Un mal día Por Elisa Pérez

– ¿De qué me escondo?, se preguntó más asustada que nunca.
En diez minutos debería estar en su puesto de trabajo…

Los latidos del corazón levantaban el pecho de la mujer como el galope de un caballo desbocado.

 

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Al cruzar la calle, Eva se fijó en la alcantarilla. El círculo oscuro se había movido un poco al pisar encima de él. Lo justo, un milímetro, para que sobresaliera sobre el nivel horizontal del asfalto. Una mujer que venía tras ella tropezó y cayó. El estruendo del contenido de la bolsa desparramado por el suelo, alarmó a Eva que retrocedió rápidamente. La mujer caída se había hecho daño en el pie. Tenía gestos de dolor, se tocaba el tobillo esperando aliviar y taponar la hinchazón que comenzaba a asomar con color azul, tirando de cada uno de los poros de la piel.

– No lo intente, le dolerá.
– Déjeme en paz, me voy a poner de pie y me voy a marchar de aquí ahora mismo.

La mujer herida hacía caso omiso de los consejos de Eva que se mostraba contrariada con esa persona que rozaba la vejez y que lejos de sufrir por el dolor, lo hacía por su atención.

– ¡Qué mala suerte, justo ahora! – la oyó que decía – El gesto de contrariedad invadió a la señora que recogía sus cosas, sin detenerse ni esperar que alguien lo hiciera en su lugar.
– Señora, déjeme que la ayude, sola es más difícil
– Aléjese de mí, no intente ayudarme –una mano amenazadora se levantaba haciendo aspavientos en el espacio cercano, como si quisiera espantar cualquier contacto con ella.

Con la pierna renqueante la mujer se alejó sin atender los cuidados que Eva y algún otro transeúnte quisieron darle.

Este suceso la dejó perpleja. “No es normal una reacción así de alguien al caerse y hacerse daño. Además es una persona de cierta edad”, se dijo entre dientes; “casi una anciana” continuó al ver la silueta cojeando de la mujer a lo lejos. La bocina de una bicicleta la sacó de sus pensamientos. “Cuidado, señora”. El ciclista volvió la cara hacía ella discriminando su despiste. La mano que quitó del manillar de la bicicleta le hubiera sido necesaria al ciclista para sujetarla cuando en un dribling extraño se encontró con un coche estacionado, con el que chocó, cayendo de forma violenta sobre él.

Eva acudió azarosa a socorrerle. Era joven, y sobre las mallas negras de la pierna derecha, comenzaba a emanar sangre. Se había herido pero parecía no tener más daños

– Disculpe, ha sido por mi culpa.
– Estúpida, déjeme en paz. La próxima vez mire por donde va.

La contrariedad se había apoderado aún más de Eva que se limpió el sudor de la cara. Comenzaba a hacer calor, a pesar de ser noviembre.

La iglesia de San Bartolomé se abría majestuosa en el otro lado de la calle. Las dos gárgolas de la torre derecha se sumaron a su desconcierto. Siempre le habían dado miedo, las evitaba si podía, las ignoraba sin mirarlas al pasar. Los sucesos de la alcantarilla y el ciclista, la habían puesto nerviosa. Tenía que regresar al trabajo, disponía del tiempo justo.

De pronto se sobresaltó por un ruido que la hizo mirar hacía arriba temiendo que las terribles gárgolas la hubieran hablado. Dobló la esquina. Dos hombres forcejeaban por algo que tenia en la mano otro con cazadora azul. Ella desde su posición no acertaba a ver qué era

– Suelta cabrón, es mío
– No me lo vas a quitar por las buenas.
– Démelo antes de que…
– He dicho que no…

En un segundo del forcejeo uno de los hombres, de pelo canoso y complexión media, se deshizo del otro que le cogió del brazo antes de que escapara, golpeándole fuerte. El del pelo canoso cayó de rodillas en el suelo sin soltar lo que parecía una cartera. El otro atestó otro golpe al vacío.
Eva, testigo incrédula de la escena notó su corazón volando por encima de su cabeza que le exigía hacer algo. Pero cómo. En un segundo, un grito atronador retumbó sobre todas las paredes de piedra del siglo XVI:

– Policía, policía… aquí, aquí.

Los dos hombres dejaron por un momento su tortuoso juego y el del pelo canoso, con una habilidad asombrosa, se levantó y escapó sin tiempo a decir nada más.

– ¿Dónde está la policía? –ninguna sirena, ninguna luz anunciaba su presencia-. La próxima vez te ocupas de tus asuntos- dijo el de la cazadora azul.

La protesta en forma de susurro muy cerca de su nuca, dejaron a Eva más petrificada.

