La luz en lo más alto Por Elisa Pérez

Verano amargo

La luz en lo más alto. Las rosas en lo más bajo. Las estrellas volviendo la cara al día esperan ansiosas revolotear a miles de kilómetros del universo.

– ¿Ves?, en una de éstas está él.

La que así hablaba era una mujer joven de ojos grandes, vidriosos, inundados de una enorme pena.
– ¿Cómo es posible? ¿Dónde se refugia? ¿Cómo sabes cuál es la suya?

– Sólo lo sé -respondió sin mirar hacia la niña que jugaba en la arena, esparciendo granos entre sus deditos, en esa calurosa tarde de agosto.

– Vamos, volvemos a casa.

De repente la prisa se había apoderado de Elena. Cogió la toalla con arena incluida, dobló imagesel vestido de flores para no ponérselo y exigió con los ojos a su hija que la siguiera.

– Pero, mami, espera un poco. Tengo que recoger los cubos y… -se interrumpió al ver que su madre no la escuchaba, que continuaba su marcha, sin volver la vista hacia ella.

Con sus manos regordetas de apenas siete años consiguió sujetar todo con estrépito: los cubos, la pala azul, la toalla de muñecas, las chanclas rosas, el rastrillo amarillo y las gafas de fantasía. Con soltura y capacidad infantil consiguió dominar el caos y gritar:

– Espérame, por favor. No puedo andar más deprisa, soy pequeña.

El calor reinante mezclado con la rabia invisible que sobriamente la desbordaba en esos arrebatos, hicieron que la mujer retrocediera hacia la niña.

– ¿Y qué que seas pequeña? Todos somos pequeños, mira arriba –sin mediar más palabras le dio una bofetada que quebró el silencio de la playa y el alma de Irene de cuyos ojos comenzaron a brotar dos lágrimas saladas.

– Vamos -la cogió con fuerza del brazo-. Debemos llegar a casa antes de que se haga de noche.

No era fácil caminar sobre la arena fina y miles de conchas esparcidas y juguetonas. Irene suspiraba y se limpiaba sus inocentes ojos con la toalla, regalo de su abuela. Se esforzaba en caminar con el temor interior de que su madre no dudaría en volver a darle otra bofetada, y la incomprensión de por qué brotaba la culpa de su pecho infantil.
La noche parecía ir más deprisa de lo habitual. Queriendo avanzar y no decepcionar a su madre, Irene jadeaba del esfuerzo.

huellas arena– Has perdido una chancla –le gritó desde la puerta-; no puedo más… -y rompió a llorar.

Invierno cruel

En la clase todos los niños formaban filas para salir. Una norma básica, estricta y conocida por todos. Las filas se formaban para salir, para entrar, para el recreo, para volver a casa, en las excursiones. Los alumnos conocían su sitio.
Sergio aborrecía esa norma y todo lo que tuviera que ver con el colegio; sólo disfrutaba con las ciencias. Desde que los Reyes Magos le trajeron aquel telescopio soñaba con volar hacia la luna. Estiraba sus manos con fuerza esperando tocar alguna de las miles de estrellas que lucían cada noche que las nubes lo permitían.

Rompiendo la rutina escolar, el colegio había preparado una excursión al campo. Durante siete días estarían fuera. Sergio preparó la mochila con cuidado, sin olvidar nada. Le apasionaba la idea de la excursión. Su telescopio abultaba mucho, pero se las apañó para llevarlo.

Un día frío, lluvioso, que quizás alterara los planes iniciales. Sergio subió al autobús, desde la ausencia de su padre no había vuelto a hacer una excursión fuera de casa, durmiendo lejos de los brazos protectores, hasta cansinos, de una madre nerviosa y ausente. El bus comenzó la marcha entre un sinfín de risas, gritos, voces. El conductor, acostumbrado a este coro, repetitivo y feliz, pensaba en sus cosas, ajeno al habitáculo y deseoso de llegar cuanto antes a su destino, por el camino sobradamente conocido. En el horizonte, el lago comenzaba a surgir.

