La Incógnita. Relato de Paula Alfonso

Me aproximé a la ventana con la completa seguridad de que la vería, corrí el visillo y así fue. Por el centro de la calzada, como si no hubiera acera, caminaba aquella mujer, deprisa y con la mirada al frente, como iba siempre, dando la sensación de que ante sus ojos se dibujara ya la meta que pretendía alcanzar.

Era pequeña de estatura, no creo que superara el metro cincuenta, y respecto a su edad ¿50? ¿60?,… , no sé precisar más este dato. Su atuendo siempre era el mismo: pantalones marrones, que a juzgar por las vueltas que llevaba a la altura de los tobillos no parecían de su talla, chaquetón gris bastante raído, zapatos sensiblemente deformados, que ponían en evidencia las irregularidades de unos pies que habrían caminado demasiado y, por último estaba su pelo; un pelo, negro y escaso, grasiento, al menos en apariencia, que caía mortecino hasta la mitad de su espalda.

Independiente de que fuera verano o invierno, en ocasiones bajo condiciones climáticas verdaderamente adversas, aquella mujer pasaba bajo mi ventana todos los días dos veces y siempre en las mismas horas, a las 8,45 subía la calle y a las 17,35 la bajaba.

Sin que pueda decir qué fue, en aquella mujer hubo algo que me atrapó, hasta creo que acabé obsesionándome con ella. Más de una vez me sorprendí tras los visillos esperándola a la hora que solía pasar, y nunca me defraudó. Lo primero que aparecía eran sus desgastados zapatos, daban la vuelta a la esquina y enfilaban mi calle, y ya, sin poder separar los ojos de ella, la seguía hasta que la distancia me devolvía su imagen distorsionada.

¿A dónde iba?, ¿de dónde venía?

Lo lógico era pensar que formaría parte de ese ejército de mujeres que desde extrarradios deprimidos de la gran ciudad se desplazan diariamente hasta zonas residenciales como esta para trabajar en la limpieza de algún chalet o casa grande, pero esa solución no acababa de dejarme satisfecha, porque aparentemente carecía de los modos refinados que suelen exigir sus propietarios a la gente que contratan para su servicio, o al menos yo desde mi ventana no se los veía.

Busqué otras posibles explicaciones que justificaran su puntual y rutinario ir y venir, pero la falta de certezas, las volvía cada vez más descabelladas y tuve que abandonar.

Había conseguido tenerla casi olvidada, cuando una mañana, mientras me arreglaba para salir, escuché en la calle un extraño alboroto, los ladridos enloquecidos de un perro se mezclaban con gritos de auxilio de una mujer.

Desde la ventana vi que, pertrechada contra la pared y ofreciendo como única defensa un viejo y destartalado bolso que apretaba contra su pecho, una mujer trataba de defenderse de un perro de gran tamaño que ladraba y le mostraba sus dientes de forma amenazadora, parecía que de un momento a otro iba a saltar sobre ella, para hacerla pedazos. Sin pensarlo dos veces cogí mi abrigo y el paraguas más grande que encontré junto a mi puerta y corrí en su ayuda. El animal, al sentir mis pasos, se giró, pero no debió considerarme gran amenaza, porque, siguió ensañándose con su presa. Avancé con idea de protegerla y fue en ese momento cuando reconocí en ella a la mujer que me había mantenido tan intrigada en el pasado.  La voz de un hombre, que venía despavorido hacia nosotras, alertó al animal, que al verlo abandonó todo signo de fiereza, fue a su encuentro y sin ofrecer resistencia se dejó poner mansamente la correa.

-Lo siento, se me ha escapado y no he podido….

Empezó a decir a modo de disculpa

-Pues ha estado a punto de acabar con esta pobre mujer, mire como está. Además, es ilegal llevar los perros sueltos ¿lo sabe?, podemos denunciarle por ello. Es increíble que todavía pasen estas cosas

Le hubiera dicho mucho más, estaba tan enfadada, tan indignada…, pero no me dio tiempo, al escuchar la palabra denuncia tiró de su perro y ambos salieron huyendo de mi amenaza.

Al sentirse a salvo,  la pobre mujer se le doblaron las piernas y acabó sentada en el suelo. Me arrodillé a su lado y le toqué las manos, las tenía heladas, apoyó  la cabeza en la pared y cerró los ojos, estaba muy pálida. Intentó hablar, pero un intenso temblor le impedía articular palabra.

Finalmente, con voz apenas audible dijo

– Yo no he hecho nada señora, el perro se abalanzó sobre mí y me empujó contra la pared, pero yo no le hice nada.

-Ya lo sé, no tiene por qué disculparse, aquí el único culpable es el dueño del perro por llevarlo suelto.

Respondí todavía indignada

Vi que tenía un bolsillo del chaquetón prácticamente arrancado y en la pierna una pequeña herida que comenzaba a sangrar.

-Mire, yo vivo justo ahí enfrente, esas ventanas de la primera planta son las mías. Déjeme llevarle a mi casa para curarle esa herida y prepararle algo caliente, verá como enseguida se repone.

No contestó, lo que me hizo entender que aceptaba mi ofrecimiento. Me puse en pie, la mujer lo intentó, pero su pequeño cuerpo se había quedado sin fuerza y casi tuve que atravesar la calle con ella en brazos.

Ya en casa la acomodé en el sofá, cubrí su cuerpo, que todavía temblaba, con una manta y fui a buscar todo lo necesario para curarle la herida.

No parecía importante, era algo más profundo que un arañazo pero enseguida dejó de sangrar, después de desinfectárselo y cubrirlo  con un apósito, me dirigí a la cocina y busqué en el cajón de las infusiones un sobre de tila.

Lo aceptó de buen gusto y, tras dar los primeros sorbos, me susurró.

-Gracias señora, muchas gracias.  Es usted muy buena

Ahora que ya estaba más tranquila, su voz sonaba dulce, tierna, melodiosa, nunca la hubiera imaginado así, no concordaba con su aspecto casi desaliñado o con la extrema y persistente seriedad en su rostro. Pero lo que realmente me sobrecogió fueron sus ojos, desprendían tal melancolía y tanta tristeza que, al mirarte, igual que la niebla en una noche oscura, te sentías invadida por completo.

¿Se encuentra mejor?

-Creo que sí

-Pues eso es lo importante- le respondí tomando sus manos entre las mías para que entraran en calor.

Permanecimos un tiempo en silencio y de pronto, como accionada por un resorte, se incorporó, echó la manta hacia atrás y quiso ponerse en pie, pero las piernas no le respondieron y se desplomó de nuevo sobre el sofá.

-No tenga prisa en levantarse, después del susto que ha pasado es normal que ahora se sienta débil.

-Es que tengo que irme, tengo que irme- dijo nerviosa.

Supuse que estaría preocupada porque iba a llegar tarde a su  trabajo y quise tranquilizarla asegurándole que yo la acompañaría y si era necesario hablaría con sus jefes o quien fuera contándoles lo sucedido.

-Seguro que entenderán el retraso.

Ella volvió a mirarme fijamente y esta vez sus ojos parecían dos pozos profundos a los que daba miedo asomarse.

-Yo no tengo jefes. Pero he de seguir mi camino.

-Bueno, cuando usted se recupere, me dice adonde la tengo que llevar, cogemos mi coche y verá como llegamos enseguida.

Con cierta desgana,  molesta o tal vez decepcionada porque no la hubiera entendido, volvió  la cabeza hacia otro lado.

-Tengo que comprobar que ha llegado bien, que no le ha pasado nada.

Dijo casi en un susurro, como si hablara para ella misma.

Seguía sin entender a qué se refería, pero esta vez preferí callar y dejar que fuera ella, si lo creía conveniente, quien me lo explicara.

-Se trata de mi hijo, mi tesoro, lo único que tengo en la vida.

 

Hizo una pausa, que más pareció una reverencia y siguió después

-Siendo muy pequeño los médicos le diagnosticaron una enfermedad incurable que sin tardar mucho acabaría dejándolo ciego. Mi marido no pudo soportarlo y se marchó, pero acabó dándome igual. Es cierto que al principio le odié, maldije una y mil veces su cobardía, pero después se lo agradecí, porque así los dos solos hemos vivido y vivimos el uno para el otro.

Tomó la taza y bebió, tal vez necesitaba tomar fuerza para lo que continuaba después

-En un principio no creí aquel diagnóstico, preferí pensar que aquellos médicos eran unos necios, que se equivocaban, en alguna parte habría otro más sabio que, tras explorarle, me llamaría para decirme que todo había sido un error, que mi hijo se pondría bien. En una búsqueda desesperada recorrí un sinfín de consultas y en todas ellas me decían lo mismo: su hijo se va a quedar ciego, la enfermedad que tiene es incurable.

Pero dígame señora, ¿cómo una madre va a aceptar eso?, cómo yo iba a asumir que los ojos de mi hijo, azules como luceros, llegarían a quedarse sin vida. Tenía que haber algún modo de evitarlo y con esa absurda ilusión continué buscando.

Se aproximó a la mesa, tomó la taza y apuró la tila que quedaba. Me ofrecí a prepararle otra, pero con un gesto de su mano me dijo que no.

-Me orienté entonces hacía curanderos, brujos, santeros y todo este tipo de gente, incluso aunque no creo en Dios, visité con mi hijo todos aquellos lugares en los que me decían que por haberse aparecido la virgen o cualquier otro santo se multiplicaban allí los milagros.

Como se habrá imaginado tuve que trabajar de noche y de día en cualquier cosa que me saliera  para poder hacer frente a todo este loco dispendio, pero no me importaba, lo hacía por mi hijo.

Un día cansada y decepcionada decidí volver al primer médico que visitamos, el primero que me dio el fatal diagnóstico, recordaba a mi hijo perfectamente y  tras hacerle la exploración no varió un ápice en su dictamen, mi hijo caminaba hacia la ceguera absoluta, pero añadió algo más que hasta el momento nadie me había dicho. “mi consejo es que, en vez de malgastar el tiempo en buscar una solución, que no existe, lo emplee en enseñar a su hijo a valerse por sí mismo, es decir prepararlo para el momento en que llegue la ceguera absoluta.

Aunque entendí perfectamente a lo que se refería, supe que me iba a resultar muy difícil seguir su consejo. Hasta ese momento mi vida se había centrado en proteger a mi hijo, llevarle de la mano para que no se dañara, acercarle las cosas que por sí solo no encontraba, él no hacía prácticamente nada era yo sus pies y sus manos. Si seguía aquella recomendación tendría que actuar de modo totalmente contrario, dejar que hiciera las cosas solo, asistir de forma pasiva a sus errores, a sus fracasos … Qué difícil me iba a resultar, pero “el bien de mi hijo” era razón suficiente, para al menos intentarlo.

Efectivamente, al principio sufría mucho cuando desde mi ventana le veía en la calle, con su andar vacilante, tropezar con los alcorques de los árboles o equivocarse de portal para entrar en casa. Aun sabiendo que no podía escucharme, tras los cristales le gritaba, cuidado, cariño, tuerce a la derecha, tienes de frente una esquina, esa puerta no, la siguiente o simplemente rompía a llorar indefensa   cuando chocaba con un niño que jugaba tranquilo a la pelota. Pero después no me quedó otra que apretar los dientes con rabia y sujetarme fuertemente los brazos para permanecer en mi cocina y no acabar sucumbiendo a la tentación de bajar las escaleras, tomar la mano de mi hijo y cubrirle de besos, como hacía antes.

Después le concedieron una plaza en la residencia de invidentes, que está cerca de aquí. Para entonces se movía ya mejor, su sentido de la orientación se había desarrollado y por tanto eran pocos los fallos que cometía. Pero para llegar hasta aquí tenía que levantarse a las 6:30, caminar hasta el metro, después el cercanías y, por último, recorrer el camino hasta la residencia. Para él era mucho, pero para mí todavía más.

La noche previa a que mi hijo hiciera por primera vez ese recorrido, no pude dormir, y eso que nos habíamos pasado semanas enteras estudiándolo. Sabíamos todos los cruces, conocíamos los puntos peligrosos, las salidas de garajes, pero aun así tenía mucho miedo. Mi corazón me pedía acompañarle, pero mi cabeza me exigía con dureza dejarle solo. “Es por su bien”, me repetí mil veces, “es por su bien”, ¡malditas palabras!

Al apuntar las luces del día, tenía ya tomada una decisión, una decisión que en principio era solo para esa jornada, pero que ha acabado convirtiéndose en una rutina que mantengo hasta hoy. Cada mañana me despido de mi hijo en la puerta de casa, le veo tomar el ascensor y después desde la ventana, salir del portal, desplegar el bastón y caminar en la dirección correcta. Es en ese momento en que desaparece de mi vista cuando me pongo en acción. Rápidamente me visto, cojo mi viejo bolso en el que llevo lo estrictamente necesario y corro hasta la calle para seguir sus pasos.  Me subo en el mismo anden que él, pero alejada, lo mismo hago en el cercanías, nos bajamos en esta estación y finalmente tomamos calle arriba camino de la residencia. Hasta ahora nunca ha sido consciente de mi presencia, para ello tomo mis buenas precauciones, pero temo el día que ocurra, que mi estrategia quede al descubierto. Seguramente me obligarán a cesar y con ello se me privaran de la dicha de verle caminar entre la gente, tan guapo, tan seguro, tan elegante…

 Cuando traspasa las puertas de la residencia me siento en un banco, lejos de las ventanas del edificio eso sí y pacientemente dejo pasar las horas, echo migas de pan a los pájaros o leo algún periódico o revista atrasado que encuentro en las papeleras. A veces alguien se sienta a mi lado y puedo entablar una conversación, pero son escasas estas oportunidades. De todos modos, la tarde llega pronto y cuando escucho la campana de la residencia anunciando la salida de los internos, me pongo tan contenta porque llega el momento de volverlo a ver. Es siempre de los  primeros en abandonar el edificio, pasa por delante de mí ignorándome, dejo que avance, y cuando la distancia me parece segura sigo sus pasos y ambos iniciamos el viaje de retorno a casa.

-Y ahora créame, tengo que irme.

De manera decidida se incorporó, echó la manta hacia atrás y se puso en pie. A través de sus movimientos pude comprobar que estaba totalmente repuesta, y eso me tranquilizó. Antes de irse, le insistí en que ahora que conocía mi casa, si algún día tenía cualquier necesidad, no dudara en llamar, para mí sería un placer volver a verla.

Me expresó de nuevo su sincera gratitud y se marchó con una sonrisa en los labios

Desde la ventana, igual que tantas veces hice en el pasado, vi como se alejaba, cualquiera hubiera afirmado que se trataba de la misma mujer de entonces, sus mismos andares, la misma insistencia en mirar a lo lejos, pero para mi era una mujer diferente, ya no representaba una incógnita, ni podría volver a elucubrar sobre ella con explicaciones sin base alguna, ahora aquella pequeña e insignificante mujer, con sus zapatos gastados, y su viejo bolso fuertemente cogido, se había convertido en toda una lección de vida.

Al tomar la manta que había quedado en el sofá para doblarla, algo cayó al suelo, era una pequeña carpeta de plástico amarillento y muy gastada con papeles doblados dentro. Seguramente se le habría caído del bolsillo del chaquetón que el perro casi le arranca o de su bolso que no cerraba bien.

Me disponía a dejarla sobre la mesa con la intención de entregársela al día siguiente, cuando algo dentro del plástico llamó mi atención, en el interior de la carpeta se veía una fotografía bastante gastada, la tomé con cuidado y me sorprendió ver en ella a un chico de unos 16 o 17 años rubio, guapo, que miraba al frente y sonreía, sus ojos eran de un azul maravilloso, pero tenían una expresión extraña, difícil de explicar. Una mujer con un vestido de fondo blanco y flores de colores muy vistosa, le tenía cogido cariñosamente por los hombros. Estaba sutilmente maquillada y presentaba una media melena brillante y ondulada.  Me costó mucho reconocer en ella, a la misma mujer que acababa de abandonar mi casa, pero no había duda, era ella.

Me dispuse a devolver la foto al interior del plástico, pero un papel que había también en su interior se plegó. Intenté extenderlo, pero tuve que sacarlo. Era un viejo recorte de periódico en el que  el tiempo y las muchas dobleces habían borrado buena parte del texto, pero, con dificultad, aún se podía leer el titular. “Tras saltarse un semáforo en rojo, un conductor que dio positivo en alcoholemia, atropella a un joven invidente causándole la muerte de manera instantánea”. En uno de los lados debió incluir una instantánea que ahora estaba prácticamente borrada, solo quedaba de ella el pie que decía “La madre del joven, llora desesperada sobre el cadáver de su hijo”.

El recorte era del 24 de septiembre de 2021, habían transcurrido tres años desde este lamentable suceso.