– Pero yo pensé que se estaban haciendo daño…. – casi llora en su débil protesta.
– Haz conseguido que se escapara quien no debía…
cuadro 2El hombre inició una carrera hacía el lado contrario de Eva que se quedó literalmente atornillada al suelo mientras un grupo de gente salía de misa indiferente a la escena que hacía poco se había vivido a pocos metros.

Eva echó a correr, estaba asustada de verdad. Por un instante, pasaron por su mente imágenes fugaces de los tres sucesos vividos. La mirada del hombre de la cazadora azul la había aterrorizado. Corrió por la misma cera de la iglesia, bordeando los muros de piedra, ajena a la gente que caminaba por allí. El ciclista de la caída, con un vendaje en la pierna, la adelantó sin reconocerla. Se detuvo en una esquina para tomar aire. El bolso bandolera pesaba. Ya comería después, ahora regresaría al trabajo. Un coche de policía pasó cerca de ella, le pareció que se iba a parar.
Sin esperar más se introdujo por la puerta del convento anexo a la iglesia. Siempre estaba abierto, mendigos y necesitados entraban por allí a pedir raciones de comida repartidas por las monjas.

En medio de lo que componía un pequeño jardín con árboles y césped había un banco de piedra sobre el que resoplaba alguien de espaldas. Era el hombre de pelo canoso. Sostenía con fuerza entre sus manos la cartera objeto de disputa con el otro hombre. Por la actitud un valioso tesoro parecía esconderse dentro. Al fondo, una puerta y varios ventanucos semicirculares incrustados en la gruesa fachada permanecían cerrados. Eva consiguió llegar a la puerta, que cedió con el primer empuje. Una cocina inmensa se abrió ante ella. Apenas pudo esconderse antes de que las voces que avanzaban desde el interior la vieran.

– Salvador, Salvador, ¿dónde se habrá metido? Le dije que estuviera aquí a primera hora. ¡Bendito sea el Santísimo! – una monja se movía con pesadez dentro de un hábito de color negro – ¡quién habrá dejado esta puerta abierta!

Eva no se atrevió a correr hacía ella y gritarle que la dejara salir antes de que cerrara. Permaneció escondida tras un enorme mueble blanco, pegado a la pared, que la ocultaba por completo frente al ajetreo que comenzó en ese momento la monja. Cazuelas, sartenes y platos comenzaron a rodar por la encimera, sumisas ante las instrucciones que la monja emitía con movimientos lentos y contundentes.

– Voy, voy… ¿Y ahora quién será? – la monja abrió la puerta que comenzó una animada conversación con alguien que Eva no podía ver, aunque sí oír. Enseguida reconoció la ruda voz del susurro.
– Si le ve, avísenos. Estamos por la zona.- Aprovechando la distracción, Eva se atrevió a moverse. ¿De qué me escondo?, se preguntó más asustada que nunca.

La monja prosiguió con su incansable trabajo. Eva miró su reloj: en diez minutos debería estar en su puesto de trabajo.

– Vaya, ya estás aquí.- El susto de Eva fue tremendo. Detrás, el hombre de pelo canoso avanzaba hacía la monja que de espaldas había oído acercarse a Salvador, sin mirar.

Como una mordaza le tapó la boca con la mano, hasta dejarla inconsciente. El cuerpo voluminoso se derrumbó a los pies de Eva. El estruendo del hombre buscando algo se esparcía por toda la sala. Los latidos del corazón de Eva levantaban el pecho de la mujer como el galope de un caballo desbocado.

– ¿Dónde lo habrá dejado? Me dijo que en la cocina… – las manos rugosas con vello canoso en los dedos, no cesaban de revolver.
Eva notaba su ansiedad, olía su impaciencia. La monja seguía tendida en el suelo, no sabía si muerta o inconsciente tan sólo.

Unas sirenas cercanas alertaron al hombre que detuvo su búsqueda. Un llanto silencioso atenazaba a Eva que miraba la cartera que había dejado el desconocido sobre la encimera.

Movida por un impulso, tomó de un respingo la cartera y, corriendo más que el hombre, penetró en el pasillo que supuestamente daba acceso a otras estancias del convento.
– Eh, tú, devuélveme eso ahora mismo, no te muevas o te mato.
Había tomado la decisión equivocada, pensó Eva por un momento. Nunca debería haber cogido aquella cartera. Dobló el pasillo en el que varias puertas se ofrecían en su huida. Al azar eligió una que por suerte se abrió a la primera. La sala era pequeña, con varios armarios a los lados. El miedo la obligaba a esconderse. Rogaba para que el hombre no la hubiera visto entrar. Abrió una pequeña puerta de madera marrón, de aspecto y olor rancio, y se introdujo dentro.

