Otra vez no Por Ana Riera

El presente relato nace como variante estilística de La garita, ya publicado, escrito en tercera persona. Ahora es la protagonista quien se convierte en narradora del suceso. [Igual que aquel, las ilustraciones son reproducciones de obras de Lucian Freud (Berlín, 1922-Londres, 2011), https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/freud-lucian

 

OTRA VEZ NO

 

Me gustaría ser como Vero. Parece tan convencida de todo lo que dice y hace. Por eso le han dado el puesto a ella, y eso que yo llevo más tiempo en la empresa. Pero es normal. Yo también la habría escogido. Es el tipo de mujer que triunfa. A mi vecina Raquel le pasa igual. Siempre te mira a la cara, sin pestañear. Cualquiera diría que la vida no tiene sorpresas para ella. En el bloque, todos la admiran. Me encantaría comportarme como ella. Pero a mí me cuesta horrores acercarme a los demás. Nunca estoy segura de si interpreto bien las señales. Me da mucha vergüenza. Al final casi siempre acabo haciendo el ridículo. Es horrible.

Como el otro día con mi hermano. Me sorprendió mucho su llamada, porque no me llama nunca. Bueno, casi nunca. Así que me quedé callada, sin saber qué decir. Me gustó que se acordara de mí, porque a veces me parece que soy invisible. La gente pasa por mi lado sin verme. O me ve, pero como una imagen desdibujada que forma parte del telón de fondo. Fue como si se me hubiese comido la lengua el gato. Y eso que me llamaba para invitarme a una competición de patinaje artístico de Sonia, mi sobrina favorita. En realidad, mi única sobrina.

Últimamente estamos un poco distanciadas. Cuando era más pequeña la cuidaba todos los miércoles por la tarde. Me lo pasaba genial. Durante mucho tiempo fue mi día de la semana preferido. Lo esperaba con ansia. Pero desde que empezó el instituto, ya casi no la veo. Entiendo que le guste estar sola o con sus amigas. Pero parece que se ha olvidado por completo de mí. Supongo que es normal.

Tal vez no debería ir a verla. A lo mejor es que se avergüenza de mí. Como ese día que me preguntó si yo tenía novio. Había ido a recogerla como siempre a su clase de patinaje. Íbamos hacia casa sin prisas, disfrutando de la suave brisa que anunciaba la llegada de la primavera. Y de repente me lo soltó: “Tía, ¿tú tienes novio?”.

Le dije que no y ella me preguntó por qué. No supe qué responderle. Me puse roja como un tomate y cambié de tema tan rápido como pude. No insistió, pero noté que mi turbación la había turbado. A lo mejor ese fue el día en que empezó a distanciarse de mí, justo ese día.

Al final le dije a mi hermano que iría. Me gusta tanto verla haciendo piruetas encaramada a sus patines… Los patines que yo le regalé en navidad. Sé que le encantaron y me dio las gracias. Pero no se lanzó a mis brazos como solía hacer cuando era más pequeña, ni me llenó de besos la cara. Algo en mí la violenta. Como a todos los demás.

Me costó encontrar el colegio. No conocía el barrio y me hice un lío con las calles. La verdad es que no suelo orientarme demasiado bien. Cuando por fin di con él, casi de casualidad, me faltaba el aire. No quería llegar tarde y que todos se dieran cuenta. Fue justo entonces cuando la vi. Atrajo mi atención como si fuera un imán de proporciones gigantescas. Un escalofrío me recorrió la espalda de arriba abajo impregnando mi piel de un sudor frío y viscoso. El mundo entero quedó reducido a la garita que se erguía delante de mí.

Recorrí con los ojos su cristal curvado, el murete que protegía el pequeño habitáculo de miradas indiscretas, la silla con ruedas, el pequeño mueble blanco con una enorme cruz roja pintada en la puerta. Dios mío. Era prácticamente idéntica a la otra. Salvo que en el mueblecito de mi garita no había ninguna cruz roja. Dentro había siempre una botella de alcohol y otra de agua oxigenada, vendas y algodón, tiritas y esparadrapo, hasta unas tijeritas de punta redonda. Oí su voz como si estuviese allí mismo: “Pasa, pasa. ¿Te has desollado la rodilla? Si es que no paráis. Menos mal que estoy yo aquí. Anda, siéntate en el taburete, que ahora mismo te curo”.

Me tapé los oídos presionando fuerte con las manos. Necesitaba silenciar esa voz. No la soportaba. Por suerte, las palabras de mi hermano me trajeron de vuelta: “¿Qué haces ahí parada? Vamos, espabila, que te pierdes la actuación”. Le miré sin verle del todo y me dejé arrastrar hasta el patio. Habría hecho cualquier cosa con tal de alejarme de allí.

