El convento Por Elisa Pérez

 

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Todo eran carreras, prisas y urgencias.

El tiempo apremiaba. Había que desalojar el viejo edificio cuanto antes.

El infierno habitual que se vivía en El convento desde hacía dos días se había acentuado y esta mañana el caos había irrumpido para quedarse. La noche anterior ya se había apagado el cartel con luces de neón que anunciaba un paraíso de placer bajo el paradójico nombre de un lugar de recogimiento religioso. Sin duda, El convento iba a desaparecer.

Doña Vanesa intentó calmar los alterados nervios de las jóvenes que trataban de organizar sus pocas pertenencias en cajas o maletas.

En la cocina, Samantha guardaba las sartenes y cacerolas que componían el escaso ajuar existente en aquel lugar con los cuales apenas conseguía guisos más suculentos de los rutinarios.

En la sala de descanso, llamada Biblioteca sin que nadie supera el motivo, Karina lentamente se esforzaba en ordenar los escasos ejemplares que componían su tesoro. Sus gafas se habían roto hacía pocos días con lo que en la misma caja mezclaba revistas usadas, libros manoseados y libretas o cuadernos de alguna de las ocupantes.

En el huerto que Damián mantenía en la parte trasera del edificio, Selena se consolaba en sus escasos ratos libres, plantando algunas verduras o frutas que casi nunca llegaban a buen fin. La pena la había invadido desde que supo que tendría que abandonar y dejar atrás el único reducto de paz y silencio de aquella construcción cochambrosa.

En el extremo opuesto del edificio, la falsa madre superiora de todo aquel escenario, doña Vanesa, esperaba que la providencia les ayudara esta vez, aunque la confianza en el Altísimo que antes inundaba de luz su ajetreada alma, hacía bastante tiempo que había dado paso a un escaso sentido de la bondad y amor al prójimo que no viniera acompañado de algo más metálico y frío.

strip-clubs-rnc-august-28Otra de las ocupantes recogía de las flojas cuerdas los hábitos de trabajo, secados al sol junto al muro mordisqueado en su borde como si de la boca de un desdentando se tratara. Al igual que las oscuras cebollas moradas, la primera capa las cubría hasta los tobillos delgados; después otras más se iban deshojando poco a poco hasta llegar a la fría y rasposa piel de sus cuerpos todavía lozanos.

La mayoría de las mujeres habían llegado en conjunto como un cargamento de fruta destinado al mercado para su consumo; y así al unísono tenían que desalojar también el edificio. La decisión no era de ellas, las órdenes llegaban desde instancias superiores.

Helena —con H, sí— preguntaba por sus zapatos; desde la habitación de al lado Ruth evitaba responder antes de que descubriera que le había roto el tacón de aguja.

Gladys se afanaba en buscar la ropa interior entre el montón que alguien había depositado sobre la primera silla que encontró en el pasillo que hacía las veces de sala y distribuidor.

Doña Vanesa le había pedido que vigilara, que avisara si veía llegar al autobús, de ahí que a la vez que se mostraba decidida a encontrar sus braguitas de encaje negro recién estrenadas, o su corpiño azulón, el más provocativo, mirara hacia la desvencijada ventana por la que penetraba el aire gélido de la mañana. Al fondo podía divisar los picos de la cordillera, apenas nevados para esta época. Más allá, quién sabe, quizás, ojalá, tal vez, la libertad.

El aviso de que tenían que dejar el edificio fue anunciado hacía tres noches. Quejas, lamentos, cansancio, algún que otro llanto mudo se mezclaron con la noticia. Poco podrían disponer ellas, tan sólo acelerar su nuevo destino

El ruido y la algarabía propios de la situación no conseguían imponerse sobre la resignación general. En cada habitáculo de tres por tres, la intimidad, la pena y los secretos dejaba poco espacio para otra cosa.

Las luces de neón se habían apagado como todos los amaneceres. Con los primeros rayos, la muy temida doña Vanesa había cortado la corriente eléctrica. Ni secadores, ni planchas podrían usarse ya. Las arrugas del pelo se mezclarían en los escasos equipajes con las de la ropa o con la incertidumbre de las prisas. Daba igual, pensaban la mayoría de las mujeres aparentemente afanadas en acatar con soltura el desenlace final. Las instrucciones de la imponente jefa apenas eran entendidas por Lalia o Simina que solo comprendían el lenguaje del cuerpo. Como todas las noches, la algarabía del placer de los hombres a cambio de dinero había dejado paso a la somnolencia y el sopor de las mujeres. Ninguna de ellas bajaba la guardia, su compromiso siempre estaba vigente y debían cumplirlo por encima de todo. Rezaban antes de salir al ruedo como los toreros; aunque sus toros no tuvieran cuernos asesinos sus veladas sugerían corridas llenas de pánico.

Nadie atendió la orden de doña Vanesa cuando comentó que había que limpiar las habitaciones y los baños antes de marchar. Los restos de orines, licores y semen en absoluto repelían el escaso interés de cada una. El resto de días podían vivir con eso al importarles más que sobrevivir, pero hoy tenían una excusa para huir del asco. Sólo una protesta en bajo.

El golpe seco de la bofetada de la Jefa a Selena se oyó por todo El convento, suficientemente grande como para alojar a muchos cuerpos desnudos o dormidos, pero demasiado pequeño para albergar tanta tiranía.

Mientras el resto de mujeres terminaba de recoger sus cosas, Selena emitió una mirada de profundo rencor sobre el moño bajo en la nuca de la Vanesa. Como tantas veces antes, su mirada atravesaba el cráneo, los sesos, las venas y hasta las células microscópicas de esa cruel mujer para dejarla inerte y petrificada para siempre. En una sola ocasión, sólo en una, el brazo derecho de la joven se dejó caer sobre el izquierdo a la vez que éste se levantaba burlonamente en un corte de mangas que, sorprendentemente, fue visto por la dama. Manchas azules y moradas salpicaron el cuerpo de la joven produciéndole un intenso dolor durante siete noches eternas en las cuales tuvo que trabajar el doble de lo habitual.

No hubo tiempo de más, antes de que Gladys anunciara que el autobús se veía al fondo, las muchachas fueron empujadas y atropelladas para que acabaran de una vez sus tareas. Selena interpretó como un golpe de suerte que no le diera tiempo a limpiar más que dos de los tres baños encargados. Un golpe que esperaba continuar si todo salía según lo planeado.

A doña Vanesa le pareció que la maniobra de recogida final y subida al autobús era muy larga. Tenía prisa, demasiada como para esperar pacientemente a que aquel grupo de despojos con pelos teñidos y uñas encarnadas, le estropearan los planes. Aceleró las órdenes, empujó con brusquedad a las muchachas. Simina casi se cae, Ruth se olvidó de su zapato perdido, Laila esperó a su compañera casi amiga Samantha, ésta tosía y tosía sin parar desde hacía tres noches, las demás circulaban hasta el autobús, algunas ni siquiera se habían quitado el hábito de trabajo. Al fin y al cabo, esperaban continuar donde fuera.

Gladys, doblemente fiel a la dama y a sí misma, sería la última en subir. Escondida tras la puerta contó, faltaba una. Recorrió los habitáculos. En el último, gritó su nombre antes de entrar: Selena, no seas idiota, no tienes escapatoria. ¡Selena! —gritó más fuerte—. Vamos al autobús, la Vanesa te va a matar a palos cuando se entere. ¡Selena, hija de puta, me vas a buscar la ruina! —el tono de furia recordaba el de un general abandonado en el campo de batalla por su escuadrón— ¡Sal de donde estés… vamos!

Sobre el pasillo, junto a la puerta del baño que no había podido limpiar, una mancha 09FC6AD56de sangre oscura empezaba a recorrer la suciedad del suelo como la lava de un volcán en erupción.

Selena no miró atrás, sabía que era cuestión de segundos, escasos segundos hasta alcanzar el muro desdentado. Saltó por la ventana. El palo de la fregona manchado con la sangre de Gladys, permaneció junto a su cuerpo aún vivo. Era demasiado alto, pensó, nunca imaginó que tanto. Si hubiera hecho caso a Damián habría ejercitado aún más sus piernas. El trecho es duro, el muro alto, el éxito escaso. Se lamentó por un momento. Pero no era cuestión de dudar, tenía tomada la decisión y lo conseguiría. La determinación de la necesidad puede más que la necesidad de la duda. Sus uñas postizas se despegaban en cada mínimo avance sobre el muro. Le dolían los dedos, se resbalaban los pies, pero la furia del objetivo le daba fuerzas. El sudor y las palpitaciones se mezclaban en su pecho sin saber cuál era más fuerte.

Encaramada sobre la tapia, con los pantalones rasgados por su propia sangre que comenzaba a aflorar, contempló el panorama frente a ella. A la derecha, pasos, carreras, insultos y gritos; a la izquierda, un campo agreste, cuyo fin se perdía en el fondo del horizonte.

Se miró las manos destrozadas, los pantalones rotos, sintiendo que se le empañaban los ojos de líquido salado.

En un segundo que le pareció un siglo le dio tiempo a contemplar por última vez el huerto casi seco y las letras ya rotas del cartel, a través de la ventanilla del autobús. Las voces de doña Vanesa se acercaban, mientras muchas de las chicas se imaginaban que, ya en el nuevo destino, de pronto, y milagrosamente, todas a una conseguían dejar de escucharla, tapar esa boca para siempre.

 

Como la piel de una serpiente Por Paula Alfonso

 

Sí, estoy segura, lo que oigo son pasos y vienen tras de mí. Es él, otra vez él. Quisiera girarme, enfrentarme  de una vez por todas y verle la cara, preguntarle por qué, qué es lo que busca, qué persigue, y rogarle encarecidamente que se vaya y me deje en paz, pero no me atrevo. Meto el bolso bajo mi brazo, lo presiono contra mi cuerpo y acelero, acelero todo lo que puedo. El corazón me late de forma desaforada y siento mucho calor.

Miro el suelo y veo mis pies aparecer y desaparecer bajo el vuelo de mi falda en una alternancia regular: izquierdo-derecho; izquierdo-derecho; izquierdo-derecho, ¡más rápido!, les exijo, ¡mucho más rápido!, pero hacen cuanto pueden. Es el peso del abrigo lo que me impide caminar más deprisa. Me lo quitaría abandonándolo sobre el asfalto, como las serpientes cuando mudan su piel, pero en el trasiego de cambiar el bolso de brazo, despojarme de él, tirarlo… consumiría unos instantes que pueden ser cruciales, he de continuar así.

Miro al frente y la calle sigue vacía, solo se oye el tintineante y frenético sonido de mi taconeo sobre la acera en claro contraste con el de sus sordas pisadas, pisadas que delatan zancadas amplias y efectivas, que cada vez le aproximan más a mí.

Y allí a lo lejos la esquina, tengo que alcanzar aquella esquina, es mi tabla de  salvación. Al doblarla sé que me encontraré con el tráfico habitual de un viernes por la noche en una de las arterias más importantes de la ciudad, establecimientos aún abiertos y gentes que comentan el espectáculo que acaban de ver, pero, ¿cuánto falta?, ¿200? ¿300 metros?, ¡Por Dios, una eternidad!

El sonido de sus pasos se ha vuelto más nítido, está más cerca ahora.  Supongo que a la vez que se aproxima ensaya su ataque. Tal vez compruebe el eficaz funcionamiento de su navaja mecánica abriéndola y cerrándola repetidamente, o con bruscos tirones, la solidez de la cuerda que ha elegido para rodear mi cuello. Llevará las manos enguantadas para asegurarse de que, cuando me defienda contra su violencia, no arrastre bajo mis uñas elementos de su piel que puedan servir para identificarle.

¿Cómo he podido ser tan insensata y tomar este atajo? De sobra sé que esta calle es como una gruta vacía y larga por la que nadie circula; solo pretendía ganar unos minutos y llegar a casa cuanto antes. ¡Oh, lo siento, lo siento de verdad!

Ahora, junto al sonido de sus pasos me llega también el de su respiración, jadeante, ansiosa, demasiado próxima, justo a mi espalda. El móvil, tengo que pedir ayuda a través del móvil. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Está en mi bolso. Intento cogerlo, pero las manos me tiemblan ostensiblemente y se han vuelto torpes, muy torpes, además no puedo desviar la atención de mis pies –¡deprisa, deprisa, más deprisa!–. Finalmente consigo abrir la cremallera y mientras busco en el interior, trato de que mi mandato continúe con firmeza: ¡deprisa!, ¡deprisa! Las yemas de mis dedos identifican la carcasa del móvil, lo saco. Corro. Su aliento me ha forzado a ello, pero lo hago de forma errática, torpe, varias veces he estado a punto de caer, y mientras, intento activar el botón de encendido para empezar a marcar. Me falta el aire, no puedo respirar, el sudor resbala por mi frente y me enturbia los ojos, ¿Dónde está la maldita tecla? De pronto todo mi ser se paraliza y quedo clavada en el suelo, su mano acaba de apoyarse con firmeza en mi hombro, el teléfono resbala entre mis dedos y se estrella contra el suelo.

 

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Estamos en una calle próxima a la Gran Vía, donde el Samur acaba de retirar el cuerpo sin vida de una mujer de unos 60 años, al parecer víctima de un ataque al corazón. Con nosotros está la persona que lo vio todo y avisó a los servicios de urgencias.

Díganos, ¿qué ocurrió?

  • Pues verá esa pobre mujer caminaba a escasos metros de mí, debía ir hablando con el móvil y al querer guardarlo en el bolso se le cayó, como vi que no se había dado cuenta, me aproximé para recogerlo y entregárselo, pero justo cuando le iba a avisar, se desplomó. Ha sido terrible créame.

Se desconoce por el momento la identidad de la persona fallecida, seguramente mañana podremos darles mayor información. Estas han sido las últimas noticias del día. Buenas noches.

 

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-Aquí tienes lo acordado, puedes contarlo si quieres

-Me basta con su palabra. ¿Alguna más?

-Sí, otra. Vive en la calle Sancha de Lara 10, aquí está su fotografía, mayor, sin familia… Ya sabes, tómate tu tiempo, pero hazlo bien.

-¿Acaso tiene alguna queja de las anteriores?

No hubo respuesta, tampoco el que preguntó parecía esperarla, porque tras meter el sobre del dinero junto con la fotografía en el bolsillo de su anorak, se giró y comenzó a caminar en dirección a la salida.

Solo tras escuchar el ruido metálico de la puerta al cerrarse, el otro hombre se sacó la bolsa de tela que le cubría la cabeza y aseguraba su anonimato, enjugó con un pañuelo el sudor de su frente y comenzó a recoger; su maletín de piel, el sombrero, el abrigo, las gafas oscuras y con todo se dirigió también a la calle. El chofer se apresuró en abrirle la puerta de detrás, cerró una vez que lo vio sentado y, ya en su puesto, a través del espejo retrovisor preguntó: ¿A dónde Señor?

-Al Ministerio.

Entró solo en el ascensor, a esas horas ya no quedaba casi nadie en el edificio. Presionó el botón del último piso. Al abrirse las puertas salió con paso decidido, atravesó las dos antesalas y finalmente llegó a la gran puerta. Llamó con los nudillos. Al otro lado una voz le respondió:

-Adelante.

  • Buenas noches, señor -le dijo deteniéndose a dos metros de la gran mesa-. El inmueble de la calle Ferraz ha quedado ya vacío, pueden iniciarse las gestiones de compra.

-Bien -respondió su interlocutor sin levantar la vista de sus folios-, ¿el siguiente?

