Vacaciones blancas Por Elisa Pérez

¡Ohhhh!, me encanta, qué chulo, sí, sí, qué bien, papi, ¡qué buena idea ha tenido!, ¿no le gusta? Vaya cara tiene, debería ser yo la que estuviera así… ¡Oh, qué pedazo de pirueta,  la pista de este año sí que mola, es más grande, se lo contaré a Beatriz y a la idiota de Paula, sí, “nos iremos de vacaciones de Navidad a París”, es imbécil, y el tonto de Juan cayéndole la baba… pedazo de… ¡oh, qué bonito!, ¿cómo puede hacer eso? Madre mía qué músculos… y no los alambres de Juan… ya no me gusta, no, para nada… ¡hala qué pirueta! ¿Y mamá? Buah, se habrá ido al baño, ¡huy qué asco de foco, casi me deja ciega! No pienso abrir la boca con ella… Bueno, después de todo no estaba tan mal el “Plan familiar” que me tenía organizado. Pero es tan cabezota, ¡sólo piensa en ella!

El número del malabarista estaba concluyendo entre aplausos entusiastas de la mitad del aforo, la otra mitad seguía mirando la pantalla del móvil, aunque la música invitaba a la evasión y al disfrute.

  • ¿Adolfo? ¿Eres tú? Menos mal que me coges el móvil, te dejé veinte mensajes ayer y… ¡Y a mí qué me cuentas! No creo que tengas que darme esa excusa a estas alturas… En el circo, sí, claro, ¿con quién sino? Te dije que era un plan familiar, te lo dije, no, lo organicé yo… Por supuesto que debo pensar en ella aunque ¡he tenido una bronca esta mañana! quería que… Bueno, vale, te lo cuento cuando nos veamos… por cierto, ¿y cuándo va a ser eso? Te echo de menos, ¿sabes? La última vez fue fantástico… hmm… ¿que no sabes cuándo podrá ser? La próxima semana mi marido tiene vacaciones, buscaré un hueco para dejarle con la niña y … ¿Pero, bueno, y a mí qué? Déjala con el perro, con tu prima o con una vecina, ¡a mí qué me cuentas…!, ya bastante rara es nuestra relación como para que también tengamos que pensar en no dejar a tu madre sola en estos días… ¡Coño, me has cabreado! Venga, te tengo que colgar, ha terminado el malabarista ése del peto blanco. Una última cosa: me he puesto el vestido ajustado que tanto te gusta… ¿que no es apropiado para venir al circo? ¿Quién lo dice: la revista Vogue o la cursi de tu ex? Adolfo, Adolfo, no terminemos así, hombre… piensa algo para tu madre y llámame…

Por el hueco que desembocaba en la pista la oscuridad se hacía casi completa en espera de que el siguiente número comenzara. Las luces blancas se habían extinguido a la vez que el redoble de los tambores había cesado con el final del arriesgado espectáculo de la contorsionista. La mujer del traje ajustado intentaba estirarlo un poco más de forma imposible.

¡Qué cara más bonita!, y cómo ha crecido la condenada, trece años ya, trece… quién me lo iba a decir… le está gustando, sí, aún es una niña, mira sus ojos, como los de Almu, son dos gotas de agua, ya me lo decía mi hermana, de ti no ha sacado nada… da igual, mira, está embobada… Sí que tarda, seguro que no encuentra los baños, ¡es tan despistada!, casi se estropea todo… ¡qué carácter tiene, por Dios! ¡Lleva unos días, vaya bronca! Déjala mujer, déjala… El circo, sí todos los años al circo, diez años al circo, en Navidad, en plan familiar, llámalo como quieras, pero por poco no sale, qué voces, a ver si se calma con la sorpresa ¿dónde estará? Ella y su vejiga… estoy deseando ver su cara, ¡qué sorpresa se va a llevar! Uf, estoy nervioso, cómo un niño, ¡navidades blancas! Beneficios a base de sudor y horas nuestras, me dice, no te jode, maldito jefe lo que me ha hecho esperar, bueno, no me quejo, estoy bien, soy fijo, me han ascendido a jefe de taller, me dan el aguinaldo, jajaja, y tengo una esposa y una hija adorables… uf, qué dolor, ¡vaya pisotón! ¡Qué bien le sienta el vestido ajustado! Bueno, se acabó… el descanso… se me ha pasado volando…

El respiro que seguía a las piruetas y sorpresas vividas en la pista se imponía en ese momento sobre el variopinto público.