Pero ya no conseguía sacármela de la cabeza. La garita estaba siempre conmigo. Me acompañaba desde que abría los ojos hasta que volvía a cerrarlos. A veces pienso que incluso se colaba en mis sueños. No era consciente de que llevaba una losa tan grande oprimiéndome el pecho. De algún modo, había conseguido silenciar esa angustia. Pero había vuelto para quedarse.

Lo peor era la culpa. ¿por qué me había puesto a saltar a la comba? ¿Por qué había perdido el ritmo? ¿Por qué no me había limitado a limpiarme la rodilla en la fuente? ¿Por qué había tenido que sentarme en el maldito taburete?

De todo aquello hacía mucho tiempo. Sin embargo, los recuerdos regresaban nítidos, como si los hubiera vivido esa misma mañana. Podía ver a la niña risueña y confiada que fui yo. Notaba el alcohol haciéndome cosquillas en la nariz y la gasa húmeda sobre la herida, escociéndome. Pero luego oía esa voz rugosa y empalagosa, y todo se cubría de negro. Era un recuerdo desgarrador que, desde que se había liberado, volvía a mí cruel, una y otra vez. Cada día me sentía un poco peor que el anterior, un poco más muerta. Hasta que no pude soportarlo más.

A partir de ese instante, un solo pensamiento se fue apoderando poco a poco de mi mente. Tenía que encontrarlo. Tenía que mirarle a la cara de nuevo. Una vez más. Por eso una tarde, al llegar del trabajo, me senté delante del portátil, me metí en internet y tecleé el nombre de mi antiguo colegio. Era un nombre largo y llevaba mucho tiempo sin usarlo, pero me salió del tirón. Una vez en la web de la escuela, introduje la palabra conserje en la pestaña del buscador.

Al instante apareció un nombre: Eusebio Landero.

No me lo podía creer. Había barajado la posibilidad de no encontrar ningún rastro. O de hallar algún pequeño indicio que me permitiera seguir buscando. Pero no podía creerme que todavía siguiera trabajando allí, después de tantos años. ¿Acaso nadie había advertido lo que ocurría? ¿Cómo era eso posible? Se suponía que las cosas habían cambiado. Lo veía todos los días en la prensa y la televisión. Sentí el impulso de salir corriendo hacia el colegio, pero era tarde. Estaría cerrado a cal y canto. Tenía que serenarme y esperar.

Me metí en la cama sin cenar. A pesar de que hacía un tiempo primaveral, temblaba como una hoja mecida caprichosamente por el viento. Me eché otra manta por encima y otra más. Pero seguí tiritando. Todo mi cuerpo se convulsionaba, rebelándose contra la evidencia aterradora. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies y amenazaba con tragarme entera, con la cama y todo.

Los minutos pasaron lastimosamente lentos, como si se deleitaran dilatando el tiempo de espera. Me pareció una noche larguísima. Me sentía atrapada en una trampa invisible que me mantenía en un estado de tensión insoportable. Cuando por fin amaneció, me costó incorporarme. Se me hacía una montaña pensar que tenía que vestirme, que abandonar la seguridad de mi piso, que coger el autobús rodeada de extraños. Pero sabía que no me quedaba más remedio.

Cuando aquello había ocurrido, no había hecho nada. Nada de nada. Todos aquellos años me había tratado de indultar diciéndome que no era más que una niña asustada. Pero ahora era una adulta. Una adulta a la que ya no le quedaban fuerzas para seguir soportando una losa como aquella.

Cuando llegué al colegio, me costó reconocerlo. Estuve allí, plantada, contemplándolo desde la acera de enfrente, durante mucho rato. Hasta que sonó el timbre. Era el mismo que cuando yo era pequeña. Sin pensarlo siquiera, empecé a andar hacia la puerta, como si aquel sonido fuera un canto de sirena al que no pudiera resistirme. Empujé la pesada puerta de cristal y entré en el vestíbulo.

Allí estaba la garita, con su actitud desafiante. Volví a sentirme como cuando era una niña de apenas ocho años. Avancé hacia ella arrastrando los pies, con las manos escondidas en los bolsillos del abrigo y mirando el suelo. No soportaba mirarla de frente. Me encontraba a menos de un metro cuando oí su voz: “Pasa, pasa. ¿Te has desollado la rodilla? Si es que no paráis. Menos mal que estoy yo aquí. Anda, siéntate en el taburete, que ahora mismo te curo”.