-Está en la calle Sancha de Lara, señor, es el número 10. Solo queda un propietario que en brev…

-Buenas noches Agustín. Le interrumpió.

Tuvieron que pasar unos segundos para que Agustín entendiera que la entrevista había terminado.

-Buenas noches, señor Ministro.

 

 

 

MILA relato de Ana Riera

Mila

–¿Hola bonita, estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

Las primeras veces respondía agradecida.

–¿Hola bonita, estás bien?

–Sí, gracias.

–¿Cómo te llamas, cielo?

–Mila, me llamo Mila.

Bueno, lo cierto es que al principio no entendía nada de lo que le decían. Las palabras no eran más que ruido sin sentido martilleándole la cabeza. Aunque debía reconocer que las sonrisas que se dibujaban en esas caras desconocidas la tranquilizaban, al menos momentáneamente.

Al cabo de unos días, sin embargo, empezó a comprender esa lengua extraña. Seguramente ayudó que siempre fueran las mismas preguntas.

Sí. Las primeras veces respondía agradecida. Pero transcurridos un par de meses, las preguntas empezaron a molestarle. Tal vez fuera por el hecho de ver que no ocurría nada. Al recibir una de aquellas sonrisas parecía que iba a cambiar algo, pero pasaban los días y todo seguía igual. Fuera como fuese, la sensación de esperanza se había ido desvaneciendo lentamente, como una nube que se deshilacha imperceptiblemente mientras la observas desplazarse por el cielo.

Ahora le fastidiaba abiertamente que le repitieran las mismas preguntas de siempre. ¿Es que no iban a cansarse nunca?

–¿Hola bonita, estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

Tampoco soportaba ya las sonrisas. Al principio había creído que eran sinceras, que tenía sentido aferrarse a ellas. De un tiempo a esta parte, no obstante, le parecían huecas. Incluso le dolían físicamente.

–¿Hola guapa, estás bien?

–Pues no. Lo que estoy es jodida, eso es lo que estoy.

–¿Cómo te llamas, cielo?

–Lo cierto es que no tengo nombre. Lo he perdido porque nadie me ve realmente.

Eso le habría gustado soltarles a la cara a todas esas personas que se dirigían a ella como si fuera una figura de cristal que fuera a romperse con solo mirarla, pero que luego se marchaban a seguir con sus vidas. Vidas como la que le habían arrebatado a ella hacía unos meses.

–¿Hola guapa, estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

 

Ojalá nunca hubiera oído esas preguntas. Ojalá siguiera en su casa de paredes encaladas, oyendo trajinar a su madre en la cocina, tumbada en su cama de madrugada, tapada hasta la barbilla, robando unos minutos más de sueño al día antes de levantarse. Cómo echaba de menos su casa. Ahora que estaba lejos, que la había perdido, recordaba detalles de los que nunca había sido consciente. Como que le gustaba oler el intenso aroma del café inundándolo todo en cuanto bajaba por las empinadas escaleras de buena mañana. O que los primeros rayos de sol se colaran por la ventana bañando la mesa de rincón en la que se sentaba a desayunar, como dándole los buenos días. O sentarse en el viejo sofá arropada con una manta y apoyando la cabeza en el hombro de su padre con el sonido de la radio de fondo.

Mila no podía más y esa tarde explotó. Era un día cualquiera, casi idéntico a todos los que había vivido desde su llegada a ese lugar. Cola para ir al baño y a las duchas recién levantada, cola para desayunar en la gran sala común, vuelta al pabellón prefabricado para dejar las cosas de aseo y coger la ropa sucia, y vuelta a empezar. Cola para lavar la ropa, cola para tenderla en las cuerdas, cola para el reparto de champú o de jabón o de compresas, cola para la comida… Y luego, para rematar, la tortura de las caras sonrientes.

–Hola guapa, me llamo Eva. ¿Estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

Mila no pudo evitarlo. Las palabras salieron disparadas de su boca a la velocidad de la luz. Fue como abrir un grifo con demasiada presión.

–No tengo nombre porque nadie me ve. Y estoy jodida, muy jodida. Yo tenía una casa, ¿sabe? Y una vida. Me iba bien. Mi madre chillaba mucho, pero me quería. Y mi padre siempre andaba quejándose, pero también me quería. Y yo a ellos. El instituto nuevo me gustaba, sobre todo porque iban mis dos mejores amigas. Y porque iba Roco, que me tenía loca. Y de repente todo eso, mi mundo entero, ha desaparecido. Y a nadie le importa una mierda. A nadie. O no llevaría aquí muriéndome de asco y de pena tres putos meses sin que ocurra nada, nada de nada. Así que rellene su puto informe, o lo que sea que rellenan, y luego déjeme en paz y siga con su vida, usted que puede.

Cuando terminó, Mila apenas podía respirar. Le faltaba el aire, le temblaban las manos. Sin embargo, le sostuvo la mirada. La mujer que tenía delante la observaba con los ojos muy abiertos. Pasaron varios segundos arrastrándose lastimosamente entre las dos. Por una vez, fue la otra la que acabó mirando al suelo.

Mila seguía alterada, pero poco a poco su respiración fue acompasándose. Aun así, le sorprendió oír la voz de la mujer.

–Tienes razón. Debes pensar que somos gilipollas. Lo siento –dijo sin dejar de mirar el suelo.

Mila no se esperaba estas palabras. Había pensado en marcharse, pero se quedó sentada.

–Tienes derecho a estar enfadada. Lo que te ha ocurrido es una puta mierda. Ni siquiera puedo imaginar cómo te sientes, por mucho que me esfuerce. Creí que hacía algo importante y elevado. Pero ahora mismo me siento como una verdadera estúpida.

Se hizo el silencio, pero esta vez no fue un silencio incómodo. A Mila eso la tranquilizó.

–¿Hay algo que pueda hacer? Quiero decir, ¿hay algo que puede hacer para lograr que te sientas un poquito mejor? Lo que sea, de verdad –añadió la mujer mirándola de nuevo a la cara. Por primera vez desde que había empezado esa pesadilla, por primera vez desde que se había convertido en una refugiada, a Mila le pareció que algo tenía sentido, o al menos que podía llegar a tenerlo. Las primeras lágrimas resbalaron mudas por sus mejillas. Luego llegó el sollozo desconsolado que llevaba reprimiendo desde hacía semanas. Cuando por fin empezó a remitir, mucho rato después, Eva seguía a su lado sujetándole la mano con fuerza entre las suyas.

Mila la miró y supo que esta vez iba a ser distinto. Porque Eva sí la estaba viendo de verdad y eso le permitía ser de nuevo una persona de carne y hueso. En su cara se dibujó una tímida sonrisa.

 

 

 

 

 

«Humor y autoría»: Luigi de Angelis escribe sobre tres audaces cineastas

Por Horacio Otheguy Riveira

Un muchacho escapa de rutinas felices, de gozosos escalamientos intelectuales a temprana edad, y cuando se topa con carencias, frustraciones, golpes dolorosos, encuentra en el cine un mundo con vida propia, diferente a la suya, y con extraña capacidad de acercarle a todos los ámbitos de la literatura, entrando así en un jardín donde fluyen fuentes fascinantes a través de la literatura, tanto arropado por ficciones, como por el academicismo enciclopédico… y así se forja una personalidad, “casi sin darse cuenta”, viviendo, leyendo, viendo, acrecentando una capacidad de observación que le lleva a diferentes partes del mundo desde su origen en Guayaquil, Ecuador, viendo teatro en Broadway, Quito o Buenos Aires, y estudiando en muy diversos lugares, siempre contando con dos hermanos muy influyentes: su talento y su perseverancia porque todos sus estudios fueron, y son, fruto de becas muy selectivas. Un  niño, un muchacho, un hombre.

Abreviado perfil de Luigi De Angelis Soriano, presente ahora como autor de su primera publicación, un ensayo muy original galardonado en justicia. La edición corresponde al Departamento de ciencias sociales y humanidades de la muy prestigiosa Universidad Católica de Santiago de Guayaquil. Y en ella el amante del cine ha volcado su pasión con un original aporte ensayístico sobre tres personalidades femeninas y aspectos que van de lo sociológico a lo filosófico con el cine como una gran pantalla donde el entretenimiento de millones de personas no excluyen en absoluto la posibilidad de reflexionar sobre profundos aspectos, así como también sobre la algarabía contradictoria de la vida cotidiana.

«Recuerdo cuando era muy joven y veía películas en los canales de televisión pagada. Pocas veces llamaba mi atención la programación del horario estelar, por lo que mis recuerdos se remontan a una época en la que básicamente madrugaba para encontrar algo que me interesase. Así, entre otras cosas, un buen día vi My American Cousin (1985, de Sandy Wilson). Se trata de una película especial, no muy conocida, con una sólida recreación de la década de 1950 y un tono afable, anecdótico y natural. Probablemente fue una de las primeras películas dirigidas por una mujer que vi. A ésta le siguieron otras obras que fueron poco a poco despertando mi interés en el cine dirigido y escrito por mujeres, algunas de ellas son The Virgin Suicides (1999, de Sofía Coppola) y Holy Smoke (1999, de Jane Campion). Aunque cada película era diferente, había algo en su visión que me enganchaba, quizás era la novedad de mirar desde otro ángulo, poniendo atención a otras cosas.

Ya en aquella época podía reconocer que había algunos aspectos comunes en la mirada desde lo femenino, pero también que no todas las directoras, sólo por el hecho de ser mujeres, compartían temáticas, estilos o modos de aproximarse a sus sujetos y objetos de interés. Cuando se reconoce que existe esta diversidad de posibilidades, es viable que el receptor perciba si no la presencia de un sujeto real, al menos una noción abstracta de autora que deja huellas en su producción.

Este reconocimiento sugiere que la búsqueda de la autora es un ámbito de estudio que favorece una toma de consciencia sobre la experiencia subjetiva. Pero además en mi investigación incluyo otro elemento: el género. Aunque en el imaginario colectivo el personaje del autor viste ropa de hombre, he decidido desde el principio aludir a su cariz femenino. De este modo, al nombrar a la autora, lo que propongo es subrayar un cúmulo de experiencias en las que la actividad creativa y el género se entrelazan como hilos que tejen una identidad ejercida desde fuera de la apuntada generalización».

Con este punto de partida, en un proceso de literatura muy ágil, cautivador, vamos entrando en el meollo del libro, es decir, en el eje que interesa al autor y da título al volumen: Humor y autoría en el estilo de tres creadoras como la libanesa, también actriz Nadine Labaki (1974), la neoyorquina Nicole Holofcener (1960) y la actriz, guionista y directora californiana Greta Gerwig (1983). «Desde diferentes contextos socioculturales, las tres utilizan el humor para matizar sus narrativas y planteamientos estilísticos, conduciendo al espectador a ese momento de identificación espontánea con presencias autoriales determinadas».

 

Nadine Labaki junto al cartel de Caramel, film que transcurre «en la Beirut contemporánea, donde cinco mujeres tienen como punto de encuentro el colorido salón de belleza Si Belle. Layale (Nadine Labaki) es la dueña del salón y mantiene un romance con un hombre casado. Nisrine (Yasmine Al Massri) es musulmana y está a punto de casarse, pero guarda un secreto. Rima (Joanna Moukarzel) lidia con el descubrimiento de su orientación sexual, le atraen las mujeres. Jamale (Gisele Aouad) es una actriz de comerciales que se resiste a envejecer. Rose (Sihame Haddad) es una costurera que cuida de su hermana con demencia senil. Los hombres aparecen poco en la narrativa de Caramel, pero el más notable es Youssef (Adel Karam), un agradable policía de tránsito perdidamente enamorado de Layale.

Nicole Holfcener, guionista y directora de Please Give.

La trama de Please Give tiene lugar en Manhattan. En la forma de un retablo costumbrista, cinco mujeres mantienen relaciones vecinales en un edificio. Kate (Catherine Keener) –en compañía de Alex (Oliver Platt), su marido– es la propietaria de una exclusiva tienda de muebles que obtiene la mercancía comprando a bajo costo los bienes de gente recientemente fallecida. Empieza a plantearse dilemas éticos a partir de su modo de vida. Abby (Sarah Steele), hija de Kate, tiene problemas para aceptar su cuerpo. Rebecca (Rebecca Hall) es una radióloga tímida con cierta dificultad para encontrar una relación afectiva. Mary (Amanda Peet), hermana de Rebecca, es una atractiva cosmetóloga cuyas inseguridades se han agudizado. Andra (Ann Guilbert); abuela de Rebecca y Mary, vecina de Kate, es una anciana huraña, incapaz de decir una palabra amable. Un sexto personaje femenino importante es la señora Portman (Lois Smith), paciente de la clínica donde trabaja Rebecca.

 

«Lady Bird se desarrolla en Sacramento, California. Al modo del género coming-of-age, explora el crecimiento psicológico y moral de una adolescente cuya vida es mostrada en relación a su entorno familiar, estudiantil, social y amoroso». En la foto, su protagonista Saoirse Ronan. Detrás, la directora Greta Gerwig, indicando detalles de una secuencia.

Para terminar esta breve crónica introductoria de un libro valioso en aportes y sugerencias, Luigi de Angelis Soriano nos deja con una espléndida metáfora que plasma su homenaje a las cineastas con ilusión de espectador agradecido, hacia estas creadoras singulares:

Mientras pensaba en los temas que he abordado siempre tuve presente una analogía con relación a Nadine Labaki, Nicole Holofcener y Greta Gerwig. He pensado en manos de mujer moldeando arcilla, la piel tocando el material, dándole forma, creando figuras con las yemas de los dedos, implicando su cuerpo, dejando su marca en la masa que con talento, trabajo y delicadeza se convierte en una obra capaz de cobrar sentido en la mirada y en el cuerpo del espectador. De este modo, siento que Caramel, Please Give y Lady Bird reflejan este tipo de trabajo artesanal, dejando en las obras las pistas necesarias para identificar a las cineastas.

Luigi De Angelis Soriano tiene varios perfiles, además de su pasión por el cine. En la actualidad es Candidato a doctor en literatura comparada en Western University (Canadá). Ha obtenido Master en Literatura comparada: estudios literarios y culturales por la Universidad Autónoma de Barcelona. Master en derecho civil y procesal civil por la Universidad Técnica Particular de Loja. Licenciado en educación con mención en inglés por la Universidad Técnica Particular de Loja. Abogado por la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil.

En estas páginas pueden encontrarse relatos y crónicas cinematográficas en las que desenvuelve con solvencia sus dotes literarias y variados conocimientos cinematográficos, desde la doble perspectiva del gozoso espectador y el feliz analista.

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Algunos de sus textos:

El dulce porvenir, de Atom Egoyan

Carol, de Todd Haynes

Voces (relato inspirado en un cuadro de Remedios Varo)

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Nuevos vecinos Por Elisa Pérez

Óleo de Héctor Daffara.

 

La nueva pareja de vecinos se iba a presentar dispuesta a pasárselo bien en su recién estrenado barrio.

Ajenos a las inevitables miradas y comentarios que suscitarían en los demás, habían aceptado la invitación de Esther. Como no tenían ningún compromiso para ese día, a Andrés le pareció que sería una forma estupenda de conocer el entorno en el que habían caído. Centrado en su trabajo, le divertía alternar de vez en cuando y conocer gente nueva.

Por su parte, María emitió una mueca de aceptación mientras él le lamía el cuello con avidez. No necesitaba convencerla, irían a esa barbacoa. Seguro que se divertía mucho también.

