El vecino Por Elisa Pérez

Llaman a la puerta con los nudillos habiendo timbre, qué raro. Quizás los de la mudanza se han olvidado algo…

Minerva se encaminó hacia la entrada sorteando cantidad de cajas y bultos que de forma desordenada se desparramaban por el pasillo, pero antes de llegar volvieron a llamar.

¡Voy…! – gritó al tiempo que abría, después reparó que hubiera sido recomendable revisar por la mirilla antes. Al fin y al cabo no esperaba ni conocía aún a nadie en ese edificio.

—Hola, soy Mariano, tu vecino de arriba. He visto el camión de la mudanza y he pensado que podrías necesitar algo. ¿Te ayudo?

Miró sorprendida hacia el desconocido que la contemplaba con una sonrisa bobalicona y le ofrecía una ayuda que ella no le había pedido.

—No, gracias, se lo agradezco pero sólo yo puedo entender este…

Antes de acabar la frase ese hombre de edad madura en el que comprobó cierta dificultad al caminar, había traspasado el umbral. No supo reaccionar ante semejante descaro.

—Lo primero que debes hacer es revisar el timbre, me parece que no funciona… ¡vaya, hacía mucho que no entraba en esta casa, desde que doña Begoña nos dejó!

Al mismo tiempo que la pena parecía reflejarse en sus ojos, el desconocido dirigía su mirada en dirección al fondo del pasillo, donde la luz del atardecer comenzaba a dejar un tono rojizo en las paredes. Minerva apenas tenía recuerdos de esa casa, la había visitado pocas veces mientras vivía en ella la tía abuela Enriqueta.

—Perdone tengo mucho que hacer, ya ve…

—Si, por eso… te puedo ayudar en lo que quieras: colocar, mover, limpiar…

Minerva siguió sin saber reaccionar. Se sentía como una niña asaltada por un familiar antipático para el que no tiene réplica posible. Se introdujo con tal seguridad que recorrió el poco espacio libre como si fuera su propia casa, así supo esquivar una pila de cajas en el pasillo para pasar al salón y llegar a la habitación principal, un lugar tan íntimo en el que había empezado a ordenar su ropa, sus cosas se encontraban esparcidas sobre la cama o en el suelo, se sentía avergonzada, como si hubiera visto ropa interior, a ella misma en ropa interior. Minerva incluso hizo el gesto de cubrirse la camiseta como si portara un escote excesivo.

—Aquí estará tu habitación, por lo que veo. Aprovecho para recordarte que no está permitida la música ni las reuniones más allá de las 22 horas. Figúrate estas paredes, o valen nada, cualquier cosa que suceda aquí se escucha por todo el edificio, así es, estas paredes lo transmiten todo.

La forma descarada de ojear entre sus cosas, de colarse con aparente educación, la estaba poniendo muy nerviosa.

—Por favor, le tengo que rogar que se vaya, tengo mucho que hacer y….

—Sí, es cierto, yo también tengo cosas que hacer, muchas cosas que hacer, la verdad… te agradezco que me hayas permitido entrar en tu casa.

Con apariencia de cordialidad, resultaba tan descarado que la dejaba perpleja.

Ya en la escalera, a punto de comenzar a ascender los escalones, Mariano se detuvo. Minerva temió por un instante que retrocediera.

—Ah, no te he dicho que mi habitación está situada en lo que has decidido convertir en el salón… No es buena idea. Cámbialo cuanto antes.

La visita había perturbado el desembarco en aquella casa, en aquel edificio. Necesitaba huir de su círculo habitual. Necesitaba olvidar, tener su duelo lejos de todo y de todos. La solución del traslado a esa casa fue un rayo de luz en su existencia. Se ahorraría el alquiler y los gastos los imaginó inferiores. Podría caminar hasta su trabajo o pasear más cerca del centro. Muchas ventajas que la omnipresencia del vecino estaba tornando muy desagradables.

Al día siguiente, al volver del trabajo estaba agotada, deseaba quitarse el uniforme para lanzarse sobre el sofá. Mientras se desnudaba mirando con desgana el desorden que reinaba en la casa, algo la sobresaltó.

Llamaron a la puerta. El sonido hueco de la madera vieja, le recordó lo del timbre.

—Hola vecina. ¿Mónica, Mona, Marina? Mala memoria para los nombres, aunque me suena que empieza con M como el mío, M de Mariano. La verdad es que soy un manitas, así que esta tarde me ocupé de arreglarte el timbre. No tuve necesidad de entrar, aunque podría, claro, tengo llave de todas las viviendas, pero no fue necesario, tenía un crick crash en el cable exterior, muy fácil, demasiado fácil para lo mucho que me gusta reparar estas cosas. Así que ya está, ding dong, pero estaría bien poner otro con un sonido más agradable, hay mucha variedad, puedo ocuparme, no son caros.

—Ah, vale, gracias Mariano, no era necesario pero así está bien.

En su reaparición como “manitas” estaba colgado de una euforia rara, parecía que no iba a parar de hablar, y mientras lo hacía cortaba las frases con risitas. Sin tiempo a reaccionar, otra vez se había metido hasta la mitad del pasillo. El crujir de la puerta mientras se cerraba sobresalía en medio del silencio.

—Ayer no te dije algo. Vivo con mi madre. Ella es muy mayor, está sorda. ¿No conocerás a nadie que quiera trabajar en mi casa? Yo no puedo cuidarla todo el día, y necesita mucha ayuda, vaya si necesita ayuda, tú, tan joven y guapa seguro que conoces a alguien bien dispuesta.

—No, lo siento… pero …..

—Yo, otra cosa que quería decirte…

No paraba de moverse, pero se quedó quieto en la entrada del dormitorio que estaba con la puerta abierta. Aunque no exactamente inmóvil: movía sus manos en una gesticulación absurda que estuvo a punto de provocar carcajadas en la dueña de casa. Se dijo a sí misma lo de “dueña de casa”, por ver si eso le daba renovada energía, pero se vio a sí misma incapaz de resistir a ese intruso.

—Mariano, le tengo que pedir que se vaya… no puede entrar en mi casa sin más. Miraré si conozco a alguien… para lo de su madre, digo.

—Tutéame, sí, mejor que me tutees. ¿Ese es el uniforme de tu trabajo? ¿Estabas desnudándote? Lamento interrumpir tu intimidad, pobre, acabas de llegar del trabajo y estarás ansiosa de que te dejen en paz. Pero, ojo, eso no es motivo para que dejes la ropa tirada de esa manera…

Un sudor frío le recorrió la espalda. De pronto dejó de hablar de esa manera atropellada, ansiosa, y la miró de tal manera que la movilizó: se puso más recta que de costumbre, alzó la cabeza, y fue deprisa hacia la puerta que abrió por completo para dar paso a la oscuridad de la escalera. No se oía nada. Él marchó, obediente a su gesto. Sin resistencia y con seguridad le vio subir. Le miro detenidamente: pantalones grises, camisa de cuadros, espalda ancha, piernas gruesas. Le sorprendió que dominara con tanta habilidad su extraña cojera, al subir de dos en dos los peldaños. Se paró en el último. Parecía que iba a decir algo, sin embargo dibujó una extraña sonrisa y continuó su camino.

Una vez más la noche fue espesa. Entre pesadillas apenas pega ojo y durante el día intenta despertar sin conseguirlo. Logra hablar del tema con unas compañeras, lo enmascara como si no fuera con ella “imagínate, padecer a un vecino pesadísimo…”, pero la miran con terror y las dos, tan distintas en edad y condición, huyen despavoridas, “la verdad es que esa amiga tuya lo tiene crudo, no sé cómo se puede sacar de encima a alguien así”.

Cuando regresó a casa recorrió el piso de puntillas, ni encendió la luz, se apañó con la linterna del móvil, hasta que se regañó, diciéndose a sí misma que no puede dejar que la vuelva loca, y encendió las luces y puso la música al volumen discreto de siempre, y se desenvolvió en una grado de felicidad que ya no creía posible. Nadie llamó a la puerta. Al fin podría cenar y dormir en paz.

La tranquilidad duró poco.

Un timbrazo, luego otro y otro más, sin pausas. El despertador de la mesilla marcaba las tres y diez. La luna nueva apenas irradiaba luz, envolviendo de negrura la habitación. Minerva se levantó. Recorrió descalza el pasillo, el suelo estaba frío. Detrás de la mirilla se veía una sombra, había alguien. Parecía un hombre, parecía Mariano.

—Perdona la hora, pero he tenido un problema con mi madre. ¿Tienes alcohol? Seguro que una chica como tú tiene un poco de alcohol. Necesito un poco de alcohol. Perdona los nervios.

—Son las tres y cuarto, estoy dormida, lo siento pero no sé dónde lo puedo tener, ya sabe, la mudanza.

—Te dije que me tutearas. Ya está bien de formalidades.¡¡¡¡Que me tutees mujer!!!! Vas a conseguir enfadarme.

—Venga, hala, no te preocupes por nada, te ayudo a encontrar el alcohol: mi madre se ha hecho una herida en la pierna, lo necesito ahora.

No hubo tiempo para más, no hubo tiempo para la reacción. Se había introducido hasta la mitad del pasillo. A Minerva le temblaban las piernas. Él se mostraba tranquilo, seguro, en su ámbito. Ella rebuscó alguna frase que le dejara claro de una vez que tanta familiaridad era excesiva. No la encontró. Se sentía ridícula en su propia casa, como una niña indefensa. Lo vio moverse con insultante desparpajo, revolver cajas y hurgar en cajones. Pasó a su lado, dejando un olor agrio mezcla de comida y sudor que la estremeció, ahora de malas maneras, enfadado, dispuesto a irse.

—En este desastre es imposible encontrar nada. Vaya jaleo, y por lo que veo eres más lenta que una tortuga, vaya a saberse cuando encontrarás algo que valga la pena. Lo mismo hasta pierdes la cabeza, tampoco se perdería mucho. Jajajaja, bueno me he pasado, es que a veces tengo esa vena de humor negro que heredé de mi bisabuelo Eustaquio que lo primero que hacía era reírse de su propio nombre: El de las trompas de las chicas, ese sí que era listo. Ya sabes. Las trompas de Eustaquio, bueno, sí, también las tienen los hombres, ¿o no? Bueno, estas están por el oído y las de Falopio son las de procrear o como se llame, jajaja, ¿pensabas que soy un ignorante? Jajaja. Voy a la farmacia en busca de alcohol, jajaja, mi madre se va a desangrar… y tú serás la única culpable.

Con el corazón volando a miles de pulsaciones, Minerva intentó volver a dormir. Tenía miedo. Trató de recordar con cuántos vecinos se había topado en sus entradas y salidas del edificio en el poco tiempo que llevaba dentro. No recordaba a ninguno, no había oído el timbre o el ruido de una puerta que se cierra. Se levantó de la cama, para mirar por la mirilla. Temía que aún estuviera allí, dispuesto a atravesar la puerta con su olor amargo y su mirada aparentemente bobalicona. Regresó a su habitación, se acercó a la ventana. En el patio interior al que daba, pudo ver en otra ventana una silueta de mujer. Un cierto alivio recorrió su cuerpo: no estaba sola.

Sin embargo, no era suficiente la sombra de una desconocida ante lo que estaba padeciendo. Lamentaba haber cambiado su barrio de siempre pora quel edificio vacío en el que se sentía atemorizada por un perturbado. Con muchas dudas en su cabeza y una profunda tristeza, a punto de llorar -no lo había hecho desde el entierro de su madre- se tapó la cara con las manos en un acto reflejo, como si así pudiera echar fuera de su vida a ese individuo. Pero aparecieron los esperados timbrazos. Dos, tres, cuatro. No respondió. No volvió a sonar el timbre. En el suelo, hecha un ovillo, escuchaba su corazón con la esperanza de que dejara de golpearla.

Decidió pasar la noche en esa postura imposible

No había descansado bien pero se levantó dispuesta a acabar con todo aquello. Para empezar iría a tomar un café con un maravilloso cruasán a la plancha, mantequilla y mermelada. Un ligero reflejo mañanero atravesaba el techo en el rellano. Miró hacia arriba. Nunca se había fijado en los tragaluces amarillentos, ni en que el color vainilla de las paredes se había degradado hacia el marrón. Respiró con alivio al escuchar de fondo una ligera música procedente del piso superior. Decidió bajar andando, sin tomar el ascensor. Le serviría para desentumecer sus piernas. En el hueco del ascensor se proyectaba una sombra. Alguien subía. Por fin conocería a algún vecino más.

—A ti también te gusta madrugar, por lo que veo.

Era demasiado tarde para retroceder. En un espacio de poco más de un metro, el cuerpo de su maldito vecino se aproximaba hacia ella, sin detenerse por la estrechez. Minerva paró en seco. Otra vez él. A través de la ligera luz que penetraba descarada desde la calle, pudo verle. Le pareció mayor, más rancio, con una sonrisa con dientes amarillos que mostraba de forma prominente al reír.

—¿Tu madre cómo está? -balbuceó sin saber por qué le hacía esa pregunta.

—Mayor y sorda.

—¿Y su rasguño de anoche?

—Durmió como un lirón toda la noche. ¡Ya ves, a su edad!

—Pero… ¿ y el alcohol?

—Tengo agua oxigenada y betadine, si necesitas, ya sabes. También le din somnífero, para que durmiera y me dejara tranquilo.

—Me despiertas a las tres y diez para pedirme alcohol para tu madre y ahora me dices que duerme como un lirón toda la noche…!!!!

—Claro… ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Venga, anímate y tutéame, ya te lo he dicho ¡no es tan difícil!

La sonrisa de dientes amarillos se había detenido frente a ella, esperando que Minerva terminara su discurso nervioso. Mientras manoseaba la bolsa de plástico que colgaba de su mano.

La chica no esperó más, echó a correr por las escaleras. No podía continuar junto a ese impertinente y extraño vecino. No miró atrás, llegó agitada frente a su puerta, consiguió abrir la vieja cerradura a pesar del temblor de sus manos. Con un portazo estruendoso se metió en su casa.

La oscuridad de la noche se cernía sobre el salón. No se atrevía a moverse, paralizada sobre el sofá había transcurrido su tarde. No se atrevía a nada, a dormir, ni a encender la radio. Sólo pensar en que el vecino de arriba percibiera que estaba, le revolvía el estómago.

