Madre, madre Por Luigi De Angelis Soriano (texto e ilustraciones)

 

Primer relato para niños en el Taller Literario El placer de escribir, recomendado para edades comprendidas entre los 9 y los 11 años.

Un trabajo del compañero Luigi De Angelis, habitual en estas páginas con sus crónicas de cine y algunos cuentos para adultos. Con ilustraciones propias, aborda un tema muy profundo en el devenir de los niños como es su relación con la madre, eje de toda una vida que en los primeros años marcará de manera indeleble personalidad y tendencias. Resulta especialmente magnífica la introducción de este género en nuestro Taller donde la escritura creativa procura siempre la libertad expresiva de sus participantes, y es en la Literatura Infantil y Juvenil donde mayores complejidades se dilucidan, en un contexto de extraordinaria aceptación por parte de colegios, familias y, lógicamente, los niños que, a pesar del tormentoso viento en contra de videojuegos y películas cada vez más al alcance de sus manos, encuentran en la lectura un campo de felicidad, ingenio y creatividad sin parangón. Bienvenido, pues, al rincón donde los sueños atraviesan toda clase de obstáculos y los vencen a través de la palabra escrita. (Horacio Otheguy Riveira)

 

MAMÁ era un sol fragante y un pétalo de flores refulgentes… no, no…  más bien un sol refulgente y una flor de pétalos fragantes. Sí, así era mamá. Trabajaba fuera durante el día, pero cuando regresaba a casa su sonrisa era una fiesta inolvidable. Tan perfecta era mi madre que sus ojos rimaban con sus labios… como palabras en un soneto.

 

 

Un día bajé presuroso del autobús, inserté la llave plateada en la ranura, giré la manija y abrí la puerta. ¡Al fin!, ya era lo suficientemente grande para que me confíen las llaves de la casa y me permitan calentar la comida en la estufa. Mamá confiaba en mí y yo me sentía como un hombre hecho y derecho, de aquellos que usan sombrero, visten traje de casimir y se dejan crecer el bigote.

Sin embargo, pude percibir algo fuera de lo común. El cactus de la sala sollozaba. Mis mininos, Cástor y Pólux, tenían la mirada pequeña y apagada. El zumbido achacoso de una mosca se escuchaba persistente, fastidioso, como si en el suelo de la cocina estuviese un cadáver. Las arañas negras caminaban entre sus propias telas con un aire de misterio. Por primera vez sentí que no quería estar en casa.

“¡Ahí estás!”, dijo una voz adolorida y fantasmal que no reconocí.

¡Casi me desmayo del susto! Tomé las llaves para salir de casa corriendo, pero me detuve al percatarme de que la voz era de mi madre. “¿Mi madre?, ¿en casa a esta hora?”, pensé. Estaba nervioso y me sentí extraño, pero mamá se empeñó en servirme el almuerzo en la mesa. Me senté a esperar y me tranquilicé un poco.

Albóndigas duras como rocas y tres desabridas hojas de col servidas en un plato grande, ése era el almuerzo. Mordí una de las albóndigas y casi se me rompen los dientes. Después, al clavar el tenedor en una de las hojas de col, ésta se hizo agua. Traté de engullir los alimentos para no tener que saborearlos. Aquel día comí, sin duda, el peor almuerzo de mi vida.

 

 

Mamá se había convertido en una nube marchita y en un pétalo de flores grises… no, no… más bien en una nube gris y en una flor de pétalos marchitos. Sí, en eso se había convertido. Ya no trabajaba fuera, tampoco sonreía. Su voz cortaba el aire y llegaba a mis oídos como el filo de un cuchillo. Sus pies ya no rimaban con sus manos, ni sus ojos con sus labios. Apenas la reconocía.

Recuerdo que la temporada de vacaciones recién había comenzado. Mis amigos patinaban y jugaban con la pelota. Sus padres los llevaban a los jardines del fin de Colinas de Amarillo, siempre con la promesa de que el Día de las Flores se acercaba. Yo permanecía en casa preocupado. A veces mi madre no se levantaba de la cama durante todo el día. Quedaba poca comida en la alacena y la montaña de platos sucios en el lavadero estaba a punto de llegar a la altura del volcán Chimborazo.

Cástor y Pólux empujaban sin ánimo sus bolas de estambre, mientras yo limpiaba y ordenaba la casa. Compré verduras, pan de cebolla y atún enlatado con el poco dinero que había ahorrado de mis mesadas. Preparé un almuerzo malo, pero mejor que la col desabrida y las albóndigas duras que mamá sirvió días atrás. Logré que ella se levantara de la cama. Comió sin hablar, sin sonreír, sin parpadear.