– Vamos, tenemos que salir, Irene.
Entre sueños la niña se desperezó y obedeció a su madre que, con movimientos rápidos, cogía cosas de diferentes sitios, buscando algo que no encontraba.

Elena envolvió a la niña con el abrigo de borreguito, guantes y gorro de piel. La noche anunciaba una fuerte helada. Quizás nevara. El coche no arrancaba, el corazón galopaba a una velocidad extrema. La niña se quedó dormida en el asiento trasero. Nadie podía acompañar a Elena en su viaje, nadie la seguía en su pena. Nadie podría darle ahora el consuelo deseado. Había cogido el teléfono con pereza, no podía creerlo. O es que quizás no había entendido bien, era un sueño, una pesadilla, o ambas cosas a la vez.
Entre sus piernas, Irene se protegía con su escasa estatura de la desesperación de su madre, arropada baja la manta de cuadros grises. Miró hacía el cielo y suspiró antes de quedarse de nuevo dormida. El vaho de la respiración, los gemidos y el llanto envolvían la atmósfera.
Sintió que su madre se sentaba junto a ella y la abrazaba muy fuerte, casi le hacía daño.

A medianoche, desgarrada por el dolor, Elena deambulaba por la casa en camisón, desde la fatídica noticia.

– Seguro que aparece, no puede haberse esfumado. -Palabras que repetía desde que habían regresado, nadie la oía, sólo Irene era testigo de este monólogo que, a veces, se convertía en un diálogo desgarrador con alguien por teléfono.

Los días posteriores fueron un torrente de amargura para Elena y un reguero de temor para Irene que, aunque sabía que su hermano estaba de excursión, no entendía lo que sucedía.

– ¿Cuándo vuelve Sergio, mamá? ¿Por qué no le vamos a buscar? –la pregunta inevitable que no obtenía respuesta.

A partir del momento de la confirmación por el paso del tiempo, Elena no permitió ni a Irene ni a nadie, que pisara la habitación del niño y menos, el espacio antes cubierto por el telescopio.

A la vez ella se sumía en una gran soledad de la que excluía por completo a la niña, pieza ajena pero inexorablemente testigo de todo lo que estaba pasando.

Agobio estival

El azul morado del horizonte no dejaba lugar a dudas. Habría tormenta. Sería fuerte como la de ayer. Hacía días que la historia se repetía: mañanas calurosas, tardes tórridas y noches lluviosas. El mismo recorrido, nada se movía de este esquema. Irene estaba cansada y harta de que no le dejaran salir a jugar al acabar sus tareas, o que tampoco pudiera echarse sobre el pecho de su madre cuando quería llorar. Ahora temía cada vez con menos intensidad que su madre encontrara algo que darle o alguna cosa que hacer. Siempre lo hacía: se anticipaba a sus deseos de salir a tocar las flores que dibujaban de forma dispersa los campos y jardines cercanos, la obligaba a que permaneciera o a que la ayudara a lo que fuese… la excusa era lo de menos, el motivo le daba igual, solo quería tenerla allí. Irene se ponía su impermeable a cuadros rosas y azules, y escapaba mientras Elena dormía o simplemente suspiraba sin moverse de la cama.
Ya le daba igual sus reacciones, su furia o incluso, su pena.
Internamente, en su corta edad, sabía que ella no tenía la culpa de lo sucedido. Tampoco había olvidado a Sergio pero ya había pasado demasiado tiempo como para seguir pensando que algún día le encontraría en la cama sentado o en la cocina comiendo tarta de chocolate.

– Mira hacia el cielo, allí está viéndonos sobre una estrella como él hubiera querido. Nos envía una sonrisa

Irene no veía nada, sólo oscuridad, pero le daba la mano a su madre que apretaba fuerte.

– Si no fuera por Irene, no creo que hubiera podido aguantar -oyó que decía a alguien por teléfono. En esos escasos momentos en los que hablaba con alguna persona, Irene encontraba el hueco para huir, para sentir que aún había vida. Dentro, la muerte se estaba apoderando de las dos. Ni siquiera la abuela viajaba tan a menudo para verlas.

– Está muy mayor para hacerlo -le respondía su madre cuando la niña le preguntaba por el motivo.