Se colocó una cinta de colores entre el pelo color zanahoria, que le caía en una suave cascada rizada sobre los hombros despejados. Finalizaba el verano pero le gustaba sugerir, mostrar, tenía unos preciosos brazos y una espalda muy sensual, según Andrés, y nunca escatimaba en mostrarlos.

Lucas vivía con Esther, anfitriona sin igual, conversadora incansable que alargaba su trabajo como secretaria internacional con demasiada frecuencia. Esta vez era una barbacoa, la semana anterior una cena temática… Mientras encendía el carbón, Lucas la contempló moverse incansable, saludando efusivamente a los primeros invitados: los nuevos vecinos. Sus manos de dedos largos, huesudos, dejaron de afanarse con el carbón ante la llegada de esos dos desconocidos.

  • ¡Qué bien que hayáis podido venir! Conoceréis a la mayor parte de los vecinos… es un barrio estupendo… pero qué bonito pelo tienes, precioso… Acomodaos por ahí…

María no respondía al bombardeo de halagos, propuestas y preguntas de su efusiva vecina. Esperaría su oportunidad. Quizás la encontrara pronto. Dirigió su vista hacia la barbacoa. El anfitrión estaba dejando su tarea hostigado efusivamente por su mujer: ¡Ven a saludar a los nuevos vecinos!

Lucas besó en las mejillas a María. Se ruborizó como un adolescente. Casi percibió su calor facial al tiempo que su intenso perfume. El olor le turbó, un intercambio fugaz de miradas le paralizó.

– Soy auxiliar de vuelo… —esta frase le inquietó aún más—.

– Qué coincidencia —exclamó entusiasmada María—, mi marido viaja mucho, seguro que habéis coincidido en algún vuelo… y ahora somos vecinos, ¡genial!

La palabra coincidencia no era la apropiada quiso protestar Lucas. Le incomodaba la facilidad de Esther para contar su vida y establecer lazos de familiaridad con cualquiera. Además esa mujer, su vecina desde hacía pocas semanas, le provocaba cierta inquietud.

  • Somos muchos en la empresa, es difícil coincidir —justo lo que él hubiera querido decir, si se hubiera atrevido, lo verbalizaba María con una firmeza que espantaba cualquier réplica.
  • Hago solo viajes transoceánicos cada seis semanas. El resto del tiempo no viajo —una sonrisa entre burlona y convincente pretendía dejar el tema de su trabajo de lado—.
  • Ah, claro, entonces puede ser que en alguno de sus viajes a China hayáis coincidido. No te acuerdas de ella, ¿verdad Lucas? Es tan despistado, tremendamente… si no fuera por mí… Ahí llegan Berta y Juan… Venid chicos que os presento.

La había reconocido. No le gustaba volar pero lo tenía que hacer con frecuencia por trabajo. Los vaivenes del avión se acentuaron cada vez más. El pánico le sacó de un sueño entrecortado. Con calma, ella se acercaba a cada pasajero para tranquilizarles. Llegó hasta él rozándole con su falda azul y dejando un halo de perfume igual de intenso que el que planeaba en el ambiente de su jardín en ese momento, para ofrecerle un vaso de agua que Lucas no rechazó. El líquido incoloro recorrió su garganta como un torrente fresco, que cerraba el brote de nerviosismo que comenzaba a sentir. Los recuerdos siguieron invadiendo su memoria en medio de la algarabía vecinal. Se colocó frente a ella con la mano extendida con un refresco. Comprobó que su rostro transmitía la misma seguridad de hacía tres años. La transición que le daba el descanso entre besos y saludos de bienvenida, la dedicó a observar los inconfundibles ojos verdes de su vecina.

María apenas le miró al recoger el refresco que le ofrecía. Permanecía atenta al monólogo de Andrés. El jardín comenzaba a llenarse de gente, todos deseosos de conocer a los nuevos. A su lado Esther ejercía una fuerte y dura protección intentando no dejarles solos en ningún momento, reclamando el protagonismo de haber sido la primera en presentarlos en sociedad.

  • Tienes un marido encantador —le susurró al oído—, Lucas es más callado, ya ves, se encarga de la barbacoa sólo por no tener que hablar con gente…, aunque vete tú a saber, quizás las mate callando… —una sonora carcajada retumbó demasiado cerca del oído de María que la miró con una sonrisa burlona—.

Mientras daba vueltas a las hamburguesas y las chascas tomaban el tono rojizo más idóneo, a Lucas le invadían recuerdos que creía olvidados. La llegada a destino fue tan bien acogida por los pasajeros que todos aplaudieron al pisar tierra. Había sido un vuelo terrible, las atenciones de María consiguieron calmar el miedo general. Después una breve despedida en la puerta del avión, siguió a un encuentro fortuito en la cafetería del aeropuerto, a falsos saludos y a algunas risas que llevaron a lo imprevisible, a lo inesperado. Jamás antes había engañado a Esther, en ninguna de sus ausencias había tenido contacto con otras mujeres. Fue la primera vez y, ahora recordaba, también la última. Al tiempo que daba vuelta a la ristra de chorizos a punto de quemarse, revivió la sorpresa y la contrariedad que experimentó al despertarse a la mañana siguiente, en la cama del hotel cercano al aeropuerto. Tan sólo el rastro de su perfume permanecía con él sobre una almohada testigo de una noche desenfrenada y vibrante. Durante semanas revivió esas horas en su cabeza notando que la excitación le invadía sin control, recorriendo las líneas del cuerpo de María.

Las mujeres se arremolinaban alrededor de Andrés que en modo líder, conseguía embelesarlas con historias que María apenas escuchaba. Prefería juguetear con su copa o anudarse la cinta del pelo. Le observaba sopesando si le hacían caso por su derroche de humor o solo por ser la novedad. No era muy atractivo pero le gustó a María cuando le conoció en un vuelo a Japón. Su fingida comicidad y sus manos huesudas y largas, que movía con desenfreno al hablar, la atrajeron especialmente.

El olor a carne asada había invadido el barrio, las luces comenzaban a encenderse de forma acompasada como si de una orquesta se tratara. El humo se evaporaba entre las hojas de los numerosos árboles que adornaban el jardín de Lucas y Esther. Él no podía concentrarse como en otras ocasiones; el sudor le empapaba la camisa. Corrió dentro de la casa. Debía cambiarse. Olería a chasca, a humo, a culpa. Las dudas iniciales se esfumaron pronto. La miró al pasar junto al grupo donde Esther sonreía mientras escuchaba. La certeza absoluta de que era ella alteró aún más a Lucas. El pelo un poco más largo quizás; le parecía más esbelta imbuida en unos ajustados pantalones naranja, todo eso no hacía más que reconocerla en aquella mujer con la que tuvo la mejor aventura amorosa de su vida.

  • Cariño ¿estás bien?, esta noche te has superado con la carne… ¡exquisita!… qué majos nuestros vecinos, ¿verdad? Y ella tiene mucho estilo… su marido es tan divertido.

Lucas reconoció esa sensación de desamparo que le entraba cada vez que oía a su mujer desentrañar la vida de otros. Los diseccionaba, penetraba con un bisturí hasta sus entrañas. El terror de que descubriera su secreto se extendía por todo su cuerpo, cual mancha de aceite.

El convite continuó bullicioso, permitiendo que el frescor de la noche se aproximara con sigilo.

  • Qué maravilla de encuentro, gracias por invitarnos —la voz aguda de María se expandió por los oídos de Lucas— me estoy divirtiendo mucho… Y además te he estado observando mientras te afanabas en preparar la barbacoa y…

Lucas en ese momento quiso interrumpirla para gritar: ¡sí, soy yo, el de hace dos años! Pero no abrió la boca, por el contrario continuó expectante.

  • … y me preguntaba de dónde has sacado esa habilidad con el asado… lo sazonas, lo volteas, lo mimas… parece que lo estuvieras acariciando, te voy a nombrar el mejor chef de barbacoas del mundo.

¿En serio? ¿Así le veía: el mejor chef de barbacoa…? No le había reconocido, después de todo… solo por el asado, solo le hablaba por eso.

  • Y tengo que reconocer además —María proseguía su alegato presuntamente ajena a la desilusión creada en Lucas— que no suelo comer carne al menos en barbacoas… Oye, te noto muy acalorado, ¿te traigo una bebida?
  • ¿Eh?, no, ahora no, he bebido ya unas cuantas copas… gracias —la miró desde una distancia que hacía difícil no olerla. Por encima del aroma a asado su perfume se imponía—.

Por un minuto sostuvieron las miradas. Al otro lado del jardín se produjo una risa generalizada cuando alguien cayó a la piscina.

  • Perdona, ahora vuelvo… —Luis corría a auxiliar a su mujer que disfrutaba de un baño nocturno mientras invitaba a que otros hicieran lo mismo. Según ella era una forma fantástica de terminar una noche de fiesta, a pesar de que había jurado que esta vez no lo promovería.

La noche había conseguido situarse entre los invitados, entregada a su eterno devenir. Andrés había acabado su repertorio de temas, se mantenía con cara de cansado, riendo bobalicón. A él no le gustaba nadar y menos exponer su desnudez. María se acercó. Le dijo algo al oído, mientras él le besaba el cuello suavemente. Ambos se levantaron. Parecían conocer el camino, a pesar de ser la primera vez que estaban en esa casa. Lucas les contempló mientras repartía toallas entre aquellos que quisieron seguir el ejemplo de su mujer. Ambos entraron en la casa, cogidos de la cintura. Lucas no podía evitar mirarlos; observar el caminar erguido y armonioso de María le excitó.

  • Voy a por más toallas —con esa excusa corrió a la casa, necesitaba seguirlos. Ni en la cocina, ni en el salón, quizás en la biblioteca… Ni rastro de ellos.

Un pequeño grito ahogado le atrajo hacia la planta superior. El grito se hizo más evidente. Una de las puertas permanecía ligeramente abierta. Lucas no pudo evitarlo, acercó primero el ojo derecho para mirar; luego apoyó el oído para sentir los gemidos, los susurros entrecortados de placer de la pareja. Fue un minuto que pareció un segundo lo que le bastó para atreverse a abrir un poco más la puerta, le importó poco que pudieran verlo, tenía que confirmar que eran ellos.

Desde una posición más clara consiguió ver la escena imaginaria que llevaba toda la tarde reviviendo con María. Un ahogado gemido de Andrés puso punto y final a la escena. Lucas aprovechó que los dos yacían desnudos sobre la cama para bajar corriendo hacia fuera. Necesitaba tomar aire. De fondo, las risas desde la piscina ahogaban los latidos desbocados de su corazón.

  • Queremos proponer un brindis —María intentaba acaparar la atención de los invitados— por nuestros anfitriones, los mejores y más encantadores vecinos que jamás he encontrado! —todos siguieron a la mujer que poco a poco había conseguido atraer la atención de los presentes— y especialmente quiero celebrar que esta noche he probado la mejor barbacoa del mundo. Lucas, eres el mejor chef de barbacoas! —la sonrisa burlona de María se tornaba en rabia dentro de Lucas al escucharla una vez más con esa cantinela ridícula.
  • Gracias de nuevo por invitarnos —a la salida de la fiesta ya concluida, María se dirigía a Lucas con los zapatos en la mano, el rímel aún en sus pestañas y los pantalones desabrochados por la cantidad de carne que había tomado, según confesaba. En una noche había pasado de ser la nueva a convertirse en la reina: adorable, irónica, sensual… había encandilado a todos oscureciendo las aparentes virtudes del bueno de Andrés.

Mientras, a Lucas le costaba reponerse de lo vivido. Se debatía entre lo visto y lo sucedido hacía dos años.

  • ¡Me encantó conoceros! —Esther se deshacía en elogios y cumplidos.

El último abrazo entre ambas mujeres desató el desconcierto en Lucas: María le comentaba algo a Esther en voz baja que hacía abrir los ojos de ésta de forma exagerada. ¿Qué le habrá dicho?

Un beso soplado en el aire fue la última imagen de la vecina para Lucas, que de reojo la observó marcharse entre el resto de invitados destacando con su andar altanero, sobresaliendo con su melena naranja, riendo del brazo de Andrés que se arrastraba parsimoniosamente.

 

Lucas no podía dormir, se dedicó a recoger los restos de la fiesta, mientras Esther caía sobre la cama víctima de su excesiva dedicación a los demás:

  • ¿Sabes que me ha confesado María? Qué Andrés no es su marido. Me ha dicho que es su última conquista… resulta un poco descarada, ¿no crees? ¡Qué pena, con lo majo que es él!

[Mujer mirando por la ventana, Carolina Torres]

Antes de que terminara de ponerse el pijama, Esther roncaba plácidamente. En su bolsillo Lucas guardaba un papel que había encontrado entre las copas del brindis. Dudó si abrirlo. Lo desplegó sin reconocer la letra, la intuición fue suficiente: “… Mira por la ventana superior del lado derecho… me desnudaré lentamente para ti. Andrés se habrá dormido; por cierto, ya sabrás que no es mi marido, ¿verdad?”

Desconcertado aún más, y sudoroso por el esfuerzo de entender, cerró y guardó el sobre. Saldría a tomar un poco de aire.

Desde una silla del jardín que aún permanecía en pie giró sus ojos hacia la derecha… el pequeño reflejo de una lámpara encendida destacaba en la oscuridad de la noche.

Lucas cerró y guardó el sobre, dispuesto a hablar con su mujer sobre lo agradables y simpáticos que han resultado los nuevos vecinos.

Laura Por Paula Alfonso

 

 

– Aquí nadie nos hace caso, la de veces que lo hemos advertido.

– Y podemos dar gracias a Dios de que en ese momento no pasaba nadie por debajo, si no estaríamos ante una auténtica desgracia.

– Es que este ayuntamiento hace lo que le da la gana. La semana pasada, sin ir más lejos, tuve que ir a arreglar unos asuntos de mi Felipe y aproveché para avisarles de que rara era la mañana en que este trozo de acera no amanecía con cascotes y piedras desprendidas de la fachada; que hasta ahora no había pasado nada, pero que cualquier día lo íbamos a lamentar; que tenían que hacer algo de modo urgente…, pero su respuesta fue la de siempre, que no consiguen contactar con los nuevos propietarios y sin su autorización, no pueden hacer nada.

– Esto pasa por irse al otro mundo sin dejar las cosas arregladas y más cuando no hay hijos de por medio.

– Sí, es verdad, yo conozco casos en que tras pleitear durante años con otros parientes por una herencia, cuando al fin la consiguen, lo único que reciben son casas que a duras penas se mantienen en pie y solares arrasados por falta de cuidado. Eso mismo va a suceder aquí, ya lo veréis.

La conversación de aquellas mujeres, paradas en el centro de la plaza, llegaba hasta mí filtrándose por la madera agrietada de los ventanales y me servía de entretenimiento mientras hacía mi trabajo. Aunque sus críticas iban en contra de la corporación a la que pertenecía, había que admitir que tenían razón. En los últimos años el número de avisos que recibíamos de posibles derrumbes en casas como esta, grandes, señoriales, situadas en la mejor calle del pueblo había aumentado considerablemente. En todos ellos las circunstancias eran las mismas, inmuebles que, mientras en los tribunales se dilucidaba quién sería su nuevo propietario, padecían un período de abandono, de desatención que en caso de prolongarse podía ocasionarles graves daños. Daños que con bastante frecuencia colocaban al nuevo dueño en la difícil situación de tener que elegir entre renunciar a la propiedad por falta de fondos para la rehabilitación o dejarla morir lentamente.