Cuando el sonido de las sirenas se hizo más evidente, el revuelo en el convento se incrementó hasta el punto de que las monjas de hábito negro se desplazaban incrédulas, viendo alteradas sus costumbres diarias. La hermana Lucía fue trasladada al hospital. Al final del pasillo que unía el claustro con la galería lateral de la iglesia una monja se movía ajena al resto, con algo bajo el hábito. Eva consiguió salir al exterior por la puerta principal de la iglesia. Entre el bolso y la cartera su volumen había aumentado considerablemente.
Desde la puerta pudo observar cómo la policía introducía en un coche al hombre del pelo canoso. El de la cazadora azul hacía preguntas a otras monjas que, alejadas del mundo, sufrían una auténtica crisis de intromisión en su retiro.

Una multitud se agolpaba en la calle expectante por saber qué ocurría. Una mujer con bastón se dirigía hacía la iglesia. No reconoció a Eva bajo el hábito pero ella sí se fijó en su pie inflamado. La siguió con la mirada hasta donde pudo. Realmente cojeaba bastante.

El calor del hábito la estaba ahogando. “Qué día más horrible”, pensó “y encima yo con esto…” Sacó y 8b779923ae590a2264c407cde0e64d69miró con disimulo la cartera marrón que escondía sin saber por qué. Tenía un cierre que cedió con el primer intento. Protegida con una tela gruesa de color negro, una talla pequeña de la Virgen apareció entre sus manos, en la que destacaban incrustaciones doradas, en la cabeza y los pies. Continuando su rastreo, encontró un pequeño cofre cerrado que no pudo abrir. Ahora descansaría un momento, mientras avisaba en el trabajo. Los transeúntes miraban con ojos incrédulos a aquella monja que se había liberado de la cofia del hábito mientras saboreaba una fría cerveza bajo el sol de noviembre.

En una papelera junto al kiosco de prensa, un hábito negro apareció días después. Se devolvió al convento por la policía mientras seguía la búsqueda de la valiosa talla de la Virgen robada hace unos días junto con un manuscrito del siglo XV.

Las clases de pádel Por Paula Alfonso

1

Yo no salgo de aquí, menuda pinta con esta falda tan corta y la camiseta que de tan apretada apenas me deja respirar. Que no, hombre, que no salgo. Soy ya muy mayor para hacer el ridículo, ¿acaso se han pensado mis hijas, que pueden mangonear libremente mi vida?, pues no, de eso nada, mi tiempo es mío y lo manejo como me dé la gana. Además, este no es mal sitio silencioso, rodeada de lavabos con griferías de diseño, tapas de inodoros que bajan solas y toallas perfumadas. Definitivamente haré eso, permaneceré raqueta-padelaquí encerrada hasta que pase la hora y después saldré como si tal cosa.

Todo empezó el sábado pasado cuando vinieron a comer. ¿Y qué has hecho esta semana mamá? Una pregunta inocente, me dirán, pero intuí enseguida que escondía su retranca, mi respuesta debía haber sido una larga cambiada trayendo a colación cualquier otro tema, pero en su lugar opté por la verdad; que había ido a una exposición de impresionistas en el Reina Sofía y a unas conferencias muy interesantes sobre la muerte. Fui perfectamente consciente del intercambio de miradas que hubo entre las dos, pero lejos de amilanarme seguí impertérrita. Sí, hablaron de lo que se puede sentir cuando sabes que en breve vas a morir, de lo que hay al otro lado, de si nos reencontramos con familiares y amigos y reproducimos nuestros círculos o si por el contrario nos convertimos en entes sin referencia alguna de nuestro pasado, si existe el cielo, el infierno…
¿Y por qué vas a esas cosas mamá? Me interrumpió nerviosa una de ellas.
¿Y por qué no? Le reté.
Pues, porque eso te pone triste, la muerte, la muerte…, es la vida lo que nos interesa y tenemos que hacer todo lo que esté en nuestra mano para disfrutarla.
Mírala, pensé, no se acuerda de las veces que la he consolado por un mal de amores, porque temía que la suspendieran en un examen o porque a causa de medio kilo de más no le entraba la falda.

Verás mamá, deberías salir más, pero no a conciertos de música barroca, museos o rollos metafísicos de esos que frecuentas
Bueno, mujer, si le gusta también lo puede hacer, sentenció su hermana en tono comprensivo, tanto que estuve a punto de responderle – Gracias, muchas gracias hija, me quedo más tranquila-.
Mamá, las dos pensamos que necesitas más actividad, pero actividad física no sólo mental, hacer algún ejercicio, moverte porque eso ¿sabes? te oxigena las células, retrasa el envejecimiento y genera optimismo, buen humor, el sedentarismo es una de las cosas más perjudiciales que hay, se ha demostrado que…

