Verano amargo
La luz en lo más alto. Las rosas en lo más bajo. Las estrellas volviendo la cara al día esperan ansiosas revolotear a miles de kilómetros del universo.
– ¿Ves?, en una de éstas está él.
La que así hablaba era una mujer joven de ojos grandes, vidriosos, inundados de una enorme pena.
– ¿Cómo es posible? ¿Dónde se refugia? ¿Cómo sabes cuál es la suya?
– Sólo lo sé -respondió sin mirar hacia la niña que jugaba en la arena, esparciendo granos entre sus deditos, en esa calurosa tarde de agosto.
– Vamos, volvemos a casa.
De repente la prisa se había apoderado de Elena. Cogió la toalla con arena incluida, dobló el vestido de flores para no ponérselo y exigió con los ojos a su hija que la siguiera.
– Pero, mami, espera un poco. Tengo que recoger los cubos y… -se interrumpió al ver que su madre no la escuchaba, que continuaba su marcha, sin volver la vista hacia ella.
Con sus manos regordetas de apenas siete años consiguió sujetar todo con estrépito: los cubos, la pala azul, la toalla de muñecas, las chanclas rosas, el rastrillo amarillo y las gafas de fantasía. Con soltura y capacidad infantil consiguió dominar el caos y gritar:
– Espérame, por favor. No puedo andar más deprisa, soy pequeña.
El calor reinante mezclado con la rabia invisible que sobriamente la desbordaba en esos arrebatos, hicieron que la mujer retrocediera hacia la niña.
– ¿Y qué que seas pequeña? Todos somos pequeños, mira arriba –sin mediar más palabras le dio una bofetada que quebró el silencio de la playa y el alma de Irene de cuyos ojos comenzaron a brotar dos lágrimas saladas.
– Vamos -la cogió con fuerza del brazo-. Debemos llegar a casa antes de que se haga de noche.
No era fácil caminar sobre la arena fina y miles de conchas esparcidas y juguetonas. Irene suspiraba y se limpiaba sus inocentes ojos con la toalla, regalo de su abuela. Se esforzaba en caminar con el temor interior de que su madre no dudaría en volver a darle otra bofetada, y la incomprensión de por qué brotaba la culpa de su pecho infantil.
La noche parecía ir más deprisa de lo habitual. Queriendo avanzar y no decepcionar a su madre, Irene jadeaba del esfuerzo.
– Has perdido una chancla –le gritó desde la puerta-; no puedo más… -y rompió a llorar.
Invierno cruel
En la clase todos los niños formaban filas para salir. Una norma básica, estricta y conocida por todos. Las filas se formaban para salir, para entrar, para el recreo, para volver a casa, en las excursiones. Los alumnos conocían su sitio.
Sergio aborrecía esa norma y todo lo que tuviera que ver con el colegio; sólo disfrutaba con las ciencias. Desde que los Reyes Magos le trajeron aquel telescopio soñaba con volar hacia la luna. Estiraba sus manos con fuerza esperando tocar alguna de las miles de estrellas que lucían cada noche que las nubes lo permitían.
Rompiendo la rutina escolar, el colegio había preparado una excursión al campo. Durante siete días estarían fuera. Sergio preparó la mochila con cuidado, sin olvidar nada. Le apasionaba la idea de la excursión. Su telescopio abultaba mucho, pero se las apañó para llevarlo.
Un día frío, lluvioso, que quizás alterara los planes iniciales. Sergio subió al autobús, desde la ausencia de su padre no había vuelto a hacer una excursión fuera de casa, durmiendo lejos de los brazos protectores, hasta cansinos, de una madre nerviosa y ausente. El bus comenzó la marcha entre un sinfín de risas, gritos, voces. El conductor, acostumbrado a este coro, repetitivo y feliz, pensaba en sus cosas, ajeno al habitáculo y deseoso de llegar cuanto antes a su destino, por el camino sobradamente conocido. En el horizonte, el lago comenzaba a surgir.
– Vamos, tenemos que salir, Irene.
Entre sueños la niña se desperezó y obedeció a su madre que, con movimientos rápidos, cogía cosas de diferentes sitios, buscando algo que no encontraba.
Elena envolvió a la niña con el abrigo de borreguito, guantes y gorro de piel. La noche anunciaba una fuerte helada. Quizás nevara. El coche no arrancaba, el corazón galopaba a una velocidad extrema. La niña se quedó dormida en el asiento trasero. Nadie podía acompañar a Elena en su viaje, nadie la seguía en su pena. Nadie podría darle ahora el consuelo deseado. Había cogido el teléfono con pereza, no podía creerlo. O es que quizás no había entendido bien, era un sueño, una pesadilla, o ambas cosas a la vez.
Entre sus piernas, Irene se protegía con su escasa estatura de la desesperación de su madre, arropada baja la manta de cuadros grises. Miró hacía el cielo y suspiró antes de quedarse de nuevo dormida. El vaho de la respiración, los gemidos y el llanto envolvían la atmósfera.
Sintió que su madre se sentaba junto a ella y la abrazaba muy fuerte, casi le hacía daño.
A medianoche, desgarrada por el dolor, Elena deambulaba por la casa en camisón, desde la fatídica noticia.
– Seguro que aparece, no puede haberse esfumado. -Palabras que repetía desde que habían regresado, nadie la oía, sólo Irene era testigo de este monólogo que, a veces, se convertía en un diálogo desgarrador con alguien por teléfono.