  • Laura, conviene que salgamos de aquí cuanto antes, esto no me gusta.

La voz de Pedro, el secretario, me sobresaltó. Hablaba desde la puerta, sin atreverse a entrar y era comprensible, cada movimiento, cada paso que se daba en aquella habitación despertaba en el suelo el quejido doliente de la madera seca a punto de resquebrajarse, pero había que hacer el trabajo. Como arquitecta municipal debía tomar fotos que probaran lo que expondría en el informe: que las vigas eran ya visibles en buena parte de los techos, que las paredes presentaban profundas grietas, algunas de más de 3 centímetros, que el suelo era ya inexistente en determinadas zonas…, y como conclusión el fatal veredicto: “Se aconseja su demolición”.

Óleo de Francesco Mangialardi, nacido en Mileto, Anatolia, Turquía.

En su día debió ser una casa muy bonita, aun en aquella mañana con sus agrietadas paredes, sus visillos convertidos en lacios girones y sus escasos muebles semienterrados bajo capas y capas de polvo, mantenía su toque señorial. Miré a mi alrededor y pude imaginar con facilidad cómo sería aquel espacio en los días de su máximo esplendor. Se trataría de una habitación, elegante, distinguida, con su suelo de madera pulcramente encerado, en el centro una gran mesa ovalada sobre la que reposaría un jarrón con flores frescas o una figura de porcelana y en las esquinas conjuntos de sillones tapizados en terciopelo, complementados de mullidos cojines. Los cuadros de los antepasados mirando con orgullo hacia el frente disputarían el espacio de las paredes a los cuadros de paisaje, montería y alguna que otra naturaleza muerta y habría más, mucho más, tal vez escabeles para que descansaran los pies de la señora, lámparas con abalorios de colores o simplemente de cristal que con los rayos de sol desprenderían bellas irisaciones en todas las direcciones. Sin duda aquel espacio debió disfrutar de un tiempo en el que lució brillante, limpio, acogedor, imposible imaginar entonces que adoptaría la lamentable imagen que en aquellos momentos se abría ante mis ojos.

  • Laura, venga, vamos, déjalo ya, que no quiero ser mañana noticia en los telediarios “Dos empleados del ayuntamiento quedan sepultados bajo montañas de escombros mientras realizaban su trabajo”.

Esta vez su voz sonó más lejana, me hablaba desde el piso de abajo, pero tenía razón, había que irse.

  • Voy, solo me queda un momento, acabo enseguida.

Me volví para dirigirme a la puerta, pero algo llamó mi atención, estaba en un rincón, era una pequeña alacena con puertas de cristal que milagrosamente se mantenían enteros. Con mucho cuidado, midiendo muy bien dónde ponía los pies, me acerqué.

Los pomos eran finas bolas de porcelana blanca, las tomé y con precaución tiré de ellas hasta que las puertas se abrieron. El olor que recibí me gustó, era el típico de los sitios cerrados, mezcla de humedad y naftalina con un toque a rancio. Aquel espacio triangular embutido en la esquina era simplemente precioso, tenía cuatro vasares cubiertos de finos paños rematados con puntilla. Toqué uno de ellos y pude percibir la todavía prestancia del almidón, estaba segura que si tomaba aquella tela y la doblaba oiría su crujir igual que una hoja seca y acabaría deshaciéndose como el polvo entre mis dedos. En el interior quedaban los restos de un pillaje apresurado o que no habían sabido despertar interés, tazas, vasos, algunos caídos, otros rotos. Tomé una de aquellas tazas, soplé el polvo acumulado en su interior y la examiné al trasluz, no, no se trataba de porcelana fina, pero su diseño era muy interesante. Dejé la pieza en su sitio antes de que los demás elementos me recriminaran su ausencia y desvié mi atención hacia la azulejería. Era realmente especial, costaría hoy una fortuna reproducirla, si es que se encontraba a un ceramista que supiera hacerla igual. Se habían elegido motivos distintos para los cuatro niveles, pero la combinación de color era la misma: amarillo, azul y alguna pincelada de verde. Pasé la punta de mis dedos por aquella fina superficie y aunque encontré zonas con el esmalte ligeramente cuarteado, su grado de conservación podría calificarse de excelente.

Al llegar al último de los vasares, el más próximo al suelo, noté que dos de los azulejos, en concreto los del centro, se movían ligeramente; habrán perdido el cemento que los sellaba a la estructura, pensé, pero al fijarme más vi que no era así, sus bordes estaban expresamente cortados en bisel, luego difíciles para sujetarse a cualquier argamasa. Sin duda aquellas dos piezas estaban hechas a modo de trampantojo para disimular su verdadera utilidad. Recordé mis clases de arte en la facultad, cuando se nos decía que las casas señoriales solían contener espacios secretos, pequeños receptáculos, cuya existencia solo su propietario conocía y que normalmente se ubicaban en escritorios, camuflados tras una pared o bajo las tejas de alguna construcción secundaria, la dificultad estaba en localizar el mecanismo que los abría y animada por esa idea empecé a palpar cada centímetro de aquella alacena, por dentro, por fuera, los bordes, las juntas. Cuando el polvo en la yema de mis dedos estaba a punto de anular cualquier percepción, tropecé con una pequeña lengüeta muy bien disimulada entre las filigranas talladas en la madera de la puerta, la presioné y de inmediato, movilizados por un resorte, los dos azulejos se elevaron unos centímetros de su superficie.

Fue como si alguien que llevase mucho tiempo dormido de pronto abriese los ojos. Con verdadera ansiedad introduje las manos por la abertura y enseguida tropecé con un rugoso paño, lo palpé, en realidad era la cobertura, el elemento protector de algo más valioso que se sentía debajo, algo que su propietario quiso salvaguardar de miradas ajenas y del deterioro del tiempo. Cuando conseguí tener el objeto bien sujeto tiré de él y sin apenas dificultad lo saqué a la superficie. Con él en mis manos, con la misma veneración que muestra el sacerdote cuando sostiene el Cáliz, me dirigí a un pequeño aparador, lo deposité encima y con extremo cuidado comencé a retirar el paño, con mis abundantes movimientos partículas de polvo debieron sentirse liberadas y saltaron a mi alrededor para depositarse en otras superficies. Deshice el último doblez de la tela, la retiré del todo y ante mis ojos apareció un voluminoso libro forrado en pergamino. Levanté su tapa y en su primer folio con una grafía antigua pero clara y precisa, escrita con plumilla, podía leerse – Daniela.

  • Esta vez os aseguro que la liga es nuestra, ya lo veréis.

La voz de Pedro charlando animadamente en la plaza con dos vecinos me obligó a tomar conciencia de la realidad.

Cerré de nuevo la tapa, volví a cubrir el volumen con su paño protector y con máximo cuidado lo guardé en el lateral de mi cartera, entonces sí, abandoné aquella habitación, bajé las escaleras y salí al exterior para reunirme con mi compañero.

  • Ya podemos irnos, le dije.

Se despidió de sus contertulios y comenzamos a caminar. Antes de girar por una de las calles y dejar atrás la plaza quise volverme para mirar una vez más aquella casa y lo que vi me obligó a detenerme. Parecía más ajada, más deteriorada, incluso más pequeña que antes, incluso que aquella misma mañana cuando forzamos sus puertas y entramos en su interior. Era como si hubiera comenzado a replegarse sobre sus propios cimientos, como si se estuviera preparando para morir.

Al día siguiente, cuando ni siquiera había acabado de redactar el informe, un fuerte estruendo nos sobresaltó a todos, la casa de los Franceses, así se la conoció siempre, se había desplomado. Cuando fuimos a verla no quedaba en pie ni un solo paño de lo que fueron sus paredes, todo era un amasijo amalgamado y horizontal que podía retirarse.

Pasé largo rato observando aquellas ruinas en silencio y tuve la convicción de que la casa se había inmolado por su propia voluntad, antes de que nadie lo ordenase, antes de que una máquina excavadora osara alterar la estructura de su fachada, antes incluso de que viniera otro propietario a poseerla y decidiera por ella, conocedora de que su tiempo había tocado a su fin, y puesto a salvo su legado tras depositarlo en mis manos, decidió morir y convertirse en polvo.

Descansa en paz.

 

Un encuentro peculiar Por Horacio Otheguy Riveira

Ninguna reacción aparente, pero las sonrisas son más que suficientes. Una carta de presentación que a los dos gratifica notablemente. Tanto es así que en el trayecto hacia la zona donde se desarrollará la entrevista no dicen palabra. No hace falta. Se sienten tan cómodos sonriendo de frente o de perfil, ligera o abiertamente, que se acercan con suavidad al lugar donde habrá preguntas y respuestas por ambos muy esperadas.

¿No echa de menos aquella vida tan excitante?

Soy un hombre de 85 años que camina con bastón, felizmente retirado del mundo.

¿Nadie le pregunta por sus famosas conquistas?

Es lo bueno de una Residencia, lo que tiene en común con la cárcel: todos somos anónimos, sin otro pasado que el que cada uno quiera contar.

Sólo pasó diez meses en prisión y por un error.

“¿Solo diez meses?”. Eso es muchísimo tiempo.

¿Quiere comentarlo?

No.

¿Siempre le gustó ser actor porno?

Hermoso trabajo, sí: copular con estilo, amoldar la excitación, abandonar el ego masculino, tan estúpidamente fálico, retrasar la cascada final, acertar la caricia, rendirse a una pasión bien dosificada; muchos detalles que debían hacerse públicos, claro que me gustó, sobre todo cuando empecé a dirigir y producir y logré tener éxito con la pornografía que yo consideraba con más clase.

¿Nunca le afectó la mala imagen social?

Jamás. Únicamente me importó que la cosa funcionara, el negocio en sí mismo, que pasó por muchos altibajos antes de mi declive.

Se refiere al declive del género como arte.

Exacto, al batiburrillo porno de clase Z, muy traqueteado por Internet, las prisas y la degeneración cruel de la tragedia de los menores. Si no le importa preferiría hablar andando, en cuanto me quedo quieto me empieza a doler todo.

Estupendo, a mí también me conviene caminar.

¿Lleva mucho tiempo con esa pierna nueva?

No mucho, pero me lleva tiempo acostumbrarme. Tardo más de lo que quisiera.

Es usted muy guapa.

Es muy agradable que me lo diga alguien como usted que ha conocido a tantas mujeres espléndidas.

No tantas, más bien pocas.

¿Le gusta presumir de humilde?

Las mujeres que yo considero muy guapas son como usted, un encanto fuera de lo normal que esconde infiernos y paraísos secretos y alternos.

Lo mismo me sobrevalora.

No creo. La calidez de su apretón de manos, el vaivén de sus ojos, el color de su piel… Está usted llena de secretos muy atractivos.

¿Se enamoró muchas veces?

Fui enamoradizo, sí, imposible no serlo cuando se está en contacto con tantas mujeres diversas, tantos preciosos rincones, de tantos aromas y miradas… No importa lo más mínimo lo que se considera normalmente como belleza o sex appeal, para nada, de pronto un par de gestos y un movimientos de labios convoca un romanticismo impresionante. Enamoradizo, sí. Y siempre me han dolido las rupturas.

¿Ha dejado a muchas?

Y muchas me han dejado a mí. De todo hay. Más aún cuando se invade el tan prohibitivo mundo del sexo.

Usted ha vivido menos prohibiciones que nadie.

Aparentemente. Se puede fornicar a diario y ser un monje torturado a la hora de la verdad, mirando los ojos de una mujer que se resiste al amor.

¿Usted ha vivido eso?

¿Le sorprende tanto como parece?

Es usted una caja de sorpresas, más que un reportaje para un periódico me encantaría escribir un libro sobre su vida.

Tal vez le dé esa oportunidad, aunque no sé, no sé si debiera, en tiempos me ofrecieron mucho dinero y no acepté. Pero usted tiene un toque de perversión encantador.

¡Por Dios no me venga con que le recuerdo a Tristana! Es lo peor que me han dicho, que quieren acostarse conmigo para hacerlo con Tristana-Catherine Deneuve, y después por Olivia Molina que hizo el personaje en teatro. La parálisis, la pierna ortopédica a veces imaginaria, que ni llegan a tocarla, pero les enciende. Siempre ese morbo me ha parecido espantoso. En una ocasión no dormí bien durante una semana, cada vez que caminaba con mi cojera creía que me iba a desmayar mientras mi amado huía de mi lado o se arrastraba tras de mí a todas horas. ¡Qué novela tremenda! La película menos, no tiene alma, pero la novela de Galdós es formidable, no me diga eso, dígame que no lo pensó siquiera.

Venga, siéntese conmigo debajo de este árbol, rindamos un homenaje a Galdós, que a mí también me gusta mucho, vayámonos a su época y recojámonos: heme aquí, soy el muy anciano rey del porno con bastón, y usted la intrépida periodista con pierna ortopédica. ¿Puedo tomarle una mano y besársela como si fuera un caballero de un tiempo lejano? Su piel huele de maravilla. No, en absoluto, no pienso en usted como en Tristana, aquella fue prisionera de un hombre en una sociedad mezquina, y usted se está construyendo su propio mundo en una sociedad más libre. No, su toque de perversión es otra cosa porque me recuerda al único gran amor de mi vida, una señorita de aire antiguo que adoraba la fiesta del sexo, pero evitando el culmen, lo que se entiende como la posesión final.

Creo que voy a desmayarme, le pareceré una idiota renacentista al borde de la histeria, pero esa podría ser yo perfectamente, aunque suelo sentirme la más extravagante urbi et orbi.

Con Leonor fuimos pareja en los años de mi mayor éxito en el porno, cuando todos me creían una fiera sexual, un animal eternamente sabio y dichoso entre las mujeres más salvajes. Pero sólo la amaba a ella.

La única que no se dejaba…

No diga nada que pueda herirle.

¿Herirme o herirle a ella?

Es lo mismo, es igual.

Cuénteme, por favor.

Era ayudante de producción, bastante más joven. Asistía a todos los rodajes. Durante una cena nos pusimos a conversar. Había mucha gente, pero al final sólo nos quedamos los dos bebiendo un exquisito vino en una terraza frente al mar. Hablamos de muchas cosas pero sobre todo de literatura, teníamos esa pasión común, y en plena madrugada fuimos a pasear por la playa y de pronto nos sorprendimos besándonos con torpeza de adolescentes, hasta que ella me desnudó por completo y me dijo: “He soñado con tenerte desnudo sólo para mí”. Pero ni entonces ni en los años en que estuvimos juntos viéndonos a diario y amándonos a menudo, dejó que fuera más allá de mil caricias, y besos entre sus muslos, y jamás quiso darme ninguna explicación por ese temor a perder la virginidad.

¿Qué fue de ella?

Un día se marchó.

¿Y no le escribió ni una carta?

Cartas sí, muchas cartas, cartas en papel blanco, celeste y verde con tintas azul, negra y roja. Cartas de amor y desamor literarios: amábamos los libros y había decidido abandonarme.

Me parece que esto es demasiado para mí, me estoy mareando, me duele mucho la pierna que no tengo y…

No tema, señorita, sé guardar un secreto, y también sé que no publicará esta parte de la entrevista.

¿Usted va a guardar mi secreto? Pero si usted no puede protegerme, no puede salir de aquí, apenas se mantiene en pie.

Hay muchas maneras de proteger a una muchacha tan guapa como usted, muchas, por ejemplo le hará muy bien saber que yo rezaré por su felicidad de bella virgen… hasta que decida lo contrario en plena libertad.