“Gracias”, dijo al terminar de almorzar, con una voz que pesaba toneladas. Luego regresó a su habitación y se cubrió por completo con la frazada que mi tía Edilma a  quien le gustaba que la llamen Edi le regaló hace dos navidades. Justo en aquel momento sentí que mi corazón se rompió por primera vez, pero también se me ocurrió una idea. “Voy a hacer que mamá se sienta mejor”, pensé.

Presté atención a los sonidos de alrededor. El zumbido de la mosca, el chirrido de las garras de Cástor y Pólux rayando el suelo de madera, el traqueteo de los motores de los autos que se dirigían hacia los jardines y la cadencia de las ramas al compás del viento. Cuando esos sonidos se mezclaron, pensé en música y desempolvé mi guitarra. Enseguida llamé por teléfono a mi tía Edi, ¡ella podía ayudarme!

—Tía Edi, tía Edi… ¿cuál es la canción favorita de mamá? pregunté precipitado, atropellando las palabras para que el aire me alcanzara.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó preocupada— Te escucho diferente, como si hablaras mientras saltas, haces malabares y bailas el ula ula sobre una cama de clavos.

—Estoy bien, estoy bien —respondí—. Solamente necesito saber cuál es la canción favorita de mamá, nada más.

—’Un lugar suave para caer’, estoy segura —dijo mi tía con la voz dulce luego de haber visitado un país de bellos recuerdos en cuestión de segundos—. Ella cantaba y yo entonaba el solo con mi armónica. ¡Esa es la canción!

Colgué la bocina del teléfono sin agradecer ni despedirme. Lo lamenté, pero no hice nada para remediar mi falta de cortesía… ¡estaba muy emocionado! Corrí a husmear en las pilas de discos viejos que mi madre guardaba en una repisa. Tenía que leer cada contraportada para encontrar la canción. Si de verdad era su favorita, tenía que estar allí.

Una de las portadas me quitó el aliento. El cielo color mandarina y la tierra púrpura adornaban la escena de un caballo azabache galopando en libertad. El animal parecía un espíritu de la naturaleza, bello y vigoroso. Me recordó a mi madre cuando era un sol refulgente y una flor viva. ¡Y allí estaba! En la lista de canciones de la contraportada se encontraba el tema que, según mi tía Edi, era el favorito de mi madre.

Yo tenía lo que suelen llamar “buen oído para la música”. Me bastó escuchar la bella canción para hallar los acordes precisos. Además, mi voz era decente para el canto. Entonces toqué la guitarra y canté, y ese día comprendí a qué se refieren los artistas cuando dicen: “Tienes que sentir la canción”. Practiqué y practiqué en la entrada de mi casa mientras mamá dormía y dormía envuelta en su frazada preferida.

La calle estaba vacía. Todos mis amigos del vecindario se habían marchado con sus padres a los jardines del fin de Colinas de Amarillo. Sólo Cástor y Pólux me acompañaron durante mi práctica. Y creo que no me estaba saliendo tan mal. Ellos ronroneaban y movían la cola al ritmo de la música, yo sonreía, y poco a poco decenas de sus amigos felinos se reunieron en torno a mí, hipnotizados por la música.

Miau, miau… miau, miau, coreaban los mininos, cuyos pelajes eran de lo más variopintos. Esponjosos, alborotados, cepillados hasta la última hebra, amarillos, marrones, negros noche y blancos nieve, gatos de toda clase, con sus colas largas ondeando en el aire y sus ojos que se encendían cual luces de neón, me hicieron sentir como un artista de verdad.

Al siguiente día decoré la sala con banderines de colores. Todavía quedaba té en la alacena, así que preparé una jarra. Serví galletas de mantequilla, no tan ricas pero todavía comibles. Repasé la letra de la canción. Mis dos mininos, guardianes de la sorpresa, se acomodaron en un mueble.

Entré a la habitación de mamá. El aire se sentía viejo y pesado, creo que por eso tosí. Caminé sobre los periódicos que se encontraban aspergeados en el suelo. Tomé uno y miré con curiosidad las señas, los círculos y las rayas que mamá había hecho con su marcador rojo en la sección de empleos. Tomé otros periódicos y me di cuenta de que en las ediciones recientes las líneas rojas eran  cada vez más tristes y desesperadas.

