Erin Brockovich (2000) Por Luigi De Angelis

JULIA ROBERTS IN 'ERIN BROCKOVICH'

 Pocas son las películas cuya apreciación mejora con cada visionado y menos son aquellas que a partir de un argumento típico de telefilm logran erigirse como inusual combinación de arte y entretenimiento. Sin embargo, cuando existe visión y talento pequeñas joyas como Erin Brockovich emergen con estas características.

Luego de la provocadora Sexo, mentiras y video (1989), Un romance muy peligroso (1998) y El halcón inglés (1999), Steven Soderbergh equilibró los elementos del cine independiente y del cine comercial para desarrollar un drama social conmovedor y a la vez entretenido. Sin perjuicio del sello Soderbergh, este drama es un logro de carácter colaborativo en el que la fotografía, la música, el guión y las actuaciones contribuyen a un resultado de primer orden.

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El personaje principal es una madre divorciada con tres niños, sin estudios universitarios, desempleada y con la vida —en términos generales— cuesta abajo. Sin embargo, Erin Brockovich no es la clase de mujer que se da por vencida y, superando limitaciones aparentemente insondables, lidera una batalla legal contra la gran corporación PG&E en defensa de los residentes de la pequeña comunidad de Hinkley, California. Así, Soderbergh construye una obra colmada de indiscutible optimismo, procesando con inteligencia y estilo la clásica lucha de David contra Goliat más una buena dosis de Norma Rae y una pizca de Cenicienta.

En el ámbito visual, la película se beneficia de un inteligente trabajo del director de fotografía Edward Lachman. Con su lente absorbe la energía y el color brillante del desierto de California. Pero no sólo es esa llama vibrante la que la cámara enfoca, sino también los pequeños detalles, especialmente las miradas, los gestos y las reacciones en cada conversación. La experiencia es sin duda más completa y profunda gracias a esta colección de imágenes bien planeadas. De igual forma, la música de Thomas Newman es interesante, distintiva, memorable y absolutamente apropiada. Las melodías de Newman sintetizan el carácter del personaje principal y el tono de la cinta. Es un trabajo preciso, obra de un maestro con vasta experiencia en la composición musical para películas de todo tipo.

Con una narrativa lineal, pero elaborada alrededor del magnético personaje principal, el guión de Susannah Grant posee vitalidad e instancias de humor. Es un guión condenadamente bien escrito, en el que la importancia no sólo radica en su serio comentario social sino también en los vericuetos que transita una mujer en la búsqueda de sí misma. Los diálogos están muy bien elaborados y algunas frases son de antología, sin descuidar la responsabilidad social de la propuesta y la conmovedora historia que relata.

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Julia Roberts en el papel central, presente en casi todas las escenas, es un acierto. Si para algo sirve una súperestrella es para conferir la clase de brillo, gracia y fuerza que Roberts exhibe durante todo el film. El encanto personal de la actriz y su maravillosa sonrisa aportan a la representación de un personaje carismático que conecta fácilmente con la audiencia, pero son los momentos dramáticos los que le dan peso a este logro. La sutil transformación de Roberts nos invita a ser parte de la travesía de una mujer corriente logrando lo extraordinario; es un personaje cuya credibilidad no se pone en duda gracias a la cautivante transparencia de la interpretación.

No obstante, Julia no está sola en esta aventura. Albert Finney es perfecto en el papel del abogado Ed Masry, demostrando que la experiencia no es en vano y que, cual vino fino, su capacidad como actor, sólo mejora con el tiempo. Aaron Eckhart es un afectivo y sincero interés romántico para Julia y también un auténtico apoyo que desafía las convenciones de género. De igual forma, en papeles más discretos, rostros de actores de carácter como Marg Helgenberger, Conchata Ferrell, Cherry Jones, entre otros, redondean el extenso reparto de secundarios del film y añaden realismo y profundidad a las diversas interacciones que se desenvuelven durante el metraje.

Erin_BrockovichEl sitio Web www.imdb.com en su apartado de Trivia señala que, para la dirección de esta película, Steven Soderbergh tuvo la influencia de Todos los hombres del presidente y Rocky, ambas del año 1976. Cierta o falsa esta aseveración, creo que las analogías son interesantes. Erin Brockovich es una impecable e incisiva película de investigación, como la primera, y a la vez una triunfal celebración de la lucha contra las adversidades, como la segunda. En suma, es una cinta con cerebro y con corazón que he disfrutado más veces de la que puedo recordar y que siempre me sorprende con algún nuevo detalle. Tiene, además, el valor añadido de estar basada en hechos reales. Tanto el guión como toda la realización se llevaron a cabo con el visto bueno de la Erin Brockovich real.