 

Unos hermosos ojos verdes Por Ana Riera

 

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—A veces pienso que me equivoqué, que tomé la decisión incorrecta.

Elisa siente por un instante que un extraño sentimiento parecido a la nostalgia se apodera de ella. Quizás por eso agita inconscientemente las manos con fuerza, para alejar la desazón. A estas alturas del camino sabe por experiencia propia que no sirve de nada atormentarse por los caminos desestimados, por lo que pudo haber sido y no fue. Pero escuchar la revelación de su madre, así, de forma tan imprevista, la ha perturbado.

—Pero tienes que entender que eran otros tiempos, que por aquel entonces las cosas eran muy distintas. Ahora sería absurdo, incluso ridículo, pero entonces te aseguro que no lo era, no señor.

Se da perfecta cuenta de que su madre le dice todo eso, de que necesita sincerarse tras todos esos años, porque en ese momento se siente vulnerable. Está asustada como nunca antes lo ha estado y su edad avanzada le induce a hacer recuento de su vida. Probablemente no le gusta lo que ve, le apetecería poder mudarse a otra realidad. Pero lo cierto es que la vida casi siempre nos arrolla y resulta difícil escapar. Elisa sabe todo eso y sin embargo no puede evitar que un pensamiento mundano cruce por su cabeza: “¡De modo que yo habría podido tener unos hermosos ojos verdes!”. Sin duda es fruto de un viejo anhelo de cuando apenas si levantaba unos palmos del suelo. Quería tener unos hermosos ojos verdes, a poder ser un poco rasgados, de esos capaces de cautivar con una sola mirada. Se avergüenza de pensar todo eso justo en ese momento, cuando su madre le ha abierto el corazón de par en par. Respira hondo un par de veces e intenta olvidarse de sí misma. Es entonces cuando descubre que en realidad la revelación no la ha sorprendido. Y eso la deja boquiabierta. Tal vez por eso, porque en realidad lo ha vivido como una confirmación, se ha atrevido a preguntarle quién era él, el hombre del que estaba realmente enamorada pero con el que jamás llegó a comprometerse.

—Ricardo.

Claro, Ricardo. ¿Quién si no? Esa respuesta la tranquiliza. Es alguien a quien conoce, que le cae bien, que encaja en la historia. Le pregunta a su madre qué ocurrió, por qué no acabaron juntos si le conoció antes que a su padre.  Su madre no se hace de rogar. Las palabras fluyen de su boca con naturalidad. Habían salido algunas veces, pero eran tan jóvenes… además, él tenía que marcharse a cumplir con el servicio militar. Y no hizo como otros, que se comprometían antes de partir, si no que le dijo que ya hablarían cuando volviera. Y luego ocurrió eso.

Elisa piensa por un breve segundo que quizás debería interrumpirla, pero su curiosidad es demasiado grande. Así que la deja seguir sin decir nada. La madre retoma el relato. Una tarde como otras muchas, mientras hacía las tareas sentada en su escritorio, dos de sus hermanas se pusieron a charlar, seguramente con la intención expresa de que ella lo oyera todo. Hablaron de Ricardo. Era el hermano de la mejor amiga de una de sus hermanas, así que lo conocían desde siempre.

—Recuerdo perfectamente sus palabras. Dijeron que estaba claro que lo era, que lo sabía todo el mundo. Por eso estaba trabajando de dependiente en una mercería, cómo si no iba a buscarse ese trabajo, vender blondas y cintas, eso según ellas sólo lo hacías si eras homosexual. Vamos, que estaba clarísimo. Ricardo era homosexual y lo sabía hasta el apuntador.

Para su madre fue oír esa palabra maldita y venírsele el mundo abajo. Hizo ver quehombre-solitario seguía con las tareas como si nada, como si no fuera con ella, pero el corazón se le partió en dos, todo a su alrededor se hizo trizas. Luego dijo a sus hermanas que había terminado, que se iba porque había quedado en darle una clase particular a la hija de los Martínez. Una vez en la calle, lejos de miradas escrutadoras, ya no fue capaz de seguir conteniendo las lágrimas. Corrió a una plazoleta cercana y se sentó en un banco a llorar. Insegura, inexperta, no solo no dudó ni por un instante de lo que acababa de oír, si no que pensó que todo encajaba. Por eso Ricardo se marchaba a la mili sin comprometerse. No quería herirla y ponía distancia, para que la cosa se enfriaría y ella le olvidaría.

—Tienes que pensar que era otra época, que ser homosexual era un pecado, lo peor de lo peor.

Elisa sabe que su madre no miente por los vívidos recuerdos que atesora de ese día funesto. Está segura de que si cierra los ojos puede recordar incluso cómo olía el aire, que a pesar de que todavía hacía calor, el frío se apoderó de su cuerpo convulso, que tuvo que hacer un gran esfuerzo por serenarse y regresar a casa como si efectivamente volviera de dar una clase a la caprichosa hija de los Martínez, que se acostó pronto pensando que el calor de las sábanas la serenaría un poco pero que las encontró húmedas y heladas. Se da cuenta entonces de que su madre sigue impasible con el relato. Le explica que, asustada y dolida, cedió ante la insistencia del que acabaría siendo su padre.

De nuevo ese curioso pensamiento cruza por la mente de Elisa: “¡De modo que yo habría podido tener unos hermosos ojos verdes!”.  No acaba de entender por qué cerca de cumplir medio siglo, ese descubrimiento parece ser tan importante. Sabe perfectamente que si hubiera tenido unos hermosos ojos verdes de mirada risueña como los de Ricardo ya no habría sido ella. Es plenamente consciente de que cualquier pequeño cambio en la sucesión de acontecimientos habría alterado por completo todo lo sucedido a continuación. Como consecuencia, ella ya no sería ella, al menos no como era entonces, como se reconocía. Sería otra, o ni siquiera existiría. Y sin embargo no consigue sacarse esa idea de la cabeza. Para huir de sus pensamientos, le pregunta a su madre cuándo volvió a colarse Ricardo en su vida, si fue en cuanto regresó de hacer el servicio militar. Pero descubre que fue mucho más tarde. La primera vez que su padre enfermó de una rara dolencia, cumplidos ya los sesenta. La hermana de su madre había conservado todos esos años la amistad con la hermana de Ricardo. Solían salir a comer o al teatro de vez en cuando, y la invitó a uno de esos encuentros para que se distrajera un poco. Casualmente ese día también se unió a ellos Ricardo.

—Desde entonces somos buenos amigos. De hecho es mi principal confidente, el único al que puedo llamar si estoy mal.

Elisa se da cuenta de que su madre no le ha aclarado todavía una cuestión fundamental. Quizás a estas alturas ya no le parezca importante. A pesar de ello, no puede evitar que brote de sus labios la pregunta. No sabe muy bien cuál es la razón pero necesita saber si realmente es homosexual o no.

—Eso llegó mucho más tarde, cuando ya hacía años que volvíamos a ser amigos. Una triste tarde de noviembre fuimos a merendar a una pequeña granja. Tomé un suizo y una ensaimada. Fue él quien sacó el tema. Me preguntó qué había ocurrido, porqué había desaparecido y no había vuelto a dar señales de vida. Se lo conté. Me dijo que no se lo podía creer, que había pensado de todo, de todo menos eso, que jamás se le habría pasado por la cabeza. Y entonces le pregunté, claro. Y me dijo que no, que nunca había sido homosexual.

Elisa se queda dándole vueltas a estas últimas palabras. Le parece increíble que un solo vocablo, un vocablo que para ella nunca ha significado el más mínimo problema, haya podido determinar hasta ese punto la vida de su madre. Entiende que eran otros tiempos, claro. Pero no puede dejar de pensar que también fue por la forma de ser de su madre y sus circunstancias, por sus miedos y sus limitaciones, por su forma de procesar esa información. Que a pesar de ser otra época ella podría haber actuado de otro modo. Pero tomó una decisión. Levanta la mirada y se encuentra con los ojos de su madre que le suplican comprensión. Y toma también una decisión. Le dice que no tiene sentido pensar en lo que pudo haber sido, que no sirve de nada. Que cree que no se equivocó, porque en los últimos años, cuando más lo necesitaba, ha contado con un buen amigo que le ha hecho compañía y le ha ayudado a soportar los momentos difíciles, y que eso no tiene precio. Que nunca sabrá si habrían funcionado como pareja, pero sabe que sí funcionan como amigos. La sonrisa agradecida de su madre le confirma que ha hecho lo correcto.

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Más tarde, mientras avanza sin prisas por el paseo marítimo, Elisa se queda atrapada  por el color turquesa de las aguas, que se muestran extrañamente revueltas.  Y de repente no puede evitar que ese pensamiento se cuele una vez más en su mente: “De modo que yo podría haber tenido unos hermosos ojos verdes”.

Remordimiento Por Ana Riera

Todo estaba siendo muy raro. Demasiado. En primer lugar estaba su sorprendente propuesta, la de llevarla al cine un día entre semana. ¡Si le costaba Dios y ayuda sacarlo de casa los fines de semana! Así que en un día de diario era impensable. Le parecía estar oyendo su cantinela de siempre en ese mismo instante. “Es que yo madrugo mucho, ¿sabes? Y si no duermo un mínimo no soy persona. Ya me gustaría verte a ti si tuvieras que manejar maquinaria pesada como hago yo”. De hecho, no recordaba cuál había sido la última vez que habían salido por ahí sin que fuera ella la que lanzaba la propuesta. Y la que insistía hasta ponerse realmente pesada. A veces incluso tenía que hacerle chantaje. “O me sacas a dar una vuelta o te pasas el fin de semana a pan y agua, vamos, que no me catas”. Por eso cuando llegó de trabajar y le dijo “Anda, ponte guapa que te voy a llevar al cine”, se quedó plantada en medio del comedor, con los platos a medio guardar y mirándole con los ojos muy abiertos. “Pero si es miércoles”, solo atinó a decir. “¿No te quejas siempre de que soy un muermo? Pues hala, para que veas. ¿Acaso no quieres ir?”. “Sí, sí, me cambio en un pispás”, dijo ella, mientras desaparecía por el pasillo a toda velocidad, no fuera que se arrepintiera

No tenía la más mínima intención de desaprovechar una oferta como esa. Pero eso no quitaba que le pareciera raro. “Bueno, y qué vamos a ver”. “Sorpresa, sorpresa. Tendrás que fiarte de mí”. No se fiaba, al menos no demasiado. Amaba a su marido, peo sabía que sus dotes como seductor eran limitadas. Sin embargo, decidió seguirle el juego. “Está bien, me fiaré”. Y se colgó de su brazo para corroborar sus palabras. Fueron dando un paseo. Soplaba una suave brisa y se adivinaba la cercanía de la primavera.

“¿Bueno, me vas a decir ya cómo se llama la película?”, le preguntó una vez acomodados en las mullidas butacas de la penúltima fila. “El próximo año, a la misma hora. Es una película antigua. Es que ponen un ciclo.” Eso fue la segunda cosa extraña. A su marido le gustaban las películas de acción y ese título sugería más bien una comedía. ¡Y una película antigua! La verdad es que no sabía muy bien qué pensar. Pero decidió relajarse y disfrutar de la inesperada velada.

Lo tercero fue la película en sí. Le bastó ver media hora de la cinta para que se le subiera la mosca a la cabeza. Iba de un hombre y una mujer que tienen una aventura extramatrimonial y que deciden volver a verse todos los años en el mismo sitio y a la misma hora. ¡No daba crédito! ¡No podía ser una casualidad! Miró a su marido con el rabillo del ojo. Parecía tranquilo. Aun así empezaron a sudarle las manos. No, no podía ser una mera coincidencia. Era todo demasiado calcado.

Había ocurrido sin buscarlo. Su marido se negó a ir con ella a la boda de una amiga. “No tengo la culpa de que se case en domingo y en el quinto pino”. Discutieron. Ella decidió ir sola. En su mesa había un chico de su edad. Venía por parte del novio y también estaba casado. Para cuando llegaron los postres, varias copas de vino más tarde, tontearon un poco. Él la sacó a bailar. Terminaron en su habitación del hotel. Fue una noche de pasión desenfrenada. Por la mañana compartieron desayuno y algunas confidencias. Justo antes de regresar de nuevo a sus respectivas vidas, a ella se le ocurrió una idea y la soltó. “Me he sentido muy a gusto. El año que viene podríamos repetirlo. Podemos quedar aquí mismo. Justo dentro de un año”. Habían pasado ya 10 años. Ni él ni ella habían faltado ni una sola vez a la cita.

A partir de ahora Por Ana Riera

 – 1 –

–A partir de ahora no quiero que me llaméis Hugo nunca más. Voy a ser Cloe. Quiero que me llaméis Cloe, ¿vale?

Hugo tenía 10 años cuando lanzó esa bomba. Era un sábado al mediodía y estaban los cuatro sentados a la mesa. Su padre había preparado su famoso arroz caldoso. Su madre había servido los platos y acababa de sentarse. Su hermana pequeña, Sara, estaba preparada con la cuchara en la mano, porque tenía mucha hambre.

Un silencio denso se instaló durante unos instantes en el comedor. Fue Sara, que acababa de cumplir 5 años, la que lo desbarató con su lengua de trapo.

–¿Ya no te gusta el nombre de Hugo? ¿Por eso te quieres llamar Cloe?

–No es eso. Lo que no me gusta es ser un niño.

–¿Quieres ser una niña como yo? –insistió con los ojos abiertos como platos.

–Sí, eso es.

–¿Y te vas a poner vestidos? Yo te puedo dejar los míos si quieres, aunque no sé si te caberán.

–¡Callaros! –interrumpió la madre de golpe—. Quiero que os calléis.

Su voz sonó fuerte y desesperada. Se hizo de nuevo el silencio, pero duró poco. Esta vez fue Hugo el que lo rompió.

–¿Por qué quieres que nos callemos?

–Porque sí.

–¿Pero por qué? –insistió.

— ¡Porque no puedes convertirte en una niña sin más! –exclamó casi gritando.

–¿Por qué no? –insistió Hugo mirándola sorprendido a los ojos.

–Pues porque hay cosas que no pueden ser y no hay más que hablar –le contestó ella apartando la mirada.

–Pues yo creo que no es así –contestó Hugo insistente.

–A ver, creo que será mejor que nos calmemos todos un poco –intervino entonces el padre.

–¿Qué nos calmemos un poco? ¿Hablas en serio? ¿Acaso no has oído lo que acaba de decir tu hijo? ¿No entiendes las implicaciones? –le increpó su mujer absolutamente fuera de sí.

–Claro que lo he oído y me parece que es algo importante. Por eso creo que debemos hablarlo con calma. No podemos obviarlo sin más.

–Sí, sí que podemos. Al menos yo sí que puedo. Y eso es precisamente lo que pienso hacer.

–Vamos Elisa, cálmate…

–No pienso calmarme. No quiero calmarme. ¿Lo entiendes?

–Pues no mucho, la verdad.

–Sabes qué, que se me ha quitado el apetito –añadió levantándose bruscamente de la mesa.

La reacción de su mujer lo cogió desprevenido, así que no atinó a decir nada. El pasillo tardó unos segundos en tragarse el eco del portazo que dio por terminada la conversación.

Hugo miró a su padre. A éste le pareció ver una profundidad en sus ojos que no había apreciado antes. Se dio cuenta de que su hijo no había dejado de mirarle. Le dedicó una sonrisa algo forzada.

–No te preocupes. Se le pasará. Tan solo necesita algo de tiempo para asimilarlo –intentó tranquilizarlo.

–Ya. Bueno, tu no lo has necesitado –dijo llevándose una cucharada de arroz a la boca.

–Supongo que no todos somos iguales.

–Supongo que no.

–¿Puedo preguntarte algo? –añadió el padre tras unos segundos.

–Claro –respondió mientras se llevaba una segunda cucharada a la boca.

–¿Desde cuándo lo sabes? Quiero decir…

–Hace ya algún tiempo. No sé, creo que en parte lo he sabido desde siempre.

–¿Estás seguro cien por cien?

–Mil por mil, papá.

–Eso está bien. Porque es algo serio. ¿Lo sabes no?

–Si. Si no fuera serio mamá no se habría enfadado.

–Se le pasará, ya verás. En cualquier caso, puedes contar conmigo, ¿vale? No voy a dejarte solo en esto.

–Gracias, papá.

–¿Se lo has contado a alguien más?

–Todavía no. Bueno, a mi amiga Laura. Pero sabe guardar secretos.

–También me lo has dicho a mí –objetó Sara.

–¿Tú también sabes guardar un secreto? –le preguntó su padre.

–Pos claro… ¿Qué es un secreto?

–Algo que no le cuentas a nadie jamás, pase lo que pase.

–¡Ah, vale! Pues sí sabo –dijo tapándose la boca con las dos manos.

–Ya veo. ¿Oye Hu…, quiero decir Cloe, te gustaría decírselo a alguien más?