Ya veo que no me va a hablar, igualita que su padre, mírala, no, peor aún, igualita que su abuela, ¡que en el infierno esté! Cada día le soporto menos, qué asco de plan, por Dios, el circo ¡qué coñazo! diez años viniendo al circo, si lo llego a saber no tengo hijos… Tiene razón Adolfo, mira el de delante, se va a dislocar el cuello de tanto mirarme las piernas, ¡mira al payaso qué divertido es!, un poco ajustado sí me está, no, he engordado un poco, no me extraña, todo el día en casa, esperando… no sé qué… Porque sigue siendo igual de insulso y aburrido que siempre… por Dios, me quiero ir, de vacaciones, sí, a la montaña, hmm, vacaciones blancas… qué envidia, sola, no con Adolfo… Maldita niña, anda, a su padre sí le habla, claro, siempre soy yo la mala, la que le digo las cosas, la que no se calla, sí, debería ser menos sincera, eso es… ¡qué mala suerte que tengo, por Dios! Me lío con un divorciado, hijo único, que encima vive con su madre, ¡qué ojo! Pero es tan varonil… Bueno, qué empieza esto otra vez… Huy, me están dando ganas de orinar, claro, si al final no he ido al aseo…

No era fácil seguir la línea de luces hasta llegar a los aseos. El camino se hacía largo ante la necesidad, atrás comenzaba a sonar una música ruidosa y estruendosa que daría paso a dos figuras con trajes multicolor y nariz roja.

¡¿Pero a dónde irá otra vez!? Está muy mayor, no la soporto, mi padre, sí, él me comprende, pero está influenciado por ella, nunca me ha querido, estoy convencida, solo se quiere a sí misma… Hala, qué bien los trapecistas… ¡ madre mía!, sí voy a hacer una foto del más joven, Beatriz va a flipar. ¿Cómo, tampoco puedo hacer eso? Buah, ¡qué guapo es! Seguro que es ruso, huiría con él ahora mismo si me lo pidiera… ah, que se cae, pobre, qué susto he pasado, no, está preparado, ¿qué años tendrá? Veinte, no, menos, o más a lo mejor… Hala, otra vez dando la nota, mírala con ese vestido cinco tallas menos y a mí no me deja una simple minifalda, como se le ocurra dirigirme la palabra la tenemos otra vez… ¡uhhh qué guapo, tía, no me dejan mandarte una foto, pero no te preocupes que lo tengo grabado en mi memoria y te describiré con pelos y señales como es! Bueno, al menos me queda Beatriz y el móvil… a partir de la siguiente semana estaremos juntas ¡¡sin estos dos!! Por cierto, aún no se lo he dicho, la madre de Beatriz llamará esta tarde para contárselo. Jope, tengo casi catorce años…

Las caras de los niños admirados por lo que veían ante sus ojos, iluminaban un poco más las de los adultos que por momentos se sentían retroceder a su infancia o juventud. Pocas cosas habían cambiado a pesar de todo.

¿Cuándo se lo digo? No sé, la noto un poco rara, será la pelea de hoy, tiene un carácter, cómo sufre con estas cosas, bueno de hoy no pasa, verás Sandra qué contenta se va a poner, con lo que le gusta esquiar, y Almu ¿sabe esquiar? No sé, yo no, huy, no lo sé, está bien, de hoy no pasa, no, da igual, unas vacaciones blancas, la he oído pedirlas muchas veces, pues las vas a tener, princesa… Este número de trapecistas no es tan bueno como el del año pasado, no, no, no, mira Almu, seguro que piensa como yo… es más aburrido. Bueno, ya queda poco para acabar…

  • ¿Os gusta esta pizzería? ¡Me la han recomendado! Lo mejor para mis princesas.
  • Deja, hombre que aún no me he quitado la bufanda… qué frío hace aquí ¿no? Bueno, ya veremos, te recuerdo que estoy a dieta.
  • Cómo siempre… ¡para lo que te sirve!

El camarero encontró una mesa con mantel de cuadros verdes y blancos dispuesta junto a la ventana principal. El sol permitía ver a trasluz las tres figuras que se esforzaban en pasar una jornada familiar. El ruido del salón apenas se imponía por encima del silencio de ellos tres.

¡Vacaciones blancas!, una mierda… qué hago aquí, qué frío, qué asco de vida y qué porquería de hotel… encima este traje me queda grande… voy a ver si me despeño por una de las pistas o mejor aún, voy a ver si me ligo a uno de esos guapísimos monitores que he visto…

¡Vacaciones blancas! Por fin el sueño hecho realidad, ya estamos aquí, superado el sofocón de Sandra y el cabreo de Almu (pobre, se lo tenía que haber contado antes), a disfrutar juntos… qué maravilla de paisaje, voy a terminar el tercer tomo de Más allá de la realidad, mientras esquían, ¡manos a la obra!