No había opción, cada tres de mayo, día del cumpleaños de Sergio, iban al cementerio a visitar una tumba sin cuerpo, un lugar vacío. Ponían flores, su madre la obligaba a rezar, la única vez que lo hacían juntas, y volvían a casa con Elena en un mar de lágrimas.

-Mira otra vez arriba, esta vez sí que lo vas a ver -le decía en la noche de verano, al volver de la playa.

“No es justo, no es justo, no es justo”, veinte veces contó Irene que dijo su madre esas palabras mientras conducían a la vuelta. En el epitafio quiso que pusieran: “Donde quieras que estés, recuerda que te sigo esperando”.

– No sé qué hacer para encontrarlo, no sé dónde buscar, si hubiera querido aprender a nadar -Irene oía con estupor esta frase que su madre dirigía a la persona que había venido a verlas.
– No se martirice más, él no va a volver. Tiene que hacerse a la idea. Elena, usted tiene que pensar en su hija menor, tiene que seguir luchando por ella.
– ¿Luchar? Primero mi marido se va; luego, mi hijo me deja. ¿Cómo y por qué lucho?

Los ojos grandes de la niña percibieron lo que sus pequeños oídos se negaban a escuchar. La persona que allí estaba, una mujer de formas elegantes y pausadas, miraba hacia ella al otro lado de la sala, al mismo tiempo que intentaba levantar a Elena de su tumba. Sin conocerlas, se supone que venía a ayudarlas, pero a la niña no le gustaba.

– Váyase, váyase, no haga llorar más a mi madre. Déjenos. -Este grito interrumpió la charla de las dos mujeres antes de tiempo. La pequeña se refugió entre las piernas de su madre, sin mirar a la extraña.
– Irene, tengo que hablar contigo.
– Perdónela. Si le parece la llamo en unos días y continuamos. Necesitan ayuda.

El pañuelo y la falda de Elena se inundaron de agua salada.

Luz eterna

telescopio-refractor--60-700Dos semanas más tarde, cuando el tórrido verano comenzaba a dar señales de acabar, una mujer y una niña caminaban por la playa con sensaciones diferentes. La primera esperaba una ola que la engullera por completo; la niña, que esa misma ola la envolviera hasta elevarla a las estrellas para hacer volver a su hermano.

– Irene, tengo que hablar contigo de nuevo. Es importante. Ven, pequeña, ven, ven…

Sin escuchar a su madre, se adentraba en el agua. Luego correría por la arena, construiría un castillo de arena, acercaría su oreja a la caracola y por último, abrazaría a su madre mojada, como siempre hacía aunque no le gustara. No quería oír, no quería saber más.

La luz continuaba en lo más alto.

Los zapatos nuevos Por María José Prats

Luisa había terminado las compras, y cansada, regresaba a casa. Caminaba despacio, casi arrastrando los pies, por el peso de las bolsas. Al llegar a la altura de la zapatería, se paró frente al escaparate. Siempre que pasaba echaba una ojeada y seguía de largo, pero aquel   día no, aquel día se detuvo y se quedó con la mirada fija. Unos zapatos preciosos de color beige, con tacón de aguja, como los de antes, de piel fina y brillante, lucían majestuosos sobre un estante de cristal.
201207121933yefSuspiró y siguió caminando. Pero cuando estaba a punto de cruzar la calle, se detuvo en el semáforo y se quedó quieta con la mirada perdida, se preguntó: —¿Y por qué no? ¿Por qué no me los puedo comprar?
Eran caros, pero no más que las deportivas de su hijo mayor; el videojuego del más pequeño; las corbatas de su marido… o el ordenador de su hija (que todos usaban, menos ella, porque nadie se ofreció nunca a enseñarle).
Pero Luisa pensó que con el dinero que costaban aquellos hermosos zapatos, también podía pagar la factura del gas o de la luz o del teléfono… y algún otro capricho de sus hijos. Ella jamás se compraba nada, hacía mucho que no lo hacía. Cuando se miraba al espejo se sentía vieja y fea, con necesidad de unas cremas que hidrataran su piel, o de algún vestido bonito. Pero los años pasaban tan deprisa… Ahora se dedicaba de lleno a su familia y la angustia llenaba largas horas de soledad.
El ruido de los coches y el bullicio de la gente le ayudaron a decidirse, así que volvió sobre sus pasos a la zapatería, se paró frente a la cristalera, suspiró y entró.