Conseguí que mi madre se levantara de la cama. Con el cabello despeinado, los ojos hinchados y vistiendo el mismo camisón para dormir de hace algunos días atrás, se sentó en uno de los muebles de la sala. Tomó una galleta y la comió como si se sintiese obligada a hacerlo. Fijó su atención en los graciosos gatos del vecindario que, desde fuera, miraban a través de la ventana. Pero su semblante no cambió.

Tomé mi guitarra y me senté en una silla dorada. El bombillo de la lámpara de la sala me iluminó cual sol de la tarde. Por un momento los nervios me traicionaron y sentí una punzada en la barriga. Pero no me dejé vencer… cerré los ojos, pensé en la gallardía del caballo de la portada del disco y, sobre todo, recordé cuánto extrañaba su sonrisa. Y la música salió hermosa de mis manos y de mi boca.

Sentí una flama viva dentro de mi pecho. Para mí fue como descubrir la magia. Pero para mi madre no fue más que otro ruido, como el del insistente zumbido de la mosca que volaba dentro de la casa. “Bonito”, dijo con una voz vacía y sin vida. El plan no funcionó. Regresó a su refugio gris y yo, con la tristeza que se notaba en mi rostro, me senté en las pequeñas escalinatas de la entrada de la casa.

Cástor y Pólux me consolaron. Estoy seguro de que en su idioma felino decían frases como “no te preocupes” y “todo va a estar bien”, mientras acariciaban mis piernas con sus colas felpudas. Me sentí más tranquilo, pero no creía lo que decían entre ronroneos y maullidos. Entonces, miré hacia la calle. Mis amigos regresaban con sus padres desde los jardines.

 

—¿Por qué esa cara larga? —le pregunté a mi amigo Mario— ¿Lo has pasado mal?

—No, no lo pasé mal —respondió, acomodándose las gafas con su típico gesto de señor mayor—. Sólo estábamos tan seguros de que hoy sería el Día de las Flores que…

—¿Y no fue? —interrumpí.

—No, no fue —contestó Pequeña Luisa—. Yo también estuve en los jardines… mi papá, mi mamá y mis dos hermanos parecíamos una tracalada de idiotas esperando que hoy fuese el estúpido Día de las Flores. ¡Para nada!

 

Pero no sólo Mario y Pequeña Luisa protestaron. “Nosotros acampamos en vano”, dijo Diego Cara-de-puñete con su voz que siempre parecía llanto. “Ay, se me ensució el vestidito. Ay, me dolió la cabecita. Ay, una ardillita se robó mi almuerzo…”, dijo la quejosa Margarita Medusa. “No ser las Flores del Día hoy”, masculló Emilio Gorilón las palabras en desorden. En resumidas cuentas, nadie estaba contento.

“¡A cenar!, ¡la mesa está lista!”, gritaron los padres de mis amigos desde las ventanas de sus casas. Los chicos corrieron a comer costillas asadas. Más rápido que todos la pobre Margarita Medusa, quien moría de hambre por culpa de la ardilla que se robó su almuerzo. En mi casa la alacena estaba casi vacía, así que mejor me puse a tocar la guitarra y a cantar para no pensar en mis tripas y su triste noche sin cena.

El brillo de la luna llena acarició el césped. Vi sombras acercarse, parecían personas. Conforme las figuras se revelaban, comencé a dudar. Más bien parecían un hada madrina con alas de mariposa sobre su espalda y un gigante corpulento de paso lento y caminar torpe. “¿Será el hambre?”, pensé, “no es mal momento para empezar a alucinar”.

Restregué mis ojos hasta casi arrancármelos. Miré nuevamente y vi a las dos criaturas plantadas ante mí. Me lancé al suelo y solté patadas a lo loco. Se supone que las hadas son buenas y que los gigantes también lo son a veces, pero no quería correr riesgos. “¡Tranquilo!”, exclamó ella con una voz familiar. “Deja de patear, niño loco”, dijo él con un acento danés que reconocí de inmediato.

 

 

¡Eran la tía Edi y su esposo, el tío Hans!

—Venimos de una fiesta de disfraces —dijo el tío.

—No nos vestimos así siempre —dijo la tía entre risas—. Sólo lo hacemos en ocasiones especiales… como una fiesta temática, un maratón de películas animadas o el tercer sábado de cada mes y a veces también el segundo sábado… y el primero…

—Nos encanta disfrazarnos, la verdad —dijo él—. Es nuestro nuevo pasatiempo.

