evidente. Una de las puertas permanecía ligeramente abierta. Lucas no pudo evitarlo, acercó primero el ojo derecho para mirar; luego apoyó el oído para sentir los gemidos, los susurros entrecortados de placer de la pareja. Fue un minuto que pareció un segundo lo que le bastó para atreverse a abrir un poco más la puerta, le importó poco que pudieran verlo, tenía que confirmar que eran ellos.

Desde una posición más clara consiguió ver la escena imaginaria que llevaba toda la tarde reviviendo con María. Un ahogado gemido de Andrés puso punto y final a la escena. Lucas aprovechó que los dos yacían desnudos sobre la cama para bajar corriendo hacia fuera. Necesitaba tomar aire. De fondo, las risas desde la piscina ahogaban los latidos desbocados de su corazón.

  • Queremos proponer un brindis —María intentaba acaparar la atención de los invitados— por nuestros anfitriones, los mejores y más encantadores vecinos que jamás he encontrado! —todos siguieron a la mujer que poco a poco había conseguido atraer la atención de los presentes— y especialmente quiero celebrar que esta noche he probado la mejor barbacoa del mundo. Lucas, eres el mejor chef de barbacoas! —la sonrisa burlona de María se tornaba en rabia dentro de Lucas al escucharla una vez más con esa cantinela ridícula.
  • Gracias de nuevo por invitarnos —a la salida de la fiesta ya concluida, María se dirigía a Lucas con los zapatos en la mano, el rímel aún en sus pestañas y los pantalones desabrochados por la cantidad de carne que había tomado, según confesaba. En una noche había pasado de ser la nueva a convertirse en la reina: adorable, irónica, sensual… había encandilado a todos oscureciendo las aparentes virtudes del bueno de Andrés.

Mientras, a Lucas le costaba reponerse de lo vivido. Se debatía entre lo visto y lo sucedido hacía dos años.

  • ¡Me encantó conoceros! —Esther se deshacía en elogios y cumplidos.

El último abrazo entre ambas mujeres desató el desconcierto en Lucas: María le comentaba algo a Esther en voz baja que hacía abrir los ojos de ésta de forma exagerada. ¿Qué le habrá dicho?

Un beso soplado en el aire fue la última imagen de la vecina para Lucas, que de reojo la observó marcharse entre el resto de invitados destacando con su andar altanero, sobresaliendo con su melena naranja, riendo del brazo de Andrés que se arrastraba parsimoniosamente.

 

Lucas no podía dormir, se dedicó a recoger los restos de la fiesta, mientras Esther caía sobre la cama víctima de su excesiva dedicación a los demás:

  • ¿Sabes que me ha confesado María? Qué Andrés no es su marido. Me ha dicho que es su última conquista… resulta un poco descarada, ¿no crees? ¡Qué pena, con lo majo que es él!

[Mujer mirando por la ventana, Carolina Torres]

Antes de que terminara de ponerse el pijama, Esther roncaba plácidamente. En su bolsillo Lucas guardaba un papel que había encontrado entre las copas del brindis. Dudó si abrirlo. Lo desplegó sin reconocer la letra, la intuición fue suficiente: “… Mira por la ventana superior del lado derecho… me desnudaré lentamente para ti. Andrés se habrá dormido; por cierto, ya sabrás que no es mi marido, ¿verdad?”

Desconcertado aún más, y sudoroso por el esfuerzo de entender, cerró y guardó el sobre. Saldría a tomar un poco de aire.

Desde una silla del jardín que aún permanecía en pie giró sus ojos hacia la derecha… el pequeño reflejo de una lámpara encendida destacaba en la oscuridad de la noche.

Lucas cerró y guardó el sobre, dispuesto a hablar con su mujer sobre lo agradables y simpáticos que han resultado los nuevos vecinos.