–Había pensado contárselo a mi profe. Quiero que en el cole me llamen Cloe. Al menos los de mi clase.

–Eso a lo mejor lleva algo de tiempo.

–A Laura no le costado.

–¿Ella ya te llama Cloe?

–Cuando estamos solos.

–Entiendo. ¿Te parece que le pida una tutoría a tu profe? Así se lo explicamos juntos.

–Vale, guay.

–Anda, ven –le dijo su padre ofreciéndole los brazos. Hugo se levantó y se dejó abrazar. Estaba tranquilo, pero sentirse arropado le hizo bien.

–Yo también quiero –se quejó su hermana mientras abandonaba la silla. No tardó en encontrar un hueco por el que colarse.

–Bueno –dijo el padre tras un minuto disfrutando del momento–. Terminar de comer y luego recogéis la mesa. Que hoy es sábado y os toca. Pero no quiero peleas, ¿eh?

–Claro que no, las hermanas no se pelean –dijo Sara muy sería concentrándose en su plato.

-2 –

Se sentía decepcionado con su mujer. Él también estaba confuso. La verdad es que no lo había visto venir. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de nada? Se suponía que debía haber captado algún indicio, alguna señal. En fin, qué más daba ya. El pasado ya no podía cambiarlo, lo importante ahora era lo que hiciera a partir de ese instante.

Las ideas se le agolpaban en la cabeza. Eran tantas que le costaba verlas.  Pero tenía clara una cosa, que no podía darle la espalda. Si ellos no le apoyaban, que le esperaba a su pobre hijo. Bueno a su hija. Seguro que no le había resultado fácil, nada fácil. Tomar una decisión como aquella con tan solo 10 años… Solo de pensarlo se le hacía un nudo en el estómago. Él a su edad se pasaba el día cazando lagartijas y haciendo pellas para irse a la aventura con los amigos. Sí, se sentía muy decepcionado con su mujer. ¿A qué había venido esa reacción? Pensaba que tenía una mentalidad más abierta. ¡Además, se suponía que una madre siempre debía anteponer su amor por sus hijos a cualquier otra cosa!

Tenía que hablar con ella, pero plantado delante de la puerta de su dormitorio no se decidía a entrar. No sabía cómo abordar aquella situación. ¿No sabía o no quería? De repente sentía un fuerte rechazo hacia su mujer. ¿Cómo había podido mostrarse tan insensible? ¿Por qué se había marchado dejándolo solo ante algo tan grande? ¿Era ese su concepto de pareja?

-3-

Elisa se sentía fatal. No, no se había vuelto loca. Sabía perfectamente que no había estado bien. ¡Cómo no iba a saberlo! Pero no había sido capaz de reaccionar de otro modo. Simplemente, no podía.  Sabía que había decepcionado a Hugo. Y a su marido. Pero necesitaba tiempo. No sabía cuánto. Porque las palabras de su hijo habían desatado en ella una tormenta inesperada, pero absolutamente devastadora. Las compuertas que llevaban tiempo bien apuntaladas de golpe habían saltado por los aires y los sentimientos que había conseguido encerrar durante todos esos años se habían precipitado hacia fuera de forma descontrolada, llevándosela a ella por delante.

Y allí estaba, desparramada sobre la cama, sin fuerzas siquiera para llorar. Demasiada descolocada para poder comprender las dimensiones de lo que estaba sucediendo en su interior. Entonces, de repente, una palabra aparentemente inocente se abrió paso entre la confusión que reinaba en su cabeza, ocupándolo todo.

Al principio le costó distinguirla. Era apenas una mancha borrosa, filtrándose por los recovecos como un experto contorsionista. Luego, muy lentamente, fue tomando forma. Aun así, tuvo que concentrarse para poder leerla de principio a fin y eso que solo tenía cuatro letras: LOLI.

En cuanto la leyó, tan clara como si alguien la estuviera proyectando en la pared con una cámara de gran precisión, se le aceleró el corazón. No podía dejar de leerla una y otra vez. Loli. Loli. Loli. Una tromba de recuerdos la inundó por completo, llenando cada esquina de su cuerpo. Hasta tal punto que sintió que iba a estallar.

¡Hacía tanto tiempo que no pensaba en ella! En algún momento el dolor había sido tan grande, la culpa tan desgarradora, que su mente infantil no había podido soportarlo. Seguramente fue entonces cuando había cogido todos los recuerdos, todos los sentimientos que de algún modo tenían que ver con Loli, y los había encerrado en un lugar recóndito. Tan apartado, tan oscuro, que fue como si hubieran desaparecido por completo. Hasta ahora.

-4-

Raúl notó cómo se iba encendiendo. La tensión acumulada en el comedor, el miedo y la sensación de desamparo se apropiaron de cada centímetro de su ser. Su mente le decía que tenía que calmarse, que en ese estado no iba a servir de nada hablar con su mujer. O peor, que si lo hacía iba a quebrarse algo que igual luego no eran capaces de recomponer. Pero la ira y la decepción eran demasiado fuertes y acabaron por imponerse. Cogió el picaporte con tanta fuerza que la puerta no tuvo más remedio que ceder.

–Elisa, tenemos que hablar –dijo antes siquiera de que todo su cuerpo estuviera dentro de la habitación.

–No quiero –respondió ella dándole la espalda.

–Pero es que yo sí quiero.

–Te digo que no quiero. No puedo –añadió en un susurro.

–¿De verdad piensas que servirá de algo esconder la cabeza bajo tierra? No sabía que fueras tan cobarde…

–Déjame.

–No pienso dejarte como has hecho tú. Porque eso es lo que has hecho, dejarme ahí, solo ante el peligro.

–Déjame, Raúl. En serio.

–Por lo menos ten la decencia de decírmelo a la cara. ¡Deja de darme la espalda!

–¡No puedo! ¡Lo entiendes! ¡No puedo! –dijo incorporándose en la cama y mirándole directamente a los ojos.

–¡¿Cómo que no puedes?! ¡¿Qué quiere decir que no puedes?!

–Pues que no puedo, todavía no. Necesito tiempo. Es todo demasiado confuso aún –dijo sin apenas fuerzas.

Raúl se dio cuenta de que su mujer estaba completamente exhausta. La mirada de desesperación y súplica que le dedicó antes de volver a tumbarse y darle de nuevo la espalda lo desarmó por completo.

-5-

Era ya noche cerrada cuando Elisa salió por fin de la habitación. Llevaba allí metida desde el mediodía. El tiempo había transcurrido lastimosamente lento y, a la vez, se había esfumado entre sus dedos como un suspiro. Tenía la cabeza embotada y el cuerpo entumecido.

Había tenido que hacer un gran esfuerzo para levantarse de la cama y otro todavía mayor para llegar hasta la puerta. Cuando por fin asomó la cabeza le pareció que la casa estaba extrañamente silenciosa. Lo agradeció. Enfiló el pasillo hacia la cocina con paso vacilante. Tenía la boca completamente seca. Necesitaba beber algo. Se sirvió un vaso de agua del grifo y se lo bebió sin apenas respirar. Llenó un segundo vaso, pero este se lo tomó en varios sorbos. Luego volvió a llenarlo por tercera vez y se dirigió de nuevo al dormitorio.

Al pasar por delante de la habitación de sus hijos, la puerta se abrió ligeramente. Elisa dio un respingo. Había dado por sentado que no había nadie en casa. Su hijo la miraba serio, la cabeza encajada entre el marco y la puerta entreabierta. Elisa se detuvo, incapaz de seguir avanzando bajo el peso de esa mirada.

 

–¿Estás enfadada conmigo?

Ella no respondió. Tan solo siguió mirándolo fijamente, como si estuviera hipnotizada.

–Si estás enfadada puedes decírmelo.

Ella continuó sin decir nada. Su mutismo no impidió que él siguiera hablándole.

–Lo he pensado y entiendo que necesites tiempo. Yo también lo necesité para contárselo a mi amiga Laura. Tardé bastante, ¿sabes? Y para decíroslo a vosotros. Así que lo entiendo. Lo único que me da miedo es que dejes de quererme.

 

Elisa se estremeció de arriba abajo al oír las palabras de su hijo. Una lágrima solitaria resbaló sin prisas por su mejilla. Al verla, él relajó las facciones y abrió un poco más la puerta. Luego, sin mediar palabra, se abrazó con fuerza a su cintura.

–No te preocupes mamá, no hay prisa –añadió luego mientras la soltaba y se metía de nuevo en su habitación.

 

Elisa se quedó un par de minutos inmóvil en medio del pasillo. De repente notó el peso en la mano derecha y se sorprendió al ver que llevaba un vaso de agua. Fue como si algo no acabara de encajar. Mientras regresaba a su dormitorio le pareció que el agujero negro que se había ido abriendo paso en su interior desde que el nombre de Loli había escapado de la prisión donde lo tenía encerrado había dejado por fin de crecer.

-6-

–¿Cuándo vas a contarme lo que te ocurre?

Las palabras de Raúl sonaron más a súplica que a pregunta. Habían pasado ya un día entero desde que la noticia había puesto patas arriba sus vidas. Un día que Elisa se había pasado deambulando por la casa como un alma en pena. Apenas si les había dirigido la palabra. Apenas si había probado bocado. Raúl empezaba a estar seriamente preocupado.

Por suerte los niños parecían no estar acusándolo en exceso. Aun así, le dedicaban alguna que otra mirada de soslayo que él esquivaba lo mejor que podía.

En realidad, no sabía qué hacer. Nunca se había sentido tan perdido. Tenía claro que debía apoyar a su hijo, pero no tenía ni idea de por dónde empezar. En el fondo sentía que él también le estaba fallando, que tampoco él estaba a la altura.

Había lanzado la pregunta al aire porque le desesperaba seguir atrapado en sus propias dudas, para ver si así algo cambiaba. Por eso la respuesta de Elisa le cogió por sorpresa.

 

–Creo que ahora. Sí, creo que estoy lista.

–Vale –atinó solo a decir mientras se sentaba.

–Era mi primer día de cole. Estábamos todos en el patio, esperando a que abrieran la puerta. Todo el mundo parecía conocer a alguien. Se reían y chillaban y correteaban de un lado a otro. Yo me sentía como si me hubiera colado en una fiesta a la que no había sido invitada. Me quedé en un rincón intentando pasar inadvertida, sin atreverme siquiera a levantar la vista. No tenía ni idea de lo que me esperaba tras esa puerta. Mi mente infantil imaginaba todo tipo de cosas terroríficas. Dos niños pasaron persiguiéndose junto a mí, tan cerca que me rozaron el vestido. Asustada levanté la cabeza. Y entonces la vi.

Estaba un poco más allá, parapetada en la misma pared que yo, concentrada en mirarse los zapatos. En seguida me di cuenta de que estaba tan asustada como yo. Recuerdo que me sorprendió que llevara el pelo tan corto. Cuando los dos niños llegaron a su altura, también ella se sobresaltó. Fue entonces cuando se cruzaron nuestras miradas.

Por un breve instante miré hacia otro lado. Fue una reacción instintiva. Pero en seguida la busqué de nuevo. Ella seguía mirándome. Justo entonces se abrió el enorme portalón y todos, grandes y pequeños, se pusieron en movimiento, atraídos por un canto de sirena que yo todavía no sabía reconocer. Sentí que me empujaban arrastrándome hacia delante. Ni siquiera la pared podía protegerme. Toda yo temblaba de pies a cabeza. Entonces una mano se materializó delante de mí. Era la suya. Me aferré a ella sin pensarlo.

De algún modo, juntas nos hicimos fuertes y conseguimos mantenernos en pie hasta que hubo pasado la marabunta humana que amenazaba con devastarnos. Ya no nos separamos en toda la mañana. Luego supe que se llamaba Loli. Fue mi primera amiga.

Loli era más tímida que yo. No solía sentirse a gusto con la gente. Había algo en ella que era distinto, algo que hacía que no encajara. Pero conmigo conectó. Además, resultó que vivía cerca de mi casa, así que todos los días íbamos y veníamos juntas al colegio. Y muchas tardes quedábamos para jugar en el parque. Nos hicimos inseparables.

Los primeros rumores sobre nosotras surgieron a los pocos meses de empezar el curso. Yo, como suele ocurrir en estos casos, fui la última en enterarme. No supe nada hasta que me explotó de golpe en la cara.

Era una tarde de principios de marzo. Volvía a casa del colegio. Iba sola, porque Loli había pasado mala noche y se había quedado en casa descansando. Al menos eso es lo que me había dicho su madre. Oí carreras tras de mí y de repente me alcanzaron un grupo de niñas un año más mayores que yo.

–Mirar quién está aquí. Estás muy solita hoy, ¿no Elisita? –soltó la cabecilla del grupo mientras sus amigas me rodeaban. Yo la miré atónita e intenté seguir adelante, pero ella me cortó el paso.

–¿Dónde has dejado a tu novia? –insistió.

Noté que las piernas me flaqueaban. El corazón me iba a cien por hora. Tuve la sensación de que el aire no conseguía llegar a mis pulmones. ¿Mi novia? ¿A qué venía eso?

–No deberías ir con un marimacho como ella. ¡Es asqueroso! –añadió mirándome desafiante–. ¿O es que tú también eres bollera?

Yo ni siquiera tenía muy claro qué significaba esa palabra. Aun así, negué con la cabeza. Supongo que me pareció lo más oportuno.

–Pues si no quieres acabar igual, será mejor que te alejes de ella, porque eso se contagia, ¿sabes?

Todas le rieron la gracia. Pensé que no iban a dejarme en paz, pero tras zarandearme y darme algunos tirones de pelo, se marcharon corriendo. Suspiré aliviada pensando que la cosa no iba a ir más allá, que se habían metido conmigo porque se aburrían. Pero me equivocaba.

A partir de ese día, cada vez que me pillaban a solas, se repetía la escena.

–¡Yo de ti tendría cuidado porque cada día te pareces más a tu novia!

–Yo creo que se le está pegando.

–Ya te digo. ¡Se le está poniendo pinta de marimacho!

–Elisita, Elisita, cuidado con la tortillera.

–¡Elisa tiene novia, Elisa tiene novia!

Intenté no hacer caso. Intenté esquivarlas. Pero parecía que me espiaran. Siempre encontraban la manera de seguir asediándome. Al final no pude soportarlo y me rendí. Le di la espalda a Loli. La abandoné. Yo solo quería que me dejaran en paz, ser una más, pasar inadvertida. Dejé de ir con ella, dejé de hablarle, la borré de mi vida.

 

–Tranquila, Elisa. Estoy aquí –susurró Raúl acercándose a ella y rodeándola con el brazo. Seguía teniendo sentimientos encontrados, pero la sensación de rechazo hacia su mujer había desaparecido.

 

–Hubo una tarde. Fue terrible. Fui terrible. Ojalá pudiera dar marcha atrás, ojalá pudiera borrarla, pero no puedo.

–Elisa, no sé lo que pasó esa tarde, pero creo que eres muy dura contigo misma. No eras más que una niña.

–No lo hagas Raúl—murmuró ella escabulléndose de entre sus brazos–. No me justifiques. Porque no tiene justificación. No quiero que la tenga. ¿Me entiendes?

–Pero…

–No. Escucha. Loli estuvo una semana sin venir al colegio y yo me pasé todo ese tiempo esquivándola. Me llamó varias veces por teléfono y vino otras tantas a buscarme. Pero yo hacía por llegar a casa todo lo tarde que podía. Me quedaba jugando en el patio del cole con las chicas que se metían con ella que, de repente, ya me aceptaban en su grupo. Un día incluso me escondí en el armario de mi habitación cuando mi madre vino a decirme que Loli preguntaba por mí, para que pensara que había salido. Pero al lunes siguiente, al llegar a casa, estaba esperándome dentro. Mi madre la había dejado entrar, así que no pude evitar encontrarme con ella. No sé si fue por el hecho de que se colara en mi casa desbaratando mis planes de esquivarla o por el hecho de que ello me obligaba a enfrentarme a la situación. La cuestión es que noté que la rabia, una rabia que no había conocido hasta ese instante, se iba acumulando en mi interior. Con un gesto de cabeza le indiqué que me siguiera. La llevé hasta un camino poco transitado. La rabia seguía creciendo y creciendo, podía sentir su peso. Llevábamos más de diez minutos andando cuando por fin rompió el silencio.

–¿Estás enfadada conmigo? ¿He hecho algo malo?

Yo no le respondí. Estaba demasiado concentrada en comprender lo que me estaba pasando. De repente la veía como alguien que quería hacerme daño, como alguien que quería complicarme la vida, como alguien que quería hacerme sentir mal. La ira seguía amontonándose. Noté que apretaba la mandíbula.

–Es que me parece que ya no quieres ser mi amiga y no entiendo por qué, no sé qué pasa –insistió Loli.