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¿Además reza? Es una caja de sorpresas en todos los sentidos. Se lo agradezco pero no me sirve de nada, a mí lo que me va a servir es contar su historia de amor con esa mujer y lo demás son tonterías, si no tengo ese asunto, que es el más suculento, el que más morbo tiene, no me van a pagar bien la entrevista, y quizás ni la publiquen, porque ese asunto de que el rey del porno es un tipo culto, refinado, religioso y amante de la poesía no le va a interesar a nadie. Otra cosa sería si me contara detalles de orgías, de políticos de alcurnia, jueces y obispos pagando fortunas para dar satisfacción a su lujuria.

Por supuesto que se lo contaré, señorita, con lujo de detalles, pero tiene que prometerme que de aquel amor no dirá palabra.

¿Seguro?

Seguro, y también le daré buenas fotos. 

Pero, bueno, primero una entrevista más o menos intensa, y lo mejor para el libro que nos llevará un tiempo que tendré que medir en un organigrama, una especie de guión.

Lo que quiera.

Sólo quiero pedirle algo más.

Dispare.

Siga acariciándome con la mirada.

¿Le gusta mucho que la desnude con la mirada?

Mucho, sí, y que me sorprenda mirándome cuando menos lo espero. Produce usted un recorrido muy especial, por primera vez no me siento violenta, todo lo contrario. Fascinada como si estuviera en el centro de un escenario y todos los focos me cubrieran desnuda, pero el único espectador sería usted.

Me sentiré muy bien acatando su deseo. Tendremos que vernos a menudo. Nos encontraremos aquí y también fuera, donde usted disponga. Nos queda mucho tiempo por delante.

¿Resistirá su salud?

¿Nunca vio renacer a un anciano? De verdad se lo pregunto, no se ría, bueno, tiene una risa tan hermosa que puede reírse todo lo que quiera. Pero el renacimiento existirá con buenas dosis de asombro por ambas partes.

¿Le gustaría volver atrás, revivir? ¿Repetiría aquella experiencia amorosa tal cual?

Ya lo estoy haciendo, señorita. El poder de la imaginación reinventa paisajes y rompe fronteras constantemente.

¿Siempre ha confiado en ese poder?

Siempre. De esa manera lo bueno es siempre maravilloso. Una colaboración muy interesada de nuestros deseos sobre la realidad.

¿Entonces el placer es un producto…?

Sí, un producto. De entrada, perfecta definición: producimos emociones como una fábrica de coches.

¿Entonces el placer es un producto individual, solitario… que a través de sus películas se comparte impúdicamente?

Es usted irresistible, señorita.

Y usted me parece fascinante. Me hubiera gustado conocerle hace 20 años, en pleno apogeo.

Tal vez no le resultaría interesante aquel personaje. Hoy puedo reflexionar, entonces sólo vivía…

¿Y si “sólo vivía” era puro torbellino?

Algo así. Quizás le hubiera gustado perderse en uno de sus remolinos. Pero no sería recomendable.  

¿Me ve como chica ligeramente perversa a la que debe mimar?

La veo como una estupenda muchacha a la que me gustaría mucho amar.

Después de acordar nueva cita para unificar el plan de trabajo del libro de memorias, les unió un silencio muy grato, inesperado entre dos intensos conversadores, un silencio amablemente aderezado por el humo de cigarrillos que ambos tenían prohibidos. Así, hasta que una enfermera vino a buscar al residente para cumplir con el rito de la cena y las últimas medicinas de la jornada.

La joven periodista enderezó su pierna ortopédica y esperó para marcharse. Vio alejarse a su entrevistado estelar por el sendero arbolado y pensó en las palabras que se deslizarían por el teclado en homenaje a un mundo perdido para siempre. Al ponerse de pie y recorrer el camino de salida se sintió acompañada. La espalda ligeramente húmeda, el cuello portaba una mano masculina firme y suave a la vez, los labios se sentían tan reconfortados que tuvo que serenarse en el gran portal de la residencia antes de acercarse al bordillo para detener un taxi.

 

 

 

 

 

El accidente Por Ana Riera

UNO

Román García conducía su coche por una solitaria carretera secundaria. Era un día templado de finales de primavera. En la radio sonaba un audio motivacional.

—Puedes hacer todo aquello que te propongas. Concéntrate en tu objetivo. Repasa mentalmente las razones que te llevan a perseguirlo. Si estás convencido de tus motivaciones, te será más fácil ponerlas en práctica.

Llevaba todo el camino escuchando el audio. Lo había puesto ya tres veces de principio a fin. La cinta se terminó una vez más y el silencio inundó el pequeño habitáculo.

—Puedo hacerlo, tengo que hacerlo. Es la única forma. Al menos es la única que se me ocurre—se repitió Román en voz alta—. Al final siempre hay que rendir cuentas. Si no me hubiese enterado. Pero desde que lo sé, no puedo quitármelo de la cabeza. Es imposible. No quiere saber nada de mí. Me odia. A muerte. Es mejor aceptarlo. He sido un cabronazo y ahora me toca pagar un peaje. Sólo tengo que hay que echarle cojones. Venga chaval, que tú puedes.

Román siguió conduciendo concentrado en la carretera. Iba aferrado al volante. De tanto apretarlo, tenía los nudillos blancos. Desde que había cogido la última bifurcación no se había cruzado con ningún vehículo, pero ahora, al salir de una curva cerrada, vio un coche a lo lejos. Era rojo. Un Hundai. Inconscientemente se llevó la mano derecha al bolsillo de la camisa. Sí, ahí estaba. Lo encontrarían en seguida. Aceleró. Las manos empezaron a transpirarle sobre la piel áspera del volante. Aceleró un poco más. Al poco estaba a menos de cinco metros del otro auto. Podía distinguir claramente que sólo llevaba un ocupante. Era una mujer joven.

Román supo que había llegado el momento. Era ahora o nunca. Respiró profundamente un par de veces. Luego apretó los dientes y, acercando el cuerpo al volante, presionó al máximo el acelerador. El coche emitió un ruido estridente, parecido a un grito de guerra, y se empotró en el coche rojo. Un segundo más tarde, el Hundai estaba bocabajo, seriamente dañado. El otro vehículo estaba completamente destrozado. La colisión había sido brutal.

DOS 

–¿Qué traéis?

–Dos víctimas de un accidente de tráfico. De dos coches distintos.

–De acuerdo. Cuéntame—dijo la doctora Ramírez.

–La víctima del primer vehículo es una mujer. Blanca, de unos treinta y pico años. Presenta una fuerte contusión en el tórax y una herida abierta en la cabeza. Está inconsciente. Constantes vitales estables pero débiles. La víctima del segundo vehículo es un hombre. Blanco, de unos sesenta y pico años. Le hemos practicado una traqueotomía. Constantes vitales muy débiles.

–Está bien. Me llevo a la chica al box 2. Martínez, llévate al otro al box 4 y llama en seguida al doctor Heredia. Vamos, rápido. No hay tiempo que perder.

TRES

–Eh, Ramírez. ¿Cómo va tu paciente, la chica del accidente?

–La hemos estabilizado, aunque sigue inconsciente. Pero lo peor no es lo del accidente. Al introducir sus datos en el sistema, me ha saltado una alerta. Está esperando un trasplante de hígado. Ya estaba en las últimas antes de esto. Pero el accidente la ha dejado todavía más débil. Necesita ese trasplante ya. ¿Y el tipo que la embistió? ¿Cómo sigue?

–No creo que pase de esta noche. Está muy mal. El muy gilipollas no llevaba puesto el cinturón de seguridad. El golpe debió ser brutal. Está destrozado. Pero hay algo bueno. En el bolsillo de la camisa llevaba un carnet de donante de órganos. Acababa de hacérselo. ¿Qué te parece? Yo lo llamo justicia poética.

–¿Has mandado hacerle análisis para ver la compatibilidad?

–Sí, ya están en ello. En un par de horas tendremos los resultados preliminares. A ver si al menos podemos hacer feliz a alguien.

CUATRO

–¿Habéis visto a la doctora Ramírez?

–Hace un momento estaba en el Box 2, con la chica del accidente.

–Perfecto.

El doctor Heredia se dirigió veloz hacia la zona de los Boxes. En seguida localizó a su colega.

–¿Se puede saber a qué viene esa sonrisa? ¿Has encontrado a alguien que te haga el turno del fin de semana?

–No, algo mucho mejor.

–¿Mucho mejor? Dispara, anda.

–Acaban de darme los resultados de los análisis del tipo del accidente. No te lo vas a creer. El hígado del donante es compatible con el de tu chica en un 98 por ciento.

La doctora Ramírez levantó la cabeza y lo miró incrédula.

–¿Estás seguro?

–Cien por cien. He hecho repetir los análisis y lo he comprobado tres veces. ¿A que es la leche?

–¿El hombre está consciente?

–Medio, medio.

–Me vale. Prepararlo todo para el trasplante. Voy a hablar con él para confirmar que efectivamente está de acuerdo en donar sus órganos.

CINCO

Román, el paciente del Box 4, yacía en la camilla con los ojos cerrados. Respiraba con dificultad emitiendo un extraño sonido con cada exhalación.

–Buenas tardes, señor García. ¿Puede oírme?

Román hizo un leve gesto con la cabeza, pero siguió con los ojos cerrados. El tiempo apremiaba y la doctora sabía que no era momento de andarse con rodeos.

–Señor García, soy la doctora Ramírez. Hemos encontrado su carnet de donante y sólo quería confirmar que es suyo y que efectivamente es usted donante.

El paciente asintió de nuevo. Parecía tranquilo. De repente, sin abrir los ojos ni cambiar la expresión, dijo con un hilo de voz:

–Esta vida perra. El que la hace la paga. Dígale que lo siento.

La doctora llamó a la enfermera.

–Proceda con la sedación. El paciente ha empezado a tener alucinaciones. Ha empezado a recitar títulos de canciones o algo así. Ya no sabe lo que dice. Poco más podemos hacer por él.

SEIS

–Señorita Bermúdez, Clara, ¿puede oírme?

Clara trató de fijar la vista en la cara de la desconocida que le hablaba inclinada sobre ella. Se sentía completamente exhausta. Mover la cabeza le resultaba terriblemente doloroso. Sin embargo, también se sentía aligerada, como si su cuerpo fluyera tras pasar mucho tiempo atorado. Era extraño, muy extraño. Miró a la desconocida. Llevaba una bata blanca desabrochada. Sonreía. Clara notó que tenía la boca completamente seca. La doctora pareció adivinarlo.

–¿Le apetece que le humedezca un poco los labios?

Asintió. El contacto de la gasa húmeda le sentó bien. Se decidió a hablar.

–¿Dónde estoy? ¿Qué me ha ocurrido?

–Está en el hospital. Tuvo un accidente de coche.

–¿Un accidente de coche?

Clara hizo un esfuerzo por recordar. Le fue imposible. Tenía la mente aletargada.

–No me acuerdo de nada.

–Es normal. No se preocupe. ¿Nota algún dolor?

Clara se llevó la mano al costado. Notó que llevaba un vendaje. La doctora la miró y le dedicó otra sonrisa.

–Dentro de la desgracia, ha tenido suerte.

–¿Suerte?

Clara la miró suspicaz.

–No estoy diciendo que tener un accidente sea algo bueno. De hecho, el accidente la debilitó mucho. Temimos seriamente por su vida. Su hígado no habría resistido mucho más. Pero mientras estaba aquí, en el hospital, sedada, apareció un donante inesperado.

Clara la miró con cara de sorpresa y volvió a llevarse la mano al costado.

La doctora le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

–Le hemos hecho el trasplante y todo ha salido bien.

Clara no sabía qué decir. ¡Había imaginado tantas veces que sonaba el teléfono para avisarle de que había un donante! La angustia, el miedo, las dudas. Pasar por la preparación, pensar que no sabes si vas a despertar de la anestesia… Y resultaba que se lo había ahorrado todo. Se le hizo un nudo en la garganta. Dos lágrimas le rodaron silenciosas por las mejillas.

–¿Le apetece que la deje un rato sola?

Clara hizo que sí con la cabeza.

–De acuerdo. Si necesita algo, sólo tiene que tocar el timbre. Pasaré a verla más tarde.

–¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo Clara antes de que la doctora alcanzara la puerta.

–Sí, claro.

–¿Quién ha sido mi ángel de la guarda? ¿De quién era el órgano?

–No podemos decirlo. Ya sabe, es información confidencial.

–Tiene razón. Lo sé. Es sólo que resulta todo tan raro…

La doctora le dedicó una última mirada y abandonó la habitación.

SIETE

Mil ideas bullían en la cabeza de Clara. Sentía a la vez ganas de llorar y reír. Acababa de tener un accidente, estaba en el hospital, le dolía hasta el alma. Pero tenía un hígado nuevo. Se habían terminado las noches en vela, el mirar el teléfono, el comprobar si había alguna llamada perdida una y otra vez. Oyó voces fuera de la habitación. Parecían de gente del hospital. No tenía ganas de ver a nadie. Y menos a unas enfermeras que no conocía de nada. Decidió hacerse la dormida.

–Mírala que mona, aquí, dormidita. Cuánto me alegro que esté bien.

–Pues sí. Tuvo mala suerte topándose con el bestia ese.

–Ya, nunca se sabe con quién te vas a cruzar. Pero al menos el tipo ha hecho una buena acción antes de irse al otro barrio. Ahora ella tiene un hígado nuevo. Ya lo decía mi madre. ¡No hay mal que por bien no venga! Anda, vamos a dejarla descansar.

–Sí. Mejor volvemos más tarde.

Qué ironía, pensó Clara. Según las palabras de la enfermera, el mismo hombre que la había embestido, la había salvado.

OCHO

–¡Qué bien encontrarte despierta! ¿Cómo te encuentras, guapa?

–Estoy bien. ¿Podría humedecerme un poco los labios? Los noto muy resecos.

–Claro que sí, bonita. Ahora mismo.

La enfermera se acercó y le pasó una gasa húmeda por los labios mientras le dedicaba una sonrisa. Eso animó a Clara a hacerle la pregunta que venía quemándole desde hacía un rato.

–¿Puedo hacerle una pregunta?

–Por supuesto. Dime.

–Me atropelló un hombre, ¿verdad?

–Más bien un bestia, diría yo. Pero sí, era de sexo masculino.

–¿Y cómo se llamaba?

–Ramón García, como el presentador de televisión. Ramón García Hernández, para más señas. Pero ya no tienes que preocuparte por él. Puedes estar bien tranquila.

–¿Ramón García Hernández? —repitió Clara con un tono de voz apenas audible.

A Clara se le cambió el semblante de golpe.

–¿Qué te ocurre, preciosa? ¿Te encuentras mal? ¿Te duele algo?

Clara atinó a decir que no con la cabeza. Luego dejó de oírla.

¿Era una broma? ¿De entre todos los seres humanos del planeta, tenía que ser precisamente él? Sintió un profundo rechazo hacia el órgano que acaban de trasplantarle. Toda la felicidad y el bienestar que había experimentado hacía un rato se esfumó en un segundo. Le quemaba el costado, sintió náuseas, la cabeza le daba vueltas. ¡Ojalá pudiera extirpárselo! ¡Era horrible! ¿Qué iba a hacer ahora que sabía que el hígado que le había salvado la vida pertenecía al padre que la había abandonado, al hombre que más odiaba en este mundo? Como única respuesta dejó escapar un grito desgarrador que retumbó varias veces contra las paredes de la habitación.