¡Vacaciones blancas…! Puaf… sin Beatriz, sin el móvil en todo el día y aguantando a esta panda de mocosos alrededor… ¡horror! me quiero morir, en cuanto volvamos a casa, me escapo seguro… ¡huy! ¿Dónde están, se han ido sin mí? Papá, papá, espérame…

La cabellera (1884) Por Guy de Maupassant (1850-1893)

 

La celda tenía paredes desnudas, pintadas con cal. Una ventana estrecha y con rejas, horadada muy alto para que no se pudiera alcanzar, alumbraba el cuarto, claro y siniestro; y el loco, sentado en una silla de paja, nos miraba con una mirada fija, vacía y atormentada. Era muy delgado, con mejillas huecas, y el pelo casi cano que se adivinaba había encanecido en unos meses. Su ropa parecía demasiado ancha para sus miembros enjutos, su pecho encogido, su vientre hueco. Uno sentía que este hombre estaba destrozado, carcomido por su pensamiento, al igual que una fruta por un gusano. Su locura estaba en esa cabeza obstinada, hostigadora, devoradora. Se comía el cuerpo poco a poco. Ella, la Invisible, la Impalpable, la Inasequible, la Inmaterial Idea consumía la carne, bebía la sangre, apagaba la vida.

¡Qué misterio representaba este hombre aniquilado por un sueño! ¡Este poseso daba pena, miedo y lástima! ¿Qué extraño, espantoso y mortal sueño vivía detrás de esa frente, que fruncía con profundas arrugas, siempre en movimiento?

El médico me dijo:

-Tiene unos terribles arrebatos de furor; es uno de los dementes más peculiares que he visto. Padece locura erótica y macabra. Es una especie de necrófilo. Además, ha escrito un diario que nos muestra de la forma más clara la enfermedad de su espíritu y en el que, por así decirlo, su locura se hace palpable. Si le interesa, puede leer ese documento.

Seguí al doctor hasta su gabinete y me entregó el diario de aquel desgraciado.

-Léalo -dijo-, y deme su opinión.

He aquí lo que contenía el cuaderno:

«Hasta los treinta y dos años viví tranquilo, sin amor. La vida me parecía sencillísima, generosa y fácil. Yo era rico. Me gustaban tantas cosas que no podía sentir pasión por ninguna en concreto. ¡Es estupendo vivir! Me despertaba feliz cada día, dispuesto a hacer las cosas que me gustaban, y me acostaba satisfecho, con la apacible esperanza de un mañana y un futuro sin preocupaciones.

«Había tenido algunas amantes sin haber sentido nunca mi corazón enloquecido por el deseo o mi alma herida por el amor después de la posesión. Es estupendo vivir así. Es mejor amar, pero es terrible. Los que aman como todo el mundo deben experimentar una felicidad apasionada, aunque quizás menor que la mía, porque el amor vino a mí de una manera increíble.

«Como era rico, buscaba muebles antiguos y objetos viejos; y a menudo pensaba en las manos desconocidas que habían palpado esas cosas, en los ojos que las habían admirado, en los corazones que las habían querido, ¡porque se quieren las cosas! A menudo permanecía durante horas y horas mirando un pequeño reloj del siglo pasado. Era una preciosidad, con su esmalte y su oro cincelado. Y seguía funcionando como el día en que lo compró una mujer, encantada de poseer esa fina joya. No había dejado de latir, de vivir su vida mecánica, y seguía siempre con su tictac regular, desde una época pasada.

«¿Quién sería la primera en llevarlo sobre su pecho, entre los tejidos tibios, mientras el corazón del reloj latía junto a su corazón de mujer? ¿Qué mano lo habría tenido entre la punta de los dedos cálidos, mirándolo por ambas caras una y otra vez y limpiando luego los pastores de porcelana empañados un segundo por el trasudor de la piel? ¿Qué ojos habrían acechado en la esfera florida la hora esperada, la hora querida, la hora divina?

«¡Cómo me habría gustado ver, conocer a aquella mujer que había elegido este objeto exquisito y raro! ¡Pero está muerta! ¡Estoy poseído por el deseo de las mujeres de antaño, amo, desde lejos, a todas aquellas que han amado! La historia de los cariños pasados me llena el corazón de pesar. ¡Oh, la belleza, las sonrisas, las jóvenes caricias, las esperanzas! ¿No debería ser eterno todo esto?

«¡Cuánto he llorado, durante noches enteras, pensando en las pobres mujeres de otro tiempo, tan bellas, tan tiernas, tan dulces, cuyos brazos se abrieron para el beso, y ya muertas! ¡El beso es inmortal! ¡Va de boca en boca, de siglo en siglo, de edad en edad; los hombres lo recogen, lo dan y mueren!

«El pasado me atrae, el presente me asusta porque el futuro es muerte. Lamento todo lo que se ha hecho, lloro por todos los que han vivido; quisiera detener el tiempo, detener la hora. Pero ella pasa, se va y me quita segundo tras segundo un poco de mí para la nada de mañana. Y no volveré a vivir nunca más.

«Adiós, mujeres de ayer. Las amo.

«Pero no tengo de qué quejarme. Encontré a aquélla a la que yo esperaba; y gracias a ella he disfrutado de placeres increíbles.