Pediría ayuda a la vecina que había visto la noche anterior en la ventana. Se asomó impaciente, saludando al unísono las manos. Allí estaba la mujer, inmóvil, sin responder a sus aspavientos. Tenía que hacerse fuerte en su soledad. Esa era su vida y así quería que fuese. Estaba oscuro, aunque el atardecer aún no se había rendido a la noche. Golpeó el interruptor de la escalera varias veces. No funcionaba. Un sudor frío la empujó a retroceder en su decisión pero estaba dispuesta a seguir, subió los escalones de madera. En el rellano había una maceta con flores secas, el felpudo contenía un mensaje apenas visible por el desgaste. Tocó el timbre de su vecino. El sonido retumbó con fuerza en el silencio del edificio. Antes de repetir la llamada esperó un rato. Le pareció oír unos pasos que se deslizaban despacio. Cada vez más cerca, supo que estaban junto a la puerta. No había visto que una mirilla grande sobresalía a la altura de su pecho. La mirada que se escondía al otro lado la hizo dudar si había sido buena idea subir.

—Hola, perdone, ¿es usted la madre de Mariano? –la sonrisa forzada que dibujaba su cara fue suficiente para que aquella anciana de rostro plagado de arrugas y pelo gris recogido en un gracioso moño le respondiera del mismo modo.

—Hola, ¿eres Begoña? Hacía mucho que no te veía.

—Ah, no, lo siento…me llamo Minerva –por encima su esa cabeza canosa escrutaba el fondo.

—Ah, ya, la hija de doña Dorotea. ¿Cómo está tu madre? Pero pasa, pasa, hija, no te quedes en la puerta.

—No, disculpe… ¿está Mariano?

—No me acuerdo de tu nombre. ¿Cómo te llamas? Aún recuerdo cómo corrías escaleras abajo delante de tu padre, ¿por cierto cómo está?

—Perdone, tengo mucho que hacer, sólo quería saber si estaba su hijo. Necesito hablar con él.

—Pasa, pasa, te daré un poco de tarta de cumpleaños. El sábado fue mi cumpleaños, 85 años he cumplido, y aquí estoy con cuerda para rato.

Minerva sintió que la conversación con aquella adorable mujer era más agradable de lo esperado. La siguió por el pasillo, avanzaba tan despacio que podría distinguir la cantidad ingente de muebles que había. Con una bata rosa, que dejaba al descubierto unas piernas finas como alambres, y extremadamente blancas como la nieve, parecía que se quebraría en breve. Entró en la única puerta abierta. Minerva dudaba de su decisión, un olor dulzón y tibio envolvía el aire de la casa. Al fondo del salón le sorprendió divisar el busto de un maniquí. Se estremeció.

—Espere, espere, otro día, tengo que irme, soy la vecina de abajo, soy nueva en el edificio y quería conocerla, su hijo me ha comentado que estaba usted enferma.

—Bueno, como quieras. Pero llévate un trozo de tarta de cumpleaños antes de que regrese… –no terminó la frase, por un minuto su semblante se ensombreció.

Los escalones crujían más al bajar que al subir. Con la mano derecha sostenía una servilleta en la que el azúcar del trozo de tarta se desparramaba dejando un rastro blanquecino. Al acercarse a su puerta, sólo tuvo que empujarla para entrar. Juraría que la había cerrado con llave al salir. El miedo la inmovilizaba. Con sigilo se introdujo, dejando la puerta abierta tras de sí. No estaba sola, lo sentía. La mano le temblaba, el corazón le latía tan fuerte que podía sentirlo retumbar en su cerebro.

—Minerva… ¡te has dejado las llaves puestas! Eso puede ser peligroso para ti. –el repiqueteo metálico se oía claramente.

En su caída, la tarta se estampó en el suelo, desparramando nata y azúcar. Allí estaba Mariano al final del pasillo, su voz era reconocible en medio de la oscuridad imperante.

—No puede entrar en mi casa así sin más… ¡¡¡ No puede!!!

—¿Has subido a casa de doña Brígida?

—Eh, sí, he conocido a su madre. Es adorable. .

—¿Mi madre? ¿Doña Brígida? No, ella no es mi madre.

La desesperanza de que aquello no iba bien comenzaba a atenazar el cuerpo de Minerva. Hubiera querido escapar, no quería saber más de la extraña vida de aquel personaje que, con una red de araña fuertemente tejida, quería atraparla dentro. Antes de que tuviera tiempo para reaccionar, el timbre sonó de nuevo. El respingo de la chica fue notorio;el olor de Mariano que se adelantó a abrir la puerta, la volvió a repugnar.

—¿Cómo me has dicho que quieres la sopa? Estamos esperandoos –la dulce anciana estaba en su puerta, dirigiéndose a Mariano.

De espaldas a la pareja, Minerva no quiso moverse. La respuesta de Mariano la dejó petrificada.

—Hoy seremos uno más a cenar.

Fueron unos minutos confusos. No supo qué iba a suceder. Era evidente que no quería cenar con aquellos dos extraños seres, y también era evidente que no debía consentir la posesión sobre su casa, sobre su vida.

—Estoy muy cansada, lo siento, otro día cenaré con ustedes con mucho gusto.

Su voz rota emanaba terror. Empezó a caminar hacia su habitación.

—No puedes negar un plato de sopa a la adorable Brígida, lo ha preparado con mucho esmero… mira la tarta, la tiraste, ahora no puedes hacer lo mismo con su sopa. Te vendrá bien un plato de sopa -la voz de la dulce anciana sonó contundente.

La vio perderse por el oscuro rellano, conteniendo la respiración. No se oían sus pasos, no crujían los escalones. Se había esfumado en alguna dirección. Tras un minuto que pareció un siglo, un ligero chasqueo de llaves terminó con la puerta de arriba cerrándose. Tenía que huir de allí. No sabía cómo pero no podía permanecer un minuto más en aquel edificio, Estaba atrapada con un loco imprevisible y con una anciana que había pasado de adorable a horrenda.

—Esta vez te has superado, Brígida –la voz de Mariano parecía aduladora, a Minerva le sonó hueca.

Pese a su voluntad, aterrada por la escena que tenía delante, allí estaba sentada a la mesa, frente a la madre de Mariano quien fuese. A su izquierda, el hombre tomaba la sopa sorbiendo con ruido en cada cucharada que se acercaba a la boca. Con labios húmedos, miraba hacia el caldo blanquecino de su plato antes de beberlo. A su derecha, un maniquí con un camisón como única vestimenta, se mantenía echado hacia delante en su postura inerte. La anciana no comía, solo miraba, sobre todo a Minerva que tragaba como podíael insulso calducho. Añoró por un instante los sabrosos potajes de su madre.

—Voy a por la tarta… -antes de que la anciana tuviera tiempo de levantarse, Minerva se levantó como un resorte.

—Espere ya voy yo…

Salió del comedor. Se introdujo en la única puerta abierta, las dos estaban cerradas con llave. Desesperada miró hacia el fondo, tenía un objetivo. La ventana. Disponía de muy poco tiempo. La abrió. Antes de que la mano de Mariano la intentara retener, saltó al vacío. No miró abajo.

El golpe fue certero e inmediato. Un crujido de huesos la hizo contenerse del dolor. Tuvo tiempo de mirar hacia arriba. Los ojos de Mariano la miraban fríos y seguros. Junto a él la adorable anciana insistía:

—Sigamos cenando, aún está caliente la sopa.

—Sí será mejor, luego bajo.

El silencio se hizo más evidente para Minerva. Le zumbaban los oídos, le dolía mucho la pierna. Mareada con el golpe podía ver la oscuridad de la ventana de su vivienda, no más de un metro y medio de altura la separaba de ella. En el resto de ventanas divisó la misma silueta que había saludado la noche anterior. Comprendió enseguida. Se preguntó si podría escalar hasta allí. Desconocía ese patio interior, desconocía tantas cosas de ese edificio, se lamentó en medio del dolor. Se había animado a vivir allí sin preguntar nada, estaba entendiendo lo fácil que resultó la compra. Sobre el suelo, exhausta, anhelando que todo aquello fuera una pesadilla, escuchó dos vueltas de llave y unos pasos detrás. Y luego la ambulancia, y el deseo ferviente de pedir socorro y callarse, cerrar la boca, dejar que lágrimas abundantes recorrieran su rostro aniñado.

Adormecida, contemplaba las cortinas amarillentas, el desconchón de la parte superior de la ventana y un pequeño agujero en la pared de un cuadro inexistente. Su pierna escayolada la impedía moverse.

—Pronto te recuperarás con esta sabrosa sopa.

La anciana le volvía a servir el mismo caldo blanquecino desde hacía dos meses, tras el intento fallido de huida.

Al salir cerró la puerta con llave, dejando sola a Minerva. Hoy el silencio desesperante del lugar se había roto cuando escuchó que alguien hacia ruido en el piso de abajo. Aún era su casa, su maldita casa.

Sobre la escayola rota, quiso gritar sabiendo que nadie podría oír sus lamentos, solo el único maniquí masculino de la casa podía verla a través de sus ojos vacíos. Y los de ella se abrían lacrimosos, asombrados al ver que a pocos metros estaban sus maletas abiertas, su ropa revuelta, sus libros sobre una mesilla, junto a una tetera humeante…

 

 

 

 

Hermosas manos Por Horacio Otheguy Riveira

Camina por el mullido césped y observa el movimiento rítmico del agua en la piscina. Gaspar Viamonte está en la gloria. Sus invitadas salieron del vestuario con los ceñidos bañadores que él mismo encargó. Ya les pagó su alto precio y seguramente al despedirlas les dará otro tanto, agradecido. Su manera de nadar le brinda promesas de nalgas y pechos que no tardarán en estar a su alcance. De momento brasean a un ritmo lento, tal y como lo solicitó y, a medida que lo hacen, el agua genera un oleaje con mucha espuma que se convierte en chorros verticales de rojo sangre que le provocan arcadas. Retrocede, se tambalea. Cuando vuelve a mirar, no hay nada alarmante, ha surgido el esperado vapor de donde brotan las dos como sirenas: una rubia, otra morena, desnudándose hasta quedar a su entera disposición.

Se acercan lentamente, le quitan el albornoz con delicadeza, besan su cuello, una le acaricia la espalda, otra el pecho. Comienza su excitación, el flamante equipo de luces juega con formas geométricas, los azulejos se transforman en espejos donde el trío se refleja hasta que le atenaza un dolor agudo en la cintura y se abraza a ellas con una intensidad sorprendente; esconde su cabeza entre sus hombros, y abandona todo requerimiento. Ellas temen que se les muera de un infarto, dudan de lo que será capaz, tan distinto al que conocieron. Se ha convertido en un tipo anodino, un don nadie compungido que les ruega casi sin voz que se marchen. Corren sin mirar atrás, temiendo un acoso aún invisible.

Prematuramente envejecido, llega cojeando a una de las duchas, confía en superar el malestar: dolor corporal y una tristeza infinita; temblor en las manos y una desconocida debilidad en las piernas. Abre el grifo, sale barro líquido, hasta que de la alcachofa brota agua hirviendo. Está paralizado en un ambiente de calor insoportable. El suelo se torna blando, se abre y cae por un hueco infinito. Se hace un ovillo, todo dado por perdido con la sensación de que es apenas un niño sin defensa posible. No le ha dado tiempo a llamar a su servicio de seguridad, oscuridad y gritos lejanos que aumentan su pánico.

De pronto el horror retrocede. Encuentra sosiego en las caricias de su madre. Vuelve aquel tiempo en que le despertaba al regresar de fiestas con vestidos muy escotados, y paseaba sus labios carnosos por su cara, acompañándose de dulces caricias con hermosas manos de largas uñas que nunca le habían lastimado, hasta ahora que le hacen sangre y arrancan sus ojos. Sin ellos lo que ve le espanta: un camposanto sin tumbas, con mujeres desnudas en horcas de colores cuidadosamente colocadas como en escaparates. Ya nada queda del galante millonario, primero es puro despojo y herrumbre, lujuria descompuesta, luego niño eterno: Madre ha vuelto a buscarle como prometió cuando la lloraba en su lecho de muerte.

[Versión libre de algunos capítulos de la novela del mismo autor, “Un hilo de sangre”]

Al servicio de mi odio Por Elisa Pérez

 

Le vio entrar y salir de diferentes sitios más de tres veces en toda la tarde. Para Emilia no había duda de que era él. Había cambiado. El tiempo deja su huella, aún debía ser joven aunque no lo pareciera. Tampoco ella se sentía joven ya. La vida la había tratado con dureza.

Se metió en el coche, adelantando a los que circulaban a su lado, no quería perderle de vista en el deambular que había iniciado. En un semáforo tuvo tiempo de examinarle mejor mientras cruzaba bajo las luces de colores navideñas. Los hombros le habían vencido hacia delante, el peso de los años o de la culpa, visible para ella, debían pesarle mucho. Emilia avanzó en cuanto pudo, conocía la ruta. Llevaba más de dos meses preparando este día.

En una tarde oscura del pasado mes de octubre, la sorpresa fue mayúscula cuando una compañera anunció que ingresaba otro paciente. Cumpliendo con el protocolo establecido tomó sus bártulos para seguir a médicos y enfermeras. Se frenó en la puerta de la habitación. Por debajo de las sábanas un pie lechoso hacía aspavientos cuando el doctor le tocaba el abdomen. Se retorcía de dolor. Sólo hizo falta una ligera inspección para saber que necesitaba operación inminente. Emilia estaba acostumbrada al ritmo de urgencias. Las decisiones tenían que adoptarse en segundos; por suerte para ella, las tomaban otros y se limitaba a ejecutar con la celeridad requerida a una buena profesional.

Todo salió bien para el herido. Milagrosamente se había salvado de las heridas tras una fuerte paliza que alguien le había propinado en plena calle, aprovechando el ruido de la Navidad. Se desconocía el móvil pero los murmullos entre pasillos dentro del hospital dieron para varias historias a cual más extraordinaria y truculenta. Emilia tenía su propia versión. Dobló sus turnos durante el tiempo que permaneció hospitalizado, para seguirle y cuidarle de cerca. Los recuerdos le llegaban en forma de flashes cargados de dolor o de furia. Sin duda era él. Le quitaba el vendaje, le limpiaba la herida, pero también le miraba con desprecio. El no la había reconocido, al fin y al cabo sólo fue otra víctima más.

Cuando el hombre protestaba porque Emilia le tiraba de la herida o le raspaba el cuerpo con demasiado empeño, ella emitía una sonrisa detrás de una frase cargada de lastimoso descaro. El día que comenzó a lavarle su cuerpo desnudo, durante un segundo se quedó parada contemplando su miembro. Tuvo que refugiarse en el baño por las náuseas que ahogaban su garganta. Aún recordaba el sabor agrio y la sensación áspera de su pene durante las mamadas que la obligó a hacerle. La mezcla de orina y sudor la transportaron de nuevo a aquellas tardes de verano en las que nunca hubiera querido estar. Ahora desearía ahogarle con una venda o inyectarle una dosis más de su medicina para que sufriera. No merecía vivir, o por lo menos no merecía continuar como si aquel verano no hubiera pasado nunca. No sabía si le odiaba más por lo que le hizo o por no reconocerla quince años después.