Y entonces fui incapaz de seguir sujetando las palabras que me quemaban en la garganta, que salieron disparadas hacia ella.

–Así que no sabes lo que pasa, ¿no? Tienes el morro de decirme a la cara que no sabes lo que pasa. Claro, pobrecita. Con lo buena que eres, tan modosita. Pues pasa que me estás destrozando la vida. Porque claro, tú no puedes ser normal. No, Loli no puede, Loli siempre tiene que dar la nota. ¿Qué culpa tiene ella si es tímida, si es distinta? Pero sabes qué, que yo tampoco tengo la culpa. Porque yo sí soy normal y no tengo por qué aguantar todo esto. Yo no he hecho nada malo, ni soy un bicho raro, pero por tu culpa los demás piensan que sí. Pero eso a ti te da igual, porque solo piensas en ti. Tú, tú, tú, y solo tú. Y a mí que me den. ¡Pero se acabó! Porque yo no quiero tener problemas. Ya estoy harta, así que tendrás que buscarte a otra.

Recuerdo su mirada absolutamente desolada. Pero yo solo podía sentir mi rabia y mi frustración y mi dolor. Así que me di media vuelta y me alejé corriendo. Le…

 

Por un instante a Elisa se le trabaron las palabras.

–Le fallé, Raúl –consiguió decir al fin.

–Pero volverías a verla, y…

–No. Ella intentó hablar conmigo, lo intentó varias veces, pero no se lo permití. Le di la espalda como solo hacen las personas ruines.

-7-

Raúl no sabía qué hacer ni qué decir. La confesión de su mujer lo había dejado desconcertado. Podía entender su dolor, pero aun así no acababa de ver cómo encajaba todo aquello con su reacción ante la declaración de su hijo.

–Después de lo que me has contado, entiendo que estés así, de verdad. Sobre todo, porque llevabas mucho tiempo reprimiéndolo y tiene que resultar doloroso volver a enfrentarse a ello —le dijo tratando de sonar cariñoso–. De todos modos, hay algo que no acabo de comprender. Si te sientes mal precisamente por haberle dado la espalda a tu amiga, ¿por qué vuelves a hacerlo? ¿Por qué le das la espalda a nuestro hijo?

–¿Es que no lo ves? Da igual que yo le apoye, da igual que tú le apoyes. ¡Seguro que los padres de Loli la apoyaron! El problema son los demás. Si eres distinto, si te apartas de lo normal, siempre habrá alguien que haga lo que hice yo entonces, que le falle tan estrepitosamente como le fallé yo a Loli. Nunca podremos protegerle de todos ni de todo. ¡Es imposible!

A Raúl le costaba digerir las palabras de su mujer. No conseguía comprender su lógica.

–Entonces, según tú, ¿qué debemos hacer? –le preguntó.

–Convencerlo de que no es más que una fase pasajera, que se le pasará.

–¿Y si no se le pasa? –insistió Raúl incrédulo.

–Se le pasará, se le tiene que pasar.

–Pues yo creo que no, la verdad. No se trata de un capricho, ni de una enfermedad, ¿sabes? Además, esa no es la solución. De tu hijo pueden burlarse por cualquier cosa, yo que sé, simplemente porque lleva gafas… ¿Qué vamos a hacer si algún día tiene que llevar gafas? ¿Decirle que no se las ponga?

–Ponerle lentillas.

–¿En serio? Pues yo no creo que esa sea la solución.

–¿Y cuál es según tú la solución?

–Enseñarles a nuestros hijos a no dejarse pisotear por lo abusones y estar atentos por si nos necesitan. En serio, creo que exageras un poco. No hay para tanto. Seguro que Loli ya lo ha superado. Igual hasta le sirvió para hacerse más fuerte.

–Tú no lo entiendes, no lo entiendes.

–Pues explícamelo.

–Ella…ella…

–¿Ella qué?

Elisa suspiró hondo un par de veces. Luego miró fijamente a su marido. Todavía le llevó unos segundos conseguir hablar.

–Una noche al poco de nuestra discusión, mientras sus padres dormían, Loli se encerró en el baño y se cortó las venas.

-8-

Al oír las últimas palabras de Elisa, Raúl se estremeció de arriba abajo. No se esperaba un desenlace tan brutal. Trató de imaginar lo que debió sentir su mujer al enterarse de lo que le había ocurrido a su amiga. Le resultó imposible. Demasiado dolor, demasiada culpa. El mero hecho de pensar en ello le sumió en un estado de profunda desazón.  Un ruido procedente del otro lado de la habitación le sacó de su ensimismamiento. En la puerta, mirándolos fijamente, estaba su hijo.

–Laura me ha invitado a jugar a su casa –dijo tras un breve silencio–. ¿Puedo ir, porfa?

Raúl miró instintivamente a su mujer, que hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza.

–Está bien. Vete poniendo el abrigo que ahora voy.

–Guay.

En la calle hacía frío. Al menos eso le pareció a Raúl, aunque quizá fuera que estaba destemplado. Seguía intentando digerir las palabras de su mujer, pero no le resultaba fácil. Se preguntó cuánto habría oído Hugo.

–¿Hacía mucho que estabas en la puerta?

–No mucho.

–Verás hijo…

–Si lo dices por lo que ha contado mamá de su amiga, tranquilo, yo no pienso hacer eso.

–No, si no pensaba… bueno, la verdad es que me alegra saberlo. Sólo quiero que estés bien, ¿entiendes?

–Estoy bien papá, de verdad.

–Fantástico –dijo mirándole sin terminar de creérselo.

Siguieron andando el uno al lado del otro en silencio, Raúl dándole vueltas a sus pensamientos, Hugo deseando llegar a casa de su amiga. En cuanto llamaron al timbre, Laura salió a abrirles con una sonrisa de oreja a oreja.

–Hola C..Hugo.

–Puedes llamarme Cloe, ya se lo he contado –dijo Hugo mirando a su padre de soslayo.

–¿En serio? –preguntó ella mirándolo también.

–Sí, tranquila. Ya nos lo ha contado –confirmó Raúl.

–Entonces, hola Cloe. ¿Vamos a mi habitación? ¡Tonta la última!

–¡Eh! ¡Espera! Adiós papá –se despidió mientras corría por el pasillo tratando de alcanzar a su amiga.

–Adiós, Cloe –respondió él, sintiéndose un tanto incómodo, pero feliz al verle actuar con tanta naturalidad.

-9-

Laura esperó a estar a solas en la habitación para preguntarle.

–¿Qué te han dicho tus padres?

–Mi padre se lo ha tomado bien. Mi madre no tanto. Aunque creo que es por algo que le pasó con una amiga, no por mí.

–¿Con una amiga?

–Sí, una amiga que como yo tampoco estaba a gusto en su cuerpo.

–¿Y qué ocurrió?

–Pues creo que la amiga tenía demasiado miedo y mi madre también.

–¡Qué mal no! Mi hermano dice que los mayores siempre tienen miedo. Yo no lo entiendo, la verdad.

–Ni yo.

–¿Y crees que se le pasará?

–¡Eso espero! ¿Qué hacemos?

–¿A qué quieres jugar?

–¿A disfrazarnos?

–Vale. Yo me pido de pirata.

–Pues yo de pirata bucanera.

–¿Quieres que nos maquillemos?

–¿Podemos?

–Sé dónde guarda mi madre sus pinturas –dijo Laura guiñándole un ojo–. Sígueme. Pero no hagas ruido.

Laura abrió la puerta y asomó la cabeza.

–Parece que no hay moros en la costa –susurró metiéndose ya en el papel que había escogido–. ¡Vamos a por el botín!

Se colaron en el baño, se hicieron con el estuche de maquillaje de su madre y regresaron a la habitación muertos de la risa. Siempre era así entre ellos.

-10-

Esa noche, al regresar a casa con su hijo, Raúl fue directo a la habitación. Su mujer estaba en el sillón orejero que había junto a la ventana. Se sentó pesadamente en el borde de la cama.

–Elisa, no puedes seguir así. Sé que lo que te pasó fue horrible, de verdad. Pero tienes que hablar con tu hijo. Eres su madre. No puedes darle la espalda en algo tan serio –le dijo. Las palabras sonaron a un ruego desesperado.

–¿Te crees que no lo sé? –murmuró ella—pero es que no sé qué decirle…

–Pues simplemente abrázalo, que sienta que no le rechazas.

–No es tan fácil, ¿sabes? No para mí.

Se quedaron los dos callados, Elisa mirando por la ventana, Raúl al suelo. Pasados unos minutos, él soltó un suspiro, se levantó y se marchó. Elisa creyó que volvía, porque al momento oyó como se abría de nuevo la puerta. Pero no era su marido.

 

–Hola mamá.

Al oír la voz, Elisa giró la cabeza desconcertada.

–¿Cómo estás mamá?

–Estoy –atinó a balbucear.

–¿Puedo decirte una cosa?

–Supongo…

–Lo que le pasó a tu amiga, bueno, tuvo que ser un palo.

–Sí, lo fue.

–Pero sabes, el problema no es que fuera distinta, el problema es que no era capaz de ser quien era.

–No te entiendo.

–Quiero decir que ser distinto no tiene nada de malo. El problema es que te dé miedo serlo.

–¿Miedo?

–Sí, a lo que dijera la gente, a lo que pensaras tú.

–Es que ese es precisamente el problema, la gente. Puede ser muy cruel, ¿sabes? Y yo no quiero que te hagan daño. No podría soportarlo. Otra vez no.

–Es que no me lo van a hacer mamá, porque a mí no me da miedo ser distinto.

–Eso es lo que te piensas, pero luego todo se complica.

–Yo no soy como tu amiga.

–Eso no lo sabes.

–Sí, sí que lo sé. Yo te lo he contado. Ella no lo hizo, te tuviste que enterar por otros.

–Ya, pero…

–Tú piensas que le fallaste y a lo mejor lo hiciste. Pero ella también te falló a ti, porque no te lo contó.

Elisa nunca lo había visto de ese modo. Se había echado toda la culpa a la espalda sin considerar nada más.

–Por eso quiero que me llaméis Cloe –siguió–, y por eso quiero que mis amigos me llamen Cloe. Porque no quiero esconderlo. Porque quiero que todo el mundo sepa quién soy realmente.

–N sé, la verdad.

–El hermano de mi amiga Laura tiene razón. Para que te hagan daño tienes que avergonzarte o tener miedo. Y yo ni me avergüenzo ni tengo miedo. De hecho, me siento orgulloso.

–Pero es que…

–Mamá, en serio, no tienes por qué preocuparte. Además, ahora ser distinto está de moda. Hasta voy a ser más popular en clase.

Elisa miró a su hijo. Se le veía tan tranquilo, tan confiado… Mientras lo contemplaba tuvo la sensación de que se le ensanchaban un poco los pulmones.

–Ojalá lo viera todo tan fácil como tú –dijo mirando por la ventana.

–Es que lo es, mamá. Y tú me has ayudado, ¿sabes? Porque siempre me has dejado ser quien yo quería. A lo mejor es precisamente por lo que te pasó con tu amiga. Loli se llamaba, ¿no?

Elisa pensó que a lo mejor era verdad, a lo mejor había enterrado sus recuerdos con Loli, pero no lo que había aprendido de toda esa historia. Suspiró profundamente, miró a su hijo y por primera vez desde que se había sincerado con ellos, fue capaz de mirarlo con otros ojos.

 

 

La duda Por Ana Riera

 

 

Jonás lo sabía. Sabía que su madre lo amaba. Ella misma se lo había dicho infinidad de veces. Así que lo sabía. Y sin embargo, de un tiempo a esta parte, añoraba esos años en los que eso era suficiente, en los que no necesitaba nada más.

Cuando era pequeño le bastaba con oír de su boca que lo quería con locura para sentirse la persona más dichosa del mundo. La escuchaba, se dejaba abrazar por sus suaves brazos incrustando la cabeza entre sus carnes aún jóvenes y luego hacía lo que le pedía, con el alma ligera y la mente apaciguada. Era fácil.

Pero ya hacía mucho que las cosas habían cambiado. Era por culpa de esa voz que se había instalado en su cabeza, que le obligaba a preguntarse por qué, que le mostraba que existían otras posibilidades, aunque él no quisiera verlas. Las palabras y los abrazos de su madre ya no eran suficientes. De hecho, sus abrazos habían empezado a crisparle, como si fuera alérgico a ellos, como si hubiera mudado de piel y la nueva sufriera un rechazo a la de ella, a lo conocido hasta entonces.

Ojalá no hubiera oído nunca esa voz, ojalá la primera vez que se hizo audible hubiera sido capaz de acallarla, de desterrarla para siempre. Pero no había sido así. Y ahora ya no podía silenciarla, porque se había apoderado de su cerebro y cada vez sonaba con más fuerza.

Al principio, eso hacía que se sintiera débil, que se supiera indigno de ella. Eso lo atormentaba y le obligaba a bajar la cabeza en su presencia. Era un gesto que podía confundirse con el sometimiento, pero en realidad no era más que vergüenza tintada de confusión y de rabia.

Ya no recordaba cuándo fue la primera vez que la voz le susurró al oído que ella no lo amaba, que eso no era amor verdadero. El problema era que él no podía juzgar, no tenía herramientas para hacerlo. Solo había conocido ese tipo de amor. Así que, ¿cómo iba a compararlo? Pero oía la voz, cada vez más fuerte. Y cuando la oía, sentía una comezón en la boca del estómago que lo alejaba de ella. Como si se le hubiera colado una pequeña serpiente y se le enrollara justo ahí, cerrándole la entrada del intestino grueso, paralizándole el cuerpo por dentro y provocándole un dolor sordo que no le gustaba nada.

Sí, durante algún tiempo había sido capaz de controlar esa voz. Claro que eso fue cuando todavía sonaba débil, apenas un gemido que se colaba entre las ramas de su conciencia como una suave brisa. Por aquel entonces le bastaba con repetirse lo que ella le había dicho tantas veces. Que habría seres malignos que intentarían corromperle, hacerle dudar. Que tenía que ser fuerte y acordarse de que ella era la única que lo amaba de verdad, que solo podía confiar en ella, que era la que siempre había estado a su lado, desde el principio, para protegerle de todo lo malo. Perdido en la oscuridad de la noche luchaba incansable contra la voz. “Ella me ama, ella me ama. No sé quién eres, pero sé que tus intenciones son malas”.

La voz, sin embargo, se había hecho poderosa, alimentada tal vez por sus propios miedos e inseguridades. Los antiguos argumentos ya no le servían. No conseguían acallarla ni mitigar la inquietud que lo embargaba. No eran suficientes. Porque a sus palabras de “ella me ama”, la voz replicaba “¿cómo puedes estar seguro?”. Porque al grito de “sólo puedo confiar en ella”, la voz saltaba “y eso, ¿cómo lo sabes? ¿Te lo ha confirmado alguien que no sea precisamente ella?”. Aun así, él perseveraba, lo intentaba, seguía buscando argumentos: “Ella es la única que siempre ha estado ahí, a mi lado”, a lo que la voz argumentaba: “¿Acaso ha dejado que hubiera alguien más a tu lado?”. “Pero ella me protege de todo lo malo”. La voz, no obstante, volvía a la carga: “¿De qué te protege exactamente? ¿Qué es lo malo?”. Eran tantas las incógnitas…

Jonás cada vez estaba más confuso. Se sentía partido en dos, rasgado por la mitad de arriba abajo por una sierra invisible que dejaba la carne entera, para confundir los sentidos, pero partía el alma por la mitad, haciéndola añicos. Quería ser digno del amor de su madre, quería que ella supiera que él también la amaba a ella. Pero le era imposible no escuchar todo aquello que se adueñaba de su mente.

Lo peor, de todos modos, había empezado hacía apenas un par de semanas. Era una fuerza que no podía controlar, que se apoderaba de cada rincón de su cuerpo y focalizaba toda su atención, sin dejarle pensar en otra cosa. Era un anhelo que salía de todas y cada una de sus vísceras, y de la convicción absoluta de que lo único que podía hacer era salir de allí y comprobarlo todo por sí mismo. Solo así, enfrentándose a los peligros que acechaban, podría volver a su vida de antes, podría recuperar la paz y la seguridad que experimentaba cuando era niño, cuando todavía no había descubierto la voz, ni el clamor ensordecedor de las dudas.

Solo de imaginarlo sentía un miedo atroz, porque su madre le había advertido desde su más tierna infancia que fuera de esas cuatro paredes, fuera de ese nido seguro que ella había construido para él, todo era caos y confusión. Las fuerzas del mal acechaban en cada esquina y se alimentaban de la buena fe y la pureza de los chicos como él. Pero necesitaba verlo con sus propios ojos para poder hacer frente a la voz, para ser capaz de contestarle con rabia que sabía que todo lo que ésta aducía no eran más que mentiras. Solo de ese modo podría gritarle: “ahora sé que me ama más que a la vida misma, que sólo puedo confiar en ella. Ella me protege de todo lo malo que hay fuera y no necesito a nadie más. Soy feliz dentro de estas cuatro paredes, con su amor infinito”. Pero para poder espetarle eso a la cara a la maldita voz, primero tenía que salir y demostrarlo.