«Una mañana soleada iba vagabundeando por París, con el alma alegre y el pie ligero, mirando las tiendas con un vago interés de paseante ocioso. De pronto, en una tienda de antigüedades vi un mueble italiano del siglo XVII. Era hermoso y muy raro. Se lo atribuí a un artista veneciano llamado Vitelli, muy famoso en su época.

«Y seguí mi camino.

«¿Por qué me persiguió el recuerdo de ese mueble con tanta fuerza, haciéndome volver atrás? Me detuve ante la tienda para verlo de nuevo y sentí que me tentaba.

«La tentación es algo tan singular… Miramos un objeto y éste, poco a poco, nos seduce, nos turba, nos invade como lo haría un rostro de mujer. Su encanto entra en nosotros; extraño encanto que viene de su forma, de su color, de su fisonomía de cosa; y ya lo amamos, lo deseamos, lo queremos. Una necesidad de posesión nos invade, una necesidad débil al principio, como tímida, pero que crece, se hace violenta, irresistible.

«Y los comerciantes parecen adivinar en la llama de la mirada ese deseo secreto y creciente.

«Compré el mueble e hice que me lo llevaran inmediatamente a casa, poniéndolo en mi habitación.

«¡Oh, cómo compadezco a quienes desconocen esa luna de miel entre el coleccionista y el objeto que acaba de comprar! Lo acaricia con la mirada y la mano como si fuera de carne; vuelve a su lado en cualquier momento, piensa siempre en él vaya donde vaya, haga lo que haga. Su recuerdo vivo lo sigue en la calle, por el mundo, en todos los lados; y cuando vuelve a casa, antes incluso de quitarse los guantes y el sombrero, corre a contemplarlo con una ternura de amante.

«Realmente, durante ocho días adoré ese mueble. Abría en todo momento sus puertas, sus cajones; lo tocaba extasiado, disfrutando de todos los placeres íntimos de la posesión.

«Pero una tarde, mientras palpaba el espesor de un panel, me di cuenta de que debía de ocultar un escondite. Los latidos de mi corazón se aceleraron y me pasé la noche buscando el secreto sin llegar a descubrirlo.

«Lo conseguí al día siguiente, al introducir la hoja de una navaja en una hendidura del entablado. Una plancha se deslizó y percibí, extendida sobre un fondo de terciopelo negro, una maravillosa cabellera de mujer.

«Sí, una cabellera: una enorme trenza de cabellos rubios, casi pelirrojos, que debían de haber sido cortados junto a la piel y estaban atados por una cuerda de oro.

«¡Me quedé estupefacto, aturdido, temblando! Un perfume casi insensible, tan antiguo que parecía ser el alma de un olor, se escapaba del misterioso cajón y de la sorprendente reliquia.

«La cogí, despacio, casi religiosamente, y la saqué de su escondite. Entonces se liberó, derramándose en un torrente dorado que cayó hasta el suelo, espeso y ligero, ágil y brillante como la cola de fuego de un cometa.

«Una extraña emoción se apoderó de mí. ¿Qué era aquello? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué habían ocultado esos cabellos en el mueble? ¿Qué aventura, qué drama escondía ese recuerdo?

«¿Quién los había cortado? ¿Un amante en un día de despedida? ¿Un marido en un día de venganza? ¿O la que los había llevado en su frente en un día de desesperación?

«¿Fue antes de entrar en un convento cuando se arrojó ahí esa fortuna de amor, como una prenda dejada al mundo de los vivos? ¿Fue en el momento de cerrar la tumba de la joven y hermosa muerta cuando quien la adoraba se había quedado el cabello que embellecía su cabeza, lo único que podía conservar de ella, la única parte viva de su carne que no podía pudrirse, la única que podía amar todavía y acariciar y besar en sus momentos de rabia y de dolor?

«¿No resultaba extraño que esa cabellera hubiera permanecido incólume, cuando ya no quedaba ni un ápice del cuerpo del que había nacido?

«Fluía entre mis dedos, me hacía cosquillas en la piel con una caricia singular, una caricia de muerta. Me sentía conmovido, como si fuera a llorar.

«La conservé largo tiempo entre mis manos, y me pareció que se movía como si una parte de su alma se hubiera quedado escondida en ella. Entonces la volví a poner sobre el terciopelo deslustrado por el tiempo, cerré el cajón y el mueble y me fui a recorrer las calles para soñar.

«Caminaba siempre de frente, preso de tristeza, y también de desconcierto, de ese desconcierto que se nos queda en el corazón tras un beso de amor. Me parecía que ya había vivido antaño, que debía de haber conocido a aquella mujer

«Y los versos de Villon subieron a mis labios como lo haría un sollozo

Díganme dónde, en qué país
está Flora, la bella romana
Archipiade y Taís
que fue su prima hermana.
Eco, voz que lleva la fama
bajo río o bajo estanque;
cuya belleza fue más que humana.
Mas, ¿dónde están las nieves de antaño?

