– ¿De qué me escondo?, se preguntó más asustada que nunca.
En diez minutos debería estar en su puesto de trabajo…Los latidos del corazón levantaban el pecho de la mujer como el galope de un caballo desbocado.
Al cruzar la calle, Eva se fijó en la alcantarilla. El círculo oscuro se había movido un poco al pisar encima de él. Lo justo, un milímetro, para que sobresaliera sobre el nivel horizontal del asfalto. Una mujer que venía tras ella tropezó y cayó. El estruendo del contenido de la bolsa desparramado por el suelo, alarmó a Eva que retrocedió rápidamente. La mujer caída se había hecho daño en el pie. Tenía gestos de dolor, se tocaba el tobillo esperando aliviar y taponar la hinchazón que comenzaba a asomar con color azul, tirando de cada uno de los poros de la piel.
– No lo intente, le dolerá.
– Déjeme en paz, me voy a poner de pie y me voy a marchar de aquí ahora mismo.
La mujer herida hacía caso omiso de los consejos de Eva que se mostraba contrariada con esa persona que rozaba la vejez y que lejos de sufrir por el dolor, lo hacía por su atención.
– ¡Qué mala suerte, justo ahora! – la oyó que decía – El gesto de contrariedad invadió a la señora que recogía sus cosas, sin detenerse ni esperar que alguien lo hiciera en su lugar.
– Señora, déjeme que la ayude, sola es más difícil
– Aléjese de mí, no intente ayudarme –una mano amenazadora se levantaba haciendo aspavientos en el espacio cercano, como si quisiera espantar cualquier contacto con ella.
Con la pierna renqueante la mujer se alejó sin atender los cuidados que Eva y algún otro transeúnte quisieron darle.
Este suceso la dejó perpleja. “No es normal una reacción así de alguien al caerse y hacerse daño. Además es una persona de cierta edad”, se dijo entre dientes; “casi una anciana” continuó al ver la silueta cojeando de la mujer a lo lejos. La bocina de una bicicleta la sacó de sus pensamientos. “Cuidado, señora”. El ciclista volvió la cara hacía ella discriminando su despiste. La mano que quitó del manillar de la bicicleta le hubiera sido necesaria al ciclista para sujetarla cuando en un dribling extraño se encontró con un coche estacionado, con el que chocó, cayendo de forma violenta sobre él.
Eva acudió azarosa a socorrerle. Era joven, y sobre las mallas negras de la pierna derecha, comenzaba a emanar sangre. Se había herido pero parecía no tener más daños
– Disculpe, ha sido por mi culpa.
– Estúpida, déjeme en paz. La próxima vez mire por donde va.
La contrariedad se había apoderado aún más de Eva que se limpió el sudor de la cara. Comenzaba a hacer calor, a pesar de ser noviembre.
La iglesia de San Bartolomé se abría majestuosa en el otro lado de la calle. Las dos gárgolas de la torre derecha se sumaron a su desconcierto. Siempre le habían dado miedo, las evitaba si podía, las ignoraba sin mirarlas al pasar. Los sucesos de la alcantarilla y el ciclista, la habían puesto nerviosa. Tenía que regresar al trabajo, disponía del tiempo justo.
De pronto se sobresaltó por un ruido que la hizo mirar hacía arriba temiendo que las terribles gárgolas la hubieran hablado. Dobló la esquina. Dos hombres forcejeaban por algo que tenia en la mano otro con cazadora azul. Ella desde su posición no acertaba a ver qué era
– Suelta cabrón, es mío
– No me lo vas a quitar por las buenas.
– Démelo antes de que…
– He dicho que no…
En un segundo del forcejeo uno de los hombres, de pelo canoso y complexión media, se deshizo del otro que le cogió del brazo antes de que escapara, golpeándole fuerte. El del pelo canoso cayó de rodillas en el suelo sin soltar lo que parecía una cartera. El otro atestó otro golpe al vacío.
Eva, testigo incrédula de la escena notó su corazón volando por encima de su cabeza que le exigía hacer algo. Pero cómo. En un segundo, un grito atronador retumbó sobre todas las paredes de piedra del siglo XVI:
– Policía, policía… aquí, aquí.
Los dos hombres dejaron por un momento su tortuoso juego y el del pelo canoso, con una habilidad asombrosa, se levantó y escapó sin tiempo a decir nada más.
– ¿Dónde está la policía? –ninguna sirena, ninguna luz anunciaba su presencia-. La próxima vez te ocupas de tus asuntos- dijo el de la cazadora azul.
La protesta en forma de susurro muy cerca de su nuca, dejaron a Eva más petrificada.
– Pero yo pensé que se estaban haciendo daño…. – casi llora en su débil protesta.
– Haz conseguido que se escapara quien no debía…
El hombre inició una carrera hacía el lado contrario de Eva que se quedó literalmente atornillada al suelo mientras un grupo de gente salía de misa indiferente a la escena que hacía poco se había vivido a pocos metros.
Eva echó a correr, estaba asustada de verdad. Por un instante, pasaron por su mente imágenes fugaces de los tres sucesos vividos. La mirada del hombre de la cazadora azul la había aterrorizado. Corrió por la misma cera de la iglesia, bordeando los muros de piedra, ajena a la gente que caminaba por allí. El ciclista de la caída, con un vendaje en la pierna, la adelantó sin reconocerla. Se detuvo en una esquina para tomar aire. El bolso bandolera pesaba. Ya comería después, ahora regresaría al trabajo. Un coche de policía pasó cerca de ella, le pareció que se iba a parar.
Sin esperar más se introdujo por la puerta del convento anexo a la iglesia. Siempre estaba abierto, mendigos y necesitados entraban por allí a pedir raciones de comida repartidas por las monjas.