Por eso empezó a urdir un plan para escapar y poder deshacerse de toda esa angustia, de esa lucha titánica que tenía lugar dentro de él. Tenía que ser listo, hacerlo bien. Porque su madre no debía descubrir nunca que había estado fuera. No podría soportar que dejara de confiar en él. Tenía que esperar pacientemente a que se presentara una oportunidad. Centrar todas sus energías en estar preparado para aprovechar la ocasión idónea.

Empezó robándole alguna moneda de vez en cuando del monedero, que luego escondía debajo de su ropa interior, en el fondo del cajón de la cómoda. También hizo acopio de algunos víveres: unas galletas, unos frutos secos. Eso lo guardó en una bolsa de tela vieja, en el altillo del armario de su dormitorio. Además, preparó un sencillo hatillo con una muda y un par de calzoncillos. Sabía que la pulcritud era importante. “La limpieza acaba con la podredumbre, la aniquila”. Su madre se lo había repetido un millón de veces.

La ocasión llegó una soleada mañana de primavera, de la mano de una misteriosa carta. Alguien había deslizado un sobre inmaculado por debajo de la puerta. Estaba ahí, tirado en el suelo, cuando se levantó esa mañana. Lo encontró de camino al baño. Era algo tan inusual que lo vislumbró de lejos a pesar de estar todavía medio adormilado. Nunca antes había visto algo parecido. Lo cogió sorprendido. Había algo dentro, pero estaba cerrado. Intrigado, se dirigió a la cocina y se lo mostró a su madre. Ella, nerviosa, se lo arrancó en seguida de las manos. Miró el sobre desde todos los ángulos, como si buscara algo. Luego, decepcionada tal vez, lo rasgó por uno de los laterales dejando un eco desconocido en la estancia. Extrajo una hoja de papel con dedos temblorosos. Jonás tan solo consiguió atisbar que estaba escrita por uno de los lados mientras su madre se afanaba en leer aquellas líneas escritas con tinta oscura. Él la contemplaba expectante y fue mudo testigo de cómo iba mudando su semblante. Cuando por fin terminó de leerla lo miró un instante con ojos desorbitados, aunque él tuvo la sensación de que no lo veía. Y entonces, de repente, sin previo aviso, salió dejando tras de sí sus palabras aturulladas: “En seguida regreso. Tengo que solucionar un asunto”.

Jonás no apartó los ojos de ella ni un solo instante y, sin embargo, cuando las palabras fueron engullidas por sus oídos, ya no había ni rastro de ella. Se quedó ahí, en el centro de aquella habitación tan familiar, sin entender qué era lo que acababa de ocurrir. Pasaron unos minutos angustiosos durante los que le pareció que el mundo se había detenido. Por suerte, justo en ese instante sonó la cafetera devolviéndolo a la realidad. En un acto mecánico, corrió hasta la habitación contigua y apagó el fuego. Fue entonces cuando cesó el pitido desbocado de la cafetera, y se dio cuenta de que su madre había salido tan apresurada que había olvidado cerrar la puerta con llave.

Jonás advirtió que aquello sin duda tenía que ser una señal. Había llegado el momento tanto tiempo esperado. Por un breve instante, sintió que le fallaban las piernas, que la estancia empezaba a darle vueltas como si hubiera enloquecido. Pero logró sobreponerse. No en vano había visualizado muchas veces ese momento protegido por la oscuridad de la noche, justo antes de dejar que el sueño le venciera. Respiró hondo tres, cuatro, cinco veces. Luego, más tranquilo, se dirigió al dormitorio. Recuperó el dinero, los víveres y el hatillo que tenía preparados, se puso el abrigo y se dirigió hacia la puerta. No podía creer que por fin fuera a salir ahí fuera. Seguía sintiendo un miedo horrible, pero ahora que había llegado el momento le embargaba también una excitación que jamás antes había experimentado. Era como si se encontrara en lo alto de un precipicio, viendo a sus pies las llamas devastadoras del infierno como largas lenguas ávidas de carne fresca, y de repente vislumbrara un camino acolchado por el que podía escapar y sentirse ligero como el viento. Aunque eso sí, para llegar a él tenía que dar un salto audaz por encima del fuego.

Respiró hondo de nuevo. “Sabes que tienes que hacerlo, no queda más remedio, es la única forma”, se dijo. Luego, apoyó la mano en el pomo y lo agarró con fuerza. Estaba helado. Mejor. Porque no tenía ni idea de lo que se encontraría en cuanto abriera la puerta y saliera a la calle. Y el frío del metal le sugería que quizás el fuego tampoco estuviera tan cerca. Se concentró en su mano para tratar de apartar las espeluznantes imágenes que le venían a la cabeza. La mano empezaba a ponérsele roja de tanto apretar. Concentró toda su fuerza en sus cinco dedos, suspiró con fuerza e hizo girar el pomo.

La puerta cedió con un quejido sordo. Jonás la abrió de par en par. Allí al fondo, al otro extremo del amplio vestíbulo, la luz le llamaba insistente. No alcanzaba  a ver nada más. Solo la luz cristalina que lo llamaba con fuerza, como si llevara ahí esperándole una eternidad. Dudó aún unos segundos. Estaba sobre el abismo, pero si era capaz de dar un salto certero, podría salvarse. Si conseguía llegar hasta esa puerta y atisbar fuera protegido por la oscuridad del portal, ver con sus propios ojos todo lo que su madre le había contado, podría volver a casa y recuperar la paz de antaño. Y ni siquiera habría corrido un gran riesgo. Le pareció un plan perfecto. En apenas unos minutos todo habría terminado y él podría seguir adelante con su vida. Sin pensárselo más, se lanzó a la aventura.

— ¿Dónde crees que vas, desagradecido?

Las palabras le llegaron fuertes y claras, y a pesar de ello Jonás no alcanzó a comprenderlas.

— ¡He dicho que dónde crees que vas! ¿De verdad piensas que te he dedicado toda mi vida, que lo he sacrificado todo por ti para ver cómo me traicionas?

Jonás se dio cuenta de que se había quedado petrificado, con la pierna derecha en alto, incapaz de aterrizar en un suelo que había empezado a moverse bajo sus pies.

— ¡Tira para adentro, infeliz!

Notó el empujón de su madre y cómo se cerraba la puerta tras de sí con un portazo atronador.

— ¡Lo sabía! ¡Sabía que tramabas algo! Qué pensabas, ¿que no me daría cuenta de que me hurtabas el dinero y la comida, que no encontraría el hatillo? Me ha bastado con tenderte una trampa con una burda carta, una carta falsa, para pillarte.

Jonás la miraba aterrado. Le costaba reconocer a su madre en aquella mujer con la cara desencajada que le gritaba de forma despiadada. No podía pensar, no podía hablar.

— ¿No dices nada? Claro que no dices nada, porque sabes que me has traicionado, que eres un traidor. Te lo he dado todo, todo. ¿Y así es como me lo pagas? Desagradecido, que eres un desagradecido. Pues que sepas una cosa, no pienso permitir que mi hijo se corrompa y se convierta en un degenerado.

A Jonás le hubiera gustado decirle que él no quería traicionarla, que él no era ningún degenerado, que sólo quería recuperar la paz, volver a ser feliz, acallar aquella voz. Pero la mujer histérica que tenía delante no se callaba, no dejaba de vociferar. Notó que estaba a punto de estallarle la cabeza. Y entonces ocurrió. Ni siquiera fue consciente de cómo. Pero obedeciendo a alguna orden misteriosa, su brazo se movió hacia la mesita del recibidor, cogió un pesado busto del creador de la orden a la que rezaban todas las noches antes de irse a la cama, lo elevó ligeramente y le asestó un duro golpe a la figura que tenía delante. Fue todo muy rápido. Pero por fin la mujer dejó de gritarle y curiosamente el suelo dejó de moverse bajo sus pies.

La vida de color rosa Por Elisa Pérez

Parcial de Lucien Freud.

La mañana ya había dado muestras suficientes de que iba a ser un día claro y soleado. Con cierta calma, Humberto se enfundó los vaqueros muy ceñidos y la camisa de flores, unas botas de tacón rojo completaban el atuendo elegido para la ocasión. Sobre el sillón permanecían el pantalón y la chaqueta negros que había usado en el funeral el día anterior. Con una pizca de rímel en las pestañas y un poco de color en los labios, salió de la casa con paso firme.

René Magritte.

La vida es ¿azul o verde? No sé, me respondía mi madre al tiempo que deambulaba en medio de su ropero eligiendo zapatos o contemplando algún pendiente adquirido hacía poco. ¡Qué pregunta tan absurda!, respondía ella sin más. Así era yo de pequeño. Me encantaban los colores, el rosa el que más. ¡Qué bobada! Después descubrí que la vida apenas tiene colores. De hecho, para mí casi siempre ha estado teñida de negro.

Es cierto que he vivido sin plantearme opciones, solo tenía que chascar los dedos y me llovían encima casi todos mis deseos: ¡Qué fácil lo tienes!, me repetía mi amigo César. A veces he añorado que hubiera sido de otra manera: elegir entre dos opciones para tener que dejar una, o verme sometido a la duda por tener que seleccionar, o luchar por obtener una cosa deseada. El coste de lo cómodo resulta demasiado agotador. Esta frase era rechazada por mi mente al introducirme en el garaje: el vehículo preferido de mi viejo reluce cual brillante rubí.

 

Entre los visillos del ático, el horizonte reflejaba un sol dorado que invitaba a asomarse. La mañana ya había dado muestras suficientes de que iba a ser un día claro y soleado. Con cierta calma, Humberto se enfundó los vaqueros muy ceñidos y la camisa de flores, unas botas de tacón rojo completaban el atuendo elegido para la ocasión. Sobre el sillón permanecían el pantalón y la chaqueta negros que había usado en el funeral el día anterior. Con una pizca de rímel en las pestañas y un poco de color en los labios, salió de la casa con paso firme. Las gafas oscuras ocultaban una noche de desenfreno y alcohol. El conserje le dio el pésame.

Hoy toca paseo por la carretera, me encanta pasear y elegir como cuando iba de caza con mi padre. “Tápate los oídos, pero no cierres los ojos, hay que mirar lo que se hace, disfrutarlo… pum, pum, pum…” siempre acertaba a la primera: jabalíes y hasta algún zorro nos traíamos a casa, como trofeos victoriosos, sintiéndonos felices. Cómo le admiraba, le creía el ser más valiente del mundo. Quería parecerme a él; más aún cuando decidió dejar a la simple de mi madre. Aún recuerdo sus frases “las mujeres solo sirven para una cosa, hijo, ya te enterarás… bueno, rectifico, para dos: para follarlas y para que nazcan hijos como tú”. Aún recuerdo su risa socarrona al decirme este tipo de cosas. Lástima que esa risa fuera decayendo demasiado pronto hasta convertirle en un pingajo de persona: ausente, perdido en una mente imperfecta, pronto me dejó a cargo de su imperio… ¡miles de euros a mi única y exclusiva disposición!

¡Qué agotamiento, vaya noche que me ha dado la puta esa, tengo las nalgas rotas! La próxima vez seleccionaré mejor. Eso sí ¡vaya par de tetas que se ha puesto! Y se ha ido sin decirme nada. ¡Anda! no he mirado el pantalón, seguro que me ha robado. Tendría que buscar un novio fijo, en lugar de andar picoteando… Como decía mi madre: “Un hombre necesita una mujer para estar completo”. Ilusa, no quería enterarse de nada, ¡si yo no soy un hombre, lo menos que necesito es una mujer fija! Aún recuerdo la cara que puso cuando me pilló con Antonio. Pues claro que soy gay, mamá… ¿mi padre? Yo qué sé, supongo que lo sabía, a su manera, claro”. La pobre no dejó de llorar durante una hora, seguro que terminó en el confesionario o en la joyería más cercana… ¡jodida vieja qué poco carácter tuvo siempre! Cómo disimuló su alegría en el entierro de papá, bueno, su religión hipócrita se lo impone así.

La mañana avanzaba lentamente. Antes de entrar en el túnel, Humberto pudo contemplar detrás las siluetas de los edificios de la ciudad. Frente a él una hilera de coches se iba acumulando en la carretera sinuosa. Al fondo una cadena de montañas bajas ofrecía su mejor versión. Azul y verde juntos, inseparables, eternos.

Cómo corre este trasto, hacía tiempo que no lo usaba, vaya regalo más estupendo que me ha dejado mi padre, si me viera aquí el viejo, que no me dejaba tocarlo mientras vivió. Bueno a correr un rato… ¡Vaya tráfico! A ver, a ver… a quién elijo hoy… Me encanta aquel gris, no, no soportaría otro viejo; mejor el otro… amarillo, seguro que es… buaf… una asquerosa familia feliz! A ver ése…. Sí, es perfecto, una mujer y sola. ¡Es hora de cazar!

Con un zigzag imprevisible de su vehículo rojo, se colocó justo detrás de la presa elegida. Algún bocinazo cercano le advirtió que su maniobra era atrevida o peligrosa. Le daba igual. Le gustaba el riesgo. Y desde luego le importaba muy poco lo que pensaran los demás.

¿Quién llamará ahora? ¡No he conectado el bluetooth! Buah, es Tomás, ¿qué querrá este picapleitos ahora? Si ya me explicó ayer no sé qué rollos de documentos necesarios para el juzgado… vale, cuando acabe le llamo. No sé por qué mi padre confiaba tanto en él, a mí no me gusta nada; sabe demasiado de mí, de mi familia, de mi vida… eso no es bueno.

¡Vaya, le gusta jugar a la muy zorra!, y ahora se coloca al otro lado de la carretera… ¡Me gusta! Allá voy pequeña. ¡Toma golpe…! ¡No intentes saber quién soy, mis cristales no me delatan, en cambio tú eres tan transparente que puedo ver el lacrimal cargado de agua en tus ojos a través de la ventana! Todas las mujeres son iguales: débiles, torpes, absurdas.

Los árboles del borde de la carretera observaban con su verdor intenso las peripecias de los conductores, cual espectadores que asisten a una carrera de bólidos.

Bien ¡ya empieza a ponerse nerviosa! ¡Qué calor y aún no estamos en verano…! Toma otro golpe, jajaja, tu coche no resistirá… ¡el mío es invencible! Es maravilloso conducir sabiendo que tienes el poder en tus manos. ¡tremendo!

Las gafas oscuras de Humberto comenzaron a empañarse con el sudor que le inundaba hasta la espalda. Se pasó la lengua por los labios engrosados de botox, para lamer una gota de líquido blanco que le llegó en medio de su frenesí con el volante.

No es posible que se me escape, no, bueno, ahora te cogeré, avanza, avanza… ¡qué día más claro, perfecto para la caza, sí que lo es! ¿Adónde se dirigirá, adónde irá? Me apetece seguirla un poco antes de acabar con todo. ¡Qué porquería de tráfico, es insoportable! Si pudiera terminaría con todos de un plumazo… y Tomás dale que te pego con el teléfono… ¡imposible! Me voy a parar… Buah, ahora no puedo salir de la fila, si lo hago no volveré a entrar en todo el día. ¡Malditos conductores, si todos corriéramos más no pasaría esto! Como mi padre, parecía una tortuga, pobre viejo… con los coches que manejaba y conduciendo a no más de 120… y la tonta de mi madre: no corras Alberto, no corras más… ¡tan miedica que daba asco…! Mejor que no vengas con nosotros, le decía mi padre, contigo cerca no puedo ni respirar. Ella nunca replicaba, cogía la tarjeta de crédito y ya está…

¡Se te escapa, Humberto, corre que se te escapa! Y todo por coger el móvil a ese estúpido de Tomas, pues soluciónalo tú que para eso te pago una pasta a final de mes, qué inepto, por Dios, ¡que te reclama hacienda, qué te reclama hacienda… pues arréglalo como puedas, joder! Yo no me tengo que ocupar de eso… Puff… se escapa,  ¡deudas, deudas….! Pero qué dice, se está haciendo mayor sin duda ese Tomás… Venga, vamos allá.

Al son de una música estridente, de nuevo el teléfono interrumpió los locos pensamientos de Humberto que apretaba con más fuerza el acelerador. Las gravillas de la carretera salían disparadas dejando paso al vehículo rojo con cristales tintados. Sobre un manto de asfalto continuaba la persecución sin sentido.