La soledad del hombre en su recuperación solo se veía alterada por la visita de una mujer mayor que le acariciaba la cara o le refrescaba; y de dos policías que buscaban el móvil de la agresión. Seguía siendo un tipo duro al tiempo que ofrecía un aspecto de singular debilidad. Pasadas tres semanas le dictaminaron continuar su convalecencia en casa. Esta medida supuso una cierta desilusión para Emilia. A medida que se reponía, se aproximaba más, intentando detener su mejoría.

-¡Pobre hombre, vive de milagro!

Durante la tierna y cálida despedida que regaló a las enfermeras que le habían cuidado en el hospital, su compañera le compadecía. Emilia la miraba en silencio detrás del mostrador blanco.

– ¿Qué años tendrá? Voy a la ficha. ¡Es tan atractivo!

No era suficiente con la compasión, también estaba la admiración de las mujeres. ¡Mantenía el tipo, seguía como antes! Embelesaba, engatusaba, acariciaba a sus víctimas, era imposible no rendirse ante ese ser que hablaba bien a los chicos y las chicas, cantaba con ellos, les escuchaba en sus problemas cotidianos. Tenía náuseas, las sienes parecían a punto de estallar. Ansiaba propagar por la sala de enfermeras que había sido víctima de ese ser tan maravilloso. Su asco quedó estrangulado una vez más.

Se las ingenió para seguirle durante casi tres meses que por fin culminarían hoy.

Fue fácil, adelantó su turno con el pretexto de las horas que le debían. Con su coche recorrió las calles lo más cerca posible. A veces salía solo, otras la señora mayor le acompañaba, le sujetaba la mano, le sostenía por el codo. ¡Cómo podía ayudar a un ser tan repugnante!, se decía Emilia empapada de odio al otro lado del espejo, sujetando el volante hasta sentir que le quemaban las manos. No le había preguntado si era su madre. Le daba igual. Una madre no debe consentir algo así. ¡Si ella se lo hubiera contado a la suya…! Rememoró por un momento. Entonces no quiso hacerlo, estaba avergonzada, se sentía culpable y sola. Después ya fue tarde para hacerlo y prefirió refugiarse en el olvido.

No fue una vez, ni dos, demasiadas las veces que en el bosque tras un árbol, en la cocina o durante la siesta, la convencía con veladas amenazas. Su madre la obligó a volver al siguiente verano: “es gente buena” le repetía. Le asqueaba esa bondad. Estúpida, que no se enteraba de nada. Desde entonces había sido incapaz de disfrutar con un hombre. Lo intentó con una mujer, sin éxito también.

Pero tenía un plan. Lo había ideado al verle inválido sobre la cama del hospital. Su presencia había reactivado las pesadillas que tuvo durante años, habitadas por su figura, su olor, sus andares pesados que se acercaban hacia ella. Como una cobra que se revuelve para defenderse de sus atacantes, la rabia que la había infestado durante mucho tiempo, regresaba para quedarse. Lo tuvo tan cerca, tocándolo, aseándolo, curándolo, que se pregunta cómo hizo para no desesperar. Ahora era una mujer del montón, sin la responsabilidad de una profesional, y le tenía tan cerca que indudablemente se encontraba mucho más débil que ella. Sin ningún resto del poder de entonces. Iba a hacerlo de forma pausada, disfrutando, como él había hecho con ella y con las demás. Jamás hubo confidencias o confesiones, pero las miradas de otras niñas era una señal inequívoca de la complicidad que vivían en el campamento.

Tras caminar varias calles a buen ritmo, el hombre entró en un edificio. En la acera de enfrente Emilia consiguió aparcar. Había esperado a que se restableciera por completo para no cargar con la culpa de la debilidad. Se preguntaba quién y por qué le habría pegado la paliza que le llevó al hospital. Le gustaba pensar que se había tratado de una venganza. Se sentía acompañada por otras u otros que no eran capaces de olvidar ni mucho menos perdonar. Ojalá hubiera tenido el arrojo de hacer lo mismo quince años atrás. Entonces era joven e inexperta, después fue adulta y débil, ahora se sentía madura y fuerte.

Con paso firme, Emilia se adentró en el edificio. El lugar no invitaba a permanecer mucho tiempo dentro, era oscuro y viejo. Un vetusto farol iluminaba la escalera de madera con peldaños muy empinados. No había ascensor, las ventanas de la escalera apenas dejaban pasar claridad empañadas por la mugre. Estaba sorprendida de su propia valentía, había superado el miedo crónico que la inmovilizó durante años. Ahora se sentía una heroína. Estaba en un lugar solitario y desconocido, ella que se aterraba con solo pensarlo o no dormía cuando alguien la invitaba a una fiesta concurrida. Todo había sido un disparate hasta ahora. Era el momento de vengarse de tanto sufrimiento.

Recorrió con la mirada los buzones. Recordaba su nombre: Abel Medina Antón. Sobre la etiqueta amarillenta, debajo aparecía otro nombre impreso: Andrea Antón López. Su madre. Semejante ser tenía madre, la del hospital, la que le secaba la saliva que babeaba por su asquerosa boca. El buzón estaba abierto. La cerradura permanecía rota, dentro un montón de papeles se acumulaban de forma desordenada. Al tocarlos, se cayeron tres. No los recogió. Empezó a subir de forma pausada y complacida uno a uno los escalones. Quiso relamerse de ese momento. Iba a sorprenderle, seguro. Sería una enorme sorpresa para él. Casi le sale una carcajada al imaginar su cara: los ojos se le achinarían aún más, los labios resecos por los medicamentos estarían rasposos y agrietados; sería incapaz de decirle nada, pero seguro que la reconocería enseguida, se había ocupado de traer una señal inequívoca. Mientras ascendía se puso la camiseta verde del viejo campamento. La guardó año tras año. ¡Qué absurdo recuerdo…! Sin embargo, ahora le venía bien… “Campamento La flecha verde…” Sí, eso sería definitivo para que la reconociera. Al preparar el plan, quiso llamarle, acosarle antes por teléfono, había conseguido su contacto del historial clínico. Finalmente desechó la idea.

A la vez que terminaba de ajustarse la camiseta que se alineaba a su cuerpo, pese al tiempo transcurrido, se plantó delante de la puerta del Tercero Interior. Cuando era adolescente había pensado mil veces venir a esa casa una noche y quemarla con él dentro. Ahora estaba delante sin mechero ni cerillas. Por un instante sintió lástima de sí misma. ¿Tenía claro lo que iba a hacer? Dudaba. Se aseguró que no iba a permitirse ningún retroceso cerrando los ojos y viendo como en una película su repugnante manoseo mientras le susurraba suciedades al oído.

En las noches de hospital, le había observado dormido. Ya no le parecía tan alto, ya no debía de tener tanta fuerza como antes, la herida del abdomen le cruzaba de un lado al otro, aún debía estar tierna por dentro. Estiró la espalda reconfortada y se arregló el pelo. La camiseta del campamento le apretaba.

Antes de que tuviera tiempo de tocar el timbre para poner en marcha su plan, se palpó el bolsillo del pantalón a fin de comprobar que todo estuviese en orden. Estaba muy nerviosa, las pulsaciones del corazón le golpeaban en las sienes. Nada más escuchar el sonido acompasado del timbre, sintió que la fuerza le fallaba. No se oía nada al otro lado, quizás se había equivocado al mirar el buzón, quizás no fuera esa la casa del depredador. Durante un minuto que se prolongó durante un siglo la angustia la atenazó. Y de pronto, tras la puerta, su voz, la voz débil de un enfermo.

  • ¿Qué quiere?
  • Ábrame, le traigo del hospital algo que se olvidó, el Hospital San Carlos… soy la auxiliar Emilia Romero.
  • Mi madre y yo lo recogimos todo, no me dejé nada… váyase y no moleste.
  • ¿Me has reconocido verdad? Sabes quién soy, sí lo sabes…, ábreme.

Emilia no podía contener las ganas de golpear la puerta una y otra vez. Del otro lado no hubo movimientos

  • Vete, no quiero más problemas.

A través de la puerta sus palabras sonaban huecas. ¿Realmente la había reconocido?

  • Solo quiero hablar contigo.

Emilia golpeó la puerta de nuevo. Enfrente escuchó el chirrido de un cerrojo que se ajustaba. La mujer continuó sudorosa, enfurecida con cada palabra que emitía sin importarle el escenario ni los testigos. Era público su dolor, y pública iba a ser su venganza.

Empezó a impacientarse. Podía ser de lo más previsible, pero no estaba preparada para esa reacción. ¡Tenía que verla! Lo imaginó todo más rápido, más inmediato.

  • Los problemas me los creaste tú a mí, sí, hace quince años, quince años. ¿Me recuerdas mejor ahora? Mira por la mirilla, te voy a enseñar algo que te ayudará a recordar mejor aún.

Emilia estiró su camiseta intentando llegar a la mirilla de la puerta. Emitió un grito a la vez que volvía a golpearla.

  • No me encuentro bien, vete, no voy abrirte, vete.

El grito ahogado de él se fue alejando al otro lado de la puerta.

Fue una hora de espera durante la cual Emilia se fijó a la puerta del Tercero Interior, esperando una señal, un atisbo de movimiento que le permitiera seguir con el debilitado plan. Golpeó la puerta y tocó el timbre tres o cuatro, diez veces, dejando algunas pausas. Nadie respondió. Pensó que la ayudarían. Pero con los ojos enfurecidos por las lágrimas y el cuerpo comprimido bajo una camiseta de años lejanos, no era la imagen más tranquilizadora para nadie. Se recostó en la barandilla de la escalera y se echó a llorar dispuesta a seguir esperando un poco más.

Las calles se le hacían interminables y sinuosas. Apenas podía conducir derrotada por su propia sed de venganza. En cuanto pudo se despojó de la absurda camiseta verde. Antes de poner en marcha el coche, abrió la ventanilla para lanzar fuera el último recuerdo inútil de su época infantil. Poco a poco las luces del hospital anunciaban el trajín habitual.

En la puerta de urgencias, las carreras y las prisas se sucedían como de costumbre en la última noche del año. Bajo las luces blanquecinas del mostrador, la noche había rehecho su desenfreno habitual. Emilia terminaba de rellenar los datos de una ficha. La enfermera le había dejado esa misión mientras ella iba a atender el último caso que había entrado.

  • No hemos podido hacer nada por él… pobre hombre. Ya completo yo los datos, Emilia, ve a ayudar a tus compañeras. Lo mataron a golpes y lo arrojaron en el portal, no sabes cómo venía, destrozado. Me comentan que ya ha estado aquí, se llama Abel…

La respiración de Emilia se paralizó de repente; corrió hasta el box donde dos compañeras limpiaban restos de sangre y vísceras… Por debajo de la sábana blanca que cubría el cadáver, un pie lechoso asomaba indiscreto.

 

«La pata de mono», cuento de terror de 1902 Por W.W. Jacobs

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.—¡Es Herbert! ¡Es Herbert! —La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

—¿Qué vas a hacer? —le dijo ahogadamente.

—¡Es mi hijo, es Herbert! —gritó la mujer, luchando para que la soltara—. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame, tengo que abrir la puerta.

—Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.

LA PATA DE MONO

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.

-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.

-Mate -contestó el hijo.

-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.

-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.

-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.

-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.

-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia.

-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.

-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.

-Se cumplieron -dijo el sargento.

-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.

-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?

-No sé -contestó el otro-. No sé.

Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.

-Si usted no la quiere, Morris, démela.

-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

-¿Cómo se hace?

-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.

-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.

-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.

-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.

-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

Sacudió la cabeza.

-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.

-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.

-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.

Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.

-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.

-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era… ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

Y lo miró patéticamente.

-Lo siento… -empezó el otro.

-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.

-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.

-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

-Doscientas libras -fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.

El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.

-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.

El señor White se incorporó alarmado.

-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó:

-La quiero. ¿No la has destruido?

-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

-Sólo ahora he pensado… ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?

-¿Pensaste en qué? -preguntó.

-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.

-¿No fue bastante?

-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

-Dios mío, estás loca.

-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela.

-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

-Fue una coincidencia.

-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.

El marido se volvió y la miró:

-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras…

-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

-¡Pídelo! -gritó con violencia.

-Es absurdo y perverso -balbuceó.

-Pídelo -repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

-Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

-¿Qué es eso? -gritó la mujer.

-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.

-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.

-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara…

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

*** *** ***

William Wymark Jacobs (8 de septiembre de 1863 – 1 de septiembre de 1943) fue un humorista, novelista y cuentista británico. Se le conoce principalmente por uno de sus relatos macabros como La pata de mono (The Monkey’s Paw), incluido en el libro de cuentos The Lady of the Barge (La dama de la barca, 1902). La mayor parte de su obra, sin embargo, se adscribe al género humorístico.

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CUENTO EDITADO EN LA BIBLIOTECA DIGITAL SEVA, CREADA Y DIRIGIDA POR EL ESCRITOR LUIS LÓPEZ NIEVES

 

 

La adivinadora Por Paula Alfonso

 

El aroma del incienso saliendo por los pebeteros no conseguía eliminar la fetidez a colonia barata dejada por el último cliente. Hubiera querido abrir de par en par la ventana del gabinete para que el frío de la tarde purificase la habitación, quitarse ya el turbante que le apretaba demasiado la frente, deshacerse del vestido de gasa y enfundarse en su confortable pijama de franela, pero el sonido chirriante del timbre abortó sus intenciones, no había tiempo, debía permanecer en su papel, se la reclamaba para una nueva actuación.

Lo que sí hizo antes de acudir a la llamada fue apagar todas las velas, excepto el cirio, era parte del decorado. A los clientes les impactaba tanto encontrar aquella pequeña habitación en penumbras que era preciso insistirles en que cruzaran el marco y avanzaran para sentarse junto a la mesa redonda. Además, volverlas a encender le daría la oportunidad de observar al recién llegado sin ser vista y obtener información.

Cerró cuidadosamente y con pasos lentos avanzó por el largo pasillo. El estridente sonido del timbre volvió inundar la casa, pero ya estaba junto a la puerta, se santiguó, giró la rústica celosía que cubría la mirilla y volvió a santiguarse antes de ponerse de puntillas y observar por los agujeros. Lo había convertido en rutina, desde que supo por un periódico, hacía ya algunos años, que en Barcelona los mossos de escuadra encontraron el cuerpo sin vida de una reputada pitonisa en el suelo de su habitación. Aunque la investigación se intentó llevar en el más absoluto de los secretos, trascendió a la prensa que el cadáver mostraba signos de una gran violencia, le habían sacado los ojos y en sus cuencas vacías depositaron un atado de plumas de paloma dispuestas en forma de abanico. Un crimen pasional, concluyó la policía, perpetrado por algún degenerado movido por el odio, la venganza o la ira. Ella era consciente de que las cautelas que había tomado a raíz de conocer la noticia eran totalmente inútiles, ya que de los que llamaban a su casa —salvo un pequeño porcentaje a los que se les podría calificar como clientes fijos— la mayoría le eran absolutamente desconocidos, pero aun así estaba convencida de que observarles antes de abrirles la puerta funcionaba como un talismán que hasta ahora le había dado buenos resultados.