…………………………………

La reina Blanca como un lis
que cantaba con voz de sirena,
Berta la del gran pie, Beatriz, Alix
y Haremburgis, que obtuvo el Maine,
y Juana, la buena lorena
que los ingleses quemaran en Ruán…
¿Dónde están, Virgen soberana?
Mas ¿dónde están las nieves de antaño!

«Cuando regresé a casa, sentí un deseo irresistible de volver a ver mi extraño hallazgo; y lo cogí de nuevo, y sentí, al tocarlo, un largo escalofrío que me recorría el cuerpo.

«Durante unos días, sin embargo, permanecí en mi estado habitual, aunque ya no me abandonaba el vivo recuerdo de aquella cabellera.

«En cuanto volvía a casa, necesitaba verla y tocarla. Daba la vuelta a la llave del armario con ese estremecimiento que tenemos al abrir la puerta de nuestra amada, ya que sentía en las manos y en el corazón una necesidad confusa, singular, continua, sensual de bañar mis dedos en aquel arroyo encantador de cabellos muertos.

«Luego, cuando había acabado de acariciarla, cuando había cerrado de nuevo el mueble, seguía sintiéndola allí como si fuera un ser viviente, escondido, prisionero; y la sentía y la deseaba otra vez; tenía de nuevo la necesidad imperiosa de volver a cogerla, de palparla, de excitarme hasta el malestar con aquel contacto frío, escurridizo, irritante, enloquecedor, delicioso.

«Viví así un mes o dos, ya no lo sé. Ella me obsesionaba, me atormentaba. Estaba feliz y torturado, como en una espera de amor, como después de las confesiones que preceden al abrazo.

«Me encerraba a solas con ella para sentirla sobre mi piel, para hundir mis labios en ella, para besarla, morderla. La enroscaba alrededor de mi rostro, la bebía, ahogaba mis ojos en su onda dorada, con el fin de ver el día rubio a través de ella.

«¡La amaba! Sí, la amaba. Ya no podía pasar sin ella, ni estar una hora sin volver a verla.

«Y esperaba… esperaba… ¿qué? No lo sabía. La esperaba a ella.

«Una noche me desperté bruscamente con el pensamiento de que no me encontraba solo en mi habitación.

«Sin embargo, estaba solo. Pero no pude volver a dormirme; y como me agitaba en una fiebre de insomnio, me levanté para ir a tocar la cabellera. Me pareció más suave que de costumbre, más animada. ¿Regresan los muertos? Los besos con los que la excitaba me hacían desfallecer de felicidad; y me la llevé a mi cama, y me acosté, oprimiéndola contra mis labios, como una amante a la que se va a poseer.

«¡Los muertos regresan! Ella vino. Sí, la he visto, la he tenido entre mis brazos, la he poseído, tal como era cuando estaba viva antaño, alta, rubia, exuberante, los senos fríos, la cadera en forma de lira; y he recorrido con mis caricias esa línea ondeante y divina que va desde la garganta hasta los pies siguiendo todas las curvas de la carne.

«Sí, la he tenido, todos los días y todas las noches. Ha vuelto, la Muerta, la bella Muerta, la Adorable, la Misteriosa, la Desconocida, todas las noches.

«Mi felicidad fue tan grande que no pude esconderla. Junto a ella experimentaba un arrobamiento sobrehumano, ¡la alegría profunda, inexplicable de poseer lo Inasequible, lo Invisible, la Muerta! ¡Ningún amante ha disfrutado nunca de gozos más ardientes, más terribles!

«No supe esconder mi felicidad. La amaba tanto que ya no quería estar sin ella. La llevaba conmigo, siempre, a todas partes. La paseaba por la ciudad como si fuera mi esposa, y la llevaba al teatro en palcos con rejas, como si fuera mi amante… Pero la vieron… adivinaron… me la quitaron… Y me han metido en la cárcel, como un malhechor. Me la quitaron… ¡Oh! ¡Miseria!…».

El manuscrito se detenía ahí. Y de pronto, mientras dirigía una mirada despavorida hacia el médico, un grito espantoso, un aullido de furor impotente y de deseo exasperado se alzó en el manicomio.

-Escúchelo -dijo el doctor-. Hay que duchar cinco veces al día a ese loco obsceno. El sargento Bertrand no fue el único en amar a las muertas.

Balbuceé, emocionado de asombro, horror y piedad:

-Pero… esa cabellera… ¿existe realmente?

El médico se levantó, abrió un armario lleno de frascos y de instrumentos y me lanzó, de una punta a otra de su gabinete, una larga centella de cabellos rubios que voló hacia mí como un pájaro de oro.