“Estoy asqueada de todo… tendrás que ocuparte de mis empresas, hijo, pero antes deberás dejar de vestir de esta forma, y comportarte como un hombre…”, pero si él era más maricón que yo, creía que no lo sabía, les vi, sí le vi con su chofer, no una, dos, varias veces, disimuló pero me fijé en cómo le estaba metiendo mano. Terminó babeando en una cama, meando en un pañal, jajajaja, qué más da, hoy puedo conducir esta maravilla… mira, mira quién está detrás de ti, sí, yo el gran Humberto Cortejo y Cía. Cómo acelera, está muy asustada, vaya si lo está. Aún recuerdo el anterior, qué risa. Debí rematar la faena, si es que en el fondo soy demasiado bueno, huyó cual comadreja. Jajajaja.

La risa le hizo retener el ritmo vertiginoso. A lo lejos la montaña daba la bienvenida a la ristra de coches que se acercaban. Un entramado de curvas se abría en el dibujo del asfalto.

Joder, qué golpe, si está bien me paro, que sí que sí, voy a ver qué quiere de nuevo el idiota de Tomás mientras despejan la zona. Voy a bajarme, así me estiro un poco… buah, qué mala pinta tiene ese coche… anda pero si es el de la mujer sola, vaya ¡se acabó la diversión me temo! Dime Tomás, me acabas de despertar, en toda la noche no he pegado ojo, estoy destrozado…

Luces, sirenas y estupor habían cubierto la entrada de la primera curva. Un coche yacía boca abajo sobre el terreno pedregoso y áspero junto a la carretera.

No me puedo creer, me dice que tengo que ir sin falta al notario. Bueno hasta aquí ha llegado mi diversión a ver cómo doy la vuelta con el lío que se ha montado aquí… vaya, qué pronto vamos abrir el testamento de mi padre, coño, bueno será divertido ver la cara de mi madre cuando sepa que todo el imperio es para mí, el hombrecito de rosa de papá. Ya está, me adentro un poco por este camino y me voy. Sí, habrá más días de caza, buah, me duele la cabeza, preferiría irme a dormir un rato antes que aguantar a la histérica de mi madre, al seboso abogado que tiene —estoy seguro que se lo tira— y al formal de Tomás. Al fin y al cabo ya sé lo que pone, sí creo que no iré a la notaría, no me apetece. Me meo, pararé en este llano, precioso el coche, te adoro papá, bueno no creo que te guste donde estés verme con él en medio de este camino abandonado. “Coge el todoterreno, coño”, me dirías… da igual ya no me puedes controlar. Adiós, papá, mira lo que hago con tu coche, uf, qué alivio. Bueno voy a ver dónde puedo dar la vuelta…

El sendero que se abría delante de Humberto estaba cubierto de baches junto a pequeñas planicies en las que las raíces de los árboles surgían indiscretas. Era fácil encontrar algo alrededor que relajara o sugiriera imaginación sin control. Para Humberto, sin embargo, no era más que otra unión indisoluble del odioso azul y verde. Sólo dos colores que se mostraban afines y demasiado presentes en la naturaleza.

¡Cómo es posible que siga atascada la carretera, ni notario ni leches! Me voy de una vez… ¿qué te pasa a ti? ¿Te molesta que te adelante!? ¡Pues que te den! Panolis, refinados, mira mi bólido, mejor que tú… ¡te jodes y me dejas pasar! Qué dolor de cabeza, el whisky, qué mal me ha sentado… claro, tanto disimular la pena, ha debido de comprimir mi cerebro… mi madre lo debe tener hecho papilla, jajaja, pobre, y no que quiere que la abrace! Buah, hace años que no lo hago, ¿ahora por qué? ¡no, qué va! ¡Que lama la calva de su abogado bobalicón, coño! ¡Qué desgraciada! Ostras, al reír me duele más aún la cabeza… y las gafas, me mata este sol, ¿dónde habrán ido a parar mis rayban?”

Con un brusco acelerón Humberto había conseguido colarse de nuevo entre la hilera de coches en el otro sentido, dejando a su espalda la curiosidad de sirenas y faros alrededor del accidente. Era mediodía ya, el sol apenas concedía paso a la brisa que llegaba de las montañas, para suavizar la incipiente primavera.

Ya estoy aquí, sí, aguantaré y acabaré cuanto antes con todo esto… ¡qué pesado, sí, ya, ya…! Espero que sea importante… porque si no ¡me van a oír! Vaya, ahí va mi madre y su novio! ¡Qué curioso, ella también llega tarde, quizás nos parezcamos más de lo que creo… jajajaja… Está guapa, erguida, claro que con ese adefesio al lado… joder, qué dolor de cabeza, venga, acabemos cuanto antes…

Le costaba subir las escaleras hasta un tercer piso. Humberto prefirió no coincidir con su madre en el ascensor… además no le gustaban demasiado esos cacharros claustrofóbicos y opacos. Ni siquiera en un edificio como aquel, lujoso, moderno, en blanco y cromado, el ascensor se alejaba de una sensación de caja fuerte atrapapersonas.

“hagan lo que sea por sacar a mi hijo de ahí, inmediatamente, mi hijo está atrapado…”, vaya voces daba el viejo a todo el mundo, ¡cómo mandaba el cabrón, diez minutos tardaron, pero rodaron cabezas, vaya si rodaron… su dulce secretaria, la primera, desde entonces pasó a tener un secretario… Jodido viejo, ¡qué grande, lástima que su baba al final fuera tan repugnante.

El despacho del notario estaba precedido por una antesala luminosa, en cuyo centro sobre un estrado de metacrilato una señorita daba la bienvenida. Con protocolo y cierta parsimonia les acompañó al interior de la sala donde les esperaban hacía rato. La congregación de tantas personas sorprendió a Humberto que, en un gesto de educación, dejó entrar primero a su madre. El taconeo de sus botas rojas fue lo último que se escuchó antes de que la bella secretaria cerrara la puerta tras de sí.

¡Qué se habrá creído esa panda de cretinos, ese deforme ser, baboso y arrastrado cree que se va a quedar con lo mío… “represento los intereses de Doña Elena Crespo Moreno…”, bla bla bla. ¡Mentecato…! y mi padre qué cabrón, te odio donde quieras que estés… Te maldigo, no puedo creerlo, yo, a mí, sí tu adorado hijo maricón, … no podía seguir escuchando más, me estallaba la cabeza… ¿qué voy hacer? Dios, sí, qué…? Pero ¿qué digo…? Todo es mío, soy el único heredero, el único… no lo permitiré, me voy de aquí, no, vuelvo a entrar… pero y quién es ese indeseable, quién lo ha invitado a esta fiesta… es una emboscada, todos contra mí y tú el primero, allá te pudras en el infierno… pedazo de putero… “como herederos a partes iguales… y para el otro hijo de Don Humberto…“ pero qué dice, no me extraña que mi madre te dejara… sí, ella también lo sabía, lo sabía seguro… ¡Qué voy hacer ahora! Esto es el final, el imperio era para mí, él me lo decía… ¡este dolor me mata!”

La tarde transcurría con el azul y el verde difuminados en una absurda lucha dentro de Humberto que, a manos del volante de su flamante deportivo, iba sin rumbo fijo. No quiso saber más dentro del despacho, no escuchó el final de la hermosa historia de amor de su padre cuyo punto culminante era un aumento de la familia inesperado. El acantilado que se abrió como una brecha dentro de su alma le empujaba hacia el vacío más absoluto.

Apenas saludó al portero al entrar; con un gesto de desdén le esquivó cuando iba a decirle algo. Descalzo, agotado tras haber conducido durante dos horas sin rumbo, se lanzó sobre la cama derrotado por el peso de la incertidumbre. La luna comenzaba a asomarse por el horizonte naranja. Un sinfín de sombras comenzaban a reflejarse sobre las paredes de la habitación del ático.

Mañana volveré a ir de caza, sí. Pero esta vez acabaré con la presa, luego quizás visite a Tomás para aclararlo todo… sí, eso haré pero ahora quiero dormir, la cabeza me va a reventar, me duele mucho, mucho…

¡¡Eh!!! y tú quién eres, qué quieres de mí, ¿te conozco? ¿Cómo has entrado? Socorro… ¿qué haces aquí? Tengo dinero, mucho dinero sí te lo daré todo, todo…

Con el rostro sobrecogido por el miedo, sus ojos se abrían, dejando las cuencas ennegrecidas por el maquillaje que se iba desvaneciendo. Retrocedió hacía la cama, huyendo de una imagen irreal que era la suya propia. Antes quiso deshacerse de sí mismo destruyendo lo que veía. Corrió para esconderse. Con la colcha se cubrió completamente el rostro horrorizado, ahogado por su propio miedo. La mujer de la limpieza encontró a Humberto al día siguiente con un gesto de espanto en su rostro sucio y varias manchas de sangre en su mano. Le llamó varias veces, finalmente avisó al portero y éste a la policía. Se pensó en el móvil de un robo, pero todo estaba en su sitio; se barajó un suicidio, pero nada inducía a ello. El dictamen del juez fue muerte natural. En el espejo del armario había señales de un golpe fuerte con un puño. Un pequeño rastro de sangre dibujaba una línea hasta la cama.

Un día cualquiera Por Elisa Pérez

No era tan tarde, pero Rosa estaba inquieta.

La oscuridad había derrotado de nuevo a la luz de un día cualquiera. No había sido distinto a otros, ni siquiera había tenido la intención de serlo al amanecer.

Cuando se puso en pie a primera hora de la mañana, con el pie derecho primero para no romper la tradición, Rosa ya experimentó el primer disgusto. Le seguía molestando la espalda. Un punzante y doloroso calambre le recorría la parte derecha al respirar.

Se recompuso, olvidó los estiramientos que el optimismo esporádico le obligaba a hacer diariamente, y se incorporó arrastrando los pies.

Tampoco la zapatilla estaba en el sitio esperado. Odiaba andar descalza. Seguro que Teo había revuelto todo en alguno de sus paseos nocturnos. O, incluso, Ramón en su despertar ruidoso del que iba dejando rastro fruto de una somnolencia tal, que o le hacía tropezar con la mesilla que llevaba en el mismo sitio más de veinte años; o pulsaba con descuido el interruptor de la luz iluminando la habitación. Siempre era el mismo ritual. Ya no se levantaba con él para darle un beso de despedida. La primera vez que dejó de acompañarle hasta la puerta muy temprano, sin mediar palabra, ni romper el silencio de una noche en retirada o de una mañana incipiente, Rosa le sintió respirar hondo y cerrar la puerta con más fuerza de la habitual. Ella permaneció acurrucada en su almohada. Quizá esperaba otra reacción de su marido. No sabía aún por qué había tomado esa decisión: quizá se había disipado ya el entusiasmo inicial; o el reconocimiento de su sacrificio por fin se imponía frente a la tiranía del otro. Esperó una respuesta suya que nunca llegó, simplemente pareció aceptar la decisión de su mujer y se olvidó de ese primer beso diario.

Habían transcurrido más de cinco años desde esa decisión, pero hoy la recordó con un escalofrío. Antes de salir, Ramón había cruzado el pasillo hasta la habitación, le sintió en el cerco de la puerta, notó su olor a colonia barata y aftershive. Transcurrieron unos segundos que aceleraron su corazón, pero sin mediar palabra, le oyó darse la vuelta y cerrar con fuerza la puerta de la casa. Rosa se sobresaltó, no sabía la razón de esa vuelta atrás, nunca lo hacía, dejaba todo listo en la entrada.

Óleo de Francesca Escobar Raya, 2009.

Ella habitualmente no dormía más tras la marcha de su marido. Desde hacía poco había descubierto un momento propio y auténtico sólo para ella. Escuchó una charla sobre sexualidad en la mujer y en un atrevimiento desconocido, se compró un consolador. Apenas recordaba ya la última vez que había sentido placer con su marido, no recordaba tampoco si alguna vez lo había experimentado. Ahora era distinto. Había conseguido alcanzar un placer intenso con su cuerpo del que desconocía casi todo, al que tenía miedo y al que subyugaba con la represión de miles de prejuicios. Había consiguiendo vencer todo eso, con un aparato que apenas le costó 50 euros. Seguro que una terapia me hubiera costado mucho más, se decía a menudo con una sonrisa.

Tras ese momento único, la bruma y la soledad volvieron a ocupar el resto del día.

En la cocina había un gran desorden. La lengua rasposa de Teo la recibió. No tenía ganas de carantoñas, le tocaba recoger lo que otro había hecho. Decidió acometerlo después. Y, como tantas otras veces, pensó que cuando volviera le reprocharía su descuido y desconsideración.

Los disgustos se sucedían: no había café, Ramón no había hecho café. “me basta con un descafeinado” repetía últimamente o “ya desayunaré en el bar junto al trabajo”. Claro, así evitaba tener que preparar un espumoso y confortable café para él y, además, para su mujer. Rosa se moría por una taza oscura y rebosante de líquido negro. Lo necesitaba, pero, con un absurdo rencor, decidió no hacérselo. Luego hablaría con Ramón.

Teo demandaba su desayuno también. Desde el principio le encantó la idea de tener un perro. Siempre le gustaron los animales. Cuando Raúl lo pidió, no hubo más motivos. Se fueron a la primera asociación y adoptaron un cachorro. Todos adoraban a ese can. Era suave, dulce, le hacía compañía en las interminables jornadas que pasaba sola. Desde hacía poco también había comenzado también a dar señales de que el tiempo le pasaba por encima. Le costaba moverse o correr. Sin duda echaba de menos a Raúl; como yo pensó al recordarlo. Un nudo se atravesó en su garganta haciéndole difícil tragar saliva. ¿Se habrá levantado ya? Por un minuto se emocionó imaginando que también él estaría pensando en ella.

Pese a haber transcurrido casi dos años de ausencia, cada jornada tenía que hacer el mismo ritual. Los primeros meses sintió alivio de que Raúl no estuviera, era un alivio corrompido por el cansancio y la desesperación. Después se tiñó de consuelo: él había aceptado esa decisión, esperanzado en sentirse mejor. Últimamente Rosa buscaba un sentido a todo lo ocurrido. La búsqueda de lo mejor para él se desvanecía al notar la distancia. ¿sería más feliz ahora? Desde luego ella no lo era.

A través de la puerta de la cocina contempló el montón de cajas del comedor. Respiró dolorida. Al menos habría cinco mil artículos dentro de ellas. Las abriría, clasificaría, contaría, montaría y cerraría por orden de modelos. Así era la cadena. En diez días todo aquello debía estar listo para recoger. La rutina, su rutina, se cernía a esas cinco acciones; luego tres días en espera del siguiente encargo, para empezar de nuevo la cadena y así, sucesiva y eternamente. Rosa miró la silla donde acomodarse para comenzar su trabajo. Estaba raída, se le antojó descolorida y usada. Ya no era cómoda para ella. La adquirió para la habitación de Raúl, sin embargo, nunca la usó porque no le gustaba el color, el respaldo, la forma del asiento… miles de excusas para concluir que no la quería, al igual que tantas otras cosas que le compró buscando un acercamiento que nunca llegaba. El seguía ensimismado en su nube de colores negros. Mientras la silla continuó arrinconada en el comedor hasta que ella comenzó a usarla para su trabajo diario de montaje de puntillas de raso.

Dudó si ducharse o no. Daba igual, nadie la iba a oler, ni tocar, ni mirar. En una ojeada rápida en el espejo del pasillo, concluyó que tendría que cortarse el pelo. Ya tendría tiempo de pensar en eso, resumió con resignación. Esperaba la llamada, a las 9 en punto cada martes. Hoy era martes y quedaban diez minutos para en punto.

La dichosa espalda la estaba matando, el simple movimiento de ponerse el chándal y las zapatillas intensificó el dolor. Emitió un alarido.

Aún no había mirado por la ventana hoy, ¿para qué? Se preguntó, estaría la misma calle, las mismas personas deambulando, nada distinto. ¡Todo un espectáculo la verdad!, se rio entre dientes.

Amedeo Modigliani, 1918-1919.

Estaba retrasando el comienzo de su jornada diaria pero la llamada debía entrar. Esperaba que no se le hubiera olvidado. No podrían visitarle hasta Navidad con lo que necesitaba oír su voz. Pero el temor del anterior martes la recordó que podría ocurrir de nuevo. ¡Qué desesperación! Solo reclamaba quince minutos de su tiempo para que le contara cómo iba el tratamiento, los ejercicios, los talleres… necesitaba saber que todo aquello tenía un objetivo: que no había sido en vano tanto tiempo alejados, buscando ayuda en el refuerzo de su autoestima y las bondades que, sin duda, tenía su hijo.

