Se llamaba François Truffaut y empezó siendo un niño que se escapaba de todas partes para ir al cine, donde el mundo le hablaba al oído con voces más verdaderas, susurros femeninos y piernas de seda: aventuras de quien sería el hombre que amaba a las mujeres y les rendía permanente homenaje, también dolorosos desplantes, también simpáticas situaciones de flaqueza masculina, también besos robados, también celos compulsivos, también sabiduría propia y ajena que le permitió dejar por un rato su propio universo y acercarse al de Ray Bradbury y descubrir que bajo la potencia del Fahrenheit 451 los libros arden mejor y entre sus llamas es capaz de surgir con fuerza el amor de la preciosa inglesa Julie Christie y el apuesto alemán Oskar Werner para fugarse de la quema y memorizar las mejores historias de la literatura.
Muy joven aún, Truffaut publicó la primera gran entrevista a Alfred Hitchcock (El cine según Hitchcock), hasta entonces despreciado por la crítica que no consideraba artísticos ciertos géneros por “comerciales” (léase terror, intriga, policiaco). Pero ahí estaba el estudioso del cine para ir a todo tren con la ansiedad que le caracterizó siempre, saltando de un tema a otro, de un amor a otro amor en lo personal, pero también en su búsqueda de razones y miradas, de armas con las que luchar en una existencia que quizás, en su interior, preveía corta. De hecho, en 1984 lo expulsó para siempre de los estudios de cine un derrame cerebral con sólo 52 años, y un montón de películas tan valiosas a sus espaldas que Steven Spielberg le invitó a participar como actor en su primer juego de ciencia-ficción Encuentros en la tercera fase.
Para entonces François había dirigido obras ya consideradas magistrales. En algunas fue también protagonista, con escasos matices sobre su habitual expresión anhelante y sorprendida, en otras fue actor secundario o extra que pasaba por ahí. Un entusiasta exigente que tenía prisa por descubrir mundos y compartirlos con la mayor cantidad de gente posible.
Entre sus títulos más notables sobre los que podría escribir largo y tendido: Los cuatrocientos golpes, Disparen sobre el pianista, Historia de Adele H, Jules et Jim, La piel suave, La piel dura, La novia vestía de negro, Domicilio conyugal, El pequeño salvaje, La mujer de al lado… y La noche americana, la película de 1973 que recibió un Oscar, lo que le permitió iniciar una nueva fase a toda su producción con mayor distribución internacional.
Una película en la que él mismo interpreta al director inseguro, cambiante, feliz como un niño, angustiado como un adolescente, trabajador incansable como un adulto que sabe lo que quiere, y nuevamente un niño fascinado por los personajes y los actores que tiene que poner en marcha un realizador de cine.
Un hombre de cine que ha de saber jugar con las torpezas de los actores veteranos que tiemblan ante el paso del tiempo, la sensualidad de las jóvenes actrices, los devaneos de todos con todas y la esperanza que cada uno tiene de que La noche americana (ese artilugio por el que se recrea una noche para ser filmada a plena luz del día) pueda expandirse con encanto en su propia vida, entre las sábanas de sus propios sueños.
Una película emocionante y divertida que es muchas cosas más, que funciona como una piñata que al romperse despliega un sinfín de golosinas para los amantes del cine: una reflexión apasionada que para hacerse posible tuvo que lograr un equilibrio matemático (con una inspiradísima banda sonora de Georges Delerue): equilibrio prodigioso entre la comedia y el drama, entre el humor ligero y la inseguridad de sus personajes (también espectadores), acerca del oficio de hacer películas, del arte de contar historias, de la dificultad por hacerlas verosímiles, de buscar la comprensión y la emoción de la gente.
Alejado siempre de todo afán discursivo y aleccionador, alejado siempre de la menor pedantería, François Truffaut —con su gran conocimiento del cine en las venas—, nos regala un eterno presente con el que nos homenajea a todos sin distinción, y una vez más, esgrimiendo una obsesión que ya estaba en su primera película y que aquí reaparece con una secuencia memorable y onírica que tal vez sea la que mejor resume la película: el director de la película dentro de la película duerme sueños agitados, cada jornada es un hándicap para sacar adelante el film dentro de los implacables límites que impone el productor. En su ajetreado dormir se reencuentra con el pasado en blanco negro, cuando de niño robaba por las noches los carteles de un cine donde se proyectaba Ciudadano Kane.