La plaza desde el suelo Por Paula Alfonso

 

 

Odio los fines de semana, la plaza permanece desierta hasta casi el mediodía y mis ojos se duelen de tan prolongada soledad. Todo es monotonía, parálisis, faltan mis referentes para situarme, saber qué hora es, o lo que falta para que levanten su cierre las tiendas. Sin duda, odio los fines de semana.

Elegí este emplazamiento porque lo encontré muy concurrido. Desde mi esquina me parece estar ante un carrusel multicolor que no parase de dar vueltas. Si mi afán hubiera sido conseguir más dinero o un buen cobijo frente a los rigores del clima, estaría ahora a la puerta de cualquier iglesia, pero no es ese mi caso, si el destino o mi infortunio han querido que mi hogar sea la calle, al menos que los transeúntes me sirvan de distracción. En esta plaza terminan su trayecto autocares que vienen de los pueblos cercanos, también tienen su parada numerosos autobuses urbanos, y por supuesto muy cerca de donde yo me pongo está la entrada del metro, así que realmente por nada del mundo me iría de aquí.

Pero hay otro motivo, el esencial diría yo, que justifica mi aversión a los fines de semana y es que ella no viene y sin ella nada a mi alrededor tiene sentido.

Ocupo un pequeño rectángulo de suelo junto a la tapia de una panadería y suelo permanecer echado, en invierno bajo viejas mantas y plásticos que con el tiempo he ido recopilando y en verano a la sombra de un amplio paraguas para protegerme de los cancerígenos rayos del sol. De vez en cuando me levanto para estirar las piernas, o hacer mis necesidades en un bar que no me pone pegas, pero trato de no demorarme, temo que cualquier desaprensivo se lleve mis escasas pertenencias, o lo que sería peor, que otro indigente ocupe mi puesto.

La verdad es que aquí me encuentro bien. La gente de la plaza ya me conoce, para ellos soy como cualquier panel publicitario, inofensivo y escasamente molesto, y es que no intento despertar su caridad vociferando miserias en tono lacrimógeno, como hacen otros, me parece mucho más digno permanecer en silencio y dejarles en libertad para que depositen una moneda en mi vaso o pasen de largo.

Desde el suelo, tendido como estoy, veo cada día pasar por mi lado cientos y cientos de pies que transitan en una dirección o en la contraria, acelerados o simplemente de paseo, metidos en zapatos embetunados y brillantes o en sucias y desgastadas zapatillas de deporte… Tal diversidad guarda estrecha relación con las horas del día. Por las mañanas son pies rápidos, ágiles, que esquivan con auténtica maestría cualquier obstáculo para no perder un segundo de su tiempo, pies que corren para evitar que el semáforo se les ponga en rojo o que se precipitan escaleras abajo, atentos a la llegada del próximo metro. Después, tan histérico ajetreo va dejando paso a otro tiempo de pisadas más serenas, más lentas, que se deleitan con el mero gusto de caminar, que se detienen sin prisa en el escaparate de la joyería para ver las novedades o se adentran a curiosear en la tienda de los chinos. Son en su mayoría pies cansados de muchos años de acarreo, alguno, intuyo, a punto de no querer avanzar más. Los zapatos de niños suelen aparecer por la tarde, siempre hay alguno que mientras mordisquea un sabroso bocadillo se acerca como distraído y me mira; lo hacen de una forma tan inocente, tan limpia que es mucha la ternura que me despiertan, pero enseguida la mano de un adulto tira de ellos y se los llevan ordenándoles que no se vuelvan a parar a mi lado.

Lo peor son las noches, largas, larguísimas noches en las que solo me saca del aburrimiento algún borracho aturdido que tropieza conmigo o los insultos y zarandeos que de cuando en cuando recibo de un grupo de cabezas rapadas que finalmente me dejan con algún que otro moratón en el cuerpo y sin las escasas monedas que durante el día he podido reunir. Pero, aun así, insisto, en que por nada del mundo me iría de este lugar. A veces vienen voluntarios, gentes de bien que con su mejor intención intentan convencerme para que les deje llevarme a algún albergue —allí podrá asearse, recibirá comida caliente y dormirá por unos días en una verdadera cama…—, me repiten una y otra vez, pero yo me niego en rotundo y para tranquilizar sus conciencias les digo que tal vez la semana que viene o la otra, o la otra… Pero lo cierto es que nunca me moveré de aquí y no lo haré por ella.

La primera vez que la vi fue hace dos años. La mañana había comenzado con calor, el mismo calor asfixiante que me había impedido pegar ojo en toda la noche. Ya habían llegado los autocares vomitando por sus puertas pasajeros de los pueblos cercanos, también lo hicieron los primeros autobuses, el 54, el 32, el 57… Todo parecía funcionar como cualquier otro día, así que me recosté en mi manta y me dispuse a iniciar la única tarea que me tendrá ocupado las siguientes horas: observar a hombres y mujeres caminar, unos deprisa, despacio otros, en solitario, en grupo… De pronto caí en la cuenta que uno de los autobuses no había llegado, el 14 se retrasaba, y lo supe porque otro distinto estaba ocupando su lugar en la dársena. Finalmente le vi venir bajando la avenida del Mediterráneo, llegó a su parada, frenó y abrió sus puertas, sus ocupantes comenzaron a salir, eran pocos, siempre eran pocos a esas horas tan tempranas de la mañana. Nada excepcional, me dije. Pero cuando estaba a punto de desviar mi atención buscando algo más interesante, me detuve, aún quedaba una pasajera por salir. En la escalerilla, sujeta a la barra, miraba desde lo alto a la plaza con aire de conquistadora, como si acabara de ganar la mejor de sus batallas. Después descendió sin desviar la vista del frente, una pierna, la otra, todo muy lentamente como si fuera una vedette de music hall descendiendo la escalera triunfal bajo salva de aplausos. Su leve contoneo de cadera provocaba un alocado movimiento en los vuelos de su falda que rozaban, acariciaban, lamían sus piernas, unas piernas largas, sedosas, seductoras, sensuales. Tuve que incorporarme aún más para ver mejor y no perderme un instante de aquella magnífica realidad. Llevaba una blusa roja que destacaba su cuello terso, erguido elegante, su pelo moreno recogido en un hermoso moño dejaba libre su rostro, libre para admirar, para perderse por aquellos ojos que incluso desde la distancia me parecieron inmensamente grandes y por una boca de labios carnosos e insinuantes cubiertos de rojo carmín.

Óleo de Prisac Nicolae.

Mi corazón estaba latiendo de forma desaforada y creo que algún transeúnte debió notar mi embeleso porque miró también en aquella dirección. Ella, mientras tanto, había permanecido unos instantes bajo la marquesina como sino estuviera segura de qué camino seguir. Finalmente comenzó a andar y la dirección que eligió fue precisamente la mía, sus pasos venían hacia donde yo estaba. Las manos comenzaron a sudarme, tenía la boca seca, y unos latidos muy fuertes me golpeaban las sienes. ¿Y si venía a decirme algo? ¿Y si era yo su meta buscada? La distancia que nos separaba cada vez se estrechaba más, empecé a oír su pisar seguro sobre el asfalto, y hasta oler su embriagante perfume, cerca, cada vez más cerca, tanto que hubo un momento que con solo estirar mi brazo la hubiera podido tocar, abarcar con mi mano su fino tobillo, conseguir que se detuviera y ascender lentamente por entre sus piernas, pero pasó por mi lado y siguió andando dejándome atrás con absoluta indiferencia. Sus pasos sonaban ahora cada vez más lejanos hasta que se confundieron con el resto.

Desde entonces cada mañana espero con verdadero anhelo la llegada del segundo autobús de la línea 14, cuando al fin se aproxima por la avenida del Mediterráneo mi corazón da un vuelco y rápidamente arreglo mis ropas, escupo en mis manos para atusarme el pelo y me preparo para disfrutar del mejor de mis deleites.

 

 

 

Seguro que sí Por Elisa Pérez

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Al entrar en la gran sala, Julián miró al fondo como si hubiera quedado con alguien. Junto a su nerviosismo, una escena le había causado aún más estupor. Desde un taxi, una mujer con el pelo revuelto y zapatillas de andar por casa echó a correr para adentrarse en la misma sala. Se detuvo pensando en lo insólito de la existencia humana. El taxista observaba, entre sorprendido y abatido, la reacción de su ex pasajera. Y lo hacía con una actitud que daba la sensación de ir corriendo tras ella. Pero no lo hizo. Julián le vio volver a su vehículo para iniciar otra carrera.

En cuanto atravesó esas puertas de cristal grueso que le daban la bienvenida, Julián dejó de pensar en lo presenciado pocos segundos atrás. Se introdujo lentamente, a tiempo de escuchar la voz de megafonía que anunciaba la última llamada para uno de tantos vuelos que estaban a punto de partir de esa terminal internacional. Con la tranquilidad que le dio comprobar que ninguno de esos avisos era para él, se detuvo ante el gran panel que de forma continua se movía para informar sobre retrasos, despegues o llegadas. Todo a la vez porque estaba despistado, ignoraba en qué Terminal estaba, si la gente iba o venía. El bullicio lo terminaba de confundir. Deambulaba en un estado de inquietud que a ratos le parecía de paz extraordinaria. Veía en una misma línea datos incomprensibles sobre los vuelos y las ciudades de destino o de procedencia. De pronto se ubicó y buscó el área de salidas, a la que se dirigió con sorprendente seguridad.

 

Para leer bien se ajustó las gafas de pasta azul, “Montreal” exclamó casi en voz alta. Allí estaba su destino. No los frecuentaba mucho pero los aeropuertos siempre le habían parecido una Torre de Babel moderna. Tras hacer la última comprobación sobre el tiempo de que disponía, tomó la  mochila que formaba su único equipaje y comenzó a moverse hacia la izquierda. El panel le anunciaba la puerta 10 B, a la derecha de la entrada principal. Aunque creía haber olvidado por completo a la desconocida, de pronto tuvo la sensación de que la tenía demasiado presente, de hecho la volvió a ver igual de agitada, esta vez perseguida por un guardia jurado. Esta visión le empujó en dirección contraria a su destino.

En el aseo, Paula recoloca su indumentaria. A su lado una mujer con el pelo enmarañado se observa en el espejo y la mira con asombro, abriendo aún más sus enormes ojos verdes, enmarcados por una sombra de ojos de tonalidad verdosa y una máscara de rímel espesa. La sorpresa fue mayor cuando la vio salir de uno de los retretes. No la habían oído entrar, mostraba gran agitación, pero sus zapatillas azules se deslizaban por el suelo sin hacer ruido.

Por segundos no les habían descubierto in fraganti. Con una media sonrisa recordó la propuesta: tenemos tiempo hasta que salga el vuelo, preciosa. Adelántate que ya voy yo. Con sólo pensar en un encuentro sexual con su novio en el baño de ese lugar público, volvía a deshacerse de placer. Él tenía esas cosas; la volvía loca con sus travesuras, a la vez que la desorientaba con su inestabilidad. Hacía tiempo que le había advertido de su intención: Tenemos que marcharnos fuera, lejos de todos, estoy harto de aguantar tantas penurias… Ella le escuchaba al tiempo que recogía platos, cubiertos y vasos con restos de comida, mientras permanecía sentado en un taburete de la barra. Paula se opuso al principio; a ella le gustaba ayudar a sus padres en ese negocio familiar… La oposición fue cediendo; entre mordisquitos en la oreja, besos en el cuello y caricias juguetonas maquinó la marcha con Dioni. Su madre asistió cómplice a la decisión, confiando en que el error devolviera pronto a su pequeña.

Frente al espejo, Paula procuraba recuperar fuerzas para que la congoja no derrumbara los planes marcados por su novio, mientras se retocaba el carmín de los labios. Miró de soslayo a la mujer de su lado que también se disponía a salir. Paula le cedió el sitio. “¡Qué rara!”, pensó. A lo lejos contempló a Dioni que le hacía aspavientos exagerados, intentando señalarle algo situado junto a su asiento. Hasta después de uno de sus ardientes encuentros sexuales la impaciencia no le abandonaba, era inagotable, pensó Paula entre coqueta y desconcertada, saboreando aún los momentos más ardientes, pasados y futuros, ya que a su lado vivía en un apasionado tiovivo.

Bastaban veinte minutos para que Luis Miguel preparara el equipaje para ir a cualquier parte. Le encantaba visitar o recorrer, por trabajo o por placer, cualquier ciudad o lugar del mundo. Operador turístico, eso seré de mayor. Lo tuvo claro desde siempre. Al llegar a la pubertad, su participación en grupos de montaña aumentó. El entusiasmo de su decisión le movió con fuerza a pesar de las dificultades. Rehén de su silla de ruedas buscaba la solución más allá de los problemas. Organizaba los viajes, planificaba las salidas, alentaba a sus compañeros de asociación. Nada se le resistía. Intrépido, decidido, valiente… tales los calificativos que escuchaba a su alrededor; palabras que le habían acompañado desde el día del fatídico accidente y que había llegado a asimilar hasta el extremo de que muchas veces se olvidaba de su inmovilidad. Sus piernas avanzaban más lentas que su cabeza aunque nunca constituían un obstáculo en sus retos. La propuesta de viajar hasta Canadá, le entusiasmó. Su pareja le acompañaba también en esto. Tomó aliento, giró la silla ciento ochenta grados para dirigirse al mostrador de facturación. Era pronto todavía, pero necesitaba más tiempo que los demás. La sala comenzaba a llenarse de gente. Algunos con prisa o incluso carreras, como esa mujer que casi le atropella al pasar a su lado como una exhalación, menos mal que para algunos soy invisible, pensó aliviado. Con la mano saludó emocionado a su chico, pronto tomarían un vuelo rumbo a Montreal, poco importaba la ceguera de la gente.

Israel no paraba de moverse. Ya había sacado tres piezas de la máquina de vending que había frente a él. No tenía hambre, tampoco sed pero sí mucho miedo. Volar le aterrorizaba, cada vez más. Rastreó en sus bolsillos: galletas, chicles, un bolígrafo, pañuelos usados… Todo se volvía caótico a su alrededor cuando tenía que tomar un avión. Odiaba los aeropuertos. Lo había descubierto hacía mucho tiempo pero no podía prescindir de viajar. Su trabajo no tenía un sitio estable. Enseñaba música con su banda de jazz a niños en cualquier lugar o país del mundo. El entusiasmo con que planeaba sus proyectos se frenaba al pasar bajo el cartel de la carretera que indicaba la dirección del AEROPUERTO. De repente se quedaba inmóvil, aterrorizado pensando en las miles de veces que perturbaciones, turbulencias o altibajos le podían haber colocado al borde de la muerte. Su novia le consideraba un exagerado y un miedoso.

Se levantó del asiento para ir al aseo. No llegó, se dio la vuelta, había algo que se le olvidaba, estaba seguro. Lo había repasado todo antes de salir pero la sensación le ahogaba. Estaba convencido de ello. Su experiencia en situaciones semejantes le debía alejar de sobresaltos pero su extrema perfección se agudizaba en momentos así. Este era el cuarto viaje del año, y el número 61 desde que inauguró su empresa, con lo que resultaba difícil creer que no hubiera tenido en cuenta todo lo necesario para un mes de ausencia. Con un nudo en el estómago recogió la maleta de mano y su abrigo; se disponía a caminar un poco, a pesar de que cada vez más gente comenzaba a arremolinarse confundida entre equipajes y carritos. Antes buscó su billete. Fue un alivio comprobar que eso no era lo que echaba en falta. Montreal vuelo ZJ-381, hora de salida: 13.30h. Sin embargo, palpó algo en su bolsillo que le distrajo. Un papel doblado se había colado indiscreto. Lo acercó a la nariz, el olor que desprendía le recordaba a Lorena. Era fantástica, pero siempre muy ocupada con su trabajo, nunca le podía acompañar. Un mes sin ella era demasiado tiempo, tembló como una pluma movida por una brisa de viento. El temor de que olvidaba algo resurgió de nuevo.