Mamá no quería salir de la cueva oscura y triste en la que vivía desde hacía varios días. “Quiero hablar contigo, extraño a mi hermanota”, dijo mi tía con insistencia. “No tengo nada de qué hablar”, respondió mi madre gruñendo como un animal desde dentro de su habitación. “¿Qué tal si cantas un poquito y yo toco la armónica?”, preguntó mi tía en un tono jocoso. “¡Noooooo!”, aulló mamá como un lobo feroz.

El tío Hans me ofreció su rebanada del pastel de chocolate de la fiesta. Mis ojos se inflaron como globos y la boca se me hizo agua. Una húmeda y pastosa rebanada de pastel era un lujo en aquel momento. Rastros dulces quedaron pegados en las comisuras de mis labios. “¡Qué cena!”, exclamé encantado. “Gracias, tío Hans”, le dije, “sé lo mucho que significa el chocolate para ti”. Él sonrió de oreja a oreja.

Los tíos escucharon el zumbido de la mosca que revoloteaba en la casa, miraron a las arañas caminar entre sus propias telas, cada vez más enredadas, y respiraron el aire viejo y pesado. El tío Hans me despeinó con un gesto rudo y cariñoso. La tía Edi se sentó a mi lado. Les conté sobre el fracaso de mi plan para levantarle el ánimo a mamá. Entonces mi tía me habló suavemente al oído.

“A veces los adultos tenemos problemas que no se resuelven con una canción”,  dijo. Guardé silencio unos segundos… “no puedo pensar en un solo problema que no se pueda resolver con una canción”, respondí. La tía Edi sonrió. No la convencí por completo, pero algo le gustó de mi respuesta. “Bueno, bueno”, susurró, “podemos esforzarnos un poco más”. Y en ese preciso instante nos pusimos manos a la obra.

Después de que los tíos se fueron, encontré la bicicleta de mi madre en el sótano. Removí la capa de polvo que cubría los fierros y aceité las cadenas. Bruñí el asiento de cuero. ¡Quedó hermosa! Las memorias flotaron en el aire como pompas de jabón. Mi madre controlando el timón, yo atrás, ambos emocionados, atravesando las calles adoquinadas y las colinas amarillas. ¡Qué recuerdos! Y dejé la bici bien puesta en la entrada de la casa.

Luego agarré un bolígrafo y un pedazo de papel. Me tomó mucho tiempo pensar en las palabras que quería escribir, pero con dedicación logré componer la primera frase: “Madre, madre”. Era la mejor forma de empezar. Era mi modo de decirle cuánto la necesitaba y que nada me detendría hasta conseguir que brille el sol refulgente y brote la flor de pétalos fragantes.

Cuando los primeros destellos de claridad se filtraron a través de la ventana, eludiendo las gruesas cortinas azules de la sala, reuní a Cástor, Pólux y la manada felina del vecindario. Les mostré un mapa y les expliqué con mucho detalle el plan que ideamos la tía Edi y yo. Escucharon con atención, menearon sus colas, asintieron con sus cabezas… “miauuu, miauuu”, aprobaron… “¡Shhhh! Cuidado que los escucha mamá”, les dije.

Para la hora en la que el sol calienta el asfalto, yo ya me encontraba en los jardines del fin de Colinas de Amarillo con la tía Edi y el tío Hans. “Ya no hay mucha gente interesada”, dijo el tío. “Ahora todo es instantáneo: los mensajes, el café, la comida… ya nadie tiene paciencia”, respondió la tía. Las ardillas ladronas nos mostraron sus manitos inquietas y el tío agarró con firmeza la canasta de las provisiones por si acaso.

 

 

Me acerqué al lago y traté de fotografiar a los patos pequeños, pero su madre se enojó y me persiguió para atacarme a picotazos. Observamos cientos de botones cerrados a lo largo del campo, como manchas de colores distribuidas sobre un lienzo interminable. Imperaba el silencio en el ambiente. Los vecinos ya habían regado la noticia de que no habría Día de las Flores, así que los jardines resplandecían sólo para nosotros.

Tomamos nuestros instrumentos musicales. La tía su armónica, el tío una pandereta y yo mi guitarra. Entonamos música alegre, a pesar de que una parte de mí estaba triste. Había mucha calma a mi alrededor, pero mis dedos se movían inquietos y mi corazón latía con la fuerza de una locomotora. El aire raspaba mi nuca y una corriente eléctrica serpenteaba en mi interior cada vez que reparaba en la ausencia de mamá.

