Don Narciso Por Paula Alfonso

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Con qué cuidado tuve que ir andando para que el moño no se me deshiciera. Había pasado más de veinte minutos frente al espejo cardándome, envolviendo después el pelo en esa especie de caracola sobre la coronilla, como la que lucía Lulú en Rebelión en las Aulas y, por último, coloqué en el centro una horquilla con forma de flor. Cuando acabé me miré en el espejo, primero de frente, luego de perfil, ahora sonriendo, después seria hasta que admití que estaba bien, realmente bien. Lo peor fue el maldito uniforme. Como antes había sido de mi hermana, que me saca cinco años y no nos parecemos en nada, a pesar de los arreglos de mi madre, me sobraba por todas partes, además estaba como descolorido. ¡Qué diferente del de Paloma Ortiz, tan nuevecito, con sus cuadros verdes tan verdes y los negros tan negros, ese sí que era un verdadero Príncipe de Gales, no el mío, al mío debían haberle llamado Criado de Carabanchel porque casi no tenía colores, todo él empezaba a ser de un gris indeterminado y aburrido. ¿Y la chaqueta? ¿Qué hacer con esa chaqueta llena de bolas y dada de sí como una goma elástica? Afortunadamente, Conchita Pineda —que como yo, heredó el uniforme de su hermana— me dijo lo que hacía ella, remeter los bajos por el cinturón, es cierto que quedaba algo ablusonada, pero al menos no se veía lo largona y fea que me estaba.

Finalmente el conjunto no resultó mal, a ver qué decían mis amigas.

Como siempre, en la puerta ya estaban esperándome Carmen Arche y Marisa Galindo, ellas también se habían esmerado ese día en arreglarse. Carmen llevaba su melena metida hacia dentro, pero nos confesó que no había pegado ojo en toda la noche, los rulos acabaron clavándosele por todas partes. Marisa, sin embargo, se había hecho dos trenzas adornadas con una cinta blanca. Desde que vimos una película en la que la esposa india de un explorador americano salía así peinada, decidió que ella también tenía rasgos Cherokee y siempre que quería destacar se arreglaba del mismo modo.

– Qué guapas estáis – les dije -. Tú también lo estás – respondieron casi a la vez

– Bueno, en realidad no me he hecho más que este moño y muy deprisa.

– Ya, ya se nota, respondió Marisa con cierto retintín.

– Pero si te sacaras hacia la cara unos cuantos pelos a modo de flequillo verías como…

– Ni se te ocurra tocarme, le atajé justo cuando su mano iba camino de poner en práctica lo que había empezado siendo una sugerencia.

– Llevo encima el bote entero de laca de mi madre y no se despegaría ni con berbiquí.

– Venga, ¿entramos ya? – Dije dando el tema por zanjado.

– Sí, vamos, dijo Carmen.

Los pasillos del colegio a esas horas se volvían intransitables, todas tratábamos de apurar allí los últimos momentos en libertad antes de someternos a la rigidez de la clase. Aquel día, al cruzarnos con algunas de nuestras compañeras me di cuenta de que no éramos nosotras tres las únicas que nos habíamos arreglado especialmente, incluso la fea de Rocío Gómez se había puesto tanto colorete que recordaba a esas muñecas Peponas que dan en las ferias cuando llevas el boleto premiado.

En el aula continuamos hablando nerviosas y alborotadas, pero sin separar un instante los ojos de la puerta. De pronto el picaporte giró, y remarcado por el alto quicio de la madera, apareció ÉL, don Narciso, con su traje negro de todos los días, su camisa blanca y su corbata gris. Nuestras conversaciones quedaron de inmediato interrumpidas para deleitarnos una vez más con aquella visión. La agilidad que mostraba cuando levantaba su pierna derecha para subir a la tarima, la elegancia de sus pasos al  avanzar hacia su mesa, el cuidado con que arrastraba su silla, el modo tan sutil de sacudir con su mano el asiento, y finalmente la forma que tenía de sentarse- Qué guapo está esta mañana, pensé para mí.

– Y qué bien le sienta esa forma de peinarse con la raya al lado dejando caer el flequillo sobre su frente.

Me parecía una mezcla entre James Dean y Gary Cooper.

– Buenos días señoritas- saludó mientras comenzaba a sacar de su cartera los cuadernos y libros que utilizaría ese día en clase.

– Buenos días don Narciso, respondimos todas a la vez casi en un suspiro.