Llegó a casa extenuada, cargada con las compras del día en una mano, y la bolsa de los zapatos en la otra. No supo por qué, pero el silencio le estremeció y un sentimiento de tristeza le llenó los ojos de lágrimas.
Era sábado, y cada uno de sus hijos tenía un plan para salir. Su marido también había ido con sus amigos y ni siquiera sabía si vendría a comer, porque —según decía— le ayudaban a despejar su mente de tanto trabajo.
Miró el reloj, era tarde y tenía que preparar la comida. Colocó la compra en su sitio y se dirigió a su cuarto a cambiarse de ropa. Puso la caja de zapatos encima de la cama, la abrió, los sacó y los acarició sintiendo el tacto suave y cálido de su piel. Se sentía feliz de haberlos comprado, y se dio cuenta de que estaba acariciando el único sueño que había tenido en muchos años. Y de repente… notó un vacío profundo.
De repente un sentimiento intenso salió de su interior, haciéndole desear la muerte en ese momento. No era un dolor de las ampollas, ni callos de sus maltrechas manos, ni era el abandono que poco a poco se había apoderado de ella. Era… el silencio de la casa, limpia, ordenada, con un dulce aroma a lavanda, ese que tanto les gustaba a todos. Era… el vacío que le hacía pensar en su soledad. Los días felices de su matrimonio habían dado paso a un alejamiento entre ambos, que ella siempre disculpaba cuando su marido decía sentirse cansado de la jornada laboral y ya apenas la miraba.
Veinte años lavando, guisando, comprando para los demás, dejando escapar sus sueños de niña ahogados en fantasías…, sus lágrimas eran las únicas que le acompañaban durante los últimos tiempos.
La comida estaba preparada, la mesa puesta, la lavadora en marcha. Planchó una camisa que su hijo se pondría para salir aquella noche. Organizó las habitaciones y cuando todo estuvo en orden se dirigió de nuevo a su cuarto, se puso el vestido más elegante que tenía, calzó los zapatos nuevos y salió de casa.
Se fue caminando despacio. La gente pasaba a su lado con rostros encrispados, se les notaba el deseo de llegar a sus casas cuanto antes. A ella no.
Se dirigió al metro, bajó las escaleras y con paso firme se dirigió al andén. Llegó hasta el final del mismo. Una vez allí emitió un suspiro, esta vez era un suspiro de alivio. Había mucha gente pero… nadie la miraba.
Y entonces de nuevo aquel sentimiento, aquella llamada, como tantas veces, aquellos hierros que la atraían. Y así lo hizo, no se resistió y se entregó a la fascinación.
Por primera vez se ocupó de sí misma, y al arrojarse a las vías se dijo: —¡Qué lindos me quedan mis zapatos nuevos!

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Cuando dieron la noticia a su familia, todos negaron que hubiera podido ser un suicidio. Eso era imposible, no podía ser, seguro que se había caído. Últimamente andaba algo distraída pero… ¿Suicidarse?… no. ¿Por qué?
Su marido tenía un buen trabajo, sus hijos eran buenos estudiantes, no había enfermedades…

Nubes pasajeras (1996) Por Luigi De Angelis

 

Nubes pasajeras

Aki Kaurismaki, desde los níveos paisajes de Finlandia, es mi más admirado representante del cine escandinavo de culto. Sus proyectos tienen el sello distintivo de su particular “humor seco” -deadpan humor- acompañado de un estilo visual salpicado de imágenes inusuales y de la compasión con la que retrata a sus personajes.

Nubes pasajeras, un drama cómico sobre un matrimonio de clase trabajadora afrontando problemas financieros, es la película donde mejor convergen las mayores virtudes del realizador más emblemático del país de los celulares Nokia y de los grandes lagos del norte.