Y así tras un largo circunloquio en el que me perdí innumerables veces de puro aburrimiento se me informó de que sin encomendarse a Dios o a mí, que soy su madre, me habían apuntado en un curso de pádel con profesor particular. Verás, te va a encantar, es en el Majadahonda club, el mismo al que va Andrés. El bono es por un mes e incluye el uso de todas las instalaciones, así que si después de la clase te apetece hacer unas nadaditas en la piscina, una sesión de sauna para que se te abran los poros, o si prefieres tonificar tus músculos en la sala de máquinas pues puedes hacerlo, también hay un circuito de spa, fantástico para la circulación sanguínea…

No daba crédito a lo que estaba oyendo. Así que por su cara bonita me iba tener que desplazar dos veces por semana hasta Majadahonda para que me enseñen a jugar al pádel, ese juego del que no sabía absolutamente nada y lo que es peor tampoco me interesaba.
Reconozco que me enfadé mucho: no tenéis derecho, lo hacemos por tu bien, mamá, pues limitaos a pensar en el vuestro, verás como mejoran tus articulaciones, tu espalda, yo no tengo nada ni en mis articulaciones ni en mi espalda. ¿Queréis dejarme en paz?
Aquello se convirtió en un torneo en toda regla, pero en el quinto asalto me noquearon y caí en la lona: Está bien, iré, pero solo un mes, no penséis que voy a estar más.
imagesY aquí estoy, se supone que en mi primer día de clase, pero insisto, no pienso salir de estos baños tan cursis.

2

— Bueno, pues vamos a por la primera clase de la semana. Qué mal llevo los lunes, Encarnita, qué mal. ¿Es esta la ficha del primer alumno? Vale muchas gracias, guapa.

A ver, o sea que se trata de una mujer, ¿y por qué motivo asiste a clase? Vaya letra ¿Qué pone aquí? ¡Recomendación de mis hijas! ¿Edad? ¡63 años! ¡Dios! Pásate cuatro años de carrera en la Camilo José Cela pagando un pastizal, dos más preparando un máster y uno buscando trabajo para acabar aquí en este club de pijos dando clases a adolescentes caprichosas y ancianas artríticas sin motivación. Qué generación más jodida la nuestra, qué mala suerte hemos tenido. Pero es lo que hay, o esto o un billete para el extranjero así que paciencia, mucha paciencia.

– Encarnita, preciosidad, dile a la nueva alumna que la espero en la pista 7.

3

— Perdón ¿señora villar? ¿Se encuentra ahí, señora Villar?

La voz femenina me llamaba desde el otro lado de la puerta. Pensé en permanecer callada y que creyera que no había nadie, pero supuse que sería la que hacía un momento me había entregado la hoja para que la rellenara con mis datos y no se lo iba a tragar.

— Sí, sí, un momento, ya salgo – grité tratando de disimular mi enfado.
— Se le ha asignado el profesor Álvaro Domínguez y la espera en la pista 7. Si quiere puedo acompañarla.
— No, no se moleste, le repito que ya salgo.
Decidí encarar mi deshonor con valentía y abrí la puerta con resolución.
— Bien, aquí me tiene.

Mantuve la respiración convencida de que ver mi imagen con aquel atuendo le iba a provocar tales carcajadas que el polideportivo en pleno vendría a ver qué le ocurría, pero no, lo cierto es que ni me miró, se limitó a darme las indicaciones de cómo llegar a la pista 7 y hacia allí me dirigí.

¿Es usted la señora Villar?

Una voz varonil me sorprendió por detrás cuando estaba a punto de acceder a la pista. Me di la vuelta y encontré a un chico alto de complexión atlética que apenas habría cumplido los 25 años, moreno no solo de pelo, también de piel, tenía ese bronceado propio de los que trabajan en espacios abiertos y bien oxigenados por árboles y césped exageradamente cuidados.
Pero si puede ser mi hijo, pensé. Un torrente de disculpas se me agolpaban para justificarle por qué estaba allí, lo siento chaval, siento que te haya tocado mi ficha y no la de una veinteañera de carnes prietas y pelo rubio o la de una de cuarenta deseosa de aventuras extramatrimoniales, sí mírame, soy yo, 63 años, pelo teñido para ocultar mis canas, algo de celulitis, pero no te voy a decir dónde y dos tallas menos en el sujetador de cuando estaba en plena forma. Porque aquí donde me ves, mozalbete, yo también tuve mi buena época. Sin embargo, en lugar de todo esto me limité a hacer un gesto de lo más infantil, crucé mis brazos por delante para ocultar unos pechos demasiado apretados bajo aquella camiseta, pero no sirvió de nada, su mano tendida hacia mí me obligó a descruzarlos

— Soy Álvaro Domínguez, su profesor.
— Encantada, respondí tímidamente dejando a su disposición la mía lacia.
— ¿Ha jugado antes al pádel, señora Villar?