Los días posteriores fueron un torrente de amargura para Elena y un reguero de temor para Irene que, aunque sabía que su hermano estaba de excursión, no entendía lo que sucedía.
– ¿Cuándo vuelve Sergio, mamá? ¿Por qué no le vamos a buscar? –la pregunta inevitable que no obtenía respuesta.
A partir del momento de la confirmación por el paso del tiempo, Elena no permitió ni a Irene ni a nadie, que pisara la habitación del niño y menos, el espacio antes cubierto por el telescopio.
A la vez ella se sumía en una gran soledad de la que excluía por completo a la niña, pieza ajena pero inexorablemente testigo de todo lo que estaba pasando.
Agobio estival
El azul morado del horizonte no dejaba lugar a dudas. Habría tormenta. Sería fuerte como la de ayer. Hacía días que la historia se repetía: mañanas calurosas, tardes tórridas y noches lluviosas. El mismo recorrido, nada se movía de este esquema. Irene estaba cansada y harta de que no le dejaran salir a jugar al acabar sus tareas, o que tampoco pudiera echarse sobre el pecho de su madre cuando quería llorar. Ahora temía cada vez con menos intensidad que su madre encontrara algo que darle o alguna cosa que hacer. Siempre lo hacía: se anticipaba a sus deseos de salir a tocar las flores que dibujaban de forma dispersa los campos y jardines cercanos, la obligaba a que permaneciera o a que la ayudara a lo que fuese… la excusa era lo de menos, el motivo le daba igual, solo quería tenerla allí. Irene se ponía su impermeable a cuadros rosas y azules, y escapaba mientras Elena dormía o simplemente suspiraba sin moverse de la cama.
Ya le daba igual sus reacciones, su furia o incluso, su pena.
Internamente, en su corta edad, sabía que ella no tenía la culpa de lo sucedido. Tampoco había olvidado a Sergio pero ya había pasado demasiado tiempo como para seguir pensando que algún día le encontraría en la cama sentado o en la cocina comiendo tarta de chocolate.
– Mira hacia el cielo, allí está viéndonos sobre una estrella como él hubiera querido. Nos envía una sonrisa
Irene no veía nada, sólo oscuridad, pero le daba la mano a su madre que apretaba fuerte.
– Si no fuera por Irene, no creo que hubiera podido aguantar -oyó que decía a alguien por teléfono. En esos escasos momentos en los que hablaba con alguna persona, Irene encontraba el hueco para huir, para sentir que aún había vida. Dentro, la muerte se estaba apoderando de las dos. Ni siquiera la abuela viajaba tan a menudo para verlas.
– Está muy mayor para hacerlo -le respondía su madre cuando la niña le preguntaba por el motivo.
No había opción, cada tres de mayo, día del cumpleaños de Sergio, iban al cementerio a visitar una tumba sin cuerpo, un lugar vacío. Ponían flores, su madre la obligaba a rezar, la única vez que lo hacían juntas, y volvían a casa con Elena en un mar de lágrimas.
-Mira otra vez arriba, esta vez sí que lo vas a ver -le decía en la noche de verano, al volver de la playa.
“No es justo, no es justo, no es justo”, veinte veces contó Irene que dijo su madre esas palabras mientras conducían a la vuelta. En el epitafio quiso que pusieran: “Donde quieras que estés, recuerda que te sigo esperando”.
– No sé qué hacer para encontrarlo, no sé dónde buscar, si hubiera querido aprender a nadar -Irene oía con estupor esta frase que su madre dirigía a la persona que había venido a verlas.
– No se martirice más, él no va a volver. Tiene que hacerse a la idea. Elena, usted tiene que pensar en su hija menor, tiene que seguir luchando por ella.
– ¿Luchar? Primero mi marido se va; luego, mi hijo me deja. ¿Cómo y por qué lucho?
Los ojos grandes de la niña percibieron lo que sus pequeños oídos se negaban a escuchar. La persona que allí estaba, una mujer de formas elegantes y pausadas, miraba hacia ella al otro lado de la sala, al mismo tiempo que intentaba levantar a Elena de su tumba. Sin conocerlas, se supone que venía a ayudarlas, pero a la niña no le gustaba.
– Váyase, váyase, no haga llorar más a mi madre. Déjenos. -Este grito interrumpió la charla de las dos mujeres antes de tiempo. La pequeña se refugió entre las piernas de su madre, sin mirar a la extraña.
– Irene, tengo que hablar contigo.
– Perdónela. Si le parece la llamo en unos días y continuamos. Necesitan ayuda.
El pañuelo y la falda de Elena se inundaron de agua salada.
Luz eterna
Dos semanas más tarde, cuando el tórrido verano comenzaba a dar señales de acabar, una mujer y una niña caminaban por la playa con sensaciones diferentes. La primera esperaba una ola que la engullera por completo; la niña, que esa misma ola la envolviera hasta elevarla a las estrellas para hacer volver a su hermano.
– Irene, tengo que hablar contigo de nuevo. Es importante. Ven, pequeña, ven, ven…
Sin escuchar a su madre, se adentraba en el agua. Luego correría por la arena, construiría un castillo de arena, acercaría su oreja a la caracola y por último, abrazaría a su madre mojada, como siempre hacía aunque no le gustara. No quería oír, no quería saber más.
La luz continuaba en lo más alto.