En medio de lo que componía un pequeño jardín con árboles y césped había un banco de piedra sobre el que resoplaba alguien de espaldas. Era el hombre de pelo canoso. Sostenía con fuerza entre sus manos la cartera objeto de disputa con el otro hombre. Por la actitud un valioso tesoro parecía esconderse dentro. Al fondo, una puerta y varios ventanucos semicirculares incrustados en la gruesa fachada permanecían cerrados. Eva consiguió llegar a la puerta, que cedió con el primer empuje. Una cocina inmensa se abrió ante ella. Apenas pudo esconderse antes de que las voces que avanzaban desde el interior la vieran.
– Salvador, Salvador, ¿dónde se habrá metido? Le dije que estuviera aquí a primera hora. ¡Bendito sea el Santísimo! – una monja se movía con pesadez dentro de un hábito de color negro – ¡quién habrá dejado esta puerta abierta!
Eva no se atrevió a correr hacía ella y gritarle que la dejara salir antes de que cerrara. Permaneció escondida tras un enorme mueble blanco, pegado a la pared, que la ocultaba por completo frente al ajetreo que comenzó en ese momento la monja. Cazuelas, sartenes y platos comenzaron a rodar por la encimera, sumisas ante las instrucciones que la monja emitía con movimientos lentos y contundentes.
– Voy, voy… ¿Y ahora quién será? – la monja abrió la puerta que comenzó una animada conversación con alguien que Eva no podía ver, aunque sí oír. Enseguida reconoció la ruda voz del susurro.
– Si le ve, avísenos. Estamos por la zona.- Aprovechando la distracción, Eva se atrevió a moverse. ¿De qué me escondo?, se preguntó más asustada que nunca.
La monja prosiguió con su incansable trabajo. Eva miró su reloj: en diez minutos debería estar en su puesto de trabajo.
– Vaya, ya estás aquí.- El susto de Eva fue tremendo. Detrás, el hombre de pelo canoso avanzaba hacía la monja que de espaldas había oído acercarse a Salvador, sin mirar.
Como una mordaza le tapó la boca con la mano, hasta dejarla inconsciente. El cuerpo voluminoso se derrumbó a los pies de Eva. El estruendo del hombre buscando algo se esparcía por toda la sala. Los latidos del corazón de Eva levantaban el pecho de la mujer como el galope de un caballo desbocado.
– ¿Dónde lo habrá dejado? Me dijo que en la cocina… – las manos rugosas con vello canoso en los dedos, no cesaban de revolver.
Eva notaba su ansiedad, olía su impaciencia. La monja seguía tendida en el suelo, no sabía si muerta o inconsciente tan sólo.
Unas sirenas cercanas alertaron al hombre que detuvo su búsqueda. Un llanto silencioso atenazaba a Eva que miraba la cartera que había dejado el desconocido sobre la encimera.
Movida por un impulso, tomó de un respingo la cartera y, corriendo más que el hombre, penetró en el pasillo que supuestamente daba acceso a otras estancias del convento.
– Eh, tú, devuélveme eso ahora mismo, no te muevas o te mato.
Había tomado la decisión equivocada, pensó Eva por un momento. Nunca debería haber cogido aquella cartera. Dobló el pasillo en el que varias puertas se ofrecían en su huida. Al azar eligió una que por suerte se abrió a la primera. La sala era pequeña, con varios armarios a los lados. El miedo la obligaba a esconderse. Rogaba para que el hombre no la hubiera visto entrar. Abrió una pequeña puerta de madera marrón, de aspecto y olor rancio, y se introdujo dentro.
Cuando el sonido de las sirenas se hizo más evidente, el revuelo en el convento se incrementó hasta el punto de que las monjas de hábito negro se desplazaban incrédulas, viendo alteradas sus costumbres diarias. La hermana Lucía fue trasladada al hospital. Al final del pasillo que unía el claustro con la galería lateral de la iglesia una monja se movía ajena al resto, con algo bajo el hábito. Eva consiguió salir al exterior por la puerta principal de la iglesia. Entre el bolso y la cartera su volumen había aumentado considerablemente.
Desde la puerta pudo observar cómo la policía introducía en un coche al hombre del pelo canoso. El de la cazadora azul hacía preguntas a otras monjas que, alejadas del mundo, sufrían una auténtica crisis de intromisión en su retiro.
Una multitud se agolpaba en la calle expectante por saber qué ocurría. Una mujer con bastón se dirigía hacía la iglesia. No reconoció a Eva bajo el hábito pero ella sí se fijó en su pie inflamado. La siguió con la mirada hasta donde pudo. Realmente cojeaba bastante.
El calor del hábito la estaba ahogando. “Qué día más horrible”, pensó “y encima yo con esto…” Sacó y miró con disimulo la cartera marrón que escondía sin saber por qué. Tenía un cierre que cedió con el primer intento. Protegida con una tela gruesa de color negro, una talla pequeña de la Virgen apareció entre sus manos, en la que destacaban incrustaciones doradas, en la cabeza y los pies. Continuando su rastreo, encontró un pequeño cofre cerrado que no pudo abrir. Ahora descansaría un momento, mientras avisaba en el trabajo. Los transeúntes miraban con ojos incrédulos a aquella monja que se había liberado de la cofia del hábito mientras saboreaba una fría cerveza bajo el sol de noviembre.
En una papelera junto al kiosco de prensa, un hábito negro apareció días después. Se devolvió al convento por la policía mientras seguía la búsqueda de la valiosa talla de la Virgen robada hace unos días junto con un manuscrito del siglo XV.