Me estremecí al sentir entre mis manos su tacto acariciador y ligero. Y me quedé con el corazón latiendo de repugnancia y de deseo, de repugnancia como al contacto de los objetos arrastrados en crímenes, de deseo como ante la tentación de algo infame y misterioso.

El médico prosiguió encogiéndose de hombros:

-La mente del hombre es capaz de cualquier cosa.

 

El alquiler Por Paula Alfonso

 

Al fin, la última visita, nos quedaba solo la última visita.

Cuando mi hija y yo decidimos poner la casa de mi madre en alquiler no podíamos imaginar que hubiera tanta demanda. Tras salir el anuncio publicado, nuestros teléfonos comenzaron a sonar y lo que recibíamos del otro lado era esto o algo parecido:

  • Estoy muy interesado en el piso que arriendan. ¿Podríamos concertar una cita para verlo?

Acordamos fijar un solo día para las visitas, el sábado por la mañana, y comenzamos muy bien, los que llegaron en segundo lugar nos dijeron que se la quedaban, pudiendo haber sido ese el final, avisaríamos al resto de los citados de que ya estaba alquilada y aún contábamos con tiempo para disfrutar de ese magnífico sábado en el Retiro frente a unas cervecitas. Así se lo propuse a mi hija, pero ésta, con la honestidad y rectitud que la caracterizan, tras censurar severamente mi actitud, me recordó que habíamos dado una palabra y teníamos que cumplirla. Yallí nos quedamos, abriendo la casa de mi madre a desconocidos y haciéndoles de guías en un recorrido que apenas cubre 60 metros cuadrados. En total eran ocho las visitas que habíamos concertado y las dos ya no podíamos más, estábamos cansadas, con hambre, aburridas…

  • Ánimo mamá, queda solo una.

Tomé con desgana el planning que nos habíamos fabricado y en el espacio reservado al nombre leí Estela.

A las 2:30 en punto, ni un minuto más ni uno menos, sonó el portero automático.

  • ¿Sí?
  • Soy Estela, estaba citada para ver un piso.
  • Adelante.

Su voz era chillona, un poquito desagradable, diría yo, y hablaba deprisa. Cuando colgué el telefonillo, intercambié con mi hija una mirada cómplice y por última vez en aquella mañana me dirigí hacia la puerta para recibirla cuando saliera del ascensor.

Lo primero que vi de ella fue su espalda embutida en un anorak verde. Forcejeaba con las puertas para conseguir sacar de la pequeña cabina algo que se resistía, finalmente y tras dos secos golpes que hicieron temblar toda la estructura, apareció en su totalidad tirando de un cochecito de niño, afortunadamente íntegros los dos.

  • Hola –dijo, mientras con movimientos rápidos giraba las ruedas delanteras del carrito orientándolas hacia donde yo estaba.

No me dio tiempo a responder, propulsó la silla de tal modo, que tuve que parapetarme tras la puerta si no quería ser arrollada. Efectivamente, rozó la madera y casi quedo incrustada en la pared, pero ella no pareció darse cuenta, había cruzado el pequeño recibimiento y se dirigía con total seguridad hasta el salón donde aguardaba mi hija.

Mientras se despojaba del gorro y se desenroscaba del cuello una larguísima bufanda, saludó y ya no paró de hablar:

  • ¿Qué tal? Soy Estela y éste –dijo señalando a lo que en aquel momento solo era un amasijo indefinido de mantas y mantitas–, este es Leo, mi Leo, vamos, Leo, saluda, mira que casa tan bonita nos van a enseñar.

Tras retirar las diferentes capas de ropa, al fin apareció con capucha, manoplas, bufanda y sudadera térmica el pequeño Leo.

  • Estamos un poquito malos, diles cómo te encuentras, tenemos algo de fiebre, y diarreíta ¿verdad Leo?, pero no pasa nada, es que hemos empezado a ir a la guarde y los amiguitos de allí son tan traviesos que nos lo pegan todo ¿verdad Leo?

Mi hija y yo asistíamos a la escena, sin hablar ni movernos, intentando captar el significado real de aquella fluida verborrea, y en cuanto a Leo, ciertamente no tenía buena cara. Abrió sus profundos ojos negros, se incorporó durante unos segundos en la silla, nos estuvo observando, pero enseguida desplazó su mirada hacia las paredes de aquella casa desconocida.

  • ¡A ver!

De este modo Estela dio por acabado el capítulo de las presentaciones y pasó a centrarse en el verdadero objetivo de su visita, inspeccionar la vivienda. Abandonó el carrito y comenzó a deambular libremente por la sala.

  • ¡Ah! Qué bonito, tiene balcón, terraza y qué vistas tan espectaculares. ¿El sol? Ya, la casa está orientada al Este luego aquí entra por la mañana. Esto va a ser perfecto para Leo, le encanta jugar al aire libre –dijo, asomándose por el balcón–le pondré una mantita en el suelo y pasará horas enteras con sus juguetes.
  • Bueno, el balcón, si te das cuenta puede ser un poco peligroso para el niño.