A quien divisó a través de la filigrana de bronce fue a un hombre de unos cuarenta años embutido en un anorak. Parecía nervioso, recorría de un lado a otro el pequeño descansillo y se detenía de vez en vez cuando para clavar sus ojos él también en la mirilla. Su expresión era de angustia, todo él suplicaba que abrieran ya.

Nada fuera de lo normal, aquel hombre no representaba ningún peligro para ella, los que acudían a su gabinete lo hacían así, acuciados por un problema y deseosos de que alguien les diera la solución, algo muy distinto hubiera sido encontrarse con un hombre aparentemente tranquilo, sosegado, pacífico… esos eran los que no le gustaban.

Con total tranquilidad descorrió el cerrojo y abrió la puerta.

  • ¿Es usted doña Manuela?

La pregunta fue tan intensa y directa que casi le hizo retroceder.

  • Si, sí, pase.

Con la mano le indicó que entrara.

  • Verá, me han hablado de usted y quisiera…

No, en la escalera nada de conversación, sus vecinas andarían husmeando y no había por qué echarles más carnaza, eran como hienas. En alguna junta de comunidad se habían quejado de ella, hasta la acusaron de realizar prácticas nocivas dentro de su piso, las muy envidiosas, afortunadamente las cosas hasta el momento no habían pasado de ahí.

  • No se preocupe, entre y me cuenta.

Tras cerrar tratando de hacer el menor ruido posible comenzaron a avanzar por el pasillo, primero ella, con su vaporosa túnica de gasa verde y después el cliente quitándose ya el pesado anorak.

Cuando llegaron a la puerta del pequeño gabinete y la abrió, el suave aleteo de la llama del cirio provocó un baile de luces y sombras que pareció darle vida a todo. Era una habitación repleta de objetos, en estanterías y también dispersos por el suelo se podían encontrar amuletos, pirámides de cristal de diversos tamaños, patas de conejo, lupas y sobre todo libros, muchos libros, la mayor parte encuadernados en piel y con apariencia de viejos. En las paredes colgaban cartas astrales, carteles alusivos a la adivinación o la quiromancia y alguna que otra fotografía de difícil identificación y en el centro, como gobernando todo este marasmo, se situaba su mesa, redonda, cubierta con un tapete verde de fieltro y rodeada de sillas. Había también una butaca, la suya. La consiguió en un desguace por un precio que aún hoy le seguía pareciendo astronómico, pero era exactamente lo que buscaba, respaldo alto, madera negra torneada y tapicería de color rojo carmesí. Con todo aquello había logrado que la primera impresión que producía aquella sala fuera impactante, pero ese era el objetivo; intimidar al recién llegado, hacerle sentir indefenso, vulnerable. Como le dijo su mentor: “Si quieres hacerte un hueco en este jodido mundo, querida, deberás cuidar bien el escenario, es de vital importancia”.

  • Puede sentarse en esta silla.
  • ¿Y qué le trae por aquí, tiene algún problema, asuntos de amor, trabajo, teme que alguien pueda querer hacerle daño?

Hablaba mientras se dirigía a los diferentes ángulos de la habitación donde estratégicamente estaban colocadas las velas. Una a una las fue encendiendo mientras con disimulo trataba de captar detalles de su todavía sorprendido cliente. Calibraría la calidad y estado de sus ropas: alguna vez finas, caras, luego baratas de mercadillo, ajadas por el uso… También se fijaría en los zapatos, en especial en la parte donde ofrecían su zona de desgaste: en el tacón indicaría el uso de coche y si ocurría en la suela se trataría de un simple peatón. Pero su banco de datos fundamental eran las manos, las había visto de todo tipo, cuidadas, toscas, limpias, con padrastros, sucias, … Si bien todo esto podía decir mucho de la persona, lo esencial era su dedo anular y la presencia en él de una alianza, su ausencia o signos de haberla llevado. Con esta inspección y sus grandes dotes para la improvisación podía dar comienzo la sesión.

Dejó las cerillas en un estante y de modo un tanto pomposo ocupó su sillón, se arregló las mangas de la túnica, estiró con su mano el tapete, se echó hacia delante y clavó sus ojos en los de su cliente. Esto también solía dar resultado, era tan impactante que muy pocos soportaban su inquisidora mirada y optaban por bajar la cabeza en señal de derrota. En esta posición dejaba que pasasen los minutos sin que nada ocurriera hasta que le parecía que ya era suficiente y empezaba. Tomó un pequeño paquete protegido por un paño, lo colocó sobre la mesa y con mucho cuidado empezó a desenvolverlo. Allí estaba otra vez su baraja de tarot, tan manoseada, tan gastada, tan suya. Con movimientos rápidos y seguros barajó unas sobre otras, las estiró, las volvió a reunir y finalmente las distribuyó en tres montones.

  • Con su mano izquierda escoja uno por favor.

El cliente obedeció, tomó el montón y se lo entregó. Ella barajó de nuevo, una vez, dos hasta tres veces, finalmente fue depositando uno a uno aquellos naipes sobre la mesa.

Los observó en conjunto durante unos minutos, después posó su dedo índice de afilada uña sobre algunos de ellos como queriéndose asegurar que lo que percibía era cierto. De repente, como si aquellas cartas la quemaran, levantó las manos de la mesa, se echó hacia atrás, apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca y cerró los ojos. El cliente, que había seguido atentamente todos y cada uno de sus movimientos percibió que algo no iba bien, el mensaje que salía de los naipes debía ser muy malo. Súbitamente la pitonisa abrió los ojos y visiblemente irritada con un manotazo rápido reunió de nuevo todas las cartas, las barajó y poniendo mucho cuidado volvió a depositarlas sobre el tapete.

La preocupación se dibujó otra vez en su cara, miraba, apoyaba la yema de sus dedos en las figuras y callaba. El cliente estaba tan aterrorizado que decidió irse, ya no quería saber lo que le deparaba el futuro, si iba a ser tan malo mejor ignorarlo. Empezaba a ponerse en pie cuando la voz de la pitonisa le frenó.

  • Un momento.

Su cara tenía ahora una expresión extraña, su mirada se fue deslizando lentamente desde las cartas que había sobre la mesa hasta un punto en el techo donde quedó como si esperara algo.

Él hizo ademán de preguntar, saber qué estaba sucediendo, pero ella con un movimiento rápido de su mano le interceptó.

No hacía nada, no decía nada, con la cara vuelta hacia arriba, el cuello totalmente estirado, la echadora de cartas parecía ahora una imagen congelada en el tiempo. De pronto comenzó a respirar con dificultad, como si le faltara el aire.

  • Estoy notando una presencia.

Dijo en tono bajo pero perfectamente entendible.

  • Sí sí te recibo, estás con nosotros.

Se dirigía a alguien que debía estar allí en la esquina del techo.

  • Me está diciendo que le conoce, y que le quiso mucho.

Ahora su contertulio era el cliente.

  • Es una mujer.
  • Mi madre. ¿Es mi madre?

No esperó respuesta, de un salto abandonó la silla para acudir bajo aquella desnuda esquina y mirando hacia arriba habló con voz aniñada.

  • Mamá, soy yo, Gonzalo, tu Gonzalo.
  • Silencio, vuelva a su sitio y calle, que si no no escucho lo que quiere decir.

Sumiso ocupó de nuevo su puesto y esperó.

–  ¿María?

–  No, Josefa, se llamaba Josefa, aunque todos la decían Pepita.

–  Ya sé que es Pepita, aclaró la Pitonisa un tanto molesta, pero cuando contacto con espíritus, les llamo con otro nombre para que se reafirmen y establezcan mejor la comunicación.

Sintiéndose culpable por haber interrumpido, en voz muy baja pidió perdón.

– Está bien Pepita te escuchamos, aquí está tu hijo, ¿quieres decirle algo? Transcurrieron unos instantes en los que la Pitonisa permaneció solo atenta a lo que le decía aquella voz, después continuó

– Sí, te comprendo, así se lo diré, no te preocupes. ¿Algo más?, ¿quieres algo más?, apenas te escucho. ¡Ah!, lástima, me dices que tienes que irte.

La adivina miró con aparente ternura a su cliente y en tono maternal le dijo

  • Ahora está yendo hacia usted y se agacha para darle un beso en la frente.

Él, como si efectivamente estuviera sintiendo el roce de unos labios sobre su piel, cerró los ojos y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Después, en aquel pequeño gabinete reinó un denso silencio que solo el leve crepitar de las velas se atrevía a romper.

  • Ya está, se ha marchado, se ha ido.

La voz de la pitonisa, fuerte, directa, puso fin a aquel impasse.

El cliente sacó un pañuelo de su bolsillo y con gesto rápido secó las lágrimas de su cara. Tras guardarlo de nuevo quedó mirando a la pitonisa haciéndole ver que su momento de debilidad había pasado y estaba preparado para escuchar.

  • Me ha dicho que se portó muy bien con ella, que de todos sus hijos fue siempre su preferido.
  • Pero es que solo me tuvo a mí.
  • Bueno ya lo sé. —Este tipo de fallos la molestaban muchísimo, pero era inevitable, no podía acertarlo todo, afortunadamente contaba con recursos para remediarlo—.
  • Se refería a su padre —dijo en tono conciliador— entre él y usted siempre le quiso más a usted.
  • Si, pobre mamá, tuvo que aguantar mucho con aquel animal. Recuerdo un día…

No, no, no, por ahí ya no pasaba, estaba demasiado cansada para escuchar viejas batallas familiares, había que ir al grano para acabar cuanto antes.

  • He notado a su madre preocupada —le interrumpió con descaro—, y me ha dejado un mensaje que me temo no le va a gustar. Verá, me dice que en los próximos días recibirá una muy mala noticia. Viene de una mujer…

Un silencio, y la respuesta como siempre no se hizo esperar.

  • Mi ex, la arpía de mi ex, seguro que trama otra.
  • Su madre me ha contado que lleva años intentando hacerle daño y eso a ella le hace sufrir mucho, insiste en que le previno, que le pidió que no se casara con ella, pero usted no le hizo caso.
  • Sí, es cierto, qué lista eras mamá y yo qué torpe.

De nuevo desvió la mirada a la esquina del techo donde supuestamente había estado su madre y permaneció allí solo unos instantes porque enseguida reaccionó.

  • Pero ¿qué puede querer esa zorra ahora si se lo di todo, la casa, el coche…?
  • Eso lamentablemente no me lo ha podido terminar de aclarar, estaba tan abatida la pobre, tan triste, que su dolor le ha hecho evaporarse antes de tiempo, pero ha insistido en que vuelva la semana que viene, que ella estará de nuevo aquí con nosotros y será entonces cuando le dé todos los detalles.

– ¿Ah sí? Pues volveré, y esta vez le haré caso en todo lo que me diga, no podemos dejar que esa bruja se salga con la suya.

  • Muy bien le doy cita entonces ¿verdad?

Entre las manos de la pitonisa apareció como por arte de magia un bloc muy gastado. Mojando de saliva su dedo índice pasó varias hojas.

– Apenas me quedan citas libres, pero dada la importancia de su caso le haré un hueco el miércoles, ¿le viene bien el miércoles?, pues le espero a las 7.

– Muchísimas gracias, me ha sido usted de gran ayuda. ¿Son 30 euros verdad?

No, 30 es cuando hago la consulta sobre el tarot, cuando los espíritus bajan a contactar conmigo, como ha ocurrido con su madre, cobro 50, por el desgaste ¿sabe usted?, quedo fatal después y me cuesta mucho recuperarme. Tomó el billete que le tendió el cliente y mientras lo hacía desaparecer por el pico de su escote continuó con sobreactuado pesar.

– Sé que algún día pagaré una factura muy alta por ello, pero tengo que ayudar, la gente necesitada y que sufre como usted es lo primero para mí. Hasta el miércoles pues.

  • Adiós, buenas noches.

Cuando cerró la puerta tocó a través de la gasa el billete para asegurarse de que seguía a buen recaudo.

  • Realmente sí que estoy cansada, debo estar haciéndome mayor.

Comenzaba a desandar el largo pasillo cuando volvieron a llamar.

– Uf, otra vez el timbre de la puerta, se habrá dejado algo, pues yo no veo nada ¡Qué pesadez!

  • ¿Olvidó alguna cosa?

Había abierto directamente, sin tomar la precaución de santiguarse sin asomarse antes por la mirilla. Un escalofrío le atravesó su espalda.

  • Ah, perdón, pensé que era la persona que acaba de salir.

Instintivamente, como si buscara protección ante un peligro que parecía inminente, salió hacia la escalera y miró a ambos lados, pero solo encontró un descansillo vacío y muchas puertas cerradas.

  • Necesito su ayuda, déjeme pasar, por favor.

A pesar de la urgencia que transmitían sus palabras, las pronunciaba en un tono tranquilo, sosegado, pero a la vez firme.

No se atrevió ni a mirarle a la cara, retrocedió, cruzó de nuevo el umbral de su casa y desde allí intentó despedirle.

  • Perdone pero solo atiendo con cita previa. Lo siento mucho.

Empujó la puerta para cerrarla, pero un obstáculo se lo impidió, miró hacia abajo y encontró el pie de aquel hombre cruzado sobre el marco.

– ¿Cuáles son sus honorarios, 50 euros, 100?

Aturdida, su respuesta fue empujar de nuevo la puerta.

  • Tome 500, pero permítame pasar.

Por el pequeño hueco asomó un billete morado.

Quinientos euros era más de lo que ganaba en una semana, ¿Cómo decir a aquello que no?

Sin embargo, la sensación de peligro seguía ahí. Por momentos en su cabeza se cruzaron un sinfín de argumentos, tanto a favor como en contra de abrir aquella puerta y finalmente se convenció de que su temor era una mera y estúpida superstición. ¿Qué me puede pasar? Mi cuerpo tiene ya muchos años como para despertar interés por muy morboso que sea, y mi experiencia me permitirá salir de cualquier atolladero. Por otra parte lo único que he visto es a un hombre apurado como todos los que llaman a mi puerta, con la diferencia que en esta ocasión me va a salir muy rentable. Pero había algo oscuro. Su intuición, aquella voz misteriosa que en ocasiones de peligro siempre la alertaba, seguía gritándole cada vez más fuerte, más rotunda: Olvida el dinero métete en casa y echa la llave.