Reconozco que tuve que hacer un esfuerzo para saber de qué me hablaba y poder responder, porque nada más sentir su piel en contacto con la mía fui consciente de lo guapo que era, guapo a rabiar, como se expresarían mis hijas. Tenía unos ojos grandes muy grandes del color del oro y su boca era elegante, de dientes blancos bien alineados y enmarcada por unos labios rojos carnosos perfectos para besar…: No, yo, bueno, lo cierto es que no tengo mucha experiencia en este tipo de; (“juegos” iba a decir, pero pensé que podía resultarle ofensiva y opté por “deporte”) este tipo de deporte, vamos, que nunca jugué a padel, ni a tenis, ni a pimpón ni nada por el estilo.
En cualquier otra circunstancia, con idea de distender un poco la situación, hubiera continuado diciendo que todo había sido idea de mis hijas, que buscando mi bien me habían hecho esa faena, pero sin duda tal perorata habría puesto punto y final a la magia que me envolvía en aquel momento porque mi mano seguía entre las suyas, recibiendo su calor, su fuerza y mis ojos no podían despegarse de los de él.

— Bueno, no se preocupe, casi lo prefiero así, es un honor para mi abrir en usted caminos que nadie antes ha surcado.

Cualquier otra en mi caso, ante aquella frase, un tanto pedante, lo reconozco, hubiera pensado que el chico intentaba ligar, pero yo no, por Dios, qué elucubraciones más tontas las mías.
Quedamos en silencio, pero sentí cómo sus ojos se posaban detenidamente primero en mi escote, bajaban después por la protuberancia de mis apretados pechos, abarcaban mi cintura que aunque ya no era la misma de cuando tenía veinte años, no estaba mal, descendían siguiendo la curva de mis caderas y acariciaban mis piernas, porque así interpreté su lento recorrido por mis muslos desnudos.

4

Pero ¿estoy gilipollas o qué?, pues no me está poniendo la mujer esta. El caso es que desde que la he visto me ha gustado su cara y para la edad que tiene se conserva estupendamente, mira qué delantera y qué piernas, no digamos ya su culo, cuántas de esas pijas que solo se apuntan a mis clases para rozarse conmigo lo quisieran. Además parece tan frágil, tan tímida, hasta se ha ruborizado… ¿Cuánto hacía que no veía esta reacción en la cara de una mujer? Bueno, ya está bien, se acabó.

— ¿Comenzamos?
— De acuerdo.

Entramos en la pista y fue directamente al lugar donde guardaban las raquetas. Al darse la vuelta reparé en su espalda, era ancha pero no excesiva, en perfecta armonía con sus caderas, pero sin duda lo que más me gustó fueron sus piernas, delgadas, fuertes, atléticas.
— Esto es lo que vamos a utilizar en este primer día de clase, solo las raquetas. Aprenderemos cómo cogerlas y cuál debe ser nuestra postura en la cancha.
Sentía un calor asfixiante, la cara me ardía, las manos me sudaban y creo que el latido de mi corazón era perfectamente visible a través de la apretada camiseta.
— Bien, comencemos. Coja la raqueta. No, así no, con las dos manos, ponga aquí una y la otra justo debajo, apriete, pero a la vez acaricie el palo, deje que pueda girar y se mueva en libertad entre sus palmas, solo presione cuando haga falta. No se preocupe, practicaremos y verá cómo lo consigue.

Varias veces tuvo que recolocar mis dedos sobre aquel mango redondo porque sin querer se deslizaban, unas veces hacia arriba, otras hacia abajo, y yo le dejaba hacer porque al acercarse sentía su respiración en mi cara y me gustaba.
Debe mantener la espalda recta, aunque se incline para llegar hasta la pelota, la flexión debe hacerse desde aquí, desde la ingle, obsérveme a mí, y le observaba, claro que le observaba.
¡Uf.! ¡Qué calor madre mía! Entre los ejercicios, las posturas y el implacable sol nuestros cuerpos comenzaron a sudar, pero él estaba preparado. Sacó de su bolsillo una cinta blanca elástica y se la ajustó a la frente empapando de inmediato las gotas que ya surcaban su piel. Aun más guapo estaba con la cinta, se parecía a Johnny Depp cuando hizo de indio Toro en la película del Llanero solitario.

Es cuanto puedo recordar de aquella mi primera clase de pádel, después vinieron algunas más, pero no agotamos todo el mes que permitía el bono, los dos, mi profesor y yo entendimos que aquello era una absoluta pérdida de tiempo y no estábamos dispuestos a dejar que continuase.
Fui yo la primera en lanzarme: ¿Por qué no vienes a mi casa y te enseño mi magnífica colección de porcelanas antiguas? Nada más acabar la frase estuve tentada de decir —perdón por mi atrevimiento—, pero no hubiera tenido tiempo porque su respuesta fue inmediata.