Fue como si un resorte secreto se moviera de nuevo tras muchos años de abandono, obligándome a levantar la cabeza. A pesar de las canas y de la incipiente joroba, le reconocí de inmediato. Era él. Tenía una niña cogida de la mano y le hablaba con su voz rugosa y empalagosa. Otra vez no, otra vez no, me gritaba una vocecita en mi interior. Entonces, todo se precipitó.

Mis pies se movieron muy deprisa, como si tuvieran vida propia, y corrieron hacia el interior de la garita. Al verme, Eusebio me miró sorprendido. Confundido, dio un paso hacia mí. Yo capté un destello de color plateado. Lo siguiente que recuerdo era a Eusebio retrocediendo incrédulo, con los ojos desorbitados y un abrecartas precioso clavado en el estómago. No alcanzaba a entender del todo qué había ocurrido, pero sentí que me había quitado un gran peso de encima. Entonces miré a la niña, suspiré aliviada y le dediqué una amplia sonrisa.

La garita Por Ana Riera

A Carla le molestaba su timidez. Sentía envidia de mujeres como Vero, su compañera de trabajo, siempre tan convencida de lo que hacía o decía. O como Raquel, su vecina, que miraba a la cara sin pestañear, como si para ella la vida no tuviera secretos. Ella no era así. Le costaba acercarse a los demás y nunca estaba segura de interpretar bien las señales. Se aceptaba, pero le incomodaba. No siempre había sido así.

Hacía unos días, su hermano mayor le había telefoneado. Le había hecho mucha ilusión, porque no solía hacerlo. Ese domingo su sobrina Sonia tenía una competición de patinaje artístico. Por lo visto se jugaba el pase a la final. “Por qué no te vienes, hermanita. Va a necesitar todo el apoyo del mundo, porque sus rivales directas son buenísimas”. Mientras la niña fue pequeña se había hecho cargo de ella todos los miércoles, porque ese día su madre salía más tarde del trabajo y su padre tenía clase. Pero desde que había empezado el instituto, Sonia prefería quedarse sola en casa o irse con alguna amiga, así que se habían distanciado. Por eso había dudado si aceptar. Pero le gustaba tanto verla hacer piruetas encaramada a los patines que por fin se decidió.

Le costó encontrar el polideportivo donde iba a darse la competición. No conocía mucho el barrio y se hizo un lío con las calles. Cuando por fin dio con él, tenía la respiración un tanto agitada. La garita fue lo primero que vio. Atrajo su atención como si fuera un imán de proporciones gigantescas. De golpe dejó de preocuparle el hecho de llegar tarde y perderse la actuación de su sobrina, porque el mundo entero había quedado reducido a esa garita.

Recorrió con los ojos su cristal curvado, el murete que protegía un pequeño habitáculo de miradas indiscretas, la silla con ruedas, el pequeño mueble blanco con una enorme cruz roja pintada en la puerta. Era prácticamente idéntica a la otra. Salvo que en el mueblecito de su garita no había ninguna cruz roja. Recordaba que dentro había una botella de alcohol y otra de agua oxigenada, vendas y algodón, tiritas y esparadrapo. Y también unas tijeritas de punta redonda. Oyó su voz como si estuviera allí mismo: “Pasa, pasa. ¿Ya te has vuelto a desollar la rodilla? Si es que no paráis. Menos mal que estoy yo aquí. Anda, siéntate en el taburete, que ahora mismo te curo”.

Sin ser consciente de ello, se tapó los oídos presionando fuerte con las manos. Necesitaba silenciar esa voz. Por suerte las palabras de su hermano la trajeron de vuelta. “¿Qué haces ahí parada? Vamos, como no espabiles te pierdes la actuación de Sonia. Menos mal que llevan un poco de retraso”. Carla le miró sin verle del todo y se dejó arrastrar hasta el patio, donde se encontraba la pista de patinaje. Le habían guardado sitio en las gradas. Ella, por desgracia, fue incapaz de ver nada.

Desde aquel día, llevaba una losa oprimiéndole el pecho. En realidad, llevaba muchos años con ella, solo que no era consciente de ello porque había logrado silenciarla. Lo peor era la culpa. ¿Por qué se había puesto a saltar a la comba? ¿Por qué había perdido el ritmo? ¿Por qué no se había limitado a limpiarse la rodilla en la fuente? ¿Por qué se había sentado en el maldito taburete?