La historia es de una sencillez incuestionable. Lauri (Kari Väänäanen), conductor de tranvía, e Ilona (Kati Outinen), anfitriona en un restaurante elegante, forman un matrimonio donde hay mucho respeto y cariño pero poco dinero. La narrativa limpia de Kaurismaki presenta a manera de cuento corto las vicisitudes de este matrimonio que no se deja vencer por las circunstancias adversas.

Lejos de ser sensiblero, el estilo del director es más bien distante y cómico, con detalles que articulan su visión particular… es cine de autor puro. Bajo la piel de la compostura y el estoicismo con el que los personajes principales enfrentan su drama, la película resulta sobrecogedora, hasta llegar a un clímax colorido a ritmo de tango finlandés que no desentona, sino que más bien evidencia su talante esperanzador.

Indudablemente, al ver la película uno puede darse cuenta de que ésta se encuentra decididamente contextualizada por elementos propios de la cultura finlandesa. No obstante, un logro más de Kaurismaki es el haber construido una representación costumbrista de marcado carácter local con una voz poderosa, personajes que transmiten realismo a través de actores estupendos y situaciones con las que cualquier persona se puede identificar. En suma, Nubes pasajeras es una obra maestra muy finlandesa, que a la vez es totalmente accesible y representa de manera fiel problemas humanos que son universales y trascienden cualquier contexto cultural.

Entre vecinas Por María José Prats

bla-jun08-bla_bla_blaJosefa entra apresurada en el portal y se encuentra con su vecina María:
—¡Hola, vecina!
—Buenos días, María. ¿Qué tal?
—Bien, Josefa, ¿y tú? Veo que vas muy cargada, parece que también has ido de compras.
—Sí, me he comprado una falda en la boutique donde voy siempre. Mira… ¿Te gusta? ¿A que es una monada?
—Sí, la verdad, es preciosa. Yo aproveché que tenía que hacer unos recados, y me compré este suéter.
—Ya, seguro que te lo has comprado en el mercadillo, no me digas que no.
—En cuanto lo vi me gustó tanto que no pude resistir la tentación, mira.
—Bueno… no está mal, pero no vas a comparar. ¿Cuánto te costó?
—Pues, 15 euros. Pero…
—Ya sé, a ti lo que te gustó fue el precio.
—La verdad es que no me ha costado mucho, pero no sólo me atrajo el precio, si no también que cuando me lo probé me quedaba de maravilla, y estoy contenta porque creoflying-euros_2547547b que hice una buena compra.
—Vamos, María, que nos conocemos. Yo no compraría nada en el rastrillo y menos ropa, todo son trapos y a saber de dónde vienen. ¡Pero… si compras las lonchas de jamón tan finas, que llegan a ser transparentes! Que te he visto en el supermercado…
—Es que a mí lo que me gusta es el pan, Josefa.
—Sí, sí, el pan, y yo me lo creo. Lo que pasa es que eres más agarrada que un pasamanos, vamos, que te pegarías el dinero en la palma de la mano por no gastar, y hasta las hojas de papel del váter las cortarías en dos, para alargar el rollo.
—Josefa, eres una exagerada, menos mal que te conozco y no hago cuenta de lo que me dices. Lo que pasa es que no me gusta tirar el dinero, hay muchas cosas que pagar en una casa, y así puedo llegar a final de mes, cosa que… no todo el mundo, puede decir lo mismo.
En ese momento bajaba por la escalera Vicenta, otra vecina amiga de ambas.
—¡Hola, chicas! ¿Qué tal? ¿Discutiendo como siempre?
—¡Hola, Vicenta! No, mujer, lo que pasa es que le decía a Josefa que la vida está muy cara, y no se puede ir tirando el dinero así… como así.
images—Y yo no llegaré nunca a hacerle entender a María que el dinero es para disfrutarlo lo más que se pueda, que cuando nos muramos… no nos lo vamos a llevar con nosotros.
—Bueno, bueno… que haya paz —dijo Vicenta—. Pienso que ni tantos caprichos, ni tantos miramientos son buenos, siempre debe de haber un término medio para todo.
—Tienes razón vecina. Y me voy que tengo que comprar el pan.
—Y yo, que quiero pasar por el cajero a sacar otra vez dinero —respondió Vicenta.
—¡Uy! A mí me lo vas a decir…—contestó Josefa—. Por cierto, Vicenta, ¿me dejas 20 euros?