El paseo Por Paula Alfonso

6a010536fa9ded970b019b003f5ad3970b-800wiSerían las 11 de una mañana primaveral fantástica, bañada por un sol que de tan puro no brillaba, destellaba. Ese día al fin había conseguido acabar los trámites que durante meses me tuvieron ocupada, ya no volvería a oír aquello de

— Ahora tiene que ir con este certificado a tal oficina, falta un recibo, debe abonar las tasas y volver con el justificante.

Cuántas horas perdidas en incomodísimas sillas de plástico esperando mi turno y qué frustración cuando constataba una vez más que mis explicaciones, mis excusas o incluso las amenazas que lanzaba de enviar un escrito al defensor del ciudadano no servían para nada, si realmente quería una resolución favorable a lo que pretendía, debía revestirme de paciencia y volver otro día.

Pero aquella mañana una señorita de ojos azules y sonrisa amplia, tras revisar concienzudamente los documentos que le entregué dijo

— Muy bien, esto es todo, señora.

  • Perdone, ¿cómo que esto es todo?, pregunté incrédula

— Sí, que ya está, en pocas semanas recibirá una carta en la que le notificaremos que los cambios que solicitaba ya han sido efectuados.

Quedé mirándola como si fuera un extraterrestre sin poder articular palabra alguna, pero después reaccioné, y a punto estuve de encaramarme a la mesa de aquella bendita funcionaria y plantarle dos sonoros besos, incluso más, arrancarla de su silla e iniciar con ella un baile de locas sorteando a los pobres que aún esperaban turno, al menos les habría servido de distracción, pero pudo más mi sensatez y me limité a un “gracias” tan apagado, tan tímido, que dudo mucho lo escuchara.

Todavía en shock avancé lentamente hacia la salida, empuje la pesada puerta de cristal y fue en ese momento, cuando el sol me dio de lleno en la cara, cuando tuve conciencia de la mañana tan espléndida que hacía, el cielo estaba despejado y su azul era un azul intenso profundo. Me sentía felíz, ¡qué carajo! Era feliz y la vida me sonreía.

Comencé a caminar, aunque debería decir levitar, porque mi estado de éxtasis era tal que no recuerdo sentir el roce del suelo bajo mis pies.

Andando o levitando me encontré de pronto en ese Madrid zarzuelero y castizo que 6a010536fa9ded970b019b003f5ad3970b-800witanto me gusta, el que inspiró a Chapí, a don Agustín Lara, al maestro Guerrero, pero también el que me vio nacer, en el que crecí. No llegué allí de forma premeditada, ni mucho menos. Al salir de casa aquella mañana supuse que volvería a las dos horas dispuesta a digerir en soledad mi frustración, mi impotencia, pero como felizmente todo había acabado, di libertad a mis piernas para que me llevaran a donde quisieran e igual que los toros sienten querencia por los chiqueros cuando salen a la plaza, ellas me llevaron allí, a mi pasado, a mi infancia. Y ¿por qué no? me dije, ¿qué mejor regalo en esta mañana que caminar otra vez por aquellas calles en cuesta, algunas aún adoquinadas, pasear bajo los viejos balcones voladizos adornados con ropa tendida, volver a respirar los olores a guiso, a cocido, a café de puchero…

Tomé el timón bajo mi mando y lo primero que hice fue situarme. Me encontraba en la plaza de Antón Martín, hacia el sur se abrían las tres o cuatro calles que cuesta abajo morían en la de Lavapiés, desde allí a la glorieta de Embajadores, donde estuvo mi casa, solo era un paso. Ese sería mi itinerario, a partir de ahí comencé a caminar con un solo objetivo, dejar vía libre a los recuerdos, evocar olores ya olvidados, revivir imágenes, sentimientos, en fin, recuperar mi pasado.