  • Está bien, pase.

Con rapidez arrancó el billete de los dedos que lo sostenían y lo hizo desaparecer por su escote. Después abrió la puerta y le dejó pasar.

  • Al final del pasillo la habitación de la derecha.

En esta ocasión prefirió que fuera él delante, no se atrevió a darle la espalda, pero cuando empezó a caminar notó que algo no iba bien, sus piernas se habían hecho muy pesadas, le costaba moverlas y un sofoco inesperado llenó de sudor su frente. Miró hacia delante y el pasillo le pareció exageradamente largo, largo y estrecho como un oscuro y amedrentador túnel que parecía no tener fin. Le veía avanzar seguro con las manos metidas en los bolsillos de un loden gris, cada vez más lejos. Cuando llegó a la puerta indicada se detuvo y esperó.

Aún pasaron unos instantes hasta que ella logró alcanzarle. Carraspeó para disimular su intenso jadeo, se apoyó en el pomo de la puerta y abrió.

La habitación estaba totalmente a oscuras, fue la escasa iluminación del pasillo la que le permitió llegar adonde estaba colocado el cirio y encenderlo. Se percató entonces de esa otra singularidad; nunca apagaba aquel velón, lo dejaba arder hasta que quedaba engullido por su propia cera y tenía que reemplazarlo por otro.

  • Pase y siéntese.

Le sonó extraño el tono de su propia voz, era falsamente fuerte, distante, tratando de sobreponerse a ese miedo que en su interior crecía. ¿Qué prefiere, tarot, bola de cristal, posos de café o las líneas de la mano?

Mientras encendía el resto de las velas intentó obtener de aquel hombre información, pero fue inútil, se había sentado con la cabeza baja y las manos permanecían aún en los bolsillos de su abrigo.

  • Bola de cristal.

De espaldas como estaba, apenas entendió su respuesta.

  • Perdone pero no le he entendido, ¿qué técnica quiere, tarot, posos de…?

El cliente no la dejó terminar, volvió la cabeza y clavando en ella unos ojos profundos oscuros que contrastaban con su tez macilenta repitió muy despacio…

  • Bola del cristal, dije bola de cristal.

Le costó un tiempo reaccionar, desprenderse de tan terrorífica mirada. Aquel hombre no parecía el mismo que el que vio en la escalera, su cara no estaba tan pálida, su expresión no era tan sombría, ¿será efecto de la poca luz?, pero su precipitado argumento no acalló la voz que desde lo más hondo de sus entrañas le seguía gritando que se marchara, que huyera, que aún tenía tiempo.

  • He de seguir encendiendo más velas, ¿sabe? Ellas son la senda que me conduce al más allá para una comunicación plena.

Fue su excusa para poder continuar. Encendió otra cerilla y cuando estaba a punto de acercarla al cabo retorcido se apagó. Repitió la operación con otra, protegiendo la llama con una de sus manos la aproximó con cuidado a la vela pero se apagó igualmente, era como si intencionadamente alguien la hubiera soplado. Empezó a sudar, no encontraba explicación para aquel fenómeno. ¿Por qué dejé entrar a este individuo en mi casa? A lo mejor aún podía pedirle que se marchara, le diría que esa noche no se encontraba bien, le devolvería el dinero, sí, eso haría. Pero nunca, jamás, se había rendido, así que trató de tranquilizarse, buscó una caja de cerillas diferente que  guardaba en un cajón, y otra vez de espaldas al cliente, con el único propósito de distraerle, realizó una de sus tradicionales preguntas.

  • ¿Hay algo que le preocupe en estos momentos, tiene algún problema, desea que me centre en un asunto en concreto?

Pero de nuevo la cerilla se apagó, otro intento más y el mismo resultado, otro más, y dejó de intentarlo.

  • Empecemos ya, tome la bola y dígame lo que ve.

La orden fue tajante.

  • Está bien.

En una penumbra desacostumbrada, bajo una tensión también insólita, se sentó, tomó la esfera, e iluminada sólo por el cirio inició su ritual.

Fijó sus ojos en el interior transparente y trató de concentrarse. Colocó sus manos con los dedos muy abiertos alrededor de la bola, y sin llegar a tocarla comenzó a darla vueltas hacia un lado, hacia otro, por delante, por detrás.

  • Bien, ya empiezo a contactar, no se preocupe, aquí aparece…

El repertorio que tenía previsto cuando le pedían esta técnica se volatilizó literalmente en su mente, la bola había comenzado a cambiar. Primero percibió calor, un calor que desde dentro atravesaba el cristal y llegaba hasta sus manos, al principio fue muy tenue, soportable, pero luego aumentó. De igual modo emanaba un fino hilo de color rojo oscuro y lo que había sido nítida transparencia se convirtió en oscura opacidad. Asustada, trató de ponerse en pie, pero estaba paralizada, como si la hubieran pegado a su sillón, tampoco le fue posible separar sus manos de la incandescente bola, que sádicamente la seguía quemando.

Para la adivinadora Manuela Guzmán aquello fue aterrador. Obligada a asistir a su propia tortura y sin posibilidad de defenderse. De pronto recordó que no estaba sola, que alguien a su lado estaba siendo testigo también de lo que ocurría y hacía él levantó su mirada. Había sacado las manos de sus bolsillos y se afanaba en atar en forma de abanico un conjunto de plumas de paloma que había depositado sobre la mesa.

El maestro Kadja Por Ana Riera

Verónica cogió la propaganda que le ofrecieron por la calle de forma automática, sin fijarse siquiera en la cara de la persona que se la daba, y se la guardó en el bolsillo del abrigo. Tenía la mente ocupada en otras cosas. En realidad, llevaba ya varios días dándole vueltas sin parar. Era como si su mente se hubiera quedado atascada y lo único que pudiera hacer fuera volver una y otra vez a los mismos pensamientos. “No me lo puedo creer, hacerme eso a mí, con lo bien que lo he tratado siempre, con lo mucho que le quiero. No es justo, no es justo. Y en nuestra propia cama”. Así día y noche, sin apenas descanso, como un disco rayado.

No fue hasta un par de días más tarde, cuando ya las ojeras por la falta de sueño habían aparecido en su cara, cuando se topó de nuevo con la propaganda. Fue al meter la mano en el bolsillo en busca de un pañuelo para secarse las lágrimas. Lo cogió sorprendida y se puso a leerlo, para ver si así conseguía silenciar unos segundos su mente.

“Maestro Kadja. Especialista en problemas de amor con más de 30 años de experiencia. Heredero de la sabiduría de su pueblo en pleno desierto africano. No espere más y deje de sufrir. Si su pareja le ha sido infiel, contacte con el maestro. Le ayudará a recuperar a su pareja y a ser feliz de nuevo. Resultados garantizados en 72 horas.”

Se quedó completamente estupefacta. Tenía que ser una señal. Parecía escrito específicamente para ella. Era como si los espíritus le susurraran un mensaje cifrado.  No creía en ese tipo de cosas. Sin embargo, volvió a leerlo, esta vez prestando mucha atención, fijándose en todos los detalles. Sí, estaba claro que iba dirigido a ella.

Venía un número de teléfono móvil. Volvió a guardar el papel, pero esta vez en el bolso, en uno de sus bolsillos interiores, el que se cerraba con una pequeña cremallera. Quería tenerlo bien localizado porque había tomado una decisión. Esa noche, cuando estuviera tranquila en su piso, el que hasta hacía poco compartía con su marido, llamaría al maestro Kadja.

Cuando llegó a casa estaba hecha un manojo de nervios. La mera idea de que los sortilegios de aquel hombre pudieran funcionar la excitaba y la aterraba a partes iguales. Se sentó en el sillón orejero que estaba junto a la ventana, por donde se colaban los últimos rayos de luz, y trató de ordenar un poco sus ideas. Incluso anotó algunas cosas en el cuadernillo que llevaba siempre en el bolso. Cuando por fin se sintió preparada, respiró hondo y marcó el número.

La voz que le llegó a través del aparato le inspiró confianza desde el primer momento. Era profunda y nítida, con un ligero acento que fue incapaz de identificar. Intercambiaron preguntas y respuestas durante un par de minutos y acordaron una cita para el día siguiente a las 7 de la tarde. Cuando colgó el teléfono, Verónica se sentía más animada de lo que se había sentido en ningún momento desde que pillara a su marido en la cama con otra mujer. Se levantó, entró en el baño y cogió unos cuantos pelos del cepillo que su marido había dejado olvidado en el baño. Había quedado en llevárselos al maestro Kadja junto con una foto en la que se le viera bien la cara. Decidió que la que llevaba en la cartera era perfecta.

Llegó puntual a la cita. A las siete menos cuarto ya estaba delante del portal del edificio en el que se habían citado. Se encontraba en la parte vieja de la ciudad y estaba claro que el bloque había visto mejores tiempos, pero a ella le pareció que tenía su encanto. Repasó de nuevo todo lo que quería decirle, todo lo que deseaba preguntarle y aclarar. La consulta costaba una cantidad nada desdeñable de dinero, así que pensaba aprovecharla al máximo.

A menos cinco en punto llamó al telefonillo. Alguien le abrió la puerta sin mediar palabra. La escalera estaba desgastada y las baldosas hacía tiempo que habían perdido el brillo, pero eso no la desanimó, más bien todo lo contrario. Era justo lo que se esperaba. Tampoco el maestro la decepcionó. Era un hombre corpulento, de frente ancha y ojos pausados. Llevaba una túnica de vivos colores en la que se combinaban el ocre, el marfil y el negro. Le pareció muy elegante y apropiada.

Se sentaron en un saloncito diminuto y hablaron durante más de media hora mientras saboreaban un té a la menta delicioso que dejaba un regusto en la boca intenso y un tanto extraño. Al principio Verónica estaba un poco cohibida. Ese mundo le parecía demasiado misterioso, demasiado inquietante. Él pareció darse cuenta. Entonces le cogió una de las manos con suavidad mientras la miraba directamente a los ojos. No pestañeó ni una sola vez. Ella sintió que se relajaba y que le invadía una sensación de intenso sosiego, como si conociera a aquel hombre de piel oscura desde hacía tiempo. Cuando abandonó la casa, ya era noche cerrada. Llevaba un montón de instrucciones en la cabeza, una larga de lista de cosas que debía comprar y una amplia sonrisa pintada en la cara.

Le llevó un par de días reunir todo lo necesario. Había cosas muy normales, pero otras resultaban un tanto peculiares. También confeccionó un muñequito de tela relleno de algodón. Lo vistió con una camisa y unos tejanos, el uniforme preferido de su marido, y trató de reflejar en él sus rasgos más distintivos.

Por fin llegó el domingo, el día que el maestro le había dicho que iban a poner en marcha el amarre. Lo dispuso todo sobre la mesa de la cocina y empezó a preparar la pócima. Era un proceso bastante largo, pero no le importó. Lo cierto es que estaba como en trance. Jamás hubiera imaginado que pudiera sentirse así realizando un ritual como aquel. Una vez preparada la poción, untó el muñeco con ella y lo dejó en su mesilla de noche.

Ocurrió antes de lo que esperaba. Esa misma noche, su marido la llamó por teléfono y le dijo que tenía que verla, que era urgente. Quedaron para el día siguiente temprano. Nada más colgar el teléfono, Verónica cogió el muñequito y le aplicó otra capa de la pócima, no se le fuera a pasar el efecto. Se preparó algo de cena, pero fue incapaz de probar bocado. Estaba demasiado alterada. Quería que todo saliera bien, que el sortilegio funcionara de verdad. Se metió en la cama temprano, deseando que la noche pasara rápido. Cuando los primeros rayos de sol se colaron por la persiana, dejó escapar un suspiro y saltó de la cama.

Se duchó, se acicaló el pelo con mimo, se maquilló con esmero y se puso su vestido favorito, el que sabía que a él le encantaba. El timbre sonó puntual. Antes de abrir se echó un último vistazo en el espejo de la entrada. Estaba radiante.

Se sentaron en el salón, uno a cada extremo del sofá. Él la cogió de las manos y le pidió perdón con voz de cordero degollado. Le aseguró que se había equivocado, que había sido un estúpido, un insensible. Que ella era lo mejor que le había pasado en la vida y que se arrepentía con toda el alma. Eran justo las palabras que llevaba días deseando oír, se las había repetido una y mil veces en su cabeza. Sin embargo, no ocurrió lo que había imaginado que sucedería. En lugar de sentirse feliz y aliviada, experimentó algo completamente nuevo.

Guardó silencio mientras trataba de procesar lo que le estaba pasando. Se había sentido bien al escuchar todo aquello, pero también poderosa, tremendamente poderosa. Se dio cuenta de que esa sensación, la de tenerlo comiendo de su mano y prolongar su sufrimiento, le producía mucho más placer del que jamás antes había experimentado. Así que siguió en silencio, dejando que se humillara un poco más.

Cuando por fin se sintió saciada, se incorporó muy digna, le dedicó una mirada ambigua, le ayudó a levantarse y le acompañó hasta la puerta.

–Lo siento, Luis. Me has hecho demasiado daño. Ahora mismo, no sé si podré perdonarte. Necesito tiempo. Si de verdad me quieres, tendrás que tener paciencia.

Luego le empujó con suavidad, le ayudó a traspasar el umbral y le cerró la puerta en las narices. Una enorme sonrisa le iluminó la cara. Tenía que llamar al maestro Kadja para que prolongara el hechizo. No le importaba lo que pudiera costarle. Estaba segura de que merecería la pena. Además, de un modo u otro acabaría pagándolo él. Seguro que se le ocurría algo.

El Hotel de las Estrellas Por Elisa Pérez

La carretera principal ya había desaparecido un kilómetro atrás. Las luces del pueblo solo eran un recuerdo pasajero en la mente de Felipe. Apenas había tenido tiempo de interesarse por aquel olvidado lugar del que sólo supo de su existencia cuando comenzó a montar la historia que pretendía escribir.

Una frondosa hilera de árboles de hoja perenne le dio la bienvenida nada más tomar el desvío en el que con esfuerzo pudo leer a la derecha “Hotel de las Estrellas”. No era un panel blanco o coloreado fácilmente visible: en una tablilla cuadrada de madera, unas letras grandes quedaron grabadas hace tiempo habiendo perdido ya la brillantez que sin duda tuvieron. Alguien con la intención de recuperar su esplendor anterior, había dibujado de nuevo el nombre quedando un resultado grotesco y algo rudimentario.

Felipe tuvo que dar las luces del vehículo para poder seguir bien la línea del camino. Restos de una valla que en otra época estuvo salpicada de alguna estatua y de macetas con flores, circundaban el último trecho avisando que el hotel estaba cerca.