Sentí que mi rostro hervía. “¡Demonios!, mi madre debe seguir en aquella maldita habitación”, pensé furioso. Le di la espalda a la hermosura de los jardines y me importó un pepino ver a los animalillos. Quería echar al mundo por el retrete y me desquité con mi guitarra. La golpeé contra el tronco de un árbol hasta hacerla añicos. Y fijé mi mirada en los arbustos más desabridos que encontré.

Los tíos no se percataron de mi rabieta. Ellos seguían felices cantando. Su música era dulce, pero mi enojo me hacía escucharla como el fastidioso zumbido de la mosca que volaba oronda dentro de mi casa. Afortunadamente, la naturaleza no estaba enojada, de modo que el agua y la tierra se dejaron acariciar por la gracia de la melodía. “¡Mira los botones!, ¡mira los botones!”, gritó la tía Edi como una loca.

“¡Se abren, se abren, se abren!”, exclamó emocionado el tío Hans mientras bamboleaba sus dos metros de altura, agitaba los brazos y tocaba la pandereta con entusiasmo de niño pequeño. “¡Tienes que ver esto!”, gritó. Me levantó del suelo sin esfuerzo y me sentó sobre sus hombros. Ni siquiera tuve tiempo de protestar. Era como ver el mundo entero desde las cumbres.

Sonreí desde las alturas tomando distancia del enojo y la amargura. Los botones distribuidos a lo largo del campo se abrían, dejando que cientos de miles de flores retocaran por primera vez al calor de la mañana. Los tulipanes parecían cálices rebosantes de vida; las rosas rojas, niñas felices paseando; y las astromelias amarillas, abejas saliendo de la colmena.

 

“Miau miau, miau miau”… sonido familiar y encantador. “¡Llegaron!”, pensé. Y cuando bajé de los hombros del tío Hans, el buen Cástor y el travieso Pólux ronronearon dulcemente y se echaron sobre el suelo para que les rascara la panza. Yo cedí a sus caprichos. “¿Hicieron lo que les pedí?”, pregunté con curiosidad.

Fijaron sus miradas de neón hacia el otro extremo del campo, ya no cubierto por botones sino por flores de pétalos enteros. Miré hacia donde ellos miraban, y me encontré con la pandilla felina completa. Gatos grandes, gatos chicos, todos movían la cola saludándome. Nueve, once, diecisiete, veintitrés mininos en círculos alrededor de un objeto celeste que brillaba como diamante. “¡La bicicleta!”, exclamé.

Zapateé con fuerza, como en una pista de baile llena de montañeses al son de los violines. Miré hacia todos los puntos cardinales. Sentí que el alma se me escapaba por el ombligo y regresaba a mi cuerpo a través de las fosas nasales. Froté mis ojos hasta que el paisaje se tornó borroso y las flores del campo se convirtieron en masas de colores levitando.

Con el corazón henchido de esperanza continué observando inquieto, hasta que brazos gentiles me tomaron por sorpresa desde atrás. No necesitaba voltearme, simplemente disfruté del perfume conocido. Y allí estaba ella, luciendo un vestido limpio, con pantuflas en lugar de zapatos y mi carta aquella que empecé con la frase “Madre, madre” en sus manos.

“Casi me pierdo todo esto”, dijo mamá, “… pero aquí estoy, sin intenciones de volver a aquella habitación triste y gris”. Y al escuchar su voz, mi mundo se llenó de claridad y mi corazón se serenó.  “¡La canción!, ¡la canción!”, exclamé.

Quise hacer lo imposible y unir los añicos de mi guitarra, pero tuve que desistir de aquella ridícula idea.  Sin embargo, la tía Edi suplió la falta del instrumento con un solo de armónica que despertó a los ruiseñores. El tío Hans, mi madre y yo entonamos la canción favorita y los pajarillos nos acompañaron en dulce coro.

 

 

Todo fue ideal hasta que la madre de los patos pequeños me lanzó una mirada de pocos amigos y movió las patas como tomando impulso. Graznó enloquecida y me persiguió otra vez para atacarme a picotazos. Y corrí muerto de risa, agitando los brazos, dejando que la brisa me acariciara, disfrutando a mis anchas, minuto a minuto, de una vida que era bella a pesar de las moscas que zumban de vez en cuando y las arañas negras que recorren los laberintos de sus propias sedas.