La bella durmiente (1959) Por Luigi De Angelis

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Por lo general todo cinéfilo recuerda la “epifanía” que le hizo ver el cine de otra manera. La mía surgió cuando tenía cinco años en la forma de una delicada pieza de arte llamada La bella durmiente. Los escenarios, cuyo diseño y colores son responsabilidad de Eyvind Earle, son de un carácter artesanal que evoca óleos medievales y un estilo pictórico impresionista. La voz operática de la princesa Aurora -sea en la versión original (Mary Costa) o en el primer doblaje castellano (Lupita Pérez Arias)- es sencillamente inolvidable. La inspiración en el ballet homónimo de Tchaikovsky se evidencia no sólo a través de la banda sonora original del film sino también en la animación, especialmente en el movimiento armónico de de la protagonista. Por lo tanto, se trata de un espectáculo concebido con tal nivel de detalle que mis ojos emocionados de niño fueron cautivados profunda y definitivamente.

Desde luego que cuando tenía cinco años no era capaz de referenciar todas las consideraciones estéticas mencionadas; sin embargo, no me queda duda de que a esa edad sí comprendí que el cine podía ser grandioso. El cine, los libros, la música clásica y el dibujo -todos ellos elementos integrales de la película- eran extensiones de la sensibilidad artística y del espíritu. A los cinco no lo podía verbalizar de ese modo, pero me ocurrió algo mucho mejor… lo sentí.

Recuerdo que yo insistía en volver a ver la película tantas veces como fuera posible y así decenas de ocasiones mi madre me llevó a la vermú del sábado. Siempre sujetaba su mano con fuerza porque los colores y la belleza de los escenarios me emocionaban mucho. Maléfica, la villana, me producía un pavor tal que mi madre debía susurrarme al oído palabras mágicas para calmarme. Pasado el terror llegaba la ensoñadora sensación que me producía la emblemática escena del bosque en la que Aurora, interpretaba el tema Eres tú (Once Upon a Dream). En medio de todo esto había comedia a cargo de las despistadas hadas Flora, Fauna y Primavera, así como acción a filo de espada gracias al príncipe Felipe, el interés romántico de Aurora.

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Con los repetidos visionados fui tomando conciencia de más elementos que hacen a la película única y maravillosa. Uno de esos elementos es el inteligente y creativo uso del color a lo largo de la historia, lo cual se puede apreciar en la atribución de un color específico a cada una de las tres hadas (azul, rojo y verde) y se vuelve más evidente cuando el vestido de gala de Aurora cambia de azul a rosa intermitentemente durante la secuencia final. Otro elemento importante consiste en que el protagonismo verdadero, en términos de quién conduce la historia, lo tienen las hadas y la villana, pues la princesa que le da título a la obra aparece apenas 18 minutos en pantalla y dice únicamente 18 líneas de diálogo. De todos modos, no deja de resultar sorprendente cómo en tan pocos minutos y con tan poco diálogo, Aurora es un personaje indeleble, adueñándose por completo de la escena más memorable y hermosa del film. En suma, La bella durmiente es un clásico en toda la extensión de la palabra, un film completo que es una obra de arte perfecta y al mismo tiempo un producto de entretenimiento efectivo e impecable. Me considero dichoso de que esta película irrepetible haya marcado el inicio de mi largo y duradero idilio.

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Hechizo de luna (1987) Por Luigi De Angelis

 

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“En el cine se trata de contar historias” es una frase que resume la filosofía de Norman Jewison. En Hechizo de luna, el apasionado director construye una obra que es reflejo fiel de su lema de trabajo. La cuidada ambientación, la narrativa propia de una comedia costumbrista teatral y una galería de personajes coloridos y vitales son elementos que compaginan para dar lugar a una película divertida, cálida y, aunque suene cursi, mágica.