Felipe buscó la fotografía que guardaba celosamente en su cartera, para recordar el aspecto que debía tener el edificio al que pretendía llegar. De color anaranjado por las piedras de la zona con que se había construido, tras una bonita escalera, un enorme porche con cuatro columnas de la misma roca tratada, suponía la visera perfecta para una puerta mitad cristal, mitad madera que era la entrada principal. A los lados, grandes ventanales en la planta baja, las dos siguientes se destinaban a habitaciones y salones diversos. Sólo ocho estancias se habían dedicado a habitar a los huéspedes que buscaban tranquilidad y anonimato en aquel lugar. Alrededor, un enorme jardín y un bosque tupido poblado de rincones misteriosos y románticos.

Como novedad y extravagancia se decía que una piscina de agua termal ocupaba casi toda la planta superior.

El coche se detuvo porque casi choca con una enorme roca que había invadido gran parte del camino, próxima ya a la verja principal de las instalaciones del hotel. Las grandes puertas de hierro tenían claras muestras de oxidación y abandono, lo que dejó perplejo a Felipe en un primer vistazo. Entendió que sería mejor retirar la dichosa piedra antes de que sucediera un accidente con otro huésped. Su intención era pasar una semana en ese hermoso hotel que le cautivó al encontrar la fotografía entre los papeles de su tía Mariana y sobre el cual rumiaba una historia especial y cautivadora. Eso necesitaba, algo que le emocionara e inspirara, por eso había emprendido este viaje.

De nuevo dentro del vehículo tuvo que mirar dos veces antes de entender lo que estaba contemplando. Se detuvo frente a una fachada que no daba señales de pintura en décadas: la escalera tenía trozos arrancados como mordiscos, el cartel sobre el porche lucía torcido con las letras ajadas y sucias. Un manojo de dudas se apropió de Felipe. Necesitaba una historia, pero aquella había empezado muy mal. Dispuesto a entender que la puerta o la escalera no eran todo, se dispuso a descubrir el esplendor del lugar admirado en miles de publicaciones de sociedad que había localizado en la hemeroteca de su ciudad. Su tía solo fue capaz de darle el nombre: “Hotel de las Estrellas”; después, en la oscuridad de su mente perdida, cuando le preguntaba Felipe sólo emitía frases inconexas; en una ocasión lloró mientras él intentaba sacarle algo más de información.

Frente a la puerta Felipe pudo contemplar los restos que dejaban entrever una hermosura evidente, aún mantenía la elegancia de una madera bien tratada, con una vidriera superior que reflejaba el deterioro del resto del conjunto y la sorpresa de Felipe. Con cuidado, abrió la puerta al tiempo que una agradable música le daba la bienvenida. Al fondo, en el mostrador una señora alzó su cabeza.

De repente Felipe se vio transportado a cincuenta años atrás. El vestuario austero de la mujer, su moño y las lentes de pasta negras le recordaron las fotos del periódico local. Lejos de demostrar extrañeza, la señora del mostrador se adelantó a él:

  • Bienvenido a nuestro hotel. Es un honor tenerle entre nosotros. Su nombre es Felipe Dueñas Morón ¿verdad? ¿Dónde está su equipaje? Lo siento, en este momento el botones ha tenido que subir a la planta superior.

Todo estaba en silencio, sólo el hilo musical con notas de jazz rompía la quietud. El hall era muy espacioso con sillones de color verde desgastado y en algunos puntos, descosidos. Los cuadros se referían a paisajes de campiñas o calles pequeñas. Una gran araña con tres círculos de piedrecitas iluminaba con tonalidad amarillenta toda la estancia. Resaltaba la gran cantidad de fotografías en blanco y negro de famosos -actrices, escritores y artistas- que con grandes sonrisas parecían darle la bienvenida.

  • Puede esperar si quiere o si prefiere subirlo usted, su habitación está en la planta primera. Es la 102, ha tenido suerte de que estuviera libre, en ella estuvo alojada Rita Hayworth… muy bien acompañada, por cierto.

 

Tras las lentes sus pequeños ojos desaparecieron con una sonrisa burlona que buscaba la complicidad del nuevo huésped.

  • Sí, claro, sólo es una maleta, la subo yo. ¿Me puede decir a qué hora es la cena?

Antes de terminar, prefirió hacer las preguntas que llevaba planeando durante el viaje.

– ¿Podría decirle al director que mañana quiero hablar con él? Soy escritor- recalcó. Y una última cosa: ¿está disponible la piscina?

A la hora convenida Felipe apareció en el comedor que, con manteles amarillentos, intentaba mantener un esplendor obsoleto. Observó cómo en las cuatro mesas montadas se veía una capa de polvo sobre platos y cubiertos que evidenciaban falta de uso. Se situó en la primera junto a la puerta de acceso, separada del hall por cortinas de terciopelo rojo. La mujer del mostrador actuaba también como anfitriona. Y dos horas antes fue la que le facilitó otro juego de toallas en la habitación.

El silencio en el edificio seguía siendo peculiar. No se oían voces, pasos o golpes. Felipe concluyó que estaba solo, él y esa mujer que hacía de camarera, encargada, ama de llaves, cocinera y sospechaba que muchas cosas más. Estaba convencido de que habían abierto el edificio ante su petición de pasar una semana en él, aunque no dejaba de preguntarse por el abandono notorio de un hotel que en otra época fue modelo de modernidad y glamour. Si su tía Mariana supiera la situación en la que se encuentra ahora, no podría soportarlo. Era un lugar muy importante para ella.

 

Estaba deseando acostarse. El día había sido especialmente extraño. La habitación mantenía el mismo tono rancio y obsoleto del resto del edificio. Por encima de la cama había varias fotos de Rita Hayworth e incluso en una de ellas se podía leer con una caligrafía irregular: “Ahora ya saben todos lo que soy”. Le impresionaba la riqueza desaliñada de un edificio así, escondido en un bosque, lejos de cualquier contacto, era como si una mano invisible hubiera cortado el hilo que le conectaba con la realidad dejándole sesenta años atrás. Felipe intentó cerrar los ojos, notando cómo raspaban las sábanas que emitían un fuerte olor a humedad. En ese momento poco le importaba, mañana hablaría con el director para contarle su proyecto.

Estaba muy oscuro cuando Felipe se despertó. Desde la cama podía ver la puerta de la habitación. Algo o alguien permanecían parados junto a ella, no sabía si estaba entrando o saliendo; siguió un suave portazo que le sobresaltó aún más. Por la rendija de la puerta pudo observar cómo una luz blanquecina con una sombra se alejaba hasta desaparecer. La penumbra volvió a invadir toda la estancia. A pesar del susto no se lo pensó, corrió hacia la puerta, no había echado la llave. El silencio era sepulcral, no se veía ni oía nada. Dos ventanales del hall principal estaban abiertos. Suspiró aliviado. El viento le había jugado una mala pasada. Desvelado por completo, decidió inspeccionar la primera planta. Con una linterna recorrió iluminando el resto de puertas, cada una identificada con un nombre y una foto (William Churchill, Gandhi, Marilyn Monroe…) Su tía nunca le habló de que aquel fuera un lugar tan importante. Es cierto que les relataba a él y a sus primas historias que vivió durante casi veinte años haciendo la limpieza en aquel hotel de lujo: flirteos, fiestas, adulterios, hasta un suicidio por amor… A él le fascinaba escucharla. Su afición por escribir en parte era consecuencia de esos relatos que nunca supo si eran inventados o realmente ciertos.

Estaba pasando una crisis personal que confiaba en combatir buscando la inspiración en aquel lugar que tan bien conocía a través de su tía.

Cuando al día siguiente se despertó, apenas se detuvo en recordar lo vivido la noche anterior. La sombra de la puerta la achacó a uno de los muchos árboles que poblaban el espeso bosque alrededor. A pesar de todo, había algo en el edificio que le extrañaba, e incluso sentía que alguien había estado en su habitación esa noche.

  • ¿Podría decirme dónde y cuándo veré al director, por favor? Veo que el teléfono de la habitación no funciona. Pensaba quedarme escribiendo y pedirle que me subieran el desayuno pero…
  • El director hoy no va a venir, está enfermo. En cuanto al teléfono hubo una tormenta hace días y las líneas se quedaron dañadas. ¿Algo más?

La sonrisa entre dientes de la mujer no le dejó muy convencido. Las miradas de ambos se mantuvieron fijas durante un minuto que pareció un siglo. Felipe finalmente decidió hace una última pregunta.

  • Perdone, ¿cuántos huéspedes están alojados en el hotel? Como no he visto a ninguno todavía…
  • Está lleno.

A punto estuvo de relatarle el incidente de la noche, pero algo le dijo que era mejor callarse. La austeridad de la mujer no le daba pie a mucha conversación, había algo en ella que comenzaba a preocuparle. Sin duda le mentía, el comedor seguía con los mismos platos y cubiertos polvorientos, no había oído entrar ni salir a nadie y estaba seguro de que no había ningún empleado más trabajando en el hotel. En conclusión, estaba solo con ella. Hubo algo más que le extrañó: le sirvió el desayuno con una especie de abrigo de cuadros inglés y un gorro de lana con ala estrecha.

Intentando cumplir el objetivo que le había llevado hasta allí, se dispuso a comenzar su novela. Tenía el escenario, los personajes de las historias de su tía, la trama comenzaba a sentirla, pero no sabía cómo empezar, últimamente le sucedía. Hacía mucho que la inspiración le había abandonado, ahora sólo vivía de las rentas de sus dos únicos libros publicados que, ante su sorpresa, funcionaron bien. Con los dedos sobre el ordenador, notaba que un montón de ideas fluían sin sentido, sin orden, esperando salir cuando él estuviera listo. A punto de comenzar, oyó un ruido de motor. Un coche; se censuró a sí mismo por haber dudado y pensado que estaba solo en aquel lugar. El vehículo no se iba, seguía con el motor encendido, se asomó para ver de quién se trataba. Al hacerlo, descubrió que era su coche el que estaba a punto de marcharse.

  • Eh, eh…. ¡es mi coche…! – gritó desde la ventana- pero ¿quién le ha dado permiso para llevárselo?

Se dirigió hacia la mesilla donde había guardado las llaves. No estaban allí. ¡Mierda, le habían robado el coche delante de sus narices! La imagen nocturna de alguien entrando en su habitación era cierta, el viento no roba llaves… pero quién, quién era el ladrón, si solo estaban él y… claro, sin duda tenía que ser ella.

Salió corriendo de la habitación, bajando de dos en dos las escaleras, sofocado; pero llegó tarde. La verja de entrada estaba cerrada con un doble candado. Era demasiado alta. La zarandeó al mismo tiempo que gritaba, que golpeaba con fuerza, desesperado. El humo blanco de su coche aún se podía divisar desde su posición. Volvió sobre sus pasos, llamando a gritos a la mujer, desconocía su nombre, sus voces sonaban con eco en todo el espacio, siendo testigos de una soledad cada vez más mayor. Sintió que un polvo ligero caía sobre su cabeza, miró hacia arriba, la lámpara del hall estaba desajustada de un lado, no la había visto antes, se retiró asustado, sólo faltaba que le cayera encima. Tenía que pensar con frialdad, proponerse algo para salir, tenía que huir de allí, ¿cómo?, una mujer le había robado su coche, el único medio para volver al exterior, desconocía aquella zona; si intentaba huir a pie se perdería. Dio varias vueltas alrededor buscando un teléfono, algo que le permitiera conectarse. Nada, aquello se había quedado en el siglo pasado y él estaba atrapado allí. Se acordó del ordenador, quizás conseguiría conexión wifi cercana… Se sentía cada vez más estúpido, había dejado el móvil en casa, a cientos de kilómetros, no lo necesitaré, pensó preparando ese absurdo viaje… Quiso llorar, patalear, gruñir. No hizo nada de eso, se dejó caer en uno de los viejos sillones, desesperado, sudando y respirando agitadamente sin encontrar una explicación a lo vivido. Por un segundo quiso justificar la situación: quizás haya ido a comprar y regrese pronto. La tranquilidad duró sólo el instante que tardó en acercarse al mostrador de recepción donde pudo leer un mensaje escrito de forma irregular que le dejó aterrado: AHORA TE TOCA A TI CUIDAR DEL HOTEL.

No podía creerlo. Gritó hasta desgañitarse. Paró entre sudores y temblores que le recorrían el cuerpo. Nadie le oiría, ni ahora ni nunca.

Los días y las noches transcurrían para Felipe sumido en una absoluta desesperanza, sin entender la razón de haber caído en esa red disparatada. Allí estaba encerrado; buscó huecos, puertas escondidas por las que escapar, escrutó de arriba abajo el edificio. En las plantas segunda y tercera sólo había habitaciones con puertas con gruesos candados, en cada una de ellas un nombre famoso con su foto. La piscina se había convertido en un lodo de hojas y suciedad que desprendía un fuerte olor a putrefacto. Al principio no quería ni comer, después localizó una despensa con todo tipo de alimentos. Hizo de la cocina su lugar de peregrinaje más habitual. De la desesperanza pasó a la desidia, y de ahí al consuelo. Tenía que escribir su historia, la tenía ya, las ideas se habían asentado fuertemente en su cabeza, por fin fluían con rapidez. Pasó mañanas y tardes sumido en un delirio absoluto de complicidad con su novela.

No sabe cuánto tiempo pasó, tampoco qué fue lo que le llevó a tomar la última determinación. Había puesto FIN en la última página. Estaba satisfecho por haberla concluido. Nadie le había buscado, al menos que él supiera. En su locura transitoria y solitaria dudaba incluso si existiría el hotel para otros o era un sueño del que se despertaría en breve. Los días se sucedían inexorables, había llegado el momento de acabar con todo.

Con gran parsimonia y ceremonia bajó a la cocina, donde tomó todos los trapos que encontró, y la última bombona de butano que aún quedaba. Los situó estratégicamente. Antes de que fuera demasiado tarde, recogió su ordenador, su novela y la foto de Rita Hayworth que había sido su única compañía durante este tiempo.

Mientras se alejaba hasta la verja, vio cómo el Hotel de las Estrellas iba tomando un tono rojizo por dentro que poco a poco se extendió, destruyendo los miles de recuerdos de otra época que aún albergaba. Si por fin conseguía que alguien le ayudara, contaría a su tía la verdadera historia del hotel. Pasó de ser una posada de paz, a una cárcel de sueños.

Meses después, en el escaparate de una vieja librería del centro de la ciudad se exponían varios ejemplares del último libro de un tal Felipe Dueñas titulado: El Hotel de las Estrellas. En la portada la ilustración mostraba una verja de esplendor deteriorado con un hermoso edificio en llamas detrás.