Ya sé, ya sé que cuando se quiere arrendar una casa no es buena política comenzar delatando al interesado sus puntos negros, pero no lo pude evitar. Por un momento tuve la imagen del pobre Leo sacando un bracito por entre los barrotes, después la cabeza, a continuación el resto de su cuerpo y… Que no lo pude evitar, vamos.

A ella le sorprendieron mis palabras y por un momento parece que las meditó, me miró a mí, después a la barandilla del balcón y finalmente se acercó adonde estaba su hijo.

  • Noooooo, qué va.

Y chasqueando tres veces la lengua para mostrar más firmeza en su aseveración.

  • Mi Leo no correría ningún peligro. Sabemos muy bien lo que se puede y no se puede hacer ¿verdad Leo, que lo sabemos?, mamá te lo explica siempre todo muy bien y tú eres un niño muy listo. Anda, díselo a esta señora.

El niño, claro está, no dijo nada, pero en ese “señora” final percibí un cierto retintín, como si lo hubiera pronunciado con desprecio.

  • Y bien. Entonces este es el salón. Perfecto. En ese rincón irá mi mesa de trabajo, allí la de mi marido, aquí pondré la estantería y ahí…

Interrumpió bruscamente su monólogo para dirigirse al cochecito del niño, tomó su bolso que colgaba de una de las asas y sacó una cinta métrica de color amarillo, un bloc bastante manoseado y un bolígrafo.

  • Voy a medir para estar segura de que todo me cabe. A mí es que me gustan las cosas muy bien hechas, no lo puedo evitar, es una de mis cualidades. ¿A ver?

Apoyó el comienzo de la cinta en uno de los ángulos de la pared y comenzó a desplegar. Mi hija se ofreció a ayudarla, yo preferí limitarme a observar la escena.

  • 4,50 m, mide 4,50 m, apuntado. Esta otra pared 3,20 y la altura son 2,50. Hay dos puntos de luz, perfecto, toma de antena, fenomenal y acceso a internet, colosal. Nos gusta, ¿verdad Leo?, es perfecto para nosotros. Pasemos ahora a las habitaciones.

Realmente aquello sonó como una orden, pero antes de acatarla quise recordarle tímidamente la disposición de la vivienda.

  • Solo hay dos y ésta es la que podríamos llamar principal.

En aquel momento el sol entraba a raudales y a través de la ventana se veían los tejados del viejo Madrid.

  • Ah, estupendo, da a la terraza y es muy alegre. Ven, Leíto, ven para que veas dónde van a poner tu cuarto mamá y papá.

Veloz como una gacela acudió adonde había quedado el niño, soltó los cinturones que aún le sujetaban al carrito y lo bajó al suelo para llevarle a “su nueva habitación”.

  • En esta parte estará tu cama, allí tu armario de juguetes, al lado tu bici, tu patín. Pero qué bien te lo vas a pasar aquí, porque mamá estará como siempre muy pendiente de ti. Qué bien, Leíto, ya te estoy viendo con tus dinosaurios, tu patrulla canina…

Metió los dedos entre los cabellos del niño y con un movimiento rápido se los enredó. Después dirigiéndose a mí continuó:

  • ¿La siguiente habitación?

De nuevo una orden a la que respondí rápidamente.

  • Sí, claro, al final del pasillo, vamos.

Cuando llegábamos a esta parte de la visita, los aspirantes a alquilar solían decepcionarse, había ocurrido con los anteriores. Entrábamos en la zona más oscura de la casa, cuyas ventanas daban a un patio interior, y aunque se trataba de una sexta planta el contraste con lo ya visto era manifiesto. Pero a Estela no pareció importarle. Entramos en la segunda habitación. Miró las paredes, el techo, la pequeña ventana, tiró de nuevo de cinta y comenzó a medir, esta vez tuve que ser yo la que le ayudara porque mi hija había preferido quedarse con Leo para entretenerle.

  • No, no, pero sujete bien, ¡hombre! Cuide de que la cinta no se arquee, que si no las medidas no son exactas.

Aplasté aquel odioso metro con tanta fuerza contra la pared que la uña se me quedó blanca.

Cuando acabó de anotar, guardó todos sus útiles y paseó sus ojos detenidamente por la reducida estancia.

  • La verdad es que aquí me voy a ver negra para meter nuestra cama de matrimonio, tal vez en esta posición, no, imposible, ¿y de esta otra? Tampoco, no cabe.

Estaba claro que me había hecho invisible o aquella mujer se había olvidado de mi existencia.