— ¿Te parece bien esta tarde a las 7?
— De acuerdo y si no te importa damos por finalizada esta clase, hace mucho calor y bueno ya ves que no es mi mejor día.
— Bien, como quieras, pero nos vemos esta tarde ¿vale?

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El tuteo y la familiaridad se había ido abriendo paso entre nosotros a medida que hallábamos puntos en común, gustos, aficiones, excepto aquel odioso juego de pádel que a él tanto parecía gustarle y que a mí por más que le busqué la gracia nunca se la encontré.
A las siete en punto sonó el timbre de mi puerta, abrí y era él. Traía un espectacular ramo de flores.

—Toma, para la alumna que menos ha aprendido de cuantas he tenido.

Los dos nos echamos a reír y pasamos al salón. Era la primera vez que estábamos frente a frente sin aquel ridículo atuendo deportivo y a ambos nos favorecía el cambio, tanto, que tras observarnos en silencio comenzamos a acercarnos y acercarnos hasta que nuestros cuerpos hicieron de barrera el uno para el otro, después me besó, aquellos labios que tanto deseé, me dieron el beso más apasionada y sensual que nunca había recibido.

Me suele ocurrir que los momentos importantes de mi vida quedan fijados en mi memoria asociados con alguna canción, una melodía que al oírla me permite recordarlos de una manera tan precisa que hasta casi los vuelvo a vivir.

La canción de aquella tarde la canta Lalo Rodríguez:

Hasta en sueños he creído tenerte devorándome y he mojado mis sábanas blancas recordándote. En mi cama nadie es como tú, no he podido encontrar la mujer que dibuje mi cuerpo en cada rincón sin que sobre un pedazo de piel. Devórame otra vez, ven devórame otra vez, ven castígame con tus deseos que mi amor lo guardé para ti, ay ven devórame otra vez, ven devórame otra vez que la boca me sabe a tu cuerpo, desespero en mis ganas por ti…

5

— Mamá últimamente pareces cambiada se ve que las clases de pádel te están sentando bien.
— ¿Ah sí? ¿En qué aspecto notas el cambio?
— No sé, estás como más joven, más ágil, tu piel está más tersa ¿ves como el ejercicio era muy bueno para todo en especial para las articulaciones?, y tú sin creértelo.
— Sí la verdad es que desde que di aquellas clases me siento mucho más ligera, me muevo mejor, no eres tú la única en decírmelo. Me hicisteis un inmenso regalo, gracias hijas. Os quiero.

Cenicienta (2015) Por Luigi De Angelis

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El relato que hoy conocemos como Cenicienta es una expresión de la tradición oral que forma parte del acervo cultural de muchos pueblos a lo largo del tiempo y del mundo. Con variaciones en cuanto a tono y temática, la historia de la joven desdichada que, gracias a su bondad y valentía, se convierte en una princesa de inusual fulgor posee una universalidad que supera a otros relatos populares de similar importancia. Rhodopis en el antiguo Egipto, Cordelia en la vieja Bretaña, Ye Xian en China, Conkiajgharuna en Georgia, entre otros, son algunos de los mitos populares que datan de siglos y que guardan semejanzas asombrosas con el cuento que para la modernidad fue adaptado por Basile (1634) y por Perrault (1697) en el siglo XVII y por los hermanos Grimm (1812) en el siglo XIX.

Dentro del ámbito cinematográfico, la historia de la chica que con su cara llena de ceniza se mantiene fiel a sí misma, a pesar de las adversidades, ha sido objeto de numerosas adaptaciones con diversos grados de popularidad y de mérito artístico. La más exitosa en ambos aspectos es la versión de Disney de 1950. Esta adaptación; notable por su hermosa paleta de colores pasteles, una avanzada técnica en la animación de los personajes (sobre todo los vivaces ratones) y la imaginación que destila generosamente del guión; fue un auténtico suceso en la taquilla de su época. En dólares de hoy, considerando la inflación, la clásica película de Disney produjo la sorprendente suma de 840 millones de dólares, un triunfo que ratificó en su momento la idea de que el público apoya incondicionalmente esta singular fantasía romántica.

En mi caso particular, la versión de Disney de 1950 estuvo muy presente durante mis primeros años de infante con inclinaciones cinéfilas. Por razones personales y de mucho peso, Cenicienta era una película esencial en el canon cinematográfico de mi madre, quien fue desde el principio mi máxima influencia y apoyo en lo que respecta a la afición al cine. Junto con la trilogía de El Padrino (de Francis Ford Coppola), Hanna y sus hermanas (1986, de Woody Allen) y Kramer contra Kramer (1979, de Robert Benton), este clásico de Disney era visionado constantemente en casa y glosado por mi madre en determinadas escenas. Ella formulaba aclaraciones sabias sobre la atemporalidad del mensaje del cuento de Perrault, la autenticidad con la que los artistas capturaron la esencia del personaje de la madrastra, la creatividad con la que se integraban a la trama los animales parlantes y la perfección estética de algunas escenas que le dieron a la película en cuestión el carácter de “clásico del cine”.