Las mesas de la cafetería se habían ido llenando. Varios vuelos anunciaban retraso. El de Israel entre ellos. La sensación de mal presagio apareció como un relámpago en su mente. Se acordó del papel del bolsillo, mi novia, musitó dispuesto a superar aquello con un cruasán y un café. Podía sentir el aroma de su perfume mezclado con los variopintos olores de la sala. Por un segundo se quedó absorto en una pareja que en la mesa más próxima se besaba con efusividad. Ella tenía unos hermosos ojos verdes; se detuvo en el muchacho, le observó pavonearse. Acostumbrado a tratar con jóvenes de provincias o pueblos lejanos, intuía con facilidad la inocencia o la honradez. En un primer vistazo ninguna de estas dos condiciones le cuadraban. Un anuncio por megafonía le sacó del análisis psicológico. Hubiera querido tener cerca su saxo, le calmaba los nervios, le transportaba a estadios de paz que no conseguía de otra forma. El retraso del avión aumentaba, anunciaban de nuevo. Ya eran más de tres horas… Las condiciones climatológicas al otro lado del océano eran malas. De nuevo le invadió la impaciencia. ¿Y si anulara este proyecto?

El tiempo para Luis Miguel era muy valioso. Tenía que aprovecharlo. Había facturado ya, se acomodó para repasar los documentos y la programación del viaje. Suspiró para que el aire penetrara y recorriera con libertad hasta su abdomen. Notó un pinchazo en el esternón, el dolor crónico de la espalda apenas lo notaba. Procuraba no pensar en achaques, nunca se quejaba. Era responsable de un grupo de personas, eso sí era importante. Apenas había reparado en el grupo que le había tocado esta vez: cinco personas, todas con alguna deficiencia física. Ese era el principal requisito para participar en sus proyectos. Personas imperfectas en buena forma física, con ganas de correr riesgos más allá de los que diariamente tenían que sortear. Estaba formado por tres chicos y dos chicas. Además de la valiosa presencia del perfecto Juan. Adoraba a ese chaval moreno, de pelo rapado y actitud tranquila. En total serían siete personas. La megafonía hizo que el grupo parara un instante en su partida de cartas. Aún resonaban por toda la sala sus carcajadas. Luis Miguel levantó la vista al oír algo del vuelo ZJ-381. Desde su silla no podía divisar bien la pantalla, delante se había colocado un chico con gafas de pasta azul que dio un paso atrás para divisar mejor los avisos que de forma intermitente acumulaban una retahíla de retrasos y anulaciones en diferentes vuelos. Ese chico intercedía la visión de Luis Miguel que con gran destreza consiguió posicionarse de forma que también pudiera leer. Eso no le preocupaba, sabía que más tarde o más temprano subirían a aquel avión con destino a Canadá. La sala de espera del aeropuerto era un lugar abierto, liso y bullicioso. Ideal para una espera. Respiró aspirando todo el aire necesario para suplir la carencia de oxigeno que de vez en cuando colapsaba sus pulmones. Disponía de tres horas más por delante.

En su mochila, Julián apenas incluyó lo imprescindible. El resto lo obtendría según necesitara. Su mente se mantenía despierta, atenta a los acontecimientos por vivir. Al mismo tiempo había decidido permanecer relajado, disfrutando de una decisión que había tomado por y para él, firme frente a todo. La única ocasión que había viajado en avión fue para visitar a su madre a otro país. Los recuerdos de aquel viaje desprendían hiel y amargura. Resultó ilusionante al principio y decepcionante al final. La mano regordeta y tibia del tercer marido de su madre, le dio la bienvenida; mientras ella reprimió todos los abrazos esperados. Ahora se esforzaba por distanciarse de todo lo anterior e iniciar una etapa nueva en la que no hubiera cordones umbilicales que le apresaran hasta ahogarle. Al fin y al cabo el recorrido sólo tenía tres mil eslabones que se había propuesto ir rompiendo uno a uno. El primero ya lo hizo al comprar el billete del vuelo ZJ-381. Estaba seguro que rompería los siguientes en su destino canadiense como enfermero rural. Se ajustó las gafas para anotar el nuevo retraso anunciado, antes de disponerse a descansar sobre su mochila. A punto estuvo de tropezar con una silla de ruedas que había girado en torno a él de forma prodigiosa e inició un lento caminar buscando un confortable rincón. Al acomodarse, algo llamó su atención: tras uno de los asientos metálicos una mujer se acurrucaba pretendiendo no ser vista. La reconoció. Levantó la vista hacia su derecha, un guardia jurado acababa de descubrirla y comunicarlo por un walkie talkie. Julián asistía a esa escena elucubrando sobre los motivos que podría tener esa mujer para escapar en un taxi y refugiarse en un aeropuerto. La torre de Babel constituía una cueva perfecta, pero también una cárcel infranqueable.

 

 

  • No lo has visto, junto a mí, justo a la derecha. Una bolsa… Sí, en una bolsa… pero qué tonta eres no te fijas en nada. Una caja dorada y una dentadura, sí, una dentadura.. pues claro… Es que Paula, a veces me dan ganas de… ¿cómo quieres que la cogiera? ¡Qué asco! Estaba dentro de una bolsa te digo… joder… pero se veía bien, cuántas veces te tengo que contar lo mismo.. eres idiota… ¿a la policía? Buah!!! ¿¡Tú qué quieres, que alertemos a todo el mundo?! De la policía a tus padres, y de tus padres a la cárcel, y no me vuelves a ver en la vida por huir con una menor. ¡Me cago en la ostia!

 

Paula miraba con temor la cara de Dioni al que nunca podía llevar la contraria, ni siquiera en el aeropuerto, ni siquiera en las puertas de una vida juntos, de toda una vida juntos. Al pensar en la dimensión de esa frase una segregación de bilis casi le provoca una náusea a la que él respondió como cabía esperar. Se levantó y se marchó a dar una vuelta, dijo. De lejos le vio avanzar con sus piernas arqueadas enfundadas en unos pantalones negros vaqueros sobre los que resaltaba la hebilla del cinturón que se había movido hasta colocarse a un lado. La visión un tanto grotesca de su novio casi le provoca risa. Ella también se levantó. El golpe de Paula contra una silla que se cayó estruendosamente, sonó en medio de la cafetería, imponiéndose sobre las conversaciones multilingües que cesaron un segundo para reanudarse después. Israel, azorado de que su bolsa hubiera sido la responsable de la caída de esa chica de preciosos ojos verdes y rasgos andinos, la miraba asustado. El golpe había ido sobre la rodilla derecha que le dolía. Por un instante permaneció quieta en el suelo hasta que se repuso del susto. Sin tiempo para reaccionar, aquel joven la ayudaba a levantarse. Era fuerte, le cogió por las axilas y la colocó en otra silla. Él estaba muy nervioso, ella aplacaba sus disculpas con las palabras precisas para que la calma regresara. Estaba bien, el dolor comenzaba a ceder. A su alrededor el resto del mundo iba y venía esperando noticias del panel que les dieran esperanzas. Los ánimos comenzaban a caldearse. Los comentarios se dirigían contra la organización o las compañías, no podían entender qué estaba sucediendo y, sobre todo, aceptar que nadie podía hacer nada más por el momento.

Luis Miguel terminó su programación, colocó los papeles por fundas con nombres y apellidos. Todo en orden, pensó orgulloso. Al darse la vuelta para unirse al grupo, oyó una voz que le llamaba. Era su chico, desde la cafetería le saludaba. Estaba sentado con una de las chicas del grupo. Era perfecto, pendiente de él se había decidido a acompañarle esta vez, sin él no habría conseguido superar las adversidades cotidianas. Al pasar junto a uno de los asientos, observó que una bolsa con algo dentro permanecía solitaria sobre uno de ellos. Se detuvo en su lento rodar buscando el puesto de policía más cercano, para acercarla. Alguien la estaría buscando. Cuando sus dedos iban a rozar la bolsa que observó contenía una caja y algo más, una voz por detrás le detuvo. Un joven con vaqueros negros le impidió la maniobra, preguntándole si era suya. No hubo tiempo de más, no hubo respuesta satisfactoria para ese figura macarra y alterada. El ligero balbuceo de Luis Miguel, su negativa a una retahíla de preguntas que parecían un interrogatorio policial, le dejaron perplejo: Claro que no es mía, claro que no la he dejado ahí, por supuesto que la llevaba a la policía, venga, hombre, no te pongas así, es solo una bolsa… ¿con una caja?, pero qué dices, no pensaba robarla, ¿una dentadura? Y yo qué sé… bueno perdona si es tuya, disculpa que intentara cogerla, ah que no, que no es tuya, entonces por qué te pones así, venga cálmate…

No hubo tiempo para más antes de que Dioni siguiera con sus absurdas acusaciones, alguien le tomó por detrás asertándole un golpe que le dejó tirado en el suelo. El revuelo aumentó, alguien gritó pidiendo la intervención policial, aquello estaba a punto de convertirse en una reyerta. Dioni se levantó expulsando saliva por la boca: … a él nadie le golpeaba y menos un lisiado. De nuevo otro golpe seco le dejó boca abajo. Los guardas de seguridad habían llegado a tiempo de detener a un hombre de cierta edad, autor de los golpes al joven. La policía le condujo a una sala reservada. Al otro, un sanitario le hacía las primeras curas.

Julián se despertó con el ruido reinante, miró a su derecha esperando encontrar a aquella figura femenina que se le había hecho casi familiar, con la que guardaba cierta similitud: tenía la sensación de que él también se escondía. No había rastro de ella. A los lejos la gente se arremolinaba alrededor de lo que parecía una reyerta. El móvil le avisó de un mensaje. No lo iba abrir. No le apetecía, así iba a ser su nueva vida, movida por apetencias nada más. Unos cuantos policías con las manos sobre sus porras pasaron muy cerca de Julián, casi le pisan. Se desperezó, le dolía la espalda, había dormido un buen rato, se sentía a gusto, ya habría tiempo de descansar a fondo. Quería comer pero tenía que controlar el poco dinero que llevaba, contado por días y casi minutos. Lo había guardado en el lado derecho, dentro de una riñonera azul. La palpó, allí seguía. Comería gratis en el vuelo. De nuevo otro mensaje en el móvil. ¡Qué pesadez de mujer! Se levantó, no sabía si dejarse guiar por la poca curiosidad de lo que estaba pasando o evitarlo en dirección contraria. Decidió lo segundo; desde hoy su vida tomaría caminos encontrados. Observó que el revuelo de gente comenzaba a disgregarse. Había alguien en el suelo atendido por sanitarios. Él era enfermero, al menos ese sería su título a tres mil kilómetros de distancia.

Tras agradecerle su ayuda y aceptar los cientos de disculpas que balbuceaba casi sin control, Paula se reponía sentada en la cafetería junto a ese chico. Él no paraba de moverse inquieto, preocupado. Por un instante esa inquietud le recordó a Dioni ¿dónde habría ido, por cierto? Pero la figura que tenía delante, que no cesaba de arrepentirse sobre su descuido al dejar la mochila en el suelo, no era como su novio. Tras ese manojo de nervios, le pareció distinto. Realmente estaba preocupado por el daño que la había ocasionado. Se frotaba las manos una y otra vez. Ella pudo ver que algo se arrugaba dentro de uno de sus puños. Aceptó el café al que la invitó, “en desagravio por la caída” se excusó. Necesitaba compañía, pensó Paula, y no le disgustó ofrecérsela. Realmente la culpa no había sido de ese chico, ella se levantó sin mirar. Casi le cuenta eso a Israel, casi le confiesa que estaba allí para huir con su novio, faltó poco para que le dijera que un halo de arrepentimiento la había hecho levantarse para marcharse hacia el bar familiar, que con diecisiete años aún no debía tomar decisiones tan drásticas… Su cabeza procesaba estas frases a la vez que su boca emitía otras más convencionales. Tuvo tiempo de escucharle a él, que sí le confesó que estaba aterrado, que se dedicaba a la música, que tenía novia, que adoraba su saxo…

Mientras, a su alrededor se iba creando una atmósfera extraña presidida por un hilo de confianza que se cerraba por impulsos en torno a ambos. A lo lejos se desarrollaba una escena en la que Paula era la protagonista sin saberlo. Alguien gritaba su nombre, pero también podrían referirse a otra.

Fueron necesarios algunos puntos de sutura en el labio de Dioni que, fuera de control, preguntaba por su novia, gritaba su nombre sin que le oyera a varios metros de distancia. Luis Miguel no quiso levantar cargos contra él, su fortaleza se había desvanecido por un instante cuando sintió cerca las amenazas de ese tipo descompuesto, aunque un desconocido le salvó con certeros puñetazos. Al buscarla para explicarle a la policía la causa que había ocasionado el altercado con ese joven, la caja había desaparecido. No conocía al señor que de pronto había golpeado con tanta fuerza al joven macarra. Era un hombre de cierta edad, con rasgos andinos, tenía que estar muy enfurecido para golpearle con tanta virulencia. No quiso elucubrar sobre sus razones, ”no es asunto mío” manifestó a los policías. No quiso darle más vueltas, volvió con su grupo en espera de que por fin pudieran tomar el ansiado vuelo a Canadá.

En el puesto de la policía se agolpaban varios pasajeros, reclamando por hurtos o robos, resignados unos, acalorados otros. La torre de Babel se empequeñecía en el espacio y el tiempo. El hombre con rasgos andinos permanecía quieto en una silla, esposado porque su enfado hubiera podido arrastrar un avión para llegar frente a Dioni... ese malnacido ha secuestrado a mi hija… El malnacido le miró de soslayo, le conocía bien aunque nunca mantuvieron más de tres palabras seguidas. La hija, Paula, les había unido a la vez que los alejaba, ella buscaba una cordialidad imposible. Para el mayor era un aprovechado, un vago sin futuro; para el joven, haría de su hija una reina fuera de este maldito país sin oportunidades…

Entretanto, en la mesa del policía de más edad, se habían congregado un grupo de compañeros que dilucidaban sobre el origen y, sobre todo, acerca del motivo de que alguien hubiera dejado abandonada una dentadura, posiblemente, su dentadura, en una bolsa junto con una caja dorada. Entre sonrisas y susurros cómplices ese elemento blanco, perfectamente alineado y muy limpio, constituía el punto de mira de todos ellos. La caja estaba cerrada con candado. La sacudieron con fuerza para detectar su contenido… Hay que llamar a un cerrajero, concluyeron a la vez. No podían perder tiempo en intentar abrirla, queda confiscada… ¿y la dentadura? Esa pregunta no conseguía una respuesta unánime. Alguien sugirió que quizás era de esa mujer que estaban buscando por toda la terminal, reclamada por su familia.