SOLOiO-hombres-con-estilo-vistiendo-corbata-James-Dean-copiaCuando todo lo tuvo dispuesto, levantó la vista y se percató de que aunque el silencio era sepulcral, algunas permanecían de pie en el lugar donde les había sorprendido su llegada, pero eso sí, con los ojos fijos en él.

Algo azarado carraspeó, volvió a bajar la vista y ordenó:

– Ocupen sus asientos, por favor.

Las aceleradas carreras de mis compañeras y el ruido que hicieron sus pupitres sirvieron para distender algo el ambiente.

Afortunadamente yo nada más entrar fui derecha a mi sitio, donde por otra parte tenía una magnífica vista de la puerta. Estaba en la segunda fila en el lado de la pared y junto a mí se sentaba Marisa. Era un lugar casi, casi privilegiado, inclinándome hacia un lado podía dominar sin dificultad todo el encerado, y si las circunstancias aconsejaban esconderse porque el profesor estuviera buscando una víctima propiciatoria que saliese a la pizarra, disponía de la solidez y rotundidad de la espalda de Isabel Monje, oculta tras ella me ahorré muchos, qué digo muchos, muchísimos disgustos aquel curso.

– Bien, ayer nos quedamos en la segunda declinación. Pertenecen a ella todos los nombres masculinos que terminen en -us o en–er.  Ejemplo Dominus- Domini.

– Qué voz más maravillosa tenía don Narciso, fuerte, tensa, varonil, hacía cosquillas cuando entraba en los oídos, pero calaba hasta la médula.

– Veamos cómo se declina.

Echó hacia atrás el sillón, se puso en pie, y ágil como una gacela se dirigió a la pizarra, tomó con sus finos dedos la tiza y comenzó a escribir.

Nominativo – Dominus

Vocativo – Domine

Acusativo dominum

Qué cuerpo, madre mía, qué cuerpo y esas piernas tan largas… ¿serán de las que tienen muchos pelos? A mí me gustan los hombres con las piernas delgadas y muy peludas, me parecen más varoniles. Qué bien le debe sentar el bañador, seguro que usa esos modernos que son cortitos y pegados como el que llevaba Alain Delon en A pleno sol. Al levantar su brazo para continuar escribiendo las aberturas traseras de su chaqueta dejaban ver un culo plano, qué digo plano, lo justo, ni mucho ni poco, fantástico.

Genitivo Domini.

Y fíjense que el Dativo y el Ablativo es lo mismo – Domino. Al decir esto, se volvió hacia nosotras con la tiza en la mano y se nos quedó mirando. Al cabo de unos instantes preguntó:

¿Lo han entendido? No hubo respuesta

¿Necesitan alguna explicación?, ¿quieren exponerme alguna duda o pasamos a declinar el plural?

Silencio absoluto. Estábamos tan embelesadas mirándole que éramos incapaces de articular palabra.

Bien, pues pasemos al plural.

De nuevo se giró hacia la pizarra y con su preciosa letra, ligeramente girada a la derecha, pero muy bonita completó la declinación.

Después pasó a la traducción.

–  Lo primero que deben buscar es el verbo y concordando con él encontrarán al sujeto.

Muchas como yo llevábamos ya un buen rato desconectadas de lo que decía, ¿A quién podía  interesar el modo de traducir una frase en latín cuando mirándolo a él podíamos tocar el cielo con la mano, recorrer mundos maravillosos y disfrutar de nuestra fantasía?

Aquel día recuerdo que me imaginé caminando con don Narciso por el Retiro. Ya había anochecido e descargaíbamos cogidos de la mano. Me decía que no podía pensar en nadie que no fuera yo, que le gustaba desde el primer momento que se cruzó conmigo, que las otras chicas, ya no solo las de mi clase, sino las del colegio entero le importaban un pimiento, que sólo me quería a mí y deseaba con toda su alma casarse conmigo y formar una familia con hijos y todo. Que la diferencia de edad no sería un problema, porque estaba dispuesto a hablar con mis padres para convencerles de que sus intenciones eran serias. De pronto, junto a un robusto árbol nos detuvimos y tomándome por los hombros comenzó a acercarse, buscaba mis labios y yo se los di. El beso fue auténticamente de película, de los de tornillo, con lengua y todo.

-Ya saben, al traducir, siempre que puedan, procuren mantener el orden del texto. Si aun así les parece que el resultado no tiene sentido, recurran a la estructura sintáctica clásica; que como saben es: Sujeto + Verbo + complemento directo + complemento indirecto y circunstancial.

Su voz seguía incansable, pero yo no le oía, no podía, me estaba besando.

– Vamos a practicar con un ejemplo, tomen sus bolígrafos y escriban.