En pleno 2015 el interés por Cenicienta no ha mermado, y Disney, el emporio de los sueños, ha concentrado sus esfuerzos en una producción que se erige como una discreta reinvención y un espléndido homenaje al clásico film animado de los 50s. Tarea difícil considerando que el mismo estudio, en su departamento de dibujos animados, fue el responsable de traducir la popular historia tradicional a lenguaje cinematográfico con apabullante éxito. No obstante, luego de ver el producto actualizado, sin cinismo ni destellos de revisionismo alguno, puedo decir con confianza que mi madre, desde su cielo apastelado, así como todos los fanáticos de la obra original, pueden estar tranquilos: la película irradia, en su sencillez y discreción, toda la poesía, belleza y encanto que convirtió a la bella joven abusada por su madrastra y hermanastras en una heroína del cine y en un símbolo de que, aun bajo las peores circunstancias, los sueños pueden ser alcanzados.

El cine-teatro de Branagh

Uno de los aciertos de esta versión con personajes de carne y hueso es la presencia del talentoso Kenneth Branagh como realizador de la obra. Branagh es un director apasionado y visionario, a la vez clásico en la ejecución de elegantes propuestas escénicas que no por ello dejan de ser vigorosas y dotadas de un marcado atractivo para el espectador moderno. Sus adaptaciones cinematográficas de obras de Shakespeare, tales como Enrique V (1989), Mucho ruido y pocas nueces (1993) y Hamlet (1996), son credenciales suficientes para llegar a la conclusión de que él es el hombre ideal para llevar a la gran pantalla un cuento de hadas dotado de una exquisitez tan rara hoy en día que produce nostalgia.

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El cine de Kenneth Branagh tiene relación con la noción de montaje de escenas propia del teatro. En consecuencia, las películas de este director poseen cuadros de un absoluto refinamiento estético en los que cada detalle se encuentra estratégicamente incorporado de tal manera que la suma de éstos transmite una sensación a partir de lo visual que está muy vinculada con la imagen de un escenario. En otras palabras, se trata de un realizador con tal habilidad para proponer escenas en términos visuales que si se congela un cuadro y se extrae un fotograma de una de sus películas, fácilmente tendremos una bella obra de arte que absorbe, comunica y conmueve al observador.

El talento del realizador se puede apreciar en su máxima expresión en Cenicienta, un entretenimiento familiar que, por el nivel de cuidado con el que ha sido confeccionado, bien puede compararse con los mejores títulos que existen dentro de este tipo específico de cine, clásicos como Mary Poppins (1964, de Robert Stevenson), La novicia rebelde (1965, de Robert Wise) y El corcel negro (1979, de Carrol Ballard). Pero claro, este tipo de comparaciones es siempre discutible y seguro que tendré detractores.

A los menos propensos a disfrutar del tipo de entretenimiento que ofrece el formato del subgénero literario de “cuento de hadas” les costará coincidir conmigo en cuanto a la perfección a la que me refiero, pero lo que no puede ser difícil para nadie es apreciar que el conjunto de la obra es efectivo en términos estéticos, pues se trata, en suma, de un film realmente bello. Por supuesto, semejante belleza no es accidental ni es responsabilidad únicamente de Branagh. Dentro del equipo contratado para la realización del film figuran nombres de la categoría de Sandy Powell, diseñadora de vestuario; Patrick Doyle, compositor de música; y, Dante Ferretti, diseñador de producción. Los aportes de estos tres maestros en sus respectivos oficios son cruciales para el resultado final.

Comunión de creadores

Sandy Powell; diseñadora de vestuario cuyos logros incluyen Shakespeare enamorado (1998, de John Madden), Lejos del cielo (2002, de Todd Haynes) y El aviador (2004, de Martin Scorsese); se caracteriza por crear ropas que no sólo visten a los personajes sino que se integran perfectamente a su carácter y se articulan a la sensación estética que proyecta la escena. Cenicienta es un lienzo que permite a Powell expresarse libremente y crear piezas de vestuario con influencia barroca, guiños a la ilustración naturalista estilo Lilian Snelling y Vera Scarth-Johnson, e inspiración en el Hollywood de los 50s. Especialmente interesante resulta su elección de vestir a Cate Blanchett, en el rol de la madrastra, como una Bette Davis arrancada de un melodrama de época. Sin embargo, la obra maestra consiste en el icónico vestido azul que usa la protagonista en la crucial escena del baile en el palacio, pues el inspirado trabajo de Powell resulta en una pieza que en determinado momento se convierte en el centro de la escena… no muchos vestidos pueden preciarse de ello.