Comenzó a impacientarse. Se situó enfrente del teléfono en la silla. Quizá si se pusiera a trabajar. No, no quería sin antes escuchar la voz de su hijo al otro lado. Ya habían pasado más de diez minutos de las nueve. ¡Maldito seas, Raúl! No me hagas esto otra vez, por favor. Los sentimientos de culpa la persiguieron durante mucho tiempo tras tomar la decisión de internarle en un centro especializado. Habían sido tres veces, no podría soportar una cuarta. Y tampoco tenía certeza de que su hijo pudiera soportarlo.

La desesperanza iba en aumento. Decidió abrir alguna caja. Allí estaban las malditas puntillas, en sus paquetes de cien, finas y delicadas. “debes tratarlas con mucho esmero” le dijo la encargada cuando la contrató. A Rosa le pareció el trabajo perfecto: estaría en casa, cerca de su hijo, atendiendo su hogar, organizando su tiempo y con pocos gastos… Después llegaron los inconvenientes: las cajas eran voluminosas y pesadas, ocupaban gran parte del comedor, el olor a plástico se hacía insoportable, sus manos estaban agrietadas con cortes y rasguños, el salario era muy bajo…. Intentó dejarlo cuando Raúl fue internado, le vendría bien buscar algo fuera de casa, le recomendó el psicólogo… Si, pero ¿hacia dónde dirigirse? Estaba perdida, continuaba su rutina en espera de algo nuevo que nunca llegaba.

Y el teléfono sin sonar… No podía contactarle ella porque las terapias necesitaban su tiempo, les decían desde el Centro. El primer mes fue desolador: no había opciones de comunicarse con Raúl. Estaba aislado, medicado, el riesgo de autodestrucción era muy alto. Después los intervalos de buenos y malas rachas se sucedieron sin razón o con toda ella. Rosa se preguntaba miles de veces ¿cómo habían llegado a eso? ¿qué habían hecho mal? ¿qué parte de culpa era suya? Pero eso ha pasado ya, él ahora está mejor, mucho mejor, cuando vino en verano se le veía con ilusión, más delgado, con barba como su padre. …Y el teléfono no suena, mierda, ya son las 9.20.

El dolor de espalda se agudizaba, apenas se podía mover por la rigidez. Se tumbó en la cama, experimentó cierto alivio. Con sus manos tapó la cara, enrojecida por las lágrimas. ¡Maldito seas! ¿No me vas a llamar?

Un rayo de luz la despertó, el frío la hizo estremecerse, se había quedado dormida. La almohada estaba mojada, había llorado hasta desfallecer con el teléfono entre las manos. No tenía llamadas perdidas de Raúl, pero tampoco Ramón habían contactado con ella. En un esfuerzo sobrehumano podía entender a Raúl, se encontraría en alguna terapia o ejercicio importante, pero a Ramón… no le comprendía; en todo esto estaba como ausente, como si se sintiera exento de tener que hacer algo, de responder con estímulos. Ella le había dejado de necesitar, eso es lo cierto, ya no más.

Le pareció que debía seguir con su vida y se acercó de nuevo a su trabajo. Las cajas, las dichosas cajas necesitaban una respuesta. Y si en alguna de ellas encontrara alguna sorpresa. ¿desde cuándo no había nada nuevo a su alrededor? Ya eran las 12; tenía que saber qué había pasado esta vez para no recibir la llamada prevista.

Tomó el teléfono para llamar al Centro de Manejo de la Conducta; a cientos de kilómetros una mujer le respondió.

La comida había sido rápida y nerviosa. Tenía el estómago encogido, aún no se lo podía creer. Dudó si contactar con Ramón, pero no lo hizo. Él ya lo sabía, conocía que Raúl se iba a ir dos semanas a una residencia a la Sierra alejada aún más de ellos. Es mayor de edad, contestó el terapeuta. Sí, les entiendo, pero debe saber que las decisiones las debe tomar él, Raúl es adulto. Le mandaré un mensaje para que contacte con ustedes y les cuente cómo se encuentra. Le va a venir muy bien esta salida.

Era cierto, Raúl tenía ya 20 años. Entre disgustos, riesgos y hospitales han pasado más de ocho años confiando en su recuperación y en su bienestar, sin lograrlo. Quizá es ella la culpable de que no encuentre la calma. Este pensamiento la martiriza como un martillo desde hace un tiempo.

Absorta en estos pensamientos, sonó el móvil. Lo había arrojado sobre la cama deshecha. Corrió a tiempo de comprobar que era su marido.

  • Claro que no, ya sabes lo que significan para mí sus llamadas, ¿por qué no me habías dicho nada?

Para Rosa la estupidez de su marido no tiene límites, no sólo le había ocultado la salida a la sierra de Raúl, sino que acababa de confesarle que el contacto único con el Centro será él, a partir de ahora, a prescripción de los terapeutas. ¡Sólo durante un tiempo, eso sí… se atreve a especificar el muy cretino!

Georgina Gray, 2006.

La noche iba anunciando su llegada, con una brisa fresca. Rosa sentía frío, pero no se atrevía a moverse de la incómoda silla esperando algo que nunca llegaba. Los platos de la comida se mezclaban con los del desayuno en la cocina; la cama aún revuelta, no ofrecía descanso alguno. Las puntillas permanecían esparcidas entre las cajas y la mesa de trabajo. Había sido otro día cualquiera más. Las dudas y las preguntas sin respuesta seguían agolpándose en su cabeza. Los árboles del exterior se movían con violencia al compás de la agitación que Rosa mantenía en su cabeza. Estaba desesperada y triste. Ya no podía aguantar más. Con calma se levantó de la desvencijada silla y se dirigió a la ventana. Un torrente de aire le dio la bienvenida, bajó la vista perdida en la distancia de la acera.

De pronto sonó el timbre.

  • ¿Raúl? – a través de la mirilla divisó a un joven con barba y pelo oscuro.

No escuchaba la charla del chico que intentaba convencer a Rosa de las bonanzas de un cambio de compañía eléctrica sentado en el sofá, con aspecto afable y bien parecido le hablaba entre números y coeficientes reductores.

  • ¿Te apetece cenar conmigo? Puedo preparar algo muy rápido. ¿Cómo me has dicho que te llamas?

Sin tiempo a contestar, se dirigió a la cocina dejando al desconocido turbado por la hospitalidad tan extraña de esa mujer.

  • Debo irme no se preocupe
  • Siéntate, Raúl, no estoy preocupada, siéntate ahí, enseguida traigo algo para picar.
  • Disculpe, me llamo Andrés, no Raúl.. no me extraña con tantos datos que le he contado, mi nombre es lo de menos…
  • No sé cuándo regresará mi marido, hemos discutido ¿sabes? Bueno da igual, preparo algo para los dos. Te voy hacer una tortilla, Raúl.

El día continuaba en su agonía. Al final no iba a ser otro día cualquiera para Rosa.

 

 

 

 

Las zapatillas de ballet Por Paula Alfonso

— Mamá ¿sabes dónde están mis zapatillas?

— Las dejé a los pies de tu cama, te lo dije anoche ¿te acuerdas?

— No las veo, no las veo y es ya muy tarde.

— No te pongas nerviosa, hija, espera a que acabe de vestirme y voy para allá.

Ahí está mi madre como siempre desviviéndose ante cualquier cosa que pueda afectar a su hijita.

— Date prisa, por favor, mamá.

— Elena, tú no habrás visto mis zapatillas, ¿verdad?

— ¿Yo? Qué va,

Eso, ahora mi hermana viene a mi habitación y me pregunta y encima se me queda mirando como si dudara, como si no creyera del todo mi respuesta, pero qué par de estúpidas están hechas las dos.

— Oye, no me cierres la puerta. –Le grito

— ¡Si siempre me regañas cuando te la dejo abierta!

— Pero ahora la quiero así.

Empuja la puerta con tal ímpetu que rebota en la pared y tengo que sujetarla para que no vuelva a cerrarse. Bien, así mejor, por nada del mundo me perdería yo estos minutos de gloria, quiero vivirlos, disfrutarlos, no perderme detalle.

— Tenemos que salir en 15 minutos o no llegaremos, recordad los atascos que se montan todos los años a la entrada del colegio.

El que faltaba, papá con sus histerismos, pero le entiendo, a él estos finales de curso le repatean tanto como a mí, son tres o cuatros horas sin poderte mover en un salón hasta arriba de gente y teniendo que soportar el discurso de la directora, que siempre es el mismo, las ridículas representaciones de cada curso, desde preescolar hasta sexto, y finalmente la entrega de diplomas a las alumnas aventajadas, así, año tras año… ¡Tardes para no olvidar! ¡Lo juro! Pero como la niña hace de cisne protagonista en la muerte del ídem, y será una de las que reciba el diploma, allí hay que estar y encima poniendo caras de emoción, de alegría, de falsa sorpresa. Seguro que cuando digan su nombre por el micro mi madre echa una lagrimita, ya tendrá previsto en su bolso un pañuelo especial para la ocasión. ¡Qué ridiculez! Menos mal que mi padre no es así, ya lo estoy imaginando, no habrán pasado ni quince minutos cuando empezará a revolverse nervioso en su asiento, mirará el reloj, se quejará a mi madre del calor , y sudará, y al salir no habrá quien le hable porque estará cabreado como una mona.

— Por Dios, mamá, que estoy mirando por todos los sitios y no las encuentro, ven ya por favor, ¿seguro que las recogiste del tendedero?

— Sí, seguro, dame dos minutos más y te echo una mano, verás qué pronto las encuentro yo. Elena, tú ya estás, ¿no?

Hasta el tono de voz le cambia cuando se dirige a mí, no lo puede disimular, entre mi hermana y yo hay un abismo para ella.

— Pues claro, hace media hora. Ya sabes que no necesito acicalarme tanto como vosotras.

— Bueno, vale, Elena, solo te preguntaba.

— Ya estoy aquí cielo mío, déjame antes verte, pero qué guapísima estas vestida de cisne, lo vas a hacer muy bien, te lo aseguro, ya imagino yo el salón de actos puesto en pie aplaudiéndote, la profesora emocionada y yo…

— Mamá, las zapatillas, que no tenemos tiempo.

— ¡Ah sí! ¿A ver?, yo las puse justo aquí, sobre el asiento de esta silla, ¿no se habrán caído por detrás? ¿Las habrá cogido tu hermana?

— ¡Otra! ¡Ya he dicho que yo no he visto ninguna zapatilla!

Con mi grito trato de ser convincente para que me dejen las dos en paz, a ver si lo consigo.

— Pero, por Dios, ¿qué ha podido pasar con las zapatillas? Ni que tuvieran vida propia.

— Cinco minutos, deberíamos estar saliendo en cinco minutos, ¿se puede saber qué hacéis?

— Javier, no encontramos las zapatillas de ballet de la niña y te aseguro que anoche después de cogerlas del tendedero y planchar las cintas se las puse aquí, junto al traje.

— Mamá, sin zapatillas no podré bailar, ¿qué vamos a hacer?

Mi hermana entra ahora en su fase de lloriqueos, pero, bueno, le daba dos tortazos en la cara que se iba a enterar. ¿Por qué tuvo que nacer, no era yo sola suficiente para mis padres? Al parecer no y tuvieron que ir a por otro hijo. “Nos dimos otra oportunidad”, como dice mi madre cuando habla de este tema con sus amigas y entonces vino ella tan rubita, tan mona, con ese cuerpo, esas piernas, esa agilidad… pero hoy no se saldrá con la suya, hoy no recibirá aplausos ni felicitaciones, hoy será uno de los días más amargos de su vida.

— No, cariño mío, no, tú no me llores, seguiremos buscando y aparecerán, ya lo verás.

— ¿Y no se te ocurrió tener unas de repuesto por si pasaba algo así, Pilar? Es lo que se hace en estos casos.

— Mira, Javier, no me vengas ahora con lecciones, si realmente quieres ayudar busca tú también, las zapatillas tienen que aparecer.

Debajo de mis nalgas noto el bulto aplastado por el peso de mi cuerpo, y no puedo evitar que una gran sonrisa se dibuje en mi cara. Podía sacarlas ahora y enseñárselas: “Mirad, han aparecido, están aquí”, pero aunque lo hiciera de nada serviría porque al esconderlas he notado un crujido, la puntera de una de ellas ha debido de romperse. Por el único que siento todo esto es por papá que le oigo hurgar también por los cajones, pero por ellas, las otras dos, haría esto y mucho más de tanto como las odio.

Los lloros de mi hermana han aumentado de intensidad y mi madre con los nervios desatados, está llamando a las madres de las otras niñas para ver si por casualidad alguna de ellas tuviera zapatillas de repuesto, pero una a una todas le van contestando que no.

— Mamá, entonces, si yo no estoy, saldrá en mi lugar la suplente, Alejandra Herranz y la última vez que ensayamos le salió fatal. Va a ser un fracaso, lo sé, si no voy yo la actuación saldrá muy mal.

— Hija mía, no llores más, lo siento, lo siento mucho.

Desde aquí puedo imaginar la escena, las dos, madre e hija abrazadas y envueltas en lágrimas, patético, realmente patético. Ahora sí que me gustaría sacar las zapatillas y mostrárselas para reírme en su cara de lo estúpidas que son, pero estoy disfrutando tanto con esta situación que creo que me voy a reservar un poco más. ¡Vaya! El teléfono está sonando y lo coge papá.

— No, soy su marido, espere que le paso con mi mujer.

— ¿Si? Ah, hola, no, no han aparecido, no sé qué ha podido pasar, estoy desesperada. ¿Qué me dices? ¿Sí? ¿Seguro? ¿De su mismo número? Gracias, gracias de verdad, no sabes el favor que me haces, ahora mismo nos pasamos por tu casa a recogerlas.

— Cariño mio, alégrate, la madre de Amanda ha encontrado en su casa unas zapatillas de ballet que son de tu mismo número y nos las deja, así que venga, sécate esas lágrimas y pon cara alegre que nos vamos, se va a quedar todo el mundo boquiabierto con tu actuación, ya lo verás. Javier, ya está resuelto solo que antes de ir al colegio tenemos que pasarnos por la casa de Amanda para recoger unas zapatillas que nos prestan, encárgate tú de llevar a Elena hasta el coche y yo pliego la silla.

Apenas tuve tiempo de buscar un nuevo escondite para las zapatillas. Papá ha entrado como una exhalación en mi cuarto, se ha abalanzado sobre mí y me ha levantado como si fuera una pluma. A grandes zancadas me lleva hasta la puerta y por el camino me fijo en mis piernas; deformes, ridículas, inoperantes, se balancean de un lado a otro como hojas de otoño a punto de caer.

Está bien familia, hoy no ha podido ser, pero la siguiente vez no fallaré, os lo juro.

Reducido a escombros Por Paula Alfonso

  • Derríbenlo también.

Intenté que mi voz sonara contundente, rotunda, firme. Tirar aquella habitación era lo más acertado, lo más práctico, sin duda lo más inteligente y ya estaba dicho no había vuelta atrás.

  • ¿Está segura?

La pregunta del operario me tomó totalmente por sorpresa, sinceramente no la esperaba. En el recorrido que desde hacía más de una hora llevábamos haciendo por la propiedad se había limitado a anotar una por una todas mis decisiones: esa pared la desplazan para que haga ángulo recto con la otra; esta puerta me gustaría que fuera más grande, de dos vanos, a poder ser; aquí, aprovechando el hueco, quiero un armario… Nunca me ofreció su opinión, ni me regaló una sugerencia, nada, sin embargo, al anunciarle mi deseo de derribar aquella habitación sí lo hizo, ¿por qué?

Sorprendida, le miré a los ojos y me recordaron a los de un jugador de mus que acabara de echar un órdago al contrincante. Su mirada era retadora con un cierto toque de orgullo, y por supuesto esperaba atento mi respuesta. Despegué los labios para contestarle, pero tuve que detenerme, los argumentos, tan sólidos hacía unos instantes, comenzaban a volatilizarse como el humo entre las nubes. Asumí mi derrota, no me quedó otra opción, comprendí que a pesar de lo mucho que lo había meditado, aún no estaba preparada para convertir en escombros la vieja habitación. Con una leve sonrisa a modo de disculpa, me giré y comencé a cruzar el patio para dirigirme hacia ella, tenía que verla de nuevo, era como si algo desde allí me reclamara.

La mañana era radiante, una ligera brisa mecía las ramas del cercano naranjo haciendo que sus flores esparcieran aroma de azahar en todas direcciones. El silencio era casi absoluto. A pesar de que la casa estaba en el centro del pueblo, no se oía ni una voz, ni el ladrido de un perro, ni las llantas de un coche circulando, solo las campanas del reloj de la iglesia se atrevían a alterar esa pacífica atmósfera. Qué diferente de hace 60 años, cuando mis padres construyeron esta casa. Las primeras luces del alba llegaban ya aderezadas con el canto orgulloso de los gallos en sus corrales, esa era la señal inequívoca del inicio de la jornada, al poco la gente abandonaba sus hogares y salían a la calle para saludarse, darse los buenos días, interesarse por los enfermos, hacerse partícipe de las novedades… Todo esto sucedía mientras las mujeres barrían y regaban con agua sus portales y los hombres se encaminaban hacia sus trabajos en las huertas. Entonces todo era movimiento, actividad, vida. Sin embargo, ahora el pueblo parece desierto, y no es que se haya quedado sin gente, sino que la que hay opta, optamos, por perpetrarnos tras las paredes de nuestras casas, no buscamos la complicidad o compañía de otros, sino la seguridad de nuestra guarida.