 

 

 

Otra vez no Por Ana Riera

El presente relato nace como variante estilística de La garita, ya publicado, escrito en tercera persona. Ahora es la protagonista quien se convierte en narradora del suceso. [Igual que aquel, las ilustraciones son reproducciones de obras de Lucian Freud (Berlín, 1922-Londres, 2011), https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/freud-lucian

 

OTRA VEZ NO

 

Me gustaría ser como Vero. Parece tan convencida de todo lo que dice y hace. Por eso le han dado el puesto a ella, y eso que yo llevo más tiempo en la empresa. Pero es normal. Yo también la habría escogido. Es el tipo de mujer que triunfa. A mi vecina Raquel le pasa igual. Siempre te mira a la cara, sin pestañear. Cualquiera diría que la vida no tiene sorpresas para ella. En el bloque, todos la admiran. Me encantaría comportarme como ella. Pero a mí me cuesta horrores acercarme a los demás. Nunca estoy segura de si interpreto bien las señales. Me da mucha vergüenza. Al final casi siempre acabo haciendo el ridículo. Es horrible.

Como el otro día con mi hermano. Me sorprendió mucho su llamada, porque no me llama nunca. Bueno, casi nunca. Así que me quedé callada, sin saber qué decir. Me gustó que se acordara de mí, porque a veces me parece que soy invisible. La gente pasa por mi lado sin verme. O me ve, pero como una imagen desdibujada que forma parte del telón de fondo. Fue como si se me hubiese comido la lengua el gato. Y eso que me llamaba para invitarme a una competición de patinaje artístico de Sonia, mi sobrina favorita. En realidad, mi única sobrina.

Últimamente estamos un poco distanciadas. Cuando era más pequeña la cuidaba todos los miércoles por la tarde. Me lo pasaba genial. Durante mucho tiempo fue mi día de la semana preferido. Lo esperaba con ansia. Pero desde que empezó el instituto, ya casi no la veo. Entiendo que le guste estar sola o con sus amigas. Pero parece que se ha olvidado por completo de mí. Supongo que es normal.

Tal vez no debería ir a verla. A lo mejor es que se avergüenza de mí. Como ese día que me preguntó si yo tenía novio. Había ido a recogerla como siempre a su clase de patinaje. Íbamos hacia casa sin prisas, disfrutando de la suave brisa que anunciaba la llegada de la primavera. Y de repente me lo soltó: “Tía, ¿tú tienes novio?”.

Le dije que no y ella me preguntó por qué. No supe qué responderle. Me puse roja como un tomate y cambié de tema tan rápido como pude. No insistió, pero noté que mi turbación la había turbado. A lo mejor ese fue el día en que empezó a distanciarse de mí, justo ese día.

Al final le dije a mi hermano que iría. Me gusta tanto verla haciendo piruetas encaramada a sus patines… Los patines que yo le regalé en navidad. Sé que le encantaron y me dio las gracias. Pero no se lanzó a mis brazos como solía hacer cuando era más pequeña, ni me llenó de besos la cara. Algo en mí la violenta. Como a todos los demás.

Me costó encontrar el colegio. No conocía el barrio y me hice un lío con las calles. La verdad es que no suelo orientarme demasiado bien. Cuando por fin di con él, casi de casualidad, me faltaba el aire. No quería llegar tarde y que todos se dieran cuenta. Fue justo entonces cuando la vi. Atrajo mi atención como si fuera un imán de proporciones gigantescas. Un escalofrío me recorrió la espalda de arriba abajo impregnando mi piel de un sudor frío y viscoso. El mundo entero quedó reducido a la garita que se erguía delante de mí.

Recorrí con los ojos su cristal curvado, el murete que protegía el pequeño habitáculo de miradas indiscretas, la silla con ruedas, el pequeño mueble blanco con una enorme cruz roja pintada en la puerta. Dios mío. Era prácticamente idéntica a la otra. Salvo que en el mueblecito de mi garita no había ninguna cruz roja. Dentro había siempre una botella de alcohol y otra de agua oxigenada, vendas y algodón, tiritas y esparadrapo, hasta unas tijeritas de punta redonda. Oí su voz como si estuviese allí mismo: “Pasa, pasa. ¿Te has desollado la rodilla? Si es que no paráis. Menos mal que estoy yo aquí. Anda, siéntate en el taburete, que ahora mismo te curo”.

Me tapé los oídos presionando fuerte con las manos. Necesitaba silenciar esa voz. No la soportaba. Por suerte, las palabras de mi hermano me trajeron de vuelta: “¿Qué haces ahí parada? Vamos, espabila, que te pierdes la actuación”. Le miré sin verle del todo y me dejé arrastrar hasta el patio. Habría hecho cualquier cosa con tal de alejarme de allí.

Pero ya no conseguía sacármela de la cabeza. La garita estaba siempre conmigo. Me acompañaba desde que abría los ojos hasta que volvía a cerrarlos. A veces pienso que incluso se colaba en mis sueños. No era consciente de que llevaba una losa tan grande oprimiéndome el pecho. De algún modo, había conseguido silenciar esa angustia. Pero había vuelto para quedarse.

Lo peor era la culpa. ¿por qué me había puesto a saltar a la comba? ¿Por qué había perdido el ritmo? ¿Por qué no me había limitado a limpiarme la rodilla en la fuente? ¿Por qué había tenido que sentarme en el maldito taburete?

De todo aquello hacía mucho tiempo. Sin embargo, los recuerdos regresaban nítidos, como si los hubiera vivido esa misma mañana. Podía ver a la niña risueña y confiada que fui yo. Notaba el alcohol haciéndome cosquillas en la nariz y la gasa húmeda sobre la herida, escociéndome. Pero luego oía esa voz rugosa y empalagosa, y todo se cubría de negro. Era un recuerdo desgarrador que, desde que se había liberado, volvía a mí cruel, una y otra vez. Cada día me sentía un poco peor que el anterior, un poco más muerta. Hasta que no pude soportarlo más.

A partir de ese instante, un solo pensamiento se fue apoderando poco a poco de mi mente. Tenía que encontrarlo. Tenía que mirarle a la cara de nuevo. Una vez más. Por eso una tarde, al llegar del trabajo, me senté delante del portátil, me metí en internet y tecleé el nombre de mi antiguo colegio. Era un nombre largo y llevaba mucho tiempo sin usarlo, pero me salió del tirón. Una vez en la web de la escuela, introduje la palabra conserje en la pestaña del buscador.

Al instante apareció un nombre: Eusebio Landero.

No me lo podía creer. Había barajado la posibilidad de no encontrar ningún rastro. O de hallar algún pequeño indicio que me permitiera seguir buscando. Pero no podía creerme que todavía siguiera trabajando allí, después de tantos años. ¿Acaso nadie había advertido lo que ocurría? ¿Cómo era eso posible? Se suponía que las cosas habían cambiado. Lo veía todos los días en la prensa y la televisión. Sentí el impulso de salir corriendo hacia el colegio, pero era tarde. Estaría cerrado a cal y canto. Tenía que serenarme y esperar.

Me metí en la cama sin cenar. A pesar de que hacía un tiempo primaveral, temblaba como una hoja mecida caprichosamente por el viento. Me eché otra manta por encima y otra más. Pero seguí tiritando. Todo mi cuerpo se convulsionaba, rebelándose contra la evidencia aterradora. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies y amenazaba con tragarme entera, con la cama y todo.

Los minutos pasaron lastimosamente lentos, como si se deleitaran dilatando el tiempo de espera. Me pareció una noche larguísima. Me sentía atrapada en una trampa invisible que me mantenía en un estado de tensión insoportable. Cuando por fin amaneció, me costó incorporarme. Se me hacía una montaña pensar que tenía que vestirme, que abandonar la seguridad de mi piso, que coger el autobús rodeada de extraños. Pero sabía que no me quedaba más remedio.

Cuando aquello había ocurrido, no había hecho nada. Nada de nada. Todos aquellos años me había tratado de indultar diciéndome que no era más que una niña asustada. Pero ahora era una adulta. Una adulta a la que ya no le quedaban fuerzas para seguir soportando una losa como aquella.

Cuando llegué al colegio, me costó reconocerlo. Estuve allí, plantada, contemplándolo desde la acera de enfrente, durante mucho rato. Hasta que sonó el timbre. Era el mismo que cuando yo era pequeña. Sin pensarlo siquiera, empecé a andar hacia la puerta, como si aquel sonido fuera un canto de sirena al que no pudiera resistirme. Empujé la pesada puerta de cristal y entré en el vestíbulo.

Allí estaba la garita, con su actitud desafiante. Volví a sentirme como cuando era una niña de apenas ocho años. Avancé hacia ella arrastrando los pies, con las manos escondidas en los bolsillos del abrigo y mirando el suelo. No soportaba mirarla de frente. Me encontraba a menos de un metro cuando oí su voz: “Pasa, pasa. ¿Te has desollado la rodilla? Si es que no paráis. Menos mal que estoy yo aquí. Anda, siéntate en el taburete, que ahora mismo te curo”.

Fue como si un resorte secreto se moviera de nuevo tras muchos años de abandono, obligándome a levantar la cabeza. A pesar de las canas y de la incipiente joroba, le reconocí de inmediato. Era él. Tenía una niña cogida de la mano y le hablaba con su voz rugosa y empalagosa. Otra vez no, otra vez no, me gritaba una vocecita en mi interior. Entonces, todo se precipitó.

Mis pies se movieron muy deprisa, como si tuvieran vida propia, y corrieron hacia el interior de la garita. Al verme, Eusebio me miró sorprendido. Confundido, dio un paso hacia mí. Yo capté un destello de color plateado. Lo siguiente que recuerdo era a Eusebio retrocediendo incrédulo, con los ojos desorbitados y un abrecartas precioso clavado en el estómago. No alcanzaba a entender del todo qué había ocurrido, pero sentí que me había quitado un gran peso de encima. Entonces miré a la niña, suspiré aliviada y le dediqué una amplia sonrisa.

La garita Por Ana Riera

A Carla le molestaba su timidez. Sentía envidia de mujeres como Vero, su compañera de trabajo, siempre tan convencida de lo que hacía o decía. O como Raquel, su vecina, que miraba a la cara sin pestañear, como si para ella la vida no tuviera secretos. Ella no era así. Le costaba acercarse a los demás y nunca estaba segura de interpretar bien las señales. Se aceptaba, pero le incomodaba. No siempre había sido así.

Hacía unos días, su hermano mayor le había telefoneado. Le había hecho mucha ilusión, porque no solía hacerlo. Ese domingo su sobrina Sonia tenía una competición de patinaje artístico. Por lo visto se jugaba el pase a la final. “Por qué no te vienes, hermanita. Va a necesitar todo el apoyo del mundo, porque sus rivales directas son buenísimas”. Mientras la niña fue pequeña se había hecho cargo de ella todos los miércoles, porque ese día su madre salía más tarde del trabajo y su padre tenía clase. Pero desde que había empezado el instituto, Sonia prefería quedarse sola en casa o irse con alguna amiga, así que se habían distanciado. Por eso había dudado si aceptar. Pero le gustaba tanto verla hacer piruetas encaramada a los patines que por fin se decidió.

Le costó encontrar el polideportivo donde iba a darse la competición. No conocía mucho el barrio y se hizo un lío con las calles. Cuando por fin dio con él, tenía la respiración un tanto agitada. La garita fue lo primero que vio. Atrajo su atención como si fuera un imán de proporciones gigantescas. De golpe dejó de preocuparle el hecho de llegar tarde y perderse la actuación de su sobrina, porque el mundo entero había quedado reducido a esa garita.

Recorrió con los ojos su cristal curvado, el murete que protegía un pequeño habitáculo de miradas indiscretas, la silla con ruedas, el pequeño mueble blanco con una enorme cruz roja pintada en la puerta. Era prácticamente idéntica a la otra. Salvo que en el mueblecito de su garita no había ninguna cruz roja. Recordaba que dentro había una botella de alcohol y otra de agua oxigenada, vendas y algodón, tiritas y esparadrapo. Y también unas tijeritas de punta redonda. Oyó su voz como si estuviera allí mismo: “Pasa, pasa. ¿Ya te has vuelto a desollar la rodilla? Si es que no paráis. Menos mal que estoy yo aquí. Anda, siéntate en el taburete, que ahora mismo te curo”.

Sin ser consciente de ello, se tapó los oídos presionando fuerte con las manos. Necesitaba silenciar esa voz. Por suerte las palabras de su hermano la trajeron de vuelta. “¿Qué haces ahí parada? Vamos, como no espabiles te pierdes la actuación de Sonia. Menos mal que llevan un poco de retraso”. Carla le miró sin verle del todo y se dejó arrastrar hasta el patio, donde se encontraba la pista de patinaje. Le habían guardado sitio en las gradas. Ella, por desgracia, fue incapaz de ver nada.

Desde aquel día, llevaba una losa oprimiéndole el pecho. En realidad, llevaba muchos años con ella, solo que no era consciente de ello porque había logrado silenciarla. Lo peor era la culpa. ¿Por qué se había puesto a saltar a la comba? ¿Por qué había perdido el ritmo? ¿Por qué no se había limitado a limpiarse la rodilla en la fuente? ¿Por qué se había sentado en el maldito taburete?

Hacía mucho tiempo. Sin embargo, los recuerdos regresaban nítidos, como si los hubiera vivido esa misma mañana. Veía a esa niña risueña y confiada. Notaba el alcohol haciéndole cosquillas en la nariz y la gasa húmeda sobre la herida, escociéndole. Luego oía esa voz rugosa y empalagosa, y todo se cubría de negro. Era un recuerdo desgarrador que, desde que se había liberado, volvía cruel una y otra vez. Cada día se sentía un poco peor que el anterior, un poco más muerta. Hasta que no pudo soportarlo más.

A partir de ese instante, un solo pensamiento se fue apoderando poco a poco de su mente. Tenía que encontrarlo. Tenía que mirarle a la cara de nuevo. Una vez más. Por eso una tarde, al llegar del trabajo, se sentó delante de su portátil, se metió en internet y tecleó el nombre de su antiguo colegio. Era un nombre largo y llevaba muchísimo sin usarlo, pero le salió del tirón.Una vez en la web de la escuela, introdujo la palabra conserje en la pestaña de buscador. Al instante apareció un nombre: Eusebio Landero. Carla no daba crédito. Había esperado no encontrarlo, que su rastro hubiera desaparecido. Pero seguía trabajando allí, después de tantos años.

Sintió el impulso de salir corriendo hacia el colegio. Pero era tarde. Estaría cerrado a cal y canto. Trató de serenarse. ¿Cómo era posible? ¿Acaso nadie había advertido lo que ocurría? Se suponía que las cosas habían cambiado, que ese tipo de acciones ya no se permitían. Se metió en la cama sin cenar. A pesar de que hacía un tiempo primaveral, Carla temblaba como una hoja mecida caprichosamente por el viento. Se echó otra manta por encima, pero siguió tiritando. Todo su cuerpo se convulsionaba, rebelándose contra la evidencia aterradora.