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En lo que respecta al diseño de producción, Dante Ferretti y Francesca Lo Schiavo; usuales colaboradores de Martin Scorsese en cintas como Gangs of New York (2002), Kundun (1997) y La edad de la inocencia (1993); son los responsables de crear un mundo de ensueño para “la chica misteriosa que olvida su zapato”. Sean los espacios amplios o reducidos, estos dos expertos contribuyen a la composición de escenas ricas en detalles, donde la opulencia está al servicio de una historia llena de magia, color y energía. De igual forma, la música de Patrick Doyle, compositor asociado a la mayoría de películas de Kenneth Branagh y a cintas como Sentido y sensibilidad (1995, de Ang Lee) y Valiente (2010, de Brenda Chapman), ha creado una partitura perfecta para acentuar y complementar, con el predominio de instrumentos de cuerdas, las emociones que produce la atmósfera de cuento de hadas que el film recrea con tanto esmero.

Más allá de lo mencionado, el desarrollo estético de la obra no se limita a sus portentosos recursos visuales y musicales, sino que también se traduce en las interpretaciones logradas por un elenco generoso y atractivo. Branagh, desde su propia experiencia como intérprete, siempre se ha expresado con mucho respeto y afecto respecto de los actores y siempre les ha considerado importantes para el resultado de una obra. En el caso de esta película, las elecciones en el reparto no son accidentales y la presencia de los cándidos rostros de Lily James y Richard Madden frente a la experiencia de actores de la envergadura de Cate Blanchett, Helena Bonham Carter y Derek Jacobi, es bienvenida y produce un sano equilibrio.

Lily James es la Cenicienta perfecta. Con su larguísimo cuello, cejas oscuras y pobladas, cabello rubio como el maíz y formas de una delicadeza de porcelana francesa, registra frente a la cámara la elegancia de una princesa y una belleza accesible que, por su ausencia de artificios, se manifiesta con naturalidad. Además de su fisonomía apropiada para el papel, James ha elegido interpretar a su Cenicienta con el espíritu valiente y romántico de una joven heroína de época, lo cual me recuerda a Kate Winslet y Gwyneth Paltrow hace casi veinte años, sin que por ello el trabajo de la actriz deje de ser auténtico y de su completa autoría. De igual forma, Richard Madden trasciende de las limitaciones de su papel de príncipe azul y le inyecta la profundidad y el sentido del humor de los cuales carecía por completo la brevísima aparición de este mismo personaje en la versión animada de 1950.

cenicienta-2015-imagen-20Cate Blanchett se divierte a rabiar en el rol de Lady Tremaine, la madrastra de la pobre Cenicienta. Con una risa característica, la actitud de una arpía perversa y la sofisticación camp de Joan Crawford, su presencia en el film es crucial y su maravilloso dominio del lenguaje corporal la confirma como una de aquellas actrices capaces de conferir peso y reinterpretar incluso a los personajes más rutinarios. En las manos de Blanchett, el clásico rol de la villana no es unidimensional en lo absoluto. Por su parte, la excentricidad de Helena Bonham Carter es bien utilizada en su única escena. Su personificación del hada madrina es cómica y complementa de forma creativa e interesante el momento en el que la cinta se regodea completamente en el elemento fantástico de la historia. Finalmente, Derek Jacobi, un actor shakesperiano con una trayectoria actoral de 54 años, interpreta al rey preocupado por el futuro de su hijo y de su pueblo con la facilidad de la que sólo un grande se puede dar el lujo. Jacobi hace que lo difícil parezca fácil e interpreta sus escenas con las dosis exactas de carisma y drama que requiere su breve pero conmovedor papel.

Máximo esplendor

El cine nos debía una película como esta versión de Cenicienta. Kenneth Branagh es un genio para enfatizar los momentos gloriosos y con su perspicacia ha sido capaz de identificarlos en esta cinta. La magia de este cuento reposa sobre dos escenas seguidas: la de la transformación del vestido hecho harapos y la aparición de la heroína en el baile. Branagh recrea estos dos momentos con un despliegue de recursos y con un sentido de la estética tan bien desarrollados que logra secuencias memorables, a la par de las del clásico animado al que le rinde un elegante homenaje.

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Ver a una Cenicienta perfecta, con el corazón henchido de emoción, con la mirada del mundo sobre ella y su figura vestida por un vaporoso vestido azul, bajando las escaleras en medio de un espectáculo musical y cromático en su máximo esplendor… eso, señoras y señores, eso es cine. Disney lo ha conseguido una vez más, recuperando para el presente la gloria dorada de su pasado; por eso, como ya lo he dicho, el viejo Walt, donde sea que esté, debe estar feliz.