Vi que mis compañeras comenzaban a escribir, pero yo no estaba dispuesta a abandonar mi sueño cuando estaba en lo mejor. Busqué entre todas las hojas que tenía en la mesa una que no estuviera escrita y simulé estar haciendo lo mismo que ellas, pero en realidad seguía fantaseando. Cogí un bolígrafo rojo y me dediqué a trazar un gran corazón, dibujé después una flecha que lo traspasaba en diagonal de parte a parte y para darle aún mayor realismo coloqué dos gotas sangrantes escapándose de la herida. Para terminar en el extremo superior dibujé una N. y en el inferior una P.

Como mis compañeras seguían escribiendo me dediqué a perfeccionar el dibujo, con aquel bolígrafo rojo bermellón reforcé sus bordes, repasándolos una y otra vez y la punta de la flecha y la línea vertical de la P…

De pronto un codazo de Marisa me hizo hacer un rayajo, la miré de muy malas pulgas y fue cuando lo escuché.

Señorita Alfonso. ¿No me escucha? Le estoy pidiendo que me enseñe la traducción que les mandé traer para hoy.

¿Quién? ¿Yo? Me disculpé muy turbada.

La traducción, es verdad, menos mal que la hice anoche antes de acostarme.

Sí, sí, un momento don Narciso que enseguida se la entrego.

Busqué entre el revoltijo de hojas que tenía encima de la mesa y no aparecía, sin embargo estaba segura de que en el último momento la metí en la cartera, pero ¿dónde estaba entonces?

Podía sentir los ojos de toda la clase fijos en mí y también, cómo no, los suyos, los de don Narciso.

– Le aseguro que la hice, pero ahora no sé donde puede estar.

Me disculpé mientras revolvía todo el pupitre.

– No se ponga nerviosa señorita Alfonso y búsquela, si usted dice que la hizo la tendrá ¿no es así?

– Sí, sí, claro.

De repente me fijé en la hoja del corazón sangrante, y una sospecha me llenó de terror, la tomé, le di la vuelta… allí estaba la maldita traducción, llena de tachaduras, pero al fin y al cabo hecha, como yo había dicho.

– Verá, don Narciso yo…

Mis ojos debían estarle implorando toda su compasión, pero si lo notó, se mostró impertérrito.

– Es esa ¿no? Pues si ya la ha encontrado tráigamela y la corregimos con sus compañeras.

En ese momento deseé que el suelo se abriera y me tragase o al menos que sonara el timbre anunciando el final de la clase, pero nada, ni una cosa ni otra. Además Marisa y Adela ya se habían puesto de pie para dejarme pasar, no me quedaba otra, tenía que afrontar la situación. Tomé la hoja de papel, puse el lado del corazón pegado a mi falda para que no se viera y de manera vacilante, con paso muy lento, esperando un milagro que finalmente no se produjo, dejé atrás mi pupitre, avancé por el pasillo e igual que María Antonieta cuando se vio a los pies de la guillotina, quedé yo ante la mesa de don Narciso con los ojos clavados en el suelo y en un nivel bochornosamente más bajo por el tema de la tarima. Tenía ya su mano extendida para tomar el papel que mantenía pegado a mi falda, y como no reaccioné me insistió:

– Venga, vamos, entrégueme su traducción.

Comencé a elevar aquella hoja despacio, muy lentamente, como si pesara veinte toneladas. Cuando entendí que había entrado ya en su radio de acción y en cualquier momento podía arrebatármela, la sujeté fuerte con las dos manos por los extremos. Él tomó el lado que le quedaba más próximo y la atrajo hacia sí, pero la hoja no se movió, resistí bien aquel primer envite. De nuevo otro tirón, esta vez algo más fuerte, mis dedos fueron garfios sobre el papel y tampoco se movió. Me miró, le miré, tiró, y llena de angustia noté como la hoja volaba de mis manos para ir a las suyas. Lo único que conseguí retener fueron las dos esquinas redondeadas de la cuartilla, el resto lo perdí para siempre.

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No me moví, de nuevo la idea del milagro cruzó por mi cabeza, pero no, los dioses definitivamente me habían abandonado. El entrometido profesor tomó la redacción, la examinó, tachó algunas cosas, hizo un círculo sobre otras y cuando comenzaba a pensar que me devolvería la hoja y podría irme tranquila a mi sitio, algo pareció llamarle la atención. Acercó el papel a su cara, lo levantó, lo orientó hacia la ventana, miró al trasluz, y zas, le dio la vuelta. Mi ardoroso y sangrante corazón quedó al descubierto. Maldito latín, dije para mis adentros.