El libreto es de autoría del dramaturgo y guionista John Patrick Shanley. En el contexto italoamericano del Brooklyn de los 80s, la trama se desarrolla en torno a la viuda Loretta Castorini (Cher), quien se debate entre continuar sus planes de boda con Johnny Cammareri (Danny Aiello) o sucumbir ante los encantos de un hombre excéntrico llamado Ronny (Nicolas Cage). A la película no le faltan momentos de delicada introspección, diálogos estupendos y un mensaje cuya buena intención es indudable. El guión de Shanley es modélico y obedece a un bienvenido balance de fantasía romántica y realidad, de sentimiento y racionalidad… ¡es una comedia romántica inteligente!

Los actores Nicolas Cage, Olympia Dukakis, Vincent Gardenia, Danny Aiello y John Mahoney destacan por su meritorio aporte a una obra que requiere de caracterizaciones precisas y llenas de energía. Por su parte, Cher es una cosa de otro mundo y merece mención aparte.

De que Cher es una presencia escénica y una fuerza de la naturaleza no cabe duda, pues así lo ha demostrado década tras década a través de sus numerosas presentaciones y shows como cantante. Sin embargo, en Hechizo de luna, la diva no sólo modula el impacto de su poderosa presencia escénica sino que se preocupa por los minuciosos detalles de la caracterización y del ser humano que subyace en su personaje. Cher brinda una interpretación tremendamente conmovedora retratando a una mujer marcada por un contexto cultural que calladamente rehúsa ser un estereotipo y que gradualmente florece para abrazar la plenitud de la vida. La señora, famosa por sus excentricidades, teje con esmero e inspiración una robusta interpretación llena de matices, color y belleza.

Miedo Por Carlos Mollá

 

23743144-confettis-et-des-serpentins-comme-decoration-pour-les-fetes-sylvester-isole-suspendu-avec-un-fond-blAl ir a despedirme de mis compañeros, me di cuenta de que me había quedado sola en la planta. Todo el mundo se había marchado. Como casi siempre, soy la última en salir. Pero lo peor, es que no es por tener más carga de trabajo, no. Recuerdo haberme quedado pasmada delante de la pantalla mientras el ordenador se apagaba y que tardé un rato largo en salir del coma.

Con el abrigo colgado en el brazo caminé despacio por el vacío pasillo en busca del ascensor. ¡Qué sensación tan fea de soledad genera un lugar de trabajo cargado con el silencio de la ausencia de los compañeros!

Tampoco es que los echara de menos. No tenía buena relación con ellos. En quince años no conseguí ninguna amistad especial con nadie. Nunca he sido muy popular, ni muy divertida. Y tampoco sexy, por lo que he sido siempre muy transparente para casi todo el mundo.

Me miré en el espejo del ascensor y percibí que la lozanía de la juventud se escapaba de mi rostro y de mi mirada como el agua entre los dedos. Parece que no me queda más remedio que poner el piloto automático para sobrellevar el resto de esta vida tan gris. Sin motivación en el trabajo, sin especiales relaciones y mi madre entrando ya en una edad en la que va a necesitar mucha ayuda, que como hija única, me a va a tocar aportarla a mí. Los próximos años van a ser muy poco interesantes.

Al salir del edificio tuve que detenerme para ponerme el abrigo. Hacía frío y acababa de terminar de llover, por lo que había una humedad que te penetraba hasta los huesos. Caminé, como cada día, los ocho minutos que me separaban del metro. Intentaba pesar lo menos posible para no hacer demasiado ruido con los tacones porque con tan poca gente en la calle, el ruido de mis zapatos se hacía muy patente y el eco lo convertía en estruendo y me generaba la sensación de ser observada y vigilada por muchas miradas intranquilizadoras.

Respiré cuando atravesé las puertas mecánicas de la estación. Me tocó esperar casi 6 minutos al siguiente tren porque a estas horas ya no pasan con la misma frecuencia que en las horas puntas.