calle-nc3bac3b1ez-de-arce¿Volvería a encontrarme con la tienda de encurtidos donde mis compañeras y yo después de clase comprábamos berenjenas de Almagro? No nos atraía solo lo buenísimas que estaban sino las risas que nos echábamos al tratar de evitar que el caldo, que rezumaba por el cucurucho de estraza, goteara sobre nuestros uniformes dejándonos un pestazo a vinagre que no desaparecería en el resto del día. O la pescadería donde iba mi madre a comprar. Ocupaba una esquina de la plaza y en su mostrador de mármol blanco, con mucha pendiente y siempre goteando, entre grandes barras de hielo, aparecían las bocas dentadas de los besugos, las pescadillas con sus tripas hinchadas, las brecas o los anaranjados salmonetes. Todo aquello estaba muy bien y era distraído, pero a mí lo que me gustaba era ver a los cangrejos. Estaban en una esquina, metidos en una caja de tablas con su parte superior abierta para que las clientas pudieran apreciar “que estaban bien vivos, recién cogidos”. Allí me ponía yo mientras acababan de atender a mi madre. Les veía cómo lentamente estiraban sus largas patas y las apoyaban en los cuerpos de sus compañeros o en los laterales de la caja, cualquier cosa era válida con tal de que les sirviera para tomar impulso, después contoneando su cuerpo de un modo que casi rompía las leyes de la gravedad, se elevaban y se elevaban e iban avanzando en un esfuerzo denodado por recuperar su libertad. Yo observaba sus proezas y cuando alguno estaba a punto de conseguirlo, le animaba: Vamos, que tú puedes, un esfuerzo más y lo habrás logrado. Con las pinzas de sus patas delanteras mordía el borde de la caja, era su modo de sujetarse, una vez anclado elevaba la otra, se impulsaba sobre ellas y aparecía por fuera primero la cabeza, lo más pesado, después el resto del cuerpo. ¡Ya estaba! El valiente cangrejo comenzaba a pasearse ufano por la madera mientras miraba con desprecio a sus compañeros que se habían quedado abajo. De manera inesperada un certero manotazo del pescadero le alcanzaba de lleno y le devolvía de golpe al nicho, caía patas arriba, aturdido, desorientado, pero enseguida se daba la vuelta y reiniciaba su intento de fuga.

  • Venga, mujeres, acercaos, que hoy he traído buen género.

Voceaba aquel hombre con su delantal de plástico manchado de escama, mientras colocaba en el plato de la balanza los boquerones, las sardinas o los chicharros que mi madre o cualquier otra le había pedido.

Sin embargo, de todo aquello no quedaba nada. El camino al colegio se había convertido en una calle repleta de garitos y salas extrañas que anunciaban tatuajes. El antiguo taller donde unos hombres con mono azul cubierto de grasa arreglaban neumáticos al compás de bulerías era ahora un bar, bastante oscuro por cierto, del que salía un fuerte olor a hierba, la pescadería se había convertido en una tienda de frutas regentada por orientales, y donde debía haber estado la tienda de encurtidos encontré un bloque de pisos con aires de grandeza que suponía todo un insulto dentro de aquel entorno.

Sin embargo, a pesar de las ausencias aquel baño de añoranza me sentó bien. Es cierto que todo había cambiado, también yo, como sabiamente me obligó a reconocer aquel descarado camarero del bar El Brillante, frente a la estación de Atocha.

Tras muchos años fuera, mi marido y yo habíamos vuelto a Madrid y uno de nuestros primeros objetivos en la villa y corte fue ese, acudir al Brillante para comernos uno de aquellos bocadillos de calamares que les dieron fama y que en nuestros años de juventud, después de clase, devorábamos.

  • Dos bocadillos de calamares, gritó el camarero tras escuchar nuestro deseo.
  • Marchando dos bocadillos de calamares, le respondió en el mismo tono el encargado de la cocina.

A partir de ese momento tanto mi marido como yo empezamos a disfrutar imaginando lo que sentiríamos cuando nuestros dientes se clavaran en aquella barra de pan blandita, migosa, empapada de aceite frito con sabor a rebozado y en las ricas anillas del cefalópodo, ni duras ni blandas, en su punto, y para que no se nos hiciera un nudo difícil de tragar, de vez en cuando sorbito de cerveza que ya teníamos sobre el mostrador de zinc. La espera se nos hizo eterna. Finalmente vimos a nuestro camarero venir hacia nosotros, lo hacía sorteando a los numerosos clientes y traía una bandeja en la mano. Cuando la depositó frente a nosotros quedé paralizada. Sobre un plato pequeño, como los de postre, dos escuálidas baguette compartían espacio sin problema, levanté la parte superior de una de ellas y dentro encontré tres deslucidos y aburridos aros, aunque eso sí, dispuestos de un modo que ocupaban toda la superficie, incluso sobresalían por los lados, pero eran tres, solo tres, en aquel trozo de pan tan escurrido.

  • Oiga estos no son los bocadillos que daban ustedes hace 50 años, protesté indignada.

Él al principio no contestó, se le veía claramente ofendido pero no decía nada, solo me miraba, hasta que finalmente me espetó

 – Señora, supongo que tampoco usted era así hace 50 años.

Y pasó a atender a los demás clientes que le demandaban.