  • A lo mejor me tengo que deshacer de la cama y comprar dos pequeñas, sí, eso es, pongo una aquí y la otra haciendo esquina, ¿ves? Qué solución más buena; en realidad la única posible, aunque… no sé cómo le va a sentar a Felipe que durmamos separados. Se tendrá que acostumbrar, oye, ya sabe que lo mejor siempre siempre es para nuestro Leíto, y dejarle a él esta habitación me parecería horrible.

A estas alturas mi paciencia estaba ya más que agotada y cuando escuché esto último no me pude reprimir.

  • ¿Y los polvos? Sí, sí, los polvos entre tu marido y tú, ¿los piensas echar a distancia? Porque aunque hayáis tenido a Leíto supongo que todavía vosotros dos… ¿No?

Nunca he podido soportar a esas mujeres que cuando tienen un hijo abandonan su esencia de mujer para convertirse en “solomadres” y lamentablemente me he cruzado con varias en mi vida. Son las más perfectas, las más abnegadas, las que todo lo hacen bien, dechado de virtudes, ejemplo a seguir. Las que siempre tienen a mano las toallitas húmedas para limpiar no solo a su hijo sino al de cualquiera, las que nunca olvidan el biberón con el agua, los pañales de repuesto y las cremas infantiles que protegen del sol al 100%. Mientras que el marido o compañero solo es una sombra, algo que si algún día fue ya ha dejado de serlo, no importa, no existe, no es necesario, incluso en ocasiones llega a resultar molesto.

  • Si me aceptas un consejo basado en la experiencia que me da tener más años que tú y haberme mudado muchas veces de casa, te diré que no insistas, aquí con estas dimensiones solo cabe una cama y además pequeña, por tanto se la deberías destinar a tu Leíto (vale; puede que en este “Leíto” se me fue un poco la mano y lo pronunciara también con retintín, pero lo hice sin intención, lo juro), y la otra habitación, la más grande, debería ser la vuestra. Créeme, aún eres joven, supongo que tu marido también, necesitáis espacio para desnudaros juntos, acariciaros, abrazaros. No sacrifiques todo eso, que no es necesario y además acabará pasándote factura, ya lo verás.

Me escuchó en silencio sin separar sus ojos de los míos, pero justo cuando acabé, se giró, fue hacia el salón, tomó a su niño, lo sentó de golpe en la silla, ajustó los cinturones, le volvió a cubrir con el amasijo de ropas que traía, se caló su gorro, se dio varias vueltas al cuello con su bufanda, colgó el bolso en una de las asas del carrito y se dirigió hacia la puerta.

Ni siquiera se despidió, solo al pasar por delante dijo alto y claro:

  • Vámonos, Leíto, que esta casa no nos gusta.

El pianista (2002) Por Horacio Otheguy Riveira

 

Adrian Brody, un trabajo excepcional.

Pocas veces la creación literaria encuentra su perfecta adaptación a la pantalla e, incluso, sin alterar lo esencial del relato lo potencia tanto que le da una voz nueva, como si desarrollara lo que allí ya está desarrollado. Polanski no añade nada: él mismo niño del gueto de Varsovia, encontró en la madurez este libro escrito por el pianista protagonista.

Se trata de una autobiografía absoluta, detallada, escrita al terminar la guerra y prohibida su publicacion por quienes la ganaron, simplemente porque el final que cierra la dura epopeya de este joven pianista… no puede exhibirse con los hechos reales políticos y sociales del momento. Esto sólo se comprende una vez vista la película.


Soy un gran admirador del libro y lo recomiendo vivamente para antes o después de ver esta obra realmente prodigiosa, enormemente dolorosa para muchos de sus creadores pues remueve experiencias personales muy duras. Para alguna gente hay episodios que parecen exagerados, inverosímiles, como cuando algunos soldados alemanes matan “porque sí” mano de obra gratis: esto es no comprender el fenómeno irracional del abuso de poder, ya que la mano de obra gratis era muy abundante y el placer de matar por matar… un divertimento “maravilloso” para mucha tropa enajenada.

Toda la producción implica una capacidad artística excepcional. Especialmente importante es la realización y la interpretación de los últimos minutos, claves en la vida y la obra del auténtico protagonista de la pelicula, Wladyslaw Szpilman, quien escribió esta historia con veintipocos años y nunca más volvió a publicar nada, dedicando toda su vida a la música. A pesar de tantas dificultades consiguió que el mundo entero conociera esta historia y, ya octogenario, vio el estreno de la película, su eco internacional y la múltiple traducción de su obra El pianista del gueto de Varsovia (Turpial & Amaranto, Madrid, 2000).

Otro milagro de creación es la posibilidad de que espectadores del siglo XXI podamos beneficiarnos de este mensaje de amor, de solidaridad y de lucha contra la intolerancia, ya que a pesar de tanto sufrimiento y tantas pérdidas personales, gente como Szpilman y Polansky han podido restablecerse, fortalecerse y dar su vibrante testimonio.