Había llegado ya a la “cocinilla” —así nos referíamos en nuestra familia a aquel pequeño habitáculo que junto a otras dependencias, también muy antiguas, recibimos con la compra de un espacioso patio que lindaba con nuestra casa—. No modificamos nada en ella, intencionadamente la mantuvimos igual que la tenían sus anteriores dueños, y es que nos gustaba tal y como era. La mostrábamos como algo excepcional, como algo que ya raramente se ve, estábamos orgullosos de ella. Su puerta pintada de verde estaba hecha de sólidos cuarterones, y tras abrirla todavía se podía respirar un olor añejo mezcla de humo y pimentón con el que se aderezaban las longanizas antes de ponerlas a secar. Era pequeña, su techo lo formaban gruesas vigas de madera totalmente ennegrecidas que se apuntalaban en la parte central, el suelo era de ladrillo rojo, pero en determinadas zonas la tierra suelta empezaba a asomar por sus numerosas fisuras. Las paredes, en otro tiempo inmaculadas por las numerosas capas de cal, aparecían ahora surcadas por los regueros que había dejado el agua de lluvia al filtrarse por cualquiera de las goteras.

El foco de atención, la razón de ser de aquella habitación era el pequeño hogar que sobre una especie de escalón se elevaba a escasos centímetros del suelo. Era un hogar desnudo; ya no había en él badiles, trébedes, cazos o pucheros de latón, pero aun así mantenía su esencia, gracias al pequeño semicírculo de color pardo que había quedado en el suelo, ocasionado por las antiguas capas de ceniza y la media chimenea que a pocos centímetros iniciaba su ascenso, cruzaba el entramado del techo y se abría como una gran boca al exterior. A los lados de este pequeño hogar se disponían dos bancos corridos que en su momento debieron estar cubiertos de seras de esparto para mitigar la frialdad de la piedra y su dureza.

Mientras permanecí allí, de pie frente a aquel peculiar escenario, me di cuenta de lo fácil que resultaba incorporarle actores y dotarlo de vida. Quise imaginar que ya había anochecido, que el hombre acababa de llegar de sus tareas del campo, y tras dejar en la cuadra la caballería y los aperos, se había lavado las manos en una vieja jofaina y ahora se sienta en el banco y siento que me mira sin verme. Es una sensación extraña de estar allí en un tiempo lejano que de pronto se hacía presente. Con sus dedos callosos reúne ramas de brezo seco, apretándolas hasta formar una gavilla y crear una escoba que sustituirá a la vieja y gastada. Su hija, sentada a su lado, sigue atenta todos sus movimientos, recoge los trozos de rama que se caen y se los entrega por si aún pueden ser de utilidad. Tendrá unos 8 o 9 años, cubre su cabeza con un pañuelo gris y calza unas alpargatas que a todas luces parecen quedarle grandes. Como sus piernas aún no llegan al suelo las balancea de manera constante adelante y atrás, adelante y atrás. Finalmente, sentada en una silla baja de enea, de espaldas a mí, está la mujer. Su posición no me permite verle la cara, pero la supongo arrebatada por el calor que desprenden las ascuas de la lumbre. Con una cuchara de madera da vueltas al guiso que lentamente cuece en el interior de un viejo puchero, de vez en cuando se aproxima la cuchara a los labios, sopla y prueba, pero aún no está, devuelve la madera a su sitio y sigue revolviendo. La única iluminación en la pequeña estancia es la que le aporta el fuego, hay un candil colgado de un clavo pero permanece apagado. El silencio allí es casi total, solo se escucha el burbujeo del caldo, el crepitar de la madera al consumirse y el roce que hacen las herramientas entre los dedos del anciano.

Me hubiera gustado haber podido disfrutar más tiempo de esta escena, pero ya estaba bien, tenía que volver a la realidad, no resultaba nada beneficioso para las obras que pretendía iniciar que los albañiles encargados de hacerlas me tomaran por una lunática endemoniada. Me giré para salir de nuevo al patio, pero encontré que la puerta se había cerrado y mis piernas no me respondían, estaban como pegadas al suelo. Volví de nuevo mis ojos al frente y la visión que había imaginado permanecía inalterable, el hombre encorvado sobre sus manos, la niña balanceando sus piernas y la mujer dando vueltas y vueltas al guiso.

No podía ser. Parpadeé, me restregué los ojos, pero la visión no desaparecía. Noté que me asfixiaba, el aire no estaba siendo suficiente para llenar mis pulmones y comencé a ponerme nerviosa. Quise gritar, pedir auxilio, pero tampoco la voz me obedecía. Estaba aterrada.

De repente la mujer detuvo su brazo, sacó la cuchara, la escurrió con dos golpes suaves en el borde del puchero y la depositó en un plato metálico que tenía a su derecha, después apoyó sus manos sobre las rodillas y lentamente, muy lentamente se fue girando hasta quedar frente a mí. A su vez el hombre detuvo sus manos, levantó la cabeza y también me miró, la niña fue la última en dejar quietas sus piernecitas y tras retirarse de la frente un mechón de pelo que le molestaba fijó igualmente sus ojos en mí. Eran seis puntos fijos y brillantes que desde la semioscuridad me taladraban y no podía zafarme, me tenían hipnotizada.

  • No destruyas nuestro hogar — dijo la mujer con una voz ronca y un tono que lejos de parecer una súplica, sonó a orden tajante.

Después fue el hombre el que habló

— Este es nuestro sitio, nos pertenece, aquí, en este mismo lugar donde hoy me siento se sentó mi padre y antes que él mi abuelo. No tienes derecho.

A continuación la niña echó su cuerpo hacia delante y se dejó resbalar hasta que los pies tocaron el suelo, caminó hasta donde yo estaba y buscó mi mano, la frialdad de su piel casi me obliga a rechazarla, pero me estaba agarrando con tanta fuerza que de haberlo intentado no hubiera podido.

  • Adónde iremos después. Déjanos seguir en nuestro hogar.

La dulzura que reflejaba su cara no se correspondía con la persistente firmeza de sus dedos al sujetarme.

  • Tenéis que iros. Respondí, pero mi voz apenas resultó perceptible. Carraspeé y traté de que esta vez sonara más firme, de paso, ayudándome con la otra mano conseguí liberarme de las de la niña.
  • No es vuestro hogar, vosotros hace mucho tiempo que no tenéis hogar, no tenéis nada, debéis marchar, lo que voy a hacer os servirá de ayuda.
  • ¡Por favor!

Al no poder alcanzar mis manos que intencionadamente las había pertrechado bajo mis brazos cruzados, se cogió a mi falda y tirando de ella insistió.

  • ¿Qué mal te hacemos?, eres tú la única que conoce nuestra existencia, déjanos seguir aquí
  • Si no soy yo será otro el que lo haga, hacedme caso, iros, este mundo ya no es vuestro, no os pertenece. Sois un error, una anomalía, estáis solo en mi cerebro. Por favor, idos.

Con una fuerza que no sé de dónde pude sacar, conseguí despegar mis pies del suelo y caminando hacia atrás para no dejar de observarles, como si desconfiara de sus intenciones alcancé la puerta, solo entonces me giré, tomé la aldaba, la levanté y salí al exterior. El contraste con la luminosidad del patio me obligó a cerrar los ojos, pero aun así, protegiéndome con una mano, continué avanzando hasta que encontré al albañil.

Derríbenlo —le ordené— derríbenlo todo.

Serafín y sus mujeres Por Horacio Otheguy Riviera

La silla de ruedas deambula cuesta arriba sin esfuerzo. Serpentea por pura diversión, impulsada no sólo por su energía eléctrica bien comandada, sino sobre todo por la irresistible energía del conductor, de su pensamiento, su creatividad, su música interior. Y cuando llega a la cima del Parque del Oeste, acelera en llano, sus mágicos acordes parecen elevarle hasta superar las copas de los árboles. Gira sobre sí reduciendo la marcha, imaginando el clímax que logrará su voz al narrarle a Blanca el final de su relato. El final que tanto le entusiasma y que acaba de saborear.

 

Frida Castelli.

Serafín Velasco se siente en la gloria en pleno mediodía de verano. La soledad del parque, su gratificante transpiración con aroma a limpio, a perfume de su cuerpo aseado por manos sabias al empezar la mañana, y en la boca el relato urdido mentalmente para ella: ese drama tan accidentado con final en ascendente tensión para que el doctor Evaristo Ledesma deje la bebida ante el inminente perdón de su enamorada hermana. Es tan grande la pena acumulada en sus largas historias paralelas de frustraciones y resentimientos, que el propio Serafín —total inventor de la trama, entusiasta contador de historias que nunca escribe— llegó a pensar que no sería posible reunirlos, facilitarles el camino del reencuentro. Pero sí. Las palabras ganaron las batallas del prejuicio y la condena bienpensante, se batieron los imposibles en su propio terreno y la voz de Serafín se yergue victoriosa: “El doctor y su hermana, Evaristo y Laura Ledesma, se miran largo a través de la lluvia, contienen el ansia de escapar en lentos pero firmes pasos de uno hacia otro. Finalmente se deciden a avanzar empapados. Se abrazan, besan y desnudan muy despacio en medio de la calle, bajo un cielo que aparta la tormenta y deja una llovizna que es telón y caricia, refugio y piedad. Sólo cuando se hablan al oído aumenta la intensidad del agua. No es posible oír lo que se dicen después de tanto tiempo en silencio”.

En el rosedal del parque, Blanca escucha el relato de Serafín con su uniforme azul de enfermera, liberados los primeros botones, asomando apenas la carne prieta en un cuerpo pudibundo al que, sin embargo, le brilla una sonrisa que quisiera pasear por la piel del hombre más deseado.

Almuerzo exquisito, ligeros comentarios generales y breve siesta. Todo sin salir del parque, recogidos, solitarios. Al despertar, el amigo-autor está nuevamente solo. Rápida ojeada al fichero mental de personajes, situaciones, ambientes. Bebe el té frío que le dejó Blanca y se entrega de lleno al nuevo material. En las próximas horas recorrerá otro parque, combinará elementos diversos como si escribiese novelas por encargo, sin resuello, al mandato de un editor tirano bajo el más tirano aún rigor del dinero y él, oh, él, se sumerge en cocktail de tópicos: ansioso, alcohólico y cocainómano igualmente imaginario, inventado escritor jamás impreso que teje relatos solamente para ellas, sus dos mujeres: Blanca y Beatriz.

Montaje fotográfico de Carl Warner.

La primera en impoluto azul, excitante en su enfermizo recato. La otra, completamente distinta, trae consigo un cuerpo enamorado de sí mismo, dispuesto a ser siempre bien acogido: altiva, fogosa, libre. Es la dueña del atardecer y la madrugada, quien más horas pasa a su lado. No más llegar junto a Serafín se transporta al ámbito de sus narraciones, siempre agradecida y colaboradora en cuanto detalle pueda participar. Para ella: la aventura de una secretaria que todos suponen virgen y beata, pero resulta gran conocedora de ritos sexuales. Personaje a su medida, Alexandra Miravedí modifica su aspecto para asistir a una subasta. Maquillaje, falda, escote pronunciado: cincela las curvas de una mujer que hará lo que sea con tal de poseer la medalla turquesa, amuleto maya para el pleno dominio del cuerpo y el alma, el placer de la carne y la sabiduría del espíritu. Una aventura trepidante con el viento en contra de un destino que la quiere escindida entre la esclava y la conquistadora, la puritana y la desvergonzada.

Andrei Protsouk.

Entusiasmados por la narración dejan pasar el tiempo. Beatriz corre por el parque, cruza las calles con los semáforos en rojo empujando la silla de ruedas hasta llegar al ascensor, luego a la cocina y el baño donde la desnuda por completo. La ve meterse en la ducha, rememora sin nombrarla la escena de lluvia y reencuentro amoroso de la historia de Blanca con el doctor y su hermana, abre y cierra los ojos, relame la magia del instante. Observa con deleite todos los gestos de quien acaba de quitarse el jabón y ahora rasura el vello púbico con esmero, luego se perfuma, maquilla pómulos, párpados, pinta los labios. Serafín desliza su mirada con emoción y tristeza. Sabe que en esta larga noche se producirá un cambio arriesgado.

Del éxito o el fracaso de su apuesta dependen tres vidas.

El sonido de los propios quehaceres de Beatriz le rescatan del pánico, comparten risa contagiosa, la ve vestirse lentamente y resulta casi más excitante que desnudarla. Otra vez en la silla de ruedas, la acompaña hasta el ascensor y allí se queda un buen rato hasta perder la melodía de su taconeo.

Antes de volver a entrar en el piso, deja una llave para Blanca bajo el felpudo. Teme que no cumpla lo acordado pero corrige el mal agüero con una acción optimista: silba su aria preferida de I Pagliacci y se instala en la cocina. Hornea la cena, bebe vino blanco, lee un par de cuentos de Maupassant, ve algunas de sus secuencias preferidas de La historia de Adele H… Todo con el fin de completar argumentos y escenas en su fichero mental. Lector y espectador técnico, carente de emociones, al servicio de la creatividad que sus mujeres le reclaman. Da una cabezada y a las 3,45 de la madrugada prepara dos bandejas con pasteles suizos, bombones de frutas con chocolate blanco. En la bandeja que deja en el cuarto de baño agrega un cubo, hielo y champán. En la que deposita en la habitación de huéspedes, vodka y coca-cola.

A las 4,30 en punto, Beatriz reaparece extenuada y hambrienta, la cara limpia de colorines, ojerosa y desprolija como a él más le gusta. Reaparece ávida por saber de sus personajes, por escuchar los matices de su voz entonando historias ajenas. El vapor del agua caliente y las sales, todo el encantador aroma del sudor que escapa por el sumidero y la bañera vuelta a llenarse, los besos sedientos, los besos serenos. Todo el aire y la espuma, olores que reavivan, dulces que embriagan, champán que entona. Todo el aire y su espuma, la debilidad del hombre que no puede andar con sus piernas pero sí acariciar, dejarse estar en los cansados y agradecidos brazos de la joven; todo el placer con que son capaces de soñarse y tenerse alcanza hoy la dimensión de una conquista superior. Desde el cuarto de huéspedes, Blanca les observa por el ojo de la cerradura, el hueco de la puerta entreabierta; bebe una segunda copa, su agobiado pudor escapa por una felicidad que aumenta a medida que avanza descalza. Se detiene a la distancia justa. Es una sombra que debe permanecer intocada. Escucha, mira, se subyuga y maravilla. Beatriz se sumerge en la renovada espuma con hierbas de Guayaquil y abandona para siempre el aroma de los otros que anduvieron por su cuerpo fugazmente a cambio de dinero.

El triángulo recién estrenado impulsa al anfitrión con bravura y desde lo alto desciende en espasmos formidables, gemidos compartidos, sonrisas largamente soñadas. A él le basta ahora con la mirada de Blanca, apenas desnudo un hombro hasta el breve monte de su pecho, y la sabia experiencia de Beatriz.

Mary Nieves Kirn “Verena”.

Blanca da por concluido el rito, se agasaja a sí misma en una penumbra ante sus ojos silenciosos. Allí donde mueren los jadeos y toda impudicia se repliega, Serafín y sus amores confirman inédito camino. A las 3 en punto de la tarde en el Parque del Oeste, Blanca tendrá su historia, ahora un poco más subida de tono, con una joven virgen que despierta la lujuria de un inquisidor. Aún sin reponerse del todo, semidormido, Serafín sigue pergeñando situaciones. En el amplio bolsillo de la silla de ruedas las dos mujeres le han puesto los sobres con dinero para la administración mensual de los tres. Él toma sus manos, besa los dedos uno por uno, acurruca la cabeza entre sus muslos. Ambas le llevan a la cama, le cobijan. Es la primera vez que están juntas a su lado. Se preguntan si serán capaces de compartirle durante mucho tiempo. Y en mudo acuerdo pactan respetar la nueva situación, ignorar otros sentimientos que no sean los que él necesita y dejar que una, dos, o incluso tres veces por semana, Blanca tome las llaves bajo el felpudo, pruebe los manjares que él dejará sobre la cama del cuarto de huéspedes, y consagre toda la pasión que él necesita a través de los ojos: esos ojos negros que iluminan los besos de su hombre recorriendo el apasionado cuerpo de Beatriz, su hermana gemela.