Luis Miguel se había reunido con su grupo. Su control habitual estaba maltrecho. Había luchado contra los obstáculos, contra la indefensión incluso; odiaba la violencia. Explicó lo sucedido a su chico omitiendo ciertos detalles. Pero la angustia resurgió. Era uno de esos momentos en que notaba la ausencia de piernas, nunca las echaba de menos en una montaña o en un camino; ahora en una terminal de aeropuerto sí. Un energúmeno le atacaba y él no podía defenderse porque sus piernas no servían para nada, eran simples prolongaciones de un cuerpo, inertes, insensibles, rotas… ¿para qué las quiero entonces? Esta pregunta fue la primera que hizo al médico tras el accidente. Tiempo después comprendió que su aspecto sin ellas resultaría aún más patético. Su lucha diaria vivía ajena a ellas; el resto de su cuerpo respondía, olía, sentía placer, se estremecía, dolía. Más abajo, sólo vacío absoluto. Una caricia de su novio le sacó de la reflexión, nos están llamando por fin. El vuelo ZJ-381 estaba dispuesto a recibir pasajeros.

Apenas notaron que el tiempo transcurría. El plato vacío del cruasán, la taza con restos de lo que una hora antes fue un humeante y rico café, no fueron señales suficientes. El tumulto alrededor había desaparecido convirtiéndose en un susurro. Israel se sentía bien en compañía de aquella chiquilla… sonreía mirándola fijamente al tiempo que ella le contaba sus proyectos. Sus ojos rasgados le transmitían inquietud, curiosidad, pero también cercanía. Los nervios que minutos antes revoloteaban por su estómago encontraron sosiego con ella. Israel olvidó que volar constituía un verdadero calvario, no lo pienses, le había dicho muchas veces su novia, sólo relájate, pero nunca lo conseguía. Con Paula esas palabras tenían sentido. No pensaba en su próximo vuelo, había dejado de vivirlo como una cueva de temerario desarrollo. Ya habría tiempo, en su caso, durante las horas que volarían sobre el océano.

Paula se levantó sin acordarse que su rodilla una hora antes había sufrido un golpe cuya consecuencia era una hinchazón teñida de color amoratado. La ligera queja de la chica se hizo notoria para Israel que se detuvo. Ceño fruncido, torso doblado, la mano pequeña y suave posada sobre la hinchazón. No podría andar, pensó en Dioni, dónde estaría, apenas le había echado de menos hasta ahora. Le gustaba el sexo con él, era intenso, fuerte, la hacía disfrutar como nadie… había sido el primero, pensó en ese momento de forma anacrónica, mientras el dolor le subía desde el tobillo por el gemelo hasta la articulación de su rodilla. Pero bastaba que terminaran los encuentros sexuales, desnudos o semivestido, para que se transformara  y exhibiera a un ser inmaduro, desconsiderado e impaciente. Ella estaba a su lado en contra de la voluntad de sus padres; comenzaba a entenderles, sí, les quería mucho, querían un futuro mejor para su niña, lo pensó así de repente, tenía ganas de llorar, un cierto reproche sobre Dioni, culpable de la huida, del golpe, del dolor, de la soledad. Le sacó de sus pensamientos la imagen de Israel que retrocedía hacía ella; sin embargo se detuvo, se paró sorprendido por lo que parecía un reclamo. A lo lejos un grupo de policías sorteaban a los numerosos pasajeros presentes con gran habilidad para no tropezar con maletas, bolsos, carros o niños.

El desconcierto se instaló en la inmensa sala. La gente retrocedía, espantada por la alarma creada ante los uniformes que con un arma en sus manos, gritaban dejen paso, retrocedan, no pasen de esa línea. De forma inconsciente, en diferentes idiomas, aturdidos todos, asustados algunos, la situación se había complicado. El motivo se ocultaba. Un atentado, susurró alguien asustado de su propia elucubración al recordar las tragedias que habían ocurrido en sitios similares de diferentes partes del mundo. Imposible, hay muchos controles respondió Julián. Alguien lanzó una foto con el móvil, la mirada de estupefacción del chico con la mochila fue fulminante. Esto no es un espectáculo, ¿me oyes?, ¿qué pretendes? Malditos móviles… A Julián no le gustaban esos aparatos que presidían cualquier acción, que manipulaban las situaciones a su antojo. Miró el suyo, más de diez llamadas perdidas, otros tantos mensajes. Estúpida manía, no iba a responder, claro que no. Levantó la vista, la policía había acordonado una zona que comprendía los baños más próximos y unos veinte metros alrededor. Julián estaba atrapado entre varios cuerpos fornidos y uniformados, y la multitud de gente que, angustiada, confiaba conocer pronto la razón de semejante barullo. Por el momento no había explicaciones. Julián odiaba las aglomeraciones y aquello se había convertido en una, bastante súbita e incierta. Comenzaba a ahogarse, a asfixiarse entre cuerpos desconocidos. Se desabrochó la chaqueta, se ajustó el pantalón y miró de nuevo el móvil. El dedo índice se acercó a la tecla del 6.

El grupo de Luis Miguel estaba a punto de acceder a su avión por la puerta de embarque. Una amable azafata les detuvo. Una orden desde control del aeropuerto les ordenaba paralizar cualquier acción. Aquello tomaba tintes de verdadera fatalidad, era imposible que no pudieran iniciar su ruta, tomar el avión que esperaban desde hacía horas. Luis Miguel no podía entender que tantos factores externos impidieran el inicio de aquella aventura. Y ahora qué pasaba, qué había hecho mal, ¿cuándo se encontraría en su asiento especial en el avión destino a Montreal? Ya sí tenía prisa, la impaciencia comenzaba a invadirle, ni las palabras de calma de su novio, ni el control y rigor que le daban seguridad, le servían en esta ocasión. Era un manojo de nervios. Dónde están los del grupo, estamos todos aquí le tranquilizó su compañero, todo va a salir bien, esperamos algo más y ya está, no pasa nada; llegaremos tarde a la primera ruta, nos están esperando, llamo yo, no yo, que soy el responsable, entonces yo hablo con los del albergue de mañana, ¿o también lo quieres hacer tú? Venga Luis Miguel, no pasa nada, sí pasa, es la primera vez que me ocurre ¿te das cuenta? Bueno tú no estabas en ninguna de las anteriores, no insinuarás que soy gafe, qué chorrada Luis mi amor, espera, tu móvil, toma.

Desde dentro de los aseos cuyo acceso se había cortado, una voz dio la alarma. Alguien se había escondido allí: la mujer que buscaban fue vista por un guardia jurado que avisó a la policía del aeropuerto. El despliegue fue intenso. Varios dispositivos se aproximaron, cerrando el paso a los pasajeros y visitantes. Nadie podía entrar ni salir del aeropuerto. Era una zona muy amplia pero allí la tenían acorralada. Podrían capturarla, casi tres horas de búsqueda. Llamarían al Hospital Central para tranquilizar al personal. Entrarían, la cogerían y la llevarían de regreso.

Cuando Julián terminó su conversación telefónica, se sintió aliviado. Escuchó casi todo el tiempo, sin apenas hablar. Sus ojos advirtieron que alguien se escondía en un espacio bajo la escalera mecánica de acceso al parking inferior que él podía divisar a través del cristal; su camisa a cuadros estaba empapada de sudor, la mochila en el brazo derecho dormido por la inmovilidad. La llamada había sido más larga de lo previsto, los músculos rígidos fueron ganando laxitud según escuchaba. Se terminó la explicación, era su vida; se lo había contado. Al principio no lo entendía, pero terminó animándole; por primera vez le había alentado sin que fuera ella la que tomara la iniciativa, la había sentido más cerca que nunca a pesar de la distancia física, quizás se estuviera volviendo humana, imaginó con una leve sonrisa dibujada en su rostro.

El despliegue policial parecía indicar que la situación era grave, a pesar de que nadie tenía certeza de lo que ocurría. El personal obligaba a los pasajeros aglomerados a trasladarse a otras estancias del aeropuerto, lo que lejos de calmar aumentó el desconcierto. Algunos decidieron marcharse de allí antes de que todo explotara por los aires; otros prefirieron quedarse aduciendo diversos intereses; y los más se quejaban y dudaban qué decisión tomar.

El miedo es libre, expuso Israel a Paula mientras la sujetaba por la axila y llenaba sus pulmones del aroma de su cabello, de su piel… Seguro que todo está controlado o quizás es una falsa alarma. El miedo a volar le podría hacer huir pero una situación como esa apenas removía las mariposas en el estómago de Israel. Paula admitió que todo aquello no dejaba de producirle cierta gracia. La primera vez que había tomado una decisión tan importante y estaba a punto de resquebrajarse. Era una señal de que no debía tomar ese vuelo.

Una ambulancia, que alguien llame a una ambulancia. Israel miró a Paula, ésta buscó la complicidad vacía de Dioni. ¿Dónde estará, maldita sea?; una silla de ruedas movida con agilidad desmedida pretendía llegar hasta el policía que obligaba al personal a marcharse de allí. La mochila de Julián casi golpea la espalda de Luis Miguel que, desesperado por el cariz que los acontecimientos habían tomado, había tomado una decisión. En un espacio cada vez más comprimido la mayoría buscaba satisfacer su curiosidad. Llevaban encerrados en aquel aeropuerto más de cinco horas. Por un segundo todos se callaron, el silencio dominó el espacio. Desde los aseos dos enfermeros sacaban algo, alguien. ¿Está muerto?, la pregunta se convertía en afirmación a medida que los pasajeros observaban pasar frente a ellos a los sanitarios: uno escribía sin levantar la cabeza, otro tocaba el cuerpo en espera de algo.

En una camilla, envuelto en una especie de sábana blanca, sólo se veían dos pies descalzos, sucios, con uñas largas que formaban parte de un cuerpo que antes respiraba, hablaba o sentía, y ahora callaba, se enfriaba y entumecía. Luis Miguel preguntó, casi gritó, quién es, qué ha ocurrido, qué van hacer ahora. Llegó un cambio que a todos les afligió porque, tras la amable voz, se temía una larga espera: Pueden ir a la cafetería aquellos que tengan sus vuelos próximos, gratis una consumición. Pronto se restablecerán los controles, los embarques, las facturaciones.

Como si la vida de alguien no hubiera expirado delante de todos hacía menos de un minuto, dos azafatas vestidas de azul comenzaron a dar consignas a la gente propagando que todo seguía su curso. Parece un mendigo, dijo alguien. Eso restaba importancia a la muerte. Sí, eso es, con esos pies cómo ha podido entrar en un aeropuerto. Julián escuchaba a dos señoras que en perfecto francés imponían su razonamiento por encima de todos. Sintió pena, una terrible y dulce pena por él, en Canadá estaría solo, tardaría meses en relacionarse con alguien, era tímido, le costaba relacionarse. Iba a empezar de cero; eso es lo que le había dicho a su madre por teléfono, ¿cuántas veces había comenzado de cero ella?, nunca le había hecho esa pregunta. Volvió a inundarse de tristeza. Tristeza dura, tras un parapeto de suficiencia, por el cual dos lágrimas casi consiguen alcanzar la meta de su órbita azulada para escapar y resbalar fuera de control.

La pierna de Paula debía inmovilizarse y reposar. Dentro del exceso de enfermeros que llegaron alertados por el suceso, Israel consiguió que uno revisara la pierna de su nueva amiga. Un esguince de rodilla. La noticia lejos de tranquilizar a Paula, la hizo removerse en el asiento. Solo faltaba que su novio apareciera, se iba a poner furioso. Toma este papel, se te cayó en la mesa al levantarte de la silla, es tuyo. La nota, Israel había olvidado ese papelito perfumado que había descubierto en su bolsillo hacía… ¿Cuánto tiempo? Imposible calcular el tiempo transcurrido desde que divisó el cartel de Aeropuerto esa mañana. Lo desarrugó, lo miró, las letras apenas se percibían bajo pliegues interminables. Reconoció la letra, su letra, su perfume. Mira hacia abajo, le pareció leer. Decía algo más… estaba borroso… su novia no era nada romántica, le extrañó esa nota, pero era su letra, con toda seguridad era de ella.

Periodistas, policías, sanitarios, personal del aeropuerto, todo el mundo quería saber qué había sucedido. Algunos pasajeros decididos a marcharse cuando presagiaron lo de la bomba, regresaban tranquilos de que todos los cimientos estuvieran en su sitio. Corrillos de personas informaban a los periodistas que, ávidos de saber, buscaban entre los más atrevidos. En uno de ellos Luis Miguel quería entender que todo había acabado, que nadie les había dicho nada hasta que vieron pasar el cuerpo muerto, que no sabían quién era, pero que había oído a un policía que se trataba de un preso huido de la cárcel hacía unos días, que se escondió para escapar de sus perseguidores. De pronto un grito desgarrador procedente del fondo de la sala hizo que los periodistas primero, corriendo de forma desaforada, y después toda la Torre de Babel se aproximara a un rincón junto a los cristales de la escalera de bajada. De nuevo las carreras se frenaban cuando la silla de Luis Miguel se interponía en su camino. A los carros era más fácil sortearlos. Agazapada, la mujer con zapatillas azules lloraba fuera de sí, gritaba con aspavientos de dolor al intentar cogerla. Estaba desesperaba, balbuceaba palabras apenas entendibles. Repetía un nombre: Bene, Bene, Bene… Nada tenía sentido, Julián la había visto salir de aquel taxi al llegar al aeropuerto, luego la había vuelto a ver escondida, huyendo. Pero aquello qué significaba. Quiso acercarse, sus conocimientos de enfermería quizás sirvieran. Se acercó despacio, seguro, con calma, primero le tocó el brazo derecho, suave; después recorrió su espalda con tranquilidad, con el fin de que percibiera sosiego. Llegó al otro lado del tronco, ella no se movía, habían cesado los aspavientos. Percibió un olor desagradable en su ropa, mezcla de sudor y miedo. Se acercó a su oído ¡tranquila puedo ayudarte! ¿Quieres que busquemos a Bene, es tu marido? Dos guardas de seguridad se disponían a apresarla ahora que Julián había conseguido calmarla. Los paró en seco. Esperen por favor, necesita algo más de tiempo. Flashes de cámaras se reflejaban intermitentes en el cristal, la escena sería primera página en los diarios, incluso con titulares en portada.

Y en esa misma noche en que en las redacciones los periodistas peleaban por dar la cobertura más completa de aquellas horas, en el aeropuerto más importante del país todo se detuvo como si se tratase de una foto fija al final de una película. Cada personaje esperaba su momento siguiente y su esperanza en un futuro más o menos previsto, aunque siempre realmente incierto. La mujer del bene, bene se negó a decir nada más hasta que se la llevó una mujer detective. Todos los demás acabaron subiendo al avión previsto, aunque hubo una excepción. Alguien rompió todos los esquemas de su propia juventud, de sus ilusiones, de pronto se vio a sí misma arrojada contra una pared, desnuda, con la cara amoratada, sangre entre las piernas y Dioni huyendo después de romper todos los muebles. Fue un presagio que le aterrorizó. Israel mantenía confusa su mente, en su cabeza deambulaba por muchos sitios, algunos de los cuales quería retener a la preciosa muchacha cuya piel le maravillaba. Ella aprovechó un descuido y escapó. Corrió escaleras abajo, se equivocó, era escaleras arriba, llevaba un monedero con muy poco dinero, pero todavía tenía el abono transporte. Transpiraba profusamente en el autobús, mientras sonreía. Un hilo de reconfortante sudor le recorría la columna vertebra cuando se echó a andar por la ciudad como si nunca hubiese estado allí.

_______________________________________________________NOTA: Reproducción del mural encargado por la fundación AENA en el año 2000. Inicialmente se hizo para la T1, donde estuvo instalado hasta 2006. Cuando se inauguró la T4 el mural se trasladó a la T2, donde continúa expuesto. Óleo sobre madera. 45 x 1,6 metros.