Hacía mucho tiempo. Sin embargo, los recuerdos regresaban nítidos, como si los hubiera vivido esa misma mañana. Veía a esa niña risueña y confiada. Notaba el alcohol haciéndole cosquillas en la nariz y la gasa húmeda sobre la herida, escociéndole. Luego oía esa voz rugosa y empalagosa, y todo se cubría de negro. Era un recuerdo desgarrador que, desde que se había liberado, volvía cruel una y otra vez. Cada día se sentía un poco peor que el anterior, un poco más muerta. Hasta que no pudo soportarlo más.

A partir de ese instante, un solo pensamiento se fue apoderando poco a poco de su mente. Tenía que encontrarlo. Tenía que mirarle a la cara de nuevo. Una vez más. Por eso una tarde, al llegar del trabajo, se sentó delante de su portátil, se metió en internet y tecleó el nombre de su antiguo colegio. Era un nombre largo y llevaba muchísimo sin usarlo, pero le salió del tirón.Una vez en la web de la escuela, introdujo la palabra conserje en la pestaña de buscador. Al instante apareció un nombre: Eusebio Landero. Carla no daba crédito. Había esperado no encontrarlo, que su rastro hubiera desaparecido. Pero seguía trabajando allí, después de tantos años.

Sintió el impulso de salir corriendo hacia el colegio. Pero era tarde. Estaría cerrado a cal y canto. Trató de serenarse. ¿Cómo era posible? ¿Acaso nadie había advertido lo que ocurría? Se suponía que las cosas habían cambiado, que ese tipo de acciones ya no se permitían. Se metió en la cama sin cenar. A pesar de que hacía un tiempo primaveral, Carla temblaba como una hoja mecida caprichosamente por el viento. Se echó otra manta por encima, pero siguió tiritando. Todo su cuerpo se convulsionaba, rebelándose contra la evidencia aterradora.

Los minutos pasaron lastimosamente lentos, como si quisieran dilatar voluntariamente el tiempo de espera. Fue una noche larguísima. Se sentía atrapada en una trampa invisible que la mantenía en un estado de tensión insoportable. Cuando por fin se hizo de día, le costó incorporarse. Se le hizo una montaña pensar que tenía que vestirse, que abandonar la seguridad de su piso, que coger el autobús rodeada de extraños. Pero sabía que no le quedaba más remedio. Cuando aquello había ocurrido, no había hecho nada. Todos esos años se había tratado de indultar diciéndose que no era más que una niña asustada. Pero ahora era una adulta. Una adulta a la que ya no le quedaban fuerzas para seguir soportando una losa como aquella.

Cuando llegó al colegio le costó reconocerlo. Se quedó allí plantada, contemplándolo desde la acera de enfrente, durante mucho rato. Hasta que sonó el timbre. Era el mismo que en sus tiempos. Sin pensarlo siquiera empezó a andar hacia la entrada, como si aquel sonido fuera un canto de sirena al que no pudiera resistirse. Empujó la pesada puerta de cristal y entró en el vestíbulo.

Allí estaba la garita, con su actitud desafiante. Volvió a sentirse como cuando era una niña de apenas ocho años. Avanzó hacia ella arrastrando los pies, con las manos escondidas en los bolsillos del abrigo y la cabeza gacha. No soportaba mirarla de frente. Se encontraba a menos de un metro cuando oyó su voz: “Pasa, pasa. ¿Ya te has vuelto a desollar la rodilla? Si es que no paráis. Menos mal que estoy yo aquí. Anda, siéntate en el taburete, que ahora mismo te curo”.

Fue como si un resorte secreto se moviera de nuevo tras muchos años de abandono, obligándole a levantar la cabeza. A pesar de las canas y la incipiente joroba, Carla le reconoció de inmediato. Tenía una niña cogida de la mano y le hablaba con su voz rugosa y empalagosa. Otra vez no, otra vez no, le gritaba una vocecita en su interior. Entonces, todo se precipitó.

Sus pies se movieron muy deprisa, como si tuvieran vida propia, y corrieron hacia el interior de la garita. Eusebio la miró sorprendido, pero no dijo nada. Por un instante pareció que el tiempo se había detenido. Entonces dio un paso hacia ella. Ella percibió un destello plateado. Lo siguiente que recordaba era a Eusebio retrocediendo incrédulo, con los ojos desorbitados y un abrecartas precioso clavado en el estómago. Carla sintió que se había quitado un gran peso de encima. Entonces miró a la niña y le dedicó la mejor de sus sonrisas.

Las ilustraciones son reproducciones de obras de Lucian Freud (Berlín, 1922-Londres, 2011)
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