Me entretuve observando cómo cada uno de los viajeros que allí estaban se afanaban atendiendo a sus respectivos móviles y despreciando los acontecimientos de su entorno. Se conectaban con una voz artificial suministrada por ese aparato que convertía a sus dueños en actores aficionados de sus propias comedias. Se movían y gesticulaban como si su interlocutor se encontrara también en el escenario que acababan de crear. ¡Era interesante ver esa obra de teatro, escuchando sólo la mitad del diálogo!

Me pude sentar en el lado de la ventanilla. ¡Como si el paisaje me pudiera emocionar! Al menos acomodé el cuerpo en el rincón formado por el respaldo y la pared del vagón. Apoyé la cabeza en el frío cristal e intenté relajarme, esperando que el viaje se me hiciera corto y poder llegar a casa lo antes posible.

La postura me obligaba a observarme, como de soslayo, en el reflejo de la ventanilla. Torcí la mirada para verme los ojos y al verme a mí misma me pregunté por qué yo, justamente yo, había tenido este triste destino. Por qué no había sido guapa, o divertida, o valiente. No me gustaba mi cuerpo ni mi personalidad. No me gustaba estar sola y casi todo me resultaba bastante aburrido. Repasé mi infancia, mi adolescencia y aunque encontré algunos buenos momentos, estos recuerdos no satisfacían mi angustia.

Metida en meditaciones, casi me paso de estación. Ya en la calle, y con el frío en la cara, tuve que cerrar los ojos. vinilo pizarra vileda fiesta confetiAnte lo evidente, no tuve más remedio que fijarme en la imagen que se formaba en mi mente. Era una figura muy oscura, que se movía gelatinosamente, con unos imperceptibles ojos, que mostraban una enorme avidez e ironía, deseando y absorbiendo todo lo que yo perdía. Me asusté y los abrí inmediatamente, sintiendo entonces la humedad que arrastraba el viento que golpeaba mis ojos. Sin cerrarlos, pasara lo que pasara, aceleré el paso para llegar a casa lo antes posible y refugiarme de esta imagen pavorosa.

 El paso se hacía difícil porque el temporal había arreciado y el viento soplaba en dirección contraria a mi destino. Pero el miedo me hizo sacar fuerzas que nunca imaginé poseer y empujé como no lo hice en mi vida. Al fin llegué al portal.

Tardé en encontrar las llaves en el inmenso bolso cargado de cosas inútiles. Con dificultad, acerté con la cerradura y giré el pestillo para que la puerta se abriera dócilmente.

Ya en el ascensor y para recuperar la calma, sin ser consciente, volví a cerrar los ojos. Al instante me di cuenta de la barbaridad que estaba haciendo y sin poder evitarlo, me fijé en lo que veía. Busqué al monstruo instintivamente, pero no vi nada. – Gracias a Dios –.

Al respirar, me di cuenta de que debía llevar mucho tiempo sin hacerlo y llené los pulmones a conciencia.

Más tranquila, introduje la llave en la cerradura y abrí la puerta. No me gustó encontrarme la casa tan a oscuras. No se veía nada. Como si todas las persianas estuvieran echadas. Busqué el interruptor y encendí la luz.

De pronto aparecieron multitud de ojos y caras sonrientes que me gritaban y jaleaban con una alegría desbordante. El susto me impidió entender nada de lo que estaba ocurriendo, pero sí distinguí el clásico grito de “¡Feliz cumpleañooooos”!

Dos de esas figuras, mi marido y mi hija, se adelantaron para felicitarme y abrazarme. Al sentir sus cuerposglobos-y-confeti-7882114 rodeando el mío, me abandoné a su calor y cerré los ojos otra vez. Con más seguridad que las veces anteriores, pero con la misma ansiedad, busqué otra vez la oscura figura que me estaba quitando el ánimo y las ganas de vivir. Y allí estaba, esta vez fuera de mí, esperando encontrarse otra vez a solas conmigo y apoderarse de toda mi alegría.

Tenía mucho poder. Sabía que era capaz de apagar mi autoestima, de hacer desaparecer a la gente que me amaba y de convencerme de que mi vida no tiene sentido.

No sé que voy a hacer, pero tengo miedo. Mucho miedo.