Los minutos pasaron lastimosamente lentos, como si quisieran dilatar voluntariamente el tiempo de espera. Fue una noche larguísima. Se sentía atrapada en una trampa invisible que la mantenía en un estado de tensión insoportable. Cuando por fin se hizo de día, le costó incorporarse. Se le hizo una montaña pensar que tenía que vestirse, que abandonar la seguridad de su piso, que coger el autobús rodeada de extraños. Pero sabía que no le quedaba más remedio. Cuando aquello había ocurrido, no había hecho nada. Todos esos años se había tratado de indultar diciéndose que no era más que una niña asustada. Pero ahora era una adulta. Una adulta a la que ya no le quedaban fuerzas para seguir soportando una losa como aquella.

Cuando llegó al colegio le costó reconocerlo. Se quedó allí plantada, contemplándolo desde la acera de enfrente, durante mucho rato. Hasta que sonó el timbre. Era el mismo que en sus tiempos. Sin pensarlo siquiera empezó a andar hacia la entrada, como si aquel sonido fuera un canto de sirena al que no pudiera resistirse. Empujó la pesada puerta de cristal y entró en el vestíbulo.

Allí estaba la garita, con su actitud desafiante. Volvió a sentirse como cuando era una niña de apenas ocho años. Avanzó hacia ella arrastrando los pies, con las manos escondidas en los bolsillos del abrigo y la cabeza gacha. No soportaba mirarla de frente. Se encontraba a menos de un metro cuando oyó su voz: “Pasa, pasa. ¿Ya te has vuelto a desollar la rodilla? Si es que no paráis. Menos mal que estoy yo aquí. Anda, siéntate en el taburete, que ahora mismo te curo”.

Fue como si un resorte secreto se moviera de nuevo tras muchos años de abandono, obligándole a levantar la cabeza. A pesar de las canas y la incipiente joroba, Carla le reconoció de inmediato. Tenía una niña cogida de la mano y le hablaba con su voz rugosa y empalagosa. Otra vez no, otra vez no, le gritaba una vocecita en su interior. Entonces, todo se precipitó.

Sus pies se movieron muy deprisa, como si tuvieran vida propia, y corrieron hacia el interior de la garita. Eusebio la miró sorprendido, pero no dijo nada. Por un instante pareció que el tiempo se había detenido. Entonces dio un paso hacia ella. Ella percibió un destello plateado. Lo siguiente que recordaba era a Eusebio retrocediendo incrédulo, con los ojos desorbitados y un abrecartas precioso clavado en el estómago. Carla sintió que se había quitado un gran peso de encima. Entonces miró a la niña y le dedicó la mejor de sus sonrisas.

Las ilustraciones son reproducciones de obras de Lucian Freud (Berlín, 1922-Londres, 2011)
https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/freud-lucian

Ciego despertar Por Ana Riera

Clara se despertó de golpe. Se sentía como si acabara de tener una pesadilla, solo que con la mente en blanco. Una oscuridad densa y pesada lo envolvía todo. Instintivamente abrió más los ojos, pero lo único que consiguió forzándolos es que le doliera el entrecejo. Volvió a cerrarlos, respiró hondo varias veces intentando apaciguar su cuerpo. Los abrió de nuevo lentamente, poniendo mucho mimo en ello. Pero se tropezó de nuevo con una negrura infinita. ¿Seguía dormida? ¿Se trataba de un sueño desagradable que la tenía atrapada entre los brazos de Morfeo? Se revolvió entre las sábanas, inquieta. Sí, tenía que ser eso. ¿Qué si no?

Automáticamente buscó a tientas el móvil. Usaría la linterna para ver qué ocurría. Su mano tropezó con la mesilla, pero encima no había nada, ni siquiera una lamparilla. Solo una superficie desnuda y fría. ¿Dónde lo habría dejado? Seguía notándose rara. De hecho, le costaba reconocerse en su propio cuerpo. Se sentía pesada, abotargada. ¿Estaría enferma? ¿Por qué no podía ver nada? Era todo demasiado extraño. Tenía que ser pragmática. Era el único modo de arrojar algo de luz sobre lo que le estaba sucediendo.

Trató de fijar toda su atención en lo que ocurría a su alrededor concentrándose en sus otros sentidos. Si estaba soñando, antes o después se daría cuenta. Empezó por el oído. Lo aguzó para tratar de reconocer los sonidos que llegaban hasta ella. Le pareció captar el sonido del viento soplando lejos. Era un sonido familiar que le llegaba amortiguado, como el rumor de fondo de un océano invisible. Se concentró de nuevo, tratando de escuchar en la dirección opuesta. Le respondió un silencio atronador. Si ese fuera su piso, se oirían muchas cosas. Su sentido común le decía que si había alguna pieza que no encajaba, tan solo podía ser porque aquello no era real.

Decidió seguir con el olfato.¿Había olores en los sueños? No supo que responder. Elevó ligeramente la nariz y olisqueó el aire. Reconoció al instante el aroma que desprendía su cuerpo. Era suave y con un toque dulzón.Siguió olisqueando. Detectó un olor a humedad y a metal. Eso le extrañó, porque en su dormitorio los muebles eran de madera, de corte rústico. Y el suelo era de parquet. El resultado era muycálido. Le encantaba.Esa discrepancia la desconcertó. Se pellizcó ligeramente el brazo. La piel se rebeló ante el latigazo de dolor. Le quedó claro que todo era demasiado real, demasiado concreto como para ser un sueño.

Probó con el tacto. Extendió los brazos y palpó debajo de las sábanas, alrededor de su cuerpo. Era una cama grande, de matrimonio. Le pareció más grande que la suya.  Estaba ella sola, ocupando el lado derecho. Se movió ligeramente. La cama emitió un chirrido que no fue capaz de identificar.  Empezó a considerar seriamente la posibilidad de encontrarse en un espacio desconocido. Eso la intranquilizó. ¿Cómo habría llegado allí? ¿Por qué no conseguía ver? ¿Cómo iba a orientarse en un lugar que no conocía enesa negrura sin fondo? El pánico aceleró su respiración e hizo brotar el sudor por los poros de su piel. Apretó los ojos al máximo y luego los abrió de golpe, esperando al menos ver algún contorno. Pero el negro siguió ocupándolo todo. Estuvo a punto de dejar escapar un grito, pero en el último momento consiguió dominarse. “Tranquilízate, Clara. Si es un sueño, servirá de nada; y si no lo es, podría ser una imprudencia”. Probó con una técnica de respiración que le había enseñado su amiga Lola. Logró recuperar la compostura.

Mientras respiraba, tumbada en la cama, sintiendo como el aire entraba y salía de sus pulmones, hizo todo lo posible por evocar lo último que recordaba antes del instante en que se había despertado. Le costó, porque la angustia había sumido su mente en una espesa neblina.“Piensa, Clara, piensa. No dejes que el miedo te domine y te paralice”. Por fin se materializaron las primeras imágenes. Había estado en una fiesta con su amiga Bea. Había bebido bastante. Se recordó bailando en la pista, canción tras canción, sin notar el dolor de pies a pesar de llevar sus sandalias nuevas de tacón. Había dejado que la música la envolviera de arriba abajo, haciéndola levitar. Eso era lo último que recordaba, una sensación de ligereza y de felicidad como jamás antes había sentido. Su mente obstinada se negó a ir más allá.

¿La habrían drogado? Si así era, podía estar en peligro. De repente sintió la necesidad de alejarse de aquel lugar, que ahora se le antojaba inhóspito. Pero seguía sin ver nada. Se le aceleró de nuevo el pulso, pero en esta ocasión su cuerpo se puso en señal de alerta y empezó a segregar adrenalina.  Quizás por esole vino esa imagen a la cabeza. Era la escena de una película. Una chica ciega trataba de orientarse en un espacio que no le era familiar.

Apartó las sábanas y se incorporó. Imitando a la chica de la secuencia, se dedicó a palpar todo aquello que estaba al alcance de sus manos. La cama tenía un cabecero tras el que había una pared. Junto a la cama estaba la mesilla. Se hizo una primera composición del lugar en el que se hallaba. Pero debía ampliar su campo de acción. Se puso de pie y extendió los brazos delante de ella. Empezó a avanzar muy lentamente. Dio un par de pasos pequeños. Luego otros tres. Sus manos se toparon con una superficie grande y lisa. Tenía que ser una pared.

Se dio la vuelta de forma que su espalda quedara apoyada contra ella. Ya solo tenía que desplazarse lateralmente, sin despegarse, hasta que encontrara la puerta. No tardó en chocarse con una estructura que sobresalía. Se colocó delante y la resiguió con las manos. No llegaba hasta el suelo. Era una ventana. Valoró la idea de abrirla, pero decidió que le sería más útil encontrar la puerta.

Alcanzó una esquina y siguió por el nuevo tramo de pared. De nuevo chocó contra algo. ¡La puerta! Buscó el picaporte. Encontró un pomo. Tiró de él. Le inundó de inmediato el olor inconfundible de la naftalina. Tras unos segundos de desconcierto, se dio cuenta de que era la puerta de un armario. Siguió andando. Otra esquina. Otro tramo de pared. Ya tenía que estar cerca. Pero para su sorpresa, volvió a tropezarse con la cama. Por un momento temió encontrarse en una especie de zulo sin puerta. Una sensación claustrofóbica le atenazó los miembros. Experimentó una leve sensación de mareo. Trató de serenarse. Vamos, Clara. No te rindas. Esto no tiene ningún sentido. Piensa.

Analizó el recorrido que acababa de realizar. Cabía la posibilidad de que hubiera escogido la dirección equivocada, que la puerta estuviera cerca de la cama, justo en el trozo que todavía no había recorrido. Se tranquilizó un poco, lo suficiente como para seguir adelante. Cruzó la cama arrastrándose a cuatro patas por encima de la colcha. Al llegar al extremo opuesto, se puso de pie y volvió a usar la pared como punto de referencia. Nada más doblar la esquina, se topó con la puerta. ¡Por fin!

Buscó el picaporte. Era metálico y estaba frío. Lo presionó con delicadeza. Cedió a su presión, pero no se abrió. Presionó con más fuerza, una, dos, tres veces. La puerta siguió sin ceder un ápice. ¡Estaba encerrada!

La sensación claustrofóbica regresó de golpe. Estaba prisionera, en un lugar desconocido y la oscuridad era tan absoluta que no podía ver nada. Desesperada, se fue deslizando hasta quedar sentada en el suelo, con las piernas encogidas, las rodillas muy cerca de su barbilla, los brazos abrazando sus piernas. Jamás se había sentido tan poca cosa, tan insignificante. Así debían sentirse las hormigas cuando veían acercarse la suela de un zapato gigante. Primero la sombra avisando del peligro y luego la sensación de no poder escapar a lo inevitable. ¡Clara, no tires la toalla! No puedes permitírtelo, ahora no. Seguro que la hormiga intentaría hallar una salida hasta el último momento. Tiene que haber algo que puedas hacer.

¡La ventana! Se acordó de repente. Debía tener contraventanas o una persiana que impedía que entrara la luz, pero tal vez no estuviera cerrada a cal y canto como la puerta. Se puso en pie de nuevo. Toda su energía se centró en un solo objetivo: alcanzar de nuevo la ventana, inspeccionarla a fondo, tratar de hallar una vía de escape. Repitió el recorrido de la primera vez, desplazándose hacia su derecha sin despegar el cuerpo de la pared. En seguida dio con ella. Resiguió con las manos todo su perímetro. Sí, tenía contraventanas. Buscó con manos temblorosas el sistema de anclaje. Se pellizco la mano tratando de abrirlas. Dejó escapar un grito ahogado e instintivamente apartó la mano. Pero en seguida volvió a la carga. Un chirrido como un lamentó le confirmó que lo había conseguido.

Creyó que un chorro de luz inundaría la estancia permitiéndole recuperar la visión. Pero no fue así. La ventana estaba dotada también de una persiana. Un hilito casi indetectable se colaba por los agujeritos de la franja inferior. Lo suficiente como para que la oscuridad dejara de ser absoluta. Clara dejó escapar un hondo suspiro. ¡No estaba ciega! Sus ojos recorrieron velozmente la habitación. Decididamente, nunca antes había estado allí. No reconocía nada. Ni la cama, ni la mesita, ni el armario, ni la puerta. Respiró hondo otro par de veces. A pesar de seguir encerrada, sintió un cierto alivio. Al menos podía ver.

Buscó el mecanismo para levantar la persiana. Tan solo encontró un interruptor. Quizás fuera automática. Probó. ¡Sí! Eso es, Clara. ¡Ahí has estado bien, muy bien! A medida que subía con un zumbido metálico, la luz empezó a filtrarse dotando de vida la habitación. Sus ojos tardaron un poco en adaptarse a la luminosidad, pero al poco empezó a distinguir los detalles. Las sábanas eran moradas y la colcha mostraba un estampado multicolor de franjas irregulares. El resto era blanco, anodino. Le hizo pensar en una habitación de hospital.

Se giró de nuevo hacia la ventana y la abrió de par en par. Una brisa cargada de promesas le explotó en la cara llenándola de energía. Se sintió pletórica. Se acercó un poco más y asomó la cabeza, emocionada. Lo que vio, sin embargo, le cambió el semblante. Mirara en la dirección que mirara solo se veía un paisaje árido y desolado que le era completamente desconocido.No había ni una sola casa, ni un solo ser humano, ni siquiera algún animal. La ventana, por su parte, se hallaba a unos veinte metros del suelo. No había forma de escapar.

Mientras trataba angustiada de que el aire llegara a sus pulmones, le pareció ver que algo se movía tras una gran roca situada a unos tres metros de la casa. Pensó que tal vez no estuviera todo perdido.Grito con todas sus fuerzas. ¡Ayuda, aquí arriba, por favor! ¡Necesito ayuda! Espero unos segundos que le parecieron eternos. Por fin una forma se materializó ante sus ojos. ¡Era una persona! Gritó de nuevo. ¡Ayuda, estoy aquí arriba, en la ventana! El individuoEra un hombre alto y fuerte. ¡Menos mal! ¡Estaba salvada!Entonces él levantó la cabeza. Lo hizo como en cámara lenta, contrastando con la urgencia de ella. A Clara se le encogió el corazón en el acto. Al ver su rostro, recordó nítidamente una escena de la noche anterior. Ese hombre se había acercado a ella mientras bailaba y le había susurrado algo al oído. “En unos segundos te desmayarás y te convertirás en mi prisionera”. La mirada sádica que descubrió en su cara al mirarlo de nuevo hizo que